OJOS ARDIENDO
Esta vez serán necesarios meses, si no años, sólo para despejar los cientos de troncos gigantes abatidos que se enmarañan en un inextricable pandemónium (aplastando los árboles jóvenes cuidados con tanto amor) y los enormes pies arrancados del suelo donde dejan boquetes como abiertos por las bombas de una increíble guerra relámpago que apenas duró media hora.
La reprise, Alain Robbe-Grillet
DEL GRITO AL SUSURRO
El 25 de diciembre de 2019, con los párpados atormentados por un pasado que solo encuentra secciones fragmentadas de larvas, confronto mi visión con unas imágenes que me retrotraen a una época donde todavía se podía elucubrar sobre gusarapos y pensar en el futuro, veinte años después, como un mundo contorneado de acuerdo a una hoja de ruta variable. Entelequias repetidas antes de la somnolencia, secuencias cinematográficas que, como pequeño infante, tocaba con las neuronas y retorcía con el espíritu. No sabía que, pocos años después, alguien comenzaría a romper lentamente el corazón de mi protectora, ofreciendo los votos en el campanario, destinando su vida a la remembranza de una celebración en donde, a día de hoy, veo muertos e inquina: incesto, mala praxis, labios obsesivamente torcidos, coches llegando para dejar estelas banales.
Sin embargo, a través del VHS y su enlentecimiento, contemplo lo que antes no llegaron a alcanzar lo que hoy son ojos ardiendo: registros con total claridad, y no es nada especial, salvo todo lo que protege la mente del caos o desconcierto, una serie de flores y gestos que se comunican, intentando encontrar en el intersticio de una mirada la mueca que haga sentir al otro la posibilidad de una vida futura transitada con algo de dignidad, un poco de amor. Siento dolores desde el interior de la córnea hasta mis pupilas, y no puedo hacer otra cosa que apenarme ante los rostros cuyo único vestigio son cicatrices. Antaño era diferente, la reciente licenciatura y el final de los estudios abría un horizonte de posibilidades encapsulado en filtros ajados, mientras un crío sin dientes sonreía y cierta bicha con aspecto de ramera rencorosa, vestida de rojo, sentía que aún podía romper los vínculos conyugales; nunca ocurrió nada impredecible, la constatación era evidente y, a pesar de ello, el mundo seguía de banquete en banquete, instaurándose el padrino y la madrina de manera militar al lado del novio y la novia. Durante treinta minutos de tiempo, una sonrisa, embrujo de veinteañera, ahora enterrada bajo libros de autoayuda y mentiras para la mente, poseía la grandeza intocable del deseante al que nadie, por mucho que lo intentase, lograría quitar las miles de máscaras, también escudos, que protegen el corazón y el decoro, un mínimo de moral para seguir viviendo, algo engañada, pero también estafando a los corruptos, despistando a los que usan el cinismo como forma de mantenerse en el mundo.
La nostalgia es eliminada de inmediato en el momento en el que los destellos abandonan los fotogramas y me quedan tan solo las paupérrimas miradas estrelladas de una suegra medio bruja y la desangelada inspección de un padre orgulloso de exiliar por divertimento a su descendiente. La nueva generación, ya plagada de desencanto, se inmiscuye en los últimos minutos de la celebración; me creo por completo sus sonrisas y la desubicación de la que hacen gala, porque no sé dónde están ahora, y en mi memoria existen como píxeles y fantasmas, no obstante, materializados en forma de canciones y recuerdos. Debe permitírseme que mi último deseo vaya encaminado hacia ellos y sus futuros casamientos, si todavía sus pies continúan pisando esta tierra.
DEL SUSURRO AL GRITO
La aristocracia infundada en tu mente, avaro espectador tentado por el mínimo resbalón de esas maneras radicando dentro de tu navaja imaginaria, podría ser una alternancia yendo y regresando, cuando te sientas en el bar a cinco kilómetros de tu portal y haces traslucir la ojeada de la camarera con el fin de mantenerla cerca de tus ojos, aproximándose un poco más a tu ridículo dedo índice levantado, porque quieres otro café con leche, estás saciado de nervio matutino, pero te falta rebasar el índice de grima ante el mundo, y dicha métrica invisible será allanada en el seno del local mientras vuestras escleróticas coqueteen los segundos que tú consideres necesarios para que ella ─tímida y presta, claro, a calumniarse de que no está ahí para servir aplanada repostería, está ahí deseando olvidarse de su propia objetividad─ inconscientemente sienta vahído encubierto de esputos hacia el primer cliente, tú, que tenga tal descaro como para mirarla y causar el patinar de la sangre hirviendo por sus mejillas rosadas.
Triunfo. La caballerosa incertidumbre ha dado su primer fruto, traspasado la pantalla de las cintas diarias, y te ha donado el empujón inapelable para mantener la fe en separar tu código vital de eso denominado asco, una palabra que no te atañe ni interesa, demasiado vulgar, concreta, fácil de tirar el dardo con ella inscripta hacia el primer marrano incapaz de ojear correctamente al chico dispuesto a creer en un estallido que incluso salido de esa boca masculina podría ser una fuente de deleite. Y es que la grima no conoce distinciones superfluas, cariños selectos por pura frigidez irritable del que se supone libertino; tú comprendes el ingrediente faltante en esas sesiones de chequeo nocturno conyugal que te han acabado hartando hasta el punto de elegir mirar por enésima vez la parroquia a comienzos del nuevo milenio, allí donde lo kitsch no dependía de lo ridícula que podría parecer la apreciación de dos seres acatando las mínimas normas del contrato social ya que urgían de ellas para luego transgredirlas lejos del campanario. Persianas entrecerradas para conocerse mejor, desaprendiendo con las latitudes impuestas el rasgado arte de hacer el amor, centelleados por astros morales hasta el vómito.
Estás de espaldas, ya en tinieblas, esta vez sin la compañía de imágenes contenidas en el bendito cuadrilátero televisivo, cortada su antena, VHS destrozado; te susurra al oído, suave, con la violencia anhelada, la luna en látex, obligándote a morder el polvo impalpable que maniata tus pasados, estrecha el presente sin darte, daros, tiempo para devoraros con la gentileza de dos bobos, adorables, dignos de elegía, pudientes habitantes de ciudades de provincia echadas a perder. La desazón amada, aquella cercana al puñetazo del mediodía siguiente, cuando reaparezca por la puerta el fulano que reclame a la que en tus brazos, esta noche, está implorando sentir miedo, y es que ha cultivado los placeres del temor, la grata neuropatía de cortarse al no saber uno qué demonios hacer con la muesca de su acompañante, y esta borbotea de señorío y teatro, un traje de convite cinco estrellas, dispuesta a corromperse con maldad deliberada. En esa buena hora, la derrota de vuestros contrincantes, aunque frágil, será real. La grima, aventurada compañera, ha jugado un doble recreo: a los amantes les brinda las ascuas, a los desapasionados el infierno. La novia se ha cobrado su vendetta.
***
Fotogramas pertenecientes a Man on the Street, sexto episodio de la primera temporada de Dollhouse (Joss Whedon, 2009-2010), y The Blood Oranges (Philip Haas, 1997)
***