UNA TUMBA PARA EL OJO

EL CÍRCULO SE HA CERRADO

Final Report [Zárójelentés] (István Szabó, 2020)

Zárójelentés (István Szabó, 2020)-1

Al margen de cualquier régimen sociopolítico que pueda sobrevenirle a un país, existen algunos cineastas cuyos nombres debieran esculpirse, sin reparos ideológicos, como hijos predilectos de su orgullosa madre patria. Sobran en nuestras ciudades esculturas, monumentos y homenajes destinados a exaltar dirigentes, estadistas, políticos de profesión, mientras se echan en falta las dedicadas a la obra realizada por fotógrafos, por cineastas. Aunque, pensándolo mejor, quizá no resultaría tan fácil saber dónde situarlas. Tomemos como ejemplo al director húngaro István Szabó: si prestamos una especial atención a su filmografía, a la evolución de sus temas y figuras, si reparamos, adentrándonos pausadamente, en las vastas extensiones del territorio histórico y social que ha logrado abarcar con su trabajo ─décadas y décadas actualizando una lúcida comprensión de lo que alrededor ocurrió y sigue sucediendo─, probablemente acabaremos arribando a una conclusión desordenada sobre que los débiles cimientos de un Estado nación son, en la gran mayoría de los casos, demasiado coyunturales, mapas fechados, documentos avejentados, en definitiva, una burocracia sostenida sobre legajos, insuficientes para dar cuenta del dilatado alcance de su mirada: el devenir de un territorio siempre será más importante, preclaro y desconsolado que una idea de país, este último, siempre vulnerable como pura idea a las ideas armadas de los otros, vulnerable a la ocupación, a la revolución y a la explotación natal del hombre por el hombre; pocas cosas duran, las banderas que ayer lo coronaban triunfantes pasado mañana arderán frente al parlamento.
          Porque cuando pensamos en Jan Troell no solo pensamos en Suecia, sino que la rebasaremos, en harta medida, hacia más allá de la península escandinava, incluso hacia el Polo Norte, resiguiendo la fatídica travesía de Salomon August Andrée ─en Ingenjör Andrées luftfärd (Troell, 1982)─, o acompañando el siglo XIX junto a un grupo de colonos que abandonan Småland, Noruega, para arribar a colonizar Minnesota, EUA, así el espectador tentará haber vislumbrado una porción emigrante de la deriva espiritual del viejo territorio y sus herencias afluyendo hacia las orillas del Nuevo Mundo, en un filme dúplice  ─Los emigrantes (1971) y La nueva tierra (1972)─, hamsuniano, característico del mejor ojo documental de Troell cuando es aplicado a una ficción, conllevándonos hacia una experiencia crónica allende los mares de aproximadamente siete horas. Similarmente, las preguntas que en su cine Manoel de Oliveira se plantea sobre el destino de su país contemporáneo no podrían ser comprendidas si obliteráramos de la biografía del antiguo Imperio portugués su fundamental conexión con las Américas, África, el Océano Atlántico. Al mismo tiempo, filme tras filme, Im Kwon-taek no dejará de exponer, bajo diferentes aspectos, a su partida patria, Corea del Sur, como un territorio funestamente enclavado entre dos potencias imperialistas, Japón y China, para, durante el ínterin, seguir sirviendo a los intereses vencedores de una tercera, los Estados Unidos, potencia sufragando la zona sur de la península coreana en régimen de brutal prostitución ─véase Chang (1997). Asimismo Ermanno Olmi, al igual que Roberto Rossellini, no teme sumergirse en cualquier momento de un territorio que siente como propio a pesar de que la tardía unión italiana, que anhelándola Maquiavelo para el siglo XVI, podría decirse que no se dio fundamentada hasta aproximadamente 1870. Un país, un Estado, son solo muescas en el territorio para quien tiene la mirada larga, cataleja. Hay que mirar, como los susodichos cineastas, con lentes de aumento, atrás en la historia, si de verdad queremos llegar a comprender dos o tres cosas sobre el terreno inmediato que pisamos. Finalmente, contribuyendo al argumento con una paradoja, ¿cómo no admitir que cineastas como Hou Hsiao-Hsien, o Edward Yang muy a pesar de su escueta filmografía, lograron arrojar una mirada de lo que significa el territorio insular taiwanés mucho más maciza que la idea que un “país” como Taiwán pueda tener de sí mismo?
          En Centroeuropa, concretamente en Budapest, capital de Hungría, István Szabó se erige, con permiso de Zoltán Fábri, como uno de los cineastas maestros que acaudalan la región magiar, por desgracia, menos cacareados hoy día, cuando antaño, como algunos de los citados arriba, Troell, Olmi, Kwon-taek, sí tuvo la oportunidad de serlo por una buena temporada. Sí, algunas de sus películas rebasaron fronteras, ganaron festivales, las alabó la prensa, luego dejaron de llegar, o quizá algunos críticos que no tenían el día dijeron que su nuevo filme no cumplió las expectativas, y tristemente, por la acuciante desmemoria del cine, ergo de los espectadores, no distribuir durante un pequeño lapso de años a un cineasta supone condenarlo directamente al olvido. En lo que atañe a Szabó, no obstante, podría hablarse de un realizador que desde sus inicios tendría bastante suerte, demostrando capacidad, llegando sus filmes de los 70 a conectar con la sensibilidad occidental de festivales, salas, a la busca de construir un circuito europeo, de vanguardia, encontrándose además el cine húngaro predispuesto a explorar con hazaña sus metáforas históricas más reflexivas, locales, calurosas y alambicadas. Su consagración allende Hungría vendría con lo que acabaría apodándose como la trilogía de Mitteleuropa: Mephisto (1981), Coronel Redl (1985) y Hanussen (1988), protagonizadas las tres por el reptiliano rostro camaleón Klaus Maria Brandauer. István Szabó, director con mediana carrera internacional a partir de ahí. Pero, hace muchos años ya de Being Julia (2004), y pocos “críticos de festivales” pudieron apreciar la hondura literaria y sentimental que se ocultaba Tras la puerta (2012).
          ¿Dónde ubicar entonces Zárójelentés (2020), su último filme hasta la fecha en el conjunto?
Si el espectador de su filmografía ha practicado una mirada atenta, podrá haber observado que Szabó lleva desde sus cortometrajes de finales de los cincuenta lanzando mimbres, dialécticas, estilemas e ideogramas que bifurcan, o tiran del hilo, persiguiendo una serie de imágenes; por varios atajos, los filmes de Szabó se contienen los unos en los otros, expandiendo el territorio de significaciones, resonancias, como Padre (1966) contenía escindido en subjetividad el tranvía porteado de Budapest Tales (1977), o como el cortometraje Koncert (1962) contenía la cuidadosa pasión de Szabó por el sonido, las musicalidades posibles que puede impresionar la cámara o disponer el director, la división melódica que estructura el corte, y avanzando, se podrá apreciar su tendencia al refinamiento de todos estos elementos en el artista wagneriano desastrado por las circunstancias en Meeting Venus (1991). Cuestión de pertenencia y feligresía.

Zárójelentés (István Szabó, 2020)-2

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Padre [Apa] (Szabó, 1966)

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Budapest Tales [Budapesti mesék] (Szabó, 1977)

En consecuencia Zárójelentés, coproducido por Pál Sándor, fotografiado esta vez en digital pero templado, de nuevo, por el experto en el arte de exprimir la luz Lajos Koltai ─reincidiendo con Szabó en una colaboración creativa que se perpetúa ya por más de cuarenta años─, recoge de forma concisa en un pequeño pueblo de provincias varias de las perspectivas que el cineasta venía por décadas escrutando. Szabó superando los ochenta años, escribiendo y concibiendo el guion, volviendo a dirigir a Brandauer, personaje Iván Stephanus, de profesión y condición médico, especialidad cardiología. Un par de datos circunstanciales: también el cineasta se crió en una familia de doctores, e interpretaría el papel de uno en Túsztörténet [Stand Off] (Gyula Gazdag, 1989). Zárójelentés se inaugura con la clausura de un hospital. El doctor Stephanus no sabrá qué hacer, planean jubilarlo. Ha dedicado toda su vida al juramento hipocrático, como su padre antes que él. Así, a modo de una seña del destino, por el cumpleaños de su madre, Stephanus debe volver al pueblo donde su progenitor fundara tiempo atrás su propia clínica de cabecera. La pasión de Stephanus por la ópera y las armonías no pasan de un diletantismo aristocrático pero entregado, el doctor cantará cuando surja la oportunidad, sin embargo, él desea seguir curando pacientes, se aventurará a reabrir la clínica, su independiente mujer le anima, no pudiendo el espectador al inicio determinar cuánto de genuino, cuánto de puro miedo a no querer aprender a retirarse, tiene el comportamiento dubitativo sincerado de este testarudo matasanos. Un sujeto verdaderamente poliédrico este doctor Stephanus, sí, poliédricos, esa es la palabra que buscamos cuando querríamos calificar a los personajes principales de Szabó, el enigma especulativo de la conjunción amorosa entre János y Kata ─Bizalom (1980)─, el aroma de la dulce Emma, querida Böbe…
          Desde el primer momento en que pisamos la villa, nuevo hogar de Stephanus, ya antes de asentarnos, empezamos a juzgar como acertadas las preferencias de Koltai y Szabó por los objetivos de lente gran angular, muy adecuados para la fotografía arquitectónica. Respiramos la calzada, percibimos a lo ancho. Dotados de un campo de visión generoso, se logrará dar fe de la humildad del pueblo. Seríamos capaces de trazar, en un vistazo tirado desde la intersección, el sucinto croquis del pueblo: son dos calles principales y basta, escuela, bar, iglesia, y hoy reabriendo la vieja clínica. Un grupo de curiosos vecinos permanece durante todo el filme de fondo como lienzo secando al fresco, mientras que otra ristra de ellos goza de sus anécdotas y momentos de pequeño encumbramiento en la historia. Hay un lago apacible. Se puede remar en barca. El viejo amigo de Stephanus resulta ser un cura que semeja haberse prestado del universo Nanni Moretti, o quizá resulte ser, retomado lustros después, el perturbable cura protagonista del primer cortometraje del Szabó estudiante: A hetedik napon (1959). Además, en concepto de bellísima excentricidad desacatada, el municipio cuenta con un coro de niños angelicales que entonan himnos espirituales a canon. En la apoteosis del canto, la cámara se elevará en plano cenital montada sobre dron, invocando una perspectiva eterna, inconcebible, piadosa, atreviéndonos a afirmar que Zárójelentés supone el único filme que hemos presenciado donde este tipo de encuadres aéreos, imágenes imposibles, no parecen capturados por una cámara de seguridad u obligándonos a montar sobre globo aerostático espectacularizador, sino en consonancia total con la mostración escénica del instante. Nos extraña la sutil ausencia, en el pueblo, de habitantes de mediana edad, abunda una absurda cantidad de abuelas y nietos, pareciera casi como que los padres de esos niños se marcharon al frente o emigraron, tiempo atrás, por periodo indefinido y todavía no volvieron. Huérfanos carentes de palabra dialogada, parecieran transmitirnos que nuestras decisiones caerán directas sobre los nietos. Entonan odas al país, Hungría es tu patria, tu cuna, también será tu lecho de muerte, por mucho que pretendas distanciarte, heroico hungarito mío, nunca llegarás a partir.
          Semejante pueblecito como este, meditamos, transpira una búsqueda elevada como la que nos planteaba Jean-Luc Godard en aquellas islas de espacios limbo que constituían Hélas pour moi (1993), donde la distensión protagonística en la que cada secundario gozaba su escena, su pequeña línea, su trama, contradecía agonísticamente el tiempo continuista del relato incorporado por Gérard Depardieu y Laurence Masliah. Al cine maduro de Szabó, en cambio, le es connatural dicha distensión protagonística no por la vía de dialectizar con ella en anfiteatro, pues el húngaro arbitra unas estrategias diametralmente opuestas a las artimañas de dilatación dramática del Godard ochentero y noventero, donde la honda concepción a nivel dramático de cada escena o golpe de montaje godardianos contribuyen constantemente a suspender la fuerza narrativa, en trueque por sobrepujar enormemente la fuerza del proyecto formal y la fuerza del drama en los filmes pertenecientes a su tercera etapa. Szabó, sin embargo, conquista la distensión protagonística por un exceso de narratividad, y es que la maestría del cineasta reside en ejercer una narración combustionante que nunca lo aboca a un tránsito superficial a la hora de recorrer las escenas con lo cual se acabaría por conseguir una especie de collage de avanzadilla estúpido donde finalmente nada cala o nada importaría, muy al contrario, al igual que en los filmes de Zoltán Fábri, persiste durante la completitud del metraje szaboziano, y por ende de Zárójelentés, un esfuerzo narrativo muy intenso que conduce a una vertiente de dramatividades contenidas nunca interesadas en destronar el todo por la parte aislada. Prestemos oído a cómo el sonido de la siguiente escena entra unos segundos antes de cortar la anterior, situándonos en cómodo precipitado dispuestos a la que viene. En ninguno de sus filmes, ni Szabó ni Fábri podrían contentarse, por ejemplo, con entregarnos el gran drama autárquico con solo dos personajes, no, han pasado y están pasando demasiadas cosas en Hungría, incluso en una perdida aldea recién colectivizada en las montañas de Hungría, como para circunscribirse a solo un par de subjetividades recíprocas, porque el innumerable tropel de violencias objetivas asedian el día a día; coexiste en estos cineastas la conciencia de un pueblo en sentido amplio. Incluso en una obra tan de dos, tan conversacional, tan parca en espacios, como es Taking Sides (2001), donde Szabó se ofrenda habitacionalmente a las actuaciones de Harvey Keitel y Stellan Skarsgård, los parones en seco por minutos en escenas de interrogatorio podríamos decir que se sustentan solo el tiempo necesario para que podamos afirmar que nos encontramos ante una película de una intrínseca cualidad narrativa, ilusión dialogada, coherente y sucesoria, que comandando con prosaico intelecto el relato recoloca a los hombres entre aquellas presiones que lo conducían a ignorar, aquiescer, interrogar, enfrentar, su difuminado papel como colaboracionistas en una historia que los arbitra y excede, sin embargo, concediéndoles una eventual posición prominente en el desarrollo de acontecimientos.
          El énfasis narrativo del húngaro arranca para establecerse en los ochenta, culminando en Sunshine (1999), filme catedralicio que ambicionaba recapturar en un solo relato los vaivenes de un siglo funesto a punto de finiquitar, abierto entonces el futuro, disuelto el bloque del Este hace menos de ocho años, hace diez eliminada la palabra “Popular” de la definición de Hungría quedando el país como una escueta “República”. Precisamente, en los modos con que Sunshine despacha los obligados insertos de material de archivo es donde podemos tasar esta prontitud, apremio, por instaurar el relato que caracteriza a Szabó: la función primera del material de archivo descansa en el ámbito de lo contextual, varios montajes en blanco y negro ampliado ─Hitler inaugurando los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, más tarde estallará la Revolución húngara de 1956…─, siempre cortados a los pocos segundos, con la intención de volcarnos inmediatamente sin dilación sobre los hechos posteriores, hacia la memoria en color ahora ficción por el cineasta entregada reconstruida.
          Este viraje, que a partir de los ochenta observamos en el Szabó director, guionista, como identificable y cierto, a partir del cual acabará circuscribiéndose a esquemas en lo referente a la captura del mundo profílmico y la edición del material cuya fuerza narrativa no dejará de acrecentarse, conducir, dominar su filmografía, intuimos debe también gran crédito al conmutar su predilección por Lajos Koltai como director de fotografía a partir de Bizalom, puesto designado en Padre (1966), 25 Fireman’s Street (1974) y Budapest Tales a Sándor Sára, asimismo prolífico coetáneo a la obra de Szabó. Pudiendo incluirse Lovefilm (1970) en la ecuación, valoriza para siempre a esta primera tirada de cine su condición intricada, efusiva, combustible, ejemplificando el final de La edad de las ilusiones las indagaciones de vanguardia nuevaoleras pero renacidas hacia al existencialismo precario del Este, como en otro marco geográfico y social escandinavo podríamos aseverar de Ole dole doff (Jan Troell, 1968). Para los ojos de quienes escriben, es obvio que los tanques soviéticos aplastando la revolución de 1956 en Budapest calan, asolan, devastan en más medida en Padre que en Sunshine. Llegados a este siglo emergen obvias también las razones. Una de ellas guarda relación con el distanciamiento temporal, atendiendo que la obra del año 66, absolutamente genuina y fijadora en presente de su tiempo (Padre es considerada todavía como un filme muy querido por el pueblo húngaro), se apegaba al niño perteneciente a aquella generación desmantelada hacia la confusión material y de linaje ─al menos la mitad de los críos que asisten a clase alzarán la mano significando que perdieron a su progenitor en algún momento entre los últimos diez años, agolpándose las preguntas, el juego de los espejos rotos, ¿a qué bando pertenecía mi padre?, ¿fue muerto por ser un nacionalista húngaro, comunista, fascista, acaso… era judío?, ¿fue mi padre héroe, mártir o enemigo de la patria, un traidor?”─, mientras la retrospectiva genealógica del 99, encomendando la herencia tríptica  ─abuelo, padre, nieto─ al cuerpo y rostro internacional de Ralph Fiennes, coproducción Europea, alude las virtudes razonadas y expositivas del retablo. Szabó supo transitar con su cinematografía hacia una estabilización, conciencia sabias, sin perder un ápice de su natural tendencia a la implicación, tampoco su creencia en la unión entre intelectualidad, forma y sentimiento. Que por cierto, el niño de Padre solo sabía de su progenitor que era médico, y en Tras la puerta, el respetado papel de cirujano recaerá sobre un colega, en admiración mutua, elegido para el caso el director checo Jiří Menzel.
          En Zárójelentés es la detestable figura del alcalde, el apoderado del pueblo, quien ponga el rubro de la opresión estatal, primero local, atenazando la mente de los mayores, que le rinden respeto, fidelidad, loa, su voto cada cuatro años entregando la voluntad, el derecho a reflexión. Basándose en datos cocinados, en estudios precomprados, el alcalde será capaz de las artimañas necesarias que logren convencer a gentes en la última etapa de su vida que lo conveniente para ellos y el pueblo es construir un balneario derruyendo una clínica. Szabó nunca temió enfrentar el territorio social, personal, histórico, político, y nuestra existencia que habitamos, como una aberrante paradoja de opresión, conveniente conformismo, asechanzas y superchería, engatusamientos al principio blandos, con patíbulo a inaugurar reorganizándose al fondo. El doctor Stephanus, el cura Moretti, como la profesora acercadiza ─voluntariamente, no hemos tratado aquí ni una palabra del amor y las mujeres en el cine de Szabó, asunto que tras la crónica del devenir histórico es el segundo tema que más preocuparía al húngaro, y para el cual deberíamos abordar otras películas y otras escenas en un escrito, calculamos, el doble o el triple de largo─, los disidentes, recuperan en el pueblo su natural condición de exiliados, y de allí no se querrán mover, resulta un placer aceptar el desafío, devolver con poca importancia las miradas pérfidas que los idiotas nos dirigen sin cesar. Aquellos cineastas que de una u otra forma se han mantenido fieles a una extensión de territorio van desarrollando una sensibilidad alerta para con las injerencias, calles que mudan demasiado rápido de lealtad con los nombres, Szabó nunca amistó con metáforas exageradas o estrambóticas, recalculó el enfoque de su cine en esperanza de dirigirse al grano, con figuras, sí, arquetipos transformativos, ardores y signos que de tan fuertemente anclados en la imaginería territorial, por ende en su propia obra que trabajó por espejarla, concentran el círculo en Zárójelentés descargando sobre los puntos exactos, tornándolos identificables a la contemporaneidad, quizá, ya lo descubriremos, constantes no tan distintas a las que atenazaban al siglo XX, el Siglo por excelencia del cine, también el más belicoso y catastrófico para la humanidad, y un territorio difuso, Europa Central, cuya tumultuosa biografía pocos cineastas como Szabó lograron apuntalar para los restos con tal limpidez y comunicativa vehemencia.

Zárójelentés (István Szabó, 2020)-6

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en efecto pasen ustedes a mi despacho cuéntenme
háblenme de sus enfermedades enumeren sus medicinas […]
habéis invadido la ciudad sois la ciudad venís
llorando vuestros muertos recordando vuestras torturas
contando calderilla inclinados como ancianas espigadoras
y vais subiendo los cinco pisos de escalera
y pasáis con dificultad por el corredor de mi casa
circulando despacio avanzando como un corrimiento de tierra
paquita por favor llévate de aquí el sillón y la radio
falta espacio nos lastimamos con los codos
tengan la bondad hagan un esfuerzo permítanme abrir la ventana

IMÁGENES, Blanco spirituals, Félix Grande

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LUZ DE SEGUNDA MANO

Microphone Test [Probă de microfon] (Mircea Daneliuc, 1980)

Proba de microfon Mircea Daneliuc 1

Entonces nadie podía imaginar todavía que tuvieran un lenguaje secreto y que los ladridos, cuando estaban encerrados, los arañazos en la madera y los golpecitos con las patas fueran, en realidad, un medio para comunicarse de perrera a perrera. Al mismo tiempo, en el patio, en lugar de retozar, saltar y correr contentos por todas partes, como era lo habitual, se reunían en grupos de dos o tres, juntaban los hocicos como si se estuvieran comunicando misteriosamente con pequeños gemidos y pequeños roces a los que los policías hombres no concedían, por el momento, ninguna importancia, cosa que hubieron de lamentar al cabo de unas semanas.

La guarida iluminada (Diario de sanatorio), Max Blecher

Cuando los ojos del mundo llegan a un punto de mapeo excesivo, directa o indirectamente, del cine proveniente de Estados Unidos, resulta una tentación inconsciente achacar los signos y síntomas que transmite un filme recibido como importante, de vibraciones con extensa longitud de onda, a una suerte de identidad nacional omnisciente. Confundir especificidades históricas con un todo que un solo metraje intentaría o casi hallaría la manera, pasados los años, de resumir: la historia de una nación. Con los yanquis, vamos estado por estado, raro es ─aunque no extraño al devorador de diagnósticos─ pensar que un único largometraje pueda encajar sus fuerzas dentro del espectro de lo decible y con ello juegue él solito el destino, pasado, del pueblo. Por eso deberemos andar con pies de plomo en adelante, entrando ya en Rumanía, cuando intentemos sufragar en palabras la inconmensurabilidad que Probă de microfon ha hecho surgir en nosotros, para con los entendimientos de los que hacemos gala, las aprehensiones orgullosas de los cines que hemos hollado con seguridad y con las puestas a punto, confrontadas, de las barreras que todavía hoy necesitamos ir capeando cuales vientos contendientes en pos de dilucidar las operaciones de un cineasta, Mircea Daneliuc, cuya obra de 1980 milagrosamente no censurada por el régimen de Nicolae Ceaușescu, entramado de sentido que se nos aparece al azar, precedido de una mínima elección, dista innumerables millas de ser inocente.
          Acogiendo en la medida de lo posible, cabalmente, las condiciones en las que una producción cinematográfica de inescapable carácter estatal lograba mostrarse al público, pensamos antes de todo en las pruebas materiales de las que los cineastas más avezados se sirvieron a lo largo de toda la dictadura para intentar construir, no de cualquier manera sino con traqueteado intelecto, sagacidad, las limitaciones de indefensa personal, a la larga de sometimiento comunicativo, y una vez erigidas, mostrarlas con indirectos tejemanejes estrechamente ligados al cine como ente de desvío en su cualidad capilar. El ejemplo paradigmático: Lucian Pintilie y Reconstituirea (1968). Emblemático hoy por el arrojo en la expresión sin ambages de los temibles subterfugios ladinos del Estado encarnado en seres que inevitablemente delegan su cháchara en circuitos de opresión circunstancial, estos minutos de película que no llegan a cien valieron al cineasta rumano un largo semiexilio como persona non grata, sospechoso habitual: sus retornos fueron breves, fugaces y de corta vida, hasta los incidentes en cadena de Timișoara, caída de los Ceaușescu. Pasados los años, pudo volver a pisar su tierra con una mínima entereza, sin embargo, fue ya imposible borrar la marca de cineasta transeuropeo, y esto marcó el devenir del resto de su trayectoria. En Reconstituirea los viajes alrededor del Viejo Mundo no habían empezado para Pintilie, y la escenificación de sus ficciones bordeaba alrededor lo indirecto de lo decible: el sonido adquiría, incluso más que en ninguna otra cinematografía coetánea, la mayor justificación para provenir de fuera, ser una tenue declamación de una rueda centrípeta donde cada silbido, chapoteo en el agua, comando de comprobación, formaba parte de un todo que se nos escapaba como espectadores, lanzados desde el comienzo hacia una construcción que se va reconstituyendo con los minutos, obligados a hacernos un mapa mental del lugar, emplazamiento natural, terrestre, mundano, del que Pintilie no nos dejará huir hasta finalizar el metraje. Una dispersión transgredida por la fuertísima concentración de una algarabía de circunstancias que desde fuera del encuadre viene a bocetar una tarde cualquiera donde elegido un mecanismo estatal casi banal ─un rodaje laxo en pos de escenificar una reyerta reciente; dar ejemplo; que no se repita─, terminaremos casi asediados, confundidos, al venírsenos encima sin sospecharlo a las claras el agobio del mundo profílmico que al principio de los minutos parecía darnos lugar a una grata indefinición, comicidad negra, regocijo en la autoconciencia rumana de su propia condición. Resulta peligroso atrapar al espectador y luego liberarlo en medio del barro. Pintilie no aprenderá la lección pero pagará la multa.
          Daneliuc retoma las enseñanzas que han hecho del cine rumano moderno una excepción incluso para su propio país, más allá de una Nueva Ola pasajera ─de fruición entre finales de los 60 y principios de los 70, más compleja que una mera recolección de lecciones de la modernidad del Oeste continental, como así lo atestiguan los filmes de Mircea Săucan─, emparentándose con la radicalidad estética más entrometida en las narices de las instituciones mismas. Probă de microfon supone la coalescencia de una forma cambiable de enfrentarse al mundo auditivo, visual, de la sociedad que le circundaba y que para darle de comer jamás encontró en el rumano un arma fiel: rebelde de nacimiento, educado en la buena ascendencia francesa, enemistado con las escuelas de cine del régimen y buen conocedor, por práctica propia, del correcto, aseado, documental estatal. Insistente en sus luchas con el aparato censor, algunos de sus filmes, como este que nos ocupa, lograron pasar la revisión, e incluso se nos antoja que por íntima unión con su montadora, Maria Neagu, y selección sin derroche de material a montar, ni un solo corte del filme parece impuesto externamente, es más, y aquí reside parte de la inquietud que le subyace, si algo fue cortado, el avance mental de una estructura pensada de antemano pero moldeada por experiencias de campo semeja tan imbricado en la contextura del pensamiento que lo concibió, de las fábricas, carreteras, dormitorios estrechos, internados femeninos, que un corte sería por supuesto sustantivo, pero no haría más que acrecentar esa invasión concéntrica de la mirada a la que uno se ve abocado, también a nivel sonoro, al sentar delante de su rostro el largometraje de Daneliuc.
          Estos juegos con el índice tan cuidadosamente reasentado para el espectador abotargado de Reconstituirea adquieren aquí una nueva forma: un rechazo entre la necesidad, la coyuntura y la astucia, por cautela, de un cineasta que decide inmiscuir ─lo venía haciendo desde sus primeras incursiones en la ficción: Cursa (1975)─ su propio cuerpo, rostro, biografía, socia ─Tora Vasilescu─, experiencias previas de militarización, trabajos furtivos como documentalista televisivo, discusiones eternas que circundan cada ámbito de la sociedad rumana, el privado, entre familia, la cual convive con el hijo en pisos apretujados, incapaz cada parte de buscar una independencia completa, el íntimo, al irnos a la habitación donde las parejas discuten las diversas pertinencias que les atañen, y el estatal, camuflado, expuesto, en extractos de situaciones, circunstancias, reales, de la Rumanía de la década entrante, nueve años antes del fin de ese empecinado estado de las cosas.
          Una ficción cuya tenue apariencia de disfunción o desubicación, que uno siente con respecto a ella, con respecto a su captación de los signos que le ofrece, hace poco más que seguir pausadamente un camino en zigzag, con rigor de obrero del régimen que no puede andarse con rodeos, fiel en su retrato a contradicciones y trabajos de campo que pueblan su existencia echada a valer a plazos. Al juntar estos retazos de diferentes registros circundando o concerniendo directamente a Daneliuc/Nelu Stroe, el filme se constituye como una serie de distraídas escenas sin aparente solución de continuidad indicial ─luego veremos que los índices militan entre cortes que ofrecen, en todo caso, poca seguridad para entender un plano de apertura a la manera de un plano de situación─, siendo fiel a cada paso y procedimiento de un Daneliuc a punto de cumplir cuarenta años, trabajador de la televisión estatal y enredado en un extraño ménage à trois.
          Al no condimentar nada, ya el mismo comienzo se nos presenta en expansión en cascada, una oleada de señales, indicaciones, en una estación de tren, en planos detalle, conjuntada con las reacciones de pasajeros ante el tablón de llegadas y salidas, mientras que diferentes voces en off, en su mayoría femeninas, nos relatan historias de abuso relacional. Los créditos con los diferentes miembros de la camarilla del filme se sobreimpresionan sobre estos planos y circulan por el cuadro, desapareciendo a la izquierda. La primera impresión, por tanto, es la de que aquí todas las voces suenan. Este hecho, que podría hacer imaginar al lector una suerte de barullo, cacofonía fílmica orgullosa por impudencia de poder salirse con la suya, no se encarna así en Probă de microfon. Estamos lejos de un naturalismo exacerbado en hipérboles desgranando con humor entre desesperado y amargo las vicisitudes tragicómicas del ciudadano rumano, el filme de Daneliuc posee las voces, y todas suenan, pero bajo una estructura expeditiva que no se presenta ni viste traje de gala al no hacerle falta mientras avanza porque su único objetivo es darse pie, existir, desarrollarse, encarnarse a través del montaje con urgencia, la que usa las herramientas del periodismo, de la filmación acuciante, los medios que en otras circunstancias servirían para encubrir, disimular, en este caso poniendo en cambio las cartas sobre la mesa: un espectador podrá ver los equipos de televisión, las cámaras, los micrófonos, la utilería de iluminación, la mecánica que construye la noticia. Al juntar todos estos estratos, archivos recuperados sin apilarse uno encima del otro aplastándolos, tenemos la sensación de que estamos ante un filme sin capas, en el que la operación de indagación más profunda solo traería frustración a un espectador acostumbrado, por ejemplo, a de que los relatos de urbanitas frustrados se llegue a una suerte de clarividencia sentimental, por funesta que sea, como en los irreprochables filmes de Pialat. La operación aquí se acerca más a la de juntar lo que el Estado había separado, las enunciaciones, los testimonios; por separado, son meros trozos de vida, juntos, la voz y el cuerpo, ambos de una procedencia diferente, irreconciliables, conciben una idea nueva en la mente del que ve y escucha. Esta mezcla de formatos, donde puede valer desde el Super-8, los 16 mm, el propio rollo de película, los extractos en vídeo de la TV, mostrados en choque, colapsa de frente con una romantización de los tiempos, incluso aunque su melancolía insinuase un claro desencanto: la revolución es como una mujer sin sonrisa. Un filme memorable como Gioconda fără surîs (Malvina Urșianu, 1968) así elegía filmar Rumanía. Apoyándose, como veníamos diciendo, en otra tradición más esquelética al no haber una gran variedad de camaradas auxiliando ni oportunidades para desarrollarla, Daneliuc confía en una escenificación cruda, tosca, donde el ojo podrá sentirse sinceramente agredido mientras no se le esconde la pobreza de la realidad que tiene si mira a los lados, y sinceramente agradecido, o confundido, por ofrecerle desde diferentes puntos de vista, confiando en un foco solícito, las herramientas que reconstruyen a cada segundo de subsistencia su ficción de realidad. Enseñanzas de verismo que recogería Alexandru Tatos, en lo concerniente a la mostración de materiales de derribo puestos a la contra del pueblo rumano. Nos referimos a Secvenţe (1982), mucho más que una versión deprimente de La nuit américaine (1973): no hay diferencia de entusiasmo, sí de direccionalidad, el filme de Truffaut avanza hacia un núcleo ensimismado de cinefilia, el de Tatos quiere escapar hacia fuera mientras se pueda salir con la suya, llegar hacia el que habitualmente no participa de los susodichos materiales, técnicos, electivos, que asimismo usa el filme de Daneliuc.
          Por estas maniobras indirectas acogidas en un découpage que cuestiona su propio punto de vista en una duplicidad dúctil, el filme cubre desde la angulación cambiante un espectro de visión que parece escapar a la simple mirada de director con personalidad aprehensible. Poniéndose en cuestión y extendiéndose sobre la vibrante tela de un cine que redirige sus balas automáticas hasta un objetivo claro, no lo veremos hacer aparición hasta el acto final, la inserción del individuo en una formación militar infinitamente retrasada, que parece haber estado siempre ahí, dispuesta desde cientos de despachos para trocar el fusil de informaciones estatales en una consecución directa a una esclavitud orgullosa, centrípeta y letal; al irse amontonando horizontalmente, sin apilarse, las imágenes a distancia variable que propone Daneliuc, se acumulan sin pisarse, contradiciéndose, tantas impresiones, hechos, nada más que hechos, reflexiones tan abundantes y de una reciprocidad ambigua, que terminamos alcanzando una vaga noción, cada vez haciéndose más fuerte, de que el filme ha llegado al límite de lo decible, de lo considerable, de aquello que se puede deliberar, en cualquier sociedad oprimida, en cualquier sociedad, diríamos. Apartando los sentidos de todas las cavilaciones políticas, cínicas, derrotistas, sentimentales, que pueblan Probă de microfon ─tres sentimientos haciéndose la guerra uno a uno─, solos de nuevo en la estación, y solo de nuevo Daneliuc, avanzan casi por defecto, personaje, filme, discurso, técnica, hacia la centralización de la mirada, una claustrofóbica celosía inversa de una limpidez geométrica que el filme no había conocido hasta entonces; corremos, caemos, hacia la pronta y venenosa subestandarización de las cosas del mundo, formando fila, actuando como subfusiles que no se consumen a sí mismos como los objetos o personas filmados en un filme de Godard, que parecen terminar su función cuando acaba un plano ─la rueda de una bicicleta rematará el giro antes del corte, la sonrisa de un crío ultimará su esbozo en la vida de un encuadre─, lo que hacen no podría subsistir con tanta independencia en un filme que busca estos subterfugios, recordemos, la mera subsistencia en el presente de un material así significa, conlleva, haber atravesado cientos de escollos para que el metraje no fuese escondido, tirado a la basura, o directamente puesto a arder en el humo de los pensamientos indiscretos.
          Daneliuc piensa aquí de una manera interjectiva, popularmente ─el pueblo rumano siempre a medio camino entre el estupor y la conciencia inflada de sí mismo─, una puesta a punto de las distancias que termina, gracias a Dios, espacializando la casa del cine, reacomodando con cosquillas incómodas algo más que una crítica al régimen, algo más que un simple cuento de fervor extramarital salpicado de testimonios veraces de obreros y campesinos, pero algo menos, por suerte, que una lúcida sátira de la televisión estatal teñida de apariencia de falso documental; el reportaje, aquí, está plenamente formalizado, problematizado simplemente haciendo al espectador consciente del recorrido que uno tarda en ir de un sitio a otro para filmar algo, de cómo un metraje inofensivo de una familia persiguiendo a su perro ─se bromea con filmar a lo Lelouch─ puede ser transformado el domingo siguiente en un panegírico absurdo de amor a los animales al emitirse por la televisión, mero muzak entre pico y pala. Ya no es solo la televisión lo que se filma aquí, la que termina por agrietarse. Caen las balas, se muestran las grietas, pero la representación agujereada supera, se niega a extralimitarse hacia una única forma de control, lo que dejaría al filme en una simple coyuntura atrevida, alabable por situación temporal e histórica. No hablamos de filmar el conjunto de televisiones supervisadas por mano de hierro, sino de introducirnos dentro de los propios comandos que terminan cortando hasta nuestra propia visión parcial del mundo: una transición, la de la televisión codificada, la que no transmite, que permeará el tercio final del filme, partiendo escenas, secuencias, como un vinilo cuya aguja queda atascada, violentación difícilmente conmensurable con el lenguaje, una serie de desconexiones, apagones, que niegan la transición misma, nos recolocan en un paisaje donde las luces del pensamiento solamente pueden reflexionarse hasta la siguiente orden, desde que la periodista enuncia en alto que el micrófono está haciendo pruebas hasta que el cámara dicta su certero corten.
          A medida que otros países del bloque oriental iban quemando etapas, redefiniendo su mal llamado comunismo, rescatando a sus previos mártires ejecutados como ejemplos de conducta, el Estado permitía filtrarse una parte de la historia colapsada, una década perdona los pecados de los rebeldes fallecidos y los redime en emulsiones fotosensibles, aunque de raíz, la subversión, el ataque frontal, serán casi siempre borrados, encajonados. Solo así nos podemos explicar que Hungría, a pesar de haber lidiado con la censura de forma insistente, lograse historiar, parcial pero contundente, sus propios hitos, incluso etapas oscuras ─la era Rákosi─, ya entrados los 80. Antes de las variadas revoluciones de 1989, los húngaros habían poseído la irresoluta licencia de contarse a los ojos del mundo. Rumanía, en los tiempos en los que Daneliuc luchaba su independencia a cal y canto, no podía consentirse tal lujo, atrapada en un presente de rostros ocultos, trajes fuera de campo, fuera de la ficción, una Securitate invisible. El retraso se habrá de notar al derramarse la historia del tazón, cuando la revolución establezca una tajadura clara y el cine deje aparecer al inconsciente cabreado, alma desabrigada, mostrarse ordinario y paradójico comenzados los 90, manteniéndose aún hoy este estado vacilante.

Proba de microfon Mircea Daneliuc 2

Proba de microfon Mircea Daneliuc 3

POR LA BRECHA

Avant que j’oublie (Jacques Nolot, 2007)

Avant que j'oublie Jacques Nolot 1

«Un filósofo que habla de la estupidez siempre es sospechoso. ¿Quién se piensa que es? Como si hablando de imbéciles, uno se pudiera excluir a sí mismo. Como si la estupidez fuera el único tema que no se aplica a uno mismo. ¿Cómo podría ser la estupidez la excepción a la regla de la que deriva? La estupidez mata la novedad tan segura como la rutina mata el amor. Es inteligencia decepcionada que no puede entender la vida en profundidad, así que la explica en forma extensa. La estupidez congela el movimiento, transforma ideas nuevas en ideas recibidas, aforismos en proverbios, pensamiento crítico en sentimentalismo. La vemos en aquellos que dan lecciones pero no actúan en consecuencia, o en fervientes hedonistas, cuyos orgasmos sirven para olvidar que no son felices. La estupidez reduce el mundo a uno mismo, la diferencia a la identidad, como un acercamiento doctrinario. La estupidez elige reconocer en vez de encontrar. No es la enemiga de la inteligencia, sino de la inquietud. La estupidez inmuniza contra el sufrimiento de los otros. La estupidez no piensa, pero es indispensable, de la misma manera que los hombres sin coraje gritan junto a la multitud. La estupidez siempre tiene la última palabra, siempre tiene razón».

Jacques Nolot, puta en un sentido semántico del término, sin compromiso, sin casa, sin raíces, o así lo había apodado Roland Barthes a los veinte años, cuando ambos hacían cruising por baños públicos parisinos, permanece un espécimen extraño dentro de la cinematografía francesa, con todo imbricado dentro de una tradición en la cual las décadas no dan derrumbado la entereza con mayor o menor grado de orgullo de un superviviente paseándose por encuadres que aún reconoce como suyos. Quizá estos sean los últimos instantes en que un sexagenario pueda apoderarse así del trapecio urbano, sin que este lo destruya, filtre, absorba, imponiendo su historia dominada ya por cifras de recuerdos incesantes, evolucionando en paralelo a su digna carrera como actor unas entradas fílmicas ─también de probable calvicie─ que no hacen sino complejizar lo que en las películas de los demás pudo parecernos ansia positiva hasta llegar a antojársenos aquí, en 2007, lo que el propio Nolot enuncia como ansiedad negativa.
          Plagado por la acechanza de una triple terapia, asistimos a otro puntal más benigno pero no menos enfermizo de la temible New French Extremity, despreciable locución con la que erróneamente se ha venido asociando una faceta del Nolot cineasta. En un retrovisor de buhardilla desenfocada se acumulan los loqueros, las cartas de un amante anciano que llegó a zarandear lo suficiente al mimo Nolot como para hacer replantearse los términos de su adultez y su futura pregnancia económica, partiendo de su habitación hasta el retiro. Un lugar en el sol poco a poco siendo oscurecido, quedándonos con la puta fumando en su escritorio, rememorando con exactitud paranoica los años que datan desde hoy hasta cualquier día del ayer, en ambos lados de la cronología se sigue teniendo miedo de la policía, nadie está libre de cagarse encima, de llorar ante cualquier cosa guardada en un cajón, de poseer algo de orgullo en saberse francés y manejar la compostura.
          Una forma de vida, al calor de una brasserie, al amparo de una lona, en la que abrir el corazón, así como los tejemanejes de una economía que se balancea a los ojos de todos los vejestorios dispuestos a bajarse la bragueta avistado el primer signo de escapatoria con el que huir de crispados matrimonios, o simplemente jóvenes gigolos que ven imposible un horizonte donde convivir con una persona más de un mes. Podrán follar con clientes, comer con ellos, pero no compartir apartamento. Bajo los techos de los bistrós se negocia la permanencia, los grados del exilio, se ponen en común diferentes reencuentros. Si Estados Unidos jamás pudo exportar la comedia stand-up, por citar una de las tantas cosas que tanto les intentamos copiar ridículamente, Francia conserva aún en perímetros acordonados los restos de un ennui roto. No somos ignorantes, la época de los paseantes desconsolados ha fallecido, y no sentimos nostalgia, pero sí quedan los que aprovechan los desperdicios del tiempo para hacer de su decadencia un arte, un arte de postrarse ante los demás para enseñar cómo se puede uno apoderar de ese tiempo al borde de la calle, entre cristales. Alguien que quiere demostrar gratitud, siempre es una persona insoportable. No se sabe qué hacer con ella. Nolot recupera, mantiene en forma, la pasión apagada de exponerse, cuerpo, enfermedades, psicosis, sin degradarse, aunque estén literal y figuradamente rompiéndole poco a poco desde casi todos los estratos sociales, de la manera en la que se puede humillar a un burgués lúcido, a una persona sensible, sensitiva, su mera permanencia en la buhardilla, la simple preparación de un café, el prendimiento de un cigarro, aquellos momentos donde durar muestra los segundos ajustados al acto, y no a la inversa. Experto en autorretratos, su brocha no sobrecarga las tintas al mostrarse, pero tampoco tendrá piedad ni dará de más a los mirones de este maldito territorio, la supervivencia emocional a duras penas se mantiene, y aquel empeñado malestar del homosexual que ya ha pasado el juicio por fuego, ahora empotrado antes de ir al servicio para sufragar sus problemas de próstata, se incrusta a veces, penosamente, poco relumbre, en claroscuros recordando que la estetización extrema autoconsciente no ha de ser necesaria cuando esta cruel pasadura por la ciudad moderna no nos deja ni esparcimiento para ser manoseados por manos que nos hagan tener algo más que un orgasmo utilitario. Y en cuestiones de placer, Nolot no pasará por el aro de la estupidez.
          Estas personas que vemos filmadas con tanta templanza en Avant que j’oublie se la pasaron la mayor parte de nuestra juventud ─ya somos treintañeros autoconscientes─ como entrometidos en nuestra aplazada fiesta, y ahora, escapadas las conjeturas sobre el dos mil, monumentos en honor a no se sabe qué cambio, siendo algo viejos, descubrimos que echamos de menos a aquellas excéntricas coyunturas en carne viva que varias movidas pasajeras dejaron al irse las olas de la playa, la que veíamos de día, en balcones todavía no convertidos en masificaciones cavernícolas de terrazas. Una vez que Nolot retoma los viejos atuendos, el peligro del drag, reina de unas sombras en las que se adentra luego de una larga calada, desaparecerá en contraplano hacia un pasillo que bien podría ser la puerta cerrada por la que se esfuma la ficción, al consumarse el tiempo del habla y dar comienzo una saturnal oleada de asunciones carnales que el espectador entenderá no filmables.

Avant que j'oublie Jacques Nolot 2

Avant que j'oublie Jacques Nolot 3

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A los amores que no merecen ser contados a nadie

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Marc Rioufol (1962-2011)

(ABRIL, 1985); por Dave Kehr

Mikey and Nicky (Elaine May, 1976)
por Dave Kehr

en Movies That Mattered: More Reviews from a Transformative Decade. Ed: The University of Chicago Press, 2017; págs. 51-54.

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Nunca es fácil decir por qué un filme no logra encontrar su público. Luego de un gran periodo en la sala de montaje, Mikey and Nicky de Elaine May hizo su debut en Nueva York en 1976 y se hundió más rápido que una bola de bowling en una cuba de natillas. Por lo visto, no fue un asunto de malas críticas, más bien de que no hubo ninguna en absoluto: por razones que permanecerán para siempre misteriosas, fue un filme que nadie quiso ver, a pesar del historial impresionante de su directora (The Heartbreak Kid, A New Leaf). May no ha firmado un filme desde entonces, aunque ha trabajado a un ritmo constante como una script doctor anónima (en filmes como Reds o Heaven Can Wait).
          Con todo, las proyecciones ocasionales del filme a lo largo de los años ─en particular, en el Toronto Film Festival de 1981─ le han ganado una reputación underground, y ahora ha sido relanzado por una distribuidora independiente (se le espera en el Fine Arts Theatre en algún momento de este mes). Puede ser que Mikey and Nicky encuentre su audiencia después de todo. Divertido, incisivo, y finalmente embrujador, es uno de los filmes americanos más sorprendentes de su década; su valerosa toma de riesgos e inteligencia cortante lo hacen parecer más contemporáneo que cualquier filme de Hollywood estrenado este año.
          Mikey and Nicky llegó al final de un ciclo de buddy movies ─filmes acerca de entusiastas amistades masculinas que parecían deleitarse en un resentimiento adolescente hacia el sexo opuesto. Pero Mikey and Nicky, una buddy movie, hecha por una mujer, es a Butch Cassidy and the Sundance Kid lo que À bout de souffle es con respecto a las películas de gánsteres o The Searchers a un Wéstern de Roy Rogers: coge las asunciones más profundas, tácitas, de la forma y las sostiene para examinarlas; coge las mecánicas de la forma ─sus convenciones dramáticas y trucos de estructura─ y las pone del revés, exponiendo justo esos elementos que la forma pretendía ocultar. En vez de Newman y Redford, los colegas son John Cassavetes y Peter Falk ─dos de los más grandes outsiders del cine americano, actores que han desarrollado por sí mismos un estilo de interpretación (impulsivo, improvisatorio, extravagante) y un rango tonal (histeria, desesperación, vulnerabilidad) que contradice a cada nivel los requerimientos de una actuación estelar convencional. Una de las cosas más bellas de Mikey and Nicky es la forma en la que May se borra a sí misma ante el equipo interpretativo singular que Falk y Cassavetes representan. Pone su cámara al servicio completo de los actores, siempre dejando el suficiente espacio en sus encuadres para capturar el gesto espontáneo, el movimiento súbito. Y el diálogo, aunque fuertemente guionizado, ha sido tallado tan cercanamente a las personalidades de sus intérpretes que no hay un solo momento en el filme que no se sienta como si no fuera inventado en el acto. Si no fuera nada más, Mikey and Nicky es la historia de un matón de poca monta (Cassavetes) que ha sido capturado robando de un banco de apuestas; su socio en el timo ya ha sido asesinado, y Nicky, convencido de que hay un encargo de asesinato para él también, se ha encerrado en un hotelucho de mala muerte. Llama a Mikey (Falk), un amigo de la infancia que es también un miembro del sindicato, para consejo y ayuda ─una llamada motivada más por el hábito que por confianza y, después de una larga lucha, convence a su amigo de ir con él a un bar. Una vez que ha atraído a su colega al exterior, Mikey marcha directamente a una cabina de teléfono y llama al corpulento sicario (Ned Beatty) que ha sido asignado para el trabajo, diciéndole exactamente dónde pueden ser hallados.
          La traición no se suele agrupar entre las subtramas cinematográficas más hilarantes, pero así es cómo, en las escenas tempranas de su filme, May la aborda ─como una ansiosa, asustadiza, comedia de la desesperación. Tenso por el peligro que ve a su alrededor, Nicky no es un objetivo cooperativo: a cada segundo se mueve entre una confianza en sí mismo jactanciosa y un terror cobarde, y Mikey no consigue que abandone el hotel hasta que acuerda intercambiar abrigos con él ─puede haber alguien al acecho en el vestíbulo. (Hay otro intercambio, también: como una prueba de confianza, Mikey le pide a Nicky que le dé su arma; Nicky no la cederá hasta que Mikey le ofrezca algo a cambio, así que le da su reloj. Este momento no acentuado es típico del acercamiento económico de May a la caracterización ─Nicky le presta a Mikey el símbolo de sus bravatas; Mikey devuelve el símbolo de su fiabilidad y obediencia. En no más que dos o tres planos, May dispone la base de su amistad ─es un intercambio de fuerzas). Una vez que Mikey ha conseguido llevar a su amigo al bar, tiene que mantenerlo allí, no es un asunto sencillo teniendo en cuenta los impulsos contradictorios que zumban por el cerebro confuso de Nicky ─quiere visitar a su exmujer; quiere ver a su novia; quiere ir a un cine de sesión continua. Mientras tanto, el sicario (May lo introduce con un toque maravilloso ─se lo ve cambiando canales en un televisor hasta que encuentra una banda sonora que encaja con su humor: la partitura aciaga, llena de lamentos, de un filme noir de los años cuarenta) se las ha arreglado para perderse en el tráfico urbano. Pasan los minutos, y el asesino todavía no ha hecho acto de presencia ─y encontramos nuestra simpatía tornando lentamente hacia Mikey, como siempre ocurre hacia el hombre modesto, metódico, que intenta simplemente realizar un trabajo.
          En la superficie, Mikey and Nicky parece suelto, casual, incluso inconexo. Pero la fuerza del filme proviene del modo en el que May suspende esta superficie casual a lo largo de una estructura muy ajustada. El filme vive en la tensión entre lo completamente impulsivo y lo cuidadosamente planeado, que es también la tensión entre sus personajes principales. Mientras Falk y Cassavetes practican sus deslumbrantes juegos de comportamiento, May es prudente en limitarse a las unidades clásicas: unidad de tiempo (el filme tiene lugar en una noche), de espacio (unos bloques cuadrados de una ciudad sin nombre ─May incluso nos muestra el mapa), y, por supuesto, de acción (no por nada ella pasó sus años universitarios en la University of Chicago). El formato es el de una tragedia ática, y hay algo fatídico en el despliegue de la acción ─en la manera en la que parece escapar al control de los personajes─ una vez que ha sido puesta en marcha por la decisión de traicionar. Aun así, May la salpica con un suspense específicamente cinematográfico, casi griffithiano. Mientras corta alternativamente entre Mikey y Nicky pasando la larga noche en camaradería forzada y el asesino que está acercándose constantemente, el filme se convierte en una variación de la carrera a la horca del melodrama silente: la pregunta no es si el perdón del gobernador llegará a tiempo para salvar al héroe de una ejecución injusta, sino si Mikey encontrará su afecto por su amigo lo suficientemente reavivado como para intentar rescatarlo.
          May hace pasar esta relación volátil a través de tres marcos de referencia diferentes. Finalmente, en su camino al cine de sesión continua (Mikey ha convenido que el sicario los encuentre allí), Nicky decide de repente que debe visitar la tumba de su madre. Escalando el muro del cementerio cerrado (el slapstick aquí es una referencia a un cortometraje de Laurel & Hardy), se encuentran de nuevo en su infancia, como si la presencia de la muerte los hubiese hecho niños otra vez. Las intimidades de la infancia resurgen: Nicky cuenta la historia del hermano pequeño de Mikey que un día se quedó súbitamente calvo. Los chicos se rieron de él, y al día siguiente murió de escarlatina. El recuerdo es a la vez divertido y espantoso, y es aquí donde May toca su más profunda mezcla de emociones ─el filme se mueve dentro de esa zona rarificada, peligrosa, donde la comedia y la tragedia se funden, donde una risa es lo mismo que un grito.
          Demasiada muerte conjura una necesidad de calor, y los dos amigos, de nuevo cercanos, visitan a la chica de Nicky (el sicario, todavía esperando en el cine, ha sido olvidado). Delicadamente interpretada por Joyce Van Patten, ella es una oficinista solitaria, apagada, de 40 o por ahí, con un apartamento decorado demasiado alegremente: una de esas mujeres cruelmente marginadas, no del todo atractivas, que parecen encontrar su voz en los filmes de May (May misma en A New Leaf; su hija, Jeannie Berlin, en The Heartbreak Kid). Nicky hace el amor superficialmente con ella mientras Mikey aguarda, mortificado, en la cocina. Cuando Nicky termina, sugiere a su colega que lo pruebe también. La mujer, humillada, lo rechaza, y Mikey sospecha de repente que le han tendido una trampa ─que Nicky está haciendo chanza de sus inseguridades sexuales, tal y como lo hacía en el instituto. La amistad se rompe en pedazos de nuevo (y Nicky rompe el reloj de Mikey contra la acera de la calle), y los dos hombres se separan.
          Su relación se ha movido a través de la infancia (el cementerio) y la adolescencia (el apartamento de la mujer); ahora, mientras el sol comienza a salir, se mueve hacia la luz más cruel de la adultez. Mikey retorna al hogar (el sicario lo sigue, por si acaso Nicky decide volver en busca de ayuda), y vemos su casa ─un hogar moderno, cómodo, de clase media-alta, situado en un vecindario exclusivo vigilado por coches patrulla privados. Cualesquiera que sean las raíces de la traición de Mikey ─el resentimiento, la proximidad, las necesidades, la envidia, todas se cocieron a fuego lento a lo largo de los años─, en la fría luz del día el asunto se reduce a esto: Mikey debe traicionar a su amigo para preservar el pequeño lugar que se ha construido para sí mismo en el mundo. La mujer de Mikey le ha esperado, su hijo está durmiendo en la habitación contigua, y en un momento la llamada de Nicky sonará en la puerta principal. El filme comenzó con la imagen de una puerta barricada contra los peligros del mundo exterior ─la puerta de la habitación de hotel de Nicky. Terminará con una puerta cerrada, también.

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ISTVÁN GAÁL Y THE FALCONS [Magasiskola] (1970); por Graham Petrie

“István Gaál and ‘The Falcons’” (Graham Petrie) en Film Quarterly (primavera de 1974, vol. 27, nº 3, págs. 20-26).

The Falcons [Magasiskola] 1

The Falcons [Magasiskola] 2

Los últimos diez años han presenciado un florecimiento asombroso de talento en el cine húngaro que lo eleva a la posición del país con la cinematografía más consistentemente interesante de Europa del Este. Para las audiencias norteamericanas este desarrollo es casi sinónimo con el nombre de Miklós Jancsó, pero sus filmes, por muy exóticos que puedan parecer a las audiencias occidentales casi totalmente ajenas a la tradición cinematográfica húngara, se vuelven mucho más comprensibles cuando son vistos en el contexto que se remonta en algunos aspectos al periodo inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial hasta un puñado de filmes extraordinariamente buenos de los cuarenta y cincuenta ─People of the Mountains [Emberek a havason] (István Szőts, 1942), It Happened in Europe [Valahol Európában] (Géza von Radványi, 1947), The Soil Under Your Feet [Talpalatnyi föld] (Frigyes Bán, 1948), For Whom the Larks Sing [Akiket a pacsirta elkísér] (László Ranódy, 1959). En todos estos una orientación explícitamente política es combinada con el tipo de localización y paisaje (especialmente las casas encaladas y las inmensas llanuras estériles) e incluso las ropas y fisonomía que las audiencias han venido asociando solo con Jancsó.
          Del mismo modo, Jancsó, aun con toda su originalidad y la brillantez de su trabajo, no es tanto un genio aislado como el más conocido de al menos media docena de otras figuras de talento comparable. Algunas de estas, como Imre Gyöngyössy, Zsolt Kézdi-Kovács y Ferenc Kósa han estado influenciadas claramente por el estilo visual de Jancsó (aunque Gyöngyössy, en su magnífica The Legend About the Death and Resurrection of Two Young Men [Meztelen vagy] (1972), ha desarrollado una técnica y método que son deslumbradoramente suyas), mientras otros, más notablemente István Szabó e István Gaál han manifestado desde sus primeros filmes en adelante un estilo y temperamento que son extraordinariamente individuales.
          Gaál tiene cuarenta años y ha hecho hasta ahora cinco largometrajes; llegó a la madurez durante el periodo Rákosi de los tempranos cincuenta cuando el país se encontraba paralizado por un sistema de terror estalinista: el miedo y el interés propio combinados para provocar la denuncia y traición de amigos y vecinos, mientras el arresto arbitrario y el encarcelamiento injusto eran lugar común. La atmósfera mental de este periodo es brillantemente evocada en dos de sus filmes, Green Years [Zöldár] (1965) y Baptism [Keresztelő] (1967), y parece, vista desde una perspectiva diferente, que también es el fundamento bajo el cual Lilik organiza su campo de entrenamiento en The Falcons [Magasiskola] (1970). Cuando Gaál y los cineastas de su generación comenzaron a trabajar en los tempranos sesenta estaban determinados en que sus filmes deberían formar parte de una examinación rigurosa de ese periodo terrible y las razones que lo habían hecho surgir; al mismo tiempo estaban preocupados en ayudar a establecer una sociedad socialista humana y justa. Desde esta perspectiva, el otro tema principal que emerge en el trabajo de Gaál ─forma la base de Current [Sodrásban] (1964) y Dead Landscape [Holt vidék] (1972)─ es el problema del ajuste a una sociedad que cambia rápido mientras los aldeanos se alejan en cada vez mayor número del establo y del patrón tradicional de la vida rural bajo el que han estado arraigados durante generaciones, y se encuentran con que no pueden ajustarse psicológicamente a su nueva existencia o que enfrentándose a ella arrojan barreras invisibles entre ellos y las familias que han dejado atrás.
          Gaál, que viene de un ambiente campesino, ha vivido este problema también, y las preocupaciones políticas y sociales de su trabajo están por lo tanto lejos de ser las abstracciones, deseos insatisfechos, o juegos de moda en que terminan convirtiéndose puestas en las manos de tantos directores occidentales. Aunque sus filmes son comprometidos, están lejos de ser dogmáticos o mera propaganda para un particular conjunto de creencias políticas: resiente fuertemente, de hecho, los intentos de leer significados políticos específicos en su trabajo y, en una visita reciente a Canadá con Magasiskola, se volvió cada vez más impaciente con aquellos que, ignorando la estructura visual y aural del filme, intentaban imponer en el mismo una denuncia simplista de la “tiranía” del comunismo (o fascismo) que venían esperando al filme para revelar. La preocupación principal de Gaál reside en la defensa de la integridad individual y la dignidad humana contra la represión y el autoritarismo de todos los tipos, y un tema importante de sus filmes es el intento de preservar valores morales básicos de humanidad y justicia en circunstancias diseñadas para suprimir o intimidar estos.
          Aunque sus filmes han sido a menudo llamados “austeros” y “severos”, Gaál mismo es un hombre de personalidad cálida y extrovertida y hay una vena de humor astuto corriendo por entre incluso el más sombrío de sus trabajos. Cuando habla de sus filmes prefiere, como la mayoría de los directores, tratar cuestiones de técnica y estilo, la enorme dificultad de registrar estas imágenes en filme, en vez de cuestiones de intención o significado. Es él mismo un camarógrafo plenamente competente y fotografió el famoso cortometraje Gypsies [Cigányok] de Sándor Sára (1962), también manejó una segunda cámara en algunas de las escenas más complejas de Magasiskola, mucho de su propio material aparece en el filme completado. Aparte de escribir o colaborar en todos sus guiones, insiste en llevar a cabo el montaje él mismo, manejando físicamente y cortando el filme en vez de meramente supervisar esto, como hacen la mayoría de directores. Su actitud hacia el cine es inmediata, sensual y táctil: dice que ama el olor del material de celuloide en bruto. Supervisa cada detalle de la dirección de arte de sus filmes, y siempre ha trabajado con el mismo compositor, András Szőllősy, una de las principales figuras de la música húngara contemporánea.
          Todos estos factores deberían hacer algo para matizar la impresión de un cineasta asceta y altamente intelectual que emerge de la mayoría de consideraciones de su trabajo. Gaál es básicamente un poeta visual y el sentido de sus filmes emerge de la naturaleza y yuxtaposición de sus imágenes, y de la relación entre estas y la música, sonidos naturales, o el silencio que los acompaña, en vez de diálogos explícitos o debates. En particular, tiene un apego muy grande por la interacción entre el personaje y el paisaje y una habilidad para crear escenas que emergen como metáforas visuales, cristalizando sutilmente la esencia del filme de manera mucho más efectiva que las palabras. Aunque todos sus filmes, especialmente Holt vidék y el injustamente olvidado Keresztelő, muestran estas cualidades en mayor o menor medida, se reúnen quizá de manera más completa en Magasiskola.
          Este fue el primer largometraje de Gaál en color y, con su típica meticulosidad, aseguró que el color se convirtiese, como el paisaje, en un elemento expresivo dentro del filme, y no solo mera decoración. La localización del filme ─llanuras desnudas, planas, interrumpidas solo por grupos de árboles─ ha sido inevitablemente comparada con la del trabajo de Jancsó: ciertamente Gaál, como Jancsó, hace uso del paisaje como metáfora para la desapacibilidad y frialdad del comportamiento moral de sus personajes; pero Gaál mantiene constantemente una interacción entre las pertenencias humanas y su localización, el tono del paisaje va cambiando a medida que ellas cambian, mientras Jancsó, habiendo establecido un tipo de relación, procede a explotar las posibilidades formales de esta, jugando con los movimientos verticales y diagonales de su gente contra el horizonte vasto e inalterable.
          Magasiskola es un filme que demanda ser interpretado en más de un nivel a lo largo de su metraje, con la acción de la superficie apuntando constantemente a otra dimensión metafórica más allá de ella. Aunque se hable de él por lo general como una alegoría, esto es de algún modo engañoso, porque sugiere que, como en la mayoría de las alegorías, la historia básica es artificial, vaga o irreal, y tiene significancia solo como pasadera para el significado “superior” o “verdadero” que reside al otro lado. De hecho, Gaál se toma grandes cuidados para dar a la acción central del filme una autenticidad detallista casi documental, para que pueda adquirir una legítima fascinación propia; su método es aquel que él mismo ha llamado “abstracción realista” ─manteniendo una base firme en la realidad física, pero asumiendo, a través de las imágenes o el montaje, una dimensión más.
          Un joven llega a un campamento en el que halcones están siendo entrenados para mantener la población de pájaros local bajo control. El jefe de la estación, Lilik, ve su tarea en términos místicos, casi religiosos, y ha impuesto un sistema de autoritarismo rígido para asegurar que es llevada a cabo con la máxima eficiencia: divide sus pájaros en categorías “superiores” e “inferiores” e impone un vasto abismo entre ellos y las criaturas que están entrenados para cazar; ensalza constante las virtudes de la obediencia, orden, control, el mantenimiento  de una jerarquía estrictamente establecida en la que todos conocen su lugar y sus deberes. Al joven le fascina al principio la habilidad de tanto los entrenadores como la de los halcones, la belleza fría, severa, que resulta de la disciplina impuesta sobre ellos; se queda estupefacto, no obstante, luego disgustado y repelido por la crueldad metódica y el sufrimiento que se da por sentado como parte del patrón total, y estos le conducen finalmente a abandonar la estación.
          Es obvio que incluso un resumen del filme que intente ser tan neutral como sea posible debe sugerir que se trata tanto de la mentalidad del totalitarismo como del entrenamiento de halcones. Lo que le da su cualidad ambigua y única, sin embargo, es que no hay ningún punto en el que un elemento expulse o descompense con peso descarado al otro: el estudio del autoritarismo es llevado a cabo por medio de un análisis de la técnica del entrenamiento de halcones, y el filme permanece inmediato, físico y concreto desde su primer fotograma hasta el último. El crecimiento del joven hacia la consciencia moral paraleliza el de los héroes de los tres largometrajes previos de Gaál y, como en ellos, es presentado a través de una acumulación de incidentes específicos, a través de lo que le ocurre, en vez de servirse de la discusión o del análisis explícito.
          El movimiento del filme es constante y controlado de cabo a rabo e incluso las escenas climáticas son examinadas con gravedad y moderación, son discretas en vez de enfatizadas. Los personajes son definidos constantemente, y modestamente, por las localizaciones en las que están emplazados o que ellos mismos crean: Lilik, por ejemplo, ha construido una estación de entrenamiento de modo que los edificios adopten la disposición de un campamento o una fortaleza, con sus propios cuarteles situados aparte en una posición desde la que pueda supervisar a los otros. El esquema de color dominante del filme es uno de azules y amarillos apagados y fríos, con el verde desvaneciente del paisaje como una alternativa diurna a la oscuridad y la parpadeante luz de la lumbre del campamento por la noche. A través del filme los personajes se visten de amarillo, azul o blanco: la única excepción la encarnan los forasteros ─un grupo de granjeros en vaqueros rojos─ y Teréz, la mujer de Likik, que comparte generosamente con sus compañeros en las noches que no tiene necesidad de ella. Ella es el personaje arquetípico de Gaál, consciente de que está cooperando con algo malvado, con todo creyendo que realmente no es asunto suyo y que puede permanecer distanciada de todo ello; aunque permanezca en el campo luego de que el joven se marche, ha sido afectada por su ejemplo y, la última vez que la vemos, viste una blusa de un rosa apagado en vez de su blanco familiar.
          La música es usada para acrecentar nuestra percepción de la dimensión moral que reside detrás de la acción física: un tema suave y evocador acompaña la mayoría de apariciones de Teréz; mientras tiene lugar la primera escena del entrenamiento de los halcones, el comienzo de la escena en donde son puestos a trabajar para echar a unas urracas de su escondite en un pajar, y la escena bizarra en la que Lilik dispone un nocturno funeral militar cuando su halcón favorito muere, a todas estas escenas les es concedido un ritmo bélico, de marcha, basado en toques de tambor. El tema asociado con el joven mezcla instrumentos de viento-madera y batería, sugiriendo la tensión dentro de él entre la humanidad potencial que alberga la mujer y la inhumanidad de Lilik. La mayor parte del filme, no obstante, despacha la música para crear una inquietante atmósfera aural de las campanas tintineantes de los halcones, los gritos ásperos de las órdenes, el zumbido de las alas, el balido de las ovejas, el ronroneo misterioso de los cables telefónicos que abre y cierra el filme. El silencio también es usado para un efecto emocional poderoso, especialmente en la escena en que Teréz llega por primera vez a la habitación del joven para ofrecérsele: la quietud de sus relaciones sexuales acentúa su extrañeza y lo remoto entre ellos.
          Como es habitual, Gaál obtiene algunos de sus efectos más llamativos a través del montaje, pero también mueve la cámara más libremente que en otros filmes, y un patrón distintivo de amplios movimientos circulares emerge mientras el filme avanza. La cámara merodea dentro del círculo de los entrenadores mientras se preparan para la primera demostración de su habilidad; explora los contenidos de la habitación de Lilik con el joven; circunda los pajares dentro de los cuales se han escondido las urracas atemorizadas; se abalanza sobre el joven y Lilik mientras el primero sostiene una garza real tullida sobre la que un halcón debe ser perfeccionado en el arte de matar; sigue al joven mientras mientras camina alrededor del fuego en el que los entrenadores se reúnen por la tarde; un paneo de 360 grados inspecciona el campo yermo en el que Lilik y el joven se han escondido en un intento por atraer de vuelta a un halcón fugado; mientras Lilik se apura frenético para salvar a sus preciosos pájaros durante una tormenta, la cámara circunda el patio con él; y le sigue mientras, como un antiguo guerrero germánico, insta a su caballo a dar vueltas sobre un halcón muerto mientras yace en estado.
          Además de esto, Gaál hace hincapié en cortar de modo enfático en movimiento tanto como sea posible a través del filme, creando un ritmo de avance que es tanto fluido como implacable. Los objetivos largos son usados con frecuencia, tanto para distanciarnos de los personajes como para asimilarlos a su fondo: Lilik y el joven galopando silenciosamente a través de la llanura para salvar a un halcón que está siendo golpeado a muerte por granjeros indignados (había entrado en su territorio y estaba torturando a la presa); y a través de la escena final en la que el joven abandona el campo. Solo una escena, sin embargo, emplea una distorsión visual obvia: la pesadilla del joven, donde un objetivo gran angular extremo exagera monstruosamente la forma y el movimiento de Lilik mientras avanza hacia él, los pájaros posados en sus brazos y hombros.
          Un análisis breve de un par de escenas clave en el filme debería servir para ilustrar cómo Gaál combina el movimiento de cámara, el montaje, la música y el color para crear un efecto que es simultáneamente concreto y metafórico. Poco después de su llegada el joven observa mientras tres jinetes, dispuestos en círculo, perfeccionan su total control y dominación sobre sus halcones. Los pájaros son arrojados de la muñeca de uno de los hombres a la de su compañero y nos les es dada una oportunidad para detenerse o descansar antes de ser arrojados al próximo hombre: les es enseñada la virtud de la sumisión y que no tienen voluntad más allá de la de su maestro; el paralelismo con los métodos por los cuales los estados policiales derriban la resistencia de sus oponentes está ahí para aquellos que deseen percibirlo, pero nadie en el filme lo traza y permanece implícito en la construcción física y movimiento de la secuencia. Es construida a partir de decenas de cortes rápidos: los pájaros en vuelo, el momento del lanzamiento, el momento de la receptación, repetidos una y otra vez. Al principio los planos son bastante largos y siguen un segmento de la acción en su completitud; gradualmente se vuelven más y más cortos hasta que el efecto es la de una continua moción de azote en el que no se permite ningún respiro en absoluto a los pájaros: una persecución física incesante e interminable (Gaál dice que se imaginó esta escena en la forma de una espiral, con amplios movimientos circulares para comenzar, estrechándose mientras alcanza la cima). Los únicos sonidos son las pisadas de los caballos, las campanas tintineantes y el batir de alas de los pájaros. Cortes ocasionales a la cara admirativa del joven muestran que, por ahora, solo percibe la dimensión estética de lo que está sucediendo y que sus implicaciones morales se le escapan.
          La educación moral del joven es llevada un paso adelante en la caza de las urracas donde el entrenamiento de los halcones es puesto a prueba por primera vez. Una vez más el efecto proviene en la mayor parte del montaje mientras un par de urracas aterrorizadas son incesantemente acosadas en su escondite; se refugian entre un rebaño de ovejas y brincan con perplejidad entre los pies de los animales; finalmente, después de un gasto desproporcionado de energía, una de ellas es asesinada. Luego al joven le es dada la tarea de sostener una garza real encapuchada contra el suelo mientras Lilik dispone de un halcón para atacarla una y otra vez; la música disonante espeja la confusión moral, las campanas del halcón, el aleteo de las alas de la víctima mantienen una presión constante sobre él; finalmente le dice a Lilik que el pájaro ha sufrido suficiente y que ya no puede más. “Es necesario”, responde Lilik gravemente, y la cámara se acerca lentamente al rostro ansioso del joven.
          La escena que proporciona al chico una consciencia completa de su complicidad con algo brutal es aquella en la que él y Lilik se proponen recapturar a Diana, un halcón fugado que ha adquirido una significación mítica en la mente de Lilik y se ha convertido en un símbolo para él de algo fiero e independiente que debe ser admirado y aun así domado. Cada hombre se oculta dentro de una fosa poco profunda, agarrando en su mano una paloma cuyas alas batientes deberían atraer a Diana lo suficientemente cerca como para ser capturada. El joven espera y espera, el pájaro se remueve sin fuerzas en sus manos, él busca el intenso cielo azul por una señal de vida, la cámara hace zoom in sobre él a través del campo yermo, y al final Diana aparece: la cámara hace zoom cara abajo en la paloma revoloteando, aterrorizada, en una serie de violentos cortes de impacto, y el joven libera al pájaro. Sale tambaleándose de su escondite, desgarrando las vendas protectoras de sus manos, se agarra su estómago como si estuviese a punto de vomitar, su respiración pesada, el único sonido. La cámara hace zoom out, lejos de él, haciendo hincapié en su aislamiento en el vasto paisaje, y el ruido de un tren corta bruscamente al silencio.
          Su partida del campo es retrasada un rato más, aunque este incidente lo hace consciente de que puede preservar su cordura moral, su autoestima, solo si abandona (nada de esto es declarado en palabras y de nuevo es la progresión visual del filme la que nos cuenta lo que le está ocurriendo). A primera hora de la mañana se va, los pájaros susurran y gorjean en los árboles. La cámara se aleja de él a un ritmo constante mediante zoom mientras se adentra en un bosque, creando un efecto casi de blanco-y-negro mientras lo esboza contra los árboles. Hay un corte al campamento donde Teréz, en su blusa rosa, comienza la tarea de alimentar a los halcones, abriendo otro día en la fría rutina de la estación: “carne y dos palomas”. La cámara retorna a la niebla, al joven, luego se aleja de él mientras comienza a correr; queda el zumbido de los cables telefónicos, la canción de los pájaros; otro zoom out y abandona el encuadre; luego un zoom in, lentamente, hacia los cables telefónicos hasta que llenan la pantalla; su zumbido se hace más fuerte, hay un ritmo constante de tambores. Es un final misterioso y ambiguo y, como ocurre a menudo en los filmes de Gaál, el paisaje sobrevive a los personajes. Es mejor, creo, por no ser explícito, por mantener la sutileza del resto del filme, y si se argumenta que la fuga es una solución demasiado pasiva, por lo menos es mejor que la colaboración consciente o inconsciente, y más útil que una resistencia valiente pero fútil contra obstáculos arrolladores. Los personajes y filmes de Gaál trabajan constantemente de cara al conocimiento de sí mismos y un entendimiento del trabajo preliminar para la acción, en vez de complacerse en gestos románticos o rebeldía.
          No todo el filme procede solo mediante la sugestión visual y aural que hace a estas escenas particulares tan memorables. Lilik es muy elocuente acerca de su filosofía de vida, a veces más bien demasiado, como cuando, al haberse estrangulado a sí mismos varios de los halcones en sus correas intentando escapar de la inundación de sus cajas en la tormenta, advierte que esto es lo que resulta de demasiada libertad de movimiento y que por lo tanto tendrá que mantenerlos en una correa más apretada. Pero generalmente el filme se mueve por medio de la implicación en vez de la declaración directa, creando la necesidad obsesiva de orden, dominación, unanimidad ritual y planificación rígida (Lilik necesita conseguir un cierto cupo de pájaros asesinados para justificar su trabajo, y conserva las patas de sus víctimas para proporcionar estadísticas exactas) que caracterizan la mentalidad autoritaria en todas sus manifestaciones. Es una mentalidad basada en el miedo, y Lilik traiciona esto en su insistencia de que la gente del campo colindante está conspirando contra él; el peligro externo, por supuesto, justifica un control incluso más estricto dentro del campamento. La gente es tratada como no más que objetos. Teréz satisface la necesidad de Lilik de poder y le permite hacer gestos benevolentes hacia sus subordinados; el sexo es un medio de control, no de comunicación. La crueldad y la tortura son inevitables e incluso bienvenidas como medios esenciales de cara a la consecución del gran diseño. Esto, y mucho más, emerge, sin presión o énfasis excesivo, de un filme que es también, a todos los efectos y propósitos, un documental sobre la crianza de halcones, y una meditación lírica y poética de figuras en un paisaje.
          Repetidas veces, Gaál retorna en voz baja en todos sus filmes a una insistencia de que los seres humanos deben asumir responsabilidad por sus acciones, que incluso las circunstancias más restrictivas o deprimentes no ofrecen excusa para la inercia moral. Su filme más reciente, Holt vidék, aunque quizá no el mejor, es en el que trata de presentar a sus personajes y sus dilemas de forma más oblicua, confiando en la melancolía del pueblo moribundo y el paisaje otoñal para que tomen el lugar del diálogo y el análisis verbal. Dice que ve a este filme como un punto de inflexión en su carrera, la conclusión lógica a los temas y el desarrollo estilístico llevados a cabo hasta la fecha. Sus planes inmediatos, al menos en lo que concierne a un largometraje, son inciertos: ha sido invitado para hacer un filme para la RAI y ha preparado un guion basado en la historia corta Saul de Miklós Mészöly (el autor de la historia original de Magasiskola). La cancelación súbita del imaginativo programa de producción fílmica de la RAI, no obstante, ha hecho esto imposible, y la insistencia de Gaál de que las localizaciones y los rostros del filme posean un auténtico carácter mediterráneo, junto con el relativo alto coste del proyecto, hacen improbable que el filme se pueda realizar en Hungría.
          La situación de Gaál refleja en miniatura los problemas del cine húngaro en general así como los de muchos otros países pequeños con producciones fílmicas: a pesar de la calidad de sus filmes y del hecho de que se haya escrito y hablado sobre ellos extensamente, por ahora aún siguen siendo demasiado poco vistos. La reticencia de distribuidores y audiencias de filmes extranjeros para arriesgarse con algo que no provenga de Francia, Italia o Suecia, junto con la incapacidad de la mayoría de los países pequeños para montar campañas de publicidad extensas para sus filmes, deja a varios de los directores más talentosos del mundo en una especie de limbo, con la única oportunidad de llegar a una audiencia internacional viniendo de coproducciones que demasiado a menudo suavizan o destruyen las características individuales y nacionales que hicieron a los filmes interesantes en primer lugar. Gaál mismo tiene demasiada integridad para comprometerse a sí mismo a algo en lo que no crea de todo corazón, y preferiría permanecer un cineasta pequeño, desconocido, en un país pequeño, desconocido, que alcanzar un reconocimiento más amplio haciendo concesiones que podrían llegar a ser destructivas: sería una pena, sin embargo, si estas permanecieran como las únicas alternativas que tiene.

The Falcons [Magasiskola] 3

The Falcons [Magasiskola] 4

The Falcons [Magasiskola] 5

LA FRAGILIDAD DEL SENTIDO: TRES FILMES DE PAUL COX; por Michael Dempsey

“THE FRAGILITY OF MEANING: THREE FILMS BY PAUL COX” (Michael Dempsey) en Film Quarterly (primavera de 1986, vol. 39, nº 3, págs. 2-11).

Lonely Hearts Paul Cox 1

Lonely Hearts Paul Cox 2
Lonely Hearts (1982)

En voz queda, casi oblicuamente, durante los dos últimos años, mientras que tres de sus filmes, Lonely Hearts, Man of Flowers y My First Wife se han estrenado aquí, el director holandés-australiano Paul Cox ha estado revelando su talento desconcertantemente inclasificable a las audiencias americanas. Por turnos mordaces, poéticas, hilarantes, gnómicas y airadas, estas producciones a pequeña escala (cada una según se dice fue filmada por un millón de dólares o menos en tan solo tres semanas) se adentran en esas viejas perplejidades, soledad y aislamiento, pero desde ángulos sesgados y con un espíritu de una idiosincrasia vigorizante, a la altura de los peculiares, a veces pasmosos, serpenteos, obsesiones e iras de sus personajes.
          En Lonely Hearts, Peter, un soltero de 50 años afinador de pianos, se lanza a vivir su propia vida al morir su madre. Conoce a Patricia, una miedosa solterona treintañera casi victoriana, a través de una agencia de citas, y los dos caen en picado en un laberinto de comunicación malentendida, tragicómica, mientras cada uno trata de desprenderse de un pasado amortiguador y enfrentarse al miedo y deseo mezclados. Man of Flowers nos lleva al bizarro mundo privado de Charles Bremer, un esteta envejecido, nuevo rico, profundamente excéntrico, y la relación extravagante que surge entre él y una joven modelo a la que paga para que se desnude enfrente suya una vez a la semana al ritmo de la música de Donizetti. En contraste, My First Wife comienza en una total convencionalidad con un matrimonio duradero pero rápidamente tuerce hacia las variedades y extremos de la pérdida, la vergüenza y la autodestrucción cuando el matrimonio se desintegra abruptamente. “¿Por qué deberíamos estar solos en una sociedad que posee todos los medios para comunicarnos tan bien?” Cox se ha preguntado en voz alta. Y ha ofrecido un par de respuestas: “En la sociedad moderna, me deja perplejo cuánto anhelamos el calor, el amor, y cómo dentro de esta sociedad generalmente estamos condicionados a desear, lo que nos convierte en consumidores, para que queramos otro coche o un vestido nuevo. Estoy bastante seguro de que la gente preferiría ser amada antes que adquirir un coche o vestido nuevos… Creo que la mayoría de la gente desea realmente algo que les haga dejar de desear cosas y pensar por qué viven como viven, incluso si esto conlleva que solo se encojan de hombros y decidan que les gusta todo tal y como es”. Dignos sentimientos, pero enteramente engañosos si hacen a cualquiera esperar disecciones resueltas, de orientación marxista, del capitalismo tardío. Porque el trabajo de Cox (o estos ejemplos del mismo, en todo caso, los únicos que he visto) ha aprehendido algo más allá de la sociedad como la causa de la soledad y el aislamiento. Idiosincrasia, solipsismo, excentricidad ─estos son los rasgos salientes de la gente que dispara la imaginación de Cox, ya que no importa cuál sea su contexto social, para él estos son los elementos fundamentales de todos los sentimientos y enredos humanos.

My First Wife Paul Cox 1

My First Wife Paul Cox 2

My First Wife Paul Cox 3
My First Wife (1984)

Nacido Paulus Henrique Benedictus Cox en Venlo, Holanda, el 16 de abril de 1940, el futuro cineasta, cuyo padre dirigía una empresa de producción que hacía documentales, creció en una Europa perturbada por la guerra, “en una atmósfera muy similar a la casa de las flores. Mi infancia estaba impregnada de recuerdos temperamentales, tristes, amargos”. Algunos de estos, ha dicho, proceden de un ático donde de niño pasó muchas horas solitarias jugando en la oscuridad con un viejo proyector de cine ─una circunstancia curiosamente similar a las propias descripciones de Ingmar Bergman de sus primeros contactos con el cine. “Siempre me impresionó lo claro que se veía todo en la oscuridad”, diría Cox años después.
          Un programa de intercambio con el extranjero lo llevó primero a Australia como estudiante en 1963. Dos años después, retornó como colono, abriendo un estudio fotográfico cuyo éxito ayudó a financiar experimentos tempranos como aficionado al cine. (“Siempre digo que si quieres hacer algo realmente en serio, hazlo como una afición… No soy un cineasta nacido de la ambición. Nunca pensé que sería un cineasta. Es compulsión pura. No tengo otra opción”).
          Empezando en 1965 con cortometrajes personales y documentales, finalmente Cox hizo su primer largometraje, Illuminations (1976), que ha sido descrito como “una historia de pesadillas surrealista acerca de un hombre australiano y una mujer húngara viviendo juntos en una relación de amor volátil”. Junto a otros cortometrajes, siguieron otros dos filmes, Inside Looking Out (1977), otra examinación de un matrimonio en colapso, y Kostas (1979), una historia acerca de un periodista griego del régimen de derechas que llega a Australia y se enamora de una divorciada de clase media-alta. Más recientemente, Cox ha completado Cactus, un estreno de 1986 acerca de una francesa (Isabelle Huppert) que visita Australia y se ve involucrada con un hombre ciego (Robert Menzies, nieto del antiguo primer ministro Robert Menzies).
          Viéndose a sí mismo como un outsider (con sede en Melbourne) en el establishment del cine australiano con sede en Sidney, Cox ha forjado un grupo de colaboradores frecuentes, entre ellos los actores Norman Kaye y Wendy Hughes, el cinematógrafo inmigrante ruso Yuri Sokol, el guionista Bob Ellis (que recientemente se ha convertido en director), el editor Tim Lewis, el productor asociado Tony Llewellyn-Jones y la productora Jane Ballantyne, que le han permitido trabajar a un ritmo constante, barato e independiente. “El dinero no hace buenos filmes”, Cox ha afirmado. “Cuanto más dinero hay, más tiempo es malgastado… Puedes hacer un muy buen filme con siete personas ─un equipo básico. Cuanta más gente hay, mayor la amenaza para la tranquilidad de la producción”. Según se dice, quiere hacer un filme sobre Vincent van Gogh a continuación.

Si una palabra puede resumir My First Wife, esa palabra es “implacable”. Pocos de los muchos filmes que han abordado el agitado torbellino emocional cuando un matrimonio explota pueden igualar su inmersión frontal en el bochorno, la laceración y la comedia adusta de las emociones primarias de repente despojadas y desolladas fuera de todo control. John (John Hargreaves), un compositor con una pieza coral en ensayo y un programa próspero de música clásica en la radio, ha estado tan absorbido en sus búsquedas que sin darse cuenta ha perdido el amor de su esposa Helen (Wendy Hughes), una profesora de inglés para inmigrantes y miembro del coro en los ensayos. Cuando ella termina una noche su unión de diez años con casi ninguna advertencia, la ira y la pena le consumen inmediatamente y de forma estridente, para su conmoción y mortificación, ya que todo lo relacionado con su aspecto, movimientos y las cosas que dice en las tersas escenas de apertura iniciales sugieren a un hombre sereno, razonable, “calmado”. Ahora, mientras fragmentos de memorias durmientes comienzan a pasar destelladas a través de sus sueños y sus pensamientos en vigilia, prácticamente pierde los estribos intentando ganar a Helen de vuelta: rompiendo una puerta cuando la encuentra con un amante casual, invadiendo el hogar de los padres de ella para aullar en un suspiro que el matrimonio es sagrado para él a la par que la denuncia en el siguiente como una zorra mentirosa que le ha engañado y matado. Una vez, ruega a Helen con miserabilismo crudo que le haga el amor, pero luego de que ella lo haga, su revulsión al contacto de él, que simplemente no puede enmascarar, le apuñala tan fuerte que la golpea. Antes, Helen le había acusado (y justamente, parece) de descuidar a su joven y tímida hija Lucy (Lucy Angwin), pero ahora John, como parte de su campaña para recuperar a Helen, comienza a prodigar una devoción extravagante, desorientadora, a su hija pequeña. Y como si esto no fuera suficiente, también está resistiendo el reloj de la muerte con su padre hospitalizado (Robin Lovejoy).
          Todo suena, ineludiblemente, como una telenovela en el peor sentido, y algunas personas ─tanto críticos como espectadores─ han acusado a Cox de simplemente vomitar Angustia en todas las direcciones, completamente incapaz de darle una forma artística. Pero perspectiva y control es precisamente lo que ha aportado a esta disección despiadada de un hombre luchando por ambas, con todo estrepitosamente, humillantemente incapaz de encontrarlas en sí mismo o en cualquier otro lado. Parte de la razón reside en una contradicción cultural que lo atrapa. Hoy en día, todo el mundo desde feministas a editores de manuales de autoayuda continuamente urge al hombre adulto emocionalmente constipado a expresar sus emociones en libertad. Aunque My First Wife no muestra este consejo influenciando a John de forma explícita, él ciertamente lo toma, y los resultados son de todo menos bonitos. Como el héroe de Smash Palace, no se guarda nada. Incluso los espectadores más empáticos sentirán una indudable grima frente a este espectáculo al menos una parte del tiempo (yo definitivamente la sentí), y también se sentirán obligados a condenar a John como un capullo autocompasivo, santurrón, cuyo “amor” es simplemente posesión egoísta. Helen misma dice esto, extendiendo convencida la acusación a los hombres en general. De hecho, Cox nunca evade la responsabilidad de John por su situación. Sin embargo, este tipo de culpabilización es finalmente irrelevante para el tema esencial de My First Wife, que es la fragilidad de un sentido que soporte la vida. Para John, sus fuentes son el matrimonio, el arte y los sueños; Cox socava cada uno de ellas.
          En su retrato de un compañero de matrimonio de repente abandonado, My First Wife inevitablemente sugiere un Kramer vs. Kramer más crudo o An Unmarried Woman, pero sin el foco de ambos en el nuevo comienzo de la persona despojada o su trasfondo social. En cambio, Cox observa la transitoriedad del amor. Vemos a Helen en la cama con un amante (David Cameron) en la primera secuencia, intercalados con John retransmitiendo en su estudio. De este modo, cuando ella niega que involucrarse con otro hombre motivó su decisión, podemos sospechar que miente. Pronto, no obstante, se vuelve obvio que no lo estaba haciendo; su compañero de cama prueba ser solo un semental ocasional. El asunto es la misteriosa, perturbadora, desaparición del amor ─por todas estas razones y por ninguna de ellas. Simplemente se desvaneció, tiempo atrás, y su ausencia se ha convertido finalmente en demasiado desmoralizante para ella. Cuando su madre, nuestro espejo, la presiona por un motivo particular, Helen simplemente dice: “La pérdida del amor es muy real. Lo extraño”. O, como uno de sus estudiantes dice muy claro: “Han pasado siete años, diez meses y dos días desde que dejé de querer a mi hombre una noche”.
          Cox contrasta a John y Helen mientras tratan de regenerar el sentido existencial. Helen incierta pero abiertamente se libera de la relación muerta aunque no tenga sustituto a mano. Incluso cuando su madre pregunta, horrorizada: “¿Mientras su padre está muriendo?”, la determinación de Helen se mantiene. No obstante, a pesar del descuido de su matrimonio, John lo ha hecho una parte tan integral de su identidad que su colapso semeja algo más que otro matrimonio roto. “Mi vida, mi esposa, mi matrimonio, mi música”, grita con egoísmo desvergonzado, pero pronto añade, forzado a elegir, que abandonaría su música y mantendría su matrimonio.
          Pero no existe tal opción, y John debe buscar otras fuentes de percepción y consolación. Cox ha llenado la banda sonora del filme (que es también la banda sonora personal de John) con música clásica, principalmente fragmentos del Orfeo de Gluck, Carmina Burana y Grandfather’s Birthday Party de Franz Süssmayr, junto con la expresamente titulada canción de Anne Boyd, “As I Crossed a Bridge of Dreams”. Musicalmente, John deambula en el pasado; está cómicamente fuera de lugar en un coche donde resuena rock y un borracho excéntrico, con sombrero holgado, canturrea una balada de blues. Su propia composición suena serenamente tradicional, como un canto gregoriano tardío, y Cox a veces corta directamente de la ira marital dolorosa a una pista suave, tranquilizadora, en la que ensayan los cantantes, proyectando una calma que, en este contexto, se siente casi como de otro mundo.
          Gradualmente, intuimos que la música clásica importa de modo tan profundo a John en parte porque esta belleza “como de otro mundo” le transporta más allá de lo que considera como la mundanidad amortiguadora de la mayor parte de la existencia diaria, transformándola en vida genuina, que para él significa un estadio donde un sentido de coherente, resonante, continua totalidad con el cosmos es posible. John nunca usa este de lenguaje grandioso ni analiza este lado de sí mismo; aun así, sus acciones indican el tipo de romántico para el que esta noción no es una mera una abstracción idealista, que se desprenderá de uno con sentido común a medida que madure y se “encare a la realidad”, sino un grial genuino para ser perseguido con todo el fervor que se pueda comandar.
          El precio que esto supone es una sensación continua de decepción con la vida cuando es poco más (como suele ser) que existencia rutinaria. En una escena conmovedora, cuando acepta el solaz de una noche con una compañera de trabajo amigablemente compasiva (Anna Jemison), una perspectiva nueva de repente se abre: tal vez John se esté tomando sus problemas demasiado en serio; quizá, después de todo, pueda desprenderse de su agonía y descubrir intimidad renovada o simplemente algo de diversión tranquila con otro ser. Pero rechaza esta oportunidad gravemente. John no puede, no tomará simplemente lo que la vida ofrece; virtualmente, cada instante debe estallar con alguna medida de muy ferviente intensidad, o se sentirá persistentemente insatisfecho, inseguro de que está realmente vivo.
          Pero esta búsqueda de la intensidad lo aísla. Cuando, por ejemplo, recuperándose de un intento de suicidio, tiene una vívida recolección de sueños de un instante preciado de los pasados compartidos, el suyo y el de Helen (una imagen reluciente, brumosa, de la luz del amanecer en el agua de un lago), y luego trata de hacer compartir su reacción describiéndosela a ella, nosotros (y él) nos damos cuenta de cuán devastadoramente inadecuadas son sus palabras para comunicar lo que significa para él. Cuando presiona más fuerte, derramando una fantasía sobre el desvanecimiento en el útero de Helen, ella solo le puede esquivar con una pregunta deliberadamente banal acerca del almuerzo. Cox da lo suyo a la desesperación angustiosa de John pero nunca la hace glamorosa ni devalúa la sospecha de Helen sobre la misma. Comparada con sus estallidos extravagantes, el comentario casual de ella a su amante cuando él tiembla ante la perspectiva de confrontar a John (“Te las arreglarás, todos nos las arreglaremos, ¿vale?”) puede parecer una trivialidad fría. Sin embargo, las lecturas de frases de Wendy Hughes están tan vivas que podemos sentir inmediatamente la pasión menos chillona pero igualmente real debajo de su superficie quebradiza. Ella y Hargreaves (que también aparecen como una pareja atribulada en Careful, He Might Hear You) forman un estudio fascinante en estilos interpretativos, ella jugando con la tensión reprimida contra su elegante porte, él estallando con arrojo pero sin perder nunca un control inflexible. My First Wife mezcla sus estilos brillantes con la sutileza formal de Cox para mantenernos igualmente conscientes del poder y la demencia del romanticismo de John.
          El manejo de Cox de las memorias de John es particularmente fascinante ─por ejemplo, planos recurrentes de Helen esponjando un fleco de encaje en su vestido de novia, Helen irradiada con dolor y luego éxtasis en el instante del nacimiento de Lucy, vistazos abiertamente eróticos de su seno y su ingle, o imaginería a lo home movie de ella y una Lucy más pequeña jugando en un columpio, por citar solo unas pocas. Aunque estos montajes no empiezan hasta que la conmoción de la deserción de Helen se hace sentir, Cox nos prepara para sus excursiones en el mundo de los sueños de John incluso durante los momentos de apertura del filme, con un plano estroboscópico de las ventanas parpadeantes del tren por la noche debajo de los créditos. Más tarde, con John a bordo de ese tren, Cox comienza a insertar otra recurrente imagen subliminal, ramas de araña retorciéndose borrosamente en el exterior, que junto a otras como esta actúa como un catalizador para las estelas de imágenes más personales que asaltarán a John luego. “Asalto” es la palabra adecuada, ya que estos montajes de sueños entran en erupción por cuenta propia, y lejos de ofrecer confort o reconciliación a su pérdida, solo intensifican su dolor.
          Cox usa este dispositivo para cristalizar su preocupación con la evanescencia del sentido. He oído a algunos espectadores criticar estas imágenes como confusas, “simbolismo” que distrae la atención. Pero no son símbolos; son las memorias reales, distorsionadas, pertenecientes a John, de momentos cuando él se sentía perfectamente feliz ─más que eso, armónicamente fusionado con la vida. Pero, además, la cuestión esencial de estos montajes (comunicados tácitamente por su estilo de corte agitado, deliberadamente crudo, y trabajo de cámara tembloroso, borroso) es que se están desvaneciendo, perdiendo su poder para conmoverlo, incluso mientras se reproducen y vuelven a reproducir obsesivamente en su mente. El estado de ánimo que crean es uno desesperado, un anhelo ridículo por recrearlos de alguna manera, o por lo menos de preservarlos en resonancia completa. Es el opuesto directo al mono no aware de filmes como Tokyo Story [Tôkyô monogatari], en el que la tristeza ante la transitoriedad de la vida se sombrea al final como un elemento esencial de belleza. Para John, no obstante, sus sueños son un recordatorio insoportable de que él ha construido una vida elaborada sobre literalmente nada.
          Por un rato, el paralelismo de la lucha de John para recobrar a Helen con el declive final de su padre parece intencionado para fomentar un torpe sesgo de “aprovecha el día” al metraje. Ignorante de los problemas de su hijo, el padre de John incluso afirma: “Al final, la familia es importante… La familia al final lo es todo”. En conjunción con una historia que John le cuenta a Helen acerca de cómo su madre, cuando era joven, tuvo un affaire extramarital que prendió fuego a otra rama de pasión loca en su padre, esta línea parece presagiar la llegada de un acuerdo sobre la tumba del anciano. Pero después de que muera, la atmósfera no se quiebra a la fuerza. La hermana de John aparece por primera vez, su llegada tardía a la pantalla socava discreta el himno del padre a la familia. En el funeral, John intenta estar a la altura con panegírico sabio, elocuente, pero todo lo que puede producir es una invocación trillada de la talla y honestidad de su padre, y luego una cita torpemente amarga: “La farsa casi ha terminado”. Durante el entierro, la madre de John cae en un ataque de dolor agitado, a pesar de sus propias memorias de otro amor, pero la cámara de Cox, mirando con serenidad desde una distancia, lo hace parecer casi grotesco. Y mientras John abandona el cementerio, mano a mano con Lucy y Helen, la cámara se eleva grandiosa hacia arriba, acompañada por música de la orquesta de niños en la que Lucy toca. Aun así, estos dispositivos nos dejan no con la sensación de serenidad que comunicarían ordinariamente sino con un malestar palpitante y una sensación de perdición que persistirá para John mucho después del último fundido. (Como ha señalado Stanley Kauffmann, el optimismo de la película reside por entero en su título).
          El rigor inflexible de My First Wife me llevó de vuelta a Lonely Hearts y Man of Flowers para revaluar mi inicial tibieza hacia ellos. Lonely Hearts me había parecido lo que a muchos otros ─un divertido, conmovedor, pero finalmente insignificante filme de “gente común”, en la línea de Marty, distinguible de este principalmente por su atención plena a los deseos sexuales bloqueados de la pareja y por sus dardos de humor impredecible y excéntrico, como enseñar a Peter, que ha pretendido travieso pasar por ciego en una de sus rondas afinando pianos, meterse en su coche con aire indiferente después de terminar y alejarse mientras su clienta confundida se queda boquiabierta. Man of Flowers parecía claramente más rica y ambiciosa, pero también semejaba estar jugando un juego muy difícil con perversión al límite, de puntillas al borde de explorarlo seriamente haciéndolo al final meramente encantador, incluso mono. Pero revisar estos filmes a la luz de My First Wife me mostró que estaba equivocado acerca de ambos.
          No del todo. Lonely Hearts todavía me parece menor, humanista pero al final demasiado compasivo hacia sus dos pequeñas almas buscando a tientas un lugar en un mundo frío. Pero ahora posee claramente semillas que han germinado exuberantemente en sus dos sucesores. La más destacada de ellas es la excentricidad, que Peter Thompson (Norman Kaye) parece decidido a ejemplificar en momentos como su broma del hombre ciego, aunque (y esta es la limitación severa del filme) nunca se desarrolla verdaderamente más allá de su perfil de “Tipo Solitario”. Como Man of Flowers, en el que el incluso mayor, más loco, Charles (también interpretado por Norman Kaye) escribe cartas remitidas a él mismo dirigidas a su madre muerta, Lonely Hearts retrata la excentricidad como un rasgo liberado por parte de hombres tímidos, reprimidos, durante la mediana edad, cuando sus madres mueren, aunque ningún filme hace de las madres dragones castradores, asfixiantes. Peter comienza a espabilar incluso durante la extremaunción de su madre, poniéndose un traje a la moda y una peluca que hace que la parte superior de su cabeza, por lo menos, aparente veinte años menos, luego siguiendo al cortejo hasta el cementerio en una pequeña persecución automovilística. Pronto se ha unido a la agencia de citas, conocido a la asustadiza Patricia (Wendy Hughes), y hecho su propia incursión en el arte, un rol en una producción local de El padre, de August Strindberg, presidida por un director gay alegremente burlón. Pero, a medida que vemos más de Peter y Patricia (cuya inexperiencia sexual hace de cada respiro una agonía de mortificación y miedo) y conocemos a otros en su vida (los padres intrusivos de ella, el cuñado bromista de él, así como su padre institucionalizado, entre otros), surge gradualmente el pensamiento de que Cox quiere algo más que un simple derivativo australiano de estilo sobrecargado a lo Ealing.
          Este sentimiento emerge más claramente durante tres escenas que, en medio del tono fantasioso que las rodea, parecen tanto más cargadas con dolor incongruente. Mientras Peter y Patricia, al que el director ha atraído al reparto de El padre (irónicamente, ya que el propio padre de ella es su tormento mayor), ejecutan líneas juntos en el apartamento de él, ella, todavía aterrorizada del sexo pero nerviosamente fascinada también, decreta que dormirán juntos platónicamente. Pero cuando Peter no se puede contener de intentar hacer el amor con ella, la escena se convierte en un paradigma cómico y espantoso de una desastrosa primera vez, al tener él que espantar su perro salchicha, con el culo al aire, y perder ella su compostura temblorosa y huir. Luego, funden su propio psicodrama con el de Strindberg durante una secuencia de ensayo escrita con destreza, mientras él ruega en vano por una reconciliación con una intensidad desnuda que inesperadamente revela su profundidad sentimental (y presagia el dolor desnudo de John en My First Wife). En el acto, le pillan robando en el supermercado de forma mortificante, luego regresa a casa y descubre que su perro ha cagado en el suelo. Describiendo estas meteduras de pata de esta manera las debe hacer sonar ridículas y así son ─hasta que la ira repentina e incipiente de Peter le lleva a una denuncia áspera de todo lo humillante de la ronda diaria patética, indistinguible, de la vida. Como también muestra el filme (de una manera más ligera) durante una visita inoportuna del cuñado de Peter mientras este está intentando negociar sin éxito con una amistosa prostituta a domicilio llamada Raspberry, la vida rara vez nos permite tener emociones de una claridad satisfactoria; la banal cotidianeidad de la existencia normalmente las adultera; aun así, de modo desconcertante, también puede acrecentar su humanidad.
          En Man of Flowers, la excentricidad se convierte casi en exuberancia tropical. Gracias a una abundante herencia de su madre, Charles puede ahora construir y vivir en su propio mundo encerrado; el dinero le permite, como dice a Lisa (Alyson Best), la modelo de desnudos, “coleccionar belleza y poseerla”. Para él, esto significa, junto a su hogar elegante, música clásica, desnudez femenina, y (por encima de todo) flores, que compra en suntuosos buqués para sí mismo, cultiva laborioso y las prensa en libros. Tampoco separa estos elementos de su vida: forman la substancia de su sexualidad, que uno visualiza como una húmeda selva tropical asfixiada de vegetación exótica. Sin embargo, Charles parece el prototipo típico de soltero refinado, conservador, seco como una galleta de soda; por momentos, en su sobretodo negro y fedora, se parece inquietantemente al Buster Keaton de Film (Samuel Beckett).
          Norman Kaye extrae continuamente comedia desconcertante del contraste entre el exterior de sacristán de Charles y su tranquila e imperturbable condición estrafalaria. Cuando Charles, en una clase de arte, retrata a Lisa cubierta de tallos tuberosos y flores a pesar de las amonestaciones de la profesora para que pinte como un estricto realista (“La imaginación es la palabra que la gente usa”, dice gruñona, “cuando no sabe lo que está haciendo”), él amenaza con “golpearla en la nariz y alegar por la libertad artística hasta llegar al consejo privado”. Más tarde, permanece desnudo en su espaciosa bañera empotrada preguntando con toda naturalidad al sexólogo en un coloquio telefónico por radio si uno puede considerar propiamente a las flores como “seres excitantes, tiernos, amorosos”. Cuando un vendedor de estatuas (Patrick Cook) le balbucea acerca de un plan para salvar la tierra del cementerio revistiendo los cadáveres de cobre, Charles escucha sobriamente, y cuando propone que Lisa y su amante Jane (Sarah Walker) se desnuden y besen, todo con la esperanza de curar su eyaculación precoz, su voz mansa, sin inflexiones, realza la atmósfera de perversidad como el ozono. No extraña que el gurú telefónico, aunque un colgado por derecho propio, solo pueda columbrar que Charles tiene “un sentido del humor que no comparto” y la profesora de arte (Julia Blake) se quede mirándolo en completa perplejidad y murmurando: “Qué extraña personita eres”.
          Charles se adentra aún más en la rareza del invernadero (una sesión entre él y su psiquiatra, interpretado por el coguionista del filme, Bob Ellis, los acoge compartiendo manías y cambiando roles tan fluidamente que el término disparatado no empieza ni a describirlo ─alienígena, más bien). Pero Cox no está realmente interesado, como creí equivocado, en hacer de Charles alguien muy vistosamente “chiflado” en algún modo sentimental-divertido. Gente como la profesora de arte y el anfitrión telefónico quizá se queden satisfechos al tacharlo en la lista de chalados, pero otros se asombran al verse atraídos hacia Charles. Su excentricidad termina siendo extraordinariamente liberadora para ellos, no solo porque da coraje a sus propias posibilidades congeladas sino porque coexiste con una tolerancia y amabilidad profundamente arraigadas. Por ejemplo, el joven cartero de Charles (Barry Dickins) ni siquiera puede entregar la factura del gas sin recitar de un tirón una descabellada arenga acerca del estado del universo (“El mundo entero está completamente jodido” es su divisa, pero el entusiasmo que le insufla resulta exultante). La mayoría de la gente le rechazaría o evitaría sin ningún tipo de duda, pero Charles reconoce a un espíritu afín, y cuando el joven parlotea feliz un día acerca de “¿hasta dónde llega tu compromiso con el obsceno mundo que te rodea?”, Charles añade con sarcasmo: “O que te habita”. Porque Charles cree en verdad que “la gente más inesperada tiene mucha sabiduría”, está siempre preparado cuando esa sabiduría se presenta, no importa cuán improbable sea la fuente.
          Más importante aún, su influencia refresca la vida de Lisa. Inicialmente, ella está atrapada en una relación estéril con David (Chris Haywood), un antiguo pintor de moda que gasta ahora el dinero de ella en dulces para la nariz. Pero, antes de eso, la vemos desnudarse para Charles mientras el “Love Duet” de Lucia di Lammermoor baña su figura dorada. Seguramente, no ha habido jamás un striptease más líquidamente sensual en la historia del cine. Iluminado suavemente por Yuri Sokol (que en otras escenas de los tres filmes usa una paleta muy apagada con el propósito de crear un contexto para el comportamiento bizarro de sus protagonistas), Lisa está tan atrapada en la fantasía erótica como Charles, usando esta pieza embriagadora de teatro sexual para aprovechar su propia sexualidad (aunque Charles nunca la toca e incluso se opone cuando ella besa su mejilla una vez) de una manera que ella no tiene ninguna esperanza de hacer con David. A diferencia de la mayoría (incluyendo a David, que llega a un final cómico-horrible cuando trata de chantajear a Charles), ella se deja a sí misma ver la humanidad caballerosa detrás de la fachada extravagante de Charles, y esta perspicacia (que el filme deja sin explicitar) la anima con sencillez a dejar a David por fin y luego a aceptar la longeva proposición de Jane de intentar iniciar una relación lesbiana ─un desarrollo que el filme trata como una mezcla atractiva de despreocupación, bochorno y calidez que es típica de la franqueza inteligente de Cox sobre todo tipo de encuentros sexuales.
          Pero Man of Flowers también muestra cómo la excentricidad atrapa a Charles. Como John, vive parcialmente en un estado de fijación ensoñadora con su pasado. (“Los sueños ocupan casi la mitad de mi vida entera”, medita, equivocado literalmente pero correcto poéticamente). Sus ensueños se enfocan en su infancia, cuando era, ateniéndonos a su propia visualización, una criatura suave, rolliza, revoltosa, obsesionada con estatuas desnudas en parques, los escotes y espaldas descubiertas de damas invitadas a las fiestas del té de sus padres, pero sobre todo con su madre (Hilary Kelly) y el almizcle de nutrición primal e intimidad que sus recuerdos de ella todavía exudan. A diferencia de John, las imágenes queridas por Charles no están perdiendo su poder, pero este poder es también tan frustrante como el de la transitoriedad del mundo de los sueños de John. Cox ha filmado estas imágenes, como los montajes de sueños en My First Wife, con paneos temblorosos, cortes abruptos, manchas desvanecientes de color y fragmentos de ópera en lugar de efectos de sonido naturales. La diferencia es que también las ha hecho exquisitamente divertidas ─y su toque más hilarante es la elección de nada menos que Werner Herzog como el padre mojigato, flaco, de Charles, que está siempre frunciendo sus labios en señal de aborrecimiento hacia el chico sucio y retorciendo su oreja mientras lo arrastra después de que Charles haya trastocado el té por mirar con descaro la carne afelpada de una dama o acariciándola abiertamente. (Kaye, Ellis y Cox trabajaron en el filme australiano de Herzog, Where the Green Ants Dream, donde los fragmentos rebeldes de humor típicos de Cox son lo único destacable). Nunca he visto imágenes de la infancia en la pantalla tan ricamente permeadas de una distorsión de memorias mezcladas, entrañable emoción profunda perdida, y eufórica locura, todas en suspensión milagrosamente perfecta. Entendemos totalmente por qué Charles se siente tan embrujado por ellas y por qué escribe: “Mi imaginación me aterra”.
          Peter y Patricia se asientan en la domesticidad y John permanece a la deriva al terminar Lonely Hearts y My First Wife. Pero Charles encuentra una enigmática zona que le pertenece. Después de despachar el plan de chantaje de David con un descaro típicamente seco, luego declarando que puede ser un amigo pero no un amante a Lisa, Charles camina hacia una herbosa ladera, virtualmente una silueta en su sobretodo. Dos figuras similares ya están ahí, y otra entra en el encuadre mientras la cámara se alza para revelar un vasto paisaje marino. Las cuatro sombras contra el verde iridiscente contemplan inmóviles el océano durante muchos momentos, mientras suena Donizetti y Charles entona: “Hay personas tan indefensas en este mundo, algunas están tan solas”. Claramente, Charles no se considera una de ellas, y al principio esto parece de una ironía plúmbea. Después de todo, antes había admitido a Lisa y Jane que “es difícil verte a ti mismo como te ven los otros, o simplemente verte a ti mismo”. Pero mientras la imagen mágica se sostiene y la música irradia este paisaje de ensueño, la ironía se desvanece, y nos damos cuenta de que Charles tiene toda la razón ─es cualquier cosa menos un alma perdida.
          My First Wife contiene un motivo igualmente conmovedor, más humilde, más propenso a pasar desapercibido. Dos veces, John ajusta gentilmente los brazos de Lucy mientras ella lucha con su violonchelo. La primera vez, al comienzo John parece que la ignora, exactamente como dijo Helen, trabajando ensimismado en su escritorio mientras ella forcejea. La segunda vez, una pelea potencialmente desagradable empieza a llamear entre él y Helen durante un recital para la orquesta de niños. Dándose cuenta de repente de que quizá arruine la interpretación y avergüence a su hija, John queda en silencio y luego se desliza hacia ella. El modo en que alza el brazo de ella le concede la paz que de modo tan enfebrecido ha estado buscando, aunque solo sea por un momento ─inesperada y misteriosamente, como una de las infusiones de gracia divina de Robert Bresson. En cada caso, la cámara permanece atenta a Lucy mientras acepta la corrección silenciosa y sigue tocando. Seguir tocando es toda la paz que el trabajo de Cox hasta ahora tiene que ofrecer; en sus mejores momentos, no obstante, sabe hacerla más que suficiente.

Man of Flowers Paul Cox 1

Man of Flowers Paul Cox 2

Man of Flowers Paul Cox 3

Man of Flowers Paul Cox 4
Man of Flowers (1983)

INTERROGANDO AL INTERNACIONALISMO; por Kumar Shahani

“INTERROGATING INTERNATIONALISM” (Kumar Shahani, 1990) en The Shock of Desire and Other Essays, Tulika Books, 2015; págs. 319 – 335. Editado e introducido por Ashish Rajadhyaksha.

Una presentación improvisada realizada en el taller del Kasauli Arts Centre en “Dialogues on Cultural Practice in India: Critical Frameworks”. Primeramente publicada en Journal of Arts & Ideas, No. 19, mayo de 1990. En los tardíos 80 y primeros 90, Journal of Arts & Ideas y el Kasauli Arts Centre condujeron una serie de talleres titulados “Dialogues on Contemporary Cultural Practice”, concebidos por Geeta Kapur, involucrando a artistas, científicos sociales e historiadores. Estos talleres vieron dos números publicados en el periódico: No. 19 (mayo de 1990), titulado “Critical Frameworks”; y los Nos. 20-21 (marzo de 1991), titulados “Inventing Traditions”. Los editores transcribieron las cintas de los debates originales, y así el sabor del evento mismo fue mantenido. El presente texto de Shahani, que inauguró toda la discusión, estuvo en conversación con varios interlocutores clave: Geeta Kapur, Gulammohammed Sheikh, Vivan Sundaram, Sanjaya Baru, Susie Tharu, Sudipta Kaviraj, Arun Khopkar, Madan Gopal Singh, Kumkum Sangari, Anup Singh y otros.

Anoche Geeta me instó a romper el silencio que estamos todos disfrutando aquí.
          En tiempos recientes me he cruzado cada vez con más frecuencia con acontecimientos que semejan para mí apuntar una crisis del internacionalismo, y estos, en el cine en particular, parecen conectar con lo que estaba pasando inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial ─en la poesía primero, quizá, la poesía siendo el modo de discurso más común en las artes en el sentido de que todo el mundo está dotado para ser un poeta.
          El síntoma fue el del control de la imaginación. Y recientemente uno ha visto este síntoma aparecer en el cine: del esfuerzo para estandarizar y controlar la imaginación. Por ejemplo, directores de festivales de cine como Hubert Vals, que dirigía el Festival de Róterdam y secundaba que el cine que hablaba con una voz individual, sin forzar ningún tipo de determinación ideológica en la voz de la programación del festival, empezó a lamentarse de que ya apenas había un tipo de cine así en el mundo. Bals solía ver quinientos filmes cada año y hacía una selección para su festival, y el último año se vio mil filmes; dijo que le gustaron tres o cuatro. Esto naturalmente planteó un gran problema a la hora de organizar el festival, y cuando fui allí en enero de este año, lo encontré extremadamente apologético acerca del tipo del tipo de selección que estaba ofreciendo. Yo pienso que esta situación ha llegado a tal punto debido a una estandarización, una internacionalización del mercado junto con cadenas de distribución centralizadas como la televisión. Hay todavía una tremenda confusión, incluso entre nosotros, acerca de estos modos centralizados de distribución, y pienso que deberíamos lidiar con este problema de inmediato.
          Mucha gente cree, por ejemplo, que la televisión es un tipo de forma artística (incluso Godard dice algo a este efecto), lo cual no creo. La televisión es un medio de difusión, no es un medio para un discurso de cualquier tipo. Esta confusión inicial se agrava aún más por ciertas cosas a las que la televisión ha conducido, que son una “lectura” rápida de las imágenes, una que realmente conduce a la gente a creer que se ha convertido en más sofisticada visualmente. Creo que no ha sido así, creo que en vez de mirar a imágenes visuales, hemos empezado a “leerlas”, como señales cuya interpretación solo podrá realizarse en una cierta dirección, ciertas respuestas predeterminadas a los estímulos visuales. Así que una pintura de, por ejemplo, una madre e hijo, ha dejado de producir algo más que una imagen transparente, aunque sabemos que en la historia del arte, esto es meramente una substancia temática, que puede no tener nada que ver con el universo que la particular obra de arte atraviesa.
          Dicho hábito a menudo ha conducido a la abdicación del esfuerzo mismo de estructurar una imagen, de establecer enlaces entre acontecimientos diferentes, ya sean acontecimientos musicales o acontecimientos visuales o acontecimientos narrativos. Ha habido entonces una reacción a esto, en movimientos que han tomado bastante deliberadamente pasos retrógrados, oponiendo tal internacionalismo con un nacionalismo determinado geográficamente, articulado a través de la región, ya sean estas articulaciones visuales, filosóficas, narrativas o musicales. Si uno comienza con lo que sea que se “conozca” como una entidad geográfica, digamos India o Gran Bretaña, que empieza con el concepto de una nación-estado, llegas inmediatamente a identidades regionales que se contraponen con identidades nacionales, y, en lugares como el nuestro, identidades de casta, etc. Incluso las reacciones modernistas han arrojado una especie de lumpenismo retrógrado, como los punks en Inglaterra, que están reaccionando contra una estandarización de la estética y el comportamiento para proponer un grupo que desafíe lo dominante en un terreno prácticamente inexistente excepto el de ser escandalosos. En China tuvimos una Revolución Cultural que ahora ha sido vista como una manera altamente infantil de reaccionar en contra de las tradiciones que se desarrollaron a partir de grandes luchas y una gran cantidad de práctica a lo largo de cientos de años. Estos síntomas fueron, por supuesto, también una parte de cada cambio revolucionario o semirrevolucionario, pero solo ahora han empezado a obtener una base tan fuerte. Desde el Imperio Bizantino no habíamos tenido una centralización tan masiva y monolítica y una estandarización de la expresión como hoy en día.
          El problema es extremadamente real, no importa el modo de discurso que adoptes. Trabajando en el cine por ejemplo, tengo que trabajar con lentes; como Bazin señala, la lente es conocida en francés como objectif ─la lente se supone que te da una visión de la realidad objetiva, y la tecnología de la lente se ha desarrollado, lo sabemos, directamente de los esfuerzos de los pintores renacentistas. Así que ahora nosotros, como practicantes del cine, tenemos que idear subterfugios continuamente para trabajar contra la lente y de alguna manera restaurar las relaciones con la naturaleza que son a la vez más contemporáneas que aquellas propuestas por la lente misma y, al mismo tiempo, están relacionadas con la tradición dentro de la cual eliges operar. Lo que normalmente ocurre es que uno tiene que recurrir solo a las superficies decorativas de la tradición. Como resultado, en el cine en cualquier caso, lo que viene a conocerse como cine “senegalés” o incluso en el cine “africano” no es lo que se esconde detrás de la formulación de una imagen visual o una imagen sonora, sino lo que es presentado, como el vestuario que alguien lleva. Y no solo restaura la transparencia peligrosa de la imagen a la que nos hemos referido antes, también restaura la idea de una cultura del Tercer Mundo, una cultura “subdesarrollada” a la que se supone que un día tendrá que transformarse en cultura del Primer Mundo. Como las brujas de las épocas medievales, nosotros, los artistas, respondemos aceptando estas nociones inconscientemente, y a su vez comenzamos a enfatizar elementos como la etnicidad a través del vestuario y de patrones de conducta obvios. El problema de la autodeterminación solo se aleja aún más debido a tales presiones. Y me parece que toda la historia del internacionalismo en nuestros tiempos ha reforzado precisamente este tipo de respuesta de grupos a los que de hecho les gustaría trabajar hacia la autodeterminación, pero que terminan siguiendo una imagen de sí mismos, una que te es impuesta por una forma de patronazgo con la que empiezas reaccionando a la contra pero que terminas aceptando a través de saltos mortales despiadados.
          Creo que muchos movimientos comunistas en el Tercer Mundo han empezado a caer en esta trampa. El más reciente siendo la Revolución Cultural, pero incluso antes de eso, los amigos que hemos tenido, los profesores que hemos tenido, nos han enseñado que los problemas a los que se enfrentaron entonces no eran muy diferentes de los que encaramos ahora, aunque la línea táctica fuera quizá diferente en su respuesta. En la historia del cine indio, algunos de nuestros poetas y músicos y cineastas con más talento han tenido que hacer trabajo populista relacionándose con la cultura folclórica con un error inicial que no diferenciaba entre arte folclórico y arte urbano popular, los mecanismos vastamente diferentes que conforman a los dos, y las identidades que emergen de esas relaciones de producción. Esto no se examinó en absoluto. Y es una cosa curiosa notar que el tipo de impulso generado por una política bien definida de enviar a estos poetas y músicos a trabajar con “la gente” se ha convertido ahora en la política de una cultura claramente sostenida por el imperialismo. Uno solo tiene que ver cómo Occidente rechaza, la mayor parte del tiempo, cualquier cosa que pretenda ser contemporánea mientras lame todo lo que huele a etnicidad para entender la verdad de esta política. Esta situación confronta a uno todo el tiempo. No sé si un estudio es factible, pero uno debería examinar cómo las instituciones sostenidas por las agencias imperialistas, o con frecuencia simplemente el estado que sostiene a las agencias imperialistas, realmente intervienen en la cultura. Estoy seguro que esta tesis será apoyada.
          Pero los problemas para el artista practicante permanecerán no solo a nivel social, sino también, y substancialmente, en la práctica interna de cualquier forma con que él/ella elija trabajar. Esto es en parte debido a las tecnologías disponibles. He mencionado las lentes cinematográficas, pero incluso los pintores tienen que trabajar dentro de pigmentos manufacturados industrialmente que se prestan a ciertos tipos de colorido y a ciertas relaciones materiales con el trabajo que proponen. En un filme, tenemos este preciso problema en las emulsiones que usamos para hacer películas. La emulsión más versátil que tenemos es la hecha por Eastmancolour Kodak, y trabaja fundamentalmente con el principio de saturación. Me gustaría elaborar muchos de los problemas culturales y políticos a los que me he referido antes mostrando cómo se manifestarían en la práctica actual de la elaboración de filmes, expandiéndome en este principio de saturación.
          El principio de saturación ha sido un principio universal muy generativo, porque realmente ha sido abstraído de la práctica del arte, pero de hecho ni siquiera se aplica a la luz que uno encuentra en el norte de Europa. Incluso para capturar la luz del norte de Europa, no digamos ya el tipo de luz que encontramos en la India, uno tiene que trabajar contra el principio de saturación. Porque a diferencia del stock de Agfa, que no funciona con este sesgo, Eastmancolour afirma que la saturación es el primer principio de la composición del color, y en consecuencia, incluso los colores que no están saturados en realidad se vuelven sobresaturados en el filme. Una vez discutí este problema con los técnicos de Technicolour, Londres, y les pregunté si no había mucha diferencia en las emulsiones presentadas por las diferentes factorías Kodak. Dijeron que se imaginaban que la luz en Rochester se aproximaría quizá lo máximo posible a la luz en la India. Tal colonialismo cultural, que en este caso se remonta al Renacimiento, afecta incluso a los americanos, porque sus filmes, que están en stock de Rochester, difícilmente han superado el principio de saturación como un medio para definir la composición de color en su trabajo.
          El problema es tan difícil que cada vez que uno trabaja tiene que desarrollar estrategias nuevas de afrontarlo y lo más probable es que estas intervenciones no sean aceptadas como intervenciones de calidad. El único filme americano en el mainstream que hizo el esfuerzo, no hacia la desaturación sino hacia un viraje del principio, fue Rosemary’s Baby de Polanski. Siempre que este filme se discutía en Europa, la gente seguía describiéndolo como un experimento fallido, aunque uno fantástico. En Europa está por supuesto el trabajo de Antonioni, que no trabajó con el principio de saturación, reemplazándolo con colores más nítidos y luminosos, que podrían ser internalizados en vez de ser vistos solo como sensaciones. Los europeos se han sensibilizado a estos colores debido a la electricidad, creo, y es también importante que las obras más importantes de Antonioni tuvieron lugar en un tiempo donde la cultura hippie estaba en su esplendor.
          Permítanme profundizar en el principio de saturación un poco más explícitamente. Es más o menos el mismo principio que en pintura. Por ejemplo, cuando trabajo con el color, tengo dos puntos de referencia: las escalas que están realmente disponibles, y la experiencia de la luz de un lugar particular, que por supuesto no está disponible en una forma científica o codificada. He nombrado el principio de la composición de color como luminosidad para mi propio uso, pero puede que esto no sea así; puede ser solo una hipótesis que yo tengo. Ahora bien, las escalas, que por supuesto están muy elaboradas, están disponibles en gráficos. Kodak nos da un gráfico que nos muestra, digamos, el azul en todas sus variantes: la variante tonal, variantes de blanco y negro, todas ellas conducen a un determinado centro, uno azul que es descrito como el azul más puro, o, de la misma manera, el amarillo más puro o el rojo más puro. El libro acerca del color de Johannes Itten también nos proporciona estos gráficos. Uno usa los gráficos solo para pensar en estos como escalas, y son útiles para plantear el tipo de problemas correctos al camarógrafo. El camarógrafo trabaja siempre con estos gráficos, que por supuesto han evolucionado ellos mismos a través de centurias de práctica.  Una vez que tenga esta base, podría decirle a mi camarógrafo K.K. Mahajan, cuando hicimos Maya Darpan, que quería desaturar, que quería eliminar los azules, y fortalecer el calor de la piel humana. Mientras viro, entonces puedo comenzar a trabajar con las gradaciones de la luz que tenemos aquí. Uno puede violar algunas de las convenciones de exposición, y luego incluso seleccionar el material que se ha convertido tradicionalmente operativo en el cine.
          Naturalmente, tales intervenciones por parte del camarógrafo y el director comienzan a producir posibilidades que pocos reconocerían como innovadoras en absoluto. No hay ningún sistema de referencias evolucionado para ver si tal trabajo es innovador o no.
          Los pintores tendrían, similarmente, problemas surgiendo de la perspectiva científica propuesta por las lentes y por todo el gran arte hecho en Occidente desde el Renacimiento. Estos problemas, creo que está claro, no son solo los de la tecnología; residen tanto en la cualidad de la reacción sensual al mundo como en la manera en la que uno se abstrae de esa reacción sensual. El problema de la perspectiva científica es incluso más difícil de contrarrestar. En un nivel puramente formal, no es tan difícil si sabes que no puedes, digamos, imitar la miniatura de Mughal a través de la lente, sino que puedes reorganizar el formato de trabajo que te es dado dentro de la sección áurea de tal manera como para introducir relaciones proporcionadas, de volumen, de distancia, de foco, de color, que recordarán la experiencia de ver la pintura en miniatura o un fresco. Y que puedes usar el movimiento de cámara, y la relación entre la cámara y el actor/objeto, de tal manera como para destruir todo lo que conlleva la idea de la perspectiva científica (y es mucho lo que conlleva). Incluso los filósofos más conservadores de la historia de Occidente incluyen la contribución de los pintores renacentistas no solo en el área de la geometría, que es un área relativamente técnica, sino también en la formación misma de maneras de mirar el mundo. Todas estas preguntas a las que nos enfrentamos realmente se aproximan a maneras de mirar el mundo, e inevitablemente se interrelacionan con todas las otras áreas con las que tratamos en la práctica cultural, como la narrativa o la interpretación, y todo lo que la narrativa o la interpretación nos tienen que “decir”, todos los sistemas de significado que llevan aparejados.
          La gente considera normalmente poco verosímil cuando uno señala que el uso del color en una cierta manera, o de la profundidad de campo en una cierta manera, también afectan a las formas de actuar en un filme. Esta se convierte en el área más inaceptable de la filmación, posiblemente porque los acercamientos al discurso y a la actuación son considerados por muchos elementales, y han sufrido debido a esta cualidad elemental. La perspectiva científica, luego será evidente, trae con ella una cierta moralidad asimismo; ya que si piensas que el mundo es conocible de una manera fijada, aunque quizá hayas reemplazado un anterior modo de identificación religiosa, realmente estás replicando otro tipo de fijismo religioso. Vemos, alrededor nuestro, formas de ciencia que están todavía profundamente codificadas en la religión, en la idea de un Dios como una ley objetiva. Me parece que incluso en este mundo poscubista y post-Cézanne, cuando las perspectivas centrales y fijadas han sido reemplazadas por perspectivas cambiando en el tiempo, todavía sufrimos de la proposición de una ley, una que predetermina la realidad, simplemente sugiriendo que la realidad es conocible en una manera fija, determinada. Cuando uno discute el trabajo de Heisenberg con científicos, o las dos maneras diferentes en las que hemos aceptado cómo la luz viaja, la onda y la cuántica, uno inevitablemente les encuentra insistiendo que estas no incluyen el tipo de relaciones sujeto-objeto que los artistas, en Occidente al menos, han estado intentando proponer. La ciencia afirma un sistema de causalidad que conocemos a través de la práctica del arte como insuficiente para entender la intención artística.
          En el cine, curiosamente, muchos de los grandes cineastas que han tenido éxito a la hora de superar semejante determinismo científico han poseído una predisposición metafísica. Estos cineastas han sido tan exitosos que incluso han atraído hacia su forma a gente que de otro modo pertenecerían a una ideología antimetafísica. Me refiero por supuesto a Robert Bresson. En la mente de Bresson la moralidad que la perspectiva científica ha propuesto es un hecho, y Bresson triunfa al retener esa moralidad tanto en la manera en la que hace a sus actores interpretar y en la elección de las lentes de 50 mm (una que ha estado incorrectamente etiquetada como la lente Normal a causa de la creencia de que es la que más se aproxima al ojo; de hecho es una descendiente tecnológica directa de la convención usada en la pintura renacentista). Pero es en el movimiento fluido de una acción que inevitablemente se mueve más allá de lo estático hacia otra área, no solo de interpretación sino de significado en sí mismo ─ya que este significado incide en lo dado, la pregunta moral estática, para proponer las crisis y los traumas de nuestra época─, el que le lleva más allá de los fijismos de la ley objetiva que la tecnología trae consigo. El otro ejemplo obvio es el de Roberto Rossellini. Los dos han tenido discípulos y estudiantes de incluso grupos políticos radicales que se opondrían a cualquier cosa que sugiriera remotamente ideologías metafísicas o cualquier otro sesgo de derechas.
          Si uno comienza entonces por aceptar que cuando hay un cambio en el sistema formal, también hay inevitablemente un cambio en el sistema ético ─introduzco ahora lo ético, porque creo que a pesar de la preferencia de la mayoría de sociedades basadas en el cristianismo a reiterar la moral, de lo que están hablando y de lo que estamos hablando es de hecho lo ético─, luego se deduce que el cambio operará desde la narrativa; desde la pregunta de cómo comienzas a estructurar una secuencia de acontecimientos. Ahora en el cine e, imagino, también en el teatro, tal secuencia de acontecimientos, o lo que es convencionalmente llamado el “plot”, es gobernado de manera bastante desvergonzada por la causalidad mecánica. Me refiero a aquellas convenciones de la física que han sido arrojadas al principio de este siglo, de la acción determinando su propia reacción, etcétera, y por supuesto incluyo en esto a varias convenciones que han permanecido desde una era premecánica, como por ejemplo la falacia patética, que es usada repetidamente en el cine, normalmente en imitación cruda de las convenciones literarias. En Occidente, ha habido varios levantamientos artísticos importantes para fragmentar el lenguaje hasta un punto donde sería liberado de tales convenciones, como la Nouveau Roman en Francia, que intentó eliminar las metáforas de lenguaje que todavía contenían restos de la falacia patética, u otros esfuerzos modernistas para rearticular una forma ética. A pesar de estos esfuerzos, el arte todavía tiene que moverse más allá de estructuras impuestas por la causalidad mecánica, y no pienso que vaya a triunfar mientras las leyes de la física tengan el privilegio hasta el punto que lo poseen en nuestras sociedades. En las ciencias biológicas, parece, están empezando a surgir preguntas que ya han sido confrontadas por los artistas: preguntas de individuación, por ejemplo. ¿Cómo las células que son superficialmente similares unas a otras, e incluso funcionan de manera idéntica, crecen en un hígado o un bazo o un ojo o un dedo del pie?
          Con todo, a pesar de los problemas evidentes, el último par de décadas ha visto esfuerzos otra vez para estudiar la narrativa meramente a través de aplicaciones de sistemas binarios, una suerte de estructura computerizada de los elementos constituyentes de la narrativa, P-1, P-2, P-3 o lo que sea, cuya cualidad principal parece ser la de separar la narrativa de los problemas éticos a los que está atada. Tal estructuralismo me parece a mí está completamente en la pista equivocada, irrelevante tanto para la construcción de la narrativa como para responder a la narrativa. Creo que algunos de los estudios han mostrado por sí solos sus limitaciones, estudios que hablan sobre la degeneración de los mitos, i.e. mitos que se mueven desde oposiciones claras y articulaciones altamente estéticas, poseyendo formas que son fácilmente legibles y fácilmente ritualizadas, a formas que son aparentemente degeneradas pero que encuentran respuestas éticas dentro de sociedades particulares en etapas particulares de su historia. Pero si veo estas respuestas, no llamaría a los mitos degenerados en absoluto, sino formas que han emergido a través de la práctica y que retienen su foco tradicional de referencia, y completamente valiosas para articular una estructura narrativa.
          Creo que en áreas como estas mucho trabajo podría hacerse por aquellos que se encuentran fuera de las disciplinas dominantes normalmente aplicadas. Tal trabajo llevaría a investigaciones en la misma práctica del arte, para empezar, como también en la teoría de la práctica artística que tendría entonces que reformular la naturaleza de la naturaleza humana ─ya que automáticamente los artistas tendrían que tratar con problemas como la caracterización y la naturaleza de lo que ese personaje significa, de la palabra, la naturaleza de la naturaleza en sí misma─ y el privilegio del personaje o el “plot”, dependiendo de la urgencia de la necesidad para formular una interacción con el mundo entero, en vez de una limitada a un área geográfica particular. Todo esto llevará necesariamente a una resecuenciación i.e. a un entendimiento del elemento del tiempo diferente de lo que hemos estado haciendo generalmente.
          Cuando hablamos de tiempo, y especialmente de secuencia, necesariamente llegamos a la instancia de la música. Normalmente, cuando uno habla con europeos acerca de música, sugieren una historia unificada ─suelen creer que antes de que la música moderna se construyese, había polifonía; antes de la polifonía estaban los cantos; se retrotraerían a la melodía absoluta. Ahora nosotros en la India trabajamos por completo con sistemas melódicos, tanto en el norte como en el sur. Pero tendemos a hacer demasiado de meramente los elementos formales de esta práctica; por ejemplo, sabemos que no tenemos la estructura de una escala temperada con, por ejemplo, nociones de shruti reducibles a 22, 24 o 25 divisiones. Ahora [Pandit Sharadchandra] ha propuesto con bastante acierto que poseemos una escala continua, lo cual significa un número infinito de shrutis. Muy pocos músicos practicantes aceptarán este hecho, aunque lo revelen en su práctica. Creo que aquellos que han intentado proponer una metodología de la música india también han sufrido una ansiedad al proponer algo que iguale la sofisticación metodológica de la teoría musical occidental. Pero el hecho de que en el momento no tengamos acceso, digamos, a un sistema matemático para entender la música india no significa que tal sistema no exista; simplemente no tenemos acceso a él ahora mismo. Creo que hay bastante más acerca de la cuestión de la improvisación y la individuación que esta permite ─una cualidad de la música india que ha atraído a muchos músicos occidentales hacia ella─ de lo que cualquier teoría musical sugeriría. Hay más que eso porque cualquier experiencia al tocar o escuchar música india propone más que una simple manera de mirar a las cosas; cualquiera que haya tenido el placer de ir a una presentación de una bandish o raga verá que de hecho ensancha las maneras de aproximarse a la realidad en sí misma. Nos devuelve a la cuestión ética, así como a la cuestión anteriormente alzada de la perspectiva científica. Por el momento no tenemos maneras de articular esto, ya que buscamos congelar la tradición en varias formalizaciones, como hizo Bhatkhande, o llegamos a varias mistificaciones de puro sinsentido acerca de la práctica. El problema es en verdad que la práctica es en sí misma tan aparentemente contenida en su completitud que incluso da la impresión que no hay necesidad de renovar la tradición, y claramente la hay. Nuestros sistemas sugieren evidentes vínculos con la música uzbeka, con la música árabe, que nuestra historia también corrobora. Y es ridículo para nosotros limitar geográficamente nuestra tradición de la práctica musical, como también lo es imponer sistemas técnico-formales que no se relacionen con las cuestiones alzadas por la práctica en sí misma. Cuestiones que conducen a las relaciones de uno con la naturaleza, con la historia y con la ética.
          En nuestra música este tipo de investigación es particularmente vital, porque nuestra música ha sobrevivido la arremetida de muchas estrategias imperialistas diferentes; incluso aquellas que, aparentemente apoyando la música, no permiten la asimilación de otros tipos de música con los que de otro modo encontraríamos conexiones valiosas, ya provengan de Corea o Japón o del jazz afroamericano. Dicha asimilación es vital. Debemos asimilar todos aquellos sistemas con los que nos topemos o admitir la derrota. Y el mayor problema que debemos encarar es uno que se repite una y otra vez, de cómo podemos satisfacer nuestra necesidad de una identidad homogénea. Mientras muchas de nuestras literaturas y nuestras formas musicales y nuestras pinturas han emergido de la abstracción de una particular realidad sensual, y mientras que la realidad ha cambiado y ha conducido a nuevas formas de abstracción, este problema, esta necesidad, se repite: la necesidad de una identidad, una necesidad que está en cada uno de nosotros. Esta necesidad, una y otra vez, nos lleva de vuelta a formas tribales, a regresiones que amenazan la supervivencia de la identidad misma. Porque no nos dotan para encarar los desafíos que el mundo a nuestro alrededor nos plantea hoy en día.

Char Adhyay Kumar Shahani 1997
“Te han entregado su dolor, Somnath Hore, para que muevas tus manos y dejes trazos eternos de las heridas”. Char Adhyay (1997): el blanco-sobre-blanco citando directamente la serie de obras sobre papel “Wounds”, de Hore.
Khayal Gatha Kumar Shahani 1989
“Puedes reorganizar el formato de trabajo que te es dado dentro de la sección áurea de tal manera como para introducir relaciones proporcionadas, de volumen, de distancia, de foco, de color, que recordarán la experiencia de ver la pintura en miniatura o un fresco”. Khayal Gatha (1989): participando en convenciones de pintura en miniatura.

DEBATE

Gulammohammed Sheikh (GMS): Unas cuantas ideas al azar que me vienen a la mente, en respuesta a lo que Kumar ha dicho. Una cosa que me llama la atención inmediatamente es la proporción que estableces entre el arte del Renacimiento y el cine. Ya que esto concierne a la pintura, tiene por supuesto interés directo para mí; las superposiciones entre el cine y la pintura en el uso del color, por ejemplo. El asunto recurrente es que, dentro de la filosofía del Renacimiento, el mundo es retinal, ha sido apropiado por la retina. Y la lente de la cámara sostiene la retina; es de hecho la preocupación central detrás de la invención de la lente. Necesariamente, por lo tanto, cualquier artista usando el medio del cine tiene que oponer esta apropiación, por lo tanto yendo contra las propiedades del propio medio. Había este plano en Offret de Tarkovsky en el que Alexander se aproxima al espejo y solo ves una sombra, para darte cuenta, eventualmente, que se ha acercado a un espejo que está siendo filmado por la lente. Y al final llega una especie de marca que es como tocar la lente, una marca que desaparece gradualmente. Ves un esfuerzo aquí para ir casi más allá de la lente, por así decirlo.
          Lo que siento fuertemente acerca de la superposición entre la pintura y el cine es que mucho arte, en estas dos formas, ha adoptado posturas opuestas al naturalismo, o lo que podrías llamar perspectiva científica; ha revelado alternativas, cuestionado el sistema. Pero también se me ocurre que, a pesar de todo esto, tanto el cine como la pintura están finalmente circunscritos por esta limitación porque todavía define al medio; en el cine es la base de la tecnología. Utilizamos la retina para lidiar con la realidad, y luego meramente la reducción o elevación de ciertas tonalidades de color…

Kumar Shahani (KS): …no servirá de mucho. Muy cierto, razón por la cual uno tiene que enfatizar que las decisiones como las tonalidades de color implican decisiones en otras áreas, de composición en general. De hecho, muchos de nosotros en el cine estamos trabajando contra el privilegio del encuadre, en el conocimiento de que el encuadre solo refuerza las transformaciones retinales y nada más. Ahora tenemos que trabajar con la secuencia de estimulaciones retinales de tal manera como para anularlas y crear un diferente tipo de internalización que ya no sea dependiente de la retina. Y de ahí, todas estas proposiciones de narrativa y de secuenciación, y el uso de formas musicales y de maneras en las que haces que una persona actúe en frente de la cámara.

GMS: Entonces, tengo dos preguntas. Si tomas la retina, dos ojos que trabajan juntos y sugieren una convergencia estereoscópica, también podrías tener un mecanismo que traza el trabajo libremente, y así, en consecuencia, un tipo de trabajo que permite la libertad a aquellos que ven. Primero, ¿ha habido algún tipo de trabajo hecho que lidie con las funciones técnicas y mecánicas de la retina? Y segundo, ¿podría haber un sistema que realmente funcione fuera del sistema retinal, encontrando nuevos mecanismos para su funcionamiento? Por ejemplo, si la visión del mundo del Renacimiento alcanzó su pináculo en la invención de la cámara fotográfica y la lente, si podríamos haber inventado un dispositivo similar a una cámara para registrar la realidad con pináculos similares en la historia de nuestro arte. Cuando planteo la segunda pregunta, también estoy insinuando que el arte indio funcionó fuera del ámbito del sistema retinal y proveyó medios alternativos para la aprehensión del mundo.

KS: Con respecto a la primera pregunta, ciertamente ha habido intentos de actuar contra la convergencia, la convergencia con la que la perspectiva científica opera. Evidentemente todos los artistas, incluyendo artistas occidentales, han trabajado contra la convergencia ─el montaje fue un primer gran esfuerzo en esta dirección, en el trabajo de Eisenstein en particular. Vemos esto en sistemas que han sido opuestos por teóricos tardíos, que usarían la acción fluida y la cámara fluida para realmente usar la fluidez para negar la convergencia.
          Acerca de la segunda pregunta, me parece que la historia de nuestro arte y por lo tanto la historia de nuestra cultura tendrían que ser algo diferentes para producir incluso la idea de una lente. Tendría que tener una idea del modo de representación que no se aplique solo a la pintura sino a todos las ideas que convergieron en la pintura tan extraordinariamente en ese momento en Italia. Por supuesto, si nuestra historia hubiera tomado un rumbo diferente, desde la era budista en la que uno encuentra una práctica artística que se regocija en lo natural mismo ─si esto hubiera sido tomado por la historia que le siguió, no solo en artefactos obvios o maneras obvias de tratar con la escultura y la pintura, etcétera, sino en sistemas éticos reales, si la necesidad para tal objetividad hubiese sido articulada, quizá nosotros también hubiéramos desarrollado algo tan representativo como una lente. Todo esto por supuesto es enteramente hipotético, pues dada nuestra historia tal como es, no pienso que pudiéramos haber inventado nada como una lente.

Arun Khopar (AKh): Quizá esto es demostrado en los observatorios indios, que están localizados por un sistema completamente diferente que el de los observatorios occidentales vis a vis el universo en un punto en particular. Incluso la arquitectura ─los rayos de sol golpeando en un punto en particular─ construye el templo completo en vez de lo que haría un punto de observación, per se. La localización del observatorio indio es en sí misma crucial, no solo por la visibilidad sino por explicar el rango cósmico, como ves en Jantar Mantar.

Anuradha Kapur (AK): En el teatro el uso de la cortina parecería ser un intento real de enfocar pero de hecho este dispositivo conduce a todo lo contrario. A veces una mano emerge y/o la parte superior de la cabeza, pero mucho de lo que ocurre detrás de la cortina no es visible. Siempre está haciendo un desalineamiento entre lo que puedes ver y lo que se espera que veas como un espectador, y lo que por intervención de un dispositivo teatral puede que no veas. En otras palabras, colocas la representación, los objetos de esa representación y el conocimiento de esa representación de tal manera que siempre pone en duda tu habilidad para converger, o incluso la asunción de que puedes ver.

KS: Es bastante cierto, también encuentro esto en la mise en scène de la mayoría de nuestras formas tradicionales, que no permiten una convergencia sino que, por el otro lado, trabajando desde un centro, o a veces tres o cuatro centros, van hacia el exterior. Casi cualquier forma tradicional que tenemos usa estos dispositivos, y esto hace difícil para nosotros representar, por ejemplo, una obra teatral occidental “bien hecha” donde la proposición en sí misma es geométrica.

AK: Incluso vemos esto en el uso de la mirada en el teatro indio clásico, así que cuando un personaje dice, “Aquí viene Bhima” y mira hacia un lado, la entrada real podría ser desde otra parte. Así que no hay convergencia.

Madan Gopal Singh (MGS): No estoy de acuerdo con eso. Eso es meramente una convergencia desplazada, ahora estás posicionando a la convergencia como una ausencia. La problemática ciertamente permanece incluso aunque esté posicionada en otra parte. Creo que el problema es (me vuelvo a referir a Kumar), has mencionado el uso de Bazin del término objectif para la lente. Este término es semióticamente interesante porque, aunque sugiere una relación con el objeto, también sugiere un objetivo. Es como una cierta consciencia hacia la objetividad, como arrebatarle la lente a la naturaleza, que es de hecho como la lente es vista y usada. Hay un problema en ver naturalmente ─no puedes ver a través de una lente ligeramente. Y luego el problema de naturalizar un modo entero de convergencia, o de trazar el punto en el que la saturación del color tomó el giro ideológico que describías─ nada de esto es satisfecho por la idea de la convergencia desplazada─, porque la convergencia permanece, en todos los puntos, un referente activo.

KS: Eso es cierto, pero lo que Anuradha estaba sugiriendo es la posibilidad a través de tales formas de llegar también a una divergencia ─de la relación de la cortina con las partes del cuerpo, entre el personaje, la mirada y la audiencia. Incluso está persona que es tan central, que está, digamos, en este punto. y sobre la cual hemos convergido en este momento en el tiempo, puede estar configurada de tal modo como para alejarnos de esta convergencia. Ya que su convergencia también está individuada a través de la parafernalia alrededor suyo, algo que es un gran problema del teatro occidental ─ porque la individuación del personaje es tan completa que de hecho incluso reemplaza el acto de ver. Si solo estás habituado al sistema naturalista occidental, solo verás si Bhima está llegando, oirás a Draupadi diciendo que Bhima está a la vuelta de la esquina, verás a Bhima entrar con su brinco característico. Pero también deberías ver a Draupadi con todos esos gestos suaves…

AK: Haciéndose así invisible con esos gestos…

KS: Sí, pero finalmente la ves, ves a Bhima, te ves a ti mismo, cada uno actuando desde un centro. Esto es ya una enorme diferencia, incluso en determinar el objetivo. Si vemos tal sistema subvirtiendo las temáticas de objetividad y convergencia, lo que estamos viendo es también un sistema que subvierte las instituciones religiosas que proponen un conjunto singular de leyes para gobernar nuestras respuestas y comportamiento. Subvierte todo eso. Lo que ocurre es que, aunque percibas que cada yo diferente está posiblemente conectado, tienes que formar el vínculo. Y lo que quizá todavía tengamos que hacer es hallar cómo tiene lugar este vínculo, un vínculo no-convergente.

Geeta Kapur (GK): Creo que Madan estaba intentando señalar algo ligeramente diferente. Estaba sugiriendo que en vez de colocar la teoría de la perspectiva científica renacentista de manera tan de lleno en la pasión por el objetivo, y desde allí en la pasión de la religión, como has hecho, Kumar, otro sistema podría ser posible. Por ejemplo, manteniendo el referente activo dentro del esquema ─en una secuencia dada o en la totalidad de la narrativa─, un referente activo retransmitido a otro, podría conducir a una cima metafísica, el objetivo de la narración, que así sería diferente de las convergencias objetivas en el espacio sugeridas por la perspectiva renacentista. Creo que él estaba sugiriendo que las convergencias narrativas podrían por lo tanto ser de diferentes tipos y que no era necesario, quizá ni incluso posible, tomar una posición contra la noción misma de convergencia.

MGS: Lo que estaba sugiriendo puede quizá ser mejor iluminado por Arun, si explicara su analogía del observatorio.

AKh: Hay diferentes tipos de telescopios, por supuesto: por ejemplo, el radiotelescopio o el telescopio óptico, cada uno de los cuales tiene sus propios requisitos. El radiotelescopio tendría que ser instalado en un espacio donde haya las menores perturbaciones posibles a la onda de radio, así como para un telescopio óptico podrías necesitar una montaña y visibilidad clara, etcétera.
          Para el observatorio indio, sin embargo, ciertos acontecimientos son importantes ─que se repiten en el tiempo. Obviamente, qué acontecimientos son importantes y cuáles no es algo que ya introduce lo que Kumar menciona como la base ética para entender el cosmos. Ahora bien, incluso en la recurrencia, el científico occidental está más interesado en recurrencias periódicas en el pasado, por ejemplo, de cometas que son vistos solo una vez cada muchos años. Pero para el observador indio o chino, es la no-ocurrencia, la rotura en la periodicidad, lo que es mucho más significativo, y esto es un medio para predecir lo que vas a ver. Para el indio o chino, entonces, un acontecimiento que pueda ser observado por primera vez es menos probable que sea una sorpresa que para el observador occidental. Y lo interesante es que las predicciones chinas e indias y los cálculos astronómicos han sido a menudo mucho más exactos, a pesar de que Occidente tenga equipos más sofisticados para la observación.

Sudipta Kaviraj (SK): Básicamente tengo un problema, Kumar, que se me repitió en varias de las observaciones que has hecho. Hay algo con lo que no estaba de acuerdo, pero estaba intentando abrirme paso alrededor suyo hacia algo más que concernía a tu presentación. Para ser breve, sentí que tu presentación tenía que ser recibida con un cierto grado de ironía. Señalas una cierta manera de ver el mundo que está determinada no solo en términos de ciencia, también específicamente en términos de instrumentación, que trazas hasta el Renacimiento. Al mismo tiempo, sin embargo, también reclamabas el derecho del arte a desempeñar un papel secundario en la ciencia, en la manera en que el arte juega sobre variaciones de lo real.
          ¿Pero dirías, como continuación, que la visión con la que estás jugando también debe ser vista en términos irónicos, en el sentido en que tú la requerirías como una historia, una suerte de telón de fondo, para retener la vitalidad y originalidad de lo que creas? Y si esto es así, si estoy en lo correcto al sugerir que esto es así, ¿qué hay entonces de las formas que has estado discutiendo, el teatro y demás, que no funcionan en los mismos términos de ironía? ¿Tendrías acceso a ellas de una manera no-irónica?

KS: Bien, creo que lo irónico ─como has elegido nombrarlo─ ciertamente tiene que jugar un rol, porque hay una historia específica de los instrumentos que usamos, y esto no puede ser evitado. Pero la pregunta más interesante es la otra, de cómo nos relacionamos entonces con las formas que nos son presentadas aparentemente sin el peso de la tradición ajena.

SK: ¿Sería posible para nosotros percibir estas formas de una manera no-irónica?

KS: Creo que lo es, y el intento ciertamente sería conseguirlo. Pero luego, para empezar, uno tendría que aceptar la realidad de lo que nombras irónico, y el mayor problema está justo ahí ─en la presión que todos los artistas encaran para creer que las formas indígenas, por virtud de su mera etnicidad, son, o deberían ser, automáticamente accesibles para nosotros. Y que, de hecho, la medida de la identidad de un artista es el grado por el que ella o él es capaz de apropiarse de un estilo de indigenismo cultural. Esta es por supuesto una posición apoyada por el imperialismo, y es mera basura en términos intelectuales.
          Lo primero que uno debe hacer es reconocer la realidad de sus propias limitaciones, ya sean las lentes o el material que estoy usando, y decir que esto es lo que ha pasado para construir mi trabajo.

MGS: Este argumento acerca de lo irónico lo encuentro fascinante. Porque lo irónico es algo que no existe por sí solo. Existe como una idea de algo. Y en este sentido me parece que si queremos hacer avanzar lo que Sudipta nombraría como una relación no-irónica con la tradición, entonces tendríamos que desarrollar algo conceptualmente tan poderoso como el realismo lo ha sido en Occidente. Y por esto no me refiero a un vástago del realismo. Todavía no estoy seguro acerca del realismo en sí mismo como un modo de práctica y lo que podría significar para otros hoy, pero si tuviéramos que plantear una alternativa no-irónica, tendría que ser algo tan conceptualmente rellenado como las tradiciones occidentales de representación. Esto es de hecho un problema central de nuestro cine, ¿cómo uno atraviesa la historia cuando la propia existencia de la misma, en un nivel u otro, permanece una ironía? La tensión es de hecho entre un estado no-irónico del ser y una historia irónica.

GK: Una de las razones por que las que me siento ligeramente infeliz acerca del uso del término “peso” de la tradición occidental, de la historia e ideología occidentales, es porque en este punto histórico ─y podríamos remontar varias décadas─, el problema es verse a uno mismo o su condición en una suerte de juego irónico con “Occidente”, en primera instancia, y luego explorar tradiciones alternativas con el grado de autonomía que uno realmente atribuye conceptualmente a la tradición occidental, en vez de ver a una desplazar a la otra.

KS: Sí, una no puede desplazar a la otra, y de hecho tenemos que aceptar Occidente ─el comienzo está en aceptar la tradición occidental─, que es en sí mismo una especie de mitología de la cual sabemos algo llegados a este punto. Incluso este argumento acerca de la saturación del color que desarrollé antes ─alguna forma de eso debe haberse desarrollado con los tintes de color que provenga de culturas diferentes. El rojo, por ejemplo, vino de la India, el índigo vino de la India, y la gente tuvo que trabajar con estas tonalidades, obviamente. Aparte de esto, sabemos ─aunque no haya habido trabajo suficiente acerca de esto por ahora─ que incluso las formas propuestas por los artistas del Renacimiento fueron asimiladas por otras culturas. Investigaciones recientes han mostrado que los cantos gregorianos, que preceden a todo lo demás en la música occidental, han sido influenciados por la llamada islámica, que está relacionada a su vez con otras formas de música oriental. Así que incluso las formas en Occidente se han desarrollado a través de vínculos con otras culturas; y cuanto más descubramos estos vínculos, más fácil será para nosotros trabajar.

GK: E incluso así no será un acto de destilación. No estamos interesados en destilar todo lo que ha ido a parar a la tradición occidental y en reclamar lo que es nuestro.

KS: Creo que hasta cierto punto tendríamos que hacer la destilación, porque sin ella podríamos ir de nuevo hacia otras formas de imitación.

Susie Tharu (ST): Fragmentar las tradiciones que heredamos…

GK: Fragmento, sí, estaría más inclinado a aceptar eso, pero no la destilación ─porque eso discute una esencia que estaba de algún modo intacta dentro de nuestras tradiciones; que tenemos que retornar a esa esencia. Esto es algo que estoy seguro Kumar no aceptaría.

Vivan Sundaram (VS): Me gustaría decir algo del enfoque metafísico alternativo en Piero della Francesca y el modo en que este enfoque fue admitido en la ideología dominante de la perspectiva científica. Uno se debe preguntar cómo esta actitud científica altamente desarrollada permitió una percepción paralela del tipo que ves en Piero. Esto es indicado en el lenguaje de la pintura misma ─por ejemplo, una cualidad desaliñada, inacabada en partes, informal, espontánea, oponiéndose de todas las maneras a las percepciones organizadas que formaban la ideología dominante. Solía preguntarme, ¿son estas meramente áreas inacabadas en la pintura? Pero la investigación actual, y también el modo en el que uno es capaz de ver estos trabajos, les da otros tipos de significado. Uno ve otros elementos que llegaron casi a pesar de los clásicos principios organizativos que Piero se suponía que debía seguir. De la misma manera, cuando uno mira a Vermeer hoy, estaríamos adoptando una posición extremadamente conservadora si dijésemos que estaba trabajando solo hacia principios de convergencia y nada más. Tendrías que ver hoy cómo los nuevos modos de ver que la perspectiva científica echó al aire también hicieron surgir nuevos modos de integrar lo metafísico, y no necesariamente en directa oposición a ello ─no solo para dar la vuelta al principio dominante, sino para ensancharlo. Creo que podemos tener una ligera tendencia a igualar todo lo “occidental” con una tendencia dominante en Occidente y no prestar atención suficiente a oposiciones que emergieron que ahora están integradas en él, que también son parte de la tradición occidental. De hecho, ves esto en algunos de los más grandes practicantes de arte occidental.
          Finalmente, en la manera en la que percibimos obras de arte del pasado, deberíamos ser capaces de mirarlas de maneras aparte a los términos en los que fueron hechas. Tendemos realmente a aprisionar esas obras dentro de sus propias ideologías. Por ejemplo, existe este brillante ensayo sobre Vermeer, The Artist’s Studio, que da muchos ejemplos para mostrar cómo Vermeer usa múltiples modos de ver, alternativas simultáneas y paralelas al principio de convergencia que está por supuesto allí. No debemos simplificar demasiado…

KS: Es cierto. De hecho, si estas obras de arte no tuvieran una gran complejidad, difícilmente hubieran sido seguidas por las grandes tradiciones que emergieron.

GMS: Mientras tanto quiero retornar a algo que he estado intentando formular, algo que llamaré la Otra Percepción. Si uno mira a las artes visuales indias, y la cuestión de la cámara que apunté antes, argumentaría que este no es por entero un problema hipotético. Fue interesante que, como Arun apuntó con la astronomía, hubo actualmente una dirección, una percepción diferente, que se intentó convertir en un sistema científico, un sistema avanzado.
          Lo que estoy proponiendo es examinar un modo de pintura que podría usar el movimiento del ojo y aun así funcionar fuera de la esfera de la “óptica” ─i.e. fuera de las convenciones del encuadre-como-ventana. Los pintores de Mughal, sabemos, han estado expuestos a la pintura del Renacimiento e incluso hay instancias suyas imitando esta forma de pintura porque se lo habían mandado. Pero vemos que no respondían a ciertos aspectos de la perspectiva naturalista ─no respondían al escorzo, ni a la sombra. Y lo que creo que querían hacer era mantenerse libres del aspecto instrumental, mecánico, de la óptica, mantenerse libres para manipular cada esquina del encuadre libremente.
          Y quiero saber la diferencia entre este sistema y, digamos, las instancias que Vivan dio antes de la pintura occidental, porque siento que aunque los pintores occidentales trabajaron hacia una multiplicidad de maneras de ver estaban aun así restringidos por los aspectos mecánicos del sistema óptico.

KS: Ciertamente, con respecto a los Mughals, había una manipulación real ─creo que es un uso muy feliz del término─, y ya sea un pintor occidental u oriental, tiene la opción de la manipulación, que el cineasta no tiene. Porque el cineasta tiene que trabajar con los ojos, tiene que usar la lente para organizar las transformaciones del material; y no hay manera de salir de eso, a no ser por supuesto que uno use técnicas de animación, como Arun podría sugerir, que no usan un idioma fotográfico en absoluto. Pero hay otros medios para elaborar sistemas en los que el cineasta no esté manipulando, donde aunque las manos no entren tanto en juego, haya una transferencia de ritmos corporales, no solo del actor sino también del camarógrafo. Si el cineasta puede hacer entrar en contacto estos dos ritmos corporales, el resultado puede ser explosivo. Puede superar por completo la perspectiva naturalista aunque esta exista en la lente. Porque se trata de introducir un nuevo tipo de tensión por completo. Creo que tales cuestiones están muy presentes en la consciencia de la gente en partes diferentes del mundo intentando echar abajo esta autoridad de la tecnología, entre gente que definitivamente está buscando alternativas.

FUEGOS EN CONTRA

The Codes [Szyfry] (Wojciech Has, 1966)

Szyfry Wojciech Has 1

Un cineasta continúa una obra de aparente ambición desmesurada con una pieza de ochenta minutos, casi un reflejo de palidez desalentadora, a la vez filmando Cracovia, su lugar de nacimiento, dejando notar que ya han pasado veintiún años desde la II Guerra Mundial, ahora el viaje no nos aleja de Polonia a Francia, como le pasaba a Felicja en Jak byc kochana (1962), esta vez el tren, anómalo, frío, no dado a las confidencias, devuelve el cuerpo desplazado a la zona este de Europa, confronta la desmesurada entropía de los archivos con dos miradas, la del protagonista, Tadeusz, que desea saber si su hijo, Jędrek, murió al terminar la contienda o si sigue vivo, en algún frente perdido, bajo tierra, empujando la lápida, y la de Wojciech Has, que ya no desea saber demasiada cosa porque intuye que la mayor parte de los catorce años que pasó en Cracovia antes de que los tanques arrasaran todo han quedado solo en su memoria, dos miradas que se superponen, dos sentimientos, estupor y melancolía, acompañados de un silencio antepuesto a cualquier mudez, pues aquí, en presente, todos hablan, pesquisan, responden, hacen ejercicios de gimnasia mental, desentierran códigos de guerra, pero no la heroica, la patriótica, sino la que se inmiscuye hasta tal punto en el día a día que llega a ocupar la cama de la habitación de enfrente, retoza en el mercadillo de la calle paralela con dos clientas, pide a gritos una resistencia encubierta, encuentros furtivos entre dos caras muy concretas que dos décadas después olvidaremos, pues podrían ser ya las de cualquiera, pidiéndonos el tique en el tren, pasando desapercibidas en la ciudad como dos paseantes más, el doctor que nos supervisa los dolores, el abogado que defiende sin furor nuestra causa perdida.
          Triste destino que tan alta sofisticación de resistencia acabe haciéndonos dudar, al desmantelarse los pelotones, de si el propio hijo desapareció a causa del bando propio. Wojciech Has comenzaba su trayectoria acompañado de otro maestro, Stanisław Różewicz, filmando la reconstrucción de Varsovia en 1947, hoy en día solo se le recuerda en esta parte del continente por dos filmes, el que precede al comentado, Rekopis znaleziony w Saragossie (1965), y la adaptación de Bruno Schulz a la que seguirían diez años de silencio fílmico, Sanatorium pod Klepsydra (1973). Ninguna de estas dos obras es representativa de la filmografía completa de Has, y mucho menos de su mal llamada primera etapa, pues tres cuartas partes de su obra se encuentran en ella, hasta Lalka (1968). Por mera comodidad, los que siquiera recuerdan a estos cineastas, se incluye toda esta gran etapa bajo la anexión cómoda a la Escuela Polaca de Cine, suponiéndole por ello una suerte de coyuntura que la alejaría de las dos obras más singulares y personales, aun proyectadas si la suerte alumbra en determinadas retrospectivas de cine polaco. Qué podemos decir, de qué vamos a sorprendernos, la voracidad cinéfila de aquellos que sí intentan desentrañar los pasos específicos, haciendo honor a la historia, a los códigos, encuentra hoy en este clima de una atmósfera empodrecida unos cuantos motivos para dar freno a su alimento constante de afectos en forma de emulsiones, de la nada pero con no poca razón les surge la pregunta ¿qué hacer con el cine? y luego continúa otra ¿qué lugar ocupa esta sucesión de emplazamientos que acaparan mi noche en relación al mundo, qué correlato obtengo de mi educación ética, humanística, al salir a la calle? Ante el freno de la vehemencia, adquirimos un semblante que intenta huir de la demagogia, los cuestionamientos majaderos que, al observar el cine como el problema contaminado menor, intentan hacer de él la parte por el todo, primero se resolverá el resto, luego, pasando a lo insignificante, llegaremos al cine, ante esto mejor callarse la boca, casi ni se puede hablar, casi ni se puede retrazar, más que no poder, dan ganas de mantener silencio, no hay interés ni del que se ha labrado una carrera de mirador profesional, tan atribulado por fuegos en contra, dejando atrás su pasado genuino donde comenzaba su mundo de cine con cimientos intransferibles pero felizmente compartidos para entregarse a la sucesión nostálgica de festivales y las malas camarillas prescriptoras. Esto es lo que queda de la rebelión, una larga sucesión de quejidos en retirada, la asunción de que comenzamos perdiendo. Un territorio de derrota humanística. Tal circunstancia debería hacer a esta cinefilia, por supuesto también a nosotros, especialmente receptiva a todos los filmes que Has filmó entre 1958 y 1966, pues pocos cineastas europeos se nos ocurren que hayan sabido registrar con mayor entropía revelada los cambios de statuo quo no necesariamente acompañados de cambios de humor, la ocupación alemana sucediendo a una elipsis fatal que nos emplaza directamente en la guerra, como okupas, en Pozegnania (1958), dentro de una casa en la que ni se puede respirar ante el agobio filmado no gratuitamente, ni con un punto intermedio donde es lícito sentir que no estamos ni demasiado cerca ni demasiado lejos, sino con una complejización en presente conculcando el humor y melancolía cracovianas por la sofisticación de un cineasta que contra más pobreza histórica confronta, menos se amilana a la hora de atacar con todos los recursos pesados que el cinematógrafo le proporciona para enlazar el pasado, realmente haciéndolo más claro, límpido, la sensación de que no hemos visto un regreso a casa con una modulación de la soledad, de las luces que alumbran una fiesta provincial, de las oportunidades que quizá nunca lleguemos a ver consumarse, como en Rozstanie (1962). Estos humores del hombre saliendo de la contienda, viéndola rematar o entre dos guerras, entre dos maneras de entender Europa, los ha filmado Has sin cesar, y esta faceta suya, la de cronista marginal del siglo XX ─pequeño por radiografiar siempre radios de acciones microscópicas en lo concerniente a las operaciones sentimentales adheridas a sucesos históricos siempre retomados en diagonal─, es la que no interesa reseñar, simplemente no hay tiempo que perder aquí, tengan en cuenta que el desencanto personal acumulado en forma de autoflagelo será incapaz de dañar en modo significativo alguno el curso de la historia del filme que ustedes olvidan. Otros se ocuparán de alumbrar las estrellas.
          Szyfry. 1966. Once fotografías de París. El tráfico incesante, los tirados en la calzada, el foco sobre el guardia con la porra, tenue sensación de calma, en contra nuestra, créditos sobreimpresionados, Penderecki musica, un patrón que no logramos captar a nivel temático aún pero sí sentir rítmicamente, la lente reencontrada, apuntando paciente, sin demora, otra arma. Hacia el final del filme volveremos a estos planos de la calle, ya en Cracovia, en movimiento, sin detenciones, y tras el transcurso de indagaciones en espiral de Tadeusz, el padre, por mucho que sonrían los pequeños seres seguramente todos muertos ya, a pesar de la aparente normalidad, nos encontramos perdidos, ubicados con el cuerpo, varados mentalmente, en un cine sin embargo atado a reglas que Europa se estaba empeñando en romper. Has, a lo largo de los cincuenta y sesenta, incluso en este, su filme más quebrado, nos propone experiencias de movimiento blindadas, refinador extremo de todos los logros del relato narrativo y dramático que se había quebrado al llegar algunos novatos al negocio, expulsados los viejos lobos de mar por puro interés crematístico, la modernidad de Has es reaccionaria a causa de sofisticar por la antigua vía, su empecinamiento extremo con las posibilidades de la profundidad de campo, su respeto ancestral por el raccord en estas obras 1.37 : 1, retorciendo habitaciones, dividiéndolas, creador de diferentes estratos de visión con el uso de dos tabiques, un espejo, dos rostros, incluso al limitarse, sujetarse a una dinámica de plano-contraplano, no desaparecen los pequeños rieles, los súbitos cambios en la apertura del encuadre, la posición del aparato, un cineasta que consigue aquí despojarse de peso muerto, pues el filme acusa sin culpa su condición de artefacto con costes mesurados, aprovecha esta mal llamada pobreza para acercarnos como jamás volvería a hacerlo a esos rostros impúdicos, enfermos, que han olvidado, o que no logran deshacerse de un recuerdo, la tos de Zbigniew Cybulski, el remilgo insoportable de Barbara Krafftówna, teces descompuestas, inmiscuidas en el flujo laboral, haciendo un parón para contarse, contar, recontar, a Tadeusz, algo más de la red de recuerdos que implican a su hijo perdido.
          Aquí los personajes reducen el supuesto psicologismo para conformarse en enunciadores de datos históricos repletos de ocultamientos, murmuraciones, desconfianza incluso de lo que uno mismo dice, inseguros del papel que les ha tocado representar al amainar el conflicto o demasiado colocados como para resultar preclaros, y aun con las mejores intenciones dos claridades suelen chocar en una colisión tan violenta que no permanece más que un lívido crepúsculo. Abundan esos momentos casi irreales donde la fuerza de los intercambios anubla el entorno y succiona la palabra en un tren de pensamiento centrípeto, y ahí podemos establecer un paralelismo con Kvarteret Korpen (Bo Widerberg, 1963), con la diferencia de que en la sueca encontrábamos incluso monólogos del proletariado pensándose a sí mismo. Szyfry no llega a ese aislamiento total salvo en la plasticidad de reconstrucción soñada, en la que se establece una pasarela entre dos tipos de fugacidades, la de los diálogos cuando pisamos la tierra y la de la niebla y los iconos al pasar en travelling por territorio sitiado, mientras oímos Anhelli, de Juliusz Słowacki, en recitación. Incluso aquí, el efecto vuelve a ser el de la desnudez, concentrando ladino los signos sustantivos con el mero pasaje tumultuoso entre objetos o fenómenos atmosféricos, figuras anónimas, que traban el primer término del encuadre, dando una ilusión de horizonte, una travesía del niño imaginado, Jędrek, en la que la huida pasa rápido a la pesadilla entrelazada de víctima y padre donde uno ya es objeto de cambio, mercancía entre bandos, sostén de una vela que no se apaga, los ojos como doncellas que cesan de trabajar por carencia de aceite en la lámpara vespertina. Esta superficie dramática convierte al filme en el más palpable de Has, incluso en su condición de duda moral mantiene abierto el ojo de la cerradura, dándonos la sensación de poder incorporarnos como uno más a la escena, lejos aún de la impenetrabilidad austera de los cuatro filmes de su última etapa, con un cálculo cuyo cerrazón y resolución nos expulsará como espectadores empáticos, aun admirando lo incorrupto del entramado. Hará falta la aparición de la metteuse en scène Hanna Mikuć en Nieciekawa historia (1983) para alumbrar la noche y embrujar la apatía tan fielmente chejoviana, dando pie al tozudo profesor, y por ende a nosotros, a desvariar el conjunto de futuros acechantes, y a Has, por supuesto, a flexibilizar sus encuadres, que por el mero influjo de la actriz terminan sacudidos, insuflados de una energía que ni tenía ni buscaba la obra en su parte diurna.
          Tropezamos con estos planos de calles cuya tranquilidad nos sorprende y no conseguimos asumir. Antes del malestar moral tipificado en gamas cromáticas de frialdad tacaña, se negociaba en Polonia, en zonas limítrofes, siluetas huyendo de Dios sabe qué ─Nikt nie woła (Kazimierz Kutz, 1960)─, el precio a pagar por ofrecer una tersura que nos invita a mirar a través de una espesa capa de eclipses, cuerpos conquistados. Poniendo en la balanza el descalabro, conseguimos vencer en exiguos fulgores una ansiedad fusiladora.

Szyfry Wojciech Has 2

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EL BAILE EN EL CINE; por David Vaughan

“Dance in the Cinema” (David Vaughan), en Sequence (invierno de 1948/9, nº 6, págs. 6-13).

La mort du cygne Jean Benoit-Lévy Marie Epstein
La mort du cygne (Jean Benoît-Lévy, Marie Epstein, 1937)

I

Al respecto de la estética del cine, muchos escritores han tenido la tentación de establecer una analogía entre el ballet y el cine. Aquí está Roger Manvell en su libro de Pelican, Film: “El ballet con una historia insinúa su narrativa a través de la mímica y el gesto, ante los que la música actúa precisamente con la misma capacidad subsidiaria que la banda sonora del filme”. Esta analogía es lo suficientemente válida dentro de lo que cabe ─llevada más lejos, los resúmenes paralelos más ingeniosos de las dos artes, que enlazan casi demasiado claramente, pueden ser hallados en el artículo de Anthony Asquith “Ballet and the Film” en Footnotes to the Ballet (1936). Pero no deberíamos aceptar las observaciones de Roger Manvell sin una examinación bastante más cuidada de las similitudes y disimilitudes entre los dos medios.
          De hecho, el filme es un medio solo superficialmente simpático al ballet. Una sugestión más sostenible, provisional, que la de Manvell, la hace George Balanchine en sus “Notes on Choreography” publicadas en Dance Index (febrero-marzo de 1945): “El baile está en movimiento continuo y cualquier posición singular del ballet se encuentra ante el ojo de la audiencia solo por un momento fugaz. Quizá el ojo no vea el movimiento, sino solo estas posiciones estacionarias, como fotogramas únicos en un filme, pero la memoria combina cada imagen nueva con la imagen precedente, y el ballet es creado por la relación de cada una de las posiciones, o movimientos, con las que le preceden o siguen”.
          En pocas palabras, la característica saliente del ballet es que la gente baila, y la característica saliente del cine es que la película completa se mueve. Es obvio que cualquier intento de combinar las dos artes implica el problema de unir dos tipos de movimientos rítmicos diferentes. Un compromiso será necesario, y podrá suceder que el coreógrafo o el director, o ambos, tengan que renunciar a algunas de sus ideas más preciadas. La única solución satisfactoria es una colaboración cercana y completa entre los dos hombres, cada uno preparado para hacer concesiones al otro. El coreógrafo debe recordar que no solo la cámara se puede mover alrededor y con los bailarines, sino que incluso otra otra dimensión cinética entra en juego con el montaje final del filme en secuencias que sostienen una relación rítmica con la otra: el director debe recordar que la estructura coreográfica está relacionada con una estructura musical, y que sus cortes no deben violar esta relación. No hay razón para que un ballet basado en un tema apropiado no sea hecho en este sentido, con una coreografía adaptada especialmente para el cine; algunos efectos útiles e interesantes podrían ser conseguidos también por trucajes fotográficos y el montaje, usados con moderación.
          En su artículo, Asquith describe de manera interesante la filmación de las secuencias de ballet en su filme Dance, Pretty Lady, con coreografía a cargo de Frederick Ashton, que parecerían haber cumplido todos estos requisitos. Pero uno podría pensar que había olvidado su anterior filme cuando hizo Fanny by Gaslight, en el que la corta secuencia de ballet estaba tratada de un modo muy pedestre, aparte de ser totalmente anacrónica en estilo. Tampoco el reciente remake de la historia de Compton Mackenzie, Carnival, mostraba alguna de la originalidad que caracterizó la versión de Asquith. Por otro lado, Champagne Charlie (1944), de Cavalcanti, contenía los tratamientos más exitosos del ballet teatral que he visto en cualquier filme. Coreografiados por Charlotte Bidmead, estos pastiches encantadores del ballet de music-hall victoriano estaban fotografiados bellamente, con un sentimiento sensible para la atmósfera de los teatros de la época con luz de gas.
          La actitud de Hollywood hacia  el ballet, en sus peores momentos, es tipificada en Spectre of the Rose (1946), de Ben Hecht. No solo cometía las faltas comunes hechas al filmar ballet, y unas pocas más de su propia cosecha, sino que su tratamiento de la vida entre bastidores era fantástica y cruda. Su punto álgido se alcanzó en una escena donde Judith Anderson, en el rol de una bailarina inglesa retirada llamada La Sylph, era mostrada tomando una clase. Algunos de los bailarines estaban en la barre, otros practicando pirouettes en una esquina: ocasionalmente, la Srta. Anderson alzaba la mirada desde su labor de punto hacia arriba, aplaudía con irritabilidad y daba un paso ─”Petits battements, delante y detrás”, dijo una vez ─que no interpretaron.
          Por el otro lado, La mort du cygne (1937), de Jean Benoît-Lévy y Marie Epstein, triunfó en la caracterización precisa de algunos aspectos de la vida del bailarín. Podremos excusar la coreografía sin gusto de Serge Lifar como típica del estilo tradicional de la Ópera de París. Como un retrato de la vida de una joven estudiante de ballet, el reciente filme británico The Little Ballerina fue mucho menos satisfactorio, y los dos ballets incluidos estaban carentes de todo interés, coreográfico o cinético. Steps of the Ballet (Muir Mathieson, 1948) no intenta más que ser un sencillo filme instructivo, pero es demasiado corto para abarcar su sujeto con el suficiente detalle. La corta secuencia en la que Elaine Fitfield y Michael Boulton demuestran los pasos básicos es, sin embargo, excelente. El ballet de Andrée Howard, el clímax de la película, está bastante bien fotografiado pero la coreografía es demasiado inquieta y detallada de más: los mejores bailes de la película están desperdiciados detrás de los títulos de crédito.
          Este fue un caso en el que el uso de un ballet bien conocido hubiese estado justificado ─el filme podría haber mostrado un paso, como un grand jeté, en su uso en el aula y luego tal y como se usa en, por ejemplo, Les Sylphides, siéndole dada significación expresiva a través de la variedad de acento, combinación con otros pasos, y así sucesivamente.
          Aparte de propósito instructivos, o para registrar un ballet (en la ausencia de un método satisfactorio de estenocoreografía), parecería ser un principio obvio que no puedes hacer un filme exitoso de un ballet existente que haya sido creado para el teatro: pero este principio es ignorado invariablemente. Esto lo confirma el fracaso de tales filmes como los dos hechos por Jean Negulesco en 1941 de los ballets de Massine, en el repertorio de los Ballets Russes de Monte Carlo, Gaîté Parisienne y Capriccio Espagnol. En el primero la danza es visible generalmente solo por debajo de las mesas, o reflejada en un espejo convexo, y los cortes no prestan atención a la lógica de la coreografía de Massine, amañando caprichosamente con primeros planos, medios y largos, que nos muestran primero una pierna, ahora una figura, ahora una cara, ahora un grupo. Pero, como John Martin ha apuntado, la música nunca es tratada de la misma manera en filmes como estos: “Se le es permitido, curiosamente, jugar a lo largo de la frase completa y la secuencia”. (Dance Index, mayo de 1945). Y las expresiones faciales de Massine en Gaîté Parisienne, que pretenden llevarse al fondo de la galería y son por supuesto admirablemente exitosas al hacerlo, aparecen en la pantalla como muecas espantosas y sin sentido ─así como la invención del primer plano en un punto decisivo de la historia del cine convirtió en obsoleta la técnica de la mímica que había sido usada previamente en el cine mudo.
          Estos dos filmes también plantean la importante pregunta del tipo de decorado que es apropiado para el ballet en el cine. El decorado y el vestuario son considerados justamente como una parte integral de cualquier ballet, aun así en la pantalla los bailarines, por lo general, están condenados a interpretar en un escenario construido con corte realista que pone trabas al movimiento, y en la superficie (aparentemente) de negro cristal pulido. Debería ser posible diseñar decorados que permanecieran dentro de las convenciones no realistas del ballet, que les permitieran a los bailarines el suficiente espacio y una superficie apropiada para bailar, y que con todo fuera apropiada para la filmación; pero hasta ahora nadie ha triunfado en esto.
          La tan comentada secuencia de ballet en The Red Shoes, por ejemplo, está completamente dominada por los diseños de Hein Heckroth. El efecto total no es mejorado por la debilidad de la coreografía de Helpmann, tal y como es. Esto se presenta en varios estilos diferentes: préstamos de ballets del propio Helpmann y de otros coreógrafos, pasajes en un estilo expresionista de movimiento dictado por los escenarios de Heckroth, y otros basados en un repertorio estricto de pasos clásicos ─mientras Massine contribuye con los personajes bien conocidos que nos ha dado en tantos ballets, que concuerdan de mala manera con otros elementos, como la extraordinaria preocupación de Helpmann con los sacerdotes. El fallo total del filme en conseguir un balance entre la realidad y la fantasía cristaliza en la secuencia de ballet, principalmente porque Powell y Pressburger (aparte de su vulgaridad creciente) son incapaces de hacer las distinciones necesarias entre lo que es apropiado para un ballet que supuestamente iba a tener lugar sobre un escenario, y una fantasía concebida en términos de cine, en la cual los experimentos con el decorado, tanto animados como estáticos, la iluminación y el montaje, puedan ser introducidos. Los varios fragmentos de ballets bien conocidos incluidos en The Red Shoes son demasiado cortos para ser otra cosa que simples.
          Sin duda, una razón por la que los filmes de ballet son casi siempre tan malos se debe a que los productores rara vez se toman el problema de contratar a un buen coreógrafo. El único coreógrafo de alguna importancia que trabajó frecuentemente para cine es George Balanchine, que en 1929 arregló un ballet para inclusión en un filme llamado Dark Red Roses, dirigido por Sinclair Hill en Teddington Studios, en el que aparecían Lopokova y Dolin. En 1938, llevó su propia compañía, el American Ballet, a Hollywood, para aparecer con Vera Zorina en Goldwyn Follies, para la cual hizo dos ballets muy interesantes. Uno era una versión satírica de Romeo and Juliet, en la cual los Capuletos eran balletómanos y los Montescos adictos al jazz; en un contrapunto característicamente balanchiano, los Capuletos hacían piruetas delante de los Montescos, que bailaban claqué. Y había algunos momentos bellos en el Ballet Water-Lily cuando los corps de ballet eran arrastrados por un huracán (la razón dramática se me olvida). Quizá porque le fue permitida mano ancha en la producción, su trabajo subsiguiente para la gran pantalla fue menos satisfactorio. Los dos ballets en el filme de On Your Toes (1939), La Princesse Zénobia (una parodia de Scheherazade) y el famoso Slaughter on Tenth Avenue, se comparan poco favorablemente con los musicales originales: inevitablemente, sutiles efectos cómicos y dramáticos fueron ampliados. Pero el pas de deux en ambos ballets retuvo algo de su original belleza sorpresiva. Para I Was an Adventuress (1940), en el que Balanchine mismo hizo una breve aparición, arregló varios extractos de Le Lac des cygnes, adaptando un adagio clásico al estilo Petipa-Ivanoff para la cámara con resultados que habrían sido más satisfactorios si no fueran arruinados por su vulgar presentación ─involucrando un decorado con un candelabro colgando en medio del bosque, un príncipe en cota de malla, algunos cisnes verdaderos y mucha agua. El número de Black Magic en Star Spangled Rhythm (1942) ─un solo para Zorina─ fue una parodia del genio de Balanchine. También comenzó ensayos para un filme previsto de The Life and Loves of Anna Pavlova que ha sido, quizá afortunadamente, archivado. Balanchine es el coreógrafo vivo más grande, y ha dado algo de pensamiento a los problemas del filme-ballet: es una pena que nunca le haya sido permitido poner todas sus ideas en la práctica. Tal y como está, los filmes que ha coreografiado están más cerca del éxito que cualquier otro.
          Si, en el futuro, el ballet va a estar integrado con más fortuna en el cine, lo más probable es que tenga que ser utilizado como un comentario a una situación, ya que el baile de otro tipo ha sido usado con éxito por Astaire y Kelly. Solo así los coreógrafos y directores podrán librarse convincentemente de las convenciones del escenario, las cuales, ya sean obedecidas demasiado servilmente o ignoradas demasiado flagrantemente, imponen limitaciones igualmente artificiales al ballet en el cine en el momento presente.

II

Desde los días más tempranos del cine ha habido diferentes tipos de baile ─etnológico, social y teatral. George Amberg ha compilado A Catalogue of Dance Films (Dance Index, mayo de 1945), que no pretende ser completo (omite películas comerciales en las que aparezcan secuencias de baile aisladas), y aun así lista 700 ítems, algunos de ellos realizados ya en 1897.
          Otras formas de baile aparte del ballet han sido tratadas con mucho mayor éxito en el cine. Knickerbocker Holiday, un por lo demás insípido musical, de repente se aceleró hacia la pasión y el fuego en un baile magníficamente fotografiado y totalmente irrelevante por la bailarina gitana española Carmen Amaya. The Song of Ceylon, de Basil Wright, contenía algunos planos excitantes de los bailarines de Kandyan, y una escena fascinante emplazada en una escuela de danza de un pueblo. El musical negro Stormy Weather tenía, aparte del fino claqué de Bill Robinson y los Nicholas Brothers, algún trabajo interesante de Katherine Dunham y su magnífico grupo, en el que la técnica de ballet ortodoxa estaba fundida con el movimiento “moderno”, y el estilo desarrollado por el coreógrafo en base de su documentación extensa en el baile etnológico negro. Había una escena original en The Great Waltz, de Duvivier, en la que no solo los bailarines, también la cámara misma, danzaban alelados al compás de Tales from the Vienna Woods de Strauss. Fue sorpresivo encontrar en They Were Sisters una reconstrucción brillantemente precisa de un thé dansant, circa 1919, en el que Anne Crawford bailaba un experto tango. El charlestón ha sido tratado elegantemente en filmes tan diversos como Margie y This Happy Breed; y hubo por supuesto una interpretación inolvidable de Joan Crawford del mismo en Our Dancing Daughters (1928). Y desde que la mímica es una importante subdivisión del baile, uno debería también mencionar las secuencias de mímica de Jean-Louis Barrault, particularmente la primera, en Les enfants du paradis, que trajeron vida nueva a una técnica volviéndose rápidamente moribunda. Finalmente, como un ejemplo de la manera en la que el baile puede usarse no por sí mismo sino para intensificar la tensión en un clímax, uno podría citar la secuencia de la tarantela en Lumière d’été, de Jean Grémillon.

The Great Waltz Julien Duvivier 1938
The Great Waltz (Julien Duvivier, 1938)
Lumière d’été Jean Grémillon 1946
Lumière d’été (Jean Grémillon, 1946)

III

Desde el advenimiento del sonido, el musical, con sus danzas basadas por lo habitual en técnicas de la comedia musical y de salón de baile, ha sido uno de los más populares y estereotipados tipos de filmes. Todos recordamos esos musicales espectaculares tan típicos de los años 30, de los cuales 42nd Street es quizá el mejor ejemplo, con sus canciones enérgicamente optimistas (I’m Young and Healthy, With Plenty of Money and You) y sus miríadas de coristas idénticos yendo mecánicamente a través de sus bien entrenados pasos. La destreza de Busby Berkeley, director de danza de muchos de estos filmes, yace en su habilidad de maniobrar enormes coros sobre vastos decorados, en vez de en cualquier genuino poder en formas de baile ─de hecho, sus chicas del coro a veces casi ni se mueven. Como Arthur Knight ha señalado en un artículo, Dancing in Films (Dance Index, 1947), “con cuerpos humanos él produjo formas tan abstractas como nunca se encontraron en los filmes más abstractos del avant-garde”.
          En un nivel superior, está la serie maravillosa de filmes de Fred Astaire-Ginger Rogers, desde Flying Down to Rio hasta The Story of Vernon and Irene Castle, que representan el logro singular más grande del cine en el campo de la danza. Los números de baile no solo estaban coreografiados excelentemente, también estaban filmados con imaginación ─por ejemplo, el número de Bojangles en Swing Time, con su contrapunto brillante entre Astaire y sus tres sombras. Las mejores danzas en los filmes de Astaire-Rogers siempre fueron concebidas en términos de cine, no de teatro ─tampoco eran interpretadas en sets tan grandes como aeródromos. Isn’t This a Lovely Day? en Top Hat se bailó en el quiosco de un parque, el Yam de Carefree en la pista de baile de un club. Este y otros muchos de sus bailes demuestran que es posible conseguir efectos originales por medio de coreografía inventiva y una cámara expresiva. Ninguno de los socios posteriores de Fred Astaire ha sustituido satisfactoriamente a Ginger Rogers, y en general sus últimos filmes han carecido de la alegría y encanto iniciales; aunque sus propios números en solitario, como el entusiasta Puttin’ on the Ritz en Blue Skies, no han disminuido en brillantez. Comenzando como el socio convencional de un equipo de danza, Astaire más tarde amplió su rango hasta que fue capaz de expresar bailando no solo la irresponsabilidad de un número como No Strings de Top Hat, también el humor casi elegíaco de Never Gonna Dance (en Swing Time) y One for My Baby (en The Sky’s the Limit): al mismo tiempo, ha continuado desarrollando su técnica de tal manera que ha sido capaz de trabajar con éxito con Eugene Loring, uno de los pupilos con más talento de Balanchine, que coreografió Yolanda and the Thief, de Minnelli, para Astaire. Su primer filme con Judy Garland, Easter Parade, es aguardado con algo de impaciencia, y son buenas noticias que Ginger Rogers volverá a bailar con él de nuevo, por fin, en The Barkleys of Broadway.
          De vez en cuando, trabajos por buenos bailarines solistas pueden encontrarse dentro del marco de un por otro lado musical convencional. Marc Platt, que se graduó en Hollywood desde el Ballet Ruso, a través de Oklahoma!, hizo su debut fílmico de esta manera, en Tonight and Every Night. Si triunfa al encontrar un estilo individual para los filmes su salida del ballet no habrá sido enteramente desastrosa, pero hay un peligro de que su talento se vea desbordado por trampas de technicolor ─sus bailes, al menos, en Down to Earth, han sido reducidos a un rol tristemente subsidiario. Paul Draper, cuyo única aparición fílmica previa, en uno de los vehículos menos notables de Ruby Keeler, no dio indicación de su talento altamente original, ahora obtiene éxito en el filme The Time of Your Life, de Saroyan, en el rol creado para Gene Kelly.
          Kelly apareció por primera vez en la pantalla en un rol menor en el filme Du Barry Was a Lady, de Cole Porter, y, luego de una serie de roles que no tenían que ver con el baile en otros filmes, en Thousands Cheer ─ninguno demasiado notable. No fue hasta que interpretó el papel principal junto a Rita Hayworth en Cover Girl cuando se encontró a sí mismo como bailarín en el cine. Aparte del trabajo de cámara de Maté, lo que distinguía a Cover Girl de la extravagancia rutinaria del technicolor era el baile, y particularmente el famoso baile de Kelly con su alter ego, que era más que una ingeniosa pieza construida alrededor de un truco fotográfico inteligente. Ya en los filmes de Astaire-Rogers, había bailes que evolucionaban naturalmente dentro de la historia: el baile de Kelly en Cover Girl llevó esta idea a su conclusión lógica, y dejó que la danza expresara y resolviera un conflicto en la mente del personaje que estaba representando. Otro número maravilloso fue el baile de Kelly, Hayworth y Phil Silvers, en el que la calle se convertía en el decorado para la danza, representando un irrefrenable joie de vivre. La próxima aparición importante de Kelly fue en Anchors Aweigh, en el que interpretó cuatro bailes extraordinarios: duetos con Frank Sinatra (I Begged Her), con un ratón animado (una combinación mucho más exitosa de figuras vivas y animadas que cualquiera hasta el momento efectuado por Disney), y con una niña pequeña llamada Sharon McManus; y un solo español tremendamente excitante en donde combinaba el taconeo español con la técnica de claqué moderna. Esto fue estropeado solo por el uso de música banal y las desafortunadas acrobacias a lo Tarzán en el clímax. En Living in a Big Way, una comedia encantadora y sin pretensiones, Kelly interpretó un baile con una estatua, el cual es una de sus mejores creaciones, y otro basado en juegos de niños (como en In and Out the Windows), que demuestran la verdad de la observación de Arthur Knight de que Kelly siempre hace bailar a la gente, expresando “su felicidad o dolor en términos del baile”. Es aquí donde reside su grandeza. Las propias palabras de Kelly sobre este tema del baile en el cine (citadas en la revista Dance, febrero de 1947) son reveladoras: “No mires a las películas, en su estado presente, para desarrollar las artes. Pero en el lado luminoso, míralas para popularizarlas y para aumentar el nivel de aprecio… Bailar para las películas… es muy estimulante para el bailarín individual. El espectáculo siempre entretendrá y atraerá a un cierto porcentaje de la gente, pero, en mi opinión, es la forma más baja y barata de exposición. El baile grupal y el divertissement siempre tendrán su lugar, pero nunca podrán, debido a las dificultades mecánicas, tener el interés de una caracterización de baile por un individuo en la pantalla”.
          La interpretación de Kelly en The Pirate es un tour de force en el que hace funambulismo y un poco de jiu-jitsu muy bien sincronizado en su paso, además de dar algunos de sus bailes más originales hasta ahora. En su número de Niña, por ejemplo, interpreta giros españoles que no son menos brillantes que los de Luisillo, y usa muchos “pasos” modernos, probando una vez más que es un experto en estas técnicas, como claramente lo es en la técnica del ballet.
          Vincente Minnelli, director de The Pirate, es el director de musicales más original en Hollywood. Cabin in the Sky y The Ziegfeld Follies eran ambas inusuales en sus diferentes maneras; y Meet Me in St. Louis es el único filme que hasta ahora ha adaptado con éxito a las necesidades del cine la nueva concepción del teatro lírico de reciente evolución en América, del cual Oklahoma! es el mejor ejemplo. Meet Me in St. Louis tuvo un éxito notable al integrar historia y baile: el número de Skip to My Lou en la escena de fiesta fue una danza concebida coreográficamente, una versión realzada del baile americano contemporáneo de corte social, que aportaba más a la atmósfera general de excitación y alegría de lo que una reconstrucción exacta y falta de imaginación de los bailes en cuestión habría hecho. La coreografía era de Charles Walters. Otros productores han hecho intentos poco entusiastas de repetir el éxito de Meet Me in St. Louis, como el gris Centennial Summer, y han fallado en capturar la originalidad y frescura del filme de Minnelli. Pero Summer Holiday, de Rouben Mamoulian, en un género similar, tiene un estilo propio. El director de baile es de nuevo Charles Walters: las dos secuencias de baile (ambas al aire libre) son simples pero efectivas.
          La tibia acogida dada a The Pirate por los críticos es tanto más sorpresiva ya que seguía muy de cerca a The Red Shoes, con respecto a la cual es muy superior. El virtuosismo deslumbrante de las grandes secuencias de baile, la completa confianza con la que Minnelli maneja grandes multitudes, la economía de los medios técnicos, y por encima de todo el uso del color y la iluminación, son especialmente llamativos en el ballet de The Pirate.
          En los filmes de Minnelli, la distinción ─siempre arbitraria─ entre el ballet y otras formas de baile, se vuelve más difícil de definir: un signo sano, ya que la tendencia a poner diferentes tipos de baile en casillas etiquetadas como “Ballet”, “Claqué”, “Moderno”, y demás, amenaza por todos lados con aniquilar el desarrollo del baile. En The Pirate, con un bailarín como Kelly con el que trabajar, Minnelli se ha acercado mucho a alcanzar el ideal de uno de un filme de baile ─es decir, un filme que baile todo el tiempo, y no meramente en sus set pieces espectaculares. Minnelli suele hacer un uso audaz del movimiento estilizado, que hace juego perfectamente con la fantasía deliciosa del argumento y el escenario. Es de esperar que continúe trabajando en esta línea ─trabajando con Kelly de nuevo: o quizá con Balanchine, o colaborando con Katherine Dunham en una revue de baile para la gran pantalla. Entonces veremos algo magnífico.

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The Pirate (Vincente Minnelli, 1948)

KARAOKE

Some Kinda Love [Romansu] (Shunichi Nagasaki, 1996)

Some Kinda Love Romansu Shunichi Nagasaki 11

I saw you this morning.
You were moving so fast.
Can’t seem to loosen my grip
On the past.
And I miss you so much.
There’s no one in sight.
And we’re still making love
In My Secret Life.

In My Secret Life, Leonard Cohen

A determinadas horas de la noche, la ciudad adquiere un sospechoso despejado, retrocediendo la suerte, residuo del diseño, e instalándose un azar, fortuna de jugador, que verá puesta en jaque su especulación a la sombra inexistente de un paisaje horizontal, una despreocupación alcoholizada que al cine moderno le ha valido para desobstruir el tráfico incesante que se acumula hasta la mitad del día, momento de suprema actividad del avispado, luego, con la puesta de sol, se instalan los técnicos, despiertan los mullidos, vemos menos, sí, pero no podemos evitar albergar la paradoja, contradicción interior, de que es en esta lobreguez urbana, luego terreno periférico de apartamentos adosados, donde crear con nuestro querido cristalino una división, parcelación nítida, de los chantajes y magnetismos que dividen la ciudad al encenderse las farolas. Romansu aprovecha esta situación para hacer creíble, en su particular melodrama ilusorio, su concentración sintetizada de personas. Dos extraños de tenue vínculo tomando una copa, la mujer que entra por el rabillo del plano y comienza a arrojar una serie de meteoritos afectuosos, bajo forma de números de teléfono, zapatos dispersos, chaquetas carmesíes que echar de menos, en el espacio pactado que reúne a la pareja de cuerpos masculinos.
          Nos es complicado avistar esta falta de prejuicios, esta total centralización con derecho a fuga, en el cine francés moderno, también en el italiano, sin embargo hallamos ejemplos señeros en el alemán, portugués, americano, polaco y, por supuesto, japonés, inventores por derecho propio de la única soledad perdonable en el cine. Acaparando un terreno del que luego esperará sacar beneficio, el extraño A aminorará su aburrimiento contratando a prostitutas, para sí mismo, para su amigo, mientras que su anticenicienta, Kiriko, hace de la empresa que nos ocupa algo más que el relato de dos hombres, uno intentando ser más listo que el otro, y el restante viendo pasar las artimañas ajenas con un vago atisbo de curiosidad.
          Al disminuir la población y tratar con clases relativamente privilegiadas, se estratifican para el nervio óptico, aplanadas, extendidas, unas relaciones que tienden a aguardar un momento que nunca llega, en verdad la más grata satisfacción del hombre moderno, paseando en azoteas, organizando planes de retirada un fin de semana cuya ociosidad semeja holgada. De un lugar a otro, la carretera filmada en plano subjetivo, despejada, nos introduce lavándonos los ojos con la más engañosa de las drogas, en un tiempo alternativo, más y más adentro del túnel, del engaño, de esa supuesta claridad satisfecha de quien domina el singular terreno de parqué, mármol o cristal donde le ha tocado dormir, hacer el amor, escribir, dibujar, reírse de tonterías con dos casi desconocidos. En el contraplano, tres seres humanos en un coche, irrompible estampa surgida del atavismo de un cinematógrafo que parece acusar sus años con orgullo, conduce sin manos ella, con los ojos cerrados, excitación ante un ligero peligro, la posibilidad de no llegar a la cama, apagar el interruptor de la luna.
          Filmando esto con semejante perspicuidad, uno podría aducir de nuevo los dichosos acuarios, ortoedros marinos donde el remanente de humanidad entregada en barbitúrico entusiasmo a los puntos de encuentro nocturno localiza su trozo de arena, esta vez, empero, intentaremos hablar de playas casi desiertas, las que con suerte presenciaremos a solo unos pasos de casa, allí resulta sencillo divisar todo, el mar que se pierde, la línea separatoria marcando distancias con la tierra, la pareja a cielo abierto matándose a besos. Sí, debajo de una estrella de mar, hallamos un astrolabio con el cual Shunichi Nagasaki delinea un mapa fantasma, otro más de los  cineastas que no descuidan nada de la narración y el drama de los encuadres, a la vez que estos son de una asertividad significativa, sobre todo, dosificando la información de los susodichos encuadres, sobre todo, no poniendo nada sobrante. Una política del encuadre terso que nunca supera la decibilidad compositiva, donde domina, primordialmente, un pensamiento del découpage, pero decidido a que este nunca mate la materia con la que trabaja. Una teoría invisible que ha conformado, en las épocas más privilegiadas del cine moderno en celuloide, un cuerpo de cine variable, la pesantez de los medios de producción con los que se trabajaba beneficiando este anclaje del pensamiento y procederes de rodaje. El peso de los objetos abandonados, la carga de apariencia tensa, el zapato que parece encajar en el pie, ¿de qué nos sirve seguir tan bien el desarrollo mirada a mirada, corte a corte, hacernos este mapa fantasma, hacia qué punto nos dirigimos con la mente en otra noche de tragos y travesías inciertas en coches con sobrado kilometraje? Bien, aun no pudiendo enunciar una sencilla respuesta de primeras, sí damos cuenta de la chispa interna que nos asola al verse encender los arrebatos de planes a tiempo parcial, las súbitas decisiones de cambiar la cama donde despertarnos la noche siguiente, la charla que no va a ninguna parte, centrípetas palabras, energía derrochada en creencia de trío, de escuadrón, el que nunca muere, solo se evapora en un súbito estallido, la enigmática desaparición de los pudientes que nos dejan un recuerdo dudoso, un memento reluciente ─Manoel de Oliveira─, la jugada maestra desbaratada en tres movimientos letales ─David Mamet─.
          Los hombres más leales al escuadrón, sin descontar su prevaricación para con el resto de la sociedad, no querían que la cosa cambiase, deseaban que los demás permaneciesen fieles, no querían, en fin, que el amigo cambiase, ¿y qué más da si la cosa permanece igual si es tan preciosa? En vez de perseguir quimeras interminables, ellos aceptan la posibilidad de que estas ni les rocen siempre y cuando puedan divisar desde el suelo terrenal un cielo en el cual se pose, el día menos pensado, un objeto volador no identificado. Su hora favorita. Un desvanecimiento anhelado que poco tiene que ver con el suicidio melancólico en potencia, trágico desperdicio de juventud brutal, este juego en verdad es adulto hasta la médula, la diversión del funcionario, o planificador urbano, industrial, de la mujer del dentista… Un espionaje que ha admitido el cerco de los días, y que conforma su subversión con ligeros gestos de arresto y humorismo, claro, la tragedia no ha desertado esta falsa dualidad, y la felicidad inicial, en la cual creíamos poseer el secreto de las cosas al ver que el hombre nos hacía una promesa o la mujer se olvidaba el tacón, da paso a la tragedia de la mejor comedia, y es que en este trío de modelos de mudaje eterno en el cine y la ficción, hay tres caminos, tres personajes: la que decide redefinirse, más bien, reencarnarse, pues sabe que si bien es imposible cortar el tiempo, una puede seguir aspirando a acoplar la mayor cantidad de afectos posible, no dando cuentas a nadie, aspirando el mapa de otra ciudad, ascendiendo la próxima cima, este es el carácter más egoísta de los tres, también el que se salvará, luego nos topamos con el extraño B, el que ha jugado casi por arrastre, en calidad de espectador con disminuyente apatía inmiscuye su austeridad, problematiza su condición de abstemio, e indirectamente recibe los mayores cariños, al hacer en contraposición los menores esfuerzos, supuesto tímido, acaba narrando en off la historia al ver los restos del meteorito, seguirá escribiendo, también publicando, la novela, los relatos, las columnas, mecanografiados durante años, su tragedia era pequeña, un mínimo brete, por último, el indeseado corrupto, abandonando mujer, jugueteando por cada espacio público y privado de la demarcación en la que ejecuta operaciones, termina zarandeado, mirando ahora la noche como quien se tira sin trampolín en el astro más lejano a la Tierra y divisa su propia mortandad, al ser abandonado, es definitivo, no dinámico, esto lo deja sin que se lleve su cuestionable merecido, pero sí expuesto, tras toda la paranoia y obstinación en tornar las cartas a su favor, ya no queda más que un modelo perdido, el arlequín del que se ríen los necios en el karaoke, incapaz ya de buscar su propia adyacencia. Insólito y enfermo, creaba vínculos. Rotos estos, llega el final del filme. ¿En qué noche delirante, enferma, qué Goliaths me parieron tan grande y tan innecesario? La chispa se apaga y el crepúsculo pierde la magia que nos mantuvo sentados, renovando nuestra contenta cinefilia. En silencio, vamos sorteando una retirada completa hacia un aire enrarecido.

Some Kinda Love Romansu Shunichi Nagasaki 2

Some Kinda Love Romansu Shunichi Nagasaki 3

Some Kinda Love Romansu Shunichi Nagasaki 4

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La escarpa calcárea era perfecta para la fachada, aunque no midiese más que algunos metros cuadrados, pues no necesitaba mayor superficie; no tenía más que arrancar los bloques de eurita horadados y agrietados por las raíces. El taladro de hierro bastó al principio para este trabajo, pero al llegar a la base, Borg se vio obligado a colocar en la hendidura un cartucho de dinamita. Cuando estalló y vio volar los trozos de roca, sintió algo así como el deseo de aquel poeta que quería verter de una vez para siempre dentro de un volcán todas las municiones de los ejércitos permanentes para librar así a la humanidad de su existencia dolorosa y de su angustioso porvenir.

A orillas del mar libre, August Strindberg

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Acredito mis deudas con los técnicos de la noche aludidos en Molloy de Samuel Beckett, así como con los residuos del diseño que conforman la suerte, hechos canción por Strawberry Whiplash. Por supuesto, los Goliaths en parto pertenecen a Mayakovski