UNA TUMBA PARA EL OJO

ANNA ICH LIEBE DICH

ESPECIAL RUDOLF THOME

Berlin Chamissoplatz (1980)
System ohne Schatten (1983); por Dave Kehr
System ohne Schatten (1983); por Serge Daney
Der Philosoph (1989)
Rot und Blau (2003), Frau fährt, Mann schläft (2004) y Rauchzeichen (2006)

Berlin Chamissoplatz (Rudolf Thome, 1980)

En tiempos donde cualquier película, hasta la que se sabe más menor, busca despuntar a cualquier precio, un filme de barrio cotidiano como es Berlin Chamissoplatz, sin caricaturas ni clichés de la histórica capital alemana ─una ciudad que, en honor a la verdad, confesamos no haber pisado─, alcanza a conmovernos, evocando en nosotros un afirmado sentimiento de pertenencia. Rivette aseveraba en 1998 que de todos los filmes recientes con Las Vegas como centro neurálgico, Showgirls (Paul Verhoeven, 1995) era el único real, y jamás había recalado en la zona. Pues bien, nos adueñamos con humildad de las palabras del francés sustituyendo nombre de ciudad y director. Porque hoy, puesta a distancia, esta Berlín filmada por Rudolf Thome puede parecernos la utopía, un ejercicio de conmensuración, casi que la plácida narración de un cuento de hadas. Menuda ironía deja a nuestra vera la intuición arrecha, pues en los ochenta esa ciudad iba ya demacrándose, abundando en quebraduras, especuladores inmobiliarios confundiéndose con buitres de carroña. El bloque amenazando con derrumbarse…
          …aun así, en su encofrado descansan, en pugna apacible con este principio de incertidumbre, preguntas aquietadas que sustentan la probabilidad efectiva de llevar a cabo aproximaciones felices. La unión de idiosincrasias opuestas solo por el libro teórico, puñetero, que hará levantar más de un fruncimiento al dar cuenta del cariño en pisos sucios, relaciones piquitas. La principal, entre Anna Bach y Martin Berger. Ella, estudiante, se encuentra implicada en la lucha vecinal de la Platz donde reside, él, arquitecto, es el encargado de justificar las obras que eventualmente perjudicarán, según Anna, a su comunidad de inquilinos. El contexto urbano, la barriada, no diríamos que acoge ningún drama feroz, sino que inspirando y espirando recolecta el romanticismo pasado ─tres veces adaptó Thome a Goethe, la primera en Stella (1966), causando lágrimas sinceras a Jean-Marie Straub─ adoquinando al tercer personaje, el distrito, que descascarilla matices, aporta el suplemento de calle, actuando en realidad bajo una modalidad de jurisdicción especial, como los antiguos panoramas fotográficos de grandes ciudades, envolventes, gigantescos, inabarcables de un vistazo. Aparte del barrio, reconocemos que la preeminencia del punto de vista se nos concede repartida entre los cortejadores, quienes, partiendo de posiciones enfrentadas en tanto su función económica y social (fastidia si se les da la importancia innecesaria: ellos no lo hacen), se irán arrobando el uno del otro. Ambos tienen cosas que aprender, obligaciones que decidirse a desatender, cosas que ayudarse a olvidar; resumiendo, se escuchan cavilosos, puntito fascinados. ¡Vivan los novios!
          Este cine de Thome, medio ácrata tranquilo cuando aún faltaba más de media década para que abandonase a sus asistentes de guion ─aquí y en dos largometrajes ulteriores Jochen Brunow, Max Zihlmann en ocho de sus proyectos─, participa también en cuanto a formas de la conmensuración: ausculta, atento avizor al paisaje, se posa grácil entre el ramaje del cine de su tiempo, como un gorrión, toma rápido en su pico lo que otros cineastas han conquistado y se pasea a saltitos con el botín, husmeando intemperie, más tranquilo que una mosca posada sobre la comida pal perro. No roba: reúne, ecologiza, deglute. Recorre las cinematografías de los años ochenta de puntillas firmes, sus movimientos recapitulan, avanzan, enmarcándose en tradiciones restañadas.
          Del balance histórico, atendamos al sordo bullicio mesurado con que Thome registra, sin minusvalorar su lucha, un retrato algo otoñal del grupúsculo activista local al que Anna pertenece, concediéndoles la razonable visión paranoica de los vencidos, anegados ya los setenta, mientras que a Berger se lo deja medio en paz, con su bonhomía de clase pudiente y su acomodaticia creencia burguesa en que uno recibirá justicia con solo engalanarse con buenos modales. Ante todo, educación, respeto y conmiseración recta. ¡Cuán crédulos hemos sonado! Pero oíd, en asuntos de dos, un grato silencio previo a la respuesta jactanciosa podría acabar con alguna guerrilla ingrata, dar arranque a la sedición. Con César Vallejo en la pluma, nos dirigimos, en esta forma, a las individualidades colectivas, tanto como a las colectividades individuales y a los que, entre unas y otras, yacen marchando al son de las fronteras o, simplemente, marcan el paso inmóvil en el borde del mundo. Algo os identifica.
          Del balance formal, podríamos embebernos en decenas de detalles que hacen a Berlin Chamissoplatz propender hacia el acotamiento de unos consensos esenciales. Empezando por lo aprehensible y diáfano, resiguiendo una filiación de la que la crítica aguda ya dio cuenta en su momento, se prolonga en este filme, de modo especialmente consecuente, un derrotero Éric Rohmer que en poco participaría del adjetivo “naturalista”, el cual, en demasiadas ocasiones, hemos venido escuchando utilizarse desventurado como calificativo para referir las maneras cinematográficas del galo. Al contrario, siendo más bien el antónimo de lo que se entiende por “espontaneidad” e “impremeditación”, al igual que demuestra Thome, las señales del deseo que los personajes le telegrafían al espectador, en puntos y tiros largos como en morse, se encuentran apuntaladas, en sus escenas, por traslaciones de los cuerpos latiendo en concepciones espaciales muy previstas, mientras que el camarógrafo, persiguiéndolos tan certeramente, nos hace olvidar cómo los mantiene sin escapatoria ni improvisación casi siempre en el puro centro del encuadre. Casi, insistimos: si los vemos en el extremo, el prodigio inverso ha lugar, reparamos en el aparato.
          Jugando a calibrar fantasiosamente la trayectoria de Thome en retrospectiva, se nos antoja divertido imaginar que colocó a sabiendas, para despistar a aquellos críticos que tanto aborrecía ─«los críticos alemanes afirman que intento imitar a Rohmer, o me comparan con él y dicen que soy menos bueno. Esto es completamente estúpido. La mayoría de estos críticos ni siquiera son capaces de ver sus películas, ni las mías, con los ojos adecuados (siguen una moda, y Rohmer está actualmente en boga)»─, a los protagonistas de Berlin Chamissoplatz en la proyección de un filme de Jacques Rivette (Céline et Julie vont en bateau, 1974), a Bruno Ganz y Dominique Laffin enfrente de la emulsión celuloidal made in Doillon, añada 79, La femme qui pleure ─hasta Laffin afirmaba diégesis adentro ser actriz en el filme francés─, mientras que los de Tarot (Thome, 1986) asisten a uno de Rohmer (Les nuits de la pleine lune, 1984). Los vulpinos analistas chiflados conjurarán paralelismos afectados, pero lo único cierto es que a Thome le gustaron las películas, y para alguien como él una pequeña celebración no suele venir nunca mal, el hombre tiene cariño a filmar breves vislumbres de belleza, sean para la sala sagrada o su Vimeo personal (periódicamente cuelga en Internet su vida partida en cientos de vídeos molientes).
          Las conmensuraciones brotan por doquier. Reflejada en un espejo, en la vivienda de Anna, adivinamos de refilón una frase grafiti azul que, aun no pudiéndola leer entera, nuestra asociación-automática-neuronal-cinéfila relacionará con la militancia principios de los setenta Jean-Luc Godard: piso de militantes que militan, viviendo para pintar más militancia en las paredes. ¡Uf! Aquí nos sobra, pensamos. Luego, con el cuadro completo, veremos que se trataba de una bromita de Thome. El tabique no enunciaba algo tipo «une minorité à la ligne révolutionnaire correcte n’est plus une minorité», sino «se reposer comme une fraise» (descansa como una fresa), pintado seguramente por su ex francés, un regalo tierno hacia Anna. Pero bueno, no le pillemos cariño, este chaval tiene prisillas cansinas, a la jovencita Bach le venía de perlas un burgués digno como Berger que abandonase su mierdento trabajo con el fin de verla cuanto antes. Y hablando de Godard, el gran exmarido de la cinefilia despechada, fíjense en la pelín alienante gasolinera, coronada por el letrero publicitario DKV, adonde Berger debe ir a buscar a su exmujer: una pequeña escena de dos encuadres, en la que la percepción se expone al silencio marital pasado, al peso de un armisticio prebélico a punto de quebrarse… Vale, Berger y su antigua pareja intercambian palabritas, hay algo todavía… ¡Ni hablar! La turbulencia no proviene únicamente de esta conversación entre amantes fracasados, sino también del paisaje: es la sensación de guerra fría de una estación de servicio contra la humanidad, una emoción agresiva que se filtra sin pretender por ello soliviantar al espectador por entero, sí bastante, pero sin que tampoco ─sumidos en esta inevitable calma cruenta de batalla mundial en curso─ la intensidad esperanzadora de una vivencia estética popular colores primarios Bauhaus decaiga. Persiguiendo evocaciones similares, Godard no consiguió filmar una gasolinera así hasta bien entrados los ochenta, a retazos en Prénom Carmen (1983), finalmente valiente en Je vous salue, Marie (1984), resarciendo el haberla convertido antes en cómic ─Pierrot le fou (1965)─ o en panfleto ─Week-end (1967)─.  Como escribió Serge Daney, Thome y el cine alemán iban entonces un paso por delante.

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Quelques remarques sur la réalisation et la production du film ‘Sauve qui peut (la vie)’ (Godard, 1979)

 

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Prénom Carmen (Godard, 1983)

 

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Je vous salue, Marie (Godard, 1984)

 

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Film socialisme (Godard, 2010)

 

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Berlin Chamissoplatz (Rudolf Thome, 1980)

 

Ovilladas en la madeja cine, nos rendimos a la percatación de que las filiaciones en Berlin Chamissoplatz podrían anudarse en las aristas de cualquier filme mínimamente materialista, al cual se le permite respirar. Fundidos a negro muy lentos, lentísimos, separan las escenas y secuencias. En lo referente a la sintaxis diegética, estos fundidos riman con la subjetividad deseosa del espectador, resistente como Thome a querer abandonar, a consentir el sueño-despertador-a-las-ocho, a que acabe el día para los personajes. Manténgase erguido el barrio. Amamos la escena, la vida, esta escena, esta vida y, como a Anna, no nos importan las promesas hechas por otros sobre un futuro próximo donde las cosas dicen irán mejor. La sombra de una nube pasajera oscurece lenta durante un segundo la escena y el rostro de Anna, pensamos que el metraje va a cortar. Al volver a bañarla la luz nos cercioramos respecto a que la forma en que la materia infiere en la idea no encapota el propósito ambulante, sino que en cambio, lo hace más bello, al dejarlo ser, incidir, fijando la idea de modo circunstancial, vapor duradero vigoroso a los malos contrastes de copias sospechosas. Pasan las décadas y esa nube ansiada por el camarógrafo (Martin Schäfer) traspone tanto como aquellas ensombreciendo los personajes-obreros-campesinos de Vittorini en los filmes de Huillet-Straub (lección aprendida, aplaudimos).
          Para acabar, el balance político, interpersonal, aglutinador de los sentidos últimos. Lo acompañamos durante la travesía fílmica, permanecemos pizca agitados: es el hado de la relación Anna-Berger. Ambicionamos verlos felices, consumada la conmensuración. Jugando contra nuestra percepción radican las maneras de Thome, donde la utopía se cifra en que la tensión no existe ni las prisas determinan ningún rol. El aparato consecuente, la música meciente y la copa de vino acompañan el ansia templada masculina hacia la mujer joven. Encontramos divertimento con él en desayunar suciamente, donde acabamos de dormir, en atrevernos a pensar, ante el ofrecimiento de la querida, si lavarnos los dientes con el cepillo ajeno. Romántico gorrino. Sumen más, los pretendientes se gustan. Saliendo al mundo exterior con ella tras la apacible, suponemos reflexiva, visita a un museo, un gesto denigrante del novio francés de Anna ─la manía de grabar conversaciones privadas─ podría hacer peligrar nuestro trabajo, pero no nos importa a estas alturas; aceptar en un día de playa italiana tener otro hijo, lo vemos adecuado. El amor nos dota de fuerzas para exponernos, tocar el piano cantando a voz en grito para enamorar o, acaso, por descorchada felicidad; tras haber dormido con ella los motivos se indistinguen. La aventura tierna, rotos los lazos, heridas cicatrizando a paso lento, termina curando discusiones fatuas. Sabemos que es costumbre de los recios doctrinales recelar de la mitigación, lo que conllevaría sustituir el pie de contienda por el coloquio efusivo, bordado en trazos de cariño.
          Aquí, desde puntos geográficos distantes de nuestra desdichada patria, dos amigos fortificamos algunas certezas viendo Berlin Chamissoplatz. Pudimos advertir nocherniegamente los trazos sedosos, lugareños, europeos, y en emoción creciente ─a pesar de la traición final que remata el filme sin echar culpa pesada sobre nadie─, llegando a un pacto: era 10 de junio, y ambos hacía tiempo que no sacábamos las chanclas del armario, cosa poco fina quizá, pensábamos, después de zapatear durante el otoño, el invierno y la primavera con los pies abrigados. Verlas esparcidas o calzadas en los pies de Anna, paseando Alemania a diez años de caer el muro, convenció al dúo del tiempo desperdiciado tanto como la voz de la chica enamoró a Martin. Ese verano entrante airearíamos los pies, ya fuese en masías catalanas o playas gallegas, y juntos, sosegados, pensaríamos en grafitear sobre la pared más inoportuna una declaración de amor. No podía costarnos tanto, eran cuatro palabras y nuestros pies irían ligeros.

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RECLAMANDO LA TIERRA

Strangers in Good Company [The Company of Strangers] (Cynthia Scott, 1990)

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In my sweet little Alice blue gown,
When I first wandered down into town
I was both proud and shy, as I felt ev’ry eye,
But in ev’ry shop window I’d primp, passing by.
Then in manner of fashion I’d frown
And the world seemed to smile all around.
Till it wilted I wore it, I’ll always adore it,
My sweet little Alice blue gown.

Alice Blue Gown (L. Friedman, B. Whitson)

Autobús varado en medio de la campiña canadiense, un conjunto de siete ancianas más camarada negra, joven en comparación, deben reposar en una casa cualquiera, plantada ahí por vaya Dios a saber, desde luego no era aquella donde Constance pasaba sus veranos, sus ya tan lejanos julios y agostos, de niña, vencido ya el recuerdo pero no agotado. Constance es triste, vive triste, dicen de ella sus accidentadas compañeras. Los personajes adoptan el nombre de las actrices, existencias puestas en diálogo a la candela del relato. Dicha casa funciona de hospicio transitorio, y poco tardan las ocho mujeres en entretenerse con tareas rurales, remembranzas, deseos de futuro, estas siete ancianas disponen su sabiduría y la condimentan con una pizca amarga de recelo y temor, lo vivido no se puede ignorar, retornan fotografías de hace cincuenta, sesenta, setenta años, las vemos en la flor de su vida, nos embarga el enternecimiento, surgen estos registros e instantáneas a la manera de un pétalo cayendo sobre el pelo de las nanas, una corola de néctar posándose sobre la cabellera de Beth, temerosa a quitarse la peluca, la suspicacia candorosa escolta, vergüenza por dejar visibles los signos de un natural apagamiento del cuerpo… No importa, Michelle, la referida muchacha de color, le quita los rubores y la hoja cae sobre las raíces de la hembra, la luz nos permite ver el remanente de sus verdaderos mechones, y casi corremos a aconsejarle que se quede así, con el pañuelo rodeándola. Una ligera gratificación de savia recorre los momentos que pasamos con cada uno de estos seres humanos, Cynthia Scott les proporciona el terreno, los instrumentos ─la frondosidad da oportunidades sin desconfianza─, y ellas agradecen, aprovechan esa congruencia. Princesas perdidas en la niebla de una estación incierta, su fin de siglo será el nuestro.
          En compañía de extrañas, la buena comparsa del aparato, el plano medio cerrado, encubridor de los más sigilosos testimonios. Los epitafios del tiempo se esconden, la tierra les hace la peineta, larga cabalgata de sensaciones al trasluz de los porches y verandas, un tiovivo afeccional cargado de reencuadres yendo a parar al sentimiento bruto a modo de los que nos podemos encontrar en uno de los grandes filmes de Henry King. Este es mi sitio como espectador, me digo al escuchar las ganas que tiene Winnie de volver a enamorarse, rememorando anhelos juveniles, llenándose de dinamismo, aludiendo a una pareja recién vista: tenían apetencia, él y ella, de comerse enteritos, jugarse el destino. Qué poco saben los jóvenes cuando se entregan el uno al otro del plus de lozanía que pueden concederle a una anciana, Winifred hasta pensando en ellos podrá vencer su miedo incunable a las ranas. Este es mi sitio como ser humano, vuelvo a susurrar. La casa estaba ahí, desierta, y durante cien minutos, un huracán social la puso patas arriba, colapsó la proscripción a las zonas vedadas de mi colectividad. Serge Daney lo sentía con Francesco, giullare di Dio (Roberto Rossellini, 1950); actualizo esa generosidad del encuadre hacia mis ansias negadas, agazapadas. La emersión emocional de Alice, Beth, Catherine, Cissy, Constance, Mary, Michelle y Winnie estalla al lado mío, pero no dentro de mí, la visiono con la cerca entreabierta del abuelo que quiere verme entrar a su casa, comer conmigo. Confiado y de buen corazón, encomienda a mis manos libres para hacer el camino en soledad.
          Trenzadas al lado de las alimañas cordiales del riachuelo y noches con ronquidos de desconocida procedencia, ellas se entienden silenciosamente, y no se callan, pero al hablar cambian, sus temas recorren una dialéctica que ha sobrepasado los vanos rencores, ya se instalan los consejos en bocas de las que no sospechamos malicia, desnudan sus ayeres con constancia calmosa, en un lecho de yerbas: el suave orgullo de Catherine, monja, la admisión de homosexualidad echada al aire, como un respiro, de Mary. Alguien las escucha, allí, acullá, eso llega. Cuando olvidan, lo hacen para sí. Constance borra recuerdos y difumina su vida en unos horizontes propensos a deslizarse arriba y debajo del encuadre. Piden nada, esperan lo que pueden. Échame una mano, aguarda conmigo la llegada de la suerte. Al dar fin el estado temporal de abarrancadas, salimos de la ígnea puesta de sol tendidos a los ojos del creador. Recorren el entorno doméstico donde la cinta remata salomas, hachos, embaimientos e intermisiones del presente, que se han esparcido por el mundo arcano trabucando los cuadrienios. Acudiremos a la próxima vendimia.

Strangers in Good Company Cynthia Scott 2

Strangers in Good Company Cynthia Scott 3

Suena The Silky Veils of Ardor (Joni Mitchell)…

REDESCUBRIENDO BRASIL

ESPECIAL CARLOS REICHENBACH

Falsa loura (2007)
Reichenbach filho o el porno tropical; por Louis Skorecki
Dos testimonios de Carlos Reichenbach
Garotas do ABC (2003)
Argumento cinematográfico de «Dois Córregos – Verdades Submersas no Tempo», comentado por Carlos Reichenbach

Garotas do ABC (Carlos Reichenbach, 2003)

«Recuerdo cuando hubo una gran retrospectiva de la chanchada, fue como hace 30 años, en la Universidad de São Paulo, perdí un mes de mi vida en la sala de proyección. En realidad no perdí nada, gané un mes de mi vida. Iba allí todos los días porque no podía dejar de ir […] Creo que es hora incluso de romper muchos tabúes. Esto es lo faltante, creo que hay toda una generación que no se recicló, que no vio filmes de la época de la chanchada. […] Querría ver al tipo ir allí, pasar un mes todos los días viendo filmes de Zé Trindade, de Ronaldo Lupo. Es impresionante, porque de cierta forma, quieras o no, el cine de género precisa de un aprendizaje, exige un cierto aprendizaje. Perder los prejuicios, quebrar tabúes exige un cierto aprendizaje. Creo que tiene un poco esta función, todo eso que Remier Lion está haciendo, es exactamente lo mismo. Existe nítidamente una diferencia entre el llamado cine trash y el cine transgresor. Ed Wood es un horror, es una mierda. Estoy hablando de filmes transgresores y existe una diferencia como del agua al vino, la más mínima inteligencia percibiría eso».

Entrevista a Carlos Reichenbach, 9 de noviembre de 2004

Al comentar las virtudes de una secuencia, uno de los lugares comunes más banales e insulsos con que puede inaugurarse la conversación sería empezar consensuando respecto a su “justicia”, su “imparcialidad”, su “justa distancia” entre el aparato de filmación y los sucesos mostrados. En teoría, afirmarlo equivale a certificar que el crítico está dotado de altura de miras, pero en realidad, suele ocultar un desprecio. Hemos escuchado reutilizarse la palabra “justicia” para evocar cierta idea de ecuanimidad con la que John Ford representaría a los sudistas, el mundo castrense, Douglas Sirk al soldado alemán en A Time to Love and a Time to Die (1958), Frank Capra y el liberalismo. El adagio de la “distancia justa”, además, aparte de suponer un perezoso menoscabo explicativo de las condiciones de puesta en escena, revela también una preconcepción del “comprender” como un “comprender a distancia”, mas huelga decir, no participaríamos, no querríamos participar sino “a distancia”, de aquello. El caso expuesto a continuación, en contraste, es el ejemplo de un cineasta embarrado hasta las trancas, pero que con su personal propositividad termita, logra ir y venir, brincar y correr, varias veces sobre la misma línea, meando fuerte cual manguera para sacar lustre a “la justicia”: de perito experto en el sarcasmo pasa a entregarse indefenso al sentir del enemigo, ahora dignatario sindical, al momento siguiente máximo promotor de la chanchada; en resumidas cuentas, de puro contento ante lo que presenciamos, brota una exclamación: ¡que siga viva por mucho tiempo la práctica del filme-demencia!
          Los productores y distribuidores extranjeros no permitieron a Carlos Reichenbach el montaje de tres horas de Garotas do ABC (2003). En su opinión, los innobles neonazis se robaban la importancia de las mujeres trabajadoras, así que Reichenbach, junto a su editora cómplice Cristina Amaral, tuvo que aligerar, cortando por la mitad las escenas masculinas. Con el montaje que nos ha llegado, no podemos sino intuir hasta dónde pretendió llevar originalmente Reichenbach el estudio chalado de estos caracteres adyacentes. El montaje final supera apenas las dos horas. Rebajando metraje al grupo de brutos conformado por Salesiano, Fábio, Alemão, Ruggero y Nicanor, se volvía a encauzar el proyecto hacia lo que venía concibiéndose en un principio: un filme de alma doble ─el primero de una serie de seis sobre la mujer y la fábrica─, dividido entre el trabajo (Sonhos de Vida) y el tiempo libre (Vida de Sonhos). Lo que nos queda de los machos, no obstante, es una inigualable nobleza en las formas a la hora de acompañar el desespero de sentires en que brota el fascismo.
          Aun cuarteadas, las secuencias neonazis resudan el turbulento disfrute calenturiento de un cineasta desenfrenado, volcando el autobús hacia la conciencia histórica con un satirismo posicionado mortalmente serio sin cuartel. Garotas do ABC se abre delicado, natural, como una flor. El encuadre recorre suave los variopintos pétalos de la habitación de Aurélia, advirtiendo pronto las yuxtaposiciones y los contradíctores: al póster del músico Sam Ray, el “Papa del Soul”, le sigue un cuadro del Papa de Roma, sus fotos de pequeña se mezclan con las de mayor, etc. La chica privilegia el baile a vestirse con calma, y existir se asimila a rehacer un collage. Desde dicho inicio, el filme se compromete a captar los trasvases emocionales de la operaria con alma negra aunque amante de Arnold Schwarzenegger, pero anexándole a Fábio, el neonazi deambulante, y haciéndolo tan anejo a su tendencia vital, Reichenbach se condena alegremente a reseguir también la suya; ¿y por qué no? ¡vengan también las andanzas de sus colegas los bestias! Pareciera que una recóndita parte malvada del cineasta actúa adrede contra su propia película. A Fábio corresponde la vanagloria de ser el renglón torcido de un guion demasiado vasto y, a la vez, demasiado límpidamente resuelto: gracias a su persona, el filme se permite devenir en odioso tránsfuga del cine social, haciéndonos pasar en el truculento bar-billar más tiempo del deseado con unos brutos racistas que no querríamos acompañar ni en pesadillas, las secuencias nos empapan de ginebra junto a una vieja apestosa, y si agotados decidimos dormirnos a la puertas del local, un cliente ebrio recién salido nos echará la papilla encima. Mientras que el limitado drama familiar de Aurélia o la solidaridad condicional de las muchachas obreras hacen por aproximarnos, segundo a segundo, tiento incluido, hacia las adhesiones serenas de Eles não usam black-tie (Leon Hirszman, 1981), la presencia de un nazi en la sala nos embarca de golpe, desprovistos de ancla, hacia un guarro mestizaje que incluye mugre a raudales, languiana redención culpable y orgullosa reyerta gritona de serie B. Relevos cinefílicos, animaladas de distinto calado compensan un proyecto aletargado, finalmente truncado, que consistía en una suerte de Berlin Alexanderplatz para la televisión brasileña carente del apoyo institucional necesario, cuya simiente, ya corrompida, se remontaba a 1987. Los pósters del bar donde se reúnen los canallas atestiguan superficialmente, medio en broma privada, un abstruso legado a reciclar: Die Liebesbriefe einer portugiesischen Nonne (Jesús Franco, 1977), Killing Birds-Raptors (Claudio Lattanzi, 1987), Django (Sergio Corbucci, 1966), Zombi 2 (Lucio Fulci, 1979)…
          A vueltas de campana con nuestros compañeros neonazis, la observación ruidosa de sus desvaríos, escarceos y golpizas se funde con pesares sinceros e incluso con fugaces vislumbres de poesía fascista. Derivas existenciales contaminadas, destinos con final sombrío, demandan manchar al espectador los ojos, antes el cineasta las manos, como Reichenbach aprendió de los bienamados melodramas solteros, desafiliados de cualquier Dios, de Valerio Zurlini. Lo que menos marea nuestras neuronas en Garotas do ABC son las chicas: es cierto que la desfachatez de Aurélia, por ejemplo, cuando reconoce impudorosa a Paula Nélson amar a Fábio sobre todo por ser un hombre fuerte, algo que la encargada nunca entendería si no ha tocado nunca esos bíceps, esos pectorales, esos sartorios, en definitiva, si nunca se ha corrido a chorros, como lo hace un hombre, consigue, en alguna medida cómica, traspasar el envés, volver del revés el guante, del melodrama sirkiano ─recordemos el despecho de la viuda en All That Heaven Allows (Douglas Sirk, 1955) cuando su hijo le reprochaba lo atractivo, por musculoso, que se le hacía a la respetable mamá el jardinero interpretado por Rock Hudson─, pese a que la apuesta reichenbachiana no acabe rebasando la exposición crudenta de una falsa conciencia obrera transmitida al espectador, cargada siempre honrosa y sabiamente, eso debe reconocérsele, con la entera asertividad maestra que consiente una conducta alevosa para con los deseos propios. Frente a un filme como Garotas do ABC, tan poco preocupado por delatar la incomprensión, lo estructural (Sirk), y tan finamente expedito a comprender lo estructurante (los objetos de nuestras identificaciones), es complicado describir lo que impide una eclosión emocional plena. Quizá sería necesario saber un poquito más de cada chica, y quizá saberlo un poquito más peor, con el propósito de aumentar radialmente el perímetro de sus vidas en contacto con aquello que no sabemos, o ignoramos. Opacidades en cambio, por sorpresa, sí presentes en Fábio, el novio irredento, amante de carne mulata, a la vez conquistador de carne despreciada, cuerpo enfermo todo él. Las razones que empujan a Aurélia a seguirlo son límpidas, han sido verbalizadas, pero no alcanzamos a comprender bien el porqué la lleva Fábio a la charca hedionda, localización tenebrosa, nocturna como la pesadumbre que arrastra, relente cargado, lleno el suelo de cadáveres de rata, pescados en descomposición, enigma de la pulsión fascista que preconiza un noviazgo barbitúrico con la muerte.
          La tragicómica figuración del grupúsculo neonazi, alternativamente risible y temible, se encauza hacia profundidades importantes cuando Reichenbach la encuadra en sentimientos remanentes del integralismo brasileño deformado, liga nacional concretizada de una misma intransigencia universal. Rara vez en un filme logran hermanarse, coexistir, convivir, dos visiones enfrentadas sobre un asunto, los neonazis aquí, peleadas inclusive en el tono, sin que la peculiar armonía resultante chirríe cínica. Un carrete reversible de doble sentido: que la preocupación por la vialidad sea un asunto policial; Reichenbach nos seduce con el placer y frenesí del volantazo. Momentos cinematográficos excelsos son aquellos donde el enemigo declarado se torna grandioso en relación al observador, sus objetivos bellos y significantes, mas no loables, ni justos, pero por fuerza cercanos al ansia viva por desentrañar que arde en las pupilas de una mirada atenta. A la Justicia se le hace un mal favor representándola ciega, pues su magnanimidad provendría de observar la instancia a enjuiciar con ojos libres ─adagio caro al cineasta portoalegrense─; tampoco a la Justicia le pertenece la equidistancia, ni la desideologización, sí la comprensión y amplitud de entendimiento. Por estas razones el momento más expresivo del filme corresponde a la desaparición claudicante de Fábio. Desarticulado el grupo de canallas por una serie de movimientos en falso, faltos de estrategia política ─el asalto a la discoteca (único reducto donde se le permite al proletariado soñar), el botellazo a la vieja (progenitora del justiciero sanguinario que dará caza gore a Ruggero y Alemão)─, no llegaremos a saber si Salesiano, mentor privilegiado de Fábio en estas lides nazistas, acaba vivo o muerto. Sin embargo, el desencuentro entre ambos deviene irremediable, certificado por la signalética del sigma integralista estallando, también escrito con tiza traidora en la espalda del líder al estilo vampiro de Düsseldorf. Paralela a la pequeña victoria mujeril, el filme se ensombrece con una tristeza amarga por los machos. ¿Osaremos insinuar que estas alimañas nazis merecen algún tipo de conmiseración? El ancho mar, motivo recurrente en la imaginería del cineasta ─obsesión convergente con Zurlini como «metáfora de la percepción de la pérdida», en palabras de Reichenbach─, supone el destino postrero de Fábio, quien se introduce en tamaño sentimiento oceánico para poner fin a su dolor: un travelling lateral que sobrepasa un ritual funerario crioulo nos lo descubre tragándose una pila de anestésicos, acondicionándose para su definitivo viaje al Valhalla, a pecho descubierto, como un verdadero guerrero antiguo; a continuación, un corte de magnanimidad proverbial sigue su espalda hasta que los andares del desdichado prueban la salazón del agua, el aparato se eleva centímetros, emulando la serena liberación de un alma, Fábio se hunde progresivamente arrullado por melancolía de ultratumba mientras se rememoran las palabras del antaño amado general, primero llega su voz, luego, asombrosamente, el rostro de Salesiano con ojos rojos henchidos de cocaína llorada se superpone a la imagen cual traslúcida fatamorgana, reverberando un discurso fatalista hermoso, que provee de identificación al totalitarismo como una larga marcha militar hacia la pacificación del camposanto. Las olas, rumor constante, tiempo imparable, trabajan haciendo naufragar el libro Porque é que sou integralista escrito en 1935 por Antônio Pompêo, abriendo y cerrando sus páginas en lo que dura un suspiro, que es en realidad lo que dura el poder de cualquier estado-nación si lo comparamos con el acontecer eónico en relación al movimiento incomputable del universo. Rematan la bellísima secuencia dos cortes sobre un esqueleto siendo mecido por la marea, muñeco tan de utilería que podría parecer prestado de un filme baratero de José Mojica Marins.

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«Me siento atraído por la muerte de las sociedades, siento señales de muerte…»
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«Es preciso leer el pasado, comprender el presente, y sufrir el futuro…»
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«Es preciso descubrir y destruir de donde emergen Césares y Virgilios, Cicerones y Augustos…»
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«Es preciso transgredir las limitaciones de reyes, filósofos y capitanes…»
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«Es preciso reconstruir épocas pretéritas, remotas, desconocidas… y todas las culturas del pasado…»

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«Culturas son flores que nacen, florecen y mueren. Flores que se pierden en las entrañas del tiempo, con derecho a raíces provisorias…»
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«Es preciso morir varias veces».

 

En su ABC de la guerra, también Bertolt Brecht combatió con epigramas la poética visual del fascismo, reconociéndole su dominancia estética al lucharle, contracomentándole a pie de foto, sus instantáneas publicitarias, noticias y discursos. Reichenbach hace lo propio con el enemigo cuando alterna su ridiculez furibunda ─a Salesiano drogadote proclamando incoherencias contradictorias del estilo: «La ley por encima del hombre, el orden por encima de la ley, el derecho por encima del orden y Brasil por encima de todo»─ con refulgires de franca belleza o camaradería brusca, pero camaradería al fin y al cabo. Sombras chinescas recortan las siluetas de Ruggero y Alemão apaleando bahianos, sumergiendo al espectador, por diez segundos, en la verdad indiscutible de las soflamas del Dr. Salesiano: existe una guerra mitológica, y ellos, aspirantes a hiperbóreos, cazadores de la inmortalidad de Apolo, son los comandantes, erigiendo a porrazos un hogar remoto donde «solo debería haber espacio para quien produce». Sin participar con ojos libres de aquesto, nunca llegaríamos a comprender por qué el totalitarismo de principios del siglo pasado fue una vez una vanguardia con potencia revolucionaria, dotada de su propia poética terrible, y no meramente una contracorriente reaccionaria. Un integralismo que soñó con unificar música, danza, escultura, arquitectura, pintura y poesía bajo un mismo principio estético, enmoldado por el nacionalismo, incluso anhelando una armonía total de convivencias entre futurismo, cubismo y música clásica, capaz de reivindicar para sí el arte de Carlos Gomes, Almeida Júnior y Vicente de Carvalho. Así, solo merced este respeto encuadrado podremos apreciar correctamente al personaje más rastrero de todo el filme, dotado de una levedad ignominiosa: el sindicalista que intenta llevarse repetidamente a Paula al catre. También al más noble y respetuoso en su particular idiosincrasia, Didão, militar hermano de Aurélia: el desfile en que participa, registrado de bastante cerca ante la preocupada búsqueda visual de su tía Teresa, es tan ecuánime, veraz y revelador de las condiciones armamentísticas necesarias para mantener el ordem e progresso en Brasil como las lejanas panorámicas de ejercicios marciales en The Long Gray Line (John, Ford, 1955). Mirada sostenida que según el temple del cineasta dará lugar a justo una imagen, y no a una imagen justa ideal, pudiendo funcionar igual desde cerca, muy lejos o chapoteando risueña en medio del fango, mientras funcione su verdad.
          Cedamos sin miedo a los aspirantes a general la tarea, vana, de intentar encontrar una imagen de justicia ideal, que como tantas veces demostró la historia, bien puede nacer de reivindicaciones antigualitarias, de profilaxis social. Nos quedamos con la omnicomprensibilidad diagonal del paradigma propuesto por Reichenbach; y si nos parece excesivamente moralizador su intertítulo final, al ritmo de la canción, donde puede leerse “Todo brasileiro tem sangre crioulo”, pensemos en el mayúsculo “QUAND LA LOI N’EST PAS JUSTE LA JUSTICE PASSE AVANT LA LOI” imprimiéndose sobre el aviso del FBI en Film socialisme (Jean-Luc Godard, 2010). Reciclando mi comprensión, transgredo; entonces el territorio, ancho como un fotograma, termina por pertenecerme.

 

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BIBLIOGRAFÍA

Entrevista a Carlos Reichenbach, 9 de noviembre de 2004

POMPÊO, Antônio. Porque é que sou integralista. Ed: Revista dos Tribunais / Núcleos Integralistas do Estado do Rio de Janeiro – Frente Integralista Brasileira; São Paulo​, 1935.

LECCIÓN DE CINE

ESPECIAL CARLOS REICHENBACH

Falsa loura (2007)
Reichenbach filho o el porno tropical; por Louis Skorecki
Dos testimonios de Carlos Reichenbach
Garotas do ABC (2003)
Argumento cinematográfico de «Dois Córregos – Verdades Submersas no Tempo», comentado por Carlos Reichenbach

Era algo difuso, se producía una revuelta focalizada en una provincia X de Andalucía que terminaba ocupando un grupo Y de anarquistas. Sonaba mi voz y decía “en mis tiempos, los padres de mis padres de mis padres no enseñaban a sus hijos cómo vivir en las cárceles, les enseñaban a no morir”, y luego la tuya preguntaba “cuéntame cómo continuar esta revolución, solamente sé vaciar las arcas, que no es poco”. Más tarde, inconexamente, estábamos tú, un amigo tuyo y yo en El Corte Inglés. Me sentía rabioso porque iba comprando ropa muy barata y vosotros dos me mirabais mal. Te lo cuento nada más despertarme para no olvidarme. Como tú, no me psicoanalizo, pero lo de Andalucía se ilustraba con imágenes de gente desnuda duchándose en unas cloacas y coches de políticos intentando abandonar la frontera.

Sueño de A. el 16 de julio de 2020, dos días después de ver Falsa loura, retransmitido a N.

 

Falsa loura (Carlos Reichenbach, 2007)

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1. LA MÚSICA DE LA FACTORÍA

Hemos vivido más de año y medio bajo la sombra de Falsa loura. Cada vez que vemos una nueva película construimos un baremo imaginario donde el límite lo constituye el filme de Reichenbach. El metraje de tan bella obra ha circulado más de 500 días sobre la autopista de nuestras vidas uniendo reflexiones y sueños, golpea insospechado en azarosas pausas de la rutina diaria, emocionan como el primer día las alegrías gritadas en el comedero de la fábrica en la cual las protagonistas hacen el turno semanal. Han pasado varias estaciones, repetidose han los días del calendario, y todavía no nos suelta este trozo de celuloide, tan grande pegada supuso que hasta las imágenes de duermevelas menos apacibles o más tormentosas han cambiado su tonalidad. Si The Last Days of Disco (Whit Stillman, 1998) acapara nuestra novelesca memoria como el filme esencial sobre los yuppies en el cambio de siglo, el de Reichenbach supone lo mismo para la clase obrera brasileña a principios del milenio. No aceptaremos oprobio alguno hacia esas supervivencias, estos filmes cimentan la moral extraviada con arraigados tajos. Un mundo roto, São Paulo tristón, de gente medio engañada consigo misma, encarado por el cineasta porto-alegrense luchándose sudoroso al cabo de la acera el respeto que merecen tanto la camisa cara del pijo como las uñas astilladas de una trabajadora de la factoría. No nos extraña la inclusión de revueltas en sueños convulsos al echarnos al colchón y cerrar los ojos tras pasar dieciocho horas revisitando el filme a corazón abierto sobre suelos insolentes, perdiendo amigos, triunfando inconstancias. Son filmes así los educadores reales de la ética, ilusionantes, haciendo inútiles las divisiones entre alta y baja cultura escindidas por flancos oportunistas. Falsa loura, cine popular, sociedad encantada y sufriente.
          La protagonista de este filme, como su título indica, es una rubia teñida. Su nombre aparecerá al principio del siguiente párrafo (confiamos en que el lector lo retenga) porque preferimos terminar este con una pequeña reflexión primeriza, para nosotros esencial. Aquí va: cuando la zalamería del obrero para con sus fantasías se esfuma transformándose en pura devoción hacia ídolos de barro, concordaremos en intuir que el cineasta capaz de captar esa variación ha entendido al menos una idea sobre los sentimientos que residen en la existencia de un asalariado, sentires dulces, presos de una variación incesante, tan ambiciosos como los de cualquier otra clase social. Las disoluciones han hecho de nuestra rubia una mujer suave, cariñosa, atenta, alentadora… y no por ello han eliminado lo infausto de rendir el espíritu hacia una canción afectada o de no poder evitar el subyugo por los fantasmas de una mala noche; al menos conocemos bien el sentimiento del mundo pasando por delante de la luna del coche, o la embriaguez de un guiño cuchicheando de madrugada arrímate a mí. Sí, es la otra vida, donde no cuentan las horas, pero luego viene la sirena, la maldita sirena de la fábrica.
          Silmara, muchacha de sonrisa amplia, pasa los días de la semana creyéndose reina de los confines limitados del trabajo ─allí, ella es la fuente a la que acudir en busca de consejo, anécdotas, templanza de humores─, la entrañable o irritante sabionda de clase, según se la vea; adoptar una postura altiva ante los demás es en ocasiones signo de abatimientos demasiado hirientes, urge esconderlos, ser la más chula de la calle, rutilante estrella de su propia película privada. Si nos emocionamos al volver a Falsa loura, algo de esta exaltación triste nos la convoca el orgullo de la chica teñida: Silmara extiende sus dones por doquier, un instante pícara, otro pasional, de día diligente y animadora, de noche la que une al grupo, se preocupa porque todas consigan pareja. No olvida rencores con facilidad. Es la obrera por excelencia de los últimos veintiún años revueltos de cine, la gloriosa mundana, procacidad invitando a la asonada enclaustrada en tres acordes de balada melosa. Melodrama aligerado, hipérbole clásica sustituida por desenfreno verbal vulgar, una vulgaridad con musicalidad que encandila, hasta el punto de sonar inventivos los diálogos más soeces en el comedor a la hora del descanso. El habla ociosa reemprende su vuelo ligero, plagado de timbres a los que nos gustaría abrazarnos, las voces resultan cálidas, la noria sigue girando, también las cintas mecánicas. Creíamos conocer esos sonidos fabriles por multitud de filmes empeñados en que nos atronen los ruidos con su feroz insistencia, pero la aproximación era errónea, infiel a la armonía de voces que se les superponen en cualquier situación con algo de humanidad. Las chicas no escuchan las cintas maquinales, se ponen cascos y piensan en Luís Ronaldo ─un Julio Iglesias paulista─, sueñan con aquellas princesas lejanas, reemplazando su rostro por el suyo, trabajan desplazando el desplazamiento mecánico a un lado, imponen indirectamente su comedia a la terca insistencia de la máquina que no cesa de funcionar.
          ¡Cuántos años llevábamos esperando escuchar estas voces guasonas! Navegando imaginariamente entre algodones de azúcar, a la par del curro, una resistencia como cualquier otra: si dejamos la mente quieta mientras pasamos la compra ajena por el código de barras, habremos perdido una batalla crucial. El vagabundeo mental de los deseos desairados acaso consista en el primer paso para un futuro incendio, ese que mandará al quinto infierno la fábrica. Sano consejo aplicado con celeridad por Silmara, aquí no cesa el carnaval, a contracorriente, su día a día bien valdría cien canciones de Caetano Veloso, y nos quedamos cortos. Silmara va a donde le conduzca el destino, y aunque el vínculo que la esclaviza por jornadas no afloje, ella destensiona pletórica lo que se le ponga por delante, de un beso a un empujón, en zigzag, en fantasías breves con las que desnuda y encamada imagina karaokes con lona falsa simulando el mar. Ave de paso, no hay monarquía que corresponda más a las clases subalternas que la aristocracia bravucona y tierna de la Silmara. Por defender su moral, romperemos el más robusto armisticio de compromiso. Le regalaremos una entrada para seis conciertos, ni asistiríamos siquiera, pero a ella la queremos ver risueña, sonríe por nosotros, Juana la Loca, escupe a las Malinches de extrarradio con la dicha de los tocados por el pasado, tantas heridas intuidas en la mitad quemada de la cara paterna, antiguo pirómano, condenado a vivir encerrado, una vergüenza social, otro desarraigado; Antero es su nombre, no lo degraden, ella se enfadará.
          La rubia conoce perfectamente la realidad que le ha tocado vivir, pero qué estupendo ver la contracara ofrecida a cambio, no se puede resumir la cuestión capitulando que este es un filme de sueños estrellados, ni siquiera uno que ratifique o condene el ambiguo valor del autoengaño. Preferimos pensar en él como una suite que pasa del rock a la lambada, y luego a los ruidos chirriantes de las puertas mal cerradas del hogar. Silmara no se anda con chiquitas: de las del grupo es la que más se preocupa por Briducha, mujer joven con poca confianza, algo desarreglada, a nuestra heroína no se la ve tranquila hasta que esta no regresa al trabajo ─el plano rapidísimo de la muñeca de Briducha cortada nos hace padecer en un segundo los terrores de mil noches derrochadas malamente al ofrecer pasión y recibir desdén─, y mucho soñar con Bruno, el ídolo del momento en su barrio, pero a la primera que se pone malencarado de verdad le manda a tomar por saco, para luego, en la fábrica, narrar su noche con él como si hubiese sido leyenda ─al igual que la historia universal, Silmara concede por vergüenza o vanidad al pueblo explotado los hechos fabulados que él mismo pide, al estilo del editor del periódico en la conclusión de The Man Who Shot Liberty Valance (John Ford, 1962)─, mientras que en privado le confiesa a Luiza que el tipo fue un desgraciado cabrón. Ninguna debilidad, flaqueza o estupidez en la que pueda incurrir Silmara logra tergiversar la clarividencia que señala que la redención del proletariado se encuentra ahí, entre las trabajadoras de la fábrica, por ejemplo, a la hora de comer haciendo chanzas, confluyendo, por muy escoltadas que estén de bandejas plasticosas, un catering con pinta horrible y plátanos siendo pelados con tirillas que molestan. Los travellings de ágil, solícita atención a la mujer que habla nos comunican que dichas charlas no son adventicias, sino el tuétano del hueso. Constante ir y venir de sentimientos, pueriles o estimables, vivo reflejo de la existencia diaria que nos atañe. Quizá de los momentos más bonitos del filme: ella le dice al padre cómo me ves con este vestido nuevo, y luego de regalarle él un fajo de billetes, Silmara le devuelve algo pal cofrecillo a escondidas, repartiendo el resto en hacer a sus amigas felices en el pub sin remordimientos. El anhelo de Natalia Ginzburg, al dinero no hay que tenerle respeto, debe gastarlo uno sin reparar en ahorros vanos; el filme de Reichenbach nos emociona con la misma facilidad que la prosa de la palermitana, una lección de cine donde las grandes virtudes dejan en calzones a aquellos directores preocupados por rellenar el cupo satisfaciendo un sinfín de pequeñas virtudes derivadas. Diáfano en su descripción de un día a día que se nos había venido escapando, el aparato calienta con sus latidos la indiferencia concurrente.

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2. ENTRETIERRAS, CON DEVOCIÓN

Silmara atraviesa la verja de la fábrica y la sirena la recorre como una ráfaga cruda de viento venido del polo, los dedos de Dios sin clemencia desplegando su pelo teñido en rizos soltados al aire, da pena mirar hacia adelante, Silmara, da pena ver en lo que ha quedado Brasil tras el derrumbe de un régimen dictatorial variable que lo mantuvo preso dividido de facto en una lindera mentirosa, estableciendo una región tercermundista desde donde filmar en plano secuencia el alboroto sin propósito, en números rojos, de la errancia mareante desesperada de aquí hasta el infierno, los filmes de Rogério Sganzerla, la guitarra destrozada contra el otro lado de la línea chiva. Ahora las dobleces sindicales, la ciudad ruina, la prostitución consentida hasta por familiares cercanos si se tercia, los deseos banales, lejos de cualquier utopía, caprichosos, pero con saña, provocan que la pobre Briducha se corte la muñeca izquierda. Hija mía, ningún hombre merece eso, igualmente, si quieres hacerlo bien, rájala completa, contestará Silmara. La falsa loura vistió a Bruxiña para hacerla reina, una pretty woman del arrabal, cubierto de arraclanes y grillos que no calman. La quiso ver deslumbrar en el Alvorada, ella es capaz de eso y más, deleite en transformar al camarada y acto seguido ver cómo admira los esfuerzos el cerco local, conformado por hombres cochinos y mujeres abnegadas. Felicidad sin envidia, superposiciones uniendo el paseo ante escaparates que van hilvanando telares por los lapsus de cualquier experiencia, un paso de segundos donde nos tornamos de jubilosos a enfurruñados en un chasquido de dedos. Se puede ser libre incluso en estos tiempos, reclamar nuestra boca diciendo mío, con los pies bailando, y desconcertar a la cámara de vigilancia; si la vida obrera es ya producto de un escenario vil, actuemos en el traje de los peores actores del mundo, al final, son los que más se divierten con la refriega entre bambalinas. Vamos a darles el show de su vida.
          La mirada fugaz hacia el objetivo por parte de Luiza, efectuada cuando un corte enlaza dos movimientos de cámara a través del tronco de un árbol plantado en pleno asfalto, ilumina en muy pocos segundos el secreto de la película, sella la división transparente que divide el metraje, el paso del trío a la pareja. El trío estalla en la única noche registrada en el club, y se ha filmado constatando los tanteos que en un mismo plano se pueden dar entre tres mujeres: una seduce, otra impone, la última escucha, cambio de roles. Vínculo inescapable con la historia (Hawks, Cukor, Stillman). El dos, por su parte, explota al acabar el filme, con el último dúo propuesto, entre Silmara y São Paulo; ella es la ciudad y nosotros ciudadanos ─volveremos al término del texto a esta cuestión─. Seguimos escribiendo y es tentador recurrir al término “seducción”, el filme lo hace a gusto y lanza un tropel de recursos, los quiera coger o no el receptor, vuelan la pantalla y flechan la univocidad en las caracterizaciones de los personajes… ¡La de filmes que se contentarían ya con eso! La seducción de Falsa loura es cuestionable, va acompañada de una insinuación malvada hacia el espectador ─Regina mirando a cámara mientras baila con Silmara, al comienzo del filme, el plano se superpone con una panorámica entrando y saliendo de la ciudad desmantelada─. «Te estamos seduciendo, amable asistente, sí, pero la seducción forma parte nuestra, no te incumbe a ti en exclusiva». Seducción relativa.
          Por eso avivan la templanza del humor esas horas en el pub Alvorada, quizá la secuencia más polisémica del siglo XXI, desmonopolizando la dictadura de los sentimientos sucedáneos en insania gozosa, lengua de gata latina, meneo ajustado a los cambios de ritmo de Sylvester, el DJ pirado, sabroso, nuestro buen patrón, tan generoso que hasta nos podrá besar la boca mientras meneamos el culo. Caben desde esnifamientos disimulados lo suficiente, rencores de vengo y me voy, hasta la formación del grupo a última hora porque se merece una buena mesa para supervisar el espectáculo de lo social en directo, en medio, brindis a la desventura ya que emborrachándonos no queremos hablar de amor ni perder el tiempo con devaneos insulsos, también habrá carantoñas para todas. Lo palpitante por debajo de los vestidos y corbatas iguala la necesidad de montar la propia dramaturgia de la vida personal, concerniendo a nuestro entorno más inmediato, reclamar para nosotros los tres actos, probar a engañarnos pensando que mañana no sonará la sirena. Quién sabe, quizá nos instalemos en Dois Córregos con el chico de nuestras fantasías, delirios fruto de placeres individuales, pósters cutres, balanceos destinados a romperse pues solo en la antesala de la culminación el obrero puede ser libre mientras el yugo se mantenga flexible. De difícil disimulo, inmiscuidas en sus indudables encantos, relucen también las intransigencias retraídas de la clase obrera, camarillas venenosas, arrebatos de ira mal dirigidos, injustificados, homofobia discrecional, racismos intestinos entre individuos de la misma especie pero pertenecientes a distinta camada: la obrera industrial guarda inquina a la del textil, la frígida a la vagabunda, la blanca desconsidera al crioulo como si el lugar de este correspondiera un peldaño por debajo, el pobre desmereciendo al más pobre aún. Sin embargo, si Brasil va a seguir presa de la zafia democracia y la fragmentación, entended que nos emocione la necesidad de un pequeño revolucionario dando fe de aquellos fuegos en pugna durante un instante en el tiempo quebradizo del pasado presente.

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Reichenbach parece ya tan desligado de cualquier método de producción típico brasileño ─Globo Filmes no le ayuda desde Garotas do ABC (2003)─, como si hubiese hecho su película muy libre pero los recordase todos, y están ahí los melodramas, pesares, esparcimientos, un susurro bajísimo pero importante haciendo que la realidad cobre una fuerza el triple de vasta. En Garotas do ABC, primera entrega de los seis filmes que Reichenbach planeaba sobre el motivo de la fábrica, emocionaba ver cómo su magnitud se mantenía más cerca de lo terrenal, lo paisajístico, lo plural. Satisfaciendo los requerimientos de calma y pulsación, el cineasta congratulaba, a distintas velocidades, todos los niveles de la cajonera, atendiendo por igual muchos destinos protagónicos, consiguiendo afectarnos como lo hace un instructor que desvela generoso y paciente la simplicidad de un orden geográfico cualquiera. La segunda, Falsa Loura, elige dar un paso decidido, descollar, sin por ello dar al traste con dos características que engrandecían la anterior: eficacia y elegancia, dos atributos reanimados por Reichenbach que creíamos patrimonio sepultado del cine clásico estadounidense. Cuando la ficción se aviene a consentir sin miedo que se perciba el registro, cuando se hermana exactamente a él, como la esfera inscrita de un reloj (ficción) trabajando a perpetuidad para dar sentido al movimiento mecánico de las manecillas (registro), sentimos que nos encontramos ante los filmes más escasos y excelsos, aquellos donde se nos expone de cara hacia una falsa construcción, casi invisible, traslúcida, la ilusión pergeñada sin ambages, ganada tan a pulso que no podemos negar que lo que era originariamente dos ha devenido en uno. Nos preguntamos cómo habría sido la tercera entrega si el cineasta no hubiera fallecido en 2012, ¿acaso quedaba alguna instancia por restituir? Avanzan los minutos, persiste la narración calmadita, cuchicheada, mientras detrás de ella alucinamos los restos anegados y traicioneros, querientes, en fin, de afiliaciones a las que la mala coincidencia de un país deshilachado arrebató su cataviento. Sueltos, salvajes incluso bajo dominio, los besos y empujones existen en su turbulenta celebridad confusa. Un cuento leído a medianoche por la nana, con su excedente de realidad cadenciada, variando pasos, corriendo, arrastrándose, muta su caminar y así no extermina nuestras quimeras, ni las asedia o conquista, al contrario, las suelta, las deja volar, el drama de la vida moderna proyectado al charco de la vacilación, aquel en el que pasamos de héroes a villanos con el canto del gallo.
          El último filme de Reichenbach supone la muerte de la codificación, el desligamiento de estructuras visibles en donde encasillar la experiencia con sus estraperlos y acatamientos. El Alvorada parece tener vida propia. La película ha derrotado por completo a su guion e inventado un espacio social, cumplidor de una labor significante: redime a gente como nosotros, y a otras tantas personas más allá de las fronteras, de sus pecados y faltas.

Ana Cristina Cesar coloreará esta pausa, como la mujer ataviada con unas bragas entretanto lee Sócrates de J.C. Ismael, aligerando en el filme de Reichenbach la resaca mañanera:

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bar central

Na falta do leite que me deixa à míngua
nem a cerveja do Raul,
materno.
Escrevo até arder a boca, depois
saio, espio os cachorros distraídos no passeio,
sinto horrores variados.
À noite escapo pelas letras dos
anúncios, faço propagandas de calcinhas,
me deito com o funcionário
dos correios.
De madrugada vem o último garçom
com a razão da sede nos músculos;
estranho o ritmo dos versos,
minha pança chora, chora,
ainda não saí.
O garçom não serve mais pra minha fome; me
deito é fora, enroscada nos três gargalos da esquina.

De vuelta, pisando con los pies la alfombrilla rellanera, encendemos el altavoz para Gilberto Gil.

3. FERVIENTE Y AFANOSA INGRATITUD

Trava com o destino uma batalha cega
Pega da navalha e retalha a barriga
Fofa, tão inchada e cheia de lombriga
Da monstra miséria da Bahia

Jubiabá, Gilberto Gil

Al contrario que la deshonesta moraleja impuesta en montaje, desde los despachos, a las chicas de Jonathan Demme en Swing Shift (1984) ─obligadas a reternerse junto a los maridos vueltos de la II Guerra Mundial, dos veces robada su libertad─, esta historia de la fábrica no es monógama, y si con el paso de los minutos uno termina trastocado por la maldita sirena, el agradecimiento convendría otorgarlo al escurrimiento que Reichenbach, portador de la mayor dádiva, ha conseguido impresionar; franqueado el mayor error, el que supone una distancia cero entre la cadena de montaje y el obrero, intuimos ya mejor lo del medio, a la vez oposición y complemento de la pesantez de los minutos: es un pequeño deseo el que desplaza la pala, la tortura de unos años no dispuestos a abandonar, como el de Antero pidiendo a su hija que tome un poco de champán por él.
          La fábrica merece ser filmada como otro emplazamiento cualquiera, aprisiona, claro, pero no lo suficiente como para impedir que los semidesnudos iniciales en los vestuarios resulten tan connaturales a la vista, no destacan, no molestan, los aceptamos como parte integral de la lógica belleza que el ser humano inconsciente arrulla a lo cargante de las estructuras más rígidas y recargadas de pesadumbre. Los desnudos de Falsa loura aparecen vertidos sobre el metraje, cada uno con su propia luz, un deseo, un momento pasajero, iluminación, remiendo a la serenidad diaria, en donde ─no vamos a mentir─ a las cinco de la tarde nos quedamos ligeros de ropa a causa del sol tórrido, nos dormimos y ni pensamos en nuestro cuerpo, luego, a las dos de la madrugada, con suerte, y si hay ganas, somos conscientes del poder que este irradia, y jugamos con el desprendimiento de las prendas con alevosía, señor juez, y declararemos que nos gusta. Somos las putas orgullosas del fin de siglo. Disfuncionales, ardorosos y aburridos. Haga la mezcla, el resultado, no podría sorprendernos a día de hoy, posee la diversidad de un paisaje pampero visto desde las alturas de un avión aterrizando.
          Prostitución frágil. Ha estado en Reichenbach desde Lilian M.: Relatório Confidencial (1975). Allí era Maria la que salía de casa e inventaba el amor, una explotación a la que se sometía bien diferente de la travesía falsalouriana. En un paisaje tercermundista, tropical, chutándonos la cara con tan poca galantería estúpida que uno podría pensar también en los interminables planos de Sem Essa, Aranha (Rogério Sganzerla, 1970), filme libre de cualquier gobierno de imágenes, sin más rumbo ni objetivo que errar hasta vomitar, ahí les dejo el caos, descifren ustedes el orden dentro suyo (Saramago). Aquí los proxenetas, chulos, sombras detrás del vestido nuevo de Silmara, dan más miedo, acarician a primera vista con palabras cuales cortejos de pana y seda. Rodeada y sitiada por el espectáculo de sus ensueños, Silmara recorrerá el sendero hacia el torreón del príncipe azul y no habrá excepción, cuando pise la última escalera, tornará en gris el objeto de su antojo. Bruno y su banda, maleducados, cocainómanos. Poco ostenta el musculado cantante terminado el repertorio, veinticuatro horas de sexo, ofrecidos sus prolegómenos por Reichenbach mediante caminares por el litoral, superposiciones mareándonos ola a ola extasiados de contentos, el arreglo romanticón previo al contacto con la estúpida verga sin prepucio del guarro frontman. Se presenta en su casa para recogerla con menos tacto que un adolescente reaccionando a un chupón, pero el doble de engreído, echándose unas risas gorileras con la banda a costa del castigado Antero, con lo descompuesto del hogar familiar. Luego, terminadas las horas de lujuria, el ridículo metrosexual piensa que puede aliviar el desasosiego de Silmara con algo de dinero, se lo restregaríamos por la cara hasta hacérsela sangrar. Silmara tiene ya la mente en otra parte, pues una emisión televisiva anuncia reciente incendio en São Paulo. Papá, ¿has vuelto a hacer de las tuyas? ¿Ese trabajo nuevo en qué consistía? Un gesto de suave respeto nos niega las causas del incendio, cortesía hacia el trabajador, insinuación turbulenta para con la vida lícita.
          Redes cuya identidad final se nos escapa van estrechándose y envolviendo a Silmara. Maniobras de fuerzas latentes, personajes como el doctor Vargas o la madame Cassandra, gentes que sabemos con certeza se negarían a trabar contacto con los humildes de no ser por el rédito que sacan; pero aun así… ¿no tendrán algo para nosotros? ¿dinero fácil, quizá un trabajo? Espera, ¿cómo llegaron a contactarnos? ¿quién me malvendió pensando en mi supuesto bien?
          El desengaño de Silmara con Bruno tenía la ganga de la noche loca, plena de inconsecuencias. Una ventaja de salida al inscribirse en su biografía con escasa severidad. Catalogable como aventura traviesa, era el pastelito de la juventud derritiéndose en vivo, manchando, aunque al menos un día pudimos decir que nos chupamos los dedos, que fue comprensible ese enamorarse del más fardón: sus abdominales, ay Dios, eran para nosotros chocolate. Sin embargo, conducida a su última cita sorpresa como escort secreta de Luís Ronaldo, el maduro galán, los velos telenovelescos que arrobaron a Silmara tenían que caer entonces, después de abrazarla, arrullarla, hacerle un bis, arder con todo el conjunto de la pasamanería. Sublimados, los encantos susurrados de Leonardo Ronaldo ─que no Luís (Luís es su nombre de artista)─ mientras se la come entera a besos acaban por convencerla, tras tres intentos, de perpetrar lo que ella nunca hubiera hecho si una imagen, en su mente, desalojara a la subsiguiente de modo consecuente con la limpidez quirúrgica de un corte empalmador. Pero el cuerpo de Silmara está copado de fundidos gozosos, extasiantes, que desconciertan y dan placer. Con Ronaldo vuelve al mar. Del recorrido de la ola, ella es la espuma. Afanoso por introducirse, por metaforizar una suerte de subjetividad intensa y maleable, Reichenbach filma el sexo buscando encontrar la puesta en forma que dé cuenta de la experiencia personal. No un supuesto sexo en sí, tampoco el sexo exteriorizado, pues eso ya no sería dar con el sexo, ni siquiera con lo sexual, sino meramente con una pareja teniendo sexo siendo observados por un tercero. La cámara sujetada por el chaval proporciona a Silmara el aliciente de estrellato casero, acompaña, legitimando, la experiencia aterciopelada de acariciar caballos y brindar comida cara, mansiones de experiencia que la alejan del comedor fabril…

4. SALIDA DE SILMARA DE LA FÁBRICA

…pero luego, sin perdón, vuelve la sirena, la maldita sirena de la fábrica…
          Al final, nuestra rubia no está derrotada, sino momentáneamente confiscada, a la vuelta otra vez con el viento en contra. El sucinto interludio entre su cita con Ronaldo y la postrera entrada a la fábrica, donde aparecen, como malignos fuegos de San Telmo, el doctor Vargas fumando puro, Cassandra con una chica nueva, certifican que aquí no hay necesidad de pintar el cuadro geosocial de la época, solo de acuarelarlo en sus pinceladas más hirientes o libertarias. Rememoramos el tema sonando extradiégetico, una relectura de la tonada tocada por la banda de Bruno en el Alvorada, allá dentro pegajosa y digna de after sudoroso radioformulero, acá con un nuevo arreglo de Marcos Levy y solo de guitarra de Webster Santos, “leitura bárbara e nossa” del estilo The Who. Antes los acordes llamaban al embebecimiento churrallero, ahora aturden cuales campanas repicando por la sedición. Silmara deja atrás al chófer, vestido ya de civil ordinario, hechizo roto, vuelta al colegio, la rubia camina bajo cirros y cúmulos, aviso de futura tromba en el paisanaje, ella no se detiene, una superposición enlentece el segundo plano de la escena, los metros van muriendo al son de las pisadas mudas de la chica, su pelo lo machaca el aire hacia el este, dan ganas de llorar, casi podemos ver una lágrima asomar, el mal resfriado tras la resacosa andanza por los abismos del delirio, una segunda superposición encaja el tercer plano poquito a poco, tranquilo, resoluto, São Paulo, ciudad derruida, vuelta al comienzo, panorámica inmovilizadora, en ella se disuelve el rostro dorado de Silmara, los cielos paulistanos la enmarcan ingrávida, emancipada de su prisión temporal. Algo dilapida la sirena, creemos, y lo topamos al divisar de cerca pero desapareciendo la faz de la rubia en la bóveda celeste, ya no semeja a punto de plañir, la insurrecta esboza rabia, secreciones escupiendo fuego interno, la fábrica está en peligro, el instante donde el obrero entremezcla la desesperación con la sublevación, final de párrafo, nuevo capítulo, la explotación quizá arda en mil pedazos. Termina la panorámica posándose la cámara en una arbolada, ramaje tapando los techos desmantelados, sumergidos en la mala historia del cincuentenio. Intuición: ese árbol seguirá allí cuando la fábrica caiga abandonada, presa de las llamas, de las turbulencias económicas o de la deslocalización, la manufactura podrá irse al carajo, pero los vencejos no cesarán su vuelo alrededor del tronco, bordeando las hojas, anidándolo. Lección aprendida a base de reducir la velocidad y fusionar dos imágenes. Hace un tiempo, el cine era capaz de hacer esto, hermanar las miserias y ratificar la paradoja, sugerir el mañana con aparente sencillez. Ahora, tras recuperar ese chico ademán, sabemos con certeza que Brasil no pertenece a nadie. Los mechones rubios de Silmara, tampoco. Boa viagem, Carlão.

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LA INDECENCIA CONNIVENTE

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Ray Meets Helen (Alan Rudolph, 2017)

Ray Meets Helen Alan Rudolph 1

You know, I’m really the only true romantic left in this building

Ginger Faxon (2017)

1. ANTOJOS DEL PERENNE AMATEUR

Nos imaginamos, hace bastantes años, a Alan Rudolph abriendo el periódico. Sería una mañana o una tarde cualquiera, conocemos poco, pero a nosotros nos gusta presumirlo sonriente. Aunque la fecha permanezca imprecisa, entrevemos el probable fin de ciclo durante el cual pudo eso ocurrir. Hoy sabemos que durante 15 inviernos, desde el 2002, la actividad del cineasta nacido en Los Ángeles sufriría un parón categórico, durante el cual, en el intersticio, ocuparía su tiempo con la pintura, su otra gran afición. En consonancia con los caracteres que pueblan su filmografía, el angelino fue durante treinta años un cineasta desaforado, un buscavidas, alguien enamorado, adaptativo y afortunado, pues logró recorrer, dueño de sí, una venturosa e independiente carrera; cuando cesó de forma casi oficial para la industria, personalmente no se le conocen lamentos, al contrario, recuerda con orgullo las personas que, obra a obra, reincidiendo en sus puestos de trabajo, le permitieron levantar empresas disparatadas pero con la suficiente sobriedad económica y diligencia en los plazos como para no hacer saltar a las productoras la luz roja del “se acaba aquí” al segundo intento. Lo que nunca podremos llegar a saber es si Rudolph era consciente, o intuía, mientras repasaba los artículos de la sección de sucesos recolectando el germen de dos ideas para su próximo filme, que no alcanzaría a materializar Ray Meets Helen hasta 2017. Lo único cierto es que, por aquel entonces, no esperaría seguro firmar su regreso al cine, o su despedida ─a quién le importa mientras tengamos otro filme por fin de él─, arrogándose con nata insolencia el digital, formato del todo novedoso en su filmografía, si bien los jugueteos anárquicos con los insertos en vídeo habíanse introducido ya como granadas en Breakfast of Champions (1999), filme donde los signos visibles más evidentes de su puesta en forma se dejaban de lado para adaptarse a la esquizofrenia de los tiempos, duplicando la velocidad majareta de finales del siglo hasta llegar a medio redimirla ─agradecemos a Luc Moullet su breve pero enconada defensa de la película, justo a tiempo─. Retornamos al diario. Un camión blindado hasta arriba de billetes descarrila en la autopista y acaba volcando en un vecindario pobre, primera historia, posible filme; en la grilla adyacente a esta noticia, una mujer cerca de Seattle encuentra la cartera de otra, se apropia de ella y, de rebote, adopta su identidad: en los días subsiguientes se hará pasar por ella. Armazonado con sendas puntas de lanza de la ficción, la inicial sujeta Ray Meets Helen a una realidad social problemática que ancla los deseos voladores de sus protagonistas a la miseria y problemática del barrio, la segunda sirve para dar pie al drama que catapulta el inicio de la travesía sentimental de la intérprete femenina, una Sondra Locke recuperada tras siete años fuera del negocio, siendo este glorioso papel, por la vida miserable que escapándosenos entre los dedos nos rehúye y nos apaga, su último rol en el cine, espectro hecho materia mientras los píxeles sobrevivan.
          Financiando Ray Meets Helen con los centavos encontrados en la hucha con forma de cerdito, entre los cojines del sofá, de Keith Carradine, Rudolph se lanza a empuñar la cámara digital con una desvergüenza de veterano que haría sonrojar a toda una bandada de supuestos amateurs no merecedores de tan noble epíteto. Maya Deren ─también Jonas Mekas─ recordaba que ese término no designaba a modo de disculpa, como una denominación medio vergonzante, al principiante, sino que su etimología, proveniente del latín, se liga con amante, «alguien que hace algo por amor hacia la cosa misma en vez de por razones económicas o necesidad». Al igual que sucedía en Trixie (2000), la forma de Ray Meets Helen florece en la moción musical que arrostra a los planos respecto a su empuje y a su acaecerse constantes. Suceden aquí varios eventos lozanos, aventajados, y es que se une el descaro con la sapienza, una variedad de recursos como quemados encadenados, superposiciones de tubos fluorescentes que fluidifican los planos en carrera, conduciéndolos, haciendo eses, hacia una confusa borrachera de signos que, con dadivosa levedad, acompaña el caminar de dos amantes, streamings a pantalla completa, novio celoso e insoportable incluido acaparando el encuadre, un imbécil del tipo que sabrías señalar el momento exacto de cuándo va a soltarte un “¡bitch!”, cortes en pleno movimiento del aparato, escamoteándonos el círculo completo del trazado para colarnos un inserto de dos segundos, un jump cut que parte en dos la conversación de una pareja de ricachonas, siendo espiadas por Helen quien pesquisa modelos de comportamiento para su nuevo estatus, haciéndolas saltar picaronas en el tiempo mientras discuten sobre cómo recoger la caca del perro. Nosotros, como espectadores, observamos estos caprichos y antojos con alegría, incluso emoción desbordada por momentos, ya que nos devuelven la fe en que la imagen digital no solo sirve para encubrir los pecados de un rodaje perezoso, sino al contrario, para enmarcar, mediante un uso singular de sus recursos, unos procedimientos inmanentes al despliegue de un rodaje no-analógico, el atractivo que puede impeler al filme un travelling semi-automático cortado nada más empezar, o lo que tienen de banales, románticos, ridículos y, por supuesto, de patético humanismo enternecedor, las imaginaciones, andares y tics de los recién enamorados. Rudolph se encuentra más cerca de dignificar con suavidad olímpica el vídeo de bodas que nos pide por encargo la amiga de nuestra prima que del estreno en salas de un nuevo logro de la inmersión no visto hasta ahora en un entorno tan realista y espectacular que no creerás que es imagen digital. Que el César se empache con lo que es del César, que aquí abajo el plebeyo con sus plebeyos modos podrá jugar en su maqueta cartonera como si fuese Dios.
          El viaje ocurre entre la grisácea fotografía inicial, desagradable por los filtros descarados, sincera en su desparrame al no buscar la belleza sino el desborde, hasta la polifonía de colores donde Ray y Helen se prendan: el surgimiento consciente del arcoíris tras la lluvia es lo que interesa a Rudolph, y el estatismo nunca servirá, lo sabemos, para componer esta trayectoria parabólica del deseo. La miríada de recursos digitales nos despabila la certeza sobre que el vídeo no solo es capaz de corromper con ingratitud los sentimientos sinceros en un horrible recuerdo doméstico encapsulado, sino que también esconde, cuando sus quemados y filtros se acomodan a la travesía vital, la sincera melancolía añeja de las cosas simples, los afectos demodé, el encanto limítrofe de las edades afterglow, acariciando momentos de gloria que parecían enterrados en el tiempo.

2. ALREDEDOR DE SU CUELLO

Un monotono de alerta va renovando su uniformidad para manifestarse bajo diferentes melodías, algunas acompañan la escena de intriga, otras introducen un baile inesperado en medio de la calle; notas de sintetizador que van de la mano con la suspensión e incertidumbre del momento, en fin, maniobras de entrelazo ─Shahar Stroh, Parov Stelar y el propio Carradine aportan ritmos sonoros─. A primera vista, explicado, no semeja ningún logro, ya que lo meritorio se revela en la proyección al sentir el espectador los ritmos del propio filme respirar de acuerdo a las diferentes velocidades de la música y, al mismo tiempo, siendo independientes de ella. Un encuentro en el que la imagen, por un momento, se permite ser otra cosa y la armonía, sin complejos, resalta el maquillaje descocado que su compañera se ha atrevido a usar, la propulsa, le susurra “vente conmigo, seamos una misma entidad en este día, quedémonos hasta que la noche caiga y nos embriague”. En este ir de la mano sin apretar demasiado al adlátere se inocula un pequeño fragmento milagroso de metraje, surgido al borde de la calzada, como si de su cemento emanase una vivacidad contagiosa provocando sin remedio que los transeúntes comiencen un bailongo mientras siguen viviendo; así, fugaz, en el parpadeo o chasquido de un gesto esbelto en una mañana cualquiera, como la parcela que pisa, apéndice del apartamento de forrados donde por unos días jugará con su nombre, atiende Helen el enredo secreto de los paseantes, puestos de acuerdo para mover las caderas juntos apenas cinco segundos. El filme, durante este periquete, posee el don de la ingravidez que nos eleva a nosotros, espectadores confraternos, de la hostilidad de la vida. Un despegue del naturalismo que hemos venido a identificar como rudolphiano: las miradas a cámara de casi todos los personajes de Welcome to L.A. (1976), de rebote inconsecuente o clavándonos los ojos, la coreografía inicial que abre Choose Me (1984) y luego se esfuma (el filme no era un musical), la sensación permanente de que en cualquier momento todos pueden empezar a cabriolear por gracia de una canción, sobrevolando Made in Heaven (1987). Pequeños despegues que destensan la tirantez de la existencia sin llegar a conculcar la sentimental veracidad de la ficción que contemplamos.

Ray Meets Helen Alan Rudolph 2

Un poco en medio de dichos ademanes es como se conocen Ray O’Callahan y Helen Wilder. El hombre: trabaja en una compañía de seguros, boxeador en sus años mozos ─ecos de rol pasado, el pintor pendenciero Nick Hart en The Moderns (1988)─, también pianista, una bala que atravesó su mano izquierda malogró ambas vocaciones temprano y un reciente viaje a Perú, acompañado de una desafortunada indigestión, ha puesto su vida en serio riesgo; ahí llega el camión blindado, un caso que resolver, ¿dónde están los billetes? La mujer: un pasado triste de relaciones truncadas, casa en el campo (Killdeer County), también vive sola, y por funesta suerte, carga con deudas familiares que le son imposibles de sufragar; una escritora de novelas rosa medio tarumba de amor loco (Mary McCloud) se le aparece de casualidad, tímido encuentro en un bar a primeras horas, la reaparición de la extraña, por la tarde, será imprevista, pues volviendo a casa se la encuentra Helen suicidada de un tiro en la sien yaciendo al lado de un árbol próximo a su finca, siendo la última voluntad de la muerta sorpresiva: quiere legar su dinero, traspasar su identidad, a la primera persona que encuentre su cadáver. Ray y Helen, juntos por un par de noches gracias a los billetes caídos del cielo, pueden aparentar lo que no son o, quien sabe, lo que eran realmente, quizá empezar a ser lo que suspiraban de una maldita vez. Uno esconde cantidad de identidades imposibles en las que desearía enfrascarse para enamorar en seis horas a la mujer que de un solo vistazo enloquece la vista, al hombre que ataviado con un traje de lujo capta los sentidos.
          Éxodo donde los personajes monologan consigo mismos en una disposición sintáctica que, como la música, repite cadencias, vuelve sobre sus mimbres, para reflexionarse, la mayor parte de las veces a viva voz y no para sí. Almizcle soltando migas en su jornada, el hedor de la cavilación alelada intoxica el arrebato, nubla el maderamen casero, lo curioseamos con tamices tornasolados, similares encajes ligan este lance al de Marguerite Muir y Georges Palet en Les herbes folles (2009), de Alain Resnais. El devaneo en los dos filmes aúna el enardecimiento con el filo de espadas lacedemonias velando inquietas la marejada. Semiprudentes de las contingencias, los protagonistas la examinan. Casi a modo de pequeños aforismos con una pizca de extrañamiento, Ray intenta poner orden, ingenio, sensatez, al pasado y presente que le ha tocado vivir, la pulcritud anti-método, de diálogo construido, introspectivo, de los personajes de Hal Hartley. Previo al encuentro en una segunda cena en restaurante de lujo ─recordemos las virtudes pasajeras del dinero bien derrochado─, Ray habla para sí mismo, esta vez en off, asombrándose del pelo, piel, talle, “magnanimidad” sería la palabra, de Helen, antes de conocerla y camelarla, para, acto seguido, escucharse también en off la voz de la mujer contradiciendo con un temblor todas las observaciones que el viejo boxeador había colmado mentalmente sobre ella. La impostora cree no estar a la altura, y aunque ambos estrenan ropa nueva y elegante, la bufanda roja de Ray debe imponer demasiado. Inseguridad previa al roce feliz, entregados por una fugaz cantidad de tiempo extra al desfase con clase de la noche bebida de un solo trago por los maltratados a golpes en la vida. Ser otros aquí denota probar un sorbo del champán barato de la libertad, espejismos de quereres salvajes (aunque no tanto como para hacer el amor de pie, los años pesan). Del revés amargo de este dulce breve encuentro, el temor constante de Helen a lo quebradizo de las apariencias, menoscabado por la bonhomía pasajera de Ray, quien no deja de insistirle en que justo ahora no es tiempo de pensar en la muerte. La conversación entre amantes fugaces, bellos soñadores, simula una afinación complicada, exitosa tras unos retoques al instrumento, las preguntas empiezan chirriando, pero pronto la rima se establece. El acorde ha encontrado su canción. Ray conoce a Helen. Por fin le puede regalar el collar dorado de dos golondrinas juntando sus picos que llevaba rato imaginando alrededor de su cuello.
          ¿Qué ha ocurrido previamente? Eso ya lo habíamos visto en celuloide, pero muy pocas veces hemos presenciado a un cineasta capaz de servirse de una pantalla verde para ─en un plano con croma al que de verdad llegamos a pillar cariño─ representar los destinos vacacionales ideales de los personajes que empiezan a imaginarse su nueva vida con el amante. La pobre integración de dicho croma en la imagen real es lo de menos, aquí Rudolph quiere hacernos ver, sorprendernos, sin perder de vista la mesa del restaurante cinco tenedores de diez variedades, que la imaginación más apasionada no necesita de un equipo de 500 animadores asociados a la empresa puntera de EUA; el versado filmador-narrador, en su casa con equipo ajustado, nos cuela el croma más descarado del globo y nos dejamos embelesar por cada destino como cuando viajando despreocupados cedemos a comprar algunos souvenirs desenfadados, imanes de nevera reconocibles en su prototipicidad, que sellan nuestro relajamiento vacacional y nos permiten tener, al volver, una deferencia para con nuestros seres queridos: pagodas y kimonos en Japón, la Torre Eiffel y el Moulin Rouge en París, playas de arena blanca en Las Bahamas… Y, agradecidos, pensamos que deseamos verlos ya allí, con tanta intensidad como ansiábamos el retorno de Ninotchka a la Ciudad de la Luz en Silk Stockings (Rouben Mamoulian, 1957). El desaliño de esta combinación ─con el dinero esquivo acechando una posible caída─, bendita suerte en esta noche única, nos confronta con gestos que permanecen aquietados, suspendidos en una perpetuidad dichosa, como el resultado de desconexiones entre la pesantez de la vida y la ilusión del irrecuperable mañana.

Ray Meets Helen Alan Rudolph 3

3. UNA VIOLENCIA QUE ENDULZA

La benignidad de sustraerse a la marcha usual del mundo no burbujearía tan brillante si no se insinuaran, a la vuelta de la esquina, las espinas. Tanto Ray como Helen, cada uno a su modo, afrontan su sobrevenida condición de pudientes con cierto grado de impostura que les resulta difícil camuflar. El primero se sirve de ella, entre otras cosas, para librar en su fuero interno su particular cruzada contra la exnovia, Ginger, que aún sigue despreciándolo y ahora sufre de un escabroso affaire con su jefe de color; la segunda, se trasluce, no sabe gozarse el don presente del dinero ni del nuevo ser regalados, recomponiéndose con desagradecimiento inconsciente a cada embestida del convencido Ray. La felicidad y su prórroga, en el cine de Rudolph, suelen jugarse en la escapatoria ─necesitada de actualizarse, siempre provisoria─ del quedarse estancado: las estrategias pasan por aflojar los caracteres subjetivos, fingir con apuesta sinceridad, tentar de fundirse con el sexo opuesto, renegar de establecer un hogar no merecedor de lealtad, cruzando urbes, grato desarraigo huidizo. Peligros de inmovilización (larga condena en prisión, hospital, exclusión social, muerte), una persecución permanente (policía, gánsteres, espíritu de frustración), son entonces acechantes causas inherentes a dicho planteamiento vital. Pero matizando las intensidades agitadas de su maestro, Robert Altman, no exentas de mimo, Rudolph proyecta sobre todos sus personajes un cariño que raya lo paternal, disponiendo para ellos un tablero donde su libertad cabe, al menos, si la ejercen sinuosa, y a cada habitante de la ciudad con el corazón caliente, haga o no lo correcto, se le otorga la aptitud de provocar en los demás, en el encuadre y en el espacio sonoro, su particular aumento febril.
          A cualquier oportunidad o promesa de ser dichosos viene indisolublemente unido un augurio de su cese o de un posible incumplimiento. El enigma asentado en el hecho riesgoso de seguir viviendo, temblor que da fe de una esperanza. Un patrón electrónico brioso, de ritmo sospechoso, hace fade in tres segundos antes de disolverse la imagen de Helen y que se introduzca la de Ray, en perspectiva cerrada, pisando fuerte el barrio dispuesto a investigar. Seguidamente, recogidos en un mismo plano tras los barrotes, pero a dos tiempos, se presentan los contrincantes que pulularán en torno a nuestro hombre: en coche, las autoridades patrullando, detrás, los cuatro malosos ataviados de colores y cubriendo sus rostros con máscaras ridículas. La música se modula, varía, se insinúan ambos grupos como pendiendo sobre el sino de Ray con jazzística melancolía. Veloz, un primer plano de nuestro hombre apercibiéndose hace arrancar, tras su paso al siguiente, palmadas cadenciosas que cachetean en loop las imágenes, revistiendo el presunto inocente caminar de una vecina que empuja el carrito de la compra con la suspicacia de un detective avezado, al borde del acorralamiento. Intensidades musicales y foleys varios que se superponen a las imágenes con grados variables de rudeza épica, calor de aguardiente para los personajes a medio convencer, el chupito de remate, ocasionando la escalada de ritmo y acontecimientos en el antro donde ella confiesa a Ray no ser Mary, sino Helen Wilder, petardazo existencial confesor que desencadena las ansias de arriesgar, de escapar sin pagar, acuciados, cuando podrían hacerlo con holgura. Las prisas de la fuga se unen con las ansias por toquetearse sin recato.
          Habitando un mundo violento y podrido, donde los caraduras se enriquecen mediante la prevaricación, corrompiendo o vendiendo champán de baratillo a precio de oro, Rudolph condesciende pizcas de democracia pergeñando una realidad torpe: el débil puede rivalizar físicamente al bruto, el listo suele equivocarse, el tonto tener suerte, y la belleza y el talento no acaban determinando mucho porque en general son cualidades ecuánimemente repartidas extrínsecas a la personalidad. Cuando ocasionalmente el persecutor alcanza al perseguido, o la bala da en el blanco, son sucesos que se sienten ilegítimos, y de algún modo, hasta donde pueda permitírselo sin traicionar la narración, son hechos que intentará reparar beatíficamente Rudolph. La capitulación impermutable de la muerte, uno podrá entender tras leer estas líneas, es ajena a la cosmogonía del cineasta, un disparo en el corazón podrá acabar con el camino vital que une la carne del personaje con el suelo pisado, pero las briznas respiratorias de aire diluyéndose por entre sus labios terminan yendo a parar a otra parte, esa dimensión equidistante tan amamantada por el cinéfilo apasionado, la esperanza de una superposición o fundido cuestionando el punto y final del deceso. En ese amor por la ilusión del rebelde con causa se hallan las concomitancias de su cine con el pasado, los vínculos que tanto parecieron evadírsele a la crítica de los 80 cuando, por momentos ─Choose Me estableciéndose como pico─, se le relacionó más con iconoclastia irreverente. Nexo cuestionable siendo su cine tan continuista; no sorprende, retomar las tramas perdidas, cuando estas han desaparecido del imaginario popular, se encubre, si la mala suerte se cierne, como radicalidad banal, y sabemos que si uno es radical, algo le une por necesidad, filiación, a las raíces. Rápida muestra: recordemos dos finales de un par de filmes de Fritz Lang, Ministry of Fear (1944) y Secret Beyond the Door… (1947), metrajes con un tercer acto rematado apresuradamente, como por un fortuito golpe del destino cambiando en el parpadeo más cuadragesimal el hado fatal de dos personajes para trastocarlo, mediante fundido o superposición, en escena final resuelta en dos planos que parece venir de esa futura vida paralela, donde tras palpar la tumba, los personajes, hombre y mujer, han arribado a una suerte de limbo fuera del tiempo, en un lugar desconocido del firmamento, quizá hecho en el cielo. Así terminaban su travesía por Rain City (las zonas menos modernizadas de Seattle) Hawk y Georgia. El primero, en los minutos finales de Trouble in Mind (1985), nos parecía mortalmente herido, listo para cerrar su arco, pero un corte nos lo mostraba en coche, sano, rumbo hacia un atardecer pasteloso sin empacho, y una vez pasados unos segundos de intriga ante la probable existencia de un copiloto, veíamos que sí, Georgia estaba con él, los amantes se podían tocar, su destino incierto siendo el regocijo con el que vivir en suave duda.
          Perecimientos que se reaniman por contados segundos, rebajando de gravedad el The End, insertando, de modo paradójico, un sigilo adicional al complot mortífero, también los podemos ver en el cine de Jacques Rivette: Noroît (1976), Le Pont du Nord (1981)… El personaje muere pero tal vez al actor se le conceda levantarse cuando la cámara esté al borde de consumar su movimiento. ¿Cómo ser tan cruel como para dejarnos sin ninguna duda del óbito cuando se ha trabajado tanto con los intérpretes, moldeado la película con y para ellos? Otra filiación, pues el cineasta francés bien es sabido que admiraba tanto el cine de Rudolph como el de Altman, mecenas y consejero del angelino. Rivette observaba, con su habitual ojo afilado, la relación establecida en las películas de ambos norteamericanos con los actores, ese dejarles tiempo de más, para improvisar, para sorprender al propio cineasta, mutando el scénario de paso, algo poco ajeno al francés. Geraldine Chaplin, heroína silenciosa de Remember My Name (1978) se lo confirmaba: el material descartado de Nashville (1975) y A Wedding (1978) era cuantioso. Rudolph lo ratifica: de Altman aprendió a visionar con el reparto y equipo los dailies, lo rodado el día anterior, porque ahí se encontraba lo importante del filme, el director endeudado con complacencia, entregado a unos rostros y extremidades a los que intentará rendir justicia; el mencionado Carradine, Nick Nolte ─encadenando cuatro filmes seguidos con el filmador─, Lesley Ann Warren, Geneviève Bujold… la lista podría seguir, los actores vuelven al director, la confianza ganada es recompensada con fraternidad para el resto de días en la subsistencia venidera. Camaradería, expresado sucintamente por el propio Rudolph, es la condición más importante del cine. ¿El dinero? Nunca fue demasiado importante para el cineasta, lo cual no quita que la financiación deviniese lo más complicado en los procesos que él identifica con años de su historia. Por cada filme, una anualidad de eventos en su biografía, recordar la película para rememorar el propio pasado. Argucias de pícaro recogidas de Altman, las idóneas para financiar su trabajo durante treinta años seguidos.
          Relaciones de confianza extendidas a diferentes miembros de un equipo que, si bien comandado por una visión, articula la misma en multitud de nombres que retornan: Mark Isham musicando y dando vida, con jazz, elegancia y pedigrí, a los ires y venires por las calles imprudentes, flirteos en bares-centros neurálgicos, sin descartar el uso atrevido y hortera, no por ello imbuido con excentricidad desaborida, de canciones kitsch, descaradas e inolvidables por un demodé atemporal; Pam Dixon, directora de casting de todos sus filmes desde Made in Heaven hasta el que nos ocupa, sin contar Mortal Thoughts (1991) ─si el final se les manifiesta sagaz, denle las gracias al metteur en scène y no al estudio─; James McLindon, productor ejecutivo desde 1994 de diversas obras, rebotado de Altman pero aprovechado por Rudolph para labores de finanzas, que luego abordaría también en filmes como Dr. T & the Women (2000) del oriundo de Kansas, obra esta estrenada en el mismo año que Trixie, compartiendo con ella al citado hombre del dinero, a Pam Dixon y al director de fotografía Jan Kiesser, que el de Los Ángeles conoce desde 1975 aproximadamente, y con el que más ocasiones ha repetido, aunque es de justicia mencionar sus otros grandes socios en estas lides, Elliot Davis y Toyomichi Kurita, encargado este último de dar un plus de virtuosismo modesto a Trouble in Mind, The Moderns y Afterglow (1997). Nos dejamos para el final a su mujer, Joyce Rudolph, presente en una buena cantidad de filmes esenciales como “still photographer”, o ejerciendo labores de producción, incluyendo Ray Meets Helen, aspecto que realza el carácter doméstico de esta cinta, la maritalidad bien entendida en los procederes del cineasta. En la disposición generosa de la nevera, ustedes podrán percatarse de las pruebas del delito.

4. HACIA UNA POLÍTICA CONYUGAL

Everyone says that romance is dying. I’m romantic… Aren’t I? Well, I think I am

Karen Hood (1976)

El aliento, la energía pura que nos comunica un filme no procede, en esencia, de su puesta en forma. Proviene, en cambio, de algún secreto anterior, ulula entre bastidores, hace titiritar con romanticismo los objetos y paisajes registrados: se trata de una visión creadora original, reconocible en el alma, que sustenta una forma tan amplia que podría llegar a significarse en mundo. Un cineasta digno de considerarse tal, como Alan Rudolph, poseerá por definición una visión, una cosmogonía que le sea íntima, propia, rotulada en neones. Y dicho don sobrevivirá, enriqueciéndose o manteniéndose constante, a las sucesivas puestas en forma que actualizará el talentoso andamiador en cada película. Podremos hablar entonces de unicidad espiritual, de corpus al sol o subterráneo, de que nos encontramos ante un maldito y aguerrido genio. Echando la vista atrás, escuchando los tímidos, cautelosos, testimonios del cineasta, nos queda clara la preocupación esencial: el vaivén entre él y ella, los límites que lo cercan, el borde recorrido para mantener la reciprocidad con aliento fresco, ademanes brujos, humores cáusticos, desdicha y escalera hacia la ventura de unos días sucedidos con la intensa presteza liviana del que vive embebido del mundo y sus semejantes, aprendizaje para orates, compendiados ardides en pos de embelesar los días y noches del que nos escucha suspirar dormidos. La visión de Rudolph ha dado concierto y chifladuras a nuestras incertezas, nos ha hecho sentir más de cerca el releje insalvable, puntiagudo, del ser con uno y estar para el otro. El ímpetu de elegir denota cobardía si no es acompañado de tesón, el consejo no pronunciado que nos llevamos a la almohada, los corazones fogosos de los actores filmados birlando la escena, la mirada entre sosegada y flamenca del que rasguea las cuerdas de la guitarra como si de ellas dependiese la moral de los sentimientos.

Ray Meets Helen Alan Rudolph 4

CONTINUARÁ…

Ray Meets Helen, en Vimeo

ENAJENADA LIBERTAD MORAL Y ESTÉTICA

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Investigating Sex [Intimate Affairs] (Alan Rudolph, 2001)

Querida imaginación, lo que más quiero en ti es que no perdonas.

Primer manifiesto del surrealismo, André Breton

¿Qué nos impulsa a escribir sobre un filme, a tratar de rememorar un sueño? Entre nosotros tenemos un código, un dicho entre cinéfilos amigos, en secreto lo formulamos así: “habérsenos pasado tal por debajo de la puerta”. Implícitamente, damos la razón a Kiarostami, pues afirmaba este que uno ama lo que no llega a entender jamás del todo, aquello que, lejos de confirmar nuestros sesgos, nos problematiza con admoniciones de colapso y muerte. Como yendo ebrios, tanteando a oscuras, quizá ya metidos en la cama sumidos en alucinaciones hipnagógicas, giran a nuestro alrededor móviles de imágenes brillantes, fluctuantes, espesas, borrosas… Al día siguiente resulta difícil distinguir; criptomnesia. Lo que ayer era una quimérica vigilia bombardeándose en presente, un cuerpo del cine abrumador e inasumible, se torna hoy relente mortificante, un despojo apenas reconstruible, un cadáver exquisito tardo. ¿Fue cosa del filme en sí o de nuestra disposición espectatorial de anoche?
          Caemos en Investigating Sex de Alan Rudolph al igual que arriban Zoe y Alice a la mansión propiedad del mecenas Faldo. Dudosos, inseguros, cercando algún tipo de trabajo incógnito. Por mucho que nos consideremos, como ellas, estenógrafos versados, haríamos bien en atenernos al consejo de Edgar, director del experimento, sobre la necesidad de esforzarnos en retener cada uno de los nombres, que aquí son muchos. La polifonía, redundancia y nocturnidad de Investigating Sex no encuentra parangón en ningún otro filme de Rudolph, tampoco su coartada intelectualismo europeo afrancesado (que no francofilia). Inspirado en las Recherches sur la sexualité (1928-1932) anotadas por José Pierre que tomaron lugar realmente en París pero ambientada en Massachusetts ─históricamente, finales de 1929, recién estallado el crac y por venir la Gran Depresión─, el centro neurálgico toma habitación con un grupo de surrealistas pirados. Su misión: inquirir el discursivizar automático del sexo como si encerrara algún misterio. Mientras, ataviadas por contrato faldita y medias para enardecer pero en teoría no, Zoe y Alice toman notas. Además de Edgar, el grupo surrealista lo integran: Monty, quien parece un novelista alemán perverso; Peter, que simila ser un traumado repitiendo estar solo interesado en Chloe; Oscar, hipnótico cineasta en ciernes dispuesto a prendar a Zoe; Lorenz, afroamericano siempre de paso que se onaniza con el aroma de Alice; y Sevy, un pintor con los dedos de blanduras orgánicas petriformes quien, como Rudolph con la cámara, semeja y cree tener alas en las manos. Esta vez, el propio cineasta y su ayudante de guion Michael Henry Wilson ─durante largo tiempo crítico de la revista Positif, también asesor de The Moderns (1988)─ se coartan a sabiendas el bar, viejo conocido achacoso, haciendo imperar la época de ley seca. Lo más parecido a una cantina será la lavandería-tapadera donde a solas Alice confiesa a Zoe ser virgen, y Zoe a Alice ser impudorosa… Fuera el humo, la cacofonía de fondo, bienvenido el gobierno del diván y la confesión compartida.
          La primera tentativa al revisitar un tan fugitivo plantel de personajes pasa por hacerse un bloque de hielo frío, un esquema mental severo, como el expuesto arriba, ganándose quien lo haga ─y con inveterada razón─ el odio fatal de los surrealistas. Medito, por boca de ellos, sobre la ficción inherente a naturalizar la noche anterior al día siguiente, rememorándola rica en detalles positivistas, por lo tanto, carente de humor: un descriptivismo aplacante y de guillotina. «Dentro de los límites en que se desarrolla (o parece desarrollarse), el sueño se nos presenta como continuo y poseyendo trazas de organización. Solo la memoria se arroga el derecho de efectuar cortes, de prescindir de las transiciones, ofreciéndonos más bien una serie de sueños que el sueño», escribía Breton; y con él nos preguntamos: ¿cuándo diantres habrá críticos y cinéfilos durmientes? Raymond Bellour reflexionaba sobre la única ocasión en que Freud se valió de un divulgativo símil fotográfico para ilustrar las oscilaciones, entre regímenes polares, de la energía psíquica: la fotografía aún latente sería, en efecto, el inconsciente, y su operación de revelado la perpetuamente movediza, delicada, agotadora e incierta concreción del primero en estructuras racionales de conciencia. Pero como dice Edgar, el tema de la capacidad onírica del sexo no puede dejarse solo a Freud y sus cohortes, según el cliché, afanosos de todo en primer plano, lavada ya la cara queriendo olvidarse de bostezar nada más despertarse. A Edgar le interesa la súcubo ─a Faldo también, pero tamizada por la embriaguez del desenfreno crematístico─, una obsesión interminable que desbloquea, clausura y hace girar sin tercera posición el círculo de la polución nocturna.    

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Musa de la escritura automática
(Fotografía de portada de La Révolution surréaliste, núms. 9-10, octubre de 1927)

A quien escribe, el revisionado a la segunda de Investigating Sex le pareció, prevenido entonces, de una limpidez insultante: la primera vez fue semejante a sufrir una vigilia cuarteada por somnolencias. Por un lado, demasiado despierto como para entregarme al delirio, por el otro, demasiado dormido como para tratar de inserirlo en mi vida. Lo comprendido a posteriori fue una lección surrealista: en el cine de Rudolph, como en el sexo enérgico, la expresión del lenguaje precede al pensamiento, con sinceridad exacta ─Francine mientras hace el amor con Dwayne en Breakfast of Champions (1999): «…when I go to heaven on Judgment Day and they ask me what bad things I did down here, I’m gonna have to tell them…»─, y exacerbada su maestría como cineasta aquí, afinada su visión tras veintinueve años tras el aparato, Rudolph ha ido perdiendo el pudor a prescindir de escribir protagónicamente con la cámara movimientos controlados, preclaramente expansivos, respecto a tres o cuatro principales. En casa del mecenas Faldo, donde los seis hombres y las dos mujeres se reúnen, domina la aposentada llenez cargada del enmarañado diálogo circulante, miradas que avanzan sobreentendidos, una continuidad pespunteada por la cháchara resguardados los participantes por tupideces de cuadros desconcertantes y assemblages antojadizos, taza peluda de Meret Oppenheim, pues la trascendencia artística (como Rudolph por experiencia sabe) siempre será dudosa. Pervive, sin embargo, la pulcritud del découpage que privilegia y jerarquiza el inserto elegante ─los trastabilleos de Alice respecto al placer, las pequeñas entregas de Zoe─, también su característico rasgueo de las equidistancias. Nunca se subrayará lo suficiente cómo ha venido consiguiendo Rudolph adueñarse, marcar indeleble contra la máquina, cualquier producción en la que su figura está presente, pudiendo afirmarse, hasta de un filme más abiertamente comercial como es Mortal Thoughts (1991), que también allí consiguió tallar los suficientes elementos para considerarla una genuina turbadora estancia digna de visitar en su personal casa museo.
          A propósito de Trouble in Mind (1985), con palabras llanas, Dave Kehr situaba la puesta en forma de los filmes de Rudolph en un cimbreante compromiso entre realismo y expresionismo. Creo, no obstante, haber encontrado dos epítomes, deudores ambos del vocabulario surreal, que por descomedidos y estrafalarios se adecuarían mejor: superrealismo o supernaturalismo (el primero, en su acepción castellana, el segundo, su transliteración francesa). Esto en relación a la conexión con los distinguidos arquetipos del clasicismo glorioso que Rudolph actualiza; mientras que por otra parte, su vanguardia dadá provendría de coreografiar un baile gran mezcla de tipografías. Encontramos en Trouble in Mind un tiroteo que toma carrera en un museo como toman el espacio los cuerpos, durante el atraco, en Prénom Carmen (Jean Luc-Godard, 1983), y a la vez, una planificación que sienta a debatir los destinos de hombre y mujer en contraplanos clásicos. Aunque los personajes del cineasta, a causa de su entrampado sentimental, parezcan en ocasiones presos de paisajes de colores Yves Tanguy, del gran vidrio de Duchamp, siempre comprenderemos (a menos que no soñemos) sus afecciones, siendo la más obsesa la mezcla de pasiones, la confusión sentimental.
          Bajo distintas facetas, temores y atracciones, el grupúsculo bajo las órdenes de Edgar experimenta procesos autoinducidos de angustiosa heteronomía: premeditado-automático, femenino-masculino, polvo-espíritu, bestia-hombre, libertinaje-castidad… y cómo no, el amor en pareja asimilado trópico límite. Relaciones abstractas que linean el mundo expresando una trabazón original por dualidad de posición, los cuadros de Piet Mondrian, para quien en la relación ecuánime de estos extremos opuestos se manifestaría la armonía total, pues dicha convergencia en la Nueva Imagen «contiene todas las demás relaciones». El elemento masculino expresándose en lo universal, lo interior, el femenino en lo individual, lo exterior, ligados en devolución como lo están la edad de oro y la decadencia. Dualidades que coexisten en Investigating Sex a condición de propulsarse hacia horizontes más perversos, buscando, en realidad, una especie de indulto pacificador postrero (el equilibrio). El último confín, la amalgama de la huida (huida verdadera, falsa o con probabilidad ninguna de las dos, sino aceptando que no somos tan buenos detectives como para esperar encontrar otra), suele vestir importancia en el disfraz imaginario del amor final, o sea, de la síntesis del idealismo y el romanticismo así entendidos. Mito sin un suelo mitológico soslayable, pero sí complicadísimo ─Edgar: «It isn’t easy, Alice, trying to reshape this corrupt world of ours», Alice: «I don’t know that you can reshape something thas has no shape…»─, laberíntico, copado de fundidos, fantasmagorías y afanes futuros, presentes y pasados que se materializan en fusión.
          Prolongando las inquietudes de Alice ─musa ideal de la escritura automática, prototípica femme-enfant─ viéndose ella y Zoe recompensadas con dinero al finalizar la primera sesión de transcripción, se corta casi flotando hacia la tiniebla de la proyección del filme erótico, con aroma marinero sternbergiano, realizado por Oscar, donde, tras el júbilo y la estasis, se seccionan en movimiento cruzado de salón las impedimentas sexuales que cada miembro porta: Edgar, hipnotizado de pie por the art of flesh y contra el masturbador Lorenz, se devana inquiriendo qué parte del amor pertenece a la sexualidad, mientras atalaya, con aristocrático morbo, los deseos aún imprecisos de los demás; Faldo se arroja sobre su mujer cual fauno; Chloe se resiste a los apetitos de fidelidad de Peter; Sevy se propone arrancar con malicia inocente unos recatados bisbiseos a su prometida respecto a cuánto le ha removido la pornografía sutil; Zoe espía a Oscar, taladrador de imágenes, penumbra a través ¿acaso él la mira también a ella? La segunda proyección, dotada de varios grados de onirismo creciente, impacta sobre todo en Alice, quien funge sobre la tela blanca sus propias alucinaciones respecto a la sexualidad sentenced to afterlife de Edgar. La dispersión recolocante de la escena, su dicharachería que avanza y atranca por verborrea, no competerán, quizá, al espectador poltrón, el cual no podrá llegar a identificar y encadenar de forma fehaciente, durante el visionado inaugural, los numerosos afluentes encarnados de sentimientos que hacia la consumación se desatan, pero este tampoco podrá negar, al acabar, que todos y cada uno estaban ahí presentes, espesos, profusos, transpirables en cada encuadre, removidos a cada corte.
          Sobrevivirá un halo de romanticismo, en Rudolph siempre lo hace, herencia fundada en atraerse hacia la modernidad un sexo de raigambre pre-code: arrebatado, circunspecto, pérfido… sibilino bastidor del mundo con su correspondiente conmutación marital. Ahora bien, el sexo romántico, el que toma la mente como una tendencia de ensueño ─celestial o pesadillesca─, se borra cuando entra en escena lo soez sin dique. Aunque no haría falta tanto. Bastaría incluso que entrara en escena, para hacer que todo el idealismo romantico se desvaneciese, la visión misma del acto sexual desde un punto de vista exorbitante por razones de craso realismo superficial. Un margen de representación en realidad anchísimo, flexible, pero que Rudolph no tienta ni con la punta, sino en visiones preambulares, atrayentes y fisuradas (las involuntarias fantasías de Hurst en The Secret Lives of Dentists, 2002). La última noche, como en un cuento gótico, las quimeras desbocadas coinciden con la lluvia, truenos, desaguando en la claudicación del grupo: Sevy entrega a su mujer a Monty, y siguiendo amándola, toma el sombrero para marcharse sin más pecado que el de haber ejercido, por una vez, de perverso mirón; Zoe y Oscar pasan de la mascarada hacer manitas a la fuga; Faldo y su querida, del diván a la alcoba, escaleras arriba, para practicarlo de maduros como la primera vez; finalmente, Peter y Chloe, renegando ambos por despecho de Edgar, su tutor diamantino muescado que pretende trastocar la interioridad de los demás en joyero, escogen, entre ellos, el apasionamiento tangible del rostro reconocido, antes pospuesto, ahora emergido palpable a fuerza de doler.
          ¿Existirá en realidad gente ahí fuera, como afirma Faldo, dando y recibiendo amor, sexo, ajenos al retorno de la punching ball? Por lo que se nos cuenta, no Alice ni Edgar, no tanto protagonistas como figuras patrimoniales de extremos ejemplificantes. Son sus desazones entre permanecer en vigilia o fundirse en un mismo sueño las que circuitan devaneando el filme, invocando la experimental travesía de experiencias. Ella, movida por impericia, aletargada de vigilia, agita la confusión onírica por probar, él, invidente por exceso de fantasía, necesitado de circunscripción, sostiene a duras penas la compostura cuando asimila el sentimental limitarse de los demás a una ilusión vana, cobarde en última instancia. En la vida, en el cine, las adyacencias negociadas entre amor y sexo que consiguen sustraerse en felices ratos a esta loca circularidad serán, usualmente ─por su concreción histórica, estratégica, por un amor preciso─, de menos calado general para el común de los mortales a través de los cuales avanza el tiempo. En cambio, lo que con seguridad no dejará de titilar en el fuero humano, en el espectador mundial imaginario, son cosas como la lluvia, el glorioso blanco y negro donde el gris ejerce en la memoria un papel de tímido intermediario, las estereotipias tendenciales duales que toman cuerpo en Edgar y Alice. Con denuedo retornante, provengan o no de la infancia, ellas lograrán invocar, una vez ahí fuera, en la pantalla interior, fragmentos escindidos de un aguacero primordial inconcreto. Alice, tras un dudable momento final de compromiso con Edgar, bajo el chaparrón, rememorando la unión hurtada anteriormente al espectador, se desintegra en una sonrisa desamparada, alza la barbilla, gotas por su cara. Como escribía Jean-Louis Schefer, la única climatología afectiva que permitiría a nuestra percepción retener, escasos algunos segundos, el crimen puesto en marcha por el filme una vez terminado: «Afuera, el mundo sigue su curso (el espectáculo no lo atrapa, no lo encierra ni lo refleja). Cuando salimos a la luz del día, nos sorprende infinitamente que los autobuses circulen, que los movimientos prosigan; solo la lluvia prolonga en alguna medida la película ─prolonga o perpetúa la misma especie de achurado continuo a través del cual los objetos llegan a tocarnos».

 

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BIBLIOGRAFÍA

BRETON, André. Primer manifiesto del surrealismo (1924). En castellano en Manifiestos del surrealismo; Ed: Argonauta; Buenos Aires, 2001.

MONDRIAN, Piet. La nueva imagen en la pintura (1917-1918). Ed: Colección de arquitectura¸ Murcia, 1983.

SCHEFER, Jean-Louis. El hombre ordinario del cine (1980). Ed: Catálogo Libros: Mirador, Viña del Mar, 2020.

LOS PICAPORTES DEL FEUDO

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Trixie (Alan Rudolph, 2000)

Trixie Alan Rudolph 1

Era evidente que la vida nocturna de Buscott era muy limitada, y aunque la gente bebía enormes cantidades de cerveza, todo el mundo parecía haber cenado antes en su casa. Además, cada vez que él entraba en un bar, todas las conversaciones quedaban interrumpidas, y todos se mostraron desconcertantemente mudos cuando se trataba de hablar de la fábrica, de los Petrefact, o de cualquiera de los demás temas que él planteaba, en un evidente esfuerzo por tomar conciencia directa de la explotación que todos ellos padecían.

Vicios ancestrales (Ancestral Vices), Tom Sharpe

1. A ORILLAS DEL BELLE-VISTA

Los rumores los transporta la niebla matutina en Capitol City, y es sencillo escamotearlos, también lícito, posando los pies sobre la madera del motel entretanto divisamos el muelle con chimeneas, el politiqueo de peces pequeños en grandes cuencos, los animadores de madrugada, turno de ocho horas, p. m. a a. m. minuto más minuto menos, reviviendo el puñetazo de Cagney a Bogart, el público requiere cantarinas mezcolanzas de souvenirs andrajosos para seguir tirando dados, dando a la cachiporra con el aliento en las manos, la suerte quizá les acompañe pero Trixie Zurbo, agente de seguridad recién traspasada a guardiana de la casa de juegos de Crescents Cove, es capaz de otear en varios movimientos, durante el inicio de un auge sentimental chiflado, el hurto del desvergonzado con camisa hortera. La distracción era aparente, tal vez sí estuviera con la cabeza en The Furman Report o en alguna historia de Evelyn Piper tonificada en un Vancouver remodelado. No fichamos a esta obsesiva masticadora de chicles, sin embargo sí presentimos que las miradas hacia Dex Lang serán el inicio de su ascensión cara nubes más claras.
          Poco encontraremos de ambidiestro en dicho Adonis protector, tan sincero en su estupidez como cualquier matón de su alrededor, sean el guardaespaldas del senador Drummond Avery o los de su cómplice mercachifle, el ridículo y siniestro amante Walter “Red” Rafferty, vigilado por unos Laurel y Hardy con más peligro fingido que otra cosa, pues están ahí para desestabilizar el yate, en una reunión de siete; ah, faltaba una, Dawn Sloane, Dorothy si la conocemos bien, la chica de Red. En fin, el hervidero de escasa utilidad, acá tiene usted la enredadera de engaños, traiciones, cintas ─implican amenazas─, asesinatos ─Dawn paga el precio de cantar tan mal, pero nos sigue dando lástima, y pronto pensamos que tenía su aquel el timbre de la dama─. Basta, los datos desbordan, ¿no? Rudolph comienza así, una sucesión de superposiciones, créditos sobreimpresos mediante, donde la historia no puede andarse con rodeos, debe situar ya a Trixie lejos de casa, hacerla compañera difusa de Ruby Pearli para obtener consejos a tomar con discreción y amiga noble con Kirk Stans, el de las cantarinas. Hollamos este reino miniaturizado en el cual se enumeran con los dedos de las manos los lugares donde seguiremos moviéndonos entre una roca y el profundo mar azul, se establecen las reglas de la inspección, la bienaventuranza de los suertudos cuenta lo justo para Trixie, ella cree en sus ojos, y estos ven demasiado, luego, tras calar la fortaleza mejor, comprendemos que veían lo cabal a fin de construir su propio aprendizaje moral, desquitada de los suficientes parientes. Lanzada sin pistola pero con cerebro al epicentro del mapa, Rudolph la presencia desde múltiples posiciones.
          Corte, plano, reencuadre, zoom in, acercamientos o retrocesos con dolly, plano detalle (unas manos ante el senador pasan de inseguras a matasiete en cuestión de minutos). Reconocemos la herencia: Robert Altman, sapiente de la dictadura del encuadre, elegía conmoverlo, a él, no a nosotros, y en ese balanceo, tan mareante como el del Forum Club partiendo y tornando del hall a las mesas, uno alcanzaba a hacerse la vista, captar el desequilibrio gravitatorio en este suelo que llamamos tierra firme, el paralelismo natural al enloquecimiento de un Otto Preminger tardío, pero con la fragmentación querida aliada. En Rudolph obtenemos similares agasajos si nos fijamos… ¿en qué? Demonios, todavía no lo vislumbramos. Ya, ahora sí, dentro de esta división de puntos de vista, no tenemos un bosque, sino un matorral, y se mantiene con ligeros cambios de escena a escena, las maniobras del timonel conocedor de las posibles fintas en el caso de que la mar embravezca, si la ocasión ─y créanme, esta se da no pocas veces─ de la Zurbo dando propinas al botones y al jefe (legado materno) requiere que la multiplicidad de tomas se detenga y ¡zas! aparezca para nuestra atención el escarnio en el labio, la añoranza en los ojos. Ah, Rudolph no estaba siendo perezoso, su falta de estilo visual premeditado en esta película ─palabras textuales, el rostro de Emily Watson pedía poco más─ no chocaba con renunciar al catálogo de trucos de marino dotado.
          El oleaje lo encauza desamarrado de Altman, los ensambles de puesta en forma remiten a ayeres arrinconados, futuros no atisbados en el arranque de siglo. Llegando a Kurt Vonnegut, la engañosa simpleza del plantel de frases de calibre conciso, describiendo con cariz sucinto de veterano. Por debajo de esta concreción, la construcción letal, el lento desarme de los chalados, regocijo en la locura del pasado de vueltas y, aunque tarde, la conmiseración ganada a pulso. No muy lejos de esta maniobra, en los planos donde se rompe la sucesión de la escena desarrollándose (tan reducido temor al corte como en una película americana de 1931) con la liviandad aturdida del demiurgo a bordo del feudo, palpamos la medalla del capitán: un contrapicado tras un robo en una tienda de ultramarinos descoloca a Trixie, el aparato la filma en dos espejos junto a Dawn Sloane y solo en retrospectiva sentimos el afecto de la última vez. No volveremos a ver a la segunda con vida, y su defunción marca la propulsión de la investigación, el interrogante habitual sobre los probables carrosos, apuntando las papeletas, como cabría esperar, antiguos amantes a los que habrá que poner en su lugar antes de que las cintas (no las de Nixon) desaparezcan de la escena del crimen. Las marcas de estilo no son sino consecuencias inevitables de la regla no escrita del cine de Rudolph: si la vista ultradotada del marino decide llenar de afecto el escenario, concordaremos en que esto no se debe a las añoranzas de otras tierras, sino a la hermandad invisible del cineasta con los soldados de su condominio, la cámara acentúa los momentos donde lo último esperado por unos ojos rutinados era una tilde. Llega el signo de puntuación, presto, cargado de asertividad romántica. La realidad se trastoca, y el mundo de Rudolph se funde con los picaportes porque, Beatrice, cariño, ¿qué es real?

2. WAKE UP, GO TO SLEEP, GO ON STAGE, MAKE LOVE

En el contorno, el estratega menos pensado también embellece para sí su situación, véanse las diversas digresiones de Avery hacia los idilios inoportunos de pasados presidentes de los EUA, leves anotaciones acerca de Bebe Rebozo-hombre escolta en torno a delitos amorosos gubernamentales o alusiones a la secretaria de FDR restando importancia a su propio descaro; villanía menoscabada con empatía sonada. Inclusive el último momento de este politicucho cero interesado en escuchar sobre motos de nieve las anécdotas de sus comensales golpea la estructura de la película como si una llanta despegara de la ronda de planos, más aún, su encuadre terminal vuela hacia la desesperación novelera del que se intuye constructor de su propio relato. Bingo, la conciencia de uno mismo es lo que la mayoría de personajes aquí parecen poseer hasta dejarlos inestables, pero es el viaje rumbo a ese estado del ser el efectuado por Zurbo, sin intentar rebasar la línea donde analizar demasiado la propia situación devendría en fragilidad sentimental, caso de Dex Lang. Trixie cimenta alrededor de este carácter masculino una valla ante la que, por muchas paradas en el hospital inevitables dada la confusión de los arrabales, ninguna bala podrá detener las neuronas de la exvigilante de supermercado. Un traje blindado, elástico para sentir la honestidad del huésped, rudo cuando se presta el envite a la amenaza frontal, y una pistola sin balas pueden dejar en pelota picada a cuatro gamberros.
          Alto, solo hemos mencionado una vez a Ruby Pearli, injusto olvido del escritor, pues bien, ella joven promesa, personaje y actriz, conoce más de lo debido, empieza a meter sus ojos pícaros en el mundo de Trixie dándoselas de experta en el juego, manchada. Por Dios, hasta admite haber compartido intimidades con el cómico venido a menos de Stans, luego descubierto convicto de siete años (disculpas aceptadas, era en defensa propia). Zurbo no se deja engalanar por ella pero en el curso de dispares encuentros se ve que empieza a convencerse algo de la inocencia pelín fastidiada de Pearli, una chica con la ilusión sospechosa de la versada en  las minucias del juego, empero los detalles duelen, la vida deja herencia, un hijo ¿de quién? y la excitación por Ruby comienza a derrochar tragedia intrascendente, llegada la mitad del metraje, considerando el pavoneo delante del personal… el engaño deshecho al completo. No me digas que no conoces la diferencia entre un luchador y un amante. La gradación nos queda clara, la acompañamos corteses, ella dará los consejos adecuados de abrigo, prendas, incluso practicará onanismos velados al pícaro demacrado Avery, para incriminar, ayudar, dejarse ir, ocultarse del cuadro. Ruby Pearly, bésame mucho, s’il vous plait. Su sarao es el viacrucis sentimental de la pulpa del filme. Ningún cineasta ha logrado capturar esa fina línea de malicia de Brittany Murphy por la que uno sería capaz de adulterar, llorar, llegar hasta el fin de la historia para cambiar el desenlace. Rudolph, orgulloso de su compañera, sabe que tiene algo especial. En nuestra memoria quedará como testimonio de la actriz, su verdad oculta detrás del micrófono.
          Los nombres terminan apareciéndonos con el paso de los minutos: Dorothy, ya mencionado, se escondía tras Dawn, pero también Charlie tras Dex Lang, lo oímos de sus padres, riqueza americana añorada por el hijo pródigo. Trixie contempla estos tiovivos alterados intentando llegar a unos mínimos de sinceridad ante tanta alimaña procurando hacerse con una porción del consorcio. Las gotas derramadas frente al reto inesperado, los quebradizos sollozos aumentan a la par de su fortitud, uno va haciendo el camino creciendo en sabiduría discerniendo esta de las intimidades sigilosas. No es posible alcanzar erudición ni instrucción si no somos capaces de dejarnos derrumbar un poco, pues la esperanza de la investigación, la conclusión de la odisea mal deletreada, ordena inconsistencia. Si queremos ver a nuestro oponente, si lo logramos captar, finalizaremos con una pizca de pena. Y Trixie es un personaje no trágico en consecuencia de esto, simplemente es el que hacía falta. Si no somos nosotros, tiene que ser ella. La victoria de la actriz, retenimiento del cineasta, es reclamar, sin colmar la horizontalidad que rompería sus poros plisados, una suma de piedad, rabia, ternura, cóctel, este sí, impronunciable, mal ajustado, cuya exposición en público proporciona la salida de cuadro de los demás, la entrada en primer término de ella.
          La verdad, el todo y la verdad y nada más que la verdad se asienta poco a poco en aquellos inclinados a asumir la rebaja del índice de brillantez a las cantidades precisas para repartir justicia dentro de los torreones, por lo tanto el estupor adquiere tras varios conatos la forma de rebeldía enraizada en el aprendizaje más lícito, hacer el amor, declarar la guerra, batirse en dialécticas pululando a través de los bordes de la amenaza. Dispuestos a recapitular en la siguiente página del informe como descarados y picajosos, si alguien mira con miedo hacia el supuesto inocente, será sospechoso de asesinato. Feliz hallazgo cuando los malapropismos de la protagonista proporcionan una estable convivencia con el suburbio, el centro, los lados, la batalla y el dormitorio, el cool que nos importa, la modernidad rechazada por el director, ignorada por el personaje. No existe esa intencionalidad odiosa en los filos de un relato tan absurdo en los hechos, innegable en los incidentes emocionales, la moral de la ficción se arrima a la veracidad receptiva de un espectador dispuesto a desnudar su naturaleza caprichosa; se le pide ser llevado al salón principal para desgajar su careo hasta la confusión, convertido si la hazaña ha sido digna de agasajo en feliz síncope.
          En el Forum Club de Capitol Drive la duración del suceso es tensada en dos ocasiones, la primera partiendo el filme a la mitad, ocasionando un duelo verbal entre Trixie y Avery, la segunda resultando en la fraudulenta sensación de que el caso ha quedado resuelto. En ambas, Rudolph y sus personajes se descubren aunque pretendan hacerse pasar por inquisidores. Los jueces de la obra desean contactar con el fondo, descubrir el punto oculto del contraplano, el tic del oponente, cariños enjaezados de reticencias, ironías escupidas con el esmero del lince; estas intentonas derivan en caos, desatino americano, mezcla de términos espaciales, salpicadura de verbos, uno hacia el vestíbulo, otro hacia el cielo clamando por la paranoia durable. La que los toca, hunde, cierra el pestillo al final del día, mira a un punto perdido centímetros al lado del objetivo y en ese trance sagaz se manifiesta bajo la forma de un suspiro en los ojos. Tras la aventura de Crescents Cove, ahora Trixie es mujer y no muchacha. Ella se queda observando la farándula cuando el batiburrillo sin saberlo se ha puesto a sus pies.

Trixie Alan Rudolph 2

Trixie Alan Rudolph 3

CITA E INTERROGANTE

«Nadie guarda su propio secreto». Es el error de Narciso en el texto de Ovidio. No hay que conocerse a uno mismo. Todo lo que desposee de uno mismo es secreto. No podemos distinguir entre el secreto y el éxtasis.

El sexo y el espanto, Pascal Quignard

PRETTY WOMAN

Conformado por multitudes de pasados aprehendidos en el acto, uno se sigue paseando por las avenidas, intentando atrapar en el aire las variadas estrellas, admitiendo el posible fallo como alegre recaída en el exceso. Soy seleccionador, caprichoso, no me conformo con cualquier régimen, desde luego tampoco atisbo anhelos de falaz pureza ni descarto la corrupción de las presas futuramente mordisqueadas; esas aves son mías desde el momento en el que me atravesaron con su pico en los tempranos años de la infancia, me pertenecen. Persisto abierto a las futuras acusaciones, sigo desplazándome, no obstante, con un deseo subrepticio innegable: llegar a la fuente, descubrir de dónde surgió el primer impulso, terrorismo dulce y agradecido de la mirada. Desde ese contacto, de la mano de Vivian Ward, viví asido, acariciado por las extremidades de las dobles (fragmentación toqueteante del ansia), ensoñándome las sucesivas noches con botas de tacón y cuero negro, deseando repetir el trayecto de Hollywood Boulevard al Regent Beverly Wilshire Hotel cada crepúsculo, antes de cerrar los ojos, terminando vencido por el sueño al cruzar la puerta, pues lo de después se me escapaba, me contentaba con un masoquista in crescendo desactivado por la somnolencia y el desconocimiento.

Pretty Woman Garry Marshall

EN CUALQUIER MEDIANOCHE DEL MUNDO ─ Les paumées du petit matin (Jean Rollin, 1981)

De la ternura…

Michelle y Marie han huido y tullido el régimen diurno que las atrapaba bajo excusas de expedientes contaminados de traumas, autismos, inestabilidades. El manicomio campestre, sol abrasador calcinando la piel de las mozas, dejado atrás. Llega el peligro y la excitación contagiada entre las muchachas, de la hiperactiva a la tímida, a ambas las deseamos ver corriendo sobre el mar, cogiendo el primer barco rumbo a las Islas de Sotavento; les ponemos un nombre cuando Rollin, rollo tras rollo de celuloide, ha borrado el destino específico de nuestra lontananza romantizada en sueños infantes. Cada ser en vigilia caminando por las sempiternas variaciones de ensenadas, cementerios, psiquiátricos, subsuelos, se funde con su confraterno hermano, y se procede entonces a la jerarquización de un ejército: el que persigue, la perseguida, la cazadora, el cazado. El itinerario fluctuante entre estos arquetipos, pasar de una entidad a la siguiente. ¿A qué viene tal insistencia en volver a estas frágiles y medio derrotadas chiquillas? Comienzo a pensar, acompañado de amigos, lo pertinente de concretar hasta la más mínima arruga el rostro de una mujer, un capitán, para llegar al encuadre que, juntos, nos haga trasladarnos a cualquier medianoche del mundo. La concisión tozuda del cineasta por retornar a una puerta, tinaja de agua derramándose sobre cabellos ajados o, caso presente, plano medio de dos compañeras cuyo vínculo no hace otra cosa que crecer, mezclada con ese encuadre tan fijo y seguro cual mirada de rapaza curioseando ensimismada el tiovivo de la mano de mamá, en las circunstancias receptivas adecuadas, da lugar a eso tan confuso que conocemos como universal. Marie patina a través de una pista de hielo durante plena preparación portuaria hacia la emancipación, y el reencuadre donde, al fin, la sentimos desenganchada de las malas hierbas, podría estar siendo filmado aquí, allá, 1981, a comienzos de siglo, antes de que el lenguaje cuajara en significado alguno. La lección, por supuesto, no es pedagógica, no existen reglas para desplazarnos, ilusos, cara este y otro lugar. Con todo, uno sospecha que la ubicuidad de un gesto callejeando por la línea del tiempo requiere de noches tranquilas. Y quizá, al filmar Francia a altas horas previas a la alborada, un deslizamiento sobre la escarcha, un edificio, un acuario, fuente en Lèvres de sang (1975)… ahí recordamos Duelle (Jacques Rivette, 1976): la levedad de la noche tampoco radiografiaba una estación de enajenados y aburridos, al contrario, sumaba una multitud de puertas, posibilidades de entender mejor lo atemporal de una piedra atisbada a las tres de la madrugada. Esta película comentada no es capital, ningún filme de Rollin se gana ese injusto apelativo, importa ir sumándolos.

… al descoco

Lèvres de sang, filme con un componente romántico exacerbado, controlado sin arrebato remilgado, ya nos deja ver dispares variantes. Comenzamos casi con un tipo en una fiesta, y allí dirige su desorientación a la foto de un castillo en el que había tenido una vivencia muy intensa de niño con una vampiresa, pero está la escena, el instante, en un interrogante… una necesidad inmediata de dirigirse allí lo consume ahora. Y en esa misma fiesta o banquete o llámelo como quiera, bajo el comedor, una fotógrafa de inquietante parecido a PJ Harvey, con pintas de haber pasado por el 68 habiéndose metido la mayor variedad de drogas posible ─salida bien parada del asunto─, haciendo una sesión a una tipa rubia, pelo castaño. Mientras la fotografía, la excitación adiciona fogosidad al posado hasta el punto de querer masturbarse, tocarse de más para ojos pudorosos, pero entra el protagonista en escena. La sesión de fotos no aporta ningún detalle a la narración de la película; a este espectador no se le antoja gratuita. La chica no puede satisfacerse del todo porque la interrumpe el actor, y luego, hablando con la fotógrafa, posible informadora del castillo incógnito, ella le dice de esperar un segundo. Al volver, sus prendas han desaparecido. Lo burdo y obsceno se confina de este acto. En el universo de Rollin, los personajes pueden aparecer desnudos, vestidos, da lo mismo. Es una forma de vivir inventada, liviandad atractiva deseando verse traspasada al día a día. Que pudiese aparecer alguien desnudo porque sí y diese igual, tenía calor y hace falta quitarse la ropa de tanto en tanto.

Marie no juega

Dicho esto, la moral de Rollin es puesta a prueba, demostrada ante el jurado, cuando uno de sus personajes se niega a participar en el desfase general. Retomando Les paumées du petit matin, ese ser mostrando rechazo, asco, por la invitación a la perversión, es Marie. Acompañada de pudientes decadentes la noche antes de partir con Michelle hacia mares más calmos, permanece sola ya que su compañera medio disfruta la demostración de risible poder de un excombatiente en la Guerra de Argelia, armas colgadas en triste museo personal. Seducida a formar parte de un posible trío con dos féminas, Marie explota de rabia, esta no es su fiesta, el pasaje se le pierde con retraso baladí. La hoja cortante de una daga actuará de respuesta en la carne de las libidinosas asediándola. El arranque del río de sangre, código deontológico del cineasta: una criatura no puede ser tocada como las otras. El descaro de atemorizarla retorcerá el tercer acto en carnicería funesta.

Les paumées du petit matin Jean Rollin

ANGIE

He aquí una superposición de comillas, tras tantas imágenes retornando en trance. Dentro de esas coordenadas persevero distanciado de la evocación en pos de buscar, en cada retorno, un resquicio en el itinerario, una doblez singular en la chaqueta atada a la cadera, de lo contrario, tales maniobras de seducción no merecerían de mi parte más que simple desprecio. Y es que la edad va madurando en uno la perversión que lo habita, y esta se refina, se endurece, vive combatiendo la finura de los casticistas, enunciadores de moral desde el otro lado de la cómoda, intentando convencerme de las bondades de sus edredones, ningún interés, eliminación del juego. Por eso hago el camino de retorno e intento recorrer marcha atrás, dada la vuelta, un filme como The Rapture (Michael Tolkin, 1991). Allí Sharon peregrinaba el trecho del vacío moral hacia la duda religiosa, y honestamente creí ver un error al divisar semejante espiral de incertidumbres acumuladas. Quería llegar hasta las puertas del purgatorio postrero para decirle a la no-desvanecida protagonista del filme lo errado de su odisea, en tanto intentó aislarse de la forma del tatuaje encontrado en la espalda de Angie, poseída por la lujuria, y en vez de perderse en el interrogante de sus líneas, procuró encajarlo en una conspiración falsaria merecedora de poca atención. No, lo tensante, religioso, acechante, desazonado, era el supuesto nihilismo de Vic, verdadero conductor de pasados, encarnado en las pieles de un Patrick Bauchau experto en esos terrenos, curtido en disfraces bajo los cuales se esconden miradas que se pierden pero no miran (Éric Rohmer, Alan Rudolph), y al alejarse de él tan vilmente, dejándolo como mera nota a pie de página, la película y el personaje se condenan a la coyuntura, pero al comienzo, entre sombras, bajo la sutil inquisición de los extraños, yace un gobierno de imágenes, y en los minutos precedentes al éxtasis medio o mal filmado, se encuentran las escaladas de tensión de siempre, también renovadas, actualizadas, la patrulla de la noche, la honestidad de las ojeadas suspendidas, el punto justo de obscenidad elegante.

The Rapture Michael Tolkin

A Laura, por sonreír ante las virtudes de la desvergüenza y enfurecerse cuando esta cerca su libertad

¿CUÁL ES TU NOMBRE HOY?

YÔICHI HIGASHI

Four Seasons: Natsuko [Shiki Natsuko] (1980)
Somebody’s Xylophone [Dareka no mokkin] (2016)

François Truffaut: Es realmente una pena que su película no recibiera ningún premio allí. Me gustó mucho.

Kirio Urayama: (Risas) Se lo agradezco. Pero si la película no recibió ningún premio, debe haber razones para que eso ocurriera.

Truffaut: La razón es porque ambos, tanto el jurado como el público, son perezosos. Todos están ocupados con los recibimientos y acaban verdaderamente agotados. Por eso las películas valientes yacen sin ser vistas, pasan desapercibidas. Tomemos por ejemplo una película como La isla desnuda [Hadaka no shima] (1960), de Kaneto Shindô. Es una película que no fue considerada como debería. Películas como Foundry Town [Kyûpora no aru machi] (Urayama, 1962), que tratan múltiples temas con talento y corrección y además lo hacen con un toque realista, no son bien valoradas por los festivales internacionales.

Conversación entre Truffaut y Urayama en la 15ª edición del Festival de Cannes (1962)
 

Somebody’s Xylophone [Dareka no mokkin] (Yôichi Higashi, 2016)

Somebody's Xylophone (Yôichi Higashi, 2016) - 1

1. ARRECIA LA TORMENTA, HORA DE ZARPAR A MAPEAR

Con su asalto maestro, pero también natural, al formato digital en 2010, Yôichi Higashi refrendaba ser el mayor superviviente del cine japonés de nuestros tiempos. Pese a haber dirigido desde 1963 unos veinticinco filmes, ninguna historia oficial y solo escasas listas a la sombra refieren su nombre en relación al pasado, al presente o al futuro del cine asiático. A las claras, cualquier espectador despierto que se digne a volcar una atención solícita a su carrera de filmes, tomando en cuenta la verticalidad de su trayectoria, podrá constatar una de las catatonias más flagrantes de la historiografía del cine moderno, no solo japonés, sino mundial, en el desconocimiento y la ignorancia de la obra de Higashi. Cuestiones como la lejanía geográfica, las dificultades de traducción bibliográfica que guarda el idioma japonés o la lógica mercantil que decide qué exhibir pueden explicar un tanto, pero no tamaño olvido. Sin embargo él, recalcitrante cineasta de hidalguía insobornable, experto pintor de interrogantes, profesional oficioso del medio moviéndose con soltura en la segmentada industria del cine nipón habiendo sabido colocarse durante décadas allí donde se le permitiera crear libre o, al menos, con personal anchura, sigue repartiendo, ajeno a los engañosos laureles de la repercusión y de la consideración allende sus fronteras natales, a cada nueva oportunidad, un inagotable maná de sapiencia fílmica. La acérrima defensa de Higashi, de un tipo particular de cine dramático que sentimos como patria interior, por el cual iríamos a la guerra hasta matar de apabullamiento argumentativo o agotamiento mental al interlocutor y que, como se percibe ante el creciente temor del lector ─no tan a salvo como a él le gustaría creer─, se nota estamos comenzando vertiginosamente a armar, sería una empresa que no osaríamos abordar tan intrépidos de no estar del todo persuadidos sobre que el último filme digital del octogenario Higashi, Somebody’s Xylophone (2016), abre una brecha. Desescombra nuevos caminos. Celebra viejas constataciones. En resumidas cuentas: revienta la piñata. ¿Quién se atrevería a proclamar, hace unos años, que el único medio de salvación del cine japonés provendría de una buena transfusión de sangre añeja? Afirmación que proferimos conscientes, aguerridos y resueltos como lo estaba Jacques Rivette cuando batallaba la ejemplaridad moral de Viaggio in Italia (Roberto Rossellini, 1954).
          A partir de ahora nos dirigiremos al lector de “usted”. Y lo haremos porque, en los últimos tiempos, notamos el aire como enrarecido. Al parecer se requiere mucha educación, y hacer gala de blanda mano izquierda, para charlando convencer a los cinéfilos ─hombres que creen saber demasiado, leídos hasta el amortajamiento─ sobre el descubrimiento de un filme, o de un cineasta, de envergadura maestra y que ellos aún no conocerían. Enseguida desconfían. A la mínima arrugan la nariz. Adoptan una pose, digámoslo así, condescendiente. Máxime si se trata de una tradición cinematográfica presuntamente tan bien documentada como la japonesa. No acaban de sentirse insultados porque no te creen. Casi que no quieren creerte, descubrir. Han olvidado abonar su conversación cinéfila con el dulce y fértil perfume de las excrecencias amicales, se refugian en parapetos de cánones legitimados por miles de firmas, décadas endureciendo su rancio anquilosamiento en mente egoísta, la del espectador menos dispuesto a echarse a la calle, hacer el trabajo, descubrir sus regocijos más allá del Mediterráneo; las brisas de la terraza bien sabido es que fortifican el temple, no lo dudamos, el caso es el siguiente: si arrecia la tormenta y no se ve usted obligado a batallar contra la tempestad, terminará olvidándose de mapear la carta náutica, y así, lo desconocido por inaccesible permanecerá en estado criogénico, en parte, por su condenada culpa. Alude a su guante blanco para lavarse las manos. No hay rencores. Le sugerimos levantar el culo de la butaca del festival local y sumar una cita en su calendario. No se preocupe por los gastos, corren a cuenta de los servidores. A continuación, nuestro devocionario para paganos, procurando abandonar afanes proselitistas en el rellano de la puerta, aun así, ansiosos, no lo negaremos, pues nos produce un placer indecible reintroducir en esta particular casa del cine al espectador desalojado por la sazón caprichosa de los años.

2. PECADOS NIPONES: ALGUNOS AÑOSOS, OTROS RECIÉN SALIDOS DEL ÚTERO

Para empezar, piense usted en la dificultad del desafío que se propone Higashi: capturar la rebeldía queda de una madre, esposa, mujer, reducida por vicisitudes en ama de casa apocada y melindrosa. En esta ocasión, el cineasta se muestra respetuoso en grado sumo, incluso recatado, sobre todo en lo concerniente a poner en escena los desvaríos reincidentes y la sexualidad perversa de la fémina (lo cual solo lograría dejarla ingratamente en evidencia). La contención con que Sayoko, nuestra ama de casa, habita el mundo, nos refiere el pasado de alguien, un animal humano reprendido por el peso de la organización de la existencia en jornadas, que ha aprendido a aplacar a la fuerza su descaro, quién sabe trocándolo en qué. Un modo de ser que quizá suponga una prolongación trastocada, el reverso, en una madurez femenina claudicante, de las dosis de insolencia juvenil que a otras mujeres representadas por Higashi les permitía cierta independencia, una promiscuidad asteroidal, aun gravitando con ofuscada fidelidad entre órbitas masculinas. Si no le ha quedado claro, piense en su mamá, cuando era vuesa merced un criajo. La recuerda entregándose a las tareas del hogar en silencio ─si era de aquellas en las que papá delegaba porque siempre trabajaba, o estaba de viaje─, y la contemplaba, querido interlocutor, con fascinación en las pupilas, pensando qué narices le pasaba por la cabeza a esa mujer, sonrisa suavecita, demonios internos, serenidad engañosa. Pero fíjese mejor: debido a erigirse ella misma en guardiana confesa de su impulsividad, la interioridad de Sayoko, por un poquito, se nos escapa, manteniéndosenos más en secreto, por ejemplo, que la de los personajes encarnados por Setsuko Karasuma en Four Seasons: Natsuko (1980) o Manon (1981). Allí, el descaro tunante de la actriz por saberse dueña sigilosa de su travesía goteaba los fotogramas y nuestro gozo. Aquí, en Somebody’s Xylophone, la cosa tiene algo de remedo inusitado: el cineasta elige vadear el flujo digital con cautela ante las profundidades serpenteantes que se insinúan. El espectador podría perder de vista el sendero y la brújula si la acuosidad del drama llegara a inundarle los párpados, acá no ha venido usted a que le hagan llorar; aléjese, flote con precaución ─parece susurrarnos el metraje─, pero no se olvide de aprovechar los remolinos, las corrientes a favor, que el río fílmico acaudala para su entera disposición, arrullando sus receptores diegéticos con cortesía. Tampoco se rinda demasiado pronto, pidiendo rescate, acabando por convertir su itinerario en inspección desde el helicóptero timorato. No, señor, ya nos sabemos de carrerilla el manual de la vida vista desde las alturas, en la lejanía fija. ¿Ha leído este adjetivo? Convirtámoslo en sustantivo: fijeza. Recuérdela bien, Higashi la mima, se aproxima a ella para escapar como de la expareja cuyas fotos acaban por enterrarse.
          Sayoko aparenta a primera vista, tal y como nos la presenta el cineasta, ser una clienta más del salón de belleza. Pero, tras su primera visita, la mujer nos sorprenderá extraviando en mirada perdida sus sentimientos por Yamada Kaito, su joven peluquero con novia al que en adelante acosará sibilinamente. Mientras que, por otro lado, entreviéndola en su casa, llegamos a creerla habitante convencida de la garita hogareña en la que atiende las necesidades de su parentela: su hija prepubescente y su marido, recién trasladado el núcleo familiar a los arrabales suburbanos. Aunque el trío de sangre comparte espacio para desarrollarse, las distintas oleadas en las que Higashi los embarca nos los adosa vagamente a los ojos, y presentimos juntos los cubículos invisibles que separan cualquier experiencia individual de la ajena: acumulación de perspicacias, intuiciones contradictorias, conmociones… Un lago de sentires donde uno se piensa sin pensarse, reflexiona a sabiendas, y remata no sabiendo qué hacer con sus emociones más que dejarse llevar por la corriente. Hay algo nuevo y algo añoso en el modo en que Higashi rehíla los hábitos de sus protagonistas.
          Respecto a lo nuevo, este digital le dará a usted la oportunidad de contemplar la vida sin miedo por el precio de la celulosa, aunque si pretende abusar de dicha tranquilidad perderá, junto al falsificante anhelo de una latitud intangible, el vaivén que nos aleja y aproxima al curso natural de los días. Céntrese, por favor, en la materialidad del presente. La solución del director pasa por indisponer la imagen digital, en igual medida, respecto del preciosismo ostentoso como de ofrecérnoslo desagradable, con modales hoscos. Ambos extremos enturbiarían de algún modo la capacidad de observación, la vividez del drama. Sin embargo, cuando la importancia de la escena recae en emociones aprehensibles o en un minuto concreto del día, entonces sí, se opta por trabajar hasta cierto punto con la luz, calibrando sin extenuarla su intensidad, plasmación y nivel de entrada. Evitando adornar o ensuciar, se siente lícito resaltar las horas azules donde los personajes creen, y nosotros con ellos, en una suerte de epifanía en miniatura, derroche de energía, un descubrimiento silencioso donde uno semeja batallar con la vida frente a frente. Instantes que discurren por el marco del encuadre tan diáfanos como la mirada entregada en pleno paseo marítimo de un amante al cual su prometida acaba de decirle por teléfono que la existencia la pasará con él. Dichos aspavientos los registra el director como conciudadano sensible a las enmiendas sentimentales de la mundanidad. Pequeños arreglos. Si uno se fija bien, comprometiéndose, podrá emocionarse, pero estos instantes carecen de aureola luminosa.
          No obstante ─y ahora preste atención, porque aquí viene lo para nosotros novedoso de verdad─, en la gran mayoría de escenas, cuando las personalidades se encuentran meramente enfundadas haciendo cosas, unas junto a otras, pareciendo ordinarias, los planos se deciden por arrasar al ojo con el espejismo de una imagen digital entregada al espectador sin revelado ni retoque aparente, dando una sensación de en bruto. El salón de belleza es fotografiado como las bombillas desnudas que, colgando del techo, lo iluminan: brutamente, sin pantallas, con aparente despreocupación estilo industrial. Y es bajo esta luz indiferente, abrupta, como conocemos el empleo de Kaito, ya en plena faena peinando con manifiesta habilidad a Sayoko, aún una desconocida para nosotros, de espaldas. El perfil de color brillante y crudo de la escena se funde con el acervo visual del espectador acostumbrado hoy, él mismo, a deglutir imágenes digitales molientes, atrayendo su percepción hacia un desangelamiento antiespectacular, cotidiano, que casi identificará con la materia prima hacia la que se acomodan los destinos de unas vidas que le podrían ser coetáneas. Lo moliente, por supuesto, es trabajado por detrás hasta el matiz más enano. Una generosa ilusión óptica de hacernos pensar que si en ese momento nos hallarámos nosotros en la peluquería escrutando la escena con una handycam podríamos haber conseguido imágenes de similar calado. El recinto derrocha la respuesta sensorial meridiana autónoma inherente a dichos salones, preocupa y amansa el espíritu esa instancia trivial. Créanos cuando le decimos que nos encantaría tenerle a usted delante ─después de que se haya dignado a ver la película, obviamente─ para preguntarle con desmesurado interés: ¿qué le provocan esos diversos saltos detalle a las manos de Kaito trabajando, al pelo de Sayoko, a las herramientas de peluquero cortando que, en general, le hacen rebasar a uno, por cercanía, la mera observación juiciosa, y consiguen inmiscuirlo fugazmente como espectador, sin acabar de sumergirlo, en un placer ubicuo? A nosotros, por un momento, nos parece que el roce de las tijeras se cohesiona realmente, como un milagro, con la charla de las demás clientas y nos embarga una noción, la de estar sobre el suelo, elevados en la silla, presintiendo en sordina las minúsculas turbaciones de la crónica del trabajador asalariado. Aunque rememorando la secuencia a la luz del final del filme, algo apesadumbrados por intuir un poco más lo que impele a la mujer a hacer lo que hace, nos sentimos reflejados también en el espejo doble cara que Kaito le ofrece a Sayoko en aras de obtener el visto bueno ante su primer corte de pelo en Mint, local al que la desdichada volverá hasta los últimos compases del desenlace, atraída por las virtudes de los trastornos circunscritos que una mamá puede tronar, sobre sus allegados, en su delimitado mundo suburbial, donde la manipulación del deseo ajeno se juega en ese tardar demasiado al ir a bajar la basura, en el paseo nocturno al que convoca una llamada interior sin intención de extraviarnos, más cerca del acondicionamiento hacia un bailoteo pícaro, malicioso lo justo, para con nuestras asunciones, las del prójimo y las reflexiones inconsecuentes en torno a ellas que rondan la mente de la ama de casa cuando vuelve al domicilio bajo la lluvia, paraguas en mano, cavilando para sí con la boca abierta.
          Respecto a lo añoso, si quiere usted tirar del hilo, comprender dónde florece el germen de este cine de la experiencia, deberá echar la vista atrás en la carrera de Higashi. Si no lo ha hecho, le conminamos, pues podemos asegurarle sin dudar que le aguardan muchas alegrías. El tercer largometraje de ficción del director, también el cuarto, iniciadores de un periodo de quehaceres con escasos parones hasta 2017, alinean parte de su espíritu con aquella segunda generación nuevaolera cuyas películas produjo y distribuyó hacia el último tercio de su vida comercial la Art Theatre Guild, estandarte del cine japonés independiente desde los sesenta. El aroma documental de Sâdo (1978) y No More Easy Life (1979), en sus filmes subsiguientes, va paulatinamente enriqueciendose con un aumento de los destellos de subjetividad, invitaciones al espectador a participar en el juego mental, en los mareos, en el fervor sexual, introducidos merced la incontinencia vital de sus personajes. Criado, cómodo, y a su vez, izando sus intereses cinematográficos en dirección a los vientos favorables de un funcionamiento industrial que privilegiaba la producción de un cine obligadamente permisivo, se le otorgó la oportunidad de filmar lo que quisiera, mientras hubiera cama, incluso flagelando hasta casi el trastorno ─Keshin (1986)─ los últimos coletazos de la explotación característica de la violencia rosa, cuya absoluta decadencia, por aquel entonces, parecía sobrevolarlo todo como un viejo manto regio apolillado. A cambio, Higashi nunca soltaría una observación sensualista de la paradoja social entre hombre y mujer: para llevar a cabo sus propuestas, durante los ochenta salteó productoras con probidad, para la Nikkatsu, redignificando en dicha década lo que habían sido los roman poruno en los 70, y también en la Toei ─asociada a otra variante pionera del filme erótico, introductora en la industria nipona de la palabra poruno─, perteneciendo a esa estirpe de cineastas que, como Toshiya Fujita en una retahíla de filmes en otoños equidistantes, o Kirio Urayama en sus dos últimos largos, retomaron el gusto por la materialidad de filmar las cosas más de cerca, tal como son, negociando esta instancia entre la fiable observabilidad de la realidad terrenal por parte del aparato y la conciencia desprotegida que tienen los personajes respecto a sus albures más inmediatos.
          Tras el rodeo, vuelva usted a cavilar en los momentos que siguen a la primera visita de Sayoko a la peluquería. El tacto en detalle de Kaito calará por entero la mañana de nuestra ama de casa, y ofrecida a ella la tarjeta para próximos contactos, su siguiente estancia será la terraza de un bar, en soledad, acompañada desde fuera de la diégesis por una pequeña pieza operística uncida a un poema de Pierre de Ronsard, Mignonne, allons voir si la rose. La partitura se introduce con la suavidad del viento agitando su cabellera, sin violentarla, orgullosa la dama de exhibirla ante el espacio abierto de su microcosmos, para ella la magnitud de un planeta. El cine de la experiencia que referimos se despliega así, como en esta escena, moviéndose entre espiarla y tentando de fundirse en ella. Se saborea el vino mientras la canción se disipa, ha prendido la chispa de la curiosidad, y el gustillo inconsciente por las tijeras cariñosas va tornándose poco a poco en ímpetu por mezclar, en alboroto de grato remilgo, las manos del esposo con las de Kaito ─fantasías voraces presentadas con dejo de amapola traviesa─; sigue un intercambio de mensajes que por parte del peluquero podría decirse que rebasan un tanto, no mucho, las estrategias típicas de fidelización de una clienta: enviará a Sayoko con el móvil una foto de su arma de samurái, las tijeras, mientras que de ella, para su perplejidad, recibirá una de su cama con la remota excusa de enseñarle su colchón nuevo. Qué cosquilleo y menudo regusto de temor se introduce en nuestro cuerpo cuando la santurrona mujercita empieza a hacerse notar, ¿verdad? Clavándose como una estatua negando la sal, encubriendo ya poco sus ansias por meter el embolao dentro de las cuatro paredes donde hace el amor, cuida a su hija, irrefrenable afán de traer a casa, con apacible rencor, la liada que menoscaba la aprendida usanza periódica, familiar. Espléndido revolcar a los demás en voz baja, cara de ángel. Las citas se amontonan, la practicalidad del peinado ya es lo de menos. Sayoko entregaría su mañana al diablo menos malvado por un pequeño retoque más, y luego negaría en canal la concesión, escudándose en su frágil figura para inquirir con ojos de bendita sabandija a la que se atreva a alterar su paz casera: la novia de Kaito, harta ya de tanto disimulado solaz.

Somebody's Xylophone (Yôichi Higashi, 2016) - 2

3. SE ESCAPAN LAS ÁNIMAS EN EL CRUCE DE CAMINOS

Una alarma bastante repajolera en su meticulosidad, recién instalada por el paterfamilias debido a sus inseguridades para con el bienestar físico de su clan femenil, desencadena un patetismo solapado. El enredo de Sayoko entre sus propios pensamientos nubla su mente hacia tales cumbres que después de volver a casa enfurruñada bajo la lluvia, y tapando su agudeza foniátrica el persistente ruido de unas hélices retumbando desde el cielo, tardará un tiempo en reparar que la alarma no ha sido aún desactivada. Le hará falta realizar una llamada de inmediato para que el cuerpo policial no se persone en su hogar. La electrónica capataz, una cortina de humo insuficiente para contener los pensamientos brotando aleatoriamente de los impulsos de psiques contrariadas, voces interiores que pueden asaltar el afuera según les rote, en registros diversos ─díscolas, deseantes, lamentosas…─, y es mediante su variedad como Higashi, de nuevo, rehúsa atenerse a cualquier tipo de firmeza, o a unos ejes cuadriculados mediante los cuales usted podría establecer la mecánica del filme pasados cinco minutos. Para su fortuna y la nuestra, eso no ocurre, queridísimo lector, las voces en off brotan con la espontaneidad de un aguacero impensado, sin atenerse como compañeras asignadas de cada personaje. Hace acto de presencia por primera vez cuando Kaito despide a Sayoko después de su primer corte de pelo, mientras le abre la puerta, en off su mente musita «aquella clienta tenía algo interesante»; reaparece con capricho, rechazando la unilateralidad, por ejemplo, cuando el propio peluquero, al encontrar unas fresas recién compradas en su rellano, nota adjunta, recuerda que la nueva clienta ha podido llegar hasta su casa porque él mismo le había sugerido pistas de la dirección. Este recuerdo, señalización pasada soltada en medio de una conversación casual, le vuelve en off, previo lamento a viva voz de lo idiota que es por hablar demasiado. Más de veinte minutos de metraje separan ambas apariciones extradiégeticas. Una prolijidad desarmante en su liberalismo, la mente vagabundea entre datos vagos, se queda en blanco, cruza el día sin articular un esbozo fuerte y reservado de anhelo específico. Ni usted ni nosotros nos relatamos como si perteneciésemos a una novela de Virginia Woolf, pero somos tan niñitos y caprichosos que no faltamos a la cita de releer en susurro cerebral los mensajes que mandamos por teléfono a alguien que tenemos lejos o al lado, y esto ocurre cuando, al borde de una reconciliación honesta de principios, o eso parece, pero incompleta y algo embustera atendiendo a los acontecimientos, entre Sayoko y su marido, ambos inician juntos en el sofá mediante los teléfonos un mensajeo recatado, para asegurarse de que todo va bien, un pienso demasiado en mi trabajo, otro perdona por los problemas que te haya causado… Solo faltaría un hazme el favor de no mirarme a la cara mientras me disculpo con gazmoñería, quizá me sonroje. Ciertamente, asistimos a la representación de una farsa. Sin embargo, comprenderemos su debilidad, también usted, nosotros, hemos pasado por momentos en que, aun queriéndolo, no supimos hacerlo mejor. Eso sí, el intercambio termina con las manos de la pareja apoyadas en la pierna del otro. Los pequeños concordatos ordinarios los conocemos bien, nos hacen sentir menos indispuestos, aunque también aumentan el malestar cuando pasan las horas. Tranquiliza posponer el grito que nos eche de casa…
          …pero somos tan lascivos y herméticos que no podemos evitar ─¿qué sería de la vida sin una pizca de inmoralidad soterrada?─ jugar un poquito después de la ordalía. Sayoko, habiendo pasado el itinerario de pacífica persecución a Kaito, de vuelta al dormitorio, dibuja sobre la espalda de su consorte líneas invisibles sobre su espalda. Ella escribe con «símbolos indescifrables, solo estos pueden transmitir sentimientos importantes». Otra vez tus enigmas, dirá el marido. La esposa, más sensual en su impenetrabilidad que en cualquier otro momento del filme, sabiendo ya el precio de traspasar la frontera de lo permisible a la hora de sentir y mostrarlo en el circuito de la vida pública, afirmará con voz cariñosa que las mujeres deben hacer uso de los enigmas a veces. Quedémonos con eso, durmamos el sueño de la tenue desazón, otro fantasma imaginario con el que establecer un límite: gracias a este perímetro, cuando nos perdemos en medio de la noche, como el padre a mitad del metraje, y nos embarga la candela de la exquisita vacilación. Esa madrugada el marido de Sayoko no hará el amor con una prostituta, la dama dichosa escapa a tal denominación. En un tiro de plano desde el borde de la cama ─que ya habíamos presenciado antes, recogiendo los pies Kaito y su novia (paralelismos que denotan una misma búsqueda candorosa, sin culpa, hacia una fuente de calor)─, el marido de Sayoko rozará los suyos por debajo de las sábanas hoteleras con los de una mujer cuyo nombre hoy es Kaoru. Mañana no sabe cuál será. Ahí lo tiene, estimado leedor, su reverso, la entrega sin coartadas a la subsistencia precaria sin pared con alarma, Kaoru hoy, pasado Dios dirá, habita Japón del otro lado del perímetro, su inclusión en el filme supone la encarnación del interrogante determinante para el varón de la familia, y algo desconcertado tras su segundo encuentro con ella, decide, por el momento, volver al nido.
          Sayoko, por su parte, hace volar la imaginación hacia una casa en la que reside un signo de vida. La cámara la registra en dos planos, uno abierto en general, retrocediendo marcha atrás, y otro mucho más cerrado, por encima del nivel del suelo, encaramándose hacia la ventana del segundo piso donde la mujer se imagina a alguien golpeteando al azar las teclas de un xilófono. Vuela la memoria de Sayoko por contados segundos, ni grado de iluminación mayor alcanzan, como tampoco el ya mencionado masaje imaginario por parte de Kaito y su marido, pero sí se acercan a una suerte de mano invisible acariciando la biografía en presente, a la vez viajando a diversos puntos del tiempo y la apetencia, de los seres humanos registrados en la ebullición ambigua de sus querencias. Recostada una noche cualquiera con su marido, que no acepta más que caricias, el recuerdo de la casa vuelve, y el registro se limita al plano cerrado, entrometiéndose con reserva hacia el cortinaje movido con levedad por la brisa, el ruido del xilófono se acrecienta sin atronar, y Sayoko reflexiona sobre la música que la instrumentista estaba buscando dentro de ella, la música en la que buscaba convertirse. No funcionó. Y la niña es ella. La niña era ella. Retornamos a Sayoko en la cama, alcoba tempestuosa, y la escena concluye con el vestido de Gothic Lolita siendo guardado en una bolsa, recién comprado por virtud antojosa a la novia de Kaito, dejado ver al marido como sin querer, pronto devuelto en el portal del joven, arrepentida del impulso. El leve onirismo de Higashi no choca con la realidad como si quisiese darle un codazo, a modo de regaño, dura poquito, silba con la liviandad requerida para que, al volver del ensueño dudoso a la tenue luz del día o la madrugada en penumbra, el traspaso, restitución en el paso natural de los segundos, terminemos embargados por una vaporosa emoción, como saliendo de una pota en cocción; poco hay que explicar aquí, regresamos después de permitirnos volar con nuestros empeños, y el reintegro jamás nos deja indiferentes. ¿Por qué Kaito no cortó por lo sano la persecución de Sayoko? ¿Acaso le recordaba a su madre? ¿Qué intentaba el joven desahogar con el deporte? ¿Y el pincho que saca de la caja, la peligrosidad que ahí nos insinúa, después de dejarlo con la novia? Tras el agolpamiento de los misterios que amenazan echar la puerta abajo, concordará usted con nosotros en que necesitamos algo que se traspase. Para nuestra tranquilidad, se nos lega el pequeño salto a la madurez de la hija del matrimonio, el personaje al que todos le niegan agencia, tener derecho a juzgar, aunque resulte ser quien más sufre las consecuencias; también una última aparición de Yui, la exnovia de Kaito, después de haber cortado con él, prolongando su coexistencia con los hombres en una pequeña escena en el bar Owl sin más importancia que la de mostrárnosla saliendo adelante. Necesitamos una sábana, que alguien nos cubra al destaparnos mientras dormitamos, pues queremos seguir soñando hasta que suene el despertador. Esto Higashi lo sabe también: Sayoko procede a echar una bien ganada siesta en los últimos segundos del metraje, y de la nada, en un plano nadir, cae del techo una sábana que comenzará a escalar por el sofá hasta arroparla. Dulces sueños, Sayoko, que la fortuna te sea grata y, al menos, halles esa música, seas esa música, mientras duermes, arrebozada por la lisonjería del trémolo. Tu rosa de ropaje púrpura no habrá trocado en ruina los pliegues de su atuendo purpurina, cuyo tinte semeja tu arrebol. La percusión alentará tus días venideros.

Somebody's Xylophone (Yôichi Higashi, 2016) - 3

 

BIBLIOGRAFÍA

Deux ou trois choses que je sais d’ATG

RONSARD, Pierre de. Mignonne, allons voir si la rose.

 

Somebody's Xylophone (Yôichi Higashi, 2016) - 4

 

PETER THOMPSON: ITINERARIO DE RUTA

ESPECIAL PETER THOMPSON

Poética de los anónimos; por Jean-Claude Biette
Two Portraits (1982)
Universal Hotel (1986), Universal Citizen (1987)
El movimiento (2003)
Lowlands (2009)
Peter Thompson: Itinerario de ruta

LOS AÑOS DE LA REVELACIÓN

Let teachers and priests and philosophers brood over questions of reality and illusion. I know this: if life is illusion, then I am no less an illusion, and being thus, the illusion is real to me. I live, I burn with life, I love, I slay, and am content….

Queen of the Black Coast, Robert E. Howard

El descubrimiento de un cineasta por el que se acaba sintiendo devoción es uno de los bienes más preciados en la cinefilia. Primavera de 2016, no tenía conocimiento de un nombre particular: Peter Thompson. Fue en un curso específico, impartido por Jonathan Rosenbaum, con la ocasión de la segunda edición del festival Filmadrid, donde lo descubrí como director, primer día de clase, 6 de junio, lunes. Ahí, una sala abarrotada pudo ver, en un DVD, Two Portraits (1982), Universal Hotel (1986) y Universal Citizen (1987). La conmoción, vasta, iba creciendo con el paso de los minutos. Al terminar el tercer filme, estaba unido, bisoño, a una persona que durante los múltiples derroteros de mi vida anterior residió en negrura. Torné al tónico hotel esa noche, encandilado por la probabilidad de volver a aquellos fotogramas, y me llevé la decepción, unida a la constatación, de advertir que un determinado trabajo no se había llevado a cabo. Thompson parecía no existir para la gran mayoría de la cinefilia. Era casi ficticio acceder a sus filmes en España, a excepción de Universal Hotel, que revisé entusiasmado. En mi cabeza resonaban las imágenes de Universal Citizen, llevadas en mí tres años desde entonces como un secreto deseoso de ser repartido con el resto. En ese intervalo de tiempo tan efímero, aquella película había suturado algunas grietas que yo veía surgir en el territorio del cine, sugerido una manera de subsistir, soñar, filmar… Celuloide de enseñanzas morales indirectas, júbilo por estar en el planeta compartiendo la intermitencia de la vida. Esos tres abriles venideros llevé conmigo, en diversos viajes, imágenes cambiantes en mi mente: ruinas guatemaltecas, un rostro de mujer congelado a través de diferentes superposiciones, el canto de una niña maya. Fue el 2 de octubre de 2019, miércoles, cuando pensé en intentar de nuevo encontrarlas, habiendo retornado los fotogramas de esos filmes a mi pensamiento. Éxito inesperado y pequeña rabia al no haber buscado con la debida atención. Todas las películas se podían adquirir en Vimeo pagando un precio renacuajo en comparación con la alegría proporcionada. Así, regresé a la obra de Thompson y pude ojear los dos filmes restantes, El movimiento (2003) y Lowlands (2009).
          Al rematar la cita, comenzó una deuda para con el cineasta, retornar algo de lo regalado, en forma de palabras, una tentativa de rememoración escrita de las emociones y sensaciones que su obra, tan confidencial, llena de sigilos, elipsis, empero generosa, cándida, me había otorgado. La bibliografía era prácticamente nula. El trabajo se tendría que empezar desde un lugar cercano al cero, y la casa debería construirse partiendo del suelo. Dado que no se había posado apenas el pensamiento escrito sobre su cine (o casi nadie había dejado constancia), uno tiene la necesidad de no excederse de la línea, cumplir con las obligaciones de un programa de desentierro, procurar describir la vibración de los metrajes, las conexiones uniendo cinco filmes, los vínculos que fusionan a Thompson con la historia del cine, furtivos. Dejar constancia, menudencias aparte, de un hecho: esas películas existen, y han hollado la mirada de una persona.
          La luz del secreto se alumbrará, evitando quebrarlo, habiendo dado unos cuantos pasos, recorrido un buen trecho. En los escritos, en el cine, a veces es conveniente no ofrecerlo todo de primeras, ceder la revelación al aire y, poco a poco, si este relato ha sido en alguna medida provechoso, irla destapando para el lector. A fin de cuentas, uno solo quiere introducir el deseo de llegar, como yo lo hice hace más de un lustro, a unas películas tapadas sin mesura merced al desconocimiento y el olvido. Con el ademán de Thompson, comenzamos caminando ciegos, pero manteniendo un poco de fe, conseguiremos abrir los párpados.

EXHUMAR LOS FOTOGRAMAS

Programa de desentierro y rastreo, el primer impulso azotando el raciocinio del crítico, el corazón del teórico, ansiosos por quitar el polvo de los viejos escritos, aliviar la agonía del celuloide para transportarlo del almacén a la Historia. Existen aberturas palpables, trechos en los que todavía es posible perderse, superficies, lesionadas o abocadas a la entropía, sobre las que vagar impávidos. Un primer paso, entonces, viene vinculado a un nombre, Peter Hunt Thompson (1944-2013), secciones en el tiempo que nunca fueron borradas de los libros, ya que rara vez se las inscribió en ellos. Programar, prevenir del desvanecimiento a un añico de mundo. Fechar la cronología, como el cineasta tuvo a buen recaudo hacer con cada trivial dato que conformó la vida de su padre, Tommy Thompson (febrero de 1896-abril de 1979), culminada en muerte premeditada. Conviene, dada la afanosa faena, ir paso a paso, filme a filme, y detenerse en los fotogramas, estancar la detención, dar cuenta de lo que los minutos registrados recuperan, ser conscientes de las ausencias que el movimiento de los planos va dejando tras de sí. Esperas entre obra y obra, elipsis dentro de la diégesis, espejamientos tratando de hermanar, sin por ello pudrir, los vínculos entre la palabra y la imagen. Un fotograma retorna para adquirir nuevos jadeos después de haberse perdido en el laberinto del tiempo fílmico y resuena en nosotros la resignificación insobornable que, palabra tras palabra, aspiramos transferir al pasaje escrito.
          Cuestión de binomios, dentro del propio corpus fílmico y refiriéndonos a este como un todo. El todo: Two Portraits, dividida en Anything Else y Shooting Scripts, Universal Hotel/Universal Citizen, El movimiento y Lowlands. El interior: deshielo emocional, de Dachau a Guatemala, incluyendo a Johannes Vermeer (1632-1675), represor, tendente a producir fueras de campo con sus dedos en esta historia, y Catharina Bolnes (1631-1687), resistente, proclive a la protección de lo que sus manos puedan hacer perdurar. Una línea que trazamos a lo largo del montaje; anonimato histórico manifestado y traído de vuelta en forma de fotografías (cineasta-hermeneuta) y dibujos (Tauber en las tintas) de la II Guerra Mundial, una niña maya adoptada (María) afincada en Guatemala encuentra la salvación de la Historia en forma de correspondencia con Vanessa, puertorriqueña domiciliada en Chicago, prohijada por Thompson y Mary Dougherty, su mujer, psicoanalista fiel a Carl Gustav Jung.
          El sueño del cineasta unido al de sus amigos, pero también el del sujeto de pruebas en Dachau y la postrera alucinación mísera de la esposa del pintor europeo, viéndose despojada poco a poco de sus pertenencias, a la deriva, la pesadilla de la desmaterialización. El cineasta vive bajo la bienaventurada ilusión de acoplar su pensamiento al del otro, convirtiendo los procesamientos de la memoria en fotogramas; las ideas cuales sellos que ponen en funcionamiento el tren, traquetean sobre los raíles, canalizan lo mental a la realidad. Todos pasan por la vigilia y nos relatan, fábula, fotograma o dibujo mediante, lo que su inconsciente ha proclamado en duermevela, de tal forma que no solo rastreamos las huellas de los zapatos o pies descalzos aplastando la tierra, sino las del encéfalo; estas últimas, indirectamente, asimismo labrarán el suelo –noción de colectividad alejada de delirios y empeñada en des-individuar a la personalidad del ego, la imagen del egocentrismo–. Urdimbres de alucinaciones se entremezclan en comunión, sin cristalizarse en motivo inmediato, pero sí ayudando a reunificar una cierta manera de estar en el mundo, amaneciendo con el tacto de la narcosis y trabajando a la candela del pensamiento: soñar mientras se trabaja y trabajar mientras se sueña. ¿La cabeza en la luna? No, la mente en la tierra.
          La herencia traspasada en la guerra franco-neerlandesa, del pintor a su esposa. Sin embargo, Don Chabo, chamán maya residente de Yucatán, lega a William F. Hanks, lingüista y antropólogo estadounidense, mucho más que bienes materiales: toma a este como aprendiz, intenta, con palabras y gestos, transmitir durante años, entre la madera y la hierba mexicana, cómo existe en las ruinas de su microcosmos y los métodos de curación espiritual que pone en práctica día tras día. La cámara participativa de Thompson recoge cada una de estas lecciones entretanto las personas se convierten en personajes, trastocando sus personalidades en roles, erigiéndose ellos mismos en codirectores. Lo que pervive en los documentos o azulejos abajo es lo que el cineasta extrae y registra vía grabación o montaje, recolección de imágenes mediante. De repente, nos convertimos en beneficiarios de la Historia, puesta en yuxtaposición gracias a ese fino hilo que recorre las décadas, obligada a chocar cuando una voz contradice la imagen; Guatemala recupera las estelas de los indios mayas, habitantes de Tayasal, el último baluarte de su imperio, y esa hebra da cuenta de la transmisión y los reflejos que se producen entre los siglos (el caballo de piedra tallado por los mayas y el anillo de plata negra que el hijo pierde en el lago Peten Itza).
          Entre-imágenes, el negro o la foto, la detención, unas veces manifestada de manera evidente en Universal Hotel y otras subrepticiamente en los lapsos de tiempo que separan un periodo histórico del otro; la imagen suele impugnar la palabra (Lowlands). ¿Qué ocurre en el interior del transcurso fílmico cuando se cambian los formatos, se introduce el congelamiento (la oposición al deshielo)? Se crean oposiciones, que no dualidades, se magnifica una cosmogonía donde el cineasta, ávido ensamblador de la materia y el inconsciente (alejados por oportunistas) se mueve y participa, dejando participar, no permitiendo el desfallecimiento de su huella.
          De entrada, rastreo. Hace falta viajar en busca del intersticio, obviar el destino fijado, y convertirse en hermeneutas, prestando especial atención, o en igual medida, a lo que nos dicen los archivos y lo expresado por los sueños. Estas palabras se entrelazan, las une y fractura una voz, la de Thompson, que musicaliza los vacíos, contrapuntea el ajetreo de los planos. Dentro de la cronología y con detenciones elocuentes en la jornada. Recapitulamos para justificar la no-sumisión de estos filmes a un único concepto, el rechazo a la analogía forzada; cuando se trata de exhumar, más nos vale escribir con una mirada cercana (Zunzunegui), combinando la visión global y el detallismo microscópico si la ocasión lo merece. He ahí el motivo de que, en primera instancia, optásemos por ir filme a filme, desgranando las diversas capas de sentido, que no significados, puestas en marcha anejas al découpage y los cortes; Straub afirmaba: los “encuadres que se vacían”, no sé lo que son. Les compete a ustedes saberlo. Puedo decir que es un elemento del ritmo. Es todo. Y estos ritmos adquieren no un “significado”, sino un “sentido”, esto está claro. Una vez hecho este trabajo de recuperación de fotogramas, atendiendo a cómo estos van recobrando las cuestiones anteriormente mencionadas de cronología, binomios, sueños, herencia y entre-imágenes, asiendo los pocos datos biográficos que puedan resultar pertinentes en el rescate de un cineasta, se ha intentado dar una visión de conjunto para, al fin, enmarcar en los libros lo que hasta ahora ni se había suprimido de ellos. El primer paso es dar a ver, y luego otros ya se lanzarán a interpretar. Las dos operaciones están más cerca de lo imaginado, de la misma forma que bajo dos azulejos a los que el cineasta solía mirar incansablemente de pequeño se escondían todas las miserias de Catharina Bolnes, las violaciones como política de guerra en los Países Bajos, Delft durante la II Guerra Mundial y un testimonio para el Tribunal Penal Internacional en La Haya, enjuiciando a un criminal serbobosnio.

ATURDIDOS AL ENCENDERSE LAS LUCES

Los filmes de Thompson me han permitido una suerte de redención y vuelta a empezar, pronosticar que el cine instaura una tabula rasa y, al mismo tiempo, me emplaza dentro de una saga que continúa aún hoy. La oscuridad en la que los ojos miran sirve de hogar a los huérfanos y niños perdidos. Acaso necesite más tiempo para desandar mis pasos y volver al punto de partida, darme cuenta de que solo empecé a patear con la esperanza de encontrar una sombra en el otro extremo de la vereda. Dos emociones: alegría por dejarme ir y tristeza por sentir que quizá nunca logre encontrarla. El cine de Thompson roba algo del espectador, le familiariza tanto con el mundo de espectros que termina cambiando. No es un trueque negativo, es bueno que un cuerpo dé algo a cambio cuando otro necesita de él. Dos cuerpos en interrelación: el mío y el de su cine, tensionados en virtud de los ojos. Mi historia con el cine de Thompson ha sido también la de una relación de pareja, aprendiendo a respetar los límites, secretos y momentos de intimidad de mi compañero. No quiero verlo todo ni deseo tenerlo todo. Que me permita ver de vez en cuando algunas cosas me basta. Observar sus filmes es tensionar la mirada, ceder, dejarse ir viendo una serie de reflejos dejándose ir. En comunión, nos deslizamos a mitad de la experiencia. Crecemos y maduramos dentro de ese baile del ojo, salimos cambiados y después nos miramos en silencio. Sabemos que algo ha trocado, la ceremonia nos ha transformado. La culpable ha sido la noche, enredadera de luces y sombras, bailongo de fotogramas y píxeles trenzándose sobre la tela, en la pantalla, encantados y hechizados por la estuosa vibración.

Lowlands Peter Thompson Itinerario de ruta

A Peter, Mary y Will

BIBLIOGRAFÍA

Los filmes de Peter Thompson, en Vimeo

Chicago Media Works