Un cineasta continúa una obra de aparente ambición desmesurada con una pieza de ochenta minutos, casi un reflejo de palidez desalentadora, a la vez filmando Cracovia, su lugar de nacimiento, dejando notar que ya han pasado veintiún años desde la II Guerra Mundial, ahora el viaje no nos aleja de Polonia a Francia, como le pasaba a Felicja en Jak byc kochana (1962), esta vez el tren, anómalo, frío, no dado a las confidencias, devuelve el cuerpo desplazado a la zona este de Europa, confronta la desmesurada entropía de los archivos con dos miradas, la del protagonista, Tadeusz, que desea saber si su hijo, Jędrek, murió al terminar la contienda o si sigue vivo, en algún frente perdido, bajo tierra, empujando la lápida, y la de Wojciech Has, que ya no desea saber demasiada cosa porque intuye que la mayor parte de los catorce años que pasó en Cracovia antes de que los tanques arrasaran todo han quedado solo en su memoria, dos miradas que se superponen, dos sentimientos, estupor y melancolía, acompañados de un silencio antepuesto a cualquier mudez, pues aquí, en presente, todos hablan, pesquisan, responden, hacen ejercicios de gimnasia mental, desentierran códigos de guerra, pero no la heroica, la patriótica, sino la que se inmiscuye hasta tal punto en el día a día que llega a ocupar la cama de la habitación de enfrente, retoza en el mercadillo de la calle paralela con dos clientas, pide a gritos una resistencia encubierta, encuentros furtivos entre dos caras muy concretas que dos décadas después olvidaremos, pues podrían ser ya las de cualquiera, pidiéndonos el tique en el tren, pasando desapercibidas en la ciudad como dos paseantes más, el doctor que nos supervisa los dolores, el abogado que defiende sin furor nuestra causa perdida.
Triste destino que tan alta sofisticación de resistencia acabe haciéndonos dudar, al desmantelarse los pelotones, de si el propio hijo desapareció a causa del bando propio. Wojciech Has comenzaba su trayectoria acompañado de otro maestro, Stanisław Różewicz, filmando la reconstrucción de Varsovia en 1947, hoy en día solo se le recuerda en esta parte del continente por dos filmes, el que precede al comentado, Rekopis znaleziony w Saragossie (1965), y la adaptación de Bruno Schulz a la que seguirían diez años de silencio fílmico, Sanatorium pod Klepsydra (1973). Ninguna de estas dos obras es representativa de la filmografía completa de Has, y mucho menos de su mal llamada primera etapa, pues tres cuartas partes de su obra se encuentran en ella, hasta Lalka (1968). Por mera comodidad, los que siquiera recuerdan a estos cineastas, se incluye toda esta gran etapa bajo la anexión cómoda a la Escuela Polaca de Cine, suponiéndole por ello una suerte de coyuntura que la alejaría de las dos obras más singulares y personales, aun proyectadas si la suerte alumbra en determinadas retrospectivas de cine polaco. Qué podemos decir, de qué vamos a sorprendernos, la voracidad cinéfila de aquellos que sí intentan desentrañar los pasos específicos, haciendo honor a la historia, a los códigos, encuentra hoy en este clima de una atmósfera empodrecida unos cuantos motivos para dar freno a su alimento constante de afectos en forma de emulsiones, de la nada pero con no poca razón les surge la pregunta ¿qué hacer con el cine? y luego continúa otra ¿qué lugar ocupa esta sucesión de emplazamientos que acaparan mi noche en relación al mundo, qué correlato obtengo de mi educación ética, humanística, al salir a la calle? Ante el freno de la vehemencia, adquirimos un semblante que intenta huir de la demagogia, los cuestionamientos majaderos que, al observar el cine como el problema contaminado menor, intentan hacer de él la parte por el todo, primero se resolverá el resto, luego, pasando a lo insignificante, llegaremos al cine, ante esto mejor callarse la boca, casi ni se puede hablar, casi ni se puede retrazar, más que no poder, dan ganas de mantener silencio, no hay interés ni del que se ha labrado una carrera de mirador profesional, tan atribulado por fuegos en contra, dejando atrás su pasado genuino donde comenzaba su mundo de cine con cimientos intransferibles pero felizmente compartidos para entregarse a la sucesión nostálgica de festivales y las malas camarillas prescriptoras. Esto es lo que queda de la rebelión, una larga sucesión de quejidos en retirada, la asunción de que comenzamos perdiendo. Un territorio de derrota humanística. Tal circunstancia debería hacer a esta cinefilia, por supuesto también a nosotros, especialmente receptiva a todos los filmes que Has filmó entre 1958 y 1966, pues pocos cineastas europeos se nos ocurren que hayan sabido registrar con mayor entropía revelada los cambios de statuo quo no necesariamente acompañados de cambios de humor, la ocupación alemana sucediendo a una elipsis fatal que nos emplaza directamente en la guerra, como okupas, en Pozegnania (1958), dentro de una casa en la que ni se puede respirar ante el agobio filmado no gratuitamente, ni con un punto intermedio donde es lícito sentir que no estamos ni demasiado cerca ni demasiado lejos, sino con una complejización en presente conculcando el humor y melancolía cracovianas por la sofisticación de un cineasta que contra más pobreza histórica confronta, menos se amilana a la hora de atacar con todos los recursos pesados que el cinematógrafo le proporciona para enlazar el pasado, realmente haciéndolo más claro, límpido, la sensación de que no hemos visto un regreso a casa con una modulación de la soledad, de las luces que alumbran una fiesta provincial, de las oportunidades que quizá nunca lleguemos a ver consumarse, como en Rozstanie (1962). Estos humores del hombre saliendo de la contienda, viéndola rematar o entre dos guerras, entre dos maneras de entender Europa, los ha filmado Has sin cesar, y esta faceta suya, la de cronista marginal del siglo XX ─pequeño por radiografiar siempre radios de acciones microscópicas en lo concerniente a las operaciones sentimentales adheridas a sucesos históricos siempre retomados en diagonal─, es la que no interesa reseñar, simplemente no hay tiempo que perder aquí, tengan en cuenta que el desencanto personal acumulado en forma de autoflagelo será incapaz de dañar en modo significativo alguno el curso de la historia del filme que ustedes olvidan. Otros se ocuparán de alumbrar las estrellas. Szyfry. 1966. Once fotografías de París. El tráfico incesante, los tirados en la calzada, el foco sobre el guardia con la porra, tenue sensación de calma, en contra nuestra, créditos sobreimpresionados, Penderecki musica, un patrón que no logramos captar a nivel temático aún pero sí sentir rítmicamente, la lente reencontrada, apuntando paciente, sin demora, otra arma. Hacia el final del filme volveremos a estos planos de la calle, ya en Cracovia, en movimiento, sin detenciones, y tras el transcurso de indagaciones en espiral de Tadeusz, el padre, por mucho que sonrían los pequeños seres seguramente todos muertos ya, a pesar de la aparente normalidad, nos encontramos perdidos, ubicados con el cuerpo, varados mentalmente, en un cine sin embargo atado a reglas que Europa se estaba empeñando en romper. Has, a lo largo de los cincuenta y sesenta, incluso en este, su filme más quebrado, nos propone experiencias de movimiento blindadas, refinador extremo de todos los logros del relato narrativo y dramático que se había quebrado al llegar algunos novatos al negocio, expulsados los viejos lobos de mar por puro interés crematístico, la modernidad de Has es reaccionaria a causa de sofisticar por la antigua vía, su empecinamiento extremo con las posibilidades de la profundidad de campo, su respeto ancestral por el raccord en estas obras 1.37 : 1, retorciendo habitaciones, dividiéndolas, creador de diferentes estratos de visión con el uso de dos tabiques, un espejo, dos rostros, incluso al limitarse, sujetarse a una dinámica de plano-contraplano, no desaparecen los pequeños rieles, los súbitos cambios en la apertura del encuadre, la posición del aparato, un cineasta que consigue aquí despojarse de peso muerto, pues el filme acusa sin culpa su condición de artefacto con costes mesurados, aprovecha esta mal llamada pobreza para acercarnos como jamás volvería a hacerlo a esos rostros impúdicos, enfermos, que han olvidado, o que no logran deshacerse de un recuerdo, la tos de Zbigniew Cybulski, el remilgo insoportable de Barbara Krafftówna, teces descompuestas, inmiscuidas en el flujo laboral, haciendo un parón para contarse, contar, recontar, a Tadeusz, algo más de la red de recuerdos que implican a su hijo perdido.
Aquí los personajes reducen el supuesto psicologismo para conformarse en enunciadores de datos históricos repletos de ocultamientos, murmuraciones, desconfianza incluso de lo que uno mismo dice, inseguros del papel que les ha tocado representar al amainar el conflicto o demasiado colocados como para resultar preclaros, y aun con las mejores intenciones dos claridades suelen chocar en una colisión tan violenta que no permanece más que un lívido crepúsculo. Abundan esos momentos casi irreales donde la fuerza de los intercambios anubla el entorno y succiona la palabra en un tren de pensamiento centrípeto, y ahí podemos establecer un paralelismo con Kvarteret Korpen (Bo Widerberg, 1963), con la diferencia de que en la sueca encontrábamos incluso monólogos del proletariado pensándose a sí mismo. Szyfry no llega a ese aislamiento total salvo en la plasticidad de reconstrucción soñada, en la que se establece una pasarela entre dos tipos de fugacidades, la de los diálogos cuando pisamos la tierra y la de la niebla y los iconos al pasar en travelling por territorio sitiado, mientras oímos Anhelli, de Juliusz Słowacki, en recitación. Incluso aquí, el efecto vuelve a ser el de la desnudez, concentrando ladino los signos sustantivos con el mero pasaje tumultuoso entre objetos o fenómenos atmosféricos, figuras anónimas, que traban el primer término del encuadre, dando una ilusión de horizonte, una travesía del niño imaginado, Jędrek, en la que la huida pasa rápido a la pesadilla entrelazada de víctima y padre donde uno ya es objeto de cambio, mercancía entre bandos, sostén de una vela que no se apaga, los ojos como doncellas que cesan de trabajar por carencia de aceite en la lámpara vespertina. Esta superficie dramática convierte al filme en el más palpable de Has, incluso en su condición de duda moral mantiene abierto el ojo de la cerradura, dándonos la sensación de poder incorporarnos como uno más a la escena, lejos aún de la impenetrabilidad austera de los cuatro filmes de su última etapa, con un cálculo cuyo cerrazón y resolución nos expulsará como espectadores empáticos, aun admirando lo incorrupto del entramado. Hará falta la aparición de la metteuse en scène Hanna Mikuć en Nieciekawa historia (1983) para alumbrar la noche y embrujar la apatía tan fielmente chejoviana, dando pie al tozudo profesor, y por ende a nosotros, a desvariar el conjunto de futuros acechantes, y a Has, por supuesto, a flexibilizar sus encuadres, que por el mero influjo de la actriz terminan sacudidos, insuflados de una energía que ni tenía ni buscaba la obra en su parte diurna.
Tropezamos con estos planos de calles cuya tranquilidad nos sorprende y no conseguimos asumir. Antes del malestar moral tipificado en gamas cromáticas de frialdad tacaña, se negociaba en Polonia, en zonas limítrofes, siluetas huyendo de Dios sabe qué ─Nikt nie woła (Kazimierz Kutz, 1960)─, el precio a pagar por ofrecer una tersura que nos invita a mirar a través de una espesa capa de eclipses, cuerpos conquistados. Poniendo en la balanza el descalabro, conseguimos vencer en exiguos fulgores una ansiedad fusiladora.
Some Kinda Love [Romansu] (Shunichi Nagasaki, 1996)
I saw you this morning. You were moving so fast. Can’t seem to loosen my grip On the past. And I miss you so much. There’s no one in sight. And we’re still making love In My Secret Life.
In My Secret Life, Leonard Cohen
A determinadas horas de la noche, la ciudad adquiere un sospechoso despejado, retrocediendo la suerte, residuo del diseño, e instalándose un azar, fortuna de jugador, que verá puesta en jaque su especulación a la sombra inexistente de un paisaje horizontal, una despreocupación alcoholizada que al cine moderno le ha valido para desobstruir el tráfico incesante que se acumula hasta la mitad del día, momento de suprema actividad del avispado, luego, con la puesta de sol, se instalan los técnicos, despiertan los mullidos, vemos menos, sí, pero no podemos evitar albergar la paradoja, contradicción interior, de que es en esta lobreguez urbana, luego terreno periférico de apartamentos adosados, donde crear con nuestro querido cristalino una división, parcelación nítida, de los chantajes y magnetismos que dividen la ciudad al encenderse las farolas. Romansu aprovecha esta situación para hacer creíble, en su particular melodrama ilusorio, su concentración sintetizada de personas. Dos extraños de tenue vínculo tomando una copa, la mujer que entra por el rabillo del plano y comienza a arrojar una serie de meteoritos afectuosos, bajo forma de números de teléfono, zapatos dispersos, chaquetas carmesíes que echar de menos, en el espacio pactado que reúne a la pareja de cuerpos masculinos.
Nos es complicado avistar esta falta de prejuicios, esta total centralización con derecho a fuga, en el cine francés moderno, también en el italiano, sin embargo hallamos ejemplos señeros en el alemán, portugués, americano, polaco y, por supuesto, japonés, inventores por derecho propio de la única soledad perdonable en el cine. Acaparando un terreno del que luego esperará sacar beneficio, el extraño A aminorará su aburrimiento contratando a prostitutas, para sí mismo, para su amigo, mientras que su anticenicienta, Kiriko, hace de la empresa que nos ocupa algo más que el relato de dos hombres, uno intentando ser más listo que el otro, y el restante viendo pasar las artimañas ajenas con un vago atisbo de curiosidad.
Al disminuir la población y tratar con clases relativamente privilegiadas, se estratifican para el nervio óptico, aplanadas, extendidas, unas relaciones que tienden a aguardar un momento que nunca llega, en verdad la más grata satisfacción del hombre moderno, paseando en azoteas, organizando planes de retirada un fin de semana cuya ociosidad semeja holgada. De un lugar a otro, la carretera filmada en plano subjetivo, despejada, nos introduce lavándonos los ojos con la más engañosa de las drogas, en un tiempo alternativo, más y más adentro del túnel, del engaño, de esa supuesta claridad satisfecha de quien domina el singular terreno de parqué, mármol o cristal donde le ha tocado dormir, hacer el amor, escribir, dibujar, reírse de tonterías con dos casi desconocidos. En el contraplano, tres seres humanos en un coche, irrompible estampa surgida del atavismo de un cinematógrafo que parece acusar sus años con orgullo, conduce sin manos ella, con los ojos cerrados, excitación ante un ligero peligro, la posibilidad de no llegar a la cama, apagar el interruptor de la luna.
Filmando esto con semejante perspicuidad, uno podría aducir de nuevo los dichosos acuarios, ortoedros marinos donde el remanente de humanidad entregada en barbitúrico entusiasmo a los puntos de encuentro nocturno localiza su trozo de arena, esta vez, empero, intentaremos hablar de playas casi desiertas, las que con suerte presenciaremos a solo unos pasos de casa, allí resulta sencillo divisar todo, el mar que se pierde, la línea separatoria marcando distancias con la tierra, la pareja a cielo abierto matándose a besos. Sí, debajo de una estrella de mar, hallamos un astrolabio con el cual Shunichi Nagasaki delinea un mapa fantasma, otro más de los cineastas que no descuidan nada de la narración y el drama de los encuadres, a la vez que estos son de una asertividad significativa, sobre todo, dosificando la información de los susodichos encuadres, sobre todo, no poniendo nada sobrante. Una política del encuadre terso que nunca supera la decibilidad compositiva, donde domina, primordialmente, un pensamiento del découpage, pero decidido a que este nunca mate la materia con la que trabaja. Una teoría invisible que ha conformado, en las épocas más privilegiadas del cine moderno en celuloide, un cuerpo de cine variable, la pesantez de los medios de producción con los que se trabajaba beneficiando este anclaje del pensamiento y procederes de rodaje. El peso de los objetos abandonados, la carga de apariencia tensa, el zapato que parece encajar en el pie, ¿de qué nos sirve seguir tan bien el desarrollo mirada a mirada, corte a corte, hacernos este mapa fantasma, hacia qué punto nos dirigimos con la mente en otra noche de tragos y travesías inciertas en coches con sobrado kilometraje? Bien, aun no pudiendo enunciar una sencilla respuesta de primeras, sí damos cuenta de la chispa interna que nos asola al verse encender los arrebatos de planes a tiempo parcial, las súbitas decisiones de cambiar la cama donde despertarnos la noche siguiente, la charla que no va a ninguna parte, centrípetas palabras, energía derrochada en creencia de trío, de escuadrón, el que nunca muere, solo se evapora en un súbito estallido, la enigmática desaparición de los pudientes que nos dejan un recuerdo dudoso, un memento reluciente ─Manoel de Oliveira─, la jugada maestra desbaratada en tres movimientos letales ─David Mamet─.
Los hombres más leales al escuadrón, sin descontar su prevaricación para con el resto de la sociedad, no querían que la cosa cambiase, deseaban que los demás permaneciesen fieles, no querían, en fin, que el amigo cambiase, ¿y qué más da si la cosa permanece igual si es tan preciosa? En vez de perseguir quimeras interminables, ellos aceptan la posibilidad de que estas ni les rocen siempre y cuando puedan divisar desde el suelo terrenal un cielo en el cual se pose, el día menos pensado, un objeto volador no identificado. Su hora favorita. Un desvanecimiento anhelado que poco tiene que ver con el suicidio melancólico en potencia, trágico desperdicio de juventud brutal, este juego en verdad es adulto hasta la médula, la diversión del funcionario, o planificador urbano, industrial, de la mujer del dentista… Un espionaje que ha admitido el cerco de los días, y que conforma su subversión con ligeros gestos de arresto y humorismo, claro, la tragedia no ha desertado esta falsa dualidad, y la felicidad inicial, en la cual creíamos poseer el secreto de las cosas al ver que el hombre nos hacía una promesa o la mujer se olvidaba el tacón, da paso a la tragedia de la mejor comedia, y es que en este trío de modelos de mudaje eterno en el cine y la ficción, hay tres caminos, tres personajes: la que decide redefinirse, más bien, reencarnarse, pues sabe que si bien es imposible cortar el tiempo, una puede seguir aspirando a acoplar la mayor cantidad de afectos posible, no dando cuentas a nadie, aspirando el mapa de otra ciudad, ascendiendo la próxima cima, este es el carácter más egoísta de los tres, también el que se salvará, luego nos topamos con el extraño B, el que ha jugado casi por arrastre, en calidad de espectador con disminuyente apatía inmiscuye su austeridad, problematiza su condición de abstemio, e indirectamente recibe los mayores cariños, al hacer en contraposición los menores esfuerzos, supuesto tímido, acaba narrando en off la historia al ver los restos del meteorito, seguirá escribiendo, también publicando, la novela, los relatos, las columnas, mecanografiados durante años, su tragedia era pequeña, un mínimo brete, por último, el indeseado corrupto, abandonando mujer, jugueteando por cada espacio público y privado de la demarcación en la que ejecuta operaciones, termina zarandeado, mirando ahora la noche como quien se tira sin trampolín en el astro más lejano a la Tierra y divisa su propia mortandad, al ser abandonado, es definitivo, no dinámico, esto lo deja sin que se lleve su cuestionable merecido, pero sí expuesto, tras toda la paranoia y obstinación en tornar las cartas a su favor, ya no queda más que un modelo perdido, el arlequín del que se ríen los necios en el karaoke, incapaz ya de buscar su propia adyacencia. Insólito y enfermo, creaba vínculos. Rotos estos, llega el final del filme. ¿En qué noche delirante, enferma, qué Goliaths me parieron tan grande y tan innecesario? La chispa se apaga y el crepúsculo pierde la magia que nos mantuvo sentados, renovando nuestra contenta cinefilia. En silencio, vamos sorteando una retirada completa hacia un aire enrarecido.
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La escarpa calcárea era perfecta para la fachada, aunque no midiese más que algunos metros cuadrados, pues no necesitaba mayor superficie; no tenía más que arrancar los bloques de eurita horadados y agrietados por las raíces. El taladro de hierro bastó al principio para este trabajo, pero al llegar a la base, Borg se vio obligado a colocar en la hendidura un cartucho de dinamita. Cuando estalló y vio volar los trozos de roca, sintió algo así como el deseo de aquel poeta que quería verter de una vez para siempre dentro de un volcán todas las municiones de los ejércitos permanentes para librar así a la humanidad de su existencia dolorosa y de su angustioso porvenir.
A orillas del mar libre, August Strindberg
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Acredito mis deudas con los técnicos de la noche aludidos en Molloy de Samuel Beckett, así como con los residuos del diseño que conforman la suerte, hechos canción por Strawberry Whiplash. Por supuesto, los Goliaths en parto pertenecen a Mayakovski
Ante la escenificación de la futura representación de una farsa, conviene predisponer de un proscenio diáfano para poder ver con minuciosidad las diferentes señales de los jugadores citados, se requiere calcular los balanceos elaborados por las extremidades, a la larga delatoras, retozando con objetos: la psicología se evalúa en el inserto, a modo de rápida tasación de conducta, el atisbo eficiente del chantajista. Pugnar, en consecuencia, se transforma en un modo de habitar el mundo, y a costa de este modus operandi metamorfosea indeseablemente lo íntimo con la defraudación. Si el espectador ha sido capaz de ver en medio del alboroto, cabría culpar gozosamente al continuo desplume de líneas sobrantes ante las cuales la dirección de los ojos terminaría enfangada, y también dar los honores al triángulo formado por tres ejes volubles, cuya enumeración no responde a la jerarquía y sí a la necesidad dramática, asociada irrevocablemente al aprendizaje corporal. Tríada de puntos desde donde observar la muerte de la pasividad, comenzando por la identificación rápida de un escenario acotado merced a una decoración espartana captada de una vez, siguiéndole los destellos de carácter ─el dedo acariciando el anillo─ y culminando con los movimientos unificando la figura, trasladándola hacia el volumen adyacente o aproximándola al objetivo. El placer reside en la capacidad de síntesis, obtenida al unirse los ejes mediante líneas, y la cámara, entonces, debe hacer el recorrido, caminar lentamente en sintonía con el ruido, a veces ínfimo, producido al superponerse el cuerpo ─en las antípodas de dispensar emoción sin filtro─ con las dispares etapas del procedimiento.
La anécdota, el juego, lo incierto, asoman entre la superficie del tablero cuando el amateur, observando incesantemente, como nosotros, termina aseverando la lógica de la falsa tragedia y, empujado por una perversión sabia, se armoniza, en un periodo muy corto de tiempo, en tahúr a batir. El perfil de Margaret Ford, inicialmente reencuadrado sin proporcionar ni un solo rasguño al temeroso raccord, acostumbrado a las malas partidas, sufre una alteración, y en la continua interacción de los ojos y los detalles vislumbramos un cambio de moral, sin constituirse el filme en fábula. El metraje ha sido un trámite lícito, exigente, sinuosamente cristalino, a través del cual aprender un par de disciplinas: la acusación de anacrónico no ha lugar si en el transcurso de su despliegue el calumniado ha decidido meditar el tiempo de una frase, la vida de un plano, como si la eficacia de sus quehaceres pulcros estuviese a prueba; tampoco se antoja válido tildar a este ejercicio de laboriosidad presuntuosa, pues unos cómputos tan exactos provienen de la virtud del tacto, rezagada del exceso. Los tientos, sí, donde dos pieles se entrecruzan en el núcleo de una charada, y el cerco es una estratagema, la conducta una simulación, pero el marco del mirador externo respeta las reglas del pasatiempo, nuestros requisitos silenciosos en guisa de invitados empachados de riesgos pretéritos encubiertos por vértigo de postín. El arrebato no es cosa de arrojo en la sucesión de planos, sino de separaciones lo suficientemente intensas en su callada modulación como para primero entender, luego sentir, lo inminente del farol a punto de ser destapado, lo lejano del gesto prontamente hecho inerte por seis disparos vehementes. La jactancia del desenmascarado se ha ganado nuestro desprecio.
Schwestern oder Die Balance des Glücks (Margarethe von Trotta, 1979)
Estamos pasando una época de enmiendas vitales. Nuestra propia historia acorrala las decisiones que debemos tomar sin demora para ajustar, de cualquier manera, la cotidianeidad circundante a los ideales que tanto ansiamos proteger, alcanzar. Años de grandes épicas privadas, ideas batiéndose en el terreno inmenso que separa a varios amigos ─manchegos, catalanes, gallegos─, intentando atenerse, ser fieles, a una palabra que ellos creen de posibilidades metamórficas inagotables: el tiempo, más bien el verbo, emitirá el último juicio sobre las contradicciones que nos cercan. Drogadictos de un diletantismo suicida, sabedores de los límites de humanismos cada vez más idealistas, perdiendo contacto la puesta en juego de valores estéticos con la trampeada realidad inmediata, manifiestos insobornables que no logran traspasarse a la construcción escaparatista del yo, de cara a los transeúntes, tirados en la calle, caminando por la acera, una voluntad de poder que finalmente no tendría otro remedio que pregonar a la indiferente ciencia, estamparse contra el vencimiento de una sociedad cuyas depresiones ni siquiera guardan el encanto romántico del malditismo, tan rodeadas como están ahora de electrodomésticos en miniatura con los que matarse la vista mientras se cosecha un enorme desamparo.
Anna vive así, sumida en Hamburgo, ciudad idónea para encallar, revivir eternamente el libro de cuentos de la infancia, volver una y otra vez en travelling de avance incesante hacia el espesor del bosque mientras el diafragma se cierra, vertiendo las prosecuciones del pasado en rechazos convulsivos que enclaustran la violencia mental en páginas de diario. Uno quiere estar donde las cosas pasan. Al verse acorralada entre un innombrable deseo no cumplido, un sueño innúmero de noche extranjera, se corre el riesgo de tan solo conseguir ver belleza en tiznes de aquello que no sucedió, en las fotografías que conservamos en las cuales observamos aquellos primeros meses de feliz ignorancia, mirada de miedo dulce, sin pañales, cerrando los párpados ante el agua que nos echan sobre la cabeza, temerosos, curiosos ante el giro de la historia que no conocemos. En este Hamburgo surge un paisaje eminentemente nocturno, tendente hacia las horas plenas de la madrugada, aquellas que disfruta Klausen, portero de la empresa, bajo un trozo de cielo germano que divisará desde su retaguardia, ante él pasa Anna, mas solo en contadas ocasiones, pues es su hermana, Maria, la que horada el horario de oficina, secretaria constante, espléndida con la línea jerárquica, sobrepasando sus más inmediatas obligaciones. El drama comienza al colisionar los climas consanguíneos, la que obedece de día y la que se rebela de noche, la que intenta escapar a las cinco de la mañana en un suicida noctambulismo, haciendo caso omiso de consejos resabiados, fríos, los de la hermana intachable. El sacerdocio del trabajo, las monjas del sermón laboral, conscientes de que en un mundo de hombres no todas tendrán la misma predisposición, una vez acabada la tirana educación, a salir a la sociedad haciendo valer, desde cero, sus principios. ¿Y si con ello debemos olvidarlo todo? ¿No resulta insoportable recomenzar el andamiaje de veintiún años utópicos encauzados desde la segunda edad de la vida a desbaratar lo que más en secreto velábamos?
Después de tantos filmes polacos y húngaros vistos en invierno y primavera coetáneos al que nos concierne, esta encrucijada de carácter europeo la sentimos más que nunca desde las posibilidades mediadoras del 1.66 : 1, cuesta apartar de uno la condición de espectador, de distancia insalvable ante una frontalidad quebrada, una relación de aspecto ideal en la que el cine de Europa Occidental ha intentado saldar su cuenta con el teatro, lejana la posibilidad de extender el curso de una experiencia sin corrosión de registro, sin temor a embellecer el mundo y ser fiel a sus vaivenes mentales, también leales a esa confianza en el cuello movedizo como único posible movimiento del cuerpo humano, manifestado en panorámicas rústicas, engarzados los planos unos a otros con empalmes donde casi logramos ver las junturas. La autarquía tan cultivada en los años 70, intentando reclamar para el cine el pedazo de realidad insobornable y terca, que supuestamente sus orígenes y estatuto merecían; hoy en día esos fueros de rigor por omisión, estatuas petrificadas viendo un plano desarrollarse de silencio a espasmo espontáneo, ya no guardan relación con el mundo recobrando significantes perdidos, ni con la instauración de una contrapolítica, más bien son ejercicios de ajados cinéfilos que han olvidado, tan seguros como están en su círculo de Cineclub Europeo, que una autarquía no es para siempre, que los términos de la batalla hay que reconsiderarlos, jugar a tricotar como Duras, a corrosionar como Pasolini, a dilatar como Akerman, pasados cuarenta otoños, ya semeja una adherencia a tiempos tan precocinados como los de cualquier gran cadena televisiva, una connivencia desagradable, cines vacíos donde esperar la próxima panorámica de 360 grados que rompa el insoportable sometimiento a una duración inexplicable, de un egoísmo tal que incapaces son de establecer un mínimo juego con los tamaños del plano, aunque sea para volver a concedernos, tan derrotados que estamos, la posibilidad de ver un rostro hermoso gesticular a algo más que apatía en profundidad de campo chata. Sí, “contra la ciencia”, dirán ellos, “al suicidio”, corregiremos nosotros, al seppuku, de un lado, la imposición, del otro, la autoimposición, en el medio, Von Trotta, a dos mundos, Anna.
Volvemos a esta relación de aspecto, 1.66 : 1, porque es sencillo observar lo que de mediatizante puede alcanzar en potencia, manteniendo un proscenio desde el que nos situamos como espectadores, por lo tanto no abandonando una frontalidad que nos hace conscientes de la imposibilidad de escabullirnos por completo dentro de la escena, las posibilidades limitadas de los cuatro lados del rectángulo, del encuadre, ventana de luz, la tensión surge al comprobar la habilidad, querencia, de Von Trotta al mover el aparato, a través del entorno, entre los cuerpos, estableciendo relaciones que rebasan el sustantivo cambio unilateral, inclinación de cuello, una máquina introduciéndose en la representación, tirando de ella, alcanzando un punto intermedio de volubilidad de formas que lleva un paso más adelante lo que luego Raymonde Carasco no consiguió apuntalar en Rupture (1989), filme de mimbres dramáticos afines, de sonambulismos agrupables, que terminaba haciéndose pequeño en sus limitaciones, un facsímil de tiempos mejores, herencias sadianas puestas en escena quejumbrosamente, opacidades a medio cocer, y bastaba con desarrollar algo más la escena, deseo sincero de Pialat, convencido de la tozudez francesa en mantener ángulo, frontalidad, sin variaciones, no tomando el riesgo de recorrer el espacio, aun con la conciencia de la hosquedad muy presente. Von Trotta y Franz Rath ─director de fotografía─ acompañan, relacionan, avanzan, retroceden, varían la relación de los personajes con el objetivo en una misma toma, y a la vez su posición con respecto al fondo desenfocado o no, toman a los cuerpos de los pies a la cabeza tanto como de la testa a la cadera, y de una posición a otra viajamos en el transcurso de una escena, no necesariamente desde fuera, pero sí con esa pequeñísima conciencia de una frontalidad no desechada, un registro que sigue a flote, tanto es así que al ausentarse del apartamento, la oficina, pub, el exterior parece provenir del sueño más vívido, los colores adquieren una vibración evidente, y el contraste beneficia, connota el acuario precedente, hermanándose con la materia negra de otros filmes bien amados: cuando irrumpe el mar, la arboleda, el mal sueño, la pesadilla, huimos del teatro problematizado, del registro contravenido, entramos ya con ambages en la mente de un cine que nos subyuga y propulsa hacia un nuevo tiempo aun por ocupar, el tiempo que en los noventa hollaron Patricia Rozema, Rebecca Miller, Elaine Proctor, un poco antes Ann Turner, la filmación de una naturaleza brava que, luego de agotar todas las relaciones posibles entre cuatro paredes, aquí alemanas, urbanas, con olor a modernidad desfalleciente, invernadero asfixiante, protesta con su mero movimiento, su necesidad de ser filmada simplemente sucediéndose. Schwestern oder Die Balance des Glücks escapa por minutos a sus jaulas de cristal y madera, y permite pasar las olas, el aire, los árboles, la hierba, todo aquello que tras las ventanas impide ser colonizado bajo una cámara fija aumentando esta insoportable orfandad.
Las épocas cambian, personas indecisas seguirán viendo la vida a través de los ojos de otros, hijas, amigas, proyectando el pasado que no tuvieron intentando manchar las quimeras del ser próximo, criando casi sin darse cuenta un matadero de embalsamados destinos en parálisis. Procuramos olvidar, seguir adelante, aun a riesgo de deslizarnos todavía más allá de un entorno que ya no soporta ver otra cosa que su propia imagen vomitada en espejos eléctricos, ay lo que haríamos, lo que llegaríamos a hacer, lo que llegaría Anna a hacer, lo que continúa haciendo, después del fin de su existencia, todavía actriz peligrosa dentro de una escena inacabada, el sobrante de la función no rematada, es ya la pesadilla de los otros, el rostro que aparece en noches con soga recordando que la cuenta todavía no se ha saldado.
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A la cabeza de mis propios actos, corona en mano, batallón de dioses, el signo negativo al cuello, atroces el fósforo y la prisa, estupefactos
el alma y el valor, con dos impactos al pie de la mirada; dando voces; los límites, dinámicos, feroces; tragándome los lloros inexactos,
me encenderé, se encenderá mi hormiga, se encenderán mi llave, la querella en que perdí la causa de mi huella.
Luego, haciendo del átomo una espiga, encenderé mis hoces al pie de ella y la espiga será por fin espiga.
Por mal que les pese a los yanquis, Norteamérica no es sinónimo del mundo, y sin embargo, el pequeño universo que consigue capturar Bobby Roth en Heartbreakers no nos importaría que fuera el nuestro. He aquí un filme para reconciliarse con el cine americano. Con la grandeza engañosa que puede suponer para la existencia del ser humano el simple acaparar diariamente una serie de espacios, pocos, pero suficientes para él: la cafetería predilecta donde recomenzamos el nuevo día con el resto de insatisfechos parroquianos, un apartamento en las afueras donde gozar nuestra individualidad desordenada, por fuerza un ámbito creativo, también lugar privado en el que invitar a relaciones esporádicas o en el cual sentirnos solos cuando nos haya abandonado la mujer de nuestra vida, en una calle secundaria, la galería de arte donde con algo de suerte expondremos cada cuatro años y quizá de carambola hasta vendamos algún cuadro, solo un puñado de espacios para uno, repetimos, pero que nunca nos alcanzarían a alienar. Junto a Blue, el pintor abandonado, y Eli, quien no sabe qué diantres ha hecho tanto tiempo malgastado en el negocio declinante de papá, apreciamos esta cualidad, neto patrimonio del cine americano, que nos otorga con recreación y limpiamente una colección de varios espacios medidos, en una serie de despliegues que nos hacen percibir lo que supone lidiar con los tránsitos de uno a otro con más facilidad de lo que sabemos por experiencia en realidad es. Nos encontramos a mediados de los ochenta, pervive aún la vaga sensación de un mundo hilado, ciudades en subjetiva tensión donde todavía se podía afrontar con dignidad la feliz e inconsecuente paradoja de estar vivos, cargados de deseo. Blue y Eli son dos personajes que se exponen al espectador, del mismo modo que entre ellos, sin ambages evidentes, en cambio, conforme avanza el metraje, vamos percibiendo, cuanto más tiempo pasamos en su compañía, que un velo de misterio que antes no habíamos percatado y que los envolvía va tornándose cada vez más tenue. “I’ve gotta change my life”, se repiten constantemente Blue y Eli. La cámara es arrostrada por los cuerpos; hasta que no acompañemos a nuestros protagonistas un buen rato durante sus escarceos, no sabremos hasta dónde están dispuestos a llegar en las lides del placer, la pillería y en sus divertimentos afrontados con un deje de ligero desespero.
En Urban Cowboy (1980) o Perfect (1985) de James Bridges encarábamos con incorruptible ambivalencia y seriedad esos años ochenta donde el mundo del aeróbic, las liposucciones, los últimos días de la música disco y el embeleso country iban a cuestionarse con crueldad denostando el sostén existencial de millones de norteamericanos. Filmes misericordes en el buen sentido, radiografías equilibradas por la cruz y la cara, el soberbio e inmaculado cutis de Travolta, Bridges como el cineasta aventajado que disfruta haciendo malabares evitando que esa ambivalencia decaiga en ningún tipo de mirada que afeara su campo de estudio o hiciera tambalearse su objetivo. En Heartbreakers, por el contrario, ese disfrute neumático adquiere presencia no como prerrogativa de partida sino de modos más casuales, en el momento en que Blue y Eli intiman con Candy, le ayudan a cargar la compra, aceptan su invitación a cenar, dudamos con sinceridad sobre quién de los dos será capaz de aventurar más pujas con tal de llevarse el gato al agua. Al final, seremos los espectadores quienes nos llevemos la sorpresa: Candy ambiciona montárselo esta noche con los dos, y descubrimos que entre Blue y Eli las barreras de su masculinidad no estaban tan alzadas como creíamos, aceptan sin forzosidad el trío, intercambiando saliva con una mujer que alterna con procacidad los morreos, en un espacio más íntimo y menos aséptico que un gimnasio, tenue luz modulada, se introduce Transformation de Nona Hendryx y ahora sí nos dejamos invadir por el afecto sexual softcore de una pista electro-funk que se deja volar libre, un hombre aceptando el desnudo de otro, haciendo valer destrabado su erotismo, e inevitablemente nos surge la pregunta sobre por qué siempre ha costado tanto al cine americano y de allende poner en juego semejante situación entre dos machos y una hembra, cuando al contrario fuera muy común, habiendo existido los efervescentes años sesenta, los rabiosos años setenta, las ínfulas del amor libre, por qué se les antojó imposible, aunque fuese momentáneamente, llegar a semejante solución de conveniencia a los intelectos libertarios de Jules et Jim. Problematizando el fetiche, abundan en Heartbreakers los pechos sobredimensionados, las botas de tacón y la falsa inmovilización de la pin-up girl reseguida, perseguida, en los lienzos de Blue con cuidadosa artesanía, apetito inagotable, movimiento perpetuo y trance, como el que embarga a Eli, dos personajes a los que el filme priva durante un rato de gozo, de placer y de libertad para insinuarles que acaso la sociedad ha cubierto con falsos problemas materiales los verdaderos problemas del hombre, para evitarle que reconozca la melancolía de su destino o la desesperación de su impotencia, constante bregar la realidad que ambos afrontan con travesura, como el cineasta Bobby Roth, sin pizca de zafiedad, ni cursi, ni camp, más bien dotado de un romanticismo que tildaríamos de beso en la boca. Incluso un sentir nostalgia por un decoro que probablemente nunca existió, como el que añoraba Fred en Damsels in Distress (Whit Stillman, 2011).
A nivel sentimental, habitamos un mundo eminentemente nocturno, en el cual las transacciones o los sucesos realmente importantes tienen lugar durante la noche. Jugando a ráquetbol tras un reenganche al salir de la discoteca, para saldar cuentas, pues las horas de la madrugada hinchen el reborde de las cosas no dichas ni expresadas, acumulándose hasta un hipotético amanecer donde la luz, siempre invasora, fuente de dolor, crea efluvios de conturbaciones finalmente manifestadas físicamente: a golpizas entre amigos, confesiones a lágrima viva. Y es que estos biorritmos con los que el mejor cine americano consigue engañarnos, impregnando de convicción-acción sintética lo que entendemos por esa esfera incólume y dorada formada por la celestial mitad de la vida en acomodo con la semicircular cáscara de la existencia (Rilke), precisan también de un ligero cuestionamiento; los cineastas que más nos interesan no rompen del todo el embrujo ─asumimos la paradoja─, terminan cediendo a su particular elementalidad vital, días marcados, engarces de contagiosa consecución. Herencia del wéstern, incuestionable sensación de la vida como campo de batalla, uno puede enamorarse, sufrir las suficientes traiciones o requiebros amicales, acumular la cantidad pertinente de alcohol en el hígado, en fin, participar de la sociedad en tanto que potenciales moldeadores concernientes del juego de sus ímpetus. En esto Norteamérica ha perdido ya al rey, la dama y las torres, malvive ahora malvendiendo idiotas sentimentales en un paisaje de batallas que quedan lejos, y el drama no se traba entre el saloon y el diner, autopista mediante; la posibilidad de una vida cerrada, autárquica, ejemplarizante incluso en cuanto acción completa, ha borrado sus huellas, dejando a su público persiguiendo espejismos, quimeras, de una ilusión de conducta que ni en sueños conseguirán aprehender. Educada la juventud de los ochenta en esta ley de la calle, los desperdicios de dicha praxis escolástica los notamos chocando contra el asfalto cada vez que entablamos conversación con alguno de estos hijos bastardos de Norteamérica, europeos desbaratados.
Si crees complicitar enteramente con una persona, date a ver en su compañía un filme de Albert Brooks: si se da el caso que lográis anticiparos mutuamente cuándo el otro va a reír, o va a dudar de si reírse, pues muchas felicidades, os es concedido a ambos el morir en paz, casi que suicidaos, ya que en adelante podréis abrigar la certeza de que al expirar abriréis de la mano unidos las puertas del cielo. En cambio y afortunadamente, planos de una hechura tan diáfana como los de Brooks siempre incitarán al espectador a tomar partido por su propia individualidad terrenal, carnalidad perceptiva. Al modo de un jurado popular, se espera que cada cual haga regir su opinión, se aferre al mimbre que crea más conveniente, lance el suyo, una vez arrojado desde las alturas hacia encuadres de ancha llanura emocional pero sin pistas de aterrizaje apreciables. Sonrisas y lágrimas saltarán a destiempo, no enlatadas, irreconciliables. Por cada gozo privado, un prurito de temor compartido. Contra menos te conozco más te quiero conocer, más te amo (la risita pilla de Meryl Streep). Cine purgante, romances sincréticamente modernos. Según Brooks, tampoco será culpa nuestra del todo no habernos llegado nunca a conocer (yo a ti, uno a uno mismo), pues aquí en la Tierra median tapias como la publicidad, la posición social, indigestiones por comer, el crudo dinero. Así, cada espectador se calzará su propio running gag, las dos condiciones son hacerlo solo (sin ayuda) y a la pata coja (imitando los humores del gag). Decía “afortunadamente” porque esta carrera de sacos desigual, consistente en gozar en presente juntos pero según el temperamento a destiempos, certifica un desajuste que nos recorre en tanto espectadores probándonos contingentes, distintos, inconmensurables, aún por conocer, en una palabra: redivivos.
Para lograr esta espaciosa temida libertad, este acomodo embarazoso, ¿qué carencia constitutiva abraza el montaje de Brooks? Yo diría: la falta casi total de descargas. Ordenados los comediantes de más a menos electrizantes, dichas descargas se encuentran por igual repartidas en Jerry Lewis, Buster Keaton, Pierre Étaix, Charlie Chaplin… incluso, es forzoso admitirlo, en Jacques Tati ─aunque tal descarga languidezca como lento pierde el aire un cojín que se pee. Lost in America (Brooks, 1985) tienta medirse con The Long, Long Trailer (1954) de Vincente Minnelli pero a voltaje negativo, es decir, sin echar al barro a Julie Hagerty y sin la canción de la cucaracha. Como en las demás, en Defending Your Life las sorpresas que achaca Daniel nunca llegarán al desastre, pues suelen caer, en el peor de los casos, del lado de la decepción absoluta, tratándose en el mejor de una especie de alivio ansiolítico. Mientras el cuerpo intenta a duras penas recomponerse, los cortes, los travellings de seguimiento, los múltiples paralelepípedos que conforman el mundo perseveran en su geométrica solidez. Aquí, los insertos sucintos que se introducen del rostro de Brooks al acusar un chasco inopinado funcionan como verdaderos pillow shots. Su cara hace las veces de almohada hundida por un puñetazo. Muy breve, se nos da a ver esta superficie mullida y desbravada intentando rehacerse ególatra, defendiendo su vida, pretendiendo volver a su forma; pero ante el estupor, Brooks siempre corta antes.
Woman from the Provinces [Kobieta z prowincji] (Andrzej Barański, 1985)
No, no es idealización de algo distante lo que así anima un momento pasado, porque no se te oculta como sórdido aquél y su ambiente, cuando oías el son de las campanas, sin nada precioso o amado donde dicho momento se fijara, tal el insecto en un fragmento de ámbar. La nitidez de su impresión, cuando tú absorto, cerradas las compuertas de los restantes sentidos, contenías la vida enteramente en una percepción auditiva, inútil entonces e inútil ahora, opera el encanto tardío de la evocación, haciendo la imagen más bella y significante que la realidad. Y de ello supondrías cómo la importancia o fortuna de una existencia individual no resulta de las circunstancias trascendentales o felices que en ella concurran, sino, aun cuando anónima o desdichada, de la fidelidad con que haya sido vivida.
Ocnos, Luis Cernuda
Extinta la memoria dilucidadora, no queda ya otra cosa que la luz impactando sobre la ventana, cambiando con desvelo ingenuo el matiz coloreado del tomillo, la celidonia y el diente de león, no recordará ya la anciana Andzia que la combinación de esas especias y plantas proporcionaba unas cuantas monedas, ella siempre dispuesta a recubrir el recorrido hermético, opaco, solapado, de los días con combinaciones causales, conciencia de remendona, dos trozos de tela, unos lazos, los vende en el mercado mientras despreciables viejas piensan que cualquier harapo de sus hogares vale más que eso, oídos sordos, oídos sordos. Mientras la memoria permanezca, aun amenazada por desvelos sobreexpuestos de destellos germinantes que bien podrían anunciar también un final, Andzia recordará, su vanidad no es más que concordancia acorde al mísero camino de medio siglo cercado en provincia polaca. El filme de Barański camina decidido hacia atrás permitiéndose volver sobre la vejez de Andzia para que comprendamos. Entonces, poco costará, retomando el orden inverso que aguijonea la cronología en este filme, enlazar de dónde venían esas especias, para qué servían: sin papel o tela para secar las hierbas, la niña recogía bardanas y hojas de rábano picante, asegurándose en desterrar rastros de humedad, así luego extendía las hierbas para venderlas. He ahí las monedas. Aquellas no aceptadas cuando el párroco que dictaba escolarización se las ofrecía al verla con los zapatos descalzos, mala manera de ir a misa los domingos. Recordar el orden de las cosas sin gracia, revelación, pena ni condena, sino con la aclaratoria clarividencia de quien tiene el suficiente sosiego para pensar mientras hace croché durante horas, pues también ha casado su mente a diversas tareas durante los años de entreguerras, la II Guerra Mundial, o el periodo donde la República Popular de Polonia imponía represalias, fusilamientos y exilios.
Es esta luz casera matutina, de primeras horas nubladas, la que acogemos sin tinieblas, emplazándonos en el entorno de posguerra, sesenta años después del nacimiento de Andzia, un día cualquiera de unos años más cercanos al acá de la realización del filme que al allá al que luego se remonta el metraje.
Es esta luz casera matutina la que reconocemos, la que nos enclava, esta tenacidad de un encuadre sintético, amplio, muy angular, privilegiado a la hora de adaptarse a la disposición particular de viviendas y recodos naturales, calles en las que nunca circula demasiada gente, avezado en la captación de singularidades dramáticas, esquinas, muros de carga, depositados en la duración de instantes de un singular decoro femenino, silencios que alientan simpatía, o murmullos de fondo que preludian incomprensión, marginación, rechazo, hacia quien dice lo que piensa.
Es esta luz casera matutina la que acompaña al bebé dando sus primeros pasos sobre la hierba, caerse y llorar, brotando a una existencia en la que desparramamos nuestra voluntad para luego reengancharla en enmiendas desafiando lo valetudinario del entorno celeste, la réplica de quedo desespero orgulloso, consejos de madre pilluela; Andzia, de Cristo coge la estampa y se agarra a ella en una prueba para puesto de trabajo en planta estatal, un gesto que se nos concita en plano detalle con incandescente cercanía hermanadora. Colocados con la mayor conciencia, una serie de acercamientos ínclitos pueblan el metraje, unas manos trabajando la tela, unos labios besando la estampa, monedas arrejuntadas, los restos del pescado que los alemanes destinan a los críos, el collar de ámbar del hijo de una señorona, dedos que trabajan la máquina de tricotar, el esfuerzo, atención, separación explícita del ambiente, adaptación de un cineasta, Barański, y de un director de fotografía, Ryszard Lenczewski, volviendo a sorprendernos en estos meses de una primavera tardía.
Por desgracia, en otros filmes polacos pudimos ver la luz más arisca, rota, hecha descuido, fuente de malestar, los trabajos lumínicos más descompensados de una rama del cine moderno, ahora, empero, descubrimos que por los mismos años se estaban filmando las obras más refinadas, delicadas, cada trabajo remitiendo al cuidado de un Arnaut Daniel, cada noche cercenándonos recuerdos nebulosos, concepciones erradas, la luz de una Polonia a través de la cual repasamos momentos ya fijados, haciendo unidad con nuestros miles de presentimientos y necesidad de rehacer la historia del cine, de cada cine, nuestro trabajo llevará más de una vida, la ociosidad, contemplación de una luz nueva, ese es el porvenir que reclamamos. No admitimos distracciones.
Polonia bajo la producción del estudio Kadr, recabamos ─con la exigua información de que disponemos─ que se trataba de un grupo políticamente más propenso a un ilusorio centro, lejos de fervores izquierdistas o abiertamente reaccionarios, casa bajo la cual nuestro temido Jerzy Kawalerowicz realizó buena parte de su producción. Alejado de una reivindicación honrosa que acapare a un movimiento, un grupo, una camarilla, en los cuatro filmes que hemos podido ver de Barański, adaptaciones literarias sin excepción, esta que nos ocupa coescrita con el autor original, Waldemar Siemiński, no encontramos una mundología evidente desde la que atalayar nuestros sentimientos más románticos, esas escapadas al fin de una era de generación derrotada que vislumbramos incluso en el filme polaco más turbulento ─Pasja (Stanisław Różewicz, 1978)─, con Barański, sin embargo, sentimos siempre un carácter de especificidad y adherencia insistente al grupo o personaje concreto, casi como introduciéndonos de lleno en un extracto cualquiera del extenso paisaje natal, y negándonos siempre la occidentalización o el carácter de universal inmediatez. Pervive, sin servir de precedente, un término medio, una distancia, incluso jugada en gráciles y violentos paneos o zooms ─By the River Nowhere [Nad rzeką, której nie ma] (1991)─, en la que entramos de lleno, sin pórtico aunque encuadrados con certeza, en el acaecer concreto de circunstancias biográficas que no deben nada ni a la gloria ni a una honradez nacional, biografías tomadas porque los cuerpos estaban ahí, buscando algo, perfilando el tono nada histórico de un paisaje urbano, campestre o de provincias, caso que nos ocupa, por el que unos cuantos detritus de la historia del meollo de la centuria pasada eligió emplazar sus líneas rojas y negras. Kobieta z prowincji sitúa las ramas amargas de una historia vital a la que vamos diciendo adiós con la mano mientras retrocedemos, año tras año, sin salvación, en la vida de Andzia. Las posibilidades de un registro fiel a la pulpa material de la tierra, sus vientos, ruidos, bichos, bordillos, hierbajos, que han obtenido la síntesis límpida de un objeto al cual miramos desde un ángulo, dos, tres, privilegiados, pero no aumentando demasiado el número, para luego pasar a la incierta toma donde una reacción no esperada trastoca el económico registro. Ahora sí, tan lejos y tan cerca.
La osada inventiva y recursos técnicos que Barański reparte con suma discreción a lo ancho del metraje incluyen rápidos transfocos, insertos que calificarían como letales, súbitas aperturas y cierres del diafragma, desorbitaciones que propulsan la espacialidad diáfana de sus planos hacia reinos donde unos ojos puros, constantes, no bastarían para captar los tintes trascendentes que en ocasiones concede la realidad cotidiana. Lo esencial surgirá al yuxtaponer con sabiduría imágenes claras y oscuras, tomas largas y cortas, instantes de movimiento y quietud. En la imbricación del tejido fílmico se juega la fuerza de la película. Consolidadas por el cineasta, tratamos con incompletitudes, variaciones, como las representadas por las figuras históricas del hombre y la mujer: nos sentiremos un tanto espías observando a los varones haciendo valer las responsabilidades propias de su condición social en la hora del cortejo y la impostura, a las doncellas sublevarse en voz baja, duchas en las lides del mareo, la indecisión, el desplante, irguiéndose con disimulo en valedoras de su poder embaucador, sucedía tanto en Tabu (1988) como en A Bachelor’s Life Abroad [Kawalerskie życie na obczyźnie] (1992), y asimismo con el filme que nos ocupa, el salto al matrimonio semejará el postrero ardid inmovilizante, arbitrio mortal escogido a tientas.
Quedarnos quietos desde un ángulo privilegiado nos fija y nos hace atender a intercambios donde nadie parece tener la voz claramente cantante, un azar que no nace del cinismo del “mírelos, deles una moneda”, más bien surge de aquel que, progresando entre los mundos muertos bajo la nieve eterna, enfría poco a poco el universo exangüe, jamás conculcado por ciertos seres humanos que bien podrían encarnar a la esposa de Lot, los mercachifles del gobierno que toque, incapaces de encajar un piropo a tiempo, el marido con sueños de koljós y guarderías, en un mundo que pronto iba a manosear el término camarada hasta hacerlo vomitar, luego, pasados los años, pegado frente a la maldita televisión viendo deportes, la sensibilidad acallada, estos hombres y mujeres crepitan la buena voluntad de quien se satisface con poco pero necesita ese poco para al menos no sentir que sus pasos los dirige un cruel sotavento, proa, popa, extremo de una casa más larga que ancha, entreguerras, tres habitaciones, cuarto de baño, cocina, vestíbulo, posguerra, era el sueño de la hija, ¿de qué ha servido cuando sonríe más la madre que la primogénita? Engañosa falta de ambición que, fíjense, acaba terminando por transmigrar en esencia de la tierra baldía. Los damos por sentado, y los planos no hacen nada porque no los demos por sentado, por eso el filme requiere de una particular predisposición, aquella que escarbando bajo la ruta cuesta atrás de genealogía de anciana serena encuentre sus piedras de toque en triunfos y derrotas, intentos de salvaguardar la pequeña cosa que era algo más que nada, los paneos encuentran su concurrencia deseada al volver a la infancia, el sol cálido, la desgracia económica, el apretujamiento en vagones-hogar en los que el plano detalle vuelve en una de sus últimas manifestaciones, dulces traídos por papá, sazonados, sobre las hijas durmiendo, todo el futuro por delante, lejos de rayos de poliédrico abucheo, el sino de los tiempos, reposando por un instante mientras cae el azúcar.
El andamiaje de cineasta a la intemperie osada de la templanza, un retome de la rima asonante, de darnos el lujo de esperar por el relieve, las curvas, contornos, auras, de las cosas vivas y muertas: un tomate, un medallón que ayuda a abrochar Andzia antes de perderse ahogado el marido en un río, la salvación de la historia no vendrá con la épica aquí, reclamaremos la cadencia, la repetición, panorámicas tres veces de derecha a izquierda, filmados los recién casados, sin amor correspondido, a la ventana, la noche y las flores, rezumando un olor que solo percibimos como ansiando un fulgor arcano, el aproximarse de la Décima Esfera. Deriva esta disposición de notas retornadas en movimientos recapturados, evidenciando no el caos ni la indiferencia, mas esas pequeñas separaciones en cuadro ─la confianza para tomar la escena, los cuerpos, de una toma, ningún miedo a paralizarlos, y ellos continúan su devenir─, de un lado de la casa, el enamorado, Tadek, una tarde hermosa, crepúsculo cerniéndose sobre el banquete de bodas, dejado atrás al amado, seguimos en travelling esquinado a la novia, uniéndose al banquete, sabemos que la satisfacción de Andzia comienza a disminuir, sin tocar los bajos fondos, la conocemos lo suficiente a estas alturas, los comensales la esperan, un beso que no dará, los que bailan a la derecha y al fondo, casi siluetas animando la tarde derrotada, luego, tras el incorporarse, acercándonos a la mesa desde un ligero plano picado sin solución de continuidad, estamos ya rodeados por la desgracia silenciosa de la elección rota, un futuro que se pierde, pasa la novia a beber de la copa, mirando al cielo con el trago ella, nos aproximamos a los labios desde la media distancia, luz sobreexpuesta, a punto de cubrir de blanco el campo visual. Otra concesión silenciosa, rodeada de sonrisas, complicidades, los campos que escucharon emerger pies de niña curiosa, cediendo en la puesta de sol otra varilla más del abanico con el que despertó, dispuesta a caminar hacia una inexistente frontera, con la esperanza de encontrar un trozo de orbe en el que posar su pequeño mercadillo.
Loneliness of the Couple [Samotność we dwoje] (Stanisław Różewicz, 1969)
Samotność we dwoje resulta de una puesta en forma que blinda al filme por los cuatro costados. Parte de combinar un formato alargado Cinemascope con una fotografía en blanco y negro sin ningún miedo a exponerse tanto bajo el techo del interior más oscuro como en la montaña al aire libre, golpeando al personaje la luz frontal del sol. Pero es que dentro de la composición del propio plano, caben también distintas zonas, demarcaciones adyacentes, unas muy iluminadas hasta el blanco purísimo y otras de parduzca sombra, mediando entre ellas por lo menos tres mil matices de grises vibrantes, sensibles y levemente mortecinos. Es de notar que esta iluminación que otorga perspectiva a los planos tiene más que ver con cómo y dónde se plantó el aparato que con la seguro sobrada pericia técnica del director de fotografía, Stanisław Loth: se opta por poblar los planos de curiosos relumbros reflectantes, la vajilla, unos globos, junto a otros términos tupidos, las eternas ramas de árboles arrojando su sombra, o unos focos nada tímidos perfilando el primer término y deslustrando el fondo, y asimismo, con similares características, adivinamos, imaginándola como una jurisdicción tornasolada y tupida, la conciencia del pastor Hubina, quien pasea, sostiene, la precariedad existencial polaca pre-Segunda Guerra Mundial enguantado en su traje negro abismo, un atuendo que contribuye en demasía a resaltar el albar rigorismo de su cuello clerical. El quid de la cuestión en una escena: Hubina observa a su mujer, Edyta, tocar el piano, se conforma con ver en ella la pacífica, la beatífica, entrega de una esposa hacia la serena música conyugal, el pastor se embebe en sus propios pensamientos, ante tanta dicha, en confesión ─introduciéndose subjetiva una voz en off discrecional─, surgen los maduros frutos del miedo, su ideal familiar es el de vivir seguros, rogando a Dios, que ningún accidente nos suceda, pero con la mirada perdida en sus propios pensamientos el pastor se pierde una y otra vez la visión esencial de lo que con sus ojos y pequeñas muecas intenta transmitirle Edyta, ella otea a su marido con una cargada mirada cómplice, como diciendo, observa qué segura se siente tu esposa al piano, qué regia, mi cuerpo y mi rostro necesitan de ser destensados, observa, marido mío, lo capaz que soy de crear sensualidad con mis manos, mediante mis dedos, interpretando a Beethoven, Para Elisa, todavía me siento joven, y tu amor que solo me conduce a ser más tiesa. Samotność we dwoje deriva su historia en unos celos que brotan primero en prefiguración onírica para luego enraizarse, madurar, estimularse con malicia y deformarse, en secuencias-bisagra acumuladoras que cosa inusual en este tipo de historias sobre procesos mentales infernales no se adscriben de forma constante y brusca en trucajes claroscuros de la realidad de algún convenido cine psicológico.
La luz en Europa Central cae templada, difusa. Ni el más hábil cineasta podría convertirla en candente o incluso en pincelada muy acusada sin traicionarla, imposible obviar su naturaleza, uniformemente blanda, sin caer en el truco de aplicar un filtro a las imágenes, en posproducción, o gelatinas de colores a los focos, durante el rodaje. Por su parte, Różewicz demuestra que a finales de los sesenta, como cineasta, ya había objetivado, hecho completamente suya, una estrategia al respecto de esta luz tan particular que inunda calmosa su patria, eligiendo tiros de plano en ligeras diagonales, el trípode bien clavado al suelo, añadiendo planos de profundidad dentro del plano, ligeros desenfoques, parapetos, marañas; cabiendo en su falsamente sosegada puesta en forma la consecución de planos-contraplanos conversacionales resueltos con una extrema pulcritud y seguridad. Caben además reminiscencias a la sucesión fatal de poses imaginarias en De man die zijn haar kort liet knippen (André Delvaux, 1965), reminiscencias a la materialidad humeante, doméstica, torrencial ─la más cierta─, de un cineasta tan en contacto con lo terrenal como lo fue Carl Theodor Dreyer. También llegamos a pensar en Hitchcock, en virtud de cómo Różewicz invoca la fragmentación, y no solo en el preclaro ejemplo de los retorcimientos de las extremidades recortadas cuando Edyta resbala secuencialmente hacia la bañera hirviendo. Son los espacios, la casa, la que mediante pivotamientos y recortes sucesivos podremos reconstruir diáfanamente: en el piso de abajo el despacho, un gran comedor alargado, arriba, el dormitorio, el cuarto de los críos, el de invitados y la salita del piano, no hay necesidad de esforzarnos, nos hacemos fácilmente a la contigüidad de las estancias, y más arriba, en las alturas, la buhardilla sirve para despejar el prejuicio adulto contra el cuento de hadas, donde los hijos se entretendrán con las palomas, los disfraces y mostrándose ingeniosamente crueles entre ellos. En el mundo de los mayores, los periódicos polacos ilustran: columnas del NSDAP marchan junto a pilas de libros ardiendo. Europa entera se alarma. En Alemania se está quemando a Heine. Sonrisa pícara, desafiante, de un profesor de piano nazificado con una voluntad de poder desmedida que como colofón aciago se inmiscuirá, por interesada recomendación de su mujer, en la casa del pastor, patentizando todavía más si cabe la impotencia del hombre. A pesar de la gravedad al borde del infarto de la situación espiritual de Hubina, el filme nunca nos introduce violentamente y sin permiso en su subjetividad, transformando en indecencia los poliédricos avatares del mundo sensible. Hay mucho de discreto, de ladino, de misterioso, en los gestos de los personaje de este filme, pero lo que el filme no se permitirá será saltar hacia ese gesto en plano detalle indicándonos tramposamente que quizá el pastor tuviera razón en cavilar sobre los infinitos disfraces que puede adoptar el diablo, o que toda su desgracia quizá pertenezca al plan de un castigo, o de una prueba para él, dejada caer entre las nubes por Dios mismo. El sacrificio de Isaac. No. Para desgracia del pastor, las escotadas ubres de la tabernera del pueblo no están registradas en grado alguno como algo diabólico, sino sumamente apetecible. Siguen acumulándose tañidos de distinta índole haciendo dudar a Hubina sobre si acercarse a la tabernera o alejarse.
Introducirse en la filmografía de Stanisław Różewicz supone estar abierto a confrontar recónditos ecos y concomitancias maltrechas. Hubina se quedará pasmado ante la reproducción del grabado El caballero, la muerte y el diablo de Alberto Durero, una obra que junto Para Elisa volverá para exponer una conyugalidad delirante por otros medios en Aniol w szafie (1987). También el reverendo Konrad, en Rys (1982), quedaba prendado en algunos momentos capitales de San Agustín y el Diablo de Michael Pacher, una composición de tentación horrorífica que contribuye a su desiderátum de asesinar escudándose en ideas de martirio, en la defensa del partisanado, sotana horadando cabeza gacha entre los hombros las cuatro calles de un país en el que reina un clima de ocupación tan brutal que termina por sugestionar maremotos de enloquecimiento. Concurrencias secretas, rimas clandestinas, que nos acercan a Różewicz a la concepción que guardamos del cineasta ideal, aquel al que viene anejada una intrincada mundología.
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Loneliness of the Couple [Samotność we dwoje] (Stanisław Różewicz, 1969)Angel in the Wardrobe [Aniol w szafie] (Różewicz, 1987)
The Lynx [Rys] (Różewicz, 1982)
The Wicket Gate [Drzwi w murze] (Różewicz, 1974)
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De repente, se nos viene a la cabeza el recuerdo de Jacques Rivette viendo por segunda vez Les dames du Bois de Boulogne (Robert Bresson, 1945) en la Cineteca del Barrio Latino parisiense, añadiendo suspenso al filme las continuas interrupciones que una tormenta había provocado en aquella proyección. Decimos que se nos viene a la cabeza, al arcón cinéfilo de la memoria, porque nos disponemos al visionado de Rys una noche donde un apagón eléctrico sin visos de reparación inminente subsume a nuestra urbanización en una oscuridad total de noche sin bombillas ni voltaje, a ráfagas el filme vuelve, temerosos esperamos el siguiente corte eléctrico, ansiosos en la penumbra imaginamos la vuelta de Polonia, la ocupación y el destino del reverendo. En esta oscuridad impalpable vamos labrando un destino ideal de partisanos serenos, pacientes; ni vitoreados ni gloriosos.
Habituados a unas tendencias fílmicas de idiosincrasia polaca donde el público rara vez solía ser confrontado plano a plano, sino echado a un lado, apartado, expulsado de la sucesión de encuadres debido a una extenuante retórica cineasta-gobierno, leyes invisibles de censura que el espectador debía suponerle, aceptarle, descifrarle al régimen, y su particular menoscabo del ser individual, era difícil para nosotros defender con razón y corazón una obra por otro lado tan arrojada desde la tripa como Jak daleko stąd, jak blisko (1972), de Tadeusz Konwicki: donde otros aludían a esa vista de pájaro zumbado dando interminables vueltas medio ciego pero con conciencia de arúspice sobre la fatídica historia del país, nosotros solo veíamos ideas que no habían encontrado el sostén temporal necesario para establecerse firmes sobre un suelo al que llamar propio, de ahí que los animales sacrificados, las matanzas, bailes eternos de salón con decadencia artística enunciando subrepticiamente que el país no conoce otro destino que la condena, terminaran indigestándosenos, apelación a una estética del impresionamiento fatalista en la que es difícil quedar impresionado cuando no hay ni una mínima tentativa por establecer coordenadas alrededor de nuestras básicas nociones de aprehensión cardinal e histórica. Preferimos encontrar, remover archivos, y leer a Konwicki, sobre Konwicki, que ver su filme.
Al revisitar ciertas corrientes, periodos del cine polaco, nos encontramos inmersos en el mismo poso de desencanto e indiferencia que duele cuando Daney asistía al dar comienzos los años 80 a las Jornadas de Gdańsk. Esperaba una mejor cosecha para el 81. En la Gazeta Festiwalowa se cocían unos découpages y unos debates más estudiados que en las propias películas que día tras día le eran echadas a los ojos, una dialéctica falsaria entre cineastas, astilleros y gobierno (con el factor Wałęsa y la ley marcial a la vuelta de la esquina). Reconocía, eso sí, la existencia de documentales muy buenos, lejos de la ficción más aparente, reaccionaria o insurgente, templada o centrista, encontrando algunos ejemplos ilustres como Zegarek (Bohdan Kosiński, 1977).
Por todo esto quedamos sorprendidos al descubrir una historia paralela en la cinematografía polaca del clan Różewicz, al que acompañan históricamente dos hermanos partisanos y poetas, ambos habiendo batallado en el frente de la II Guerra Mundial, sin embargo solo uno, Tadeusz, salió con vida, ya que el otro, Janusz, sufrió un triste destino bajo la ejecución de una Gestapo adosando “actividades ilegales” a cualquier persona que permaneciera el tiempo suficiente frente a sus detestables narices. Esa ordalía partisana podría dar a los Różewicz el derecho e incluso el arrojo a filmar un cine basado en el rencor, descalabrado, confuso, sin embargo retornan a la experiencia traumática de su pasado, Stanisław como director y Tadeusz como coguionista en múltiples ocasiones ─en pareja con Kornel Filipowicz o su propio hermano, como en el filme que ocupa esta crítica─, bajo un prisma de intelectuales con las ideas claras sobre su emparentación y afinidad extrema con el proletariado y las fuerzas de represión sobreponiendo todo tipo de ecos coercitivos. La guerra no solo se libra en el frente, también el recuerdo de una delación piadosa que únicamente salvó vidas puede ser objeto de desesperación veinte años después del conflicto. Clima de enseres filmados en planos detalle cuyo aislamiento por su extrema valía y singularidad observamos en multitud de cartas, fotografías, objetos domésticos, cualquier tipo de marco o memento que acompañe el recuerdo de un instante pasado en compañía de los nuestros o el pacato acuerdo donde firmar una alianza temporal. Pensamos en esta experiencia de estudiantes interrumpiendo su ciclo educacional para unirse al frente partisano dentro del bosque, pasando por una serie de silenciosas refriegas y asesinatos mudos, clima pantanoso, visión tan limpia que se diría nos han rociado los ojos con un líquido antidilatador de pupilas, eso es lo que experimentamos al ver Opadły liście z drzew (1975). Luego de la monótona, nunca morosa, estancia con los combatientes, volvemos sin solución de continuidad a la universidad, en próximas lecturas nos aguarda Bergson, L’Évolution créatrice, indistinguible frontera en lo que respecta a formarse una mundología desde la que clarificar espacial e históricamente nuestro propio país, el pasado que no podremos anular pero al que retornar incesantemente dando cuenta, sin saldarla a destiempo. Entrelazado de guerrillería in situ e interés intelectual y artístico, el teatro, el ente al que regresamos en Drzwi w murze (1974) o Kobieta w kapeluszu (1985). Reseguir estas huellas polacas supone reconstruir un periplo histórico que se remonta hasta los intentos de independencia radical de un Edward Dembowski hasta las pequeñas heridas familiares de una huérfana de padre intentando ser algo más que una marioneta de la vanguardia, encarnando por fin a la Cordelia shakesperiana que equidistancia su presente.
Diferentes ópticas no reconciliadas pero desde luego acompasadas en las que hacemos las paces con la regla de los 180 grados, con el maldito eje, que después de tantos rodeos alucinógenos necesitaban algo de calma y aprehensión de astrolabio para que un conjunto de vidas regionales de Europa Oriental calasen en nosotros como algo más que almas en deriva por un cielo negro, firmemente enclavados en un tiempo conquistado a riesgo de violar un tímido raccord de miradas o gestos ─rudeza de obrero que menoscabará sin vergüenza esa continuidad perfecta en pos de la ya mencionada capacidad de situarnos plano a plano─. Así, tenemos un axis formado por los remanentes insistentes del fascismo, anecdotado en relevo proletario o síntesis de pequeño, tímido acontecimiento, cuyas consecuencias podrían semejar tímidas a nivel nacional, mas al alejarnos kilómetros y kilómetros, no con la cámara hasta el cielo, sino con la mente al terminar el filme, no hacen otra cosa que aumentar, aumentar, y presentimos, cuando llega la noche, aquella en la que un apagón subsume a nuestra urbanización en oscuridad total, que en el futuro no solo tendremos como vía de liberación el recitar unos versos violentos sobre una tumba vacía, sino que podremos, de una vez y para siempre, empezar nosotros mismos a limpiar de cualquier egoísmo nuestras conciencias para ejercer de balines, inseparables de nuestro maquis, una vez que colmemos la próxima entrega incondicional al mundo que aguarda fuego. Las brumas deberán ser iluminadas.
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«En este punto, no obstante, terminaba la civilización. Hasta aquel momento habíamos estado seguros de dónde nos encontrábamos. Más allá de la batería había un pequeño tramo de una nada llena de hoyos producidos por las bombas: habíamos entrado en un vacío árido y devastador; en ese paisaje lunar descrito en las novelas de guerra y representado tan a menudo por docenas de pintores y dibujantes, yo incluido, con esa cualidad particular tan difícil de expresar. Esqueletos con muecas burlonas en el terreno gris, cráneos aún protegidos por los cascos metálicos; festones de alambre cubiertos de barro seco, cordilleras en miniatura de tierra color azafrán y árboles como patíbulos: este era el attrezzo del titánico reparto de actores moribundos y electrocutados, que cargaban el escenario de una electricidad romántica».
Blasting and Bombardiering, Wyndham Lewis
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Stanisław Różewicz (1924-2008); Tadeusz Różewicz (1921-2014); Janusz Różewicz (1918-1944)
Cada noche, entregarnos al visionado de un filme, esa es la ley que nos gustaría sostener de por vida.
Tenemos el filme preparado. Se acerca la hora. Temblamos. El deseo se lubrica y aguza. De nuevo, asoma la luna, llega el momento en que volvemos a querer trascender las particulares condiciones del paisaje socioeconómico que nos han cercado durante el día. Aquellos condicionantes que alientan la desaparición de lo que el paisaje, previamente amañado, tildaría como películas de fondo de catálogo, proporcionando así olvido, nulos puntos de referencia al observador habitual gustoso de merodear la urbe con la casi inconsciente perspectiva de hallar en su deriva un signo que le sitúe, a unos centímetros más acá de su entendimiento, el particular trazo que abarca la completa dimensión física y espiritual que el propio paseante arrastra consigo a cuestas. Tristemente, no nos extrañamos al cotejar que en el cine de hoy la consecución estética del logo ha ganado la batalla a la responsabilidad de conquistar la crónica, estamos ya muy lejos de los eslóganes rusos de 1918, año en el que da comienzo Fábián Bálint találkozása Istennel; otra noche juiciosa, merced un filme de Zoltán Fábri, objetivamos las oportunidades de toparnos con algo más que ejemplares destinados a un corto tiempo de supervivencia en el mercado de la “cultura”. Sobreviene entonces una sensación de malestar didáctico si uno quiere ir al encuentro del mentado cronista ─apenas existe algún estudio crítico sobre su obra, una puesta en contexto de sus filmes (la información resulta escasa)─, ahondar en la historia aneja que terminará concerniendo al futuro espectador y rebajará su implícito chovinismo que no alcanza siquiera a rebasar una penosa invasión exacerbada del mal gusto yanqui o nipón inundando las cuatro paredes del espacio doméstico, cada vez más lleno de aparatos, sucedáneos, juguetitos con los que matar un aburrimiento que quizá en otra época te habría conducido a preguntarte qué narices estaba sucediendo en Hungría al término de la I Guerra Mundial. Tal y como están las cosas, si uno quiere ir al encuentro, no le quedará más remedio que escarbar. Con este ejemplar de Fábri, nosotros lo hemos hecho, así que tal vez podamos sugerir algunas indicaciones precarias al astuto espectador que se interese por su filmografía, tan excelsa como poco estudiada:
Un soldado magiar terminaba su paso por la Gran Guerra a orillas del Isonzo, asesinando a un italiano, valiéndose del cuchillo de caza prestado por su amigo József, sargento fiel, hombre mesurado y cabal. En un pantano verdoso, húmedo, durante una emboscada que llega hasta la refriega con bayoneta, tiene lugar el asesinato, que retornará cada vez más demacrado y enlentecido durante las cuatro estaciones de 1919 en las que Bálint Fábián, el soldado, verá derrumbarse su entorno y su entera concepción del mundo. Reconocemos al actor que lo encarna, Gábor Koncz, debido a que lo habíamos visto ya con similares composturas en Magyarok (Zoltán Fábri, 1978). Ambos filmes adaptan obras literarias de József Balázs. Sin embargo, la intención de Fábri siempre fue comenzar desde el principio, y no con la narración de Magyarok, donde un grupo de húngaros durante la II Guerra Mundial son trasladados al norte de Alemania para ejercer diferentes trabajos cultivando la tierra mientras el conflicto mundial les pasa primero por al lado para luego sucederse enfrente de sus propias faces. Los estudios creyeron que la historia de este filme poseía connotaciones más universales, una avería en los circuitos de la comunicación y el pensamiento paradójico se toma por enseñanza, ya que en Magyarok choca, sorprende, cabrea, el que no se llegue a producir una verdadera sedición entre los campesinos en ningún momento, lo que quizá nos conduzca a la asunción de un entendimiento sobre la gravedad de una situación que no podría parecer más ambigua. Al cineasta no podía bastarle con esto. Con el éxito del filme, Fábri pudo retroceder en la historia y ascender en el linaje de la familia, pasando del hijo András que centralizaba Magyarok al padre Bálint, convirtiéndose Fábián Bálint találkozása Istennel, estrenado dos años después, en una verdadera precuela. El eslabón adicional en la crónica genealógica, pero también en la obra de un cineasta que no ha cesado de matizar, remachar, señalizar, trifurcar, la mayor parte de conflictos individuales y colectivos que asolaron la historia de su propio país desde comienzos del siglo XX hasta la implantación del comunismo goulash. Aun considerándose persona tendente a la seriedad y el drama, Fábri no descarta la inclusión de otros humores en su obra, y ciertamente observamos una tendencia, llegada la mitad de los años 60, a un deje satírico que alcanza en ocasiones un refinamiento de noble crueldad asociada al deshonroso decoro de noblezas, raleas, o incluso sin excluir las demás, el fascismo de salón. Construido su particular paisaje mitológico enraizado en un clima autóctono que conoce de sobra por biografía y experiencias, instala sus primeros filmes en diferentes periodos históricos donde algo está a punto de mutar o ha cambiado el pelaje ─1 de agosto de 1919 anunciando el final de la República Soviética Húngara al mismísimo inicio de Édes Anna (1958), situación enfermiza de contrarrevolución que comienza a excitar la sangre de los acaudalados cabrones que volverán loca a la criada protagonista homónima en los minutos sucesivos; la aviación rusa sobrevolando un campo de trabajos forzados en Ucrania, por ejemplo, al final de Két félidő a pokolban (1961), obligando a parar un partido de fútbol organizado por los germanos, escondiendo la esvástica y agachando cada cuerpo en estupor ante el ruido de los motores en el aire. Un intento de conseguir vislumbrar los vaporosos mecanismos que subyacen en el interior de una persona en esos instantes donde algo cambia, pero cambia madurando, golpes de estado que poco a poco dan la vuelta a las manecillas de la moral individual y confunden sentimientos, afectos y ética. El cine de su compatriota István Szabó también es uno de conciencia, pero en Szabó, al contrario, la conciencia se despierta usualmente de forma explosiva y catastrófica, perplejizante, suele devenir como la conciencia vertiginosa sobre nuestro relevo colaboracionista en la opresión. Los filmes de Fábri en cambio son más encubiertos, ninguno escapa a esta tenue, ligera, subrepticia, pérdida de valores calamitosa enfrentada al devenir histórico inaprehensible de un tiempo que acaba ejecutando sin demorarse derrotas lentas, implacables, silenciosas. Del otro platillo de la balanza, acompañaremos con la mirada una ligera felicidad de pintor impresionista, la otra gran pasión de Fábri, que terminaría declinando una vez asentado firmemente su rumbo alrededor del cinematógrafo, una felicidad que permea no pocas secuencias de sus primeros trece años de filmografía. La acotación espacial precisa, otorgando a la mirada un prendimiento fuerte de gentes y ambientes, deuda reconocida de Marcel Carné, al que Fábri contrarresta con fervor subversivo, incluso alegría e ilusión por el desarrollo del régimen que le era coyuntural, aun comentándolo bajo varias capas de subtexto problematizante excusado por las condiciones pretéritas de un periodo semiolvidado, al menos inofensivo.
Desde 1965, e incrementándose su predilección hacia 1971, Fábri empieza a tocar cada uno de los palos de eso tan difuso que denominamos modernidad, estableciendo una doble distancia con respecto a los temas y tersura del mundo, las velocidades, detenciones, que la máquina-cine puede imprimir sobre la realidad, acompañadas de adquisiciones que llevará adjuntadas ya hasta el final de su obra, emparentando filmes como 141 perc a befejezetlen mondatból (1975) o Requiem (1982) con la vanguardia más puntera, no solo cinematográfica sino también literaria, permitiéndose aparte una melancolía satírica de cronista ganada a pulso tras insistir e insistir sobre periodos de entreguerras o contiendas finalizadas agridulcemente. Adaptando a Tibor Déry en el susodicho filme de 1975, el vínculo se hace claro, notorio. De ahí, retrazar la cronología nos llevaría a meter demasiados nombres dentro del saco, y uno podrá sentir concomitancias, afiliaciones, con apellidos tan dispares como Joyce, Cela, o el grupo OuLiPo, sin perder nunca de vista un cierto costumbrismo mitológico de crianza propia, volviendo a autores de notoria importancia nacional, como Ferenc Sánta o el que nos ocupa para el filme presente, József Balázs.
Tras un punto de no retorno adaptando La frase inacabada de Tibor Déry hacía cinco años, habiendo probado y llevado más lejos las posibilidades del cine moderno y la capacidad dialéctica de este para representar la inacabable lucha de clases y adormecimiento de ricos, vesania singular y violenta de proletarios, Fábri retorna casi sin saltos en la cronología a un paisaje que ya se alejaba bastante de influencias francesas poético-realistas en Dúvad (1961) ─un importante filme bisagra de distancias límpidas y patetismo húngaro, en este caso manifestado bajo las figuras de una cooperativa relativamente amable en contraste con el irredimible enseñoreamiento de Ulveczki Sándor, otrora granjero independiente─. Allí Fábri aunque no renunciaba a la fragmentación, estilizaba su visión en una secuencia más continuada de acontecimientos, menoscabando algo la enorme especificidad de sus primeros filmes, la cual les daba un humor particularismo, en aras de una visión más contundente de las tierras labradas y gentes pateándolas sin demasiada escapatoria. El cineasta había pasado de los cuentos a la crónica, del retrato peculiar de una circunstancia melodramática o pseudocómica completa al consabido episodio nacional. Es esta particular inclinación la que retoma y anexa todos los descubrimientos expandidos en sus filmes anteriores durante el metraje de Fábián Bálint találkozása Istennel.
Vuelta a casa, el soldado Bálint Fábián ha matado en la guerra, a sangre fría, a un italiano que murió mirándole fijamente a los ojos mientras se descomponía en las aguas del pantano, lo último que pasó por sus pupilas, ni su familia, ni su mujer, ni una flor demacrada, sino el rostro del embrutecido soldado Bálint Fábián, su asesino. Qué ridículo de refriega, preparación solemne, en el presente se nos escamotea con el terror de un enlentecimiento precedente a la carga del contingente enemigo, luego volveremos a ella a modo de diafonía, el recurso predilecto, bien mimado por Fábri, llevado a sus máximas consecuencias de disrupción narrativa en 141 perc, aquí delimitado sobriamente llegando a violentar casi con pobreza estilística, inútil condecorar con boato una acometida tan idiota, dos pobres hombres jugando a la muerte, victoria de absolutamente nadie. En este pueblo al que el soldado Bálint Fábián retorna se huelen las tumbas en el ambiente, balas en el esófago, cementerio de magiares, les robaron a todos los corazones, sobreimpresionando el camposanto unos versos de Attila József, de la misma manera que hacían acto de presencia en Magyarok o mientras un travelling acompañaba a los prisioneros dormidos bajo la supervisión nazi en Két félidő a pokolban. Pueblo fantasma donde Fábri reencuentra el amor por la estabilidad del aparato y las posibilidades de la panorámica o el zoom no necesariamente apresurado, pero sí demarcando la fuerza de un objeto o enfilando para el visionador poco a poco una conversación que va centrándose en plano medio. La crónica necesita en este particular episodio una sosegada calma, la sensación de que a la vuelta nos encontraremos con algunos seres humanos que poco a poco consumen la escasa vitalidad que les queda, caso de Anna, mujer del soldado Bálint Fábián, a quien sus dos hijos han tenido a buen favor no pedido por nadie asesinar al párroco con el que había mantenido relaciones tres años. Lo ahogaron en el río. Poco más que un cerdo insolente sin amor sincero, una afrenta al padre, cuando este vuelva la esposa no dejará de borrar las huellas sobre la tierra del rellano, huellas de sus propios pies, del soldado y cónyuge Bálint Fábián, huellas de cualquiera, borrar huellas compulsivamente, oír las campanas pensando que tocan por el amante. Pero no tañen bajo este pretexto, sino por la muerte de la madre del barón Ughy. Un breve periodo de tiempo alienta a los pueblerinos a llevar flores en la solapa, repartirlas incluso, algo se respira en el aire aparte de la putridez de los cuerpos bajo tierra, un cambio, otro de esos intervalos de ridícula duración donde otra idea de lo común comenzará a dominar los campos de cultivo, quizá de esta algunos aprovechen y saqueen harina, vino, vinaza, de la reserva privada del noble. El soldado Bálint Fábián ahora ha pasado a ser cochero del barón, y la revuelta de la brevísima República Soviética Húngara le aventaja por los ojos y el resto del cuerpo sin saber muy bien qué hacer con ella, con el debido respeto, no parará de proclamar en voz demasiado alta. ¿Ser sumiso? Parece un adecuado precio a pagar con el pretexto de que no se apilen más cadáveres. Sabemos lo último que vieron los ojos del soldado italiano asesinado: el rostro de Bálint Fábián. ¿Pero qué vió exactamente Bálint Fábián en el expirante rostro del soldado italiano? Una visión torturante que en última instancia le proporcionará algunas preguntas que según afirma solo puede responderle Dios. Fábri construye así un carácter fluctuante, apesadumbrado, y retoma desde la modernidad una estética consumida a mano de peores cineastas por la sobrecarga de ambientación de época, el peso muerto del diseño de producción, o la tacañería desagradecida que deja todo el trabajo a la imaginación del espectador. Los remanentes estéticos de un difunto imperio austrohúngaro y la mezcolanza de ideologías en conflicto permanente dan lugar al diseño exacto del ethos y el pathos húngaro en el que no podemos evitar ser seducidos por la variedad de banderas, eslóganes, de un pueblo excitado, paralizado o borracho por infringir alevosamente la propiedad de los toneles del terrateniente recientemente fermentados. Vuelta al barón y a su hermana menor, cuya condescendencia de compadecida una vez que irrumpa el Terror Blanco para cobrarse la venganza sobre el pueblo recuerda a los dejes de idiosincrática exageración y noble afectación burguesa de 141 perc. Terminada la época del realismo más lato, Fábri proporciona un triple fondo a los elementos del mundo, insertando una capa opaca de hermetismo no cambiarás este trozo de historia en cada habitáculo y tierra yerma o fértil, la crónica requiere un paisaje ligeramente imperturbable a revisionismos históricos. El estatuto de los cuerpos y objetos nos recordará al mejor cine de Manoel de Oliveira. Ya sabemos, el espacio reclama su independencia, impone su propia narración, y una ligera estilización puntuada, en verdad pura sensualidad sentimental, como luego comprobaríamos en Requiem, Fábri remata embrujando desde el presente unas tierras que no habíamos tenido ocasión de vislumbrar, rodeados de tantos eslóganes y tapaderas-subterfugio del poder renovando representantes. Estallan en llamas estos contrastes que han venido a definir la primera mitad de siglo en Hungría, y bajo una síntesis de elementos encomiable, llegamos a un refinamiento de un purismo nada dogmático, sintiendo más fuerte incluso la distancia insalvable del teatro que en los filmes históricos de Bresson que tanto amamos, donde llegamos a escuchar al autor más que la Historia, el peso cargante del estilo sobre la pura y simple crónica ─Lancelot du Lac (1974)─.
No conviene infravalorar el peso de las cosas retornando. Magyarok (historia del hijo) y Fábián Bálint találkozása Istennel (historia del padre) son dos historias de retornos, ambos filmes, letanías circulares. El aparato completando el recorrido de una siniestra panorámica. Retorno al memento, a la fotografía funeral, el tren vuelve a cargarse con otra generación hacia la guerra. Del formato 1.85 : 1 se regresa al 1.37 : 1 tras trece años, con la excepción de Plusz-mínusz egy nap (1973) y Az ötödik pecsét (1976). Los húngaros como pueblo semivivo, son retornados a su condición de perdedores. Desde su formación como país, la historia se repite. Un campesino magiar, cuando escuchó que Hungría había entrado en la guerra del lado del Reich, aseguró saber inmediatamente que los alemanes iban a sucumbir ante los Aliados. Quien ose acompañar a Hungría en su historia, también él perderá. Finalmente, un actor retornando sobre su rol, rebajando su importancia en ligazón a ese idealizado modelo, el rostro y cuerpo de Gábor Koncz, prolijo bigote siendo empapado de vinaza, la relación ambigua pero en última instancia de entendimiento amargo que mantiene con aquellos que lo gobiernan y sustentan subyugado… Un cuerpo que retorna al pasado tras Magyarok y adquiere de repente un carácter de comediante, en el sentido más clásico del término, de arquetipo reformándose y matizándose ante los ojos de un espectador familiarizado, sensación tetralogía Tolstói (2000-2012) de Bernard Rose, en la que era posible dar la vuelta una y otra vez sobre Danny Huston encarnando una ligera variación de su particular y soberbio arlequín. Complejo hilo de memoria apilada en la mente del auditorio, al que azota sin rémora la tragedia de las muecas en ritornelo, aplazamientos y salidas de tono que como la situación de Hungría al término de la I Guerra Mundial nos resultan ya algo más que cercanas.
Manny Farber (1979) Birthplace: Douglas Ariz [Óleo sobre tabla]
(16/03/23) Fui a la proyección Werner Nekes / Paul Sharits. Por un cine vibrante en el Xcèntric…
…y llegué tarde, salía de trabajar, y cuando entré al Auditorio subterráneo del CCCB, Francisco Algarín, programador y curador del ciclo, estaba ya finalizando la habitual explicación leída de amable cálida carrerilla con datos interesantísimos, sobre cómo la exactitud técnica de una proyección puede conseguir volcar en la pantalla multitud de efectos abstractos, Algarín va recitando las instrucciones precisas que Sharits demanda para su proyección, si acaso los lúmenes de la bombilla fuesen demasiado fuertes, puede aplicarse a la lente del proyector un filtro de 0.X densidad neutra, lo más importante es que el haz de luz no quede trapezoidal, no me acabo de enterar de nada, porque estoy buscando sitio, la sala rebosa, está casi llena, llevo tiempo sin ver la Filmoteca de Catalunya así de repleta ratio asientos/gente, y que recuerde nunca vi algo semejante en un cine comercial, incluso, recolecto de pasada, hay un tipo con pelo largo y pinta arty mal pillada repicando un boli bic sobre la libreta abierta, como pretendiendo que tomará apuntes, es un joven estudioso, hay bastantes de ellos, coleguitas retraídos, susurrantes, desocupados de la vida en general, cinéfilos empedernidos como el que escribe y grupos que conversan pareciendo escucharse, resumiendo, varios estratos de los colectivos más marginados culturalmente del sistema, menos el típico gilipollas que va allí solo para ligar sin nunca conseguirlo, todo el mundo refleja buena peña; uno me aparta su chaqueta mosqueado, murmuro que perdón y yo me siento.
Comienza la proyección de Spacecut (1971) de Werner Nekes, 16 mm, 41 minutos, yo solo he leído suelto que podía ser entendido como «un wéstern para los ojos», para mí, mejor no leer nada antes de la película, todo lo posible después, empieza el filme, dos intertítulos ocres en inglés, me muestran el desierto, casas de adobe, tuaregs, no sé ni dónde coño están, si me están mostrando Estados Unidos, Australia o el maldito Oriente Medio, si esto viene de una lucha colonial no creo, esto es rollo Michael Snow no vi nada derivas estructurales en las que me gustaría introducirme. Viendo cosas de este estilo sin contexto refresca uno aquello que decía Noël Burch sobre que lo comunicativo en la imagen cinematográfica y su ensamblaje era siempre de naturaleza indicial, puras pistas. Un plano nos muestra a una chica arreglándose, suena el telefonillo, y al siguiente corte la misma chica está ya saliendo por el portal y saludando a su amiga, entonces, es lícito que el espectador se pregunte: “¿cuánto tiempo pasó hasta que salió, o en las escaleras? Ah, debió haber sido un par de minutos, aún es de día y la amiga parece alegrarse de verla, no impaciente…”. El primer plano de cierto filme de Ermanno Olmi consiste en un mar y al fondo una pequeña embarcación a vela, casi indistinguible, navegando solitaria a contraluz; hasta que no se nos proporcione más información nos será imposible adivinar si este filme está ambientado en el anteayer o en el dos mil antes de Cristo. Habiéndome mostrado Nekes solo a estos bereberes, azeríes o amigos suyos disfrazados de los cuales, puedo preguntarme rebotando en un solipsismo por horas en qué año de la humanidad estarán. Esto mismo lo sentía mucho más concentrado, sintético y en menos tiempo, recuerdo, en un wéstern serie B de Edgar G. Ulmer: es simplemente una escena donde una criolla se lava el pelo arrojándose agua desde una tinaja. Una muchacha lavándose el pelo en cualquier momento del mundo, como diría mi amigo A. Creo recordar que alguien me explicó que William James describía lo que él entendía por “índice”, por un “conocimiento indicial”, como una presión de algo desconocido tras la puerta mientras nosotros sujetamos el pomo. El paso de los minutos arrastra la arena del desierto en Spacecut, la cámara en mano, una distancia implicadora como la que practicaban la dupla Straub-Huillet de forma inquebrantable en Trop tôt, trop tard (1981), consiguen calar mi percepción, ciertos cortes inestables, centran o arrinconan a los caminantes de espaldas, sus turbantes sufren al viento, la arena les golpea, las secuencias se alargan, nos preguntamos: ¿qué vendrá?; unos intertítulos ocres inéditos, y enseguida los espectadores contemplaremos en la negrura de la sala cómo los horizontes arbolados que registra Nekes nos destellan por recorrerse cada vez más rápido, entra en juego el suelo, su empedrado, que ensucia la imagen, la raya, consigue realmente hacer la pantalla vibrar (el aparato se sacude), se relevan suelo y cielo, arriba y abajo, izquierda y derecha y a los lados, es una declaración que anhela moverse sin resistencias más que centrarse en erigirse como una experiencia plástica (al menos para mí) [1], esto es el cine del todo o nada, me digo, trajinándonos a unas velocidades que cualquier otro tipo de cine ni siquiera se atrevería a soñar ─constato, solo en sesiones del Xcèntric he podido ver en vivo y en directo al cine recuperar una velocidad que se aproximara a la célebre prontitud del montaje soviético de los años 20─, sufrimos esa sucesión de horizontes destellantes, nos rendimos ante un cineasta que consigue dominar un rigor expresivo y de planificación ardua, dura y consistente, en sus geometrías, prestezas y efectos, no pretendiendo tanto el cortarnos las retinas merced las líneas de horizonte que desfilan, se prolongan, pugnan, se desencajan, brillan rotas y quebradas cual celuloide intervenido, raudas como cuchillas, sino que la alucinación se consigue con los parpadeos de colores, un plano viajando mientras lo corta otro estallando por un lado el cielo azul, en otra diagonal la tierra marrón, es un tangram de luces y materia, si bien los colores son parcos, su profundidad engañosa nos devuelve al territorio sumergiéndonos y desenterrándonos hacia cosmogonías ancestrales. Acaba siendo un asunto biológico, atañente a las ciencias de la física, el quid eternamente descifrable de cómo las leyes del universo hacen moverse u ondear la luz cuando en la lona de proyección rebota, quemando nuestros ojos, hemos de reconocerlo, venimos aquí sabiendo que nos quemaremos los ojos, o secretamente pretendiéndolo, a veces tengo que apartar la vista, pestañear fuerte, porque duele la sucesión de fogonazos y oscuridades que nos estresan y maltratan el iris, su capacidad para cerrarse y abrirse en el acto de intentar recibir la luz adecuada ante los inasumibles cambios que nos convierten en cinco grados más fotosensibles ¡vaya si estamos sintiendo estar viendo una película, si hasta nuestros ojos pican…! Se acumulan los efectos ópticos, pretendidos o no, como cuando Jean-Luc Godard nos confrontaba en tres dimensiones con un espejo, dos cámaras sustituyendo a nuestros ojos, en Adieu au langage (2014), escoramientos de las perspectivas que nos hacen dudar de tener nuestras retinas correctamente situadas, el cristal de la percepción se resquebraja, la ubicación es geocéntrica, cabezarriba, cabezabajo, Nekes nos esclaviza a montar en sus preconcebidas vueltas de campana. En el momento álgido de congestión perceptiva, que estoy seguro a cualquier ser humano puede llegarle pronto con este filme de Nekes, se arriba a sentir, paradójicamente, una serenidad abrumada por descubrir ciertos límites de la percepción como los que exploraba Stan Brakhage en Scenes from Under Childhood (1967-1970), monumental estudio sobre las casi infinitas gradaciones de discernimiento perceptivo y cognoscitivo que es capaz de acaparar un aparato técnico delicadamente manejado, solo una inerte cámara de cine, y la bendita luz, los ojos de los niños, junto a Mati Manas (1985) de Mani Kaul, de lo mejor que un servidor del extrarradio de Barcelona pudo haber visto siendo un ocasional visitante del Xcèntric. Entretanto, la gracia del experimento de Nekes se acaba, para mí, bastante pronto, supongo antes de que la duración del filme lleve recorrido un tercio: cuando se ha alcanzado el máximo de velocidad, solo quedaría rebajarla, pues tras haber alcanzado el espectador el summum de congestión perceptiva, o sea, después del máximo de alucine, este espectador no verá ya nada, es curioso, vuelvo a pensar en los soviéticos, en los ideales del joven Vértov, defendiendo un cine que quería creer poder verlotodo; es una afirmación bastante fuerte, decir, “en este punto no veo ya nada”, quizá lo que había que ver ya lo vi cuando mi percepción llegó a su punto álgido de enrarecimiento ─quizá haberse pegado una buena fiesta se cifre en el hecho de que la resaca es siempre el triple de larga que el disfrute─, quizá, los demás aún no han llegado al disfrute, y siguen disfrutando un poco el devenir del filme, a mí solo me queda aguantar, sujetándome los párpados con pinzas, consigo volver a sumergirme muy de vez en cuando pero el metraje es tan centrípeto que me expulsa rápido de su abrigo. Aquí las culpas se reparten. Si el cineasta solo hubiera detenido de golpe, unas cuatro o cinco veces, la celeridad, para luego retomarla, quizá podríamos habernos reconstituido y congraciado en mejores términos con los briosos alerones del filme… Una pareja se levanta haciendo ruido de forma bastante desconsiderada y se pira.
Tres tiras de celuloide de Spacecut (Werner Nekes, 1971)
INTERLUDIO PEDAGÓGICO
El filme termina. Se encienden las luces durante un brevísimo intermedio, el tiempo necesario para preparar la sincronización de los dos proyectores a pie de sala como demanda la correcta ejecución de la obra de Sharits. Un espectáculo mitad cine mitad leer un manual de instrucciones. Al menos el dorso del champú lo puedo leer mientras me limpio el pelo. Aprovecho la pequeña pausa para sacar de la mochila el papel que pillé en la entrada, solo me da tiempo a leer unas primeras líneas sobre la película que acabamos de ver, donde Nekes dice algo así como que Spacecut era demasiado nueva para su tiempo, que hasta algunos espectadores, por ser un filme “sin historia”, le tenían miedo, y que si muestras este tipo de películas a los niños, que no están tan distorsionados por la cultura, para ellos les es mucho más fácil. Para empezar, la niñez es la edad donde más distorsionados estamos por la cultura, y solo creciendo podemos intentar comprenderla, enmendarla, a no ser que nos distorsionemos aún más. De diferentes películas del Xcèntric, de boca de los propios creadores, se da la coincidencia he creído escuchar esta misma intuición como radiodifundida por distintos cineastas bajo similares fórmulas. Vamos a ver, mi experiencia en la enseñanza con niños se limita a las edades de 8 a 11 años, no puedo hablar con especial conocimiento de causa de más franjas de edad ─así como supongo que la misión del cine no será nunca exclusiva y seriamente la de hacernos volver al parvulario─, pero estoy seguro de que a la entera totalidad de los niños a los que les he dado clase les pongo Spacecut y a los tres minutos ya están quejándose, jaleándote, mandándote a tomar por culo, cosa que no sucede si los confrontas con la rabia tiroteada de los cuerpos del pueblo siendo masacrados por los cosacos en el El acorazado Potemkin. A ellos se lo digo en castellano, no les cito el título original reconvertido en alfabeto latino, son niños leñe, o mejor se lo digo en catalán, por lo de la inmersión lingüística, “avui veurem El cuirassat Potemkin”, no les voy a decir “hoy vamos a ver Князь Потёмкин-Таврический”, pero sí que les explico que el filme es de 1925, que hay países que surgen para luego desaparecer, intentando por el camino hacerles atractivos mediante ideas imaginativas, domésticas y sencillas los gloriosos principios de la revolución permanente y el bolchevismo. Cayendo por las escaleras de Odessa sí que sienten miedo, pavor, terror, de verdad los niños, viendo a otro niño como ellos caer abatido, siendo pisoteado por la masa desorganizada y despavorida, la madre hombretona con bigote siendo fusilada sin clemencia por la policía, por cualquier policía en cualquier parte del mundo, se les nota en las caras, lo sufren, el montaje de atracciones sigue funcionando diegéticamente a las mil maravillas, como cuando se acelera la película porque comienza un nuevo día en Moscú, la capital del mundo, en El hombre de la cámara, ojos como platos, “¡que lo atropella el tren!”, no, niños, no, Vértov no estaba bajo el tren para capturar el plano, si os fijáis, él mismo luego os lo muestra: operaba la cámara por ese agujero cavado junto a la vía, el muy rapaz. No es una captura de un manual de instrucciones, sino lecciones de técnica e ideología.
Estoy convencido sobre que si estos niños siguen en el futuro quiéralo Dios en la senda del cine, considerarán que la historia de El acorazado Potemkin, a diferencia de los mierdentos dibujos por ordenador que ven usualmente, que pasado mañana no recordarán, un día les miró la infancia. Sintieron en sus propias carnes la diferencia entre un registro inesquivable y los dibujitos sosainas realizados a mano o por ordenador que les ponen diariamente frente a la cara. Serge Daney, tras ver una y otra vez, una y otra vez, las pilas de judíos gaseados que un concernido profesor llamado Henri Agel les proyectaba mediante el celuloide quemado de Nuit et brouillard (Alain Resnais, 1956), no pudo luego volver a ver, este pequeño niño con seriedad, unos dibujos animados: «Ninguna imagen bella, y menos aún dibujada, compensaba la emoción ─el miedo y el temblor─ frente a las cosas registradas». De hecho, es realmente extraño que teniendo el Xcèntric semejante archivo de cine mirable por los niños, del que los niños serían los espectadores privilegiados, según se oye, las sesiones de “cine familiar del CCCB” sean al contrario sesiones de media hora de cortos la mitad de animación maximísimo 9 minutos, mejor programadles Spacecut y luego hacemos un especial con lo que nos expliquen esas “familias”. No es broma. A estas alturas del texto, creo se nota estamos hablando en tono totalmente en serio. Sin embargo ─y solo me vengo a referir a nivel discursivo─, detecto un grado más de impostura en este cuestionamiento de la narratividad y en el empecinamiento de licuar el mundo material acogiéndonos a las estúpidas prerrogativas teóricas derivadas de la desmaterialización y la fuga histórica: no es necesario haber leído el excelente ajuste de cuentas de Roberto Amaba sobre estas cuestiones, contenidas en su tesis doctoral Narración y materia (Shangrila, 2019), para atisbar lo estúpidos que parecemos dándonoslas de místicos o ingenuos mientras el Capital pone cámaras apuntando hacia nuestras propias calles, cuantificando con softwares de Inteligencia Artificial el recorrido, cuánto tiempo y hacia qué puntos del escaparate se pasea la historia de nuestra mirada. Hasta en la distribución espacial del escaparate de la tienda de ropa más plana existe una historia, sin cursivas, una narrativa, no fastidiemos, Godard nunca renegó de la pintura, al contrario, llegó a ensalzar el cine con ella, porque una fotografía, una pintura, a pesar de ser aglomeraciones fijas, también contienen una narrativa y un tiempo para ser miradas, hasta cuando estoy cara a la pared mirando una pared blanca estoy haciendo algo, estoy, al menos, mirando una pared blanca, esa es mi historia, decía un filósofo, creo. Hollis Frampton nos mostraba algo parecido simplemente con la luz de un proyector encendida, hablando en una conferencia de sus consignas, solo ayudándose de sus manos para provocar los negros haciendo teatro de sombras con un limpiador de pipa. No dejéis que nadie os diga que no hacéis nada porque solo a sus ojos lo parezca. Y no hace falta invocar las filosofías de Paul Virilio o Henri Bergson para reparar en el tiempo que necesitamos para recorrer un cuadro ─esto lo sabía bien Godard, recuérdense los paulatinos travellings sobre las obras de los grandes maestros reconstruidas en carne y hueso en su Passion (1982)─, sea un cuadro inmóvil, sea en movimiento, con los ojos, buscando, reconstruyendo o imaginando a través del tiempo que me lleva mirarlo, rebuscar detalles, una narración ineludible de la que apropiarme. La máquina de visión, el espíritu es una cosa que dura. La historia de quien mira el cuadro de Fragonard titulado Les hasards heureux de l’escarpolette (1767) será el tiempo que lleve al espectador encontrar al amante, descifrar la historia, al ángel de piedra pidiendo discreción ante ella. Les digo a los niños: “aquí hemos venido a aprender a mirar las imágenes”, me responden, “eso es muy fácil, una imagen se mira y ya”, “¿sí, así que para ti es tan fácil? Pues venga, niñito resabidillo, ahora en este caos, a ver si logras decirme rápido dónde está Wally”.
Y esa carrera por encontrarlo, ese juego que no conduce a ningún lado ─excepto quizá a agilizar los procesos de la mente y agudizar la mirada─, se convierten en la historia de la clase. Que no es lo mismo que decir que no hay historia. La primera producción de nuestra conciencia sería su propia velocidad en su distancia temporal, por lo que la velocidad se convierte entoncesen idea temporal, por lo que la velocidad se convierte entonces en idea causal, idea anterior a la idea; es decir, la duración de la percepción como laprimera historia. Eliminemos de nuestros discurso las palabras desmaterialización y desnarrativización de una vez por todas. La última palabra que deberíamos ceder es la palabra “historia”. Que nos la arranquen de nuestras manos frías muertas. Y esta invectiva no iba exactamente por el Xcèntric, cuyos estudios algunos volcados en la revista Lumière son denodadamente serios, obreros e informados, metafóricos y técnicos a la vez, así que al resto de críticos, les advierto, esto iba más bien por vosotros. Andad con mucho ojo.
Apagan las luces y comienza la segunda proyección, Declarative Mode (1976-1977), 16 mm, 40 minutos, del estadounidense Paul Sharits ─ahora mismo leo en Internet que Werner Nekes era alemán, nacido en Érfurt, considerado también un apreciado coleccionista de objetos ópticos históricos─, de esta película solo he visto alguna foto de lo que supongo son los storyboards, probablemente dibujados en las mismas islas polinesias en las que acabó estableciendo Paul Gauguin su descendencia: consisten en una especie de mapas preciosos pintados con colores de madera y rotuladores sobre hoja cuadriculada, Nekes respeta, Nekes vulnera, la imposición de la cuadrícula, desde lejos sus dibujos podrían parecer las montañas de un Cézanne cartesiano, primitivo y divisionista. Entre estos storyboards y los de Rose Lowder, no sé con cuáles quedarme, ambos hacen gala de una ecología loable, de un embebimiento, de niño grande, en un proyecto que los incumbe más allá del proceso primero idea, luego esbozo, por último la pieza final, el proceso creativo es un caleidoscopio, probablemente porque soy un analfabeto en la terminología cinéfila, contemplar con placer estos storyboards, los escaneos de fotogramas, es lo único que entiendo por disfrutar del “cine expandido”. La película de Sharits comienza y entiendo que consiste en un recuadro que enmarca perfectamente a otro rectángulo más pequeño, cada uno de un color, fogoneando, otra vez los fotorreceptores y lo que la inteligencia cromática de un ser humano puede asimilar se resienten pero también disfrutan, se disfruta el desafío, creo haber apreciado un color ultravioleta y luego otro por debajo del infrarrojo, los parpadeos contínuos provocan que no sepas exactamente cómo se combinan los colores, en cuántos matices estalla ese púrpura doloso que pasa en un suspiro al verde Fairy estallido, los espectadores somos incapaces de saber cómo se corresponde lo que vemos con el juego de tinto este y luego tinto el otro fotograma, quizá Sharits no lo supo tampoco hasta que vio su película, los patrones del ritmo son indiscernibles, y como en la anterior proyección llega un momento en que funciona en su más absoluta gravitacional inmanencia de minúsculo sistema solar, es un filme que consiste en contemplar a dos metros sobre el cielo de noche los estallidos de un espectáculo pirotécnico. Nunca había visto realmente nada así, pero me imaginaba que podía existir perfectamente. Como estoy en la penúltima fila puedo girarme hacia atrás e investigar de dónde proviene el engaño: creo poder distinguir que los proyectores, os recuerdo, a pie de sala, solo expelen los tres colores primarios, amarillo, azul, rojo, quizá vi mal y había más colores, da igual, no lo entiendo, no soy experto en cómo se descompone la luz, tuvo que nacer Isaac Newton para clarificarlo, hasta Goethe se equivocó, solo me gusta el cine, no soy Newton, pero ojalá ponerme a entender mejor, casi hasta las últimas consecuencias, cómo funciona la luz y sus espectros. Lo explican profesores de primaria, debería poder entenderlo. “Al menos esta proyección me está dando ganas de hacer algo, ponerme a estudiar esto de la luz”, me digo. Más o menos a la misma altura en que el filme de Nekes me expulsaba, lo lúdico en la obra de Sharits empieza ya a cansar, miro las cabezas de la gente, imposible saber si están como yo, mejor o peor, al menos ninguno mira el móvil. Se pira otra pareja, haciendo más ruido que la anterior. Mira, los que exhibimos de vez en cuando hemos de hacernos a la idea de que en cualquier representación hay más de dos personas que se piran nada más empezar, no dando ni una oportunidad, cinco minutos, a lo que se les ofrece, así que no ha de encogérsenos el corazón cada vez que alguien se levanta. Quizá le acaben de mandar un mensaje de que murió su abuelo, quizá sean unos turistas despistados que han entrado creyendo que allí iban a ver el Cirque du Soleil. Cuanto antes se levanten mejor, que se piren cuanto antes coño (¿han ido ahí sin saber a lo que iban? ¿pa qué pierden el tiempo, pa qué entran?). Pues de toda una sala llena es un orgullo que solo se piren cuatro, más si estás proyectando una picnolepsia fotovoltaica cuyo objetivo declarado es el de escocernos los ojos. Vuelven a picar, tengo que apartar la vista de vez en cuando. Desvío mi mirada esta vez hacia delante, hacia la sala, para descansarla, veo muchas cabezas, somos muchos, y parecemos imbéciles tanta gente viendo un rectángulo dentro de otro rectángulo restallar mientras prenden nuestras pestañas. Luego les digo a mis niños que con nueve años ya son demasiado grandes para ver la Peppa Pig, hasta la imitan, vergüenza ajena por sus padres, con nueve años, que vean cosas de personas, les digo, y nosotros estamos viendo estos colores que son casi nada y quieren significarlo todo. Ahora leo en Internet gracias a una traducción de Algarín que lo que Sharits pretendía con este filme era adaptar la Declaración de Independencia de uno de los más grandes padres fundadores de la nación, el deísta Thomas Jefferson. Me pregunto qué sería mejor, que los niños vieran Peppa Pig o 40 minutos al día de esto. Parecemos una secta extraña todos allí sentados, cegándonos con los rectángulos restallar. Daney decía aquello de larga vida a la secta, a la camarilla, en oposición al democratismo basurero de la televisión y las posturas anti-intelectuales. Pero también hablaba de que solo el cine le permitía devolver al César de lo social lo que le correspondía. Los Cahiers du cinéma eran una secta, y consiguieron cosas, tengo un amigo curtido en la lucha política callejera que cuando le pregunto cómo se podría convencer a la gente de algunas de las ideas que tengo para transmutar los valores me responde que eso solo podría llevarse a cabo mediante un movimiento religioso. Seguimos contemplando los rectángulos parpadeantes, el mensaje de un extraterrestre, estas debieran haber sido las luces con las que intentaban comunicarse la humanidad y los alienígenas en Close Encounters of the Third Kind. Aguantamos estoicos hasta el final de la proyección. Soy el único que no aplaudo porque estoy pensando. Faltó un cinefórum. Ah, espío por encima del hombro de la gente antes de irme, el de la libreta amarillenta al final no escribió nada… Quizá, como a mí, le dé por escribirlo luego.
El «cine expandido» de Declarative Mode (Paul Sharits, 1976-1977)
Me levanto y camino rápido, evito encontrarme con nadie conocido. En realidad tengo ganas de volver pronto a mi casa y pasar un buen rato con mi mujer. Pues sí que ha dado de sí la proyección, reflexiono sonriendo. Estoy subiendo la rampa y veo a Toni Junyent que va con un amigo, lo saludo, hemos hablado un poco, pero no en persona, es un primer contacto, hacemos camino y charlamos sobre lo que nos ha supuesto la proyección. Yo le comento algunas dudas, los filmes me han problematizado nutritivamente, y él me responde que hoy es que tenía un buen día, Spacecut y Declarative Mode le han dado espacio para pensar, se las ha disfrutado, “Toni es que es un genio”, pienso, “eres el ideal de cinéfilo omnívoro, si hubiera uno como tú en cada pueblo, ciertas tradiciones nunca morirían”, hace gestos, parece que tiene prisa, pasa Gloria Vilches feliz en bici con una bufanda “Adiós Toniii”… en ese momento, podría parecer una peli de Rohmer invernal si Toni y yo no nos viéramos a la legua tan jodidamente desclasados. Luego me dirá por WhatsApp que la prisa la tenía porque quería intentar llegar a ver Lazybones (1925) de Frank Borzage en la Filmo. Que no se atrevió a decírmelo en persona para que yo no pensara que estaba loco.
Nos despedimos, y camino a la Renfe, le mando un audio de once minutos a A. del cual el presente texto es solo una proclive extensión.
Dedicado a Francisco Javier Fernández, espero que a la siguiente puedas venirte al Xcèntric
Film socialisme (Jean-Luc Godard, 2010)
NOTAS:
[1] Una experiencia plástica, al menos para mí, debe contener, al menos, cinco colores subsumibles, esenciales a la obra ─el filme de Nekes solo tenía cuatro: azul acero, marrón ceniza, verde abeto y gradaciones lejía de blanco─, algún Mondrian perezoso, ciertas composiciones del Godard periodo maoísta, amenazan estar en el límite de lo que pueden ser consideradas plásticamente como composiciones sublimes. Hacia el final de Spacecut el celuloide se sobreexponía y solo emergían los ocres luchando el blanco, los efectos eran magníficos, pero en ningún caso plásticos. Cinco colores es lo mínimo aceptable para que el espectador reciba una experiencia plástica, exceptuando audacias, agotables en sí mismas, como las obras azul eléctrico de Yves Klein.