UNA TUMBA PARA EL OJO

«TODOS LOS ACTORES ESTÁN MUERTOS»

Ici et ailleurs, Jean-Luc Godard, Jean-Pierre Gorin, Anne-Marie Miéville, Groupe Dziga Vertov

Ici et ailleurs (Groupe Dziga Vertov, 1976)

El hecho de la imagen que se mueve es fácil de explicar materialmente: una viene después de la otra, pero ¿bajo qué operación? ¿La de la suma, la de la resta, la de la negación destinada a sintetizarse (Eisenstein),  la de la exposición a la duración de una exposición (sic) que debe «soportarse», similar a los frustrantes tanteos previos que preceden a la conmensuración de un islote mínimo de significación donde pueden encontrarse dos lenguajes ─dos formas de vida (raramente posible)─ (Rossellini), o se trata de una «comunicación del movimiento» como se da en la cadena de montaje, en el trabajo global, donde el gesto de la mano, del ojo, se pierde para ganarse en conexiones maquínicas (Vertov), movimiento tan llano y útil, a la vez que perverso, como el de una rosca ─Essai d’ouverture (Luc Moullet, 1988)─, acaso, bastaría la metáfora de la «superposición», simplemente?
          Si el movimiento es una cuestión de cantidad ergo la cantidad de movimiento es lo importante. Las operaciones que puede una imagen sobre un cuerpo/conciencia variarán conforme varíe la cantidad  de movimiento, y la razón es obvia: el espectador no es sujeto pasivo, al contrario, es quien recibe la cantidad de movimiento a la vez que lo pone en marcha (no tiene nada de idealista esto, es el Keaton maquinista). Porque mueve, el espectador se mueve (motor no-inmóvil). Una arqueología de la imagen será entonces un desenterrar el impulso de su trazada, y sobre las trazadas de su época (1988), escribía Daney: «ya no hacemos una arqueología de la imagen; vamos de una imagen a otra». Intercambio de caricias por encima de la mesa con el Godard de Ici et ailleurs (1976). Prendados de comunes influencias, a ambos les une asimilar una gran tara de las sociedades modernas a cierta falta de austeridad general, de higiene, de la que sí podían hacer gala en vida por ejemplo un Renoir o un Bazin (sus padres franceses); preocupados y siempre a la contra de las crueldades de lo sobre…: –codificado (los encuadres, las narraciones…), –determinado (las relaciones de producción, la estructura del lenguaje, los viajes…), –dirigido (la mirada, el Estado…), –expuesto (los rostros, los palestinos), etc. Si la cuestión es la cantidad, la distancia temporal y el aumento de lo sobre- que nos separa del Godard del ‘76 y del Daney del ‘88 permiten violentar su fórmula por añadidura, y escribir: ya no «vamos de una imagen a otra», vamos de ir hacia una imagen a venir de ir de otra. Godard, siguiendo a Wittgenstein: «aprender a ver, no a leer». Por eso el libro debe ser de imagen.
          Entonces, en primer lugar, descartar por su bajeza el atavismo de la suma: el movimiento en imagen ─si quiere ser verdadero movimiento (siempre según el Godard de Ici et ailleurs)─ no puede ser tautológico, perseguir la suma por la suma, porque sino lo que se suma son ceros, y sumando ceros es como funciona el capital. Redondos, magros y bien apretados ceros, que en Godard no podrían ser otra cosa que culos: la publicidad, que suma culos para vender ─para comprar, en última instancia, más culos que vendan, etc. (Pierrot le fou, 1965)─, el capital, que suma plusvalor sumando obreros enculados ─para comprar, en última instancia, más culos que encular, etc.─, pero aquí estamos avanzando demasiado rápido hasta Sauve qui peut (la vie)… en segundo lugar: a la resta, ni parar atención (no siento que deba justificar que a Godard esta operación nunca le ha parecido una buena idea ─acaso solo a efectos de la producción material del filme, lo contrario a la reproducción social). En tercer lugar, tomar en cuenta: síntesis, exposición, conexión, superposición; sobre lo cual ya se venían preguntando sus padres soviéticos y el italiano. Formas y peligros, éxitos y fallas, polisemias. Porque la síntesis puede ser entre dos imágenes bellas o el carnicero ensamblaje de un mecanismo de poder. La exposición, obligada a ser una que no excuse la mentira, las farsas, por contra, lo sobreexpuesto ─como los palestinos, los rostros, etc.─ por moral ha de subexponerse (algo dicotómico, sí… pero, ¿quién mejor que Godard para filmar un semblante a contraluz?). La conexión, triunfante si respeta, desplegando, la distancia entre aquí y otro lugar ─«Una imagen no es fuerte porque sea brutal o fantástica, sino porque la asociación de ideas es lejana, lejana y justa» (Autoportrait de décembre, 1994)─, perdición si remite solo a sí misma (el espectáculo). Falta la «superposición»: tiene que ser humilde y veraz, dejar constancia de sus capas, de su trazada… una del tipo que aplasta, es el mal.
          La imagen que Godard propone de «la conexión» solo puede entenderse a efectos de enculada. La presencia misma, cuando se impone, no sabe calcularse para sí más que en términos de unidireccionalidad. No dejará de recordárnoslo: una presencia es igual a una polarización (el que da – el que recibe / el emisor – el espectador, etc.). En cada sala de estar de cada casa francesa un televisor, polarizador de presencias, imponiendo la suya, a base de encadenar la de los residentes (el mueble más cómodo de la casa frente a ella). Una última observación capital sobre la penetración de traseros: una enculada es lo menos dialéctico que existe, no hay lucha en el seno de esa consumación. De una forma u otra, el percutido debe «dejarse», sea por sumisión, sea porque el poder del percutidor se intuye tal que cualquier lucha se le aparece al futuro sometido como inútil, como hasta la muerte (violación). Godard supo pronto que el espectáculo no podía ser dialéctico ─como insistió hasta demasiado tarde Debord─, o que lo fue, pero por demasiado poco tiempo. La invocación a la dualidad no tardó, en la era de los medios de comunicación, en revelarse como demasiado ingenua para una dominación tan sutil: «demasiado simple y demasiado fácil simplemente dividir el mundo en dos ─repite como una letanía la voz de Godard─ decir que los ricos están equivocados y que los pobres tienen razón». Claro que el espectáculo trabaja «separando mediante la unión» (Debord), pero en un movimiento que corre paralelo y no de lo uno a lo otro, sino en cadena: «poco a poco somos reemplazados por cadenas ininterrumpidas de imágenes ─Miéville y Godard nos muestran cuatro pantallas trabajando a la vez (en la esq. sup. izq. una carta de ajuste, en la esq. sup. der. un noticiario sobre el conflicto palestino, en la esq. inf. izq. la retransmisión de un partido de fútbol, en la esq. inf. der. parpadean todos los agenciamientos que el espectáculo es capaz de recombinar en una misma interface─, esclavas unas de otras, cada una en su lugar, como cada uno de nosotros, en su lugar». Plano frontal de la familia francesa frente a la TV.
          La superposición de seis años entre el registro de Jusqu’à la victoire y la síntesis en montaje de Ici et ailleurs: «todos los actores están muertos». La parca real, trabajando más rápido que la que lo hace en el cine (Cocteau). ¿Cómo ordenar, conectar? «¿La secuencia lógica, no sería…?», dice Godard:

…primero mostrar «el pueblo» (la voluntad del pueblo),
luego «la lucha armada» (la guerra del pueblo),
luego «el trabajo político» (la educación del pueblo),
luego «la guerra popular prolongada» (los esfuerzos del pueblo)…

Ici et ailleurs 2

El Happy Few del inicio ─pueblo = voluntad del pueblo─ y el Happy End del final ─guerra popular = esfuerzos del pueblo─ (con el pueblo a ambos lados de la ecuación) hacen percatarse a la pareja estar entrando en la barrena del solipsismo. Imposible ordenar, cortar mediante intertítulos. La fragmentación y su condición maquinal siempre acechan al film: «salvo que supongamos que los espectadores no quieran ver, un travelling sobre rieles, hacia adelante, lateral o hacia atrás, cualesquiera que sean la gracia (Max Ophüls) o la delicadeza (Alain Resnais) que lo inspiren, o un movimiento de grúa, cualquiera que sea la aspiración concreta para escapar a la gravedad (Mizoguchi), siguen siendo movimientos visibles como tales y no pueden no ser advertidos, recibidos como decisión de hacer mover una máquina con respecto a un o unos cuerpos o decorado» (Comolli). De este lado cae la conclusión desesperanzada de Godard sobre la irrepresentabilidad de la revolución palestina en el soporte-cine como una sola unidad de espíritu ─por la funesta condición maquínica del cinematógrafo─, que siempre nos obligará a mostrar, jalonadamente:

…primero «la voluntad del pueblo»
luego «la lucha armada»
luego… etc.

Fotograma a fotograma, detención tras detención, una imagen que se muestra primero, una imagen que expulsará, que ha expulsado ya, a la anterior: «todo ello guardando, claro está, más o menos el recuerdo». Cada humildad de Godard se siente como una osadía, como una incursión en el terreno del western. La dignidad de la niña recitadora del poema “Resistiré” desmoronándose cuando Miéville haga notar a Godard que ─aún siendo una niña (y por lo tanto inocente)─ se trata de otra enculada más por el teatro de los grandes gestos, de aquella forma de declamar tan del gusto de los partidarios del Terror durante la revolución francesa. Se tratará ─y cada vez más (el aumento de lo sobre-…)─, de bregar contra lo entrevisto por Rohmer ya en 1948: «al espectador moderno […] se lo ha acostumbrado demasiado tiempo a interpretar el signo visual […] el espectáculo cinematográfico se le presenta más como un desciframiento que como una visión». Hacer acopio de limitaciones, destapar el truco ajeno, revelar el propio… muescas en la cámara por cada engaño abatido. Jusqu’à la victoire.

BIBLIOGRAFÍA

COMOLLI, Jean Louis. Cine contra espectáculo en “Cine contra espectáculo seguido de Técnica e ideología (1971-1972)”. Ed: Manantial; Buenos aires, 2010.

SANGUIJUELAS

Détruire dit-elle (Marguerite Duras, 1969)

La perspicuidad de la frontalidad teatrera nos acompaña en los primeros minutos, y el espacio es definido de acuerdo a sus fronteras, el bosque, la vista a seis millas del hotel; al final del camino, la puerta, arrasada sin duda por la destrucción postrera. Lejos de la cualidad estatuaria, estos organismos, apartados del tiempo pero sumergidos en la utopía de la década, comienzan a espejar sus frases, contemplarse en binomios, formar camarillas, operaciones subterráneas efectuadas con la mayor claridad espacial posible: el engaño no provendrá del objetivo ni de la lente, sino de los tropeles de ojos nunca vistos que han contemplado cómo dos cuerpos fornicaban sus deseos en supuesto secreto. Deportado el recogimiento, la ociosidad de las vacaciones se desfigura en pos del arrebato del viento que llegará para arrasar y fundir, de una vez por todas, al monte con la carne. Conspiración judía, atravesada por el envalentonamiento rígido del que disfruta hibridando extremidades con caprichos, y narrada mediante una conversación lo suficientemente esporádica entre la metteuse en scène y su cómplice femenil. Las corrientes de la revolución aplastada remontan el transcurso en la estasis de la duración, sirviéndose de ella como salvoconducto a la explosión. Alisa, Elisabeth Villeneuve/Alione: Elisa. La operación es la suma, y los minutos acumulan la lenta podredumbre sobre la clarividencia inicial, puesto que son inmoderados los reflejos, obtusas las barajas, tornadizas las formaciones, y resiste desierta la ocasional intrusión del primer plano, o de uno detalle, para reequilibrar el nuevo statu quo, plenamente alienante para Bernard, pues hace falta un extranjero para dar fe de que el conciliábulo se ha alejado demasiado de la sociedad, ha provocado un cisma en los torbellinos del antojo. El asesinato de la reconstrucción jerárquica ha tenido lugar a cambio de un trueque jamás puesto en escena, pues tan solo quedan las constataciones del mordisco.
          El viento sigue azotando la floresta, y el tiempo nos empuja al centro periférico, al amor despreciado, íntimamente unido a un aborto de cuya minucia no podríamos estar más desentendidos. Más allá de las dualidades (la gravedad de Max Thor/lo inarmónico de Stein y lo quebradizo de Elisabeth/la vesania de Alisa), nos resta la certeza de la fijación en la pulpa del mundo material, a punto de ser explotada por la cosa-cine durante los años del terror, y este delirio colectivo, amante del quiebre, contradictoriamente balanceado por la eternidad de un silencio, resulta de aquello echado a perder y que el dispositivo, como perenne retrasado, intentará poner en escena después de la debacle. Este es el relato de los resistentes, y su inexactitud geográfica es el punto de partida desde donde rememorar para destruir y, a partir de ahí, cuestionarnos el significado del verbo. El baile de analogías no habita en solitario el corazón de la ficción, lo acompaña la fractura, insistente, pesada, amada a la fuerza, incluso dejando que nos arrolle de lujuria el in crescendo perfecto a un drama roto, pues cada línea de fuerza destroza a su contigua, así como la naturaleza mata y resucita, la cámara se queda quieta para que lo íntegro se mueva mientras se derrumba, nuestros ojos sufren ante el devenir de un anecdotario confuso, y en la pesantez del asueto, con paso de serpiente, se introduce en la realidad del reflejo lo que no estalló al otro lado del cristal, un ciclón de aire y música que, con suerte, espantará, en nombre de Stein, el vano disimulo.

Détruire dit-elle, Marguerite Duras

REENCARNACIÓN

Typhoon Club [Taifû kurabu] (Shinji Sômai, 1985)

El adolescente goza, todavía, de sus últimas fuerzas para resistirse al aprendizaje sobre qué será aquello del calcular, mientras el mundo lo sumerge, esta vez peligrosamente en serio, hacia el descentramiento consistente en verse asaltado por preguntas que le trascienden. Fin de ciclo, patada torpe adelante y el club disolviéndose, sin solemnidad. Al profesor borracho le quedará el consuelo de repetir (con adultez impostada) ese soniquete de “la vida sigue”, pero la carne joven (la del profe incluida) no quiere entender, siente que se lo arrasa. Comprendiendo el hecho, un objetivo sanamente preocupado, como el de Shinji Sōmai, eludirá cuanto se pueda el identificarse con un estado psicológico en tan grado inconstante, alejándose en ocasiones, ya que de no interceder en la conmoción un general aquí nadie entendería nada. Tampoco existe un anclaje promedio, pues el Tifón Club está formado por bastantes ─alumnos, alumnas y curiosamente el profesor─, ni una linealidad esencial más allá de transcurrir de jueves a lunes ─escenas como el perverso juego del ahogamiento en la piscina o el secreto de los tonteos lésbicos se nos muestran después de haberlo contado uno a otro personaje, etc. Aún así, desde el puro exterior filmable, el repertorio de basculaciones queda inevitablemente acotado, rendido al interrogante de dónde oculta un cuerpo lozano el mecanismo que le permite alternar, en segundos y excluida cualquier mediación, entre languidecer de tedio y el baile exultante. A ratos la pregunta, infinita, del huevo y la gallina, a ratos la inútil gallardía de superar desafiando la estasis el ritmo de la propia especie. Desde la gamberrada inicial, sobre el club pende una muerte, comienzan a sospecharse las implicaciones del teorema de Pitágoras y su relación con la transitoriedad: se acabó lo de colarse de noche en el colegio.
          Al igual que en los días escolares en lontananza, son excesivos los nombres, cuerpos, personajes singulares, los desasosiegos y rencillas (facciones dentro del mismo club), guasas, disgustos, etc. como para atenderlos y, al finalizar, tratar de rememorarlos todos. Quedan las manías, algo más ligeras si uno porta solo ropa interior. También el aroma, como el de un tifón, del que dicen que antes de llegar y después de irse, huele. A partir del develamiento, el parpadeo de una luz puede equivaler a presentimiento, la intermitencia asimilarse al centro, y un fin de ciclo anubarrar la mente adolescente hasta devenir catástrofe meteorológica. ¿Y entre tanta chavalada, qué pinta la historia de los obligados esponsales, la historia del profe? Pues que él era hace poco ─quince años─ también como esos chavales, «hijo de campesinos» seguro, ahora enseñando a los hijos que vienen. Durante su indeseada fiesta de compromiso, alcoholizado, recibe una llamada de los alumnos que por favor los rescate del colegio; él no irá ─hay un tifón y está con su padre y la madre de su futura─ pero acabará rebajándose a discutir por teléfono con un adolescente muy serio (Mikami) quien lo hunde soltándole desde lejos que no le respeta y que de mayor nunca querría ser alguien como él. «Escucha, mocoso: te crees alguien especial, pero dentro de quince años serás igual que yo. ¡Quince años! ¡Hazte a la idea!». Parecía un hombre pacífico, diríase que hasta dudoso ─repetidamente el espectador ha presenciado cuanto le cuesta imponerse a suegra y alumnos─, ocurre, sin embargo, un inserto subjetivo en medio del plano-contraplano durante la conversación telefónica y el profesor se doblega a trasmutarse: asomándose al salón, donde su futura mujer y la madre cantan, en picado encuentra a su progenitor sentado en el suelo, acabando de comer, descubriéndose con laxitud de borracho la parte superior del kimono. Al primer golpe de vista, la serena figura de tatuado dorso aparece imponente, al segundo siguiente, al girarse devolviendo la mirada al hijo (mirando a cámara), apreciamos por contra una irrebatible expresión de satisfacción bovina. Hacia dos extremos, hacia dos ciclos, tres segundos tarda el plano en indefinirse, suficientes para descubrir al profesor que no estaría ni tan mal ni tan bien encontrarse portando en quince años las marcas del padre.

Tifón-Club-1

Tifón-Club-2

Tifón-Club-3

DESLIZ

Love Hotel [Rabu hoteru] (Shinji Sômai, 1985)

Tan solo un recuerdo basta para inundar cien planos. Hemos sido expulsados del reino de las sirenas e intentamos volver a él, rememorarlo mientras flotamos sobre una imagen que no logra hallar su centro, gozosa con únicamente deslizarse en tanteos que encuentran en su mera ejecución el impulso que mantiene viva la respiración ─nada de violencia ni sexo, solo espasmos y emoción─. Del centro difuso surge entonces la división clara entre diferentes estados de la luz, acompañante de las almas mutantes moviéndose de Yokohama a Shinjuku, taxi mediante, siempre tentadas por el encuentro, acechadas por conspiraciones con nombres fluctuantes (Vía Láctea, Ohta), simplemente complots que convierten el vacío en drama, constantemente horadado por miedo, excitación, crisis nerviosas; la belleza del softcore y la canción melódica (pintalabios, trajes, BDSM, gafas de sol, estribillos) vuelve a nosotros en medio de la madrugada y la indefinición de las serenatas. Remedios para el solitario, también para el resfriado, calmantes que nos permitirán bucear por medio de luces parpadeantes, moscas y confeti. Diferentes espacios-estanque que buscan irremediablemente desbordarse, entremezclar los fluidos, bloques recogidos en un único plano con desiguales encuadres tendentes al arrebato y el desmayo. Vemos cada uno de estos fotogramas bajo la superficie, en medio de la flora, y no tenemos miedo a permanecer quietos durante minutos ni de llenarnos los ojos de espuma. Deseamos en secreto quedarnos un poco ciegos.
          Retornemos a un término: indefinición. ¿De qué trata todo esto? De esperar un poco más, de disfrutar de la confusión, como el taxista que vive con la duda permanente de quién será su siguiente pasajero. También de coser el vínculo que une la pornografía con el melodrama, del prostíbulo a la escuela. La única conspiración posible es la cotidiana, solo intuida en los intersticios de actividades rutinarias que, a través de un fallo en el movimiento, escurren sus redes hasta escapar de la pantalla. La maquinación de los melancólicos sin identidad, inimitable forma de escapar de los yakuzas y pornógrafos, del centro de la imagen. Al otro lado del teléfono no hay nadie que escuche, pero la imagen sigue, la música y el sonido se excitan: cuando no quedan ya espectadores se produce el destello, imposible de detectar la primera vez, por eso volvemos al club, reconquistamos el coito, retomamos nuestro nombre, quemamos la escena inicial. A lo largo de esta travesía, nos hemos disfrazado en pos de amenazar (esposas, cuchillos, capuchas) porque es necesario jugar al pasatiempo de las analogías, dar vida nueva a la sana costumbre del engaño y la adivinanza. El mayor de los enigmas no es otro que el destino del plano, así como su punto de partida. Son pocos elementos, no hacen falta más, unos cuantos espacios desconectados pero sólidos y una percepción deseosa de unirlos y de intuir intensamente todo lo que los separa. La distancia entre dos apartamentos se convierte entonces en el motivo para realizar una película. El trecho entre dos mujeres se nos aparece al final del camino de manera clarividente en sus dos dimensiones, física y sentimental. Es ahí cuando nos damos cuenta de que hizo falta empezarlo todo en la cumbre de la ficción para terminar, una vez llegados a la frontera, llorando por las incidencias de la realidad.

 Love Hotel (1985)

BALANCE VITAL I

BALANCE VITAL II

La fidélité (Andrzej Żuławski, 2000)

Clélia hace fotos, muchas fotos, y tiene treinta. La edad en que ─estaremos de acuerdo con Gasset─ allega a cuajar la primera línea de nieve sobre las cimas de nuestra alma. Toca abandonar el ábaco en cualquier esquina (el escrutinio no será científico) para entregarnos a una ponderación interior donde lo decisivo no pasa ya por el recuento del número de unidades, pasiones e ideas, sino por la proporción entre el debe y el haber. Búsqueda de sí enteramente consecuente, un beau mariage oportuno que no alcanzará a lograr Clélia ─fotógrafa de sentimiento pero también de profesión emigrando de Canadá a París─, tampoco el cineasta polaco Andrzej Żuławski ─al enredarse más veces de las debidas, en ocasiones con histerismo, entre las sábanas bajeras-tropos de coinspiración drama conyugal francés─; en cualquier caso, que se atreva a lanzar la primera piedra quien, como ellos, haya intentado hasta la completa extenuación equiparable embestida contra las detenciones del nuevo siglo. Aviso de enfrentar pertrechados con los endurecidos sesgos propios estos planos tornado: con mejor o peor tino, la pedrada se os bateará de vuelta.
          Las fotografías inconcretas, a la moda, artísticas de Clélia son de una transgresión rayana al desenfoque juvenil. Contra lo publicitario y las hienas, se conforma con dar a ver la vorágine del mundo, sexos decapitado el rostro, cataratas de clics; registra como vive, ni tan siquiera adecuando al motivo justo el justo tiempo de exposición. Del cóctel le seduce el agitar, del placer, la variedad. Defectos a la vista incluso para su pérfida editora ─«la verdad se fotografía tal cual», «Ud. no sabe nada», etc. Pronto, en el nuevo país conoce a Clève, quien sin cálculo se prenda de ella puro y le propone boda. Presenciar colindante a la declaración de amor la muerte del padre de Clève produce en Clélia el primer temblor, consigue que la hasta ahora descomedida invasiva resguarde el aparato digital tras su capa de encaje; incluso así, por malacostumbrado automatismo dactilar, en trance, abatirá algunos disparos velados del cadáver aún fresco. Analógica, respetuosa, para el entierro elegirá una Leica, llegará a recargar la palanca de avance, a encuadrar, pero ante la negra procesión y el duelo, no aprieta. Todavía inconscientemente, el dolor de Clève consigue devolver a Clélia hacia el contraplano propio, por una vez, encontrándose, exenta la necesidad de dos ojos que desde el otro lado del visor busquen desprevenirla indefensa.
          Desafiando su libre elección de matrimonio ─aunque al inicio del filme la madre le confiese que gustaría de verla emparejada, en orden al túnel de los planos, ninguno la determina─ aparece Nemo, un traficante fotógrafo sensacionalista, personaje ad hoc, despeño nihilista en forma de banal tentación contemporánea. Sobreviene el segundo temblor: fenecimiento de la madre acompañado de una frágil encomienda a Dios (cayendo de la ambulancia, Clélia arrodillada se persigna). Muy seguido, el tercero: cuando Nemo la captura encamándose con Clève, inmiscuyéndola en una guerra inexistente ─pero muy real a nivel mental─ entre los cuentos infantiles que su prometido escribe y la omnipresente sexualidad vegetal de un Mapplethorpe. Clélia a Clève: «¡Ayúdame! Quiero un hijo…»; recechándola desde su punto ciego, no cejando Nemo de hacerle la ronda, el perdido contribuye a obturar su desconcierto oponiendo a la dorada alianza un tipo muy espectral de cinismo, pues, para la conciencia turbada de Clélia, hasta el más trivial cascote proveniente de una experiencia ruinosa puede generar identificación, el espejismo de una hueca profundidad insondable ─por la funesta influencia de Nemo, Clélia atisbará a dudar desconcertada si la pornografía, la sangre o la directa apuesta alcantarillada por los combates callejeros de perros y brutos son la respuesta consecuente a la promiscuidad itinerante del World Press Photo. A partir de la muerte de la madre, una insoportable sensación de remar sin rumbo.
          Cuarto temblor, el decisivo: la voluntaria expiración de Clève por el amor defraudado. Dos trenes cruzándose irrefrenables, un aborto por desconsuelo y como nunca antes filmado un pañuelo ─el «security blanket»─ con mocos de llorera; Clélia se encuentra viuda. La asidua infidelidad de Clélia no requirió de un corte físico con Nemo para objetivarse, bastó el insidioso, patente, deseo espiritual de la cónyuge y el acicalado mundo de Clève se carcomió podrido eternamente. Żuławski paraleliza evidente esta historia con su L’important c’est d’aimer (1975): como Clève, también allí Servais Mont era una especie de indulgente venerable, y la confundida de amor, una treintañera Nadine Chevalier. En cambio, La fidélité guarda algo en su construcción íntima que no funciona, que no quiere funcionar ─los gánsteres no necesitan apalizar, chantajear ni ocultarse (manejan las portadas)─, irreflotable ─«un proletario lo es para siempre, igual que un intelectual»─  un balance vital que se hace imposible cavilar coherente (la edad de Nadine la conocíamos al principio del filme, la de Clélia, cuando ya no cabe marcha atrás). Al igual que el espectador, la mujer buscará la providencia hagiográfica, inútilmente… no obstante, siempre restará el retiro, un álbum de fuga que nadie comprará, consuelos minúsculos, monacales, como una flor rosa que se inserta durante cinco segundos para sanar una lágrima, liberando momentáneamente del ahogo, o una gota de rocío resbalando por un agave americano verde y amarillo que cayendo retratable se deja fotografiar. En cualquier caso, no nos haremos ilusiones, ningún atisbo indica solución de continuidad. Ante este panorama poco más nos queda. Asentiremos silenciosos al abandonar.

La fidelité

ISLAS DISPERSAS

Mujeres en el espejo [Kagami no onna-tachi] (Yoshishige Yoshida, 2002)

1. ANHELANDO EL TERCETO

Desatendiendo inconscientemente las continuas aperturas o acercamientos que se producen en cualquier película, un espectador sin embargo perceptivo ante el rectángulo de luz posado frente a sus ojos será puesto a prueba, arrojado dentro y medianamente dominado por un saltimbanqui travieso pero con una diligencia a prueba de balas, y es en este alboroto de la avenida, desasosiego del bulevar, donde uno experimenta fruición, pues esta va intrínsecamente ligada al hacer del que disfruta. En tanto acepta colocarse por un lapso de tiempo como náufrago, la reciprocidad entre titiritero y auditorio será movediza; pueden ofrecerse pistas, donde recortes del bullicioso mundo en pequeñas porciones alentarán sin duda una necesaria apacibilidad, la justa para estar sentado sin moverse. Pero el malabarista no puede ofrecer sus despliegues en lo que dura un parpadeo ─a la vez fragmenta, une, separa, recoloca─, y será en ese otro plazo de tiempo, pleno de dilaciones, de transformaciones minúsculas, donde el anhelo del concurrente a la ceremonia comenzará a ver colmados o burlados sus antojos. Yoshishige Yoshida, antaño estandarte de un cine japonés que se abría al mundo mediante la influencia de olas nuevas (a la larga, parte del mar), filma su último largometraje hasta el momento y abre el nuevo siglo, sin ejercer un gesto consciente ante tales eventos, el punto y final afirmativo que tanto conforta a los biógrafos. Lo que nos propone el director japonés es un viraje persistente hacia un conjunto y una unidad que, por dispendio innecesario, habían perdido su identidad: el viaje del individuo hacia la terna. Y de ahí remontar la genealogía, doblegar la amnesia.
          Desde los primeros pasos de Kagami no onna-tachi, Yoshida enhebra un principio atemporal, dominante del cine, que supura y ratifica la relación mantenida por cualesquiera ojos vírgenes con cualquier filme aún no experimentado, echado inédito a rodar; la secuencia: vemos un BMW negro deteniéndose junto a una vivienda ─los reflejos de la luna delantera impiden distinguir a quien conduce─, cierta figura que abandona la casa abriendo la puerta ─por su espalda adivinamos a una mujer de edad provecta─ mientras se cubre el rostro con un parasol. Los encuadres son duros, y aunque guarden un secreto en cómo se relevan, se perciben inquebrantables. En medio de esto, para espiar mejor a la mujer, la ventanilla del coche cerrándose mediante dos planos ─uno desde el exterior del vehículo, otro desde el interior─ certifica un raccord imbatible, perpetúa un movimiento desplegable, velador en adelante del mantenimiento de la ilusión espacial. El coche escolta a la figura, nuestros ojos a los dos. Seguimiento a pie, luego en bus, dicción lenta, con los créditos unos cuatro minutos. El principio plasmado, trabajado por Yoshida en dicho inicio: algo así como el enfrentamiento de bruces característico del cine ─cuando empieza una película─, amnésico, del espectador contra una realidad ya dada, perfecta en su rectangularidad, como existente desde el principio del mundo, por fuerza indicial, de la que sin embargo se participará intuyendo relaciones, a tientas, entreviendo, siempre en pos del misterio central. En este caso, se trata de la relación que eventualmente puede reunir a tres mujeres: Ai Kawase (la abuela), Natsuki (la nieta) y la presunta reaparecida después de veinticuatro años (hija de la primera y madre de la segunda), de memoria traicionera y frágil, quien porta hoy el nombre de Onoue Masako, siendo Kawase Miwa si finalmente resulta ser ella.
          El que observa se sumergirá, acompañando a las tres, hacia la confusión genética, hacia esta suerte de querer saber. Como la abuela, anhelará el punto donde toma forma el triángulo por veinticuatro años pospuesto, también confesarlo todo, encontrar de nuevo a la hija. Al igual que la presunta hija, recuperar la memoria sin que duela. Con la joven nieta, se inquietará descubriendo que vive afectado por regiones interiores que provienen de décadas, resuenan desde lejos, hechos acaecidos en la ciudad de Hiroshima post-desastre nuclear. Por el lado de los espejamientos masculinos con que se relacionan estas mujeres, son todavía algunos más:

Ai Kawase (la abuela) con su primer esposo fallecido, Izawa Takashi, intérprete del ejército, desconocido para las otras dos, muerto por la radiación cuatro años después del bombardeo atómico de Hiroshima ─padre de Miwa (nunca la tocó por miedo a irradiarla) y abuelo de Natsuki─; con su segundo marido, Kawase Shinji ─quien cuidó a Natsuki─, también fallecido; finalmente con el único hombre que le queda, Goda, un buen amigo que firmó la partida de nacimiento de Miwa, objeto que portaba Onoue Masako cuando los empleados del registro civil y la policía dedujeron que podría tratarse de la hija desaparecida.

Onoue Masako/Kawase Miwa (la supuesta hija reaparecida) con “su protector”, regente de un concesionario de coches Land Rover, quien se hizo cargo de Masako ─amnésica, pero capaz de adecentar unos mínimos de vida civil sobrellevable─ desde que estuvo allí trabajando hará unos cinco o seis años. La inicial vanidad de “su protector” soltándole impudoroso a Goda «y ahora, como suele decirse, somos amantes» se ve desmontada cuando hacia el final, dolido por el abandono de Masako/Miwa, acuse al propio Goda de colaborar con las otras dos mujeres en la confusión y posterior huida de esta.

Natsuki (la nieta) con Ned, su amante norteamericano, a quien abandona provisoriamente al volver a Japón ─solo los veremos intercambiar e-mails─ merced una llamada de su abuela comunicándole que probablemente hayan encontrado a su madre, luego, en el momento en que Natsuki encuentre en su país natal su filiación, su feminidad y el origen de su sangre, abandonará definitivamente a Ned; por otro lado está Fujimura Jun, con quien Natsuki vuelve a retomar el contacto nada más llegar a Japón, aparentemente, compañero sentimental o tentación de Natsuki en el pasado, y al igual que ella, de profesión científico trabajando con el ADN humano. El reencuentro con Fujimura Jun no llegará muy lejos, y abandonarlo también a él, al igual que hace con Ned (eludiendo el movimiento fácil de abandonar a uno en EUA y así caer en los brazos de otro en Japón), le servirá a Natsuki para soltar lastre desprendiéndose de cualquier dependencia emocional respecto de los hombres, instancia genética perteneciente a su personalidad, seguramente heredada, primero, de su abuela ─mujer desprotegida sobreviviendo en una Hiroshima arrasada, siempre necesitó a su esposo. Ai Kawase: «En aquella época… era imposible vivir sola. Sin una persona que te cogiera de la mano, la vida era demasiado dura para soportarla» (confesará que al morir su primer esposo intentó suicidarse arrojándose al mar con la pequeña Miwa)─, segundo, de su madre ─por culpa del trauma amnésico (su padre no la tocaba y solo le hablaba desde detrás del shōji por miedo a irradiarla) necesitada siempre de “un protector”. Masako/Miwa: «Sin recuerdos del pasado. Solo he sabido apoyarme en los hombres. No valgo gran cosa»─, y cuando acabe el filme, parece que solo de Natsuki, la más joven de entre ellas, podrá decirse que efectivamente se ha liberado de esta hereditaria tendencia.

Aparte, lindando las rememoraciones de las tres, hay también una periodista preparando un documental sobre el bombardeo atómico de Hiroshima ─luego sabremos que era esta, conduciendo el BMW negro, quien acechaba a la abuela─, y el Capitán George Peterson, piloto de un B29 capturado por el ejército japonés durante la SGM, prisionero a cargo del marido intérprete de Ai Kawase, quien salvó la vida de ella cuando de joven Peterson le advirtió en inglés sobre no salir del refugio por los efectos radioactivos de la bomba.

A pesar de lo farragoso de poner en palabras lo que la diégesis de las imágenes traslada al espectador de un modo mucho más paulatino, misterioso, paso a paso desvelándose hasta casi el final, etc. optamos por hacerlo intentando resaltar y emular en el orden del discurso la claridad y el esfuerzo que practica Yoshida en este filme por hacerse comprender, honrando constantemente la novela que la propia película pone en marcha. Narración y materia avanzan de la mano, a idéntica velocidad. El encabalgamiento de los planos ─a cada cambio seguros, pero inesperados─ encuentra un correlato escultórico en la asertividad de cómo dobla bruñida por aquí una nueva cara, o se forma acullá un hueco, en una caja metafísica de Jorge de Oteiza, y no obstante, la ficción consigue prosperar a la par con no menos entereza y una vertiginosidad atlética. A disposición del oído, un buen ramillete de frases repetidas, frutas maduras del trauma: desprendiéndose de la boca de las protagonistas, dichas oraciones continuamente espejadas facilitan al espectador hilar el recuento que conforma la telaraña de sentido, a la vez que estas varían el suyo, según quien las diga y cuando. A disposición del ojo, el máximo de materiales, con la precaución de que esta cifra no sobrepase en su puesta en cuadro el límite de la decibilidad compositiva: uno puede albergar vacilaciones sobre las hazañas pasadas de las tres mujeres, sustentadoras del filme, y mantener con el ayer una relación dubitativa, pero ante esta confusión inevitable se solapa la insobornable tersura del plano como suma de dos términos, figura y fondo, puestos en foco en demasiadas ocasiones como para proceder a enumerarlas, prueba de fuego que apuesta su total inteligibilidad en la negación obstinada a cualquier tipo de difuminado.

2. UN CENTRO DE GRAVEDAD PERMANENTE

En el cine, los compartimentos estancos que disfrutamos sin un posterior rechazo aciago son quizá los conformados por aquellas minucias y banalidades de la vida llana que atrapan, acompañan o sirven de mero telón de fondo a la supervivencia, capturada de forma bruta por la cámara, una de las pocas huellas tangibles de visión incorruptible ejercida por una mirada agrupadora de cientos de ojos. Son los shōjis filmados por Yoshida en los que decidimos fijarnos. A la vez cartografía de cómo deben leerse en este filme los planos, de cara al espectador verdaderos muros temporales, también pantallas, mientras que para Ai Kawase y Miwa representan el frágil dique arquitectónico que a veces contiene, a veces pone en movimiento, la memoria desdichada. En el pasado, como se ha apuntado, el marido irradiado de Ai Kawase se refugiaba a observar vicariamente detrás del shōji cómo jugaba la sombra de su hija Miwa, y sin atreverse a tocarla, temeroso de dañar la cadena genética de la pequeña, en ocasiones le dirigía unas palabras. En esas el espectador, compartiendo lado con el fantasma de Izawa Takashi y las dos mujeres, al acoplarse con el enlentecimiento premeditado de los fotogramas, sufre una serie de alteraciones donde su atención vira el rumbo. Ocurre que la percepción se cuestiona a sí misma la finalidad de su trabajo, comienza a especificar lo salvaje ─el objeto─ en sentimiento ─la cosa registrada─; y es mediante esos shōjis refulgentes, anexados correderamente a bloques agrupadores de escenas con un claro arco de desarrollo espacial, cómo el cineasta intenta socavar, mediante los primeros, la indiferencia del mundo, paralelizándolos con la mirada atónita de las damas mientras que, mediante el avance de los segundos, impugna en ellas el aislamiento propio de quien vive solo en un hogar, bloque a bloque hasta llegar juntas al memorial de Hiroshima (punto central en el metraje). Conformadas ya en terceto, cada una oponiendo contra la mirada perpleja que guardaron durante mucho tiempo la búsqueda, ilusoria o no, de un centro de gravedad permanente, como diría Franco Battiato, encontrándolo en compartir la memoria atómica: [a los muertos] «Descansad en paz, pues el error jamás se repetirá».
          En sus respectivos apartamentos, la presunta hija y Ai Kawase guardan un espejo  con una fractura en zonas opuestas, pero también la nieta se relaciona con un ordenador, para continuar trabajando o enviar cartas electrónicas a su compañero Fujimura Jun y a su amante, al otro lado del Pacífico en EUA, Ned. Son solo tres objetos ─dos espejos y un ordenador─ los aquí referidos, pero Yoshida insiste constantemente en capturar la reciprocidad que circula de uno a otro, de rostro humano a imperturbable ente doméstico o laboral. Una lección aprendida por el cineasta desde joven ─sin embargo a cada instante anhelada, nunca traicionada─ reside en esa negación a traspasar el cristal con la cámara. Maurice Pialat supo ver la falsedad de tales operaciones, la mentira fatal:

«Fellini le tiene miedo a la realidad porque no tiene fuerzas para confrontarla, lo que, artísticamente, es una especie de impotencia y vulgaridad. Fellini traicionó a su maestro, Rossellini. La dirección deshonesta de los filmes es aquella que pone en escena lo técnicamente irrealizable. En la escena del metro de Roma (1972), la cámara es colocada de tal forma que uno la cree incapaz de registrar lo que el espectador está viendo. En el cine, una persona tiene todo el derecho, salvo el de ser un impostor».

Las olas en las que se enmarcó a Yoshida a principios de su carrera apuntaban a racionarlo hacia un torrente cercano al cine de Alain Resnais, pero uno intuye viendo su último largometraje que sus propias ondas marinas lo acaban amarrando, precisamente, más cerca de Roberto Rossellini: la cámara no escudriña, acepta el mundo como suficiente en su entereza prosaica como para ser digno de inscripción, pero el montaje, gran amigo y último juez, termina por superponer, pensamiento de rodaje inscrito durante su transcurso mediante, la corrosión tosca del entorno, modelado o no por la mano humana, con el trabajo presente o el apoyo actual cargado sobre esos materiales. Unos rápidos ejemplos: de la labor, el paraguas, acompañante modulado constantemente por Ai Kawase, sin lluvia, en días soleados ─la esconde y sirve él mismo para esconder lo que la madre ve, como a su Miwa─, o la taza de té siendo marcada por un pintalabios, del soporte, las sillas del parque siendo habitadas un día 11, el de los secuestros de la “hija” (amables raptos a niñas pequeñas, devueltas a sus parientes tras dos horas de juego; el acto repetido de la amnésica, vinculado al trauma), por Masako, Goda y su nieta, Nana-chan. Inamovible, la piedra soporta el peso de los cuerpos.
          Durante la estancia en Hiroshima, los vaivenes se suceden entre Ai Kawase, Natsuki y Masako a medida que los posibles vínculos familiares se tensan y aflojan, en la cruda realidad de la luz del sol, creadora de reflejos, azotando el mar, llenando los rostros de pequeños estanques circulares de claridad potencialmente cegadora. En el ecuador, después de visitar el memorial de Hiroshima, las mujeres subirán a la habitación del hospital donde Ai Kawase acabará confesando a las demás que allí murió su primer marido, Izawa Takashi, padre de su hija Miwa y abuelo de su nieta, Natsuki. La enfermera requerida por Natsuki abre las cortinas de la habitación del hospital, revelando una isla en su completa longitud al descorrerse el extremo izquierdo, y el resto de accidentes geográficos con la apertura total de la tela. El paso se efectúa de la penumbra diurna del recinto a la abrasante luz de un posible mediodía, y de la frontalidad con la que es filmado este revelamiento de incandescencia, se traslada el encuadre a una posición lateral; los movimientos efectuados desde el establecimiento de este ángulo serán decisivos para el desarrollo sentimental de la pieza, leves torsiones musculares de materia viva impactada por la intensidad refulgente (minutos antes, la anciana presentaba un gesto de clara violencia facial al verse sorprendida por la luz entrante de Hiroshima a través de la ventana del avión). En el comienzo del susodicho marco adyacente, la enfermera termina de aluzar la estancia cuando Ai Kawase entra en el plano, un leve gesto de agradecimiento y despedida propicia la debida inclinación de cabeza, la sanitaria actúa en consecuencia y desaparece del rectángulo; a continuación, entrarán, en este orden, Masako ─a la izquierda de su madre desde nuestros ojos─ y Natsuki ─a la derecha de su abuela─. Ambas ocupan el primer término en relación a la viuda, enfrente de ellas pero empequeñecida para nosotros, y entre las dos se establece una ligera diferencia en la línea de demarcación: Natsuki ha llegado medio avante respecto a Masako. Rotura en la serie e introducción del punto de vista subjetivo de la terna, las islas dispersas, vistas desde la ventana en toda su desastrada gloria, situadas en el extremo norte de un horizonte rodeado en las tres cuartas partes que conforman su base e intermedio por el mar (con él, los destellos ya son preludio en la mente). Retorno a la lateralidad con un notorio cambio, la cámara ha variado su posición y captura al trío desde el otro extremo de la sala: ahora Natsuki ─nuestra izquierda─ se encuentra medio paso a la espalda de Masako ─nuestra derecha─, ya que en la interina espera donde también el ojo del asistente se dejaba llevar por el panorama, Miwa ha rebasado el desnivel, poniendo la distancia. Es así como, después de que la abuela abandone el plano, la supuesta hija decide dar otro paso adelante, acercándose a la ventana, en contacto ocular con la frágil retentiva de su pasado, relatada a Matsuki minutos antes de que Hiroshima inundase los fotogramas del filme, un vago recuerdo de un hospital con vistas al mar y pequeñas islas dispersas, y sola, de nuevo, con la posible hija, vínculo vislumbrado mediante la operación descrita.

1-Mujeres en el espejo

2-Mujeres en el espejo

33-Mujeres en el espejo

4-Mujeres en el espejo

Ya están ejercidos los exordios del llanto. Lo que hace caer postrada a la abuela a los pies de la cama, la imagen devuelta aneja a la actualización de un vago recuerdo que le hará contarlo todo, es la visión, a través de la ventana, de esas islas dispersas, aquellas que ojeaba mientras velaba, junto a su hija pequeña, la convalecencia mortal del marido. Reunidas alrededor del catre, escuchan la confesión familiar de Ai Kawase sobre el verdadero padre/abuelo de ambas, el mencionado Takashi. Perpleja, Masako se levanta y, posicionada junto a la ventana, procede a taparse los oídos y cerrar los ojos, abriéndose en el último momento para retornar avistando una posición más adyacente, por la diestra, de las islas. En el plano anterior del atisbo desesperado, los reflejos de la luz del sol impactando en el agua ─embalses lenticulares─ hacían mella en el rostro de la incierta primogénita, recibidos como la plasmación tangible del recuerdo prohibido. Idéntica ilusión era observada durante la espera solitaria de Ai Kawase ante el shōji abierto, momentos antes de la llegada de Goda y Masako a la casa familiar, reunión a la larga detonante del viaje conjunto de las tres damas.
          Minúsculo momento fácil de pasar por alto durante la estancia en la sala del hospital: antes de la confidencia de la abuela sobre su primer marido, esta consuma una mirada hacia el lecho deshabitado, y Yoshida opta por filmar el objeto de tal forma, mediante el cambio de posición de la cámara, que la sensación de desposesión se acrecienta incluso a causa de la desaparición de cualquier signo, escorzo o huella de que Ai Kawase haya impregnado con su cuerpo el plano anterior. En esta irreverencia para con el amigo raccord, hallamos la perseverancia del cineasta obrero, consciente del corte como un enrejado de libre uso, en el que la deformación más irrisoria ─si se elige producirla─ deberá ser violentada a conciencia, y así la celosía formará un verdadero sustento, más recio que la muñeca de trapo victimizada por alfileres. Descartados los motivos visuales del imaginario, encontramos decisiones contrapuestas que, en su oposición, terminan formando la estética del filme: este corte irreverente lo situamos al lado de uno maniobrado al comienzo del metraje, ya mencionado, el de la ventana del coche de la periodista cerrándose en dos planos. En el hospital, Yoshida opta por desposeer al espectador de esta ilusión irrompible de continuidad, pero lo hace de manera que incluso se pueda percibir este plano como perfectamente anejo al anterior. Otra vez, el inconsciente es el que deberá hacer el trabajo al no ver el cuerpo de la anciana. Fue el japonés el encargado de encender la cámara, desplazar al fuera de campo el desenfoque de un cuerpo, y darnos la posibilidad de ser embaucados por las candilejas. Historia de raíces, desde los orígenes del invento, retrotrayendo la trama hasta los hermanos Lumière, capturando en la vida de un plano el mundo migrado en quimera de horripilancia magnánima, la cabezada inolvidable de un peón saliendo de la fábrica. Por vez última, Pialat: «Onirismo barato: no sé nada al respecto. El simple hecho de presionar un botón en la cámara es onírico».

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Arribamos al abigarramiento del recuerdo filmado de Masako, puesto en forma por Yoshida con la ayuda del campo/contracampo más asertivo del filme, una escena abiertamente alucinatoria, formada por cinco planos: el mar violento, una niña en incrementada desesperación y, azotado por olas ocre, otro plano frontal de la madre sacudida por la arena y el viento, alterado el etalonaje del filme como si el cineasta haya querido evocar, sin vergüenza alguna, una historia de fantasmas japonesa. Reencuadre a la vista, restituimos a la pequeña, cortando levemente el cerco la tierra que sus pies pisan. El mar finaliza la pesadilla. Se reemprenderá la secuencia en la huida final de Masako, asolada reincididamente por el mal sueño, también con cinco planos, esta vez mudando del mar a la niña por partida doble, y capitulando con las olas. Leve aclaración: asertividad, decíamos, en rivalidad a los demás instantes donde un personaje mira algo claramente materializado, pero no necesariamente en la forma de un cuerpo presente en su límpida carnalidad entera. Lo que los personajes miran, dentro de Kagami no onna-tachi, mientras la ocultación se cierne sobre ellos: los farolillos en la noche de Hiroshima, una computadora dentro de la habitación de la desaparecida (Natsuki habita el cuarto de Miwa), las sombras en comunión de los shōjis, la luz cegadora del mar rodeando las islas dispersas, los espejos de los vehículos, el interior de un paraguas, las fracturas de los espejos… La asertividad del flashback se ve mínimamente mermada por instalarse en el aparentemente frágil territorio del recuerdo, a la larga en verdad, la materia más sólida que conforma los filmes.
          He aquí lo esencial de las miradas al reverso del plano, despojado este de un veredicto en presente sobre el estado de las cosas, formando un conjunto de evasivas unidas por la fina tela de araña que junta y separa a la abuela, nieta y supuesta hija/madre. El trío debe existir de forma individual, con su propia autosuficiencia y espacios de recogimiento, si queremos vislumbrar, una vez vistos juntos los elementos antaño desunidos, la alteración en una suerte de nueva personalidad comunitaria.

3. EL JUEGO DE LA OCA

Nos hemos venido refiriendo a los rasgos de las integrantes, ligadas irreversiblemente al grupo, sin embargo portadoras por sí mismas de un microcosmos de predisposiciones y pequeñas formas. Las usanzas cotidianas y cambios de posición se pueden captar en el simple examen de una serie de planos, atendiendo a dos escenas diferentes del filme. En ambas, el centro de la mirada de Natsuki pertenece al ordenador casero, en el que informa a Fujimura Jun del avance de la situación de su movedizo parentesco. La primera vez, la observamos sentada, de tal forma que su cuerpo queda constreñido en los límites del plano medio, pero dejándolo a la derecha del encuadre para que su campo de visión permanezca también disponible a nuestra vista ─la computadora y las estanterías de libros que la rodean─. En el siguiente plano, Goda será divisado por nosotros aunque no por Natsuki, a través de la ventana del dormitorio de ella, abandonando algo inseguro el hogar familiar de la abuela. La cortina se encuadra en el lado izquierdo. Acto seguido, retornamos al ordenador mientras aún se escucha el tecleo incesante. En la siguiente escena, Natsuki bajará a reunirse con su nana. La segunda vez, de nuevo la nieta persiste en el asiento, registrada bajo el mismo encuadre de la ocasión pretérita, pero en esta situación los pasos de los que caminan sí la harán levantarse, para así llegar a la ventana, vista por ella y nosotros, donde Masako y Goda arriban a la casa. La cortina se encuadra en el lado derecho. Último plano de la escena, y vuelta al ordenador, sin que ningún ruido de teclas perturbe el campo de visión. Pocos segundos después, Natsuki se unirá en el salón a su abuela y supuesta madre. Estos son los constantes ademanes ordinarios de la joven generación, solidificados a través de la lenta asunción de aquello que permanece en el transcurrir de los eventos y, por el contrario, lo que se altera durante unos pocos segundos, incluso décimas. Modificaciones remachadas por la mudanza de elementos del cuadro, capturados en su lado opuesto, del mismo modo que la fractura de los espejos de Masako y Ai Kawase; la metáfora sería una conclusión en demasía afirmativa para proporcionar esclarecimiento de tales procederes, preferimos optar por la firme creencia de que no basta con aprehender con la vista aquello que convierte a la vida en una serie de índices mutables si no introducimos nosotros mismos con el aparato de filmación otra serie de inventarios que choquen, rimen o canten entre sí, para sí, contra ellos mismos. La lucha por imprimir en el espectador las genuinas marchas y detenciones del día a día se juega, también, segundo tras segundo, en el rodaje, el cineasta confrontando cuatro paredes, un poco de luz y algo de viento.
          Ai Kawase, madre/abuela aferrada al paraguas en días de sol, se encuentra rodeada en horas tranquilas, como el resto de personajes, por el incesante ruido de variadas sirenas, procedimiento mediante el cual Yoshida, si bien lejos de necesitar bullicio perpetuo en el encuadre, nos hace conscientes de la realidad apremiante, vigente, que rodea sin clemencia los vaivenes de la ficción. Personaje entre dos lazos de filiación, Ai Kawase posee también algo de la hija y de la nieta: más estable que su supuesta Miwa, pero decididamente menos firme y sosegada (en apariencia) que Natsuki. Sus escenas de calma la muestran sosteniendo un gesto de impaciencia que por mero sostén en el tiempo termina por desazonar su espacio circundante y, por ende, al espectador. Una nota ininterrumpida salvo para derrumbarse en breves arrebatos de tristeza liberada, expulsada al aire sin obtener contundente respuesta de nadie. Haciendo superposición con las manías consuetudinarias en connivencia con el découpage, esa tela de araña enfrascadora de consanguinidades se manifiesta en el desfile quebrado de una serie de casillas separadas por el tiempo, en contacto mediante las emociones y aprehensibles retrospectivamente gracias a la capacidad regularizadora del cerebro.
          Acompañada por Goda, Ai Kawase se dirige a visitar el edificio donde vive la intrigante Masako, y con la esperanza de que quizá trátese de su hija Miwa, paraguas en ristre al salir del coche, buscan el nombre en los buzones, suben, llaman a la puerta 401 pero nadie responde. Empero, al volver a montar en el vehículo, ambos echarán una última mirada y justamente encontrarán a una mujer que podría ser ella entrando al soportal. Goda se acerca e intercambia unas palabras con la desconocida, Ai Kawase observa desde lejos ─protegida por el paraguas (lo sube y lo baja frente a sus ojos a discreción)─ y Masako, sin centelleo de resistencia, acepta a Goda que suban los tres a hablar. Con un descorrimiento de cortina la desconocida anfitriona ilumina la estancia interior, corte; a continuación, plano entero que nos ofrece el salón como lo hubiera registrado un diestro coetáneo de D.W. Griffith: suelo abajo, techo arriba, puertas correderas enmarcando la mesa en medio, una diáfana disposición lateral. Ai Kawase, apoyada por Goda, va dejando caer a la desconocida sus sospechas sobre que podría tratarse de su hija amnésica. Tras abrir las cortinas, Masako empieza de pie, pero con el avance de las revelaciones, su cuerpo conturbado gira dando la espalda a Goda y a su supuesta madre, para seguidamente, apoyando las yemas encima de la mesa, volver a girarse, luego se sienta, luego volverá a ponerse de pie, etc. dice no recordar ni un nombre. Los tiros de cámara recogen a Masako en todas las posiciones, obviando a veces a Goda, recogiéndola y separándola del cuadro en relación a su supuesta madre. Conforme avanza la escena, la supuesta hija se dirige a la habitación contigua que había quedado a nuestras espaldas cuando se nos mostró el primer plano de situación del salón, donde de una cajonera, a petición de Ai Kawase, Masako saca la partida de nacimiento que portaba cuando la interceptó la policía, para enseñársela a ella y a Goda (quien la firmó). Colgando sobre el mueble, medio se descubre tras ella un espejo con una fractura muy similar al que Ai Kawase tiene en la suya. Paulatinamente, con esta evidencia de la rotura nada definitiva, en traza de sospecha, algo parecido a una pista, pero suficiente, el plano irá descubriendo primero un poco de superficie, luego cada vez más de cerca, el espejo; hasta acabar juntándose las dos en él, supuesta madre y supuesta hija, mediando entre ellas la fisura. Los movimientos de la amnésica que guían esta puesta en forma gravitacional alrededor del espejo son clave, fuente del mismo, distinguiendo que en Yoshida existe esa moral disciplinada, de plantillas en el suelo para la colocación de los actores, característica de cineastas de moralidad prominente, como Fritz Lang.
          En el núcleo del tablero, Hiroshima. El director sabe que el tiempo apremia y que más le valdría no malgastarlo, dejando a la vista los planos de localización ajustados al cronómetro y captando, en unos pocos segundos ─índice de retención de un ojo versado─, las indispensables líneas de fuga o detalles arquitectónicos que den una ligera noción de la ciudad en el siglo XXI: un túnel deslizándose por la pantalla a causa de la fuerza motor del autobús, la vista de la ciudad conservada en unos cuantos fotogramas; la impresión del plano de situación debería agradecer sus posibles virtudes a las estratagemas del cartógrafo. Escoger el fragmento en vez del desplegable. El exterior del hotel, el memorial a las víctimas, la fachada del hospital, un avión aterrizando. Y en medio de los breves, suaves y expeditivos puntos de anclaje, la terna por primera vez en su más alto grado de conjunción, penetrando en el vestíbulo de dicho hotel, recogidas por la cámara, de forma totalmente natural, a través de un paneo cuyo destino, en el fondo del plano, es la recepción misma donde Masako, firmando la tarifa, opta por apuntar con el bolígrafo “Kawase Miwa”. Las mujeres, conformada la tríada, irán moviéndose de recuadro en recuadro, desplazándose del centro del encuadre a un lateral, siendo en ocasiones las espectadoras de una vista que las supera o releva como marcas en la geografía. Las diferentes transacciones que cada una, por separado o en pareja, efectuará a partir del comienzo de esta estancia no hacen más que incrementar la frontalidad de la definitiva confesión de Kawase. En la noche, donde el contraplano de lo que observa la terna se vislumbra con la claridad incierta de la tenebrosidad, las marcas son ambiguas: farolillos y plafones se reflejan sobre el agua.
          Paladeando el aspecto colectivo del juego, unos breves movimientos de cámara sacan a los personajes de su relativo aislamiento y los colocan dentro del bullicio general, o en espacios de reunión silenciosa  ─salidas o entradas a un centro comercial, parques, oficinas, bibliotecas, juegos de observación cautelosa (Natsuki vigilando a su abuela y Masako)─. Estas levitaciones descartan la adherencia dogmática a un estatismo que la película pide, en ocasiones, quebrantar, e introducen la agradecida relación de un entorno problematizado y hecho móvil por la fuerza del aparato: de las olas malditas del recuerdo de Miwa se pasa a uno de los travellings más extensos de todo el filme, en una biblioteca, siguiendo a Natsuki. Choque brusco y diligente acarreador de una energía bidireccional, la pesadilla atenúa su excesivo dramatismo y la sala de libros comienza a parecer al ojo como algo ligeramente inicuo. Pero antes de cualquier meneo del aparato, tenemos uno entrecortado, vergonzoso, curioso, y es aquel que ─después de la escena anteriormente descrita del espejo─ captura a Natsuki bajando por las escaleras de la casa familiar, abandonada ya su habitación (en el pasado, la de su madre), para recibir a Goda y a su abuela. Es la primera vez que hace acto de presencia el vínculo joven de la familia Kawase, materia entera, esplendorosa, vivaz, hecha tímida, recelosa, irresoluta y frágil por un simple gesto: la cámara oscilando hacia la izquierda, en un sinuoso travelling diagonal contrapicado a la derecha, mientras ella baja los peldaños. En esos instantes, el director deja transpirar el enigma del filme, los fantasmas venideros; el movimiento ha convertido ya a Natsuki en sombra vista bajo el obstáculo del shōji.

BIBLIOGRAFÍA

Considerações de Maurice Pialat sobre Lumière e Fellini

TRAYECTO INTERCONTINENTAL

Poética de los anónimos; por Jean-Claude Biette
Two Portraits (1982)
Universal Hotel (1986), Universal Citizen (1987)
El movimiento (2003)
Lowlands (2009)
Peter Thompson: Itinerario de ruta

Desde que Marie se ha ido, he perdido el ritmo alguna que otra vez, he tomado el hotel por estación, nervioso ante la conserjería he buscado mi billete o a la entrada del andén he preguntado al empleado el número de mi habitación, algo, llámesele casualidad, o lo que sea, me hizo recordar mi profesión y mi situación. Soy un payaso, de profesión designada oficialmente como “Cómico”, no afiliado a ninguna Iglesia, de veintisiete años de edad, y uno de mis números se titula: la partida y la llegada, una larga (casi demasiado) pantomima, en la cual el espectador acaba confundiendo la llegada con la partida; puesto que frecuentemente vuelvo a ensayar dicho número en el tren (consta de más de seiscientos mutis, cuya coreografía naturalmente debo tener presente), es evidente que de vez en cuando cedo a mi propia fantasía: entro precipitadamente en un hotel, busco con la vista el cuadro de salidas de trenes, lo descubro al fin, subo o bajo corriendo escaleras, para no perder mi tren, en tanto que no necesito más que subir a mi habitación y ensayar mi número.

Opiniones de un payaso, Heinrich Böll

LA FORTALEZA Y LA CATEDRAL ─ Universal Hotel (Peter Thompson, 1986)

La conchabanza entre el campo y el fuera de campo nos es revelada al final del trayecto, pues una serie de imágenes siempre requerirá de un hueco para que la dureza del objetivo no la convierta en concupiscente con el ojo, mero bien de cambio donde el iris únicamente ejercería el rol de moneda. El espectador también precisará de vacíos, pero aplicados a su sensación de alarma, impaciencia, exasperación: oquedades en las prisas que el tránsito se encarga de proporcionar. He ahí el comienzo de nuestra historia y la puerta de entrada a la memoria del siglo pasado, la Piazza del Campo de Siena, mostrada sin ningún intertítulo informativo previo, hecha fragmentaria por los cortes que se alejan por completo del jump cut caprichoso. Cada cambio de plano supone una sutil alteración en el estado lumínico del momento, una variación del encuadre, pero también un desafío para nuestra mirada, ahora detective en busca de las mudanzas en el campo y de la nueva posición de la mujer, caminando hacia el otro extremo de la llanura, rodeada de habitantes que crecen en número, inciertamente predispuestos o quizá súbitamente filmados. En cualquier caso, los fotogramas aparecen como destellos, y la renovación del plano ayuda a mantener su estatus de huella, entre el sueño y el recuerdo, moviéndose en quietud, parándose en la circulación. Un motivo al que volveremos al finalizar el díptico, ya reconvertido en conspiración en la que participan el cineasta, su pareja y el espectador.
          Una maquinación puesta en marcha por el propio engranaje del filme se antoja completamente indivisible, y nos es complicado vislumbrar separaciones claras que aíslen la memoria de la Historia, la alucinación de la narcosis. Con el fin de estallar esta corriente de fuerzas que se ha puesto en marcha, es necesario viajar, disponerse a franquear un territorio de una Europa indócil a ser re-filmada, habitando un tren fantasma, jugando a ser hermeneutas, para terminar descubriendo que de la exégesis solo nos quedan los nombres en la piedra, imborrables por el paso del tiempo (Stradzinsky). Ver de frente no basta, igualmente vital se antoja ver a través; deberemos comprender que no todas las imágenes necesitan la ilusión del movimiento y, por lo tanto, en ciertos momentos del relato el negro estará destinado a alternarse con el fotograma fijo. Una serie de elementos se relevan con la no-imagen, como la reordenación de fotografías en blanco y negro, su ampliación que capta con claridad un detalle, la búsqueda del sentido a través del ritmo y los sonidos (disparos de la cámara entreverados con el agua en revulsión). Los fotogramas fijos adquieren la cualidad incierta de la duermevela al combinarse con el ajetreo tendente a la abstracción del que filma en vigilia: la Historia atravesada por el deslumbramiento evita la tenencia a perogrulladas para, en cambio, corte a corte, irnos acercando más a las intuiciones románticas del que vislumbra cómo todos los estigmas son, en mayor o menor medida, materiales, incluso los que provienen de las fases de la somnolencia. El relato se encuentra a medio camino de una fortaleza y una catedral, en un hotel que convendremos en llamar Universal, a la vez catre guatemalteco, sala de pruebas nazi situada en Dachau o zona yerma de nuestro encéfalo ─humildad al reconocer y fundir lo indisoluble de estos habitáculos─. Siglo XX, centuria de carriles crispados.

Universal Hotel (Peter Thompson, 1986)

EXTRANJERÍA: HOTEL

Todo comienza en estasis, pretendidamente dispuestos a tensionar la alienación que nos convierte en nómadas, abocados a las moradas fugaces, secuaces del viaje y la ronda, licenciados sin patentes a la extranjería perpetua. Necesitamos esconder nuestra identidad, desfigurar nuestra filiación en pos de la ansiada metamorfosis con un nuevo clima, ansiosos por arder de incógnitas en conversaciones que se revelarán como primigenias: dar un nombre y una procedencia, el comienzo de la estancia, la fuente de la transformación. Experiencias de asignación metódica nos enfrascan en una particular cabina (el asiento del ferrocarril, la habitación de un hotel, la butaca de la sala de cine). Para viajar es conveniente dar el visto bueno al arresto, limitar el movimiento de las extremidades, hacer sufrir al párpado, mediante un tortuoso sonambulismo o a través de un sueño inquieto, y disponerse al encuentro. Perenne e indisoluble se presenta el vínculo entre el éxodo y la espera; sin los debidos prolegómenos nuestro viaje por el mapa no sería más que una cadena de constataciones ─hace falta suspirar por la futura demarcación, ilusionarse con el continente, lubricar nuestro deseo con el boceto de un ulterior coloquio─. Despedimos, con el cimiento en estos queridos preámbulos, la dureza de los bloques, y damos la bienvenida a la elipsis, el parpadeo y la intermitencia. La cinefilia ha terminado comprendiendo que vive exclusivamente en un presente discontinuo, deudor del paso de la noche al día y ajeno a la petulante autodeterminación; únicamente nos mostraremos ufanos mientras cavilamos sobre lo que podrá ser o lo que ya ha sido. Entonces, seguimos parpadeando, esperando el desvelo del siguiente fotograma, aunque sepamos con claridad que esa ceguera temporal será briosa en el recuerdo y basta. En la dilación que precede a la salida del sol y prorroga la aparición de la luna, atrapados en una prisión acordada previamente, hallamos sosiego encontrando la incógnita en la discontinuidad, el hogar en lo foráneo.
          Anhelada intromisión en el mundo de los otros intentando ser algo más y menos que nosotros mismos, desaparecer, ilusionar(nos) con las efímeras prestidigitaciones (antifaz, embozo), disfraces para falsear las repelentes transacciones que escoltan al viaje o, como último remedio, lo convierten en musical. Sabemos cuáles son los rituales, y las réplicas corren el peligro de caer en la charla, pero aun así nos alienta la idea de que una comisura de labios plegándose sobre sí misma cambie el tono de un acento, despliegue un espacio de opacidad en la significación, capaz de volver a confirmar que el viaje no admite suplentes como catapulta a la vida paralela, o lo inane de trasladarse si la celeridad no va acompañada del deseo indirecto de relatar una historia diferente, quizá empezarla desde la primera línea. El vagabundeo del cinéfilo encuentra su natural acomodo en el hotel, siempre a medio camino de dos puntos, en contacto con una serie de figuras que mutan en su aparente irreversibilidad, pues no hay punto y final al juego de la Commedia dell’Arte que pone en circulación los engranajes de los receptáculos en donde sueña a ser tercero: ruedas, motores, pasillos, gas, butacas plegables, camas, toallas, pastillas de jabón, camarotes… Elementos que conforman los dominios en donde nos embaucamos con el sueño de los justos: un objetivo que lo registre todo mientras nosotros lo filmamos a él.

1022 ─ Morvern Callar (Lynne Ramsay, 2002)

El shock de la defunción premeditada nos empuja a la permuta por defecto, muy distante del arrebato lúdico o de las frívolas ilusiones. Pedir perdón a un cadáver se convierte en el primer paso para abandonarse y recorrer la distancia que separa un pueblo escocés de la costa de Ibiza. Por el camino, también nosotros deberemos aceptar una penitencia y pagar el precio del naturalismo sucio europeo de principios del siglo XXI, ahora ya tan demodé cuando lo visionamos a través del celuloide, en ocasiones quemado. Sin embargo, entramos en el confesionario con un evidente gozo por exponer las pecaminosas remembranzas de unos años donde lo indie no se había convertido aún en apática o desapegada manera de ver el mundo, y vivir enajenado todavía conservaba algo de perplejidad ante miradas deseosas de avistar por primera vez qué le ocurre a un cuerpo cuando se acostumbra a vivir entre marasmos; interrupciones del flujo que truecan la náusea por el embelesamiento con el sonido, temblores de emoción que no encandilan, más bien confirman la dificultad cada vez mayor de mudar de piel. De nada servirán los ingresos imprevistos ni el ridículo tanteo con forasteros en el nuevo país: al final del día siempre nos quedará la retícula de azoteas proporcionada por la terraza, confirmando que, por momentos, la existencia debe fundirse con lo camaleónico, ser invisible, caminar sin rumbo, hacer del sendero una inacabable glorieta. Del frío al calor, de la noche al día, ciclos que se reconstituyen para producir cataratas en nuestras miradas, ofuscando el desconcierto que tanto ambicionamos. No deberíamos desalentarnos, el dispositivo puede ofrecer breves centelleos de esperanza espiritual, como así lo atestigua la última espera, en soledad, a punto de amanecer sobre una estación de tren, de Morvern Callar, heredera de un milenio ya finiquitado sin más testamento que recuerdos rotos.
          Es imperioso realizar en este momento una precisión: no conviene hablar de saltos cuando lo que coexisten son agujeros. E incluso dentro de las cavidades se puede llegar a construir, ya que no nos interesa en absoluto la destrucción por desidia del que fragmenta con la intención de aligerar el tiempo o convertir en visual el movimiento, y sí nos atraen sobremanera aquellos espacios entre plano y plano, dentro de una misma escena, donde un bloque de vida transmutada se pierde en la pantalla pero comienza a erigirse en nuestra mente, con fotogramas extraviados, cortados por la moviola, cuyo destino es el apilamiento en la trastienda de los ojos. En las interrupciones invisibles del plano encontramos otro procedimiento mediante el cual se detiene momentáneamente la falsa transparencia omnisciente de la frontalidad fotográfica y, por consiguiente, logramos habitar, como espectros extenuantes por el empeño de ver la borradura, los intersticios entre el comienzo de un gesto y su consumación. Por eso entramos en la habitación 1022 y confrontamos nuestro cuerpo con el de un extraño (de luto o no), deseosos no tanto de alcanzar algún clímax, sino de interrumpir la pesantez de una cotidianidad que ni las vacaciones en el sur logran quebrantar; éxtasis momentáneo, continuamente entrecortado, sobrecargado de desenfoques y nerviosismo que rompe todos los ejes. Ahora que los hijos de papá han desactivado la insubordinación, vemos este arrobamiento ibicenco con melancólico desencanto.

Morvern Callar

EXTRANJERÍA: ENCUENTRO

Mientras esperamos disfrutando de nuestra intratable impaciencia, vamos cruzando las disyuntivas que emigran del café matutino al paseo nocturno. Por un lado, nos inmiscuimos en la vida privada de los otros, saltando mientras esquivamos anécdotas y chascarrillos, pues no es la cronología de los hechos lo que nos interesa, sino el mapa que constituyen las voces yuxtaponiéndose, las dicciones y su mezcolanza. Por el otro, intentamos profundizar en las zonas salvajes de la ciudad, aquellas vegetaciones agrestes que crecen en medio de esquinas donde los críos todavía enredan pasatiempos y las voces de los pilones se entrecruzan en una cacofonía ininteligible. En ambos flancos, no hacemos otra cosa que filmar con los ojos y aprehender con los oídos la veta encubierta de un mundo encadenado en ceremonias sofocantes. La recompensa final se presentará en forma de conexiones inéditas que, por un breve instante de tiempo, suturen la herida causada por los resortes, creen vínculos que no se habrían hecho entrever si fuésemos incapaces de sostener nuestros cuerpos excitándonos ante el anonimato, y del posterior encuentro que celebraremos en silencio mientras nos desbordamos a hablar quedarán solo recuerdos expuestos a través de las luces y sombras que una cámara venidera intentará escudriñar. El goce del cinéfilo está irrevocablemente unido a la reminiscencia de un ciclo por el que solo fue posible deambular tras un largo sondeo y que nunca recapitularía de no ser por su obsesión de mantener un rastro, quizá una huella, de la dicha. Estos pequeños deleites ajustan una identidad nueva, y convierten el encuentro en el límite de la cinefilia, del incógnito a la ciudadanía en imperecedera reinvención.
          ¿En qué consiste ese encuentro? En la infinidad de signos no codificables que conforman el intercambio de dos cuerpos que se cuentan y van hilando su propia historia, mediante el habla, un ademán o el canto; los ecos de estas alteraciones serán captados por la tierra, retransmitidos por el viento, uniéndose de forma natural a la tela que configura la capa incognoscible del universo. La genealogía no ayudará en estos menesteres, ni la bibliografía o la hemeroteca: habrá que recurrir, en última instancia, al sismógrafo y al espíritu. Sabremos entonces apreciar las vagas canciones de una chiquilla, la invitación al contacto corporal de un extraño o la proximidad de una boca que desea susurrarnos un lugar y un nombre ─creadores de mapas imaginarios, suplentes del enojoso guía turístico─. Nada más lejos de nuestra intención querer convertir la confluencia en asunto de místicos y gurús, unas simples reconstrucciones bastan: una nueva familia (dispar a la de sangre) y, tal vez, un pequeño continente, idóneo para abrazar las corrientes que se van creando a medida que las líneas de fuerza se aligeran y tuercen. De este modo, seremos capaces de abandonar el espacio intermedio entre los baluartes y comenzar a habitar un atlas configurado por el apilamiento de pistas indirectas, juntando Monterey, Guatemala, Ibiza y Siena en un mismo bloque mental; a base de insistir en el rastreo de sus carriles, habremos convertido la fantasía de lo mental en materia, la fábula en Historia. No nos libraremos tan fácilmente de los altos en la imagen, ni deberíamos sentir el ímpetu de llenar todos los espacios en blanco. Nuestra esperanza subsiste transversalmente en el otro lado.

LA HIJA DE NADIE ─ Universal Citizen (Peter Thompson, 1987)

1979 es el año en el que todos los recuerdos se enredan y los tiempos se aturden, la moviola, ejerciendo de tejedora, reúne la Historia con la fábula, la filmación de un viaje familiar a Guatemala con los gélidos recuerdos de Dachau. Conocemos al Ciudadano Universal y entendemos su origen de acertijo al que solo podremos filmar de lejos, sobre el mar, nadando como el sujeto de pruebas del doctor Sigmund Rascher, pero esta vez gozando del calor de los trópicos a los que juró, en tiempos pasados, exiliarse. De la misma manera, el caballo de piedra que los mayas tallaron para Hernán Cortés permanece bajo el océano, síntoma de un doble abandono, el de Tayasal y el del conquistador español, espejándose con el anillo de plata negra, herencia paterna, que al hijo se le escurre del dedo en el lago Peten Itza. La naturaleza entierra la materia y la zozobra de la pesadilla nazi se convierte, un año antes de tiempo, en plácida estancia en el Universal Hotel. Un transcurso de ocho primaveras en la vida de Peter y Mary, suturado por un paseo a ciegas hasta la fuente de la plaza sienesa, fragmentado por investigaciones que recorren Bruselas, Ámsterdam, París, Coblenza y Dachau. Coaliciones de tiempo en soberanía por hendiduras de negro, pues ni las vacaciones conservan la solidez del instante presente, imposible de aprisionar más allá de los rastros de polvo, los mismos que el marido-cineasta persigue, de vuelta a Mary y al Universal Hotel. Restos de entes frágiles pero no destruidos, devueltos a nosotros a través de las pequeñas triquiñuelas, trabazones de relatos (cigarros turcos o cubanos, grabadoras japonesas, discos armenios, proyectores de manivela que exhiben los dibujos animados del Correcaminos), hacen que empecemos a concebir la cronología como una suerte de correspondencias, a base de cartas y pequeños filmes ─la humildad del obrero anubla la excesiva claridad turística de los libros de historia─.
          En medio de los filmadores y de los que rechazan la cámara (el Ciudadano Universal, al menos en primer plano, y Raven, la prostituta de Haití), reside la alegría de María, la pequeña niña maya, hija de nadie, deseosa de que los padres traicioneros mueran de una vez por todas. Al fondo, y acompañando su canto nada inocente, la bandera de Guatemala; una respuesta desde Chicago de Vanessa, la hija adoptiva puertorriqueña del que filma y su pareja, sin sonido, pero igualmente afectuosa. Es irremediable apuntar el retorno del telegrama casi una década después con una nota pesarosa, pues ni el Señor Walter (propietario del ya mencionado hotel) ni María viven en el mismo territorio, y el parador ha sido pasto de las llamas. Todo termina, como vemos, presa de la geología, pero antes maltratado por la guerra, siempre vil, como recalca la nota, encapsulado en celuloide, no solo verificador de los restos y huesos bajo el pavimento, sino de los trazos de energía que acompañaron, durante los años de vida de alguien, una existencia: la alimentación de los loros Isabella y Don Fernando, los despertares de las siestas mediados por la voz de María, los primeros y últimos cafés, la filmada dando la vuelta a la cámara para capturar al filmador y los fotogramas fijos superpuestos, a través de un cristal mugriento, deteniendo a Mary, dos años antes de que camine con una ceguera voluntaria en aceras italianas, ataviada con gafas de sol, sonriendo y poseída ya por la ventura del recuerdo.

Universal Citizen (Peter Thompson, 1987)

BIBLIOGRAFÍA

Los filmes de Peter Thompson, en Vimeo

Chicago Media Works

AL ACECHO + LA SILLA DEL SOCORRISTA 

AL ACECHO
Belle de jour (Luis Buñuel, 1967)

Obnubilada, la conciencia ensoñando resigue la pista de los títulos que aún nos faltaron por ver. Un escalofrío erotizante atraviesa nuestro espinazo al futurear sobre ese día libre de la semana, esa franja horaria, ese pase, en el que entre rutina y rutina podremos poner, por fin, el ojo a trabajar. Perdón; siendo consecuentes con nuestra promiscuidad, lo congruente sería decir entregarlo (el ojo) a que nos lo trabajen. No importa con quien. Nadando en franqueza, admitiremos que no solo de lo elevado vive el hombre ─y no me refiero con bajeza a la carne en general, a la cualidad somática de los cuerpos, evidentemente, porque esta hace uno con el espíritu, y por lo tanto, la carne es lo más elevado─; me refiero a aceptar nuestra fatal ninfomanía en lo tocante a la avidez por las imágenes, la que nos impele a hacer la calle con el ojo más de lo que nos gustaría admitir a ninguno. Por morbo, cinismo, por trauma infantil, por la que se quiera de las razones que utilicemos para describir los inescrutables deseos que brotan del inconsciente, prostituimos con devoción el ojo hasta con los clientes de más baja estofa: filmes indeseables, tacaños, espantosos, que huelen mal de lejos, etc. no hacemos ascos. Secretamente, incluso, sonará apetitoso el acostarnos con las imágenes del peor enemigo de nuestro amigo. Así de poco nos queremos, así de tanto amamos al cine. El cinéfilo, al acecho de cualquier goce, los menos, con final feliz. Siempre algo egoístas, aunque prefiramos presentarnos como malqueridos. ¿Quién busca más la realización efectiva de la cópula, el cliente o la prostituta, quién busca a quién? Ahondar demasiado en tan repulsiva analogía entre las bajezas del ojo y la prostitución podría llegar a frivolizar esta última, algo impermisible, la abandonaremos aquí. Toda esta obscena reflexión dedicada a los amigos de la verosimilitud ─quienes pretenden no entender cómo a una rica, que tiene ese marido y la belleza de Catherine Deneuve, se le ocurre meterse a puta─, también a quienes se creen mejor que Séverine, y la miran despectivamente por encima del hombro. Lo central en Belle de jour no será la verosimilitud (principio de realidad), sino la plausibilidad (principio de placer) de unas posturas, como en Sade, que tienen en la proyección y en la largura de su trabazón en celuloide el tiempo de su lado para desplegarse (des-encadenarse) lógicamente. Séverine no es Justine representando los infortunios de la virtud ─esa es Viridiana─, es Eugénie, en La filosofía en el tocador, pero con arrepentimiento. La cinefilia, claramente, también está del lado del principio de placer y opuesto al otro. El deseo no es carencia sino manantial.
          Buñuel, submarinista habitual en los abisales del inconsciente, sabe de estas cosas, secretos de alcoba, ojo espía en la cerradura, atrapasueños con araña. Encuadra como quien acecha, y como quien guarda esta ventajosa prerrogativa, lo hace cuando quiere: la cámara llega siempre pronto a donde se dirige Séverine, y si le apetece, abandonará la escena tarde. Él decide desde cuándo (pronto), y hasta cuánto (un poco más…) permaneceremos allí; es como estar viendo todo el filme de pie, una comedida acechanza entre bloques con sus detenciones de interés. El criminal y acosador Marcel no es tan distinto de nosotros, espectadores. Cosa segura es que el curtido persecutor nunca perderá entre las esquinas el comportamiento que debe reportarse ─los sadomasoquismos, los titubeos, la entrega de un tiempo que podría ser para ella misma a los clientes (de 2 p. m. a 5 p. m.)─, indicios a reunir en el informe. Las minas de profundidad del inconsciente solo se sondearán, a pulsaciones, hay temor que estallen, no todo se puede saber: el contenido de la caja china y el escrupulillo de los cascabeles, el bote con las serpientes de broma, los gatos, el abuso infantil, la partida y el destino del landó, la mirada del marido inválido engafada tras lentes oscuras, la “conversación” final entre él y el despreciable Henri Husson, etc. Rendirse a los misterios del plano, del inconsciente, es delegar a cargo de la imagen un suplemento de determinación incognoscible. Sorprendentemente afortunada esta imagen acerca del acechador y los bloques, porque nos sirve, gracias a la asociación automática de significados del significante “bloque” ─como le gustaría que hiciéramos a Buñuel─, para inspirarnos a decir que Belle de jour muestra de manera privilegiada que el cine ─con sus escenas, sus cambios de plano, sus cortes, etc.─ es una cuestión de bloques temporales (un tópico de los ciertos): un bloque de matrimonio que enlaza y reanuda con uno de prostitución, mediados por bloques de fantasías de sumisión, trauma o culpa. Bloques que miden su decreto, su legitimidad para reinar. Con la aquiescencia arrancada a los otros dos hechos trizas, se impondrá el del inconsciente. Es por razonamientos de esta índole que al ser preguntados sobre el tema Jean-Claude Carrière y Buñuel declaran no saber qué podría ser lo real, lo imaginario y lo fantasioso subterráneo a la conciencia en el interior de un mismo filme. ¿Qué mueve a Séverine? Buñuel nos lo hace columbrar con una cámara avizorante que como madame Anaïs y las oscuras recompensas del ello conoce el hado de la mujer burguesa, cómo tratarla. ¿Qué mueve al inescrutable Henri Husson, escapándosele la risa en situaciones perversas, de maleducación? ¿y a su perfecto marido? Eso solo puede tentativarlo treinta y ocho años después un maestro como Oliveira, de nuevo…

LA SILLA DEL SOCORRISTA
Belle toujours (Manoel de Oliveira, 2006)

…en París. Al inicio, un concierto de orquesta ejecutando la sinfonía nº8 en sol M de Dvořák nos informa que ─al contrario que en Belle de jour (de pie)─ aquí los planos los disfrutaremos sentados: en sillones de ópera, en la barra de un bar, cenando durante un desagradable reencuentro, etc. la cámara de Oliveira parece estar posada siempre como sobre una silla de socorrista. Esta imagen ─como la de los bloques─ tampoco creo que por poética y fugaz deba descartarse inmediatamente como vana; hasta en su amplio sentido, desde que se me ocurrió compruebo que contra los encuadres de Oliveira suele superar el ejercicio de la prueba. Con ella no pretendo una mera alusión a la naturaleza de sus planos picados, más bien referirme a la similaridad de su idea de dónde colocar la cámara a los razonamientos que recorren los vigilantes de las playas cuando deciden colocar mejor aquí que allí su atalaya: la cuestión de la oteabilidad reposada, bien distinta a la del acechador (Buñuel). A. me comentó que para él los filmes de Oliveira se sienten ligeros como una pluma. Abandonada a su ligereza, una pluma, ¿quién no diría que participa de una muy particular tensión (como la del vigilante)? La más leve brisa o aspaviento de un brazo puede hacerla elevarse. En las antípodas de la esencia del encuadre, Husson está cansado, pesado, le cuesta llegar al rectángulo, transitarlo y abandonarlo. Después de tanto, las caminatas a pie son farragosas, las persecuciones, torpes, los taxis y los semáforos traicioneros, el alcohol ha hecho sus estragos y como suele oírse por las calles los años no pasan en balde. Sobre esto último: aunque guardemos falsamente la esperanza de que rebasada cierta edad esta ya no importe, que la sabiduría es conquistable y basta, Oliveira demuestra que no es lo mismo hacer un filme con sesenta y siete (Buñuel) que con noventa y ocho. Una continuación casi cuarenta años después de un filme mítico no debería osar prolongarlo, descacharrar aún más a su protagonista principal, sería cruel. Por azar o por destino de que Deneuve rechazara reinterpretarse, Bulle Ogier con su inaccesibilidad ordenada por el director evitará crear conexiones innecesarias, no pasará de la boya, declinará hacer grandes gestos de principal que insultarían a la Séverine buñueliana. El decoro de un remake se mide en cuánto desplaza el foco, en el candor de la bombilla que se elige para alumbrarlo, etc. en este caso, en cómo contribuye a completar el cuadro clínico salvando a quien está más cerca de perecer o quien se podría decir que está muerto en vida: Husson en Belle toujours ─también salvar, sumando, una actuación más del bueno de Michel Piccoli─, o por ej. a quienes aran la tierra, a la propia Angélica, en O Estranho Caso de… (2010). Séverine ha tragado agua, sin embargo, ya está en la arena. La tortura de cuidar de su marido hasta la muerte la redimió, aunque le reste una intriga, es digna. Él necesita el filme mucho más que ella.
          Ha sido tanta la especulación de Husson con su propia economía libidinal que tal situación solo podía acabar en bancarrota. Una espiral alcista de inflación del deseo ─sexual y de poder─, con un stock virtualmente ilimitado ─las formas femeninas que no dejan de cazarle: la pintura velazquiana que le muestra el culo en el bar, las maniquís del escaparate, las prostitutas a las que no tiene tiempo de prestar atención por estar desahogando sus miserias con el barman portugués (quien aventura que quizá el marido lo sabía todo, o sea, que Séverine no sería tan culpable), la feminidad insoslayable, bañada en oro, de Jeanne d’Arc montada a caballo en la Place des Pyramides, etc.─, corre el peligro de concebir cada instante en que no se usufructúan instancias colmadoras de estos deseos perversos como un lucro cesante. La enseñanza del filme (que no moralina): no puede ambicionarse mantener la erección eternamente. Los pecados del «extraño tipo»: inflacionar en exceso el deseo, volverlo para uno mismo cara su satisfacción, inflamar demasiado el sexo, tentar el gatillazo, sobre todo, especular indecentemente sobre cuánta humillación estará dispuesta a concederle Séverine después de tanto tiempo, idealizarla. A la mujer, el secreto va a interesarle lo justo, no la consume lo que se la esperaba. Recordemos que en más de una escena en Belle de jour se nos hace notar que Husson podría haberla tenido cuando quisiera, aunque él prefiriera el placer de ─inextricablemente unido al poder de poder─ turbarla sexualmente (fingía no desearla). Después de tanto, el poder de poder ha disminuido exponencialmente al crecimiento del deseo por ella, a las infinitas cábalas y fantasías sexuales que se hace a distancia sobre su persona un viejo acabado y verde. Uno (Husson), ya lo hemos dicho, cansado, pesado, etc. la otra (Séverine), inaccesible, fantasmal, liberada por el martirio de la tortura (no requiere siquiera del cuerpo de Deneuve para venir a la existencia). El plano: desde donde puedan escudriñarse estas cadencias. Cadencia, una de las muchas virtudes que salta a la vista posee el cine de Oliveira. Por ejemplo, la cadencia de unos gestos a los que, inmersos en el acto finalista en que consiste la colmación de un deseo (cenando bien, por ej.), dejamos de parar atención. Una filiación prodigiosa puede establecerse en este sentido ─entre cineastas declaradamente cómplices─ con Machorka-Muff (Danièle Huillet/Jean-Marie Straub, 1963), par de obras las cuales a pesar de ser ambas de naturaleza corta para lo que son ─M-M (pieza de 18 min) y BT (filme de 1h y 10 min)─ logran conquistar el mismo tiempo relativo a su metraje para dedicarlo a salvar del ahogamiento del relato los gestos de camareros y maîtres antes de que se consuman las velas: una dieciochoava parte ─un minuto y más de seis, respectivamente.

Belle toujours (Manoel de Oliveira, 2006)

FILMAR LOS CRISTALES

ESPECIAL ALBERT BROOKS

Lost in America (1985); por Dave Kehr
Lost in America (1985)
Defending Your Life (1991)

Lost in America (Albert Brooks, 1985)

Demasiado tiempo ya encontrados, seguros, firmes, satisfechos de nuestras certezas, en ocasiones asentadas sobre la duda y el rechazo, nada más que simulacros de una vida en falsa línea recta. De repente, Safford: un eje pierde el chaperón, dos miradas no encuentran el deseado punto de anclaje y nosotros, descendiendo sin correas hacia una imagen bruta, desnuda de señales, reímos. Muerte del punch line, derribo del ingenio cómico, decimos adiós a la satisfacción del chiste bien contado, únicamente nos quedan relaciones de clase. La bata contra el traje, al yuppie lo atraviesan Billy y Wyatt. El Mardi Gras es trastocado por un gesto que se introduce durante cinco fotogramas para revelar la náusea en mitad de la sonrisa, la desesperación contrapuesta con los tics que nuestro cuerpo es incapaz de no vomitar: el disfraz ha perdido toda su gracia, y los restos de las telas nos indican que ya no ha lugar a la bella decadencia. ¿Qué les queda a David y Linda? La inescapable dureza del paisaje, las estatuas humanas de roles fijos que nunca mutarán en pos de la caridad, los objetos en cuanto tales, el plano sin capas ni filtros, aojado por unos sentimientos incapaces de quedarse quietos, chocando, estampándose contra el cemento ajeno. Nos vuelve a sorprender que, ante toda la marabunta y el espanto, reaparezca la sonrisa, el absurdo, aun camuflado en antigags. Los cuerpos se hacen cómicos cuando siguen avanzando a pesar de todo.
          Orden, limpieza, mirada clara. Perderse con la vista y renunciar; podremos seguir filmando el oropel siempre y cuando no añadamos bricolaje sobre el plano. Claridad de movimientos matizada en manos que se levantan y agitan nerviosas, muecas que sospechamos no haber visto antes filmadas tan de cerca, extremidades que avanzan y retroceden por el encuadre en busca de nada salvo la tensión entre la oscilación y la quietud. Cerramos el encuadre porque es necesario contemplar la curva, lo abrimos porque conviene recordar que, fuera del drama y el patetismo, solo quedan intercambios colisionando con el paisaje, perfectamente localizables. El acuario y la nación. Albert Brooks sigue nadando pero los cristales comienzan a hacerse más claros. Es ese permanente rechazo a ceder en la representación el que nos confronta con lo subterráneo de la imagen y con aquello que las une de manera invisible, engranajes mentales que, con suerte, escaparán de los lastimosos hilos con los que configuramos nuestra mirada. Observar, entonces, se convierte en una operación estoica pero insistente. Estamos muy lejos de cinismos venidos a menos, pretendidamente transparentes pero exclusivamente recubiertos de barniz sui generis. Conviene mezclar todo para evitar el estatismo del ojo: los puntos de vista, las razones, las distancias, los motivos, las causas, las conclusiones. Una figura se repite, y no es otra que la discusión. Combates de género que nada deben al esquema y al diagrama, pues no existe orden en medio de la deriva, solo meceduras inexactas que intentan acoplarse de cualquier manera al entorno. De nuevo, no acicalamos nada, deseamos seguir mirando porque necesitamos fluctuar un poco más. ¿Qué nos queda a nosotros, espectadores? La pulcritud de unos movimientos que podemos dibujar con los ojos, de unos sentimientos que logramos trazar con el corazón, una verdadera road movie que avanza siempre para constatar la afasia del desplazamiento.

Lost in America - Alejandro

LA ESPADA: DISTANCIA

The Duellists (Ridley Scott, 1977)

El queso convenientemente cortado a fin de ser devorado por ratones, la copita de vino a medio llenar, primeros planos tan destinados a la expresión que flotan sobre el resto del cuerpo, paisajes fagocitados por la estampa, casi todo filmado con la mítica del bodegón; por fortuna, no todo. Será necesario al menos un esfuerzo del director, del asesor de esgrima, de los actores: dos pares de pies danzando por su propia supervivencia, en parcela terrosa, que levanten el polvo suficiente para sepultar la enojante tramoya de una ópera prima distinguida. Sin tiempo para un en-guardia que reactivaría el amaneramiento, la adaptación literaria, un marchar, un romper, un otra vez marchar y fondo con estocada. Diferimiento de la restitución durante tres lustros. El transportador de ángulos contra el cartabón, la coreografía contra el guión, la espada venciendo a la pluma. Cuando el honor se arroje como un guante sobre el tapete, el oído aborrecerá los líos de faldas cualesquiera, las intrigas del cardenal Richelieu, incluso, la imaginación de Dumas para el relato y la peripecia; son los ojos quienes reclamarán su primacía: redescubrimos el placer de la gula atiborrándonos de las rutinas corporales de un Gene Kelly transmutado de bailarín en d’Artagnan ─The Three Musketeers (George Sidney, 1948). El honor, como la pasión por ver, ese «hambre excéntrico». Deseamos al Harvey Keitel loco del inicio, no al del final, circunspecto. Nos traerá sin cuidado el raccord de una historia que vendrían a contarnos los intertítulos ─Estrasburgo, 1800… Augsburgo, 1801…─, la continuidad anhelada es la sucia del movimiento local. La distancia, la que nos impone el enemigo desde la punta de su sable hasta la cazoleta, la expandida por cautela, la acortada por ferocidad. El raccord del duelista: el tajo que cercena, la carne colgante, la herida infringida y la filigrana que esquiva bien trazadas en el visor, definitorias de un espacio que define un tempo. Un raccord, indudablemente, masculino, tan convencional como anti-reversible ─Anne of the Indies (Jacques Tourneur, 1951)─, el contrario del cual no sería exactamente la figura de la mujer sino la del eunuco chivato que, una vez apresado, persevera en su indignidad rogando entre gimoteos por su vida (cabeza de turco de todo espectador decente).
          Atrapados en postales que advierten sobre las inconveniencias de un avituallamiento deficiente (las tropas napoleónicas en el invierno ruso), se entrevé que los duelistas antepondrían su lance a la salvación del regimiento. Su honor, incomparablemente más valioso que la caza del tártaro ─ya que en estos aquel se presupone ausente─, solo puede ser cuestionado por un igual, porque más que la vida, lo que vale es su catadura. Cuando en el campo de batalla, en el pueblo a hacerse respetar, la cantidad de movimiento ─la bravura de la carga─ sea vilipendiada por una capacidad de fuego inigualable ─el revólver de tambor, el fusil de repetición, la artillería, etc.─, el pundonor caballeresco se verá relegado a la vitrina donde dormitan las costumbres arcaicas de una humanidad aún demasiado cándida para el progreso. El duelo con arma de fuego ya no le deberá nada a la capa ni a la espada: se tratará de acoplarse con mejor o peor reflejo a la cartuchera del rival que desenfunda, al reloj que toca mediodía, al parapeto y la pausa momentánea de la recarga. A punto para el último encuentro a pistolas, queriendo evitar que la frialdad del plomo decida, los duelistas pactarán perderse para encontrarse entre las ruinas. Aunque se sepa imposible superar la sobriedad de un Lang filmando un duelo en espacio techado (Moonfleet, 1955), aunque la circense gracilidad de un Burt Lancaster, dirigido por un Tourneur ─sumada a la idea de una lámpara que, desprendiéndose, oscurece el intercambio de mandobles (The Flame and the Arrow, 1950)─, permanezca imbatible, es venerable el esfuerzo de Scott, de Carradine, de Keitel, del asesor de esgrima ─merece figurar su nombre: Richard Holmes─, para patentizar que el cine es igual a honrar el espacio escénico, tempo instaurado, limpia liza supervisada por padrinos, enunciación de la distancia justa entre apostar la vida y dar muerte.

The Duellists