The Man Who Had His Hair Cut Short [De man die zijn haar kort liet knippen] (André Delvaux, 1965)
Govert Miereveld, desde su vigilia caprichosa y entumecida por una abreviación tiralevitas de un nombre demasiado severo, vive el transcurso de los años con la cabeza permanentemente en la luna, despisando lugares mientras los transita, mirando de reojo aquello que debería concernirle ─festividades triviales de centros educativos, autopsias in situ enojantes para el mirante tranquilo, reuniones súbitas en un hotel, la rutina diaria de manicomios─, y nosotros, visionadores de los ojos, brazos y patas de Godfried, a fuerza del polo magnético que dirige su mirada, somos transportados hacia la periferia de una médula difusa. Tendente al esquivo es la práctica de la obcecación y, por descontado, aquel abatido al fin en la maraña de coqueteos imaginarios (un mínimo forcejeo es ya el segundo acto sobre el que cavilar seis meses) se encuentra, sin remedio alguno, forzado a caer de lado en lugares donde los demás miran de frente. Tormento del personaje, goce del cinéfilo.
La derivación final es de una ferocidad tal que cuesta encontrar moralismo en los pensamientos terminales del personaje. Los que alguna vez hayamos caído botines de un cuerpo sabemos de sobra lo mucho que impregna nuestro sistema nervioso la mera evocación de un dedo pulgar y otro medio chasqueando, un fragmento de espalda es capaz de turbar la mente… Tan fácil resulta embobarse con la inexistencia de una sustancia hurtada para el cerebro que igual se desploma uno ante la más mínima invasión de los circuitos nerviosos; narrativa bordada o realidad incuestionable, lo mismo da el modo de venirse abajo. Luego, la mayoría de las veces nos aferraremos a la sacrosanta materialidad de la vegetación, abandonada en pos de quimeras. Reconoceremos nuestros fracasos como ilusos soñadores y enviaremos cartas alucinadas a una familia que ya no está ahí, porque cuando hemos asesinado la ilusión, y cada desvío nos conduce al mismo punto de partida, somos enfrentados con lo mínimo, la unidad básica, en esencia un trozo de madera, la parte por el todo, una silla que quizá no necesite ser tallada, tan solo es nuestro cerebro, creador de fantasmas las horas previas, estéril resignado y rapado en la nueva alborada, con la imagen pura aplastada, el que murmura suave pero sin clemencia a unos oídos apesadumbrados: “Has fracasado, ¿y ahora qué?”.