«Nadie guarda su propio secreto». Es el error de Narciso en el texto de Ovidio. No hay que conocerse a uno mismo. Todo lo que desposee de uno mismo es secreto. No podemos distinguir entre el secreto y el éxtasis.
El sexo y el espanto, Pascal Quignard
PRETTY WOMAN
Conformado por multitudes de pasados aprehendidos en el acto, uno se sigue paseando por las avenidas, intentando atrapar en el aire las variadas estrellas, admitiendo el posible fallo como alegre recaída en el exceso. Soy seleccionador, caprichoso, no me conformo con cualquier régimen, desde luego tampoco atisbo anhelos de falaz pureza ni descarto la corrupción de las presas futuramente mordisqueadas; esas aves son mías desde el momento en el que me atravesaron con su pico en los tempranos años de la infancia, me pertenecen. Persisto abierto a las futuras acusaciones, sigo desplazándome, no obstante, con un deseo subrepticio innegable: llegar a la fuente, descubrir de dónde surgió el primer impulso, terrorismo dulce y agradecido de la mirada. Desde ese contacto, de la mano de Vivian Ward, viví asido, acariciado por las extremidades de las dobles (fragmentación toqueteante del ansia), ensoñándome las sucesivas noches con botas de tacón y cuero negro, deseando repetir el trayecto de Hollywood Boulevard al Regent Beverly Wilshire Hotel cada crepúsculo, antes de cerrar los ojos, terminando vencido por el sueño al cruzar la puerta, pues lo de después se me escapaba, me contentaba con un masoquista in crescendo desactivado por la somnolencia y el desconocimiento.
EN CUALQUIER MEDIANOCHE DEL MUNDO ─ Les paumées du petit matin (Jean Rollin, 1981)
De la ternura…
Michelle y Marie han huido y tullido el régimen diurno que las atrapaba bajo excusas de expedientes contaminados de traumas, autismos, inestabilidades. El manicomio campestre, sol abrasador calcinando la piel de las mozas, dejado atrás. Llega el peligro y la excitación contagiada entre las muchachas, de la hiperactiva a la tímida, a ambas las deseamos ver corriendo sobre el mar, cogiendo el primer barco rumbo a las Islas de Sotavento; les ponemos un nombre cuando Rollin, rollo tras rollo de celuloide, ha borrado el destino específico de nuestra lontananza romantizada en sueños infantes. Cada ser en vigilia caminando por las sempiternas variaciones de ensenadas, cementerios, psiquiátricos, subsuelos, se funde con su confraterno hermano, y se procede entonces a la jerarquización de un ejército: el que persigue, la perseguida, la cazadora, el cazado. El itinerario fluctuante entre estos arquetipos, pasar de una entidad a la siguiente. ¿A qué viene tal insistencia en volver a estas frágiles y medio derrotadas chiquillas? Comienzo a pensar, acompañado de amigos, lo pertinente de concretar hasta la más mínima arruga el rostro de una mujer, un capitán, para llegar al encuadre que, juntos, nos haga trasladarnos a cualquier medianoche del mundo. La concisión tozuda del cineasta por retornar a una puerta, tinaja de agua derramándose sobre cabellos ajados o, caso presente, plano medio de dos compañeras cuyo vínculo no hace otra cosa que crecer, mezclada con ese encuadre tan fijo y seguro cual mirada de rapaza curioseando ensimismada el tiovivo de la mano de mamá, en las circunstancias receptivas adecuadas, da lugar a eso tan confuso que conocemos como universal. Marie patina a través de una pista de hielo durante plena preparación portuaria hacia la emancipación, y el reencuadre donde, al fin, la sentimos desenganchada de las malas hierbas, podría estar siendo filmado aquí, allá, 1981, a comienzos de siglo, antes de que el lenguaje cuajara en significado alguno. La lección, por supuesto, no es pedagógica, no existen reglas para desplazarnos, ilusos, cara este y otro lugar. Con todo, uno sospecha que la ubicuidad de un gesto callejeando por la línea del tiempo requiere de noches tranquilas. Y quizá, al filmar Francia a altas horas previas a la alborada, un deslizamiento sobre la escarcha, un edificio, un acuario, fuente en Lèvres de sang (1975)… ahí recordamos Duelle (Jacques Rivette, 1976): la levedad de la noche tampoco radiografiaba una estación de enajenados y aburridos, al contrario, sumaba una multitud de puertas, posibilidades de entender mejor lo atemporal de una piedra atisbada a las tres de la madrugada. Esta película comentada no es capital, ningún filme de Rollin se gana ese injusto apelativo, importa ir sumándolos.
… al descoco
Lèvres de sang, filme con un componente romántico exacerbado, controlado sin arrebato remilgado, ya nos deja ver dispares variantes. Comenzamos casi con un tipo en una fiesta, y allí dirige su desorientación a la foto de un castillo en el que había tenido una vivencia muy intensa de niño con una vampiresa, pero está la escena, el instante, en un interrogante… una necesidad inmediata de dirigirse allí lo consume ahora. Y en esa misma fiesta o banquete o llámelo como quiera, bajo el comedor, una fotógrafa de inquietante parecido a PJ Harvey, con pintas de haber pasado por el 68 habiéndose metido la mayor variedad de drogas posible ─salida bien parada del asunto─, haciendo una sesión a una tipa rubia, pelo castaño. Mientras la fotografía, la excitación adiciona fogosidad al posado hasta el punto de querer masturbarse, tocarse de más para ojos pudorosos, pero entra el protagonista en escena. La sesión de fotos no aporta ningún detalle a la narración de la película; a este espectador no se le antoja gratuita. La chica no puede satisfacerse del todo porque la interrumpe el actor, y luego, hablando con la fotógrafa, posible informadora del castillo incógnito, ella le dice de esperar un segundo. Al volver, sus prendas han desaparecido. Lo burdo y obsceno se confina de este acto. En el universo de Rollin, los personajes pueden aparecer desnudos, vestidos, da lo mismo. Es una forma de vivir inventada, liviandad atractiva deseando verse traspasada al día a día. Que pudiese aparecer alguien desnudo porque sí y diese igual, tenía calor y hace falta quitarse la ropa de tanto en tanto.
Marie no juega
Dicho esto, la moral de Rollin es puesta a prueba, demostrada ante el jurado, cuando uno de sus personajes se niega a participar en el desfase general. Retomando Les paumées du petit matin, ese ser mostrando rechazo, asco, por la invitación a la perversión, es Marie. Acompañada de pudientes decadentes la noche antes de partir con Michelle hacia mares más calmos, permanece sola ya que su compañera medio disfruta la demostración de risible poder de un excombatiente en la Guerra de Argelia, armas colgadas en triste museo personal. Seducida a formar parte de un posible trío con dos féminas, Marie explota de rabia, esta no es su fiesta, el pasaje se le pierde con retraso baladí. La hoja cortante de una daga actuará de respuesta en la carne de las libidinosas asediándola. El arranque del río de sangre, código deontológico del cineasta: una criatura no puede ser tocada como las otras. El descaro de atemorizarla retorcerá el tercer acto en carnicería funesta.
ANGIE
He aquí una superposición de comillas, tras tantas imágenes retornando en trance. Dentro de esas coordenadas persevero distanciado de la evocación en pos de buscar, en cada retorno, un resquicio en el itinerario, una doblez singular en la chaqueta atada a la cadera, de lo contrario, tales maniobras de seducción no merecerían de mi parte más que simple desprecio. Y es que la edad va madurando en uno la perversión que lo habita, y esta se refina, se endurece, vive combatiendo la finura de los casticistas, enunciadores de moral desde el otro lado de la cómoda, intentando convencerme de las bondades de sus edredones, ningún interés, eliminación del juego. Por eso hago el camino de retorno e intento recorrer marcha atrás, dada la vuelta, un filme como The Rapture (Michael Tolkin, 1991). Allí Sharon peregrinaba el trecho del vacío moral hacia la duda religiosa, y honestamente creí ver un error al divisar semejante espiral de incertidumbres acumuladas. Quería llegar hasta las puertas del purgatorio postrero para decirle a la no-desvanecida protagonista del filme lo errado de su odisea, en tanto intentó aislarse de la forma del tatuaje encontrado en la espalda de Angie, poseída por la lujuria, y en vez de perderse en el interrogante de sus líneas, procuró encajarlo en una conspiración falsaria merecedora de poca atención. No, lo tensante, religioso, acechante, desazonado, era el supuesto nihilismo de Vic, verdadero conductor de pasados, encarnado en las pieles de un Patrick Bauchau experto en esos terrenos, curtido en disfraces bajo los cuales se esconden miradas que se pierden pero no miran (Éric Rohmer, Alan Rudolph), y al alejarse de él tan vilmente, dejándolo como mera nota a pie de página, la película y el personaje se condenan a la coyuntura, pero al comienzo, entre sombras, bajo la sutil inquisición de los extraños, yace un gobierno de imágenes, y en los minutos precedentes al éxtasis medio o mal filmado, se encuentran las escaladas de tensión de siempre, también renovadas, actualizadas, la patrulla de la noche, la honestidad de las ojeadas suspendidas, el punto justo de obscenidad elegante.
A Laura, por sonreír ante las virtudes de la desvergüenza y enfurecerse cuando esta cerca su libertad