UNA TUMBA PARA EL OJO

LOS PICAPORTES DEL FEUDO

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Trixie (Alan Rudolph, 2000)

Trixie Alan Rudolph 1

Era evidente que la vida nocturna de Buscott era muy limitada, y aunque la gente bebía enormes cantidades de cerveza, todo el mundo parecía haber cenado antes en su casa. Además, cada vez que él entraba en un bar, todas las conversaciones quedaban interrumpidas, y todos se mostraron desconcertantemente mudos cuando se trataba de hablar de la fábrica, de los Petrefact, o de cualquiera de los demás temas que él planteaba, en un evidente esfuerzo por tomar conciencia directa de la explotación que todos ellos padecían.

Vicios ancestrales (Ancestral Vices), Tom Sharpe

1. A ORILLAS DEL BELLE-VISTA

Los rumores los transporta la niebla matutina en Capitol City, y es sencillo escamotearlos, también lícito, posando los pies sobre la madera del motel entretanto divisamos el muelle con chimeneas, el politiqueo de peces pequeños en grandes cuencos, los animadores de madrugada, turno de ocho horas, p. m. a a. m. minuto más minuto menos, reviviendo el puñetazo de Cagney a Bogart, el público requiere cantarinas mezcolanzas de souvenirs andrajosos para seguir tirando dados, dando a la cachiporra con el aliento en las manos, la suerte quizá les acompañe pero Trixie Zurbo, agente de seguridad recién traspasada a guardiana de la casa de juegos de Crescents Cove, es capaz de otear en varios movimientos, durante el inicio de un auge sentimental chiflado, el hurto del desvergonzado con camisa hortera. La distracción era aparente, tal vez sí estuviera con la cabeza en The Furman Report o en alguna historia de Evelyn Piper tonificada en un Vancouver remodelado. No fichamos a esta obsesiva masticadora de chicles, sin embargo sí presentimos que las miradas hacia Dex Lang serán el inicio de su ascensión cara nubes más claras.
          Poco encontraremos de ambidiestro en dicho Adonis protector, tan sincero en su estupidez como cualquier matón de su alrededor, sean el guardaespaldas del senador Drummond Avery o los de su cómplice mercachifle, el ridículo y siniestro amante Walter “Red” Rafferty, vigilado por unos Laurel y Hardy con más peligro fingido que otra cosa, pues están ahí para desestabilizar el yate, en una reunión de siete; ah, faltaba una, Dawn Sloane, Dorothy si la conocemos bien, la chica de Red. En fin, el hervidero de escasa utilidad, acá tiene usted la enredadera de engaños, traiciones, cintas ─implican amenazas─, asesinatos ─Dawn paga el precio de cantar tan mal, pero nos sigue dando lástima, y pronto pensamos que tenía su aquel el timbre de la dama─. Basta, los datos desbordan, ¿no? Rudolph comienza así, una sucesión de superposiciones, créditos sobreimpresos mediante, donde la historia no puede andarse con rodeos, debe situar ya a Trixie lejos de casa, hacerla compañera difusa de Ruby Pearli para obtener consejos a tomar con discreción y amiga noble con Kirk Stans, el de las cantarinas. Hollamos este reino miniaturizado en el cual se enumeran con los dedos de las manos los lugares donde seguiremos moviéndonos entre una roca y el profundo mar azul, se establecen las reglas de la inspección, la bienaventuranza de los suertudos cuenta lo justo para Trixie, ella cree en sus ojos, y estos ven demasiado, luego, tras calar la fortaleza mejor, comprendemos que veían lo cabal a fin de construir su propio aprendizaje moral, desquitada de los suficientes parientes. Lanzada sin pistola pero con cerebro al epicentro del mapa, Rudolph la presencia desde múltiples posiciones.
          Corte, plano, reencuadre, zoom in, acercamientos o retrocesos con dolly, plano detalle (unas manos ante el senador pasan de inseguras a matasiete en cuestión de minutos). Reconocemos la herencia: Robert Altman, sapiente de la dictadura del encuadre, elegía conmoverlo, a él, no a nosotros, y en ese balanceo, tan mareante como el del Forum Club partiendo y tornando del hall a las mesas, uno alcanzaba a hacerse la vista, captar el desequilibrio gravitatorio en este suelo que llamamos tierra firme, el paralelismo natural al enloquecimiento de un Otto Preminger tardío, pero con la fragmentación querida aliada. En Rudolph obtenemos similares agasajos si nos fijamos… ¿en qué? Demonios, todavía no lo vislumbramos. Ya, ahora sí, dentro de esta división de puntos de vista, no tenemos un bosque, sino un matorral, y se mantiene con ligeros cambios de escena a escena, las maniobras del timonel conocedor de las posibles fintas en el caso de que la mar embravezca, si la ocasión ─y créanme, esta se da no pocas veces─ de la Zurbo dando propinas al botones y al jefe (legado materno) requiere que la multiplicidad de tomas se detenga y ¡zas! aparezca para nuestra atención el escarnio en el labio, la añoranza en los ojos. Ah, Rudolph no estaba siendo perezoso, su falta de estilo visual premeditado en esta película ─palabras textuales, el rostro de Emily Watson pedía poco más─ no chocaba con renunciar al catálogo de trucos de marino dotado.
          El oleaje lo encauza desamarrado de Altman, los ensambles de puesta en forma remiten a ayeres arrinconados, futuros no atisbados en el arranque de siglo. Llegando a Kurt Vonnegut, la engañosa simpleza del plantel de frases de calibre conciso, describiendo con cariz sucinto de veterano. Por debajo de esta concreción, la construcción letal, el lento desarme de los chalados, regocijo en la locura del pasado de vueltas y, aunque tarde, la conmiseración ganada a pulso. No muy lejos de esta maniobra, en los planos donde se rompe la sucesión de la escena desarrollándose (tan reducido temor al corte como en una película americana de 1931) con la liviandad aturdida del demiurgo a bordo del feudo, palpamos la medalla del capitán: un contrapicado tras un robo en una tienda de ultramarinos descoloca a Trixie, el aparato la filma en dos espejos junto a Dawn Sloane y solo en retrospectiva sentimos el afecto de la última vez. No volveremos a ver a la segunda con vida, y su defunción marca la propulsión de la investigación, el interrogante habitual sobre los probables carrosos, apuntando las papeletas, como cabría esperar, antiguos amantes a los que habrá que poner en su lugar antes de que las cintas (no las de Nixon) desaparezcan de la escena del crimen. Las marcas de estilo no son sino consecuencias inevitables de la regla no escrita del cine de Rudolph: si la vista ultradotada del marino decide llenar de afecto el escenario, concordaremos en que esto no se debe a las añoranzas de otras tierras, sino a la hermandad invisible del cineasta con los soldados de su condominio, la cámara acentúa los momentos donde lo último esperado por unos ojos rutinados era una tilde. Llega el signo de puntuación, presto, cargado de asertividad romántica. La realidad se trastoca, y el mundo de Rudolph se funde con los picaportes porque, Beatrice, cariño, ¿qué es real?

2. WAKE UP, GO TO SLEEP, GO ON STAGE, MAKE LOVE

En el contorno, el estratega menos pensado también embellece para sí su situación, véanse las diversas digresiones de Avery hacia los idilios inoportunos de pasados presidentes de los EUA, leves anotaciones acerca de Bebe Rebozo-hombre escolta en torno a delitos amorosos gubernamentales o alusiones a la secretaria de FDR restando importancia a su propio descaro; villanía menoscabada con empatía sonada. Inclusive el último momento de este politicucho cero interesado en escuchar sobre motos de nieve las anécdotas de sus comensales golpea la estructura de la película como si una llanta despegara de la ronda de planos, más aún, su encuadre terminal vuela hacia la desesperación novelera del que se intuye constructor de su propio relato. Bingo, la conciencia de uno mismo es lo que la mayoría de personajes aquí parecen poseer hasta dejarlos inestables, pero es el viaje rumbo a ese estado del ser el efectuado por Zurbo, sin intentar rebasar la línea donde analizar demasiado la propia situación devendría en fragilidad sentimental, caso de Dex Lang. Trixie cimenta alrededor de este carácter masculino una valla ante la que, por muchas paradas en el hospital inevitables dada la confusión de los arrabales, ninguna bala podrá detener las neuronas de la exvigilante de supermercado. Un traje blindado, elástico para sentir la honestidad del huésped, rudo cuando se presta el envite a la amenaza frontal, y una pistola sin balas pueden dejar en pelota picada a cuatro gamberros.
          Alto, solo hemos mencionado una vez a Ruby Pearli, injusto olvido del escritor, pues bien, ella joven promesa, personaje y actriz, conoce más de lo debido, empieza a meter sus ojos pícaros en el mundo de Trixie dándoselas de experta en el juego, manchada. Por Dios, hasta admite haber compartido intimidades con el cómico venido a menos de Stans, luego descubierto convicto de siete años (disculpas aceptadas, era en defensa propia). Zurbo no se deja engalanar por ella pero en el curso de dispares encuentros se ve que empieza a convencerse algo de la inocencia pelín fastidiada de Pearli, una chica con la ilusión sospechosa de la versada en  las minucias del juego, empero los detalles duelen, la vida deja herencia, un hijo ¿de quién? y la excitación por Ruby comienza a derrochar tragedia intrascendente, llegada la mitad del metraje, considerando el pavoneo delante del personal… el engaño deshecho al completo. No me digas que no conoces la diferencia entre un luchador y un amante. La gradación nos queda clara, la acompañamos corteses, ella dará los consejos adecuados de abrigo, prendas, incluso practicará onanismos velados al pícaro demacrado Avery, para incriminar, ayudar, dejarse ir, ocultarse del cuadro. Ruby Pearly, bésame mucho, s’il vous plait. Su sarao es el viacrucis sentimental de la pulpa del filme. Ningún cineasta ha logrado capturar esa fina línea de malicia de Brittany Murphy por la que uno sería capaz de adulterar, llorar, llegar hasta el fin de la historia para cambiar el desenlace. Rudolph, orgulloso de su compañera, sabe que tiene algo especial. En nuestra memoria quedará como testimonio de la actriz, su verdad oculta detrás del micrófono.
          Los nombres terminan apareciéndonos con el paso de los minutos: Dorothy, ya mencionado, se escondía tras Dawn, pero también Charlie tras Dex Lang, lo oímos de sus padres, riqueza americana añorada por el hijo pródigo. Trixie contempla estos tiovivos alterados intentando llegar a unos mínimos de sinceridad ante tanta alimaña procurando hacerse con una porción del consorcio. Las gotas derramadas frente al reto inesperado, los quebradizos sollozos aumentan a la par de su fortitud, uno va haciendo el camino creciendo en sabiduría discerniendo esta de las intimidades sigilosas. No es posible alcanzar erudición ni instrucción si no somos capaces de dejarnos derrumbar un poco, pues la esperanza de la investigación, la conclusión de la odisea mal deletreada, ordena inconsistencia. Si queremos ver a nuestro oponente, si lo logramos captar, finalizaremos con una pizca de pena. Y Trixie es un personaje no trágico en consecuencia de esto, simplemente es el que hacía falta. Si no somos nosotros, tiene que ser ella. La victoria de la actriz, retenimiento del cineasta, es reclamar, sin colmar la horizontalidad que rompería sus poros plisados, una suma de piedad, rabia, ternura, cóctel, este sí, impronunciable, mal ajustado, cuya exposición en público proporciona la salida de cuadro de los demás, la entrada en primer término de ella.
          La verdad, el todo y la verdad y nada más que la verdad se asienta poco a poco en aquellos inclinados a asumir la rebaja del índice de brillantez a las cantidades precisas para repartir justicia dentro de los torreones, por lo tanto el estupor adquiere tras varios conatos la forma de rebeldía enraizada en el aprendizaje más lícito, hacer el amor, declarar la guerra, batirse en dialécticas pululando a través de los bordes de la amenaza. Dispuestos a recapitular en la siguiente página del informe como descarados y picajosos, si alguien mira con miedo hacia el supuesto inocente, será sospechoso de asesinato. Feliz hallazgo cuando los malapropismos de la protagonista proporcionan una estable convivencia con el suburbio, el centro, los lados, la batalla y el dormitorio, el cool que nos importa, la modernidad rechazada por el director, ignorada por el personaje. No existe esa intencionalidad odiosa en los filos de un relato tan absurdo en los hechos, innegable en los incidentes emocionales, la moral de la ficción se arrima a la veracidad receptiva de un espectador dispuesto a desnudar su naturaleza caprichosa; se le pide ser llevado al salón principal para desgajar su careo hasta la confusión, convertido si la hazaña ha sido digna de agasajo en feliz síncope.
          En el Forum Club de Capitol Drive la duración del suceso es tensada en dos ocasiones, la primera partiendo el filme a la mitad, ocasionando un duelo verbal entre Trixie y Avery, la segunda resultando en la fraudulenta sensación de que el caso ha quedado resuelto. En ambas, Rudolph y sus personajes se descubren aunque pretendan hacerse pasar por inquisidores. Los jueces de la obra desean contactar con el fondo, descubrir el punto oculto del contraplano, el tic del oponente, cariños enjaezados de reticencias, ironías escupidas con el esmero del lince; estas intentonas derivan en caos, desatino americano, mezcla de términos espaciales, salpicadura de verbos, uno hacia el vestíbulo, otro hacia el cielo clamando por la paranoia durable. La que los toca, hunde, cierra el pestillo al final del día, mira a un punto perdido centímetros al lado del objetivo y en ese trance sagaz se manifiesta bajo la forma de un suspiro en los ojos. Tras la aventura de Crescents Cove, ahora Trixie es mujer y no muchacha. Ella se queda observando la farándula cuando el batiburrillo sin saberlo se ha puesto a sus pies.

Trixie Alan Rudolph 2

Trixie Alan Rudolph 3

BALANCE VITAL I

BALANCE VITAL II

La fidélité (Andrzej Żuławski, 2000)

Clélia hace fotos, muchas fotos, y tiene treinta. La edad en que ─estaremos de acuerdo con Gasset─ allega a cuajar la primera línea de nieve sobre las cimas de nuestra alma. Toca abandonar el ábaco en cualquier esquina (el escrutinio no será científico) para entregarnos a una ponderación interior donde lo decisivo no pasa ya por el recuento del número de unidades, pasiones e ideas, sino por la proporción entre el debe y el haber. Búsqueda de sí enteramente consecuente, un beau mariage oportuno que no alcanzará a lograr Clélia ─fotógrafa de sentimiento pero también de profesión emigrando de Canadá a París─, tampoco el cineasta polaco Andrzej Żuławski ─al enredarse más veces de las debidas, en ocasiones con histerismo, entre las sábanas bajeras-tropos de coinspiración drama conyugal francés─; en cualquier caso, que se atreva a lanzar la primera piedra quien, como ellos, haya intentado hasta la completa extenuación equiparable embestida contra las detenciones del nuevo siglo. Aviso de enfrentar pertrechados con los endurecidos sesgos propios estos planos tornado: con mejor o peor tino, la pedrada se os bateará de vuelta.
          Las fotografías inconcretas, a la moda, artísticas de Clélia son de una transgresión rayana al desenfoque juvenil. Contra lo publicitario y las hienas, se conforma con dar a ver la vorágine del mundo, sexos decapitado el rostro, cataratas de clics; registra como vive, ni tan siquiera adecuando al motivo justo el justo tiempo de exposición. Del cóctel le seduce el agitar, del placer, la variedad. Defectos a la vista incluso para su pérfida editora ─«la verdad se fotografía tal cual», «Ud. no sabe nada», etc. Pronto, en el nuevo país conoce a Clève, quien sin cálculo se prenda de ella puro y le propone boda. Presenciar colindante a la declaración de amor la muerte del padre de Clève produce en Clélia el primer temblor, consigue que la hasta ahora descomedida invasiva resguarde el aparato digital tras su capa de encaje; incluso así, por malacostumbrado automatismo dactilar, en trance, abatirá algunos disparos velados del cadáver aún fresco. Analógica, respetuosa, para el entierro elegirá una Leica, llegará a recargar la palanca de avance, a encuadrar, pero ante la negra procesión y el duelo, no aprieta. Todavía inconscientemente, el dolor de Clève consigue devolver a Clélia hacia el contraplano propio, por una vez, encontrándose, exenta la necesidad de dos ojos que desde el otro lado del visor busquen desprevenirla indefensa.
          Desafiando su libre elección de matrimonio ─aunque al inicio del filme la madre le confiese que gustaría de verla emparejada, en orden al túnel de los planos, ninguno la determina─ aparece Nemo, un traficante fotógrafo sensacionalista, personaje ad hoc, despeño nihilista en forma de banal tentación contemporánea. Sobreviene el segundo temblor: fenecimiento de la madre acompañado de una frágil encomienda a Dios (cayendo de la ambulancia, Clélia arrodillada se persigna). Muy seguido, el tercero: cuando Nemo la captura encamándose con Clève, inmiscuyéndola en una guerra inexistente ─pero muy real a nivel mental─ entre los cuentos infantiles que su prometido escribe y la omnipresente sexualidad vegetal de un Mapplethorpe. Clélia a Clève: «¡Ayúdame! Quiero un hijo…»; recechándola desde su punto ciego, no cejando Nemo de hacerle la ronda, el perdido contribuye a obturar su desconcierto oponiendo a la dorada alianza un tipo muy espectral de cinismo, pues, para la conciencia turbada de Clélia, hasta el más trivial cascote proveniente de una experiencia ruinosa puede generar identificación, el espejismo de una hueca profundidad insondable ─por la funesta influencia de Nemo, Clélia atisbará a dudar desconcertada si la pornografía, la sangre o la directa apuesta alcantarillada por los combates callejeros de perros y brutos son la respuesta consecuente a la promiscuidad itinerante del World Press Photo. A partir de la muerte de la madre, una insoportable sensación de remar sin rumbo.
          Cuarto temblor, el decisivo: la voluntaria expiración de Clève por el amor defraudado. Dos trenes cruzándose irrefrenables, un aborto por desconsuelo y como nunca antes filmado un pañuelo ─el «security blanket»─ con mocos de llorera; Clélia se encuentra viuda. La asidua infidelidad de Clélia no requirió de un corte físico con Nemo para objetivarse, bastó el insidioso, patente, deseo espiritual de la cónyuge y el acicalado mundo de Clève se carcomió podrido eternamente. Żuławski paraleliza evidente esta historia con su L’important c’est d’aimer (1975): como Clève, también allí Servais Mont era una especie de indulgente venerable, y la confundida de amor, una treintañera Nadine Chevalier. En cambio, La fidélité guarda algo en su construcción íntima que no funciona, que no quiere funcionar ─los gánsteres no necesitan apalizar, chantajear ni ocultarse (manejan las portadas)─, irreflotable ─«un proletario lo es para siempre, igual que un intelectual»─  un balance vital que se hace imposible cavilar coherente (la edad de Nadine la conocíamos al principio del filme, la de Clélia, cuando ya no cabe marcha atrás). Al igual que el espectador, la mujer buscará la providencia hagiográfica, inútilmente… no obstante, siempre restará el retiro, un álbum de fuga que nadie comprará, consuelos minúsculos, monacales, como una flor rosa que se inserta durante cinco segundos para sanar una lágrima, liberando momentáneamente del ahogo, o una gota de rocío resbalando por un agave americano verde y amarillo que cayendo retratable se deja fotografiar. En cualquier caso, no nos haremos ilusiones, ningún atisbo indica solución de continuidad. Ante este panorama poco más nos queda. Asentiremos silenciosos al abandonar.

La fidelité