UNA TUMBA PARA EL OJO

POR LA BRECHA

Avant que j’oublie (Jacques Nolot, 2007)

Avant que j'oublie Jacques Nolot 1

«Un filósofo que habla de la estupidez siempre es sospechoso. ¿Quién se piensa que es? Como si hablando de imbéciles, uno se pudiera excluir a sí mismo. Como si la estupidez fuera el único tema que no se aplica a uno mismo. ¿Cómo podría ser la estupidez la excepción a la regla de la que deriva? La estupidez mata la novedad tan segura como la rutina mata el amor. Es inteligencia decepcionada que no puede entender la vida en profundidad, así que la explica en forma extensa. La estupidez congela el movimiento, transforma ideas nuevas en ideas recibidas, aforismos en proverbios, pensamiento crítico en sentimentalismo. La vemos en aquellos que dan lecciones pero no actúan en consecuencia, o en fervientes hedonistas, cuyos orgasmos sirven para olvidar que no son felices. La estupidez reduce el mundo a uno mismo, la diferencia a la identidad, como un acercamiento doctrinario. La estupidez elige reconocer en vez de encontrar. No es la enemiga de la inteligencia, sino de la inquietud. La estupidez inmuniza contra el sufrimiento de los otros. La estupidez no piensa, pero es indispensable, de la misma manera que los hombres sin coraje gritan junto a la multitud. La estupidez siempre tiene la última palabra, siempre tiene razón».

Jacques Nolot, puta en un sentido semántico del término, sin compromiso, sin casa, sin raíces, o así lo había apodado Roland Barthes a los veinte años, cuando ambos hacían cruising por baños públicos parisinos, permanece un espécimen extraño dentro de la cinematografía francesa, con todo imbricado dentro de una tradición en la cual las décadas no dan derrumbado la entereza con mayor o menor grado de orgullo de un superviviente paseándose por encuadres que aún reconoce como suyos. Quizá estos sean los últimos instantes en que un sexagenario pueda apoderarse así del trapecio urbano, sin que este lo destruya, filtre, absorba, imponiendo su historia dominada ya por cifras de recuerdos incesantes, evolucionando en paralelo a su digna carrera como actor unas entradas fílmicas ─también de probable calvicie─ que no hacen sino complejizar lo que en las películas de los demás pudo parecernos ansia positiva hasta llegar a antojársenos aquí, en 2007, lo que el propio Nolot enuncia como ansiedad negativa.
          Plagado por la acechanza de una triple terapia, asistimos a otro puntal más benigno pero no menos enfermizo de la temible New French Extremity, despreciable locución con la que erróneamente se ha venido asociando una faceta del Nolot cineasta. En un retrovisor de buhardilla desenfocada se acumulan los loqueros, las cartas de un amante anciano que llegó a zarandear lo suficiente al mimo Nolot como para hacer replantearse los términos de su adultez y su futura pregnancia económica, partiendo de su habitación hasta el retiro. Un lugar en el sol poco a poco siendo oscurecido, quedándonos con la puta fumando en su escritorio, rememorando con exactitud paranoica los años que datan desde hoy hasta cualquier día del ayer, en ambos lados de la cronología se sigue teniendo miedo de la policía, nadie está libre de cagarse encima, de llorar ante cualquier cosa guardada en un cajón, de poseer algo de orgullo en saberse francés y manejar la compostura.
          Una forma de vida, al calor de una brasserie, al amparo de una lona, en la que abrir el corazón, así como los tejemanejes de una economía que se balancea a los ojos de todos los vejestorios dispuestos a bajarse la bragueta avistado el primer signo de escapatoria con el que huir de crispados matrimonios, o simplemente jóvenes gigolos que ven imposible un horizonte donde convivir con una persona más de un mes. Podrán follar con clientes, comer con ellos, pero no compartir apartamento. Bajo los techos de los bistrós se negocia la permanencia, los grados del exilio, se ponen en común diferentes reencuentros. Si Estados Unidos jamás pudo exportar la comedia stand-up, por citar una de las tantas cosas que tanto les intentamos copiar ridículamente, Francia conserva aún en perímetros acordonados los restos de un ennui roto. No somos ignorantes, la época de los paseantes desconsolados ha fallecido, y no sentimos nostalgia, pero sí quedan los que aprovechan los desperdicios del tiempo para hacer de su decadencia un arte, un arte de postrarse ante los demás para enseñar cómo se puede uno apoderar de ese tiempo al borde de la calle, entre cristales. Alguien que quiere demostrar gratitud, siempre es una persona insoportable. No se sabe qué hacer con ella. Nolot recupera, mantiene en forma, la pasión apagada de exponerse, cuerpo, enfermedades, psicosis, sin degradarse, aunque estén literal y figuradamente rompiéndole poco a poco desde casi todos los estratos sociales, de la manera en la que se puede humillar a un burgués lúcido, a una persona sensible, sensitiva, su mera permanencia en la buhardilla, la simple preparación de un café, el prendimiento de un cigarro, aquellos momentos donde durar muestra los segundos ajustados al acto, y no a la inversa. Experto en autorretratos, su brocha no sobrecarga las tintas al mostrarse, pero tampoco tendrá piedad ni dará de más a los mirones de este maldito territorio, la supervivencia emocional a duras penas se mantiene, y aquel empeñado malestar del homosexual que ya ha pasado el juicio por fuego, ahora empotrado antes de ir al servicio para sufragar sus problemas de próstata, se incrusta a veces, penosamente, poco relumbre, en claroscuros recordando que la estetización extrema autoconsciente no ha de ser necesaria cuando esta cruel pasadura por la ciudad moderna no nos deja ni esparcimiento para ser manoseados por manos que nos hagan tener algo más que un orgasmo utilitario. Y en cuestiones de placer, Nolot no pasará por el aro de la estupidez.
          Estas personas que vemos filmadas con tanta templanza en Avant que j’oublie se la pasaron la mayor parte de nuestra juventud ─ya somos treintañeros autoconscientes─ como entrometidos en nuestra aplazada fiesta, y ahora, escapadas las conjeturas sobre el dos mil, monumentos en honor a no se sabe qué cambio, siendo algo viejos, descubrimos que echamos de menos a aquellas excéntricas coyunturas en carne viva que varias movidas pasajeras dejaron al irse las olas de la playa, la que veíamos de día, en balcones todavía no convertidos en masificaciones cavernícolas de terrazas. Una vez que Nolot retoma los viejos atuendos, el peligro del drag, reina de unas sombras en las que se adentra luego de una larga calada, desaparecerá en contraplano hacia un pasillo que bien podría ser la puerta cerrada por la que se esfuma la ficción, al consumarse el tiempo del habla y dar comienzo una saturnal oleada de asunciones carnales que el espectador entenderá no filmables.

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A los amores que no merecen ser contados a nadie

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Marc Rioufol (1962-2011)

INFECCIÓN A BORDO DEL TRANS-SIBERIAN

Eastern Promises (David Cronenberg, 2007)

1. YUXTAPOSICIÓN DE ENCUADRES

Corte tras corte, que al menos algo haya cambiado entre el primer y el último plano: principal anhelo de cualquier espectador. Pero ¿dónde y cómo se inscribe esta permuta? y, sobre todo ¿bajo qué condiciones podría tener lugar? La única pista rastreable, traducible a cambio de inauditos peligros, es el diario rosa en cirílico de una madre muerta; cuando lo encontremos será ya demasiado tarde para resarcirla, todavía demasiado pronto para saber qué pasó, sin embargo, lejos de aceptar el inicuo estado de las cosas, entre temerosos e incautos, perseguiremos su eco, un en off esclavo capaz de avalancharse sobre la mismísima mafia rusa. El trabajo de una colectividad ─Peter Suschitzky, Denise Cronenberg, Steve Knight, Carol Spier, etc.─ se compartimentaría estancamente si no perseverara agrupado bajo una mirada, la de David Cronenberg, encargada de establecer el destino y modo en que cada cual debe enrolar sus fuerzas para lograr inscribir en la implacable sucesión de planos la lenta mudanza de los sentimientos. Desde el otro lado de la pantalla hacia el cuerpo del observador inerme, huésped del arco tensando, el venablo arrojado silbante, la hemoglobina borboteando de una imagen pretéritamente sana. «Filmar como acto criminal». Aunque consciente de las infinitas relaciones cualitativas que es capaz de establecer un encuadre con otro (cercano en el metraje, alejado…), Cronenberg conoce de la ineluctable primera norma del movimiento ensamblado: los trasuntos de la diosa yuxtaposición.
          También, del horror de un cuerpo a traspiés por la arista, el de Viggo Mortensen por ejemplo, de Tom Stall a Joey Cusack (A History of Violence, 2005), de ladrón en la ley a espía encubierto (Eastern Promises), de agente a paciente (A Dangerous Method, 2011); y a cada balanceo una flagelación, con su cicatriz, tatuaje y envilecimiento correspondientes. Por definición, la arista debe su ambivalencia a dos caras que han de ajustar cuentas ─yuxtaposición (plano medio, primer plano, detalle)─, mientras que el vértice ─o encuadre de situación (plano entero, plano general)─ goza aquí de un filo menor al suponer una especie de preparación del delito, armisticio a punto de conflagrar o provisional consenso metaestable entre los ángulos en pugna. La voracidad del espectador choca, es disipada, al encontrarse forzada a percibir los tortuosos parajes de Londres desde el interior de una abolladura.
          Tres espacios para comenzar a negociar el canje: la barbería de Azim, una farmacia y el Trafalgar Hospital, presentados con la inocente limpidez de un juguete precinematográfico, uno detrás de otro, caballo al paso sucesivamente. En cada uno, un pedazo maduro de realidad muere o se precipita al desvanecimiento (Soyka, Tatiana, Ekrem), pero también algo raquítico, necesitado de cuidados, contiende ambivalente por venir al mundo (la verdad, aún oscura, la neonata “Christine”, aún sin nombre). El match cut es canalizado por la sangre afluente, los compartimentos se inundan, y los objetos, anclados de concreción, no llegan a flotar porque no son brillantes extensiones implantadas tras los rostros, más bien órganos por derecho propio del animal que los posee. Corte de escena: de las piernas entumecidas de Tatiana, llenas de rojo, a la camilla del hospital azul en movimiento. En el pasillo solo tendrá lugar un plano, síntesis por eliminación de todo lo superfluo; este, a su vez, estará conformado por tres encuadres: la extracción del diario del bolso, la cara de Anna ─filmada por primera vez─, y el semblante decaído, con respiración asistida, de Tatiana, acariciado con prisa balsámica por la comadrona. Separando los tres encuadres, dos paneos verticales en dirección inversa. Se trata de condensar, en el menor número de planos posible ─y sin ceder a la provocación del exhibicionismo elíptico─, lo que muda en una escena, aquello mínimo que se traspasa, contagia o viraliza. Quince cortes ─la mayoría de ellos primerísimos planos que, no obstante, transmiten una idea fiel del hospital (sirviéndose de un uso preciso del aparataje médico y los atuendos)─ bastan para que en una misma sala Tatiana muera y su hija comience a respirar. Justo después, certificando el fenecimiento de la progenitora, Anna echará una mirada a la recién nacida y en moto se dirigirá volando al riesgo.
          La palabra, por sí sola, no basta para engendrar sentido fílmico. Debe estar inscripta en las fauces de la bestia. Voz, rostro y espacio acústico registrados en su plena articulación temporomandibular ─capaces de hacer presa─, mediante un despliegue de encuadres que oscilando, hermanándose o intercambiando energía irá conformando una suerte de coalición dentada; sistemática abierta donde el menor accidente programado podrá virar el rumbo de la serie. Nada separa el espacio de la bestia, el objeto de su garra. La ustura no es una pieza que pase de Azim a Ekrem, su sobrino, para rebanar el cuello a Soyka. La navaja es Ekrem: una vez encuadrado en plano detalle el traspaso, gestada la incertidumbre previa al gesto asertivo (el letrero de CLOSED, cortinas cerradas, dicción enlentecida), la hoja forma parte de su cuerpo deficiente mental. Una promesa y Ekrem abandona su ser romo, obtuso. Pasa a ser peligroso. De ahí en adelante, lo que quedará será breve, súbito, seco. Lógica condenatoria del traspaso donde alguien queda endeudado en la transacción, quizá, mejor decir manchado, infectado por el microbio inherente a la mano de quien ofrece la oportunidad de redención, el bien.
          Así, dependiendo de la colocación del plano detalle ─por cinegenia, siempre incisivo─, la función de este variará según donde se inserte en la escena. Deberíamos, sin miedo a la obviedad, hacer un pequeño apunte, ya que no es nuestro objetivo ejemplificar el propósito de una pieza-recurso trabajando en el interior de un acoplamiento; no hay aquí una finalidad unívoca, sino el juego continuo donde la recolocación de un elemento propicia que la energía intercambiada comience a circular, se encauce o explote. Alejándonos paulatinamente del encuadre de situación como método de inicio de escena, también el plano detalle puede colocarse como molécula de apertura, por ejemplo, el momento en que la (antigua) tarjeta del Trans-Siberian retorna de Anna a Semyon.
          Obsérvese el desarrollo:
el encuadre comienza con la mano de Anna, en plano detalle, sosteniendo la tarjeta; por la izquierda, se introducen los dedos de Semyon recogiéndola, y la mano de la mujer se retira de campo por la derecha. Interesante contraposición. La escena anterior terminaba con Semyon devolviendo un violín a dos crías, y ahora es él quien recibe de vuelta una cédula que le pertenecía ─«This is and old card, from before the renovations»─. Al cortar, abriendo a primer plano, percibimos la elipsis: hemos ido con ellos del comedor a la cocina (trastienda que incrementa la tensión). La tarjeta, cargada de pasado, vuelve con violencia queda al jefe del restaurante, antes confiable, ahora solo una máscara engañosa para Anna. Algo ha cambiado al cerrar y abrir el campo visual. La yuxtaposición que viene no será ya la misma, pues Semyon se ha tornado silenciosamente severo con un gesto en apariencia invisible, y Anna acusa el espasmo, dudando de la reacción. El siguiente detalle introducido en el découpage pertrechará un campo de fuerza, en forma de falsa calma, a punto de reventar: hablamos del borsch carmesí siendo removido por la cuchara de Semyon ─«Perhaps [Tatiana] she ate here once…»─.
          La inversión en el orden de tales planos detalle habría cambiado por completo el sentido de la escena. Cerrar el campo permite estatuir la yuxtaposición recontando los traspasos efectuados, impidiendo que el plano-contraplano canse, repita, pues asistimos, con cada contacto al detalle que los quiebra, a un aumento de su carga vírica. Los grandes cambios de la serie, entonces, se producirán a nivel microscópico, por una minucia, en un flash. Algo que se renueva o vicia cuando retorna la apertura, el primer plano de la bestia.

Eastern Promises David Cronenberg 1

Eastern Promises David Cronenberg 2

Eastern Promises David Cronenberg 3

2. VIOLENCIA DOMÉSTICA DEL PRIMER PLANO

Hay que captar atentamente el instante en que las cosas cambian, y el cineasta canadiense, transparente en su construcción, amable con el espectador, más que hacerle el trabajo al ojo busca disponerle del campo ideal para trabajar. De ahí que todos los cambios súbitos, en principio parvos, puedan captarse al primer golpe de vista.
          Huyendo del sistema, otro tipo de energía puede ser canalizada cerrando el campo que nada tendrá que ver con la violencia más explícita. Yendo en moto por ejemplo, acompañando a Anna, adentrándonos en un circuito lineal donde la presión ambiental es redistribuida por los cortes. El día a día enrarecido, primera víctima del homicidio mudo, contribuyendo a él, logística cotidiana de las relaciones coactivas que tensan la prole. ¿Dónde se emiten, susurran, gritan o lloran las palabras de la fauna acechada por la bestia? En la más absoluta domesticidad. Los estancos comienzan separados, pero, a través del desplazamiento de la materia por las concavidades del mapa, encapsulados los cuerpos en el encuadre (también prisión, nunca lo olvidemos), tenderán obligados a conmensurarse, acechantes, dudosos, desconfiados, sin opción.
          Abordando los quehaceres cotidianos de Kirill, lo sorprendemos hinchando globos con el tierno objetivo de entretener a una niña de la familia (está ayudando en la preparación de una fiesta). Dulcificando al hijo del capo, se nos brinda un conciso plano de la red del techo acogiendo la caída del globo recién lanzado. Acto seguido, un encuadre abre la siguiente escena después del interrogatorio en off a Semyon: es Kirill dando los últimos toques a un pavo relleno. Meras pinceladas de prosaica cotidianidad, ya que la labor diaria no puede quedar en fuera de campo si queremos conocer el avatar de un personaje. La atención a la comida o a los globos hinchables, gestos y labores que de manera natural se superponen a la dureza que trata de fingir Kirill y ensalzan su condición en unos pocos segundos, dándonos a ojear los frutos de sus actividades rutinarias, asuntos insignificantes en el devenir de cualquier trama.
          El terror que preludia la aparición del “siguiente plano”, del “encuadre que vendrá”, lo determina el casi saberlo, intuir el corte, sentirnos inmersos en un corredor de la muerte que transita de un general hacia el primer plano. Cuando se quiebra o prorroga este sistema, es aún peor, porque sabemos que llegaremos (el metraje es implacable), sin conocer el cuándo. La primera vez que Anna aparca frente al Trans-Siberian cruzará miradas con Nikolai y Kirill pero ni una palabra (Nikolai se va, ella llega y Kirill permanece). Antes de subirse al coche, Nikolai tiene tiempo de hacer a Kirill ─en clara superioridad numérica como rubrica el encuadre─ un comentario despectivo sobre la mujer. Llegados a tal punto, cualquier espectador avispado se apercibe, temblará ante la idea ─sentimos desprotegerse el rubio pelo de Anna al quitarse el casco─, de que los tres volverán a encontrarse. Los constantes resbalones de sus personajes nos inclinan a pensar en Cronenberg como un cineasta de drama, pero el conflicto es uno de cuerpos ─acotando el aforismo de George Bernard Shaw al gusto del director─, necesitados de desplazarse, de recorrerse en propagación para comenzar a infectarse, como así lo atestiguan todas las idas y venidas de Anna, de las afueras de Londres al céntrico Trans-Siberian. No interesa aquí mostrar una vista turística de la ciudad, sino tasar de qué manera el movimiento, contrapunteado por el rostro de la mujer comprimido en gafas motorísticas, redirige el drama. El vehículo no tardará en estropearse, desbaratando el recto desplazamiento, introduciendo la oportunidad para el choque de personalidades.
          Después de la paliza de Semyon a Kirill, correctivo aplicado por imprudente, por mal hijo, la salida de Nikolai del Trans-Siberian es acompañada con un travelling ligero, atraído por las exhalaciones de Anna, que le guiarán curioso hasta el callejón aledaño. Una vez situados los cuerpos ─uno a cada lado del vehículo─, expuesto claramente lo que Anna está haciendo ─tratando de arrancar la moto─, los personajes trabarán conocimiento mediante primeros planos escanciados por un par de detalles del pie de Anna, que patea el pedal infructuosamente. Rompiendo el esquema, Nikolai se acercará a la mujer en general para propiciar un corte que los englobe a ambos en plano americano. Le ofrece su ayuda, y aunque tampoco en detalle su pie conseguirá hacer arrancar la moto, algo consigue traspasarse en ese intento de jactancia; el final de su conversación será recogido en planos-contraplanos que reúnen a los dos, adosando en adelante sus suertes. Nikolai, finalmente, la convence para llevarla a casa. Plano desde la luna delantera del coche, Anna sentada detrás: vemos a Nikolai manejar y a ella hablándole de Tatiana, en encuadre frontal que solo se quiebra tres veces para mostrar la nuca de quien remarca su ocupación de conductor ─«I am driver. I go left, I go right, I go straight ahead. That’s it»─, revelando una opacidad inherente al plano subjetivo que pueda tener Anna por lo poco que de él sabe.
          La distancia que mide Cronenberg en su captura de los rostros deja un mínimo de aire por arriba, bastante a cada lado, exponiendo al descubierto el pecho porque al hablar elegantes o encrespados solemos gesticular levantando hasta ahí las manos. La fascinación la otorga el carácter, no la atracción febril de embeberse en un rostro hermoso; parangón osado: los visajes que registra el cineasta son filmados retirando la gasa, en inverso modo al procedimiento del cine clásico consistente en esfumar la luz que entraba por la lente intercediéndola con tejidos. Cabe reparar que en la cuestión del primer plano se juega además cómo registrar a una serie de stars (Viggo Mortensen, Naomi Watts, Vincent Cassel) poniéndolas al mismo nivel que a un director en horas bajas (Jerzy Skolimowski), ahuyentando, a falta de seda, cualquier atisbo de suntuosidad en los rostros y a Apolo de las complexiones, desechando asimismo la procacidad hiperrealista. Todos los cuerpos son víctimas de una misma conmoción más o menos reflejada, mejor o peor llevada, y el primer plano captura diligente los aspavientos antes de que el linde los embellezca o por el contrario el declive absoluto acabe empapando de náusea el gesto.

3. ESPACIOS LIMÍTROFES

Los aledaños de Eastern Promises no se representan exclusivamente en la curva emocional por la que los personajes se deslizan, también por los acordonamientos espaciales que disyuntan la cotidianidad de lo bronco, la bonanza de la tromba. Opuestos desde el momento previsto en que el cineasta opta por mostrar el hogar de los Khitrova casi únicamente desde el interior, sustrayendo cualquier fachada o punto de anclaje situacional; solo presentimos que está lo suficientemente alejado del Trans-Siberian como para que las fauces de la bestia no alcancen a corromper con su sombra la claridad matutina que riega los despertares de Anna, al mismo tiempo, demasiado cerca, pues los tejemanejes de la vor v zakone consiguen permear, enturbiando con un velo claroscuro, las cortinas por las que Helen se empeña en atisbar algún vestigio de la desaparición de Stepan.
          Un pseudoaxioma: no temer la identificación directa del aparato con el estado anímico del momento, siempre y cuando el gesto aplicado para introducir la contraposición no sea en demasía desquiciado. Cronenberg no apuesta a la dualidad basada en el equívoco, más bien se entrega a una simpleza de significación cuando opta por entintar con la luz de un amanecer cálido la última mañana de Anna, y elige, para bañar la muerte en el embarcadero, un viento proceloso. El clima acompasa la emoción, huyendo del artificio posmoderno de contrariar al espectador apilando lo opuesto. Lo limítrofe, el postrero confín, un embarcadero donde Kirill y Nikolai se disponen a tirar a Soyka ─la víctima de la ustura Azim-Ekrem─ al mar, confiados de que la marea lo mantendrá sumergido hasta después de la barrera. Aquí, uno de los planos más elevados del filme se introduce a la altura de una farola, con la cámara temblando ligeramente, dubitativamente fija, como mecida por la brisa de un viento que amenaza con incrementarse. Lo que seguirá a esto será un falso desvanecimiento. Soyka reaparecerá en la playa inglesa con una nota de Nikolai, para que el FSB (nueva KGB), encarnado por Yuri, abra el saco y lea la minuta del por ahora encubierto ─para nosotros─ “chófer”.
          Es necesario apuntar el retorno de este plano elevado en el clímax de la película, antepenúltima escena, cuando la noche ha sustituido al día y Kirill se prepara para arrojar al no difunto bebé, Christine, a las mareas inglesas. Rescate a última hora: Nikolai y Anna convencen al destartalado hijo de Semyon de la maldad del padre, y la intención del infanticidio se fuga de su mente perturbada al no verse capacitada su alma para arrastrar de por vida un crimen demasiado cruel. Kirill llega a esperanzarse, enajenado, columbrando un futuro mafioso al lado de su guardaespaldas que nunca llegará a materializarse. He aquí la reaparición del plano, con un temblor todavía más notorio, sucediendo al primer y último beso entre Nikolai y Anna, un beso que tarda instantes en resquebrajarse. Mostración, mediante el binomio, de lo que se rescata en el transcurso de noventa y nueve minutos: una vigilia infantil a la que se le concede un poco más de tiempo.

Eastern Promises David Cronenberg 4

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La frontera del filme se pone en escena a través de la brisa, las olas, el mar cuyo último destino es el anonimato de los muertos, las heridas limpiadas por las profundidades del Atlántico, el cerco, la valla, el embarcadero y sus escalones. En la misma ciudad pero al otro lado del mundo, el hogar de Anna, donde tres veces mañanea a lo largo del metraje. La primera, tras la muerte de Tatiana, con el germen de una incertidumbre, luego, pocas horas después de la desaparición de su tío Stepan, cerca del límite, y, para finalizar, Anna en el banco del jardín dando mimos a Christine, nacida sin madre oficial pero con una adoptiva. Al término de la duración (plano que cierra el filme), Nikolai está sentado en el comedor transiberiano jugando, como de costumbre, con la correa de su reloj, mientras el último camarero al fondo adecenta la barra para el día siguiente. A pesar de todo lo que rebota en el cuerpo de Nikolai ─ninguna trampa para escondernos su identidad, todo está ahí desde el primer plano en que aparece (arrojando un pitillo al suelo, con un chucho ladrando, en un breve plano entero… a espaldas suya, es Kirill el que ordena al perro callarse)─, lo desquiciado se ha implantado de forma tan aplacada en su rostro que bien podría pasarnos por una realeza algo trasnochada, en cualquier caso, lejos de la inseguridad de su protegido. Impávido e inquieto, el encuadre final descubre a Nikolai entre dos puntos, sumiso ante el engañoso término medio, en la cuerda floja, suave intermedio entre la dócil seguridad del hogar y el furioso raudal de una realidad abocada al homicidio silencioso. Impetuosidad y marcas tatuadas, cuyo irrevocable hado equivale a pudrirse bajo tierra, retornar al mar junto al resto de alimañas apátridas corrompiendo incluso más cruelmente que el hombre los cuerpos de los finados.
          Un estrellamiento íntimamente relacionado con el reverso oculto de una nacionalidad rusa deseosa por reconquistar algo de aristocracia y magnanimidad, de volver a pisar, legítimos, los pasillos del Hermitage, de vivir demostrando al mundo que con un fajo de billetes y algo de protocolo un gesto puede pasar de patético a imponente. Sin embargo, pocos lo consiguen, y descubrimos que el linaje no se debe únicamente a la relación de sangre, pues Kirill, hijo pródigo, brega durante todo el metraje por avituallarse de unas muecas que, aunque camufladas de espasmos, le vienen dadas a Nikolai, disfrazado de vor que encubre a un miembro de la FSB trabajando bajo la licencia del gobierno británico. Dos opuestos en los que la constitución natural tiene la última palabra. El capo Semyon, aunque pederasta, en comparación no sale tan mal parado, pues para acabar tenemos al cobarde de Azim, la típica rata que salva el pellejo engañando, atrayendo a sus paisanos hacia la picota.
          La trastienda del patetismo ruso amenaza los primeros planos, enfrentando al pasado histórico un presente pragmático: Stepan, tío de Anna, situado en el espectro de los personajes no-violentos, bebe insistentemente de su copita ─acto que ha contagiado a la sobrina (subrepticiamente le desplaza un poco de alcohol cuando lee el diario)─, y aunque de manera risible intente ratificar sus maneras aprehendidas, terminará sometido al reglamento policial de protección de testigos, apartándose en Edimburgo. «He´s old school. He understands situation. Exile or death». Un destierro temporal lacónico, sin traza alguna de romanticismo, despojado de epopeya, como acompañante silencioso de los pasos basculantes de cuerpos por la arista, también filo impalpable, sitiada de convulsiones, insistentemente registrada por la lente de un objetivo que nunca busca la crónica de los estertores en el hampa, sino tentar acercarse al canto más impuro de una serie de figuras antaño invariables, hoy en perpetua conversión ─desprovista de moraleja─, revelando por el camino que basta una rueda dentada para ensamblar de por vida al organismo con el escenario.

LECCIÓN DE CINE

ESPECIAL CARLOS REICHENBACH

Falsa loura (2007)
Reichenbach filho o el porno tropical; por Louis Skorecki
Dos testimonios de Carlos Reichenbach
Garotas do ABC (2003)
Argumento cinematográfico de «Dois Córregos – Verdades Submersas no Tempo», comentado por Carlos Reichenbach

Era algo difuso, se producía una revuelta focalizada en una provincia X de Andalucía que terminaba ocupando un grupo Y de anarquistas. Sonaba mi voz y decía “en mis tiempos, los padres de mis padres de mis padres no enseñaban a sus hijos cómo vivir en las cárceles, les enseñaban a no morir”, y luego la tuya preguntaba “cuéntame cómo continuar esta revolución, solamente sé vaciar las arcas, que no es poco”. Más tarde, inconexamente, estábamos tú, un amigo tuyo y yo en El Corte Inglés. Me sentía rabioso porque iba comprando ropa muy barata y vosotros dos me mirabais mal. Te lo cuento nada más despertarme para no olvidarme. Como tú, no me psicoanalizo, pero lo de Andalucía se ilustraba con imágenes de gente desnuda duchándose en unas cloacas y coches de políticos intentando abandonar la frontera.

Sueño de A. el 16 de julio de 2020, dos días después de ver Falsa loura, retransmitido a N.

 

Falsa loura (Carlos Reichenbach, 2007)

Falsa loura Carlos Reichenbach-1

1. LA MÚSICA DE LA FACTORÍA

Hemos vivido más de año y medio bajo la sombra de Falsa loura. Cada vez que vemos una nueva película construimos un baremo imaginario donde el límite lo constituye el filme de Reichenbach. El metraje de tan bella obra ha circulado más de 500 días sobre la autopista de nuestras vidas uniendo reflexiones y sueños, golpea insospechado en azarosas pausas de la rutina diaria, emocionan como el primer día las alegrías gritadas en el comedero de la fábrica en la cual las protagonistas hacen el turno semanal. Han pasado varias estaciones, repetidose han los días del calendario, y todavía no nos suelta este trozo de celuloide, tan grande pegada supuso que hasta las imágenes de duermevelas menos apacibles o más tormentosas han cambiado su tonalidad. Si The Last Days of Disco (Whit Stillman, 1998) acapara nuestra novelesca memoria como el filme esencial sobre los yuppies en el cambio de siglo, el de Reichenbach supone lo mismo para la clase obrera brasileña a principios del milenio. No aceptaremos oprobio alguno hacia esas supervivencias, estos filmes cimentan la moral extraviada con arraigados tajos. Un mundo roto, São Paulo tristón, de gente medio engañada consigo misma, encarado por el cineasta porto-alegrense luchándose sudoroso al cabo de la acera el respeto que merecen tanto la camisa cara del pijo como las uñas astilladas de una trabajadora de la factoría. No nos extraña la inclusión de revueltas en sueños convulsos al echarnos al colchón y cerrar los ojos tras pasar dieciocho horas revisitando el filme a corazón abierto sobre suelos insolentes, perdiendo amigos, triunfando inconstancias. Son filmes así los educadores reales de la ética, ilusionantes, haciendo inútiles las divisiones entre alta y baja cultura escindidas por flancos oportunistas. Falsa loura, cine popular, sociedad encantada y sufriente.
          La protagonista de este filme, como su título indica, es una rubia teñida. Su nombre aparecerá al principio del siguiente párrafo (confiamos en que el lector lo retenga) porque preferimos terminar este con una pequeña reflexión primeriza, para nosotros esencial. Aquí va: cuando la zalamería del obrero para con sus fantasías se esfuma transformándose en pura devoción hacia ídolos de barro, concordaremos en intuir que el cineasta capaz de captar esa variación ha entendido al menos una idea sobre los sentimientos que residen en la existencia de un asalariado, sentires dulces, presos de una variación incesante, tan ambiciosos como los de cualquier otra clase social. Las disoluciones han hecho de nuestra rubia una mujer suave, cariñosa, atenta, alentadora… y no por ello han eliminado lo infausto de rendir el espíritu hacia una canción afectada o de no poder evitar el subyugo por los fantasmas de una mala noche; al menos conocemos bien el sentimiento del mundo pasando por delante de la luna del coche, o la embriaguez de un guiño cuchicheando de madrugada arrímate a mí. Sí, es la otra vida, donde no cuentan las horas, pero luego viene la sirena, la maldita sirena de la fábrica.
          Silmara, muchacha de sonrisa amplia, pasa los días de la semana creyéndose reina de los confines limitados del trabajo ─allí, ella es la fuente a la que acudir en busca de consejo, anécdotas, templanza de humores─, la entrañable o irritante sabionda de clase, según se la vea; adoptar una postura altiva ante los demás es en ocasiones signo de abatimientos demasiado hirientes, urge esconderlos, ser la más chula de la calle, rutilante estrella de su propia película privada. Si nos emocionamos al volver a Falsa loura, algo de esta exaltación triste nos la convoca el orgullo de la chica teñida: Silmara extiende sus dones por doquier, un instante pícara, otro pasional, de día diligente y animadora, de noche la que une al grupo, se preocupa porque todas consigan pareja. No olvida rencores con facilidad. Es la obrera por excelencia de los últimos veintiún años revueltos de cine, la gloriosa mundana, procacidad invitando a la asonada enclaustrada en tres acordes de balada melosa. Melodrama aligerado, hipérbole clásica sustituida por desenfreno verbal vulgar, una vulgaridad con musicalidad que encandila, hasta el punto de sonar inventivos los diálogos más soeces en el comedor a la hora del descanso. El habla ociosa reemprende su vuelo ligero, plagado de timbres a los que nos gustaría abrazarnos, las voces resultan cálidas, la noria sigue girando, también las cintas mecánicas. Creíamos conocer esos sonidos fabriles por multitud de filmes empeñados en que nos atronen los ruidos con su feroz insistencia, pero la aproximación era errónea, infiel a la armonía de voces que se les superponen en cualquier situación con algo de humanidad. Las chicas no escuchan las cintas maquinales, se ponen cascos y piensan en Luís Ronaldo ─un Julio Iglesias paulista─, sueñan con aquellas princesas lejanas, reemplazando su rostro por el suyo, trabajan desplazando el desplazamiento mecánico a un lado, imponen indirectamente su comedia a la terca insistencia de la máquina que no cesa de funcionar.
          ¡Cuántos años llevábamos esperando escuchar estas voces guasonas! Navegando imaginariamente entre algodones de azúcar, a la par del curro, una resistencia como cualquier otra: si dejamos la mente quieta mientras pasamos la compra ajena por el código de barras, habremos perdido una batalla crucial. El vagabundeo mental de los deseos desairados acaso consista en el primer paso para un futuro incendio, ese que mandará al quinto infierno la fábrica. Sano consejo aplicado con celeridad por Silmara, aquí no cesa el carnaval, a contracorriente, su día a día bien valdría cien canciones de Caetano Veloso, y nos quedamos cortos. Silmara va a donde le conduzca el destino, y aunque el vínculo que la esclaviza por jornadas no afloje, ella destensiona pletórica lo que se le ponga por delante, de un beso a un empujón, en zigzag, en fantasías breves con las que desnuda y encamada imagina karaokes con lona falsa simulando el mar. Ave de paso, no hay monarquía que corresponda más a las clases subalternas que la aristocracia bravucona y tierna de la Silmara. Por defender su moral, romperemos el más robusto armisticio de compromiso. Le regalaremos una entrada para seis conciertos, ni asistiríamos siquiera, pero a ella la queremos ver risueña, sonríe por nosotros, Juana la Loca, escupe a las Malinches de extrarradio con la dicha de los tocados por el pasado, tantas heridas intuidas en la mitad quemada de la cara paterna, antiguo pirómano, condenado a vivir encerrado, una vergüenza social, otro desarraigado; Antero es su nombre, no lo degraden, ella se enfadará.
          La rubia conoce perfectamente la realidad que le ha tocado vivir, pero qué estupendo ver la contracara ofrecida a cambio, no se puede resumir la cuestión capitulando que este es un filme de sueños estrellados, ni siquiera uno que ratifique o condene el ambiguo valor del autoengaño. Preferimos pensar en él como una suite que pasa del rock a la lambada, y luego a los ruidos chirriantes de las puertas mal cerradas del hogar. Silmara no se anda con chiquitas: de las del grupo es la que más se preocupa por Briducha, mujer joven con poca confianza, algo desarreglada, a nuestra heroína no se la ve tranquila hasta que esta no regresa al trabajo ─el plano rapidísimo de la muñeca de Briducha cortada nos hace padecer en un segundo los terrores de mil noches derrochadas malamente al ofrecer pasión y recibir desdén─, y mucho soñar con Bruno, el ídolo del momento en su barrio, pero a la primera que se pone malencarado de verdad le manda a tomar por saco, para luego, en la fábrica, narrar su noche con él como si hubiese sido leyenda ─al igual que la historia universal, Silmara concede por vergüenza o vanidad al pueblo explotado los hechos fabulados que él mismo pide, al estilo del editor del periódico en la conclusión de The Man Who Shot Liberty Valance (John Ford, 1962)─, mientras que en privado le confiesa a Luiza que el tipo fue un desgraciado cabrón. Ninguna debilidad, flaqueza o estupidez en la que pueda incurrir Silmara logra tergiversar la clarividencia que señala que la redención del proletariado se encuentra ahí, entre las trabajadoras de la fábrica, por ejemplo, a la hora de comer haciendo chanzas, confluyendo, por muy escoltadas que estén de bandejas plasticosas, un catering con pinta horrible y plátanos siendo pelados con tirillas que molestan. Los travellings de ágil, solícita atención a la mujer que habla nos comunican que dichas charlas no son adventicias, sino el tuétano del hueso. Constante ir y venir de sentimientos, pueriles o estimables, vivo reflejo de la existencia diaria que nos atañe. Quizá de los momentos más bonitos del filme: ella le dice al padre cómo me ves con este vestido nuevo, y luego de regalarle él un fajo de billetes, Silmara le devuelve algo pal cofrecillo a escondidas, repartiendo el resto en hacer a sus amigas felices en el pub sin remordimientos. El anhelo de Natalia Ginzburg, al dinero no hay que tenerle respeto, debe gastarlo uno sin reparar en ahorros vanos; el filme de Reichenbach nos emociona con la misma facilidad que la prosa de la palermitana, una lección de cine donde las grandes virtudes dejan en calzones a aquellos directores preocupados por rellenar el cupo satisfaciendo un sinfín de pequeñas virtudes derivadas. Diáfano en su descripción de un día a día que se nos había venido escapando, el aparato calienta con sus latidos la indiferencia concurrente.

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2. ENTRETIERRAS, CON DEVOCIÓN

Silmara atraviesa la verja de la fábrica y la sirena la recorre como una ráfaga cruda de viento venido del polo, los dedos de Dios sin clemencia desplegando su pelo teñido en rizos soltados al aire, da pena mirar hacia adelante, Silmara, da pena ver en lo que ha quedado Brasil tras el derrumbe de un régimen dictatorial variable que lo mantuvo preso dividido de facto en una lindera mentirosa, estableciendo una región tercermundista desde donde filmar en plano secuencia el alboroto sin propósito, en números rojos, de la errancia mareante desesperada de aquí hasta el infierno, los filmes de Rogério Sganzerla, la guitarra destrozada contra el otro lado de la línea chiva. Ahora las dobleces sindicales, la ciudad ruina, la prostitución consentida hasta por familiares cercanos si se tercia, los deseos banales, lejos de cualquier utopía, caprichosos, pero con saña, provocan que la pobre Briducha se corte la muñeca izquierda. Hija mía, ningún hombre merece eso, igualmente, si quieres hacerlo bien, rájala completa, contestará Silmara. La falsa loura vistió a Bruxiña para hacerla reina, una pretty woman del arrabal, cubierto de arraclanes y grillos que no calman. La quiso ver deslumbrar en el Alvorada, ella es capaz de eso y más, deleite en transformar al camarada y acto seguido ver cómo admira los esfuerzos el cerco local, conformado por hombres cochinos y mujeres abnegadas. Felicidad sin envidia, superposiciones uniendo el paseo ante escaparates que van hilvanando telares por los lapsus de cualquier experiencia, un paso de segundos donde nos tornamos de jubilosos a enfurruñados en un chasquido de dedos. Se puede ser libre incluso en estos tiempos, reclamar nuestra boca diciendo mío, con los pies bailando, y desconcertar a la cámara de vigilancia; si la vida obrera es ya producto de un escenario vil, actuemos en el traje de los peores actores del mundo, al final, son los que más se divierten con la refriega entre bambalinas. Vamos a darles el show de su vida.
          La mirada fugaz hacia el objetivo por parte de Luiza, efectuada cuando un corte enlaza dos movimientos de cámara a través del tronco de un árbol plantado en pleno asfalto, ilumina en muy pocos segundos el secreto de la película, sella la división transparente que divide el metraje, el paso del trío a la pareja. El trío estalla en la única noche registrada en el club, y se ha filmado constatando los tanteos que en un mismo plano se pueden dar entre tres mujeres: una seduce, otra impone, la última escucha, cambio de roles. Vínculo inescapable con la historia (Hawks, Cukor, Stillman). El dos, por su parte, explota al acabar el filme, con el último dúo propuesto, entre Silmara y São Paulo; ella es la ciudad y nosotros ciudadanos ─volveremos al término del texto a esta cuestión─. Seguimos escribiendo y es tentador recurrir al término “seducción”, el filme lo hace a gusto y lanza un tropel de recursos, los quiera coger o no el receptor, vuelan la pantalla y flechan la univocidad en las caracterizaciones de los personajes… ¡La de filmes que se contentarían ya con eso! La seducción de Falsa loura es cuestionable, va acompañada de una insinuación malvada hacia el espectador ─Regina mirando a cámara mientras baila con Silmara, al comienzo del filme, el plano se superpone con una panorámica entrando y saliendo de la ciudad desmantelada─. «Te estamos seduciendo, amable asistente, sí, pero la seducción forma parte nuestra, no te incumbe a ti en exclusiva». Seducción relativa.
          Por eso avivan la templanza del humor esas horas en el pub Alvorada, quizá la secuencia más polisémica del siglo XXI, desmonopolizando la dictadura de los sentimientos sucedáneos en insania gozosa, lengua de gata latina, meneo ajustado a los cambios de ritmo de Sylvester, el DJ pirado, sabroso, nuestro buen patrón, tan generoso que hasta nos podrá besar la boca mientras meneamos el culo. Caben desde esnifamientos disimulados lo suficiente, rencores de vengo y me voy, hasta la formación del grupo a última hora porque se merece una buena mesa para supervisar el espectáculo de lo social en directo, en medio, brindis a la desventura ya que emborrachándonos no queremos hablar de amor ni perder el tiempo con devaneos insulsos, también habrá carantoñas para todas. Lo palpitante por debajo de los vestidos y corbatas iguala la necesidad de montar la propia dramaturgia de la vida personal, concerniendo a nuestro entorno más inmediato, reclamar para nosotros los tres actos, probar a engañarnos pensando que mañana no sonará la sirena. Quién sabe, quizá nos instalemos en Dois Córregos con el chico de nuestras fantasías, delirios fruto de placeres individuales, pósters cutres, balanceos destinados a romperse pues solo en la antesala de la culminación el obrero puede ser libre mientras el yugo se mantenga flexible. De difícil disimulo, inmiscuidas en sus indudables encantos, relucen también las intransigencias retraídas de la clase obrera, camarillas venenosas, arrebatos de ira mal dirigidos, injustificados, homofobia discrecional, racismos intestinos entre individuos de la misma especie pero pertenecientes a distinta camada: la obrera industrial guarda inquina a la del textil, la frígida a la vagabunda, la blanca desconsidera al crioulo como si el lugar de este correspondiera un peldaño por debajo, el pobre desmereciendo al más pobre aún. Sin embargo, si Brasil va a seguir presa de la zafia democracia y la fragmentación, entended que nos emocione la necesidad de un pequeño revolucionario dando fe de aquellos fuegos en pugna durante un instante en el tiempo quebradizo del pasado presente.

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Reichenbach parece ya tan desligado de cualquier método de producción típico brasileño ─Globo Filmes no le ayuda desde Garotas do ABC (2003)─, como si hubiese hecho su película muy libre pero los recordase todos, y están ahí los melodramas, pesares, esparcimientos, un susurro bajísimo pero importante haciendo que la realidad cobre una fuerza el triple de vasta. En Garotas do ABC, primera entrega de los seis filmes que Reichenbach planeaba sobre el motivo de la fábrica, emocionaba ver cómo su magnitud se mantenía más cerca de lo terrenal, lo paisajístico, lo plural. Satisfaciendo los requerimientos de calma y pulsación, el cineasta congratulaba, a distintas velocidades, todos los niveles de la cajonera, atendiendo por igual muchos destinos protagónicos, consiguiendo afectarnos como lo hace un instructor que desvela generoso y paciente la simplicidad de un orden geográfico cualquiera. La segunda, Falsa Loura, elige dar un paso decidido, descollar, sin por ello dar al traste con dos características que engrandecían la anterior: eficacia y elegancia, dos atributos reanimados por Reichenbach que creíamos patrimonio sepultado del cine clásico estadounidense. Cuando la ficción se aviene a consentir sin miedo que se perciba el registro, cuando se hermana exactamente a él, como la esfera inscrita de un reloj (ficción) trabajando a perpetuidad para dar sentido al movimiento mecánico de las manecillas (registro), sentimos que nos encontramos ante los filmes más escasos y excelsos, aquellos donde se nos expone de cara hacia una falsa construcción, casi invisible, traslúcida, la ilusión pergeñada sin ambages, ganada tan a pulso que no podemos negar que lo que era originariamente dos ha devenido en uno. Nos preguntamos cómo habría sido la tercera entrega si el cineasta no hubiera fallecido en 2012, ¿acaso quedaba alguna instancia por restituir? Avanzan los minutos, persiste la narración calmadita, cuchicheada, mientras detrás de ella alucinamos los restos anegados y traicioneros, querientes, en fin, de afiliaciones a las que la mala coincidencia de un país deshilachado arrebató su cataviento. Sueltos, salvajes incluso bajo dominio, los besos y empujones existen en su turbulenta celebridad confusa. Un cuento leído a medianoche por la nana, con su excedente de realidad cadenciada, variando pasos, corriendo, arrastrándose, muta su caminar y así no extermina nuestras quimeras, ni las asedia o conquista, al contrario, las suelta, las deja volar, el drama de la vida moderna proyectado al charco de la vacilación, aquel en el que pasamos de héroes a villanos con el canto del gallo.
          El último filme de Reichenbach supone la muerte de la codificación, el desligamiento de estructuras visibles en donde encasillar la experiencia con sus estraperlos y acatamientos. El Alvorada parece tener vida propia. La película ha derrotado por completo a su guion e inventado un espacio social, cumplidor de una labor significante: redime a gente como nosotros, y a otras tantas personas más allá de las fronteras, de sus pecados y faltas.

Ana Cristina Cesar coloreará esta pausa, como la mujer ataviada con unas bragas entretanto lee Sócrates de J.C. Ismael, aligerando en el filme de Reichenbach la resaca mañanera:

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bar central

Na falta do leite que me deixa à míngua
nem a cerveja do Raul,
materno.
Escrevo até arder a boca, depois
saio, espio os cachorros distraídos no passeio,
sinto horrores variados.
À noite escapo pelas letras dos
anúncios, faço propagandas de calcinhas,
me deito com o funcionário
dos correios.
De madrugada vem o último garçom
com a razão da sede nos músculos;
estranho o ritmo dos versos,
minha pança chora, chora,
ainda não saí.
O garçom não serve mais pra minha fome; me
deito é fora, enroscada nos três gargalos da esquina.

De vuelta, pisando con los pies la alfombrilla rellanera, encendemos el altavoz para Gilberto Gil.

3. FERVIENTE Y AFANOSA INGRATITUD

Trava com o destino uma batalha cega
Pega da navalha e retalha a barriga
Fofa, tão inchada e cheia de lombriga
Da monstra miséria da Bahia

Jubiabá, Gilberto Gil

Al contrario que la deshonesta moraleja impuesta en montaje, desde los despachos, a las chicas de Jonathan Demme en Swing Shift (1984) ─obligadas a reternerse junto a los maridos vueltos de la II Guerra Mundial, dos veces robada su libertad─, esta historia de la fábrica no es monógama, y si con el paso de los minutos uno termina trastocado por la maldita sirena, el agradecimiento convendría otorgarlo al escurrimiento que Reichenbach, portador de la mayor dádiva, ha conseguido impresionar; franqueado el mayor error, el que supone una distancia cero entre la cadena de montaje y el obrero, intuimos ya mejor lo del medio, a la vez oposición y complemento de la pesantez de los minutos: es un pequeño deseo el que desplaza la pala, la tortura de unos años no dispuestos a abandonar, como el de Antero pidiendo a su hija que tome un poco de champán por él.
          La fábrica merece ser filmada como otro emplazamiento cualquiera, aprisiona, claro, pero no lo suficiente como para impedir que los semidesnudos iniciales en los vestuarios resulten tan connaturales a la vista, no destacan, no molestan, los aceptamos como parte integral de la lógica belleza que el ser humano inconsciente arrulla a lo cargante de las estructuras más rígidas y recargadas de pesadumbre. Los desnudos de Falsa loura aparecen vertidos sobre el metraje, cada uno con su propia luz, un deseo, un momento pasajero, iluminación, remiendo a la serenidad diaria, en donde ─no vamos a mentir─ a las cinco de la tarde nos quedamos ligeros de ropa a causa del sol tórrido, nos dormimos y ni pensamos en nuestro cuerpo, luego, a las dos de la madrugada, con suerte, y si hay ganas, somos conscientes del poder que este irradia, y jugamos con el desprendimiento de las prendas con alevosía, señor juez, y declararemos que nos gusta. Somos las putas orgullosas del fin de siglo. Disfuncionales, ardorosos y aburridos. Haga la mezcla, el resultado, no podría sorprendernos a día de hoy, posee la diversidad de un paisaje pampero visto desde las alturas de un avión aterrizando.
          Prostitución frágil. Ha estado en Reichenbach desde Lilian M.: Relatório Confidencial (1975). Allí era Maria la que salía de casa e inventaba el amor, una explotación a la que se sometía bien diferente de la travesía falsalouriana. En un paisaje tercermundista, tropical, chutándonos la cara con tan poca galantería estúpida que uno podría pensar también en los interminables planos de Sem Essa, Aranha (Rogério Sganzerla, 1970), filme libre de cualquier gobierno de imágenes, sin más rumbo ni objetivo que errar hasta vomitar, ahí les dejo el caos, descifren ustedes el orden dentro suyo (Saramago). Aquí los proxenetas, chulos, sombras detrás del vestido nuevo de Silmara, dan más miedo, acarician a primera vista con palabras cuales cortejos de pana y seda. Rodeada y sitiada por el espectáculo de sus ensueños, Silmara recorrerá el sendero hacia el torreón del príncipe azul y no habrá excepción, cuando pise la última escalera, tornará en gris el objeto de su antojo. Bruno y su banda, maleducados, cocainómanos. Poco ostenta el musculado cantante terminado el repertorio, veinticuatro horas de sexo, ofrecidos sus prolegómenos por Reichenbach mediante caminares por el litoral, superposiciones mareándonos ola a ola extasiados de contentos, el arreglo romanticón previo al contacto con la estúpida verga sin prepucio del guarro frontman. Se presenta en su casa para recogerla con menos tacto que un adolescente reaccionando a un chupón, pero el doble de engreído, echándose unas risas gorileras con la banda a costa del castigado Antero, con lo descompuesto del hogar familiar. Luego, terminadas las horas de lujuria, el ridículo metrosexual piensa que puede aliviar el desasosiego de Silmara con algo de dinero, se lo restregaríamos por la cara hasta hacérsela sangrar. Silmara tiene ya la mente en otra parte, pues una emisión televisiva anuncia reciente incendio en São Paulo. Papá, ¿has vuelto a hacer de las tuyas? ¿Ese trabajo nuevo en qué consistía? Un gesto de suave respeto nos niega las causas del incendio, cortesía hacia el trabajador, insinuación turbulenta para con la vida lícita.
          Redes cuya identidad final se nos escapa van estrechándose y envolviendo a Silmara. Maniobras de fuerzas latentes, personajes como el doctor Vargas o la madame Cassandra, gentes que sabemos con certeza se negarían a trabar contacto con los humildes de no ser por el rédito que sacan; pero aun así… ¿no tendrán algo para nosotros? ¿dinero fácil, quizá un trabajo? Espera, ¿cómo llegaron a contactarnos? ¿quién me malvendió pensando en mi supuesto bien?
          El desengaño de Silmara con Bruno tenía la ganga de la noche loca, plena de inconsecuencias. Una ventaja de salida al inscribirse en su biografía con escasa severidad. Catalogable como aventura traviesa, era el pastelito de la juventud derritiéndose en vivo, manchando, aunque al menos un día pudimos decir que nos chupamos los dedos, que fue comprensible ese enamorarse del más fardón: sus abdominales, ay Dios, eran para nosotros chocolate. Sin embargo, conducida a su última cita sorpresa como escort secreta de Luís Ronaldo, el maduro galán, los velos telenovelescos que arrobaron a Silmara tenían que caer entonces, después de abrazarla, arrullarla, hacerle un bis, arder con todo el conjunto de la pasamanería. Sublimados, los encantos susurrados de Leonardo Ronaldo ─que no Luís (Luís es su nombre de artista)─ mientras se la come entera a besos acaban por convencerla, tras tres intentos, de perpetrar lo que ella nunca hubiera hecho si una imagen, en su mente, desalojara a la subsiguiente de modo consecuente con la limpidez quirúrgica de un corte empalmador. Pero el cuerpo de Silmara está copado de fundidos gozosos, extasiantes, que desconciertan y dan placer. Con Ronaldo vuelve al mar. Del recorrido de la ola, ella es la espuma. Afanoso por introducirse, por metaforizar una suerte de subjetividad intensa y maleable, Reichenbach filma el sexo buscando encontrar la puesta en forma que dé cuenta de la experiencia personal. No un supuesto sexo en sí, tampoco el sexo exteriorizado, pues eso ya no sería dar con el sexo, ni siquiera con lo sexual, sino meramente con una pareja teniendo sexo siendo observados por un tercero. La cámara sujetada por el chaval proporciona a Silmara el aliciente de estrellato casero, acompaña, legitimando, la experiencia aterciopelada de acariciar caballos y brindar comida cara, mansiones de experiencia que la alejan del comedor fabril…

4. SALIDA DE SILMARA DE LA FÁBRICA

…pero luego, sin perdón, vuelve la sirena, la maldita sirena de la fábrica…
          Al final, nuestra rubia no está derrotada, sino momentáneamente confiscada, a la vuelta otra vez con el viento en contra. El sucinto interludio entre su cita con Ronaldo y la postrera entrada a la fábrica, donde aparecen, como malignos fuegos de San Telmo, el doctor Vargas fumando puro, Cassandra con una chica nueva, certifican que aquí no hay necesidad de pintar el cuadro geosocial de la época, solo de acuarelarlo en sus pinceladas más hirientes o libertarias. Rememoramos el tema sonando extradiégetico, una relectura de la tonada tocada por la banda de Bruno en el Alvorada, allá dentro pegajosa y digna de after sudoroso radioformulero, acá con un nuevo arreglo de Marcos Levy y solo de guitarra de Webster Santos, “leitura bárbara e nossa” del estilo The Who. Antes los acordes llamaban al embebecimiento churrallero, ahora aturden cuales campanas repicando por la sedición. Silmara deja atrás al chófer, vestido ya de civil ordinario, hechizo roto, vuelta al colegio, la rubia camina bajo cirros y cúmulos, aviso de futura tromba en el paisanaje, ella no se detiene, una superposición enlentece el segundo plano de la escena, los metros van muriendo al son de las pisadas mudas de la chica, su pelo lo machaca el aire hacia el este, dan ganas de llorar, casi podemos ver una lágrima asomar, el mal resfriado tras la resacosa andanza por los abismos del delirio, una segunda superposición encaja el tercer plano poquito a poco, tranquilo, resoluto, São Paulo, ciudad derruida, vuelta al comienzo, panorámica inmovilizadora, en ella se disuelve el rostro dorado de Silmara, los cielos paulistanos la enmarcan ingrávida, emancipada de su prisión temporal. Algo dilapida la sirena, creemos, y lo topamos al divisar de cerca pero desapareciendo la faz de la rubia en la bóveda celeste, ya no semeja a punto de plañir, la insurrecta esboza rabia, secreciones escupiendo fuego interno, la fábrica está en peligro, el instante donde el obrero entremezcla la desesperación con la sublevación, final de párrafo, nuevo capítulo, la explotación quizá arda en mil pedazos. Termina la panorámica posándose la cámara en una arbolada, ramaje tapando los techos desmantelados, sumergidos en la mala historia del cincuentenio. Intuición: ese árbol seguirá allí cuando la fábrica caiga abandonada, presa de las llamas, de las turbulencias económicas o de la deslocalización, la manufactura podrá irse al carajo, pero los vencejos no cesarán su vuelo alrededor del tronco, bordeando las hojas, anidándolo. Lección aprendida a base de reducir la velocidad y fusionar dos imágenes. Hace un tiempo, el cine era capaz de hacer esto, hermanar las miserias y ratificar la paradoja, sugerir el mañana con aparente sencillez. Ahora, tras recuperar ese chico ademán, sabemos con certeza que Brasil no pertenece a nadie. Los mechones rubios de Silmara, tampoco. Boa viagem, Carlão.

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