UNA TUMBA PARA EL OJO

DESHINCAR LA BASTARDA SUSTANTIVACIÓN DE LA EXPERIENCIA

Perfume (Michael Rymer, 2001)

Perfume Michael Rymer 1

As pine, beech, birch, ash, hackmatack, hemlock, spruce, bass–wood, maple, interweave their foliage in the natural wood, so these mortals blended their varieties of visage and garb. A Tartar–like picturesqueness; a sort of pagan abandonment and assurance. Here reigned the dashing and all–fusing spirit of the West, whose type is the Mississippi itself, which, uniting the streams of the most distant and opposite zones, pours them along, helter–skelter, in one cosmopolitan and confident tide.

The Confidence-Man: His Masquerade, Herman Melville

1. UNA NUEVA FORMA DE CONTROL

En su característica línea de parábolas dialécticas, Jean-Luc Godard distinguía entre dos formas de llevar a cabo el acto de creación de imágenes: por un lado, estarían aquellas imágenes que han venido al mundo para plasmar un pensamiento, quizá pretendiendo reflejar cierta “idea de justicia”, por el otro, estarían aquellas imágenes que, lejos de pretender ser la plasmación de un pensamiento, llegan a pensar por ellas mismas, nunca aspirando a ser un espejo pulido que manifestaría exactamente las distancias de un concepto, sino una superficie en movimiento que busca significarse en sus pretensiones de dar alcance a aquella “imagen justa”, precisamente por ser pensante, que introducirá asimismo en el espectador el germen del pensamiento.
          La dirección chata, nociva, improductiva, de creación que señalaba Godard (ir desde un “pensamiento justo” hacia lograr su pretendida imagen) la distinguimos claramente de la otra, afirmativa, transitiva, valiente, que reivindicaba: un pensamiento trabajando en acto que por el mero hecho de su estar en marcha, su mecha como fuerza inteligente, conciba, dadas las debidas gracias a la realidad material, un conjunto de imágenes que ya no lo representan unívocamente, a él, el coartífice, más bien comienzan a pensar, como decíamos, por ellas mismas, sea por una probable dispersión bien entendida de signos, sea por contraposición fortuita en forma de choque, reflexión esta última de Pierre Reverdy ─el poeta surrealista tan influyente en la práctica de Godard─:

«La imagen es una creación pura de la mente. No puede nacer de una comparación sino de una yuxtaposición de dos o más realidades diferentes. Cuanto más distante y verdadera sea la relación entre las dos imágenes yuxtapuestas, más fuerte será la imagen ─mayor será su poder emocional y su realidad poética».

En cualquier caso, en este terreno fértil donde la imagen comienza a crear signos propios, también el espectador encuentra un espacio para pensar con ella, divergente o confluentemente. Pocos filmes hemos encontrado en el cine americano independiente, entendido este término en las decenas de acepciones que se le han venido dando desde los tempranos años noventa, que nos hayan hecho circular el pensamiento de un modo más inopinado que Perfume, de Michael Rymer.
          Pero sabemos que nada de lo que existe ha sido creado ex nihilo. Sin embargo, en una primera recepción, tras un impacto demasiado fuerte, hay algunos filmes que pueden parecerlo. Regímenes de imágenes cuyos atributos, semejanzas, previsiones, no podremos capturar al vuelo, hasta diríamos no haberlos visto nunca, entonces, ¿de dónde diantres han salido?, ¿cómo habrían logrado, simplemente por medio de su fuerza motriz, espiritual, llegar a la existencia?, ¿acaso la intempestividad puede retomarse? Son preguntas que nos surgen, por desgracia, ante pocos filmes, y este ha sido el caso de Perfume, perteneciente a un hoy desconocido cineasta, según los escasos datos, desde hace once años realizador trabajando exclusivamente en episodios de TV. Hablamos de una película cuyo movimiento tendencial creemos inclasificable en dos categorías que han venido subyaciendo, más o menos teóricas, en la crítica y ensayos cinematográficos. Centrípeta y centrífuga. Otorgando las más de las veces, inconscientemente, unas cualidades de fortaleza moral, incluso de bienestar cerebral, mente limpia, al segundo de los términos. Lo centrífugo asociado a apertura de signos, planos y cortes generosos con sus aledaños, posibilidades expansivas de filmes desatados de un centro neurálgico caprichoso, el mismo que concentraría en la ordenación opuesta fuerza centrípeta suficiente como para hacer sentir que todo oscila hacia su dirección. Nosotros hemos encontrado filmes cuyo suceder hemos tenido a bien categorizar, lidiando retos cinéfilos introducidos en conversaciones encendidas, de “guerras receptivas”, un desacomodo de la percepción en la que el truncamiento, hincadura del diente en estrategias “a contrapelo”, nos abocaba a estar bien incómodos hasta pasado un rato de metraje, donde comenzábamos a distinguir los signos y al fin podíamos pensar en consecuencia. Entonces, tampoco los filmes de guerras receptivas centrípetas eran algo desconocido para nosotros, incluso queriendo problematizarlos en aras de un mayor entendimiento del aparato cinematográfico, podíamos llegar a conclusiones precarias pero idealmente sólidas. Quizá se trataba de un movimiento a medias intencional, tendencial, constante pero quebradizo, hacia un centro que irradiaba ruptura. Pensamos en algunos filmes de Andrzej Żuławski, tales como Mes nuits sont plus belles que vos jours (1989) o Cosmos (2015), con grandes angulares, Steadicam, recursos sustantivados en su hincapié que atesoran un acercamiento interesante al desacomodo del espectador, incluso logran captar en ciertos momentos, separando algunos planos de la sucesión artificial que los engloba a todos, perspectivas forzadas de urbanismo europeo que a nuestros ojos les resultan desafiantes. Su cine funciona, grosso modo, por adición, un suma, suma y suma donde al final nos acostumbramos a estar desacostumbrados. Y no es poco. Estos filmes de Żuławski, o Longing for the Rain (Tian-yi Yang, 2013), construyen una congruencia bien adjetivable, de una entereza resolutiva, solapados a la corriente de un río bravo. La revelación y, por tanto, el conjunto de imágenes resultantes del choque, tenderán a circular en una dirección que inmediatamente nos intentará traer de vuelta a su sucesión encomiable, rarificada.
          Destensemos entonces esta sofocante situación, demos las cámaras a un australiano llamado Michael Rymer y pidámosle que sea algo menos polaco, algo menos desesperado, llevémoslo a los Estados Unidos de América, sacado de su Melbourne natal, con casi tres semanas de rodaje, un reparto hormigueado de nombres aún por conocer, otros bien conocidos pero lejos de su esplendor, algunos en un punto intermedio donde su avidez les colocaba en una situación de entrega a proyectos sui generis. Veamos el resultado. El atrevimiento inicial consiste aquí en colocarnos in medias res de escenas salteando, retornando, sobre personajes a los que les une un hilo muy tenue: dedicarse al negocio de la moda en la ciudad de Nueva York. Fotógrafos, diseñadores, incluso estrellas del rap. La mayoría de situaciones, entenderéis, se encuentran concernidas por la charla empresarial, adulta, en tesituras movedizas, avezadas, donde la identificación protagonística no acaba de clarificarse. Varios personajes copan, reclaman el encuadre, y este a veces concede, a veces ignora, en planos perceptivamente asequibles que pronto se revelarán contenedores de demasiadas cosas. Atravesados, se nos otorga ver encargos laborales, relaciones fuera del trabajo, cargas imponderables de pasado, nada supone una ofuscación o congestión receptivas más de lo que puede serlo la pedestre realidad. No acaba de caber el histerismo, y si procede, se presenta, como queríamos, destensado, hay ruido de voces, pero de unas cuatro o cinco, las mismas que pueden encontrarse en cualquier sala de espera u edificio de oficinas. Su centro sigue para nosotros, de todas las maneras, difuso, nebuloso.
          Pasados los minutos tras el visionado del filme, y con algunos derrumbes demasiado cerca, recapturamos como podemos el conjunto de pensamientos que han ido anejados y aún no desprendidos de la obra. El entusiasmo confuso es considerable, no por ello despojado de señales clarividentes de apoderamiento emocional, dejadas tras la estela de un número de escenas fugaces cuyo recuento necesitaría menos dedos de los contenidos en una sola mano. Sentimos en Perfume la consecución de un giro epistemológico en nuestra manera de entender el medio. No menos revolucionario por no hacer ningún decoro a todos esos “en consecuencia” del cine que ansiábamos ver derrumbados. Semejante arrojo lo presentimos también con The Voice of Water (Masashi Yamamoto, 2014), esa posibilidad de ver desbaratado el curso natural de la sucesión de planos con un filme de una cualidad prolija, entendida en el sentido de una variabilidad de decisiones atañederas a la puesta en forma que fuese mutando los ritmos, velocidades, humores y, por extensión, la comunicabilidad certera de la obra con el espectador. No intuir o adivinar el curso del filme, su respiración y fisiología, una vez vistas las tres primeras escenas, pero tampoco meternos en la cabina de una noria descarriada con rumbo a ninguna parte, sudando y alcanzando la extrema rarefacción acaparadora de la propuesta al completo. Dicho filme japonés no lo conseguía aunque el intento se atisbaba. Sospechábamos que un metraje desligado de esos “en consecuencia” ya solo podríamos encontrarlo en producciones con unos medios tan mínimos como para que incluso nos chocase dulcemente el etalonaje de un plano tras pasar el corte. Perfume no opera bajo estas prerrogativas: con respecto a su presupuesto y unidad fotográfica, el filme entra sin hacer ruido en una tanda de obras bien afortunadas en lo que incumbe a momentos lumínicos, horas del día cuidadosamente sopesadas por cineasta y director de fotografía, Rex Nicholson. Su trabajo en estas lindes nos es grato y familiar. Nuestros ojos no luchan aquí en el sentido de “giro”.
          En los demás apartados, encontramos replanteamientos epistemológicos tan frontales, en parentesco con los problemas fundamentales de la ficción cinematográfica y su consecución en una sucesión de planos, que no podemos hacer más que delimitarlos y explorarlos. Replanteamiento, sí, de la relación de la cámara con los personajes, de la relación del tiempo del plano con el drama, de la forma en la que un grupo puede vivir este drama sin desligarse del conjunto pero conservando su individualidad. Perfume no es un filme caótico ni desordenado, al contrario, conforma su propio ruido, su propio orden, su propia jerarquía de personajes dentro del plano, y por tanto dentro de su comunicabilidad con los otros restantes y con nosotros mismos. El filme se unifica en una cierta música cuya amplitud de onda, expandiéndose o concentrándose, avistamos, incluso disfrutamos, a distancia, concedida por el pasado vivido, redefinida por el futuro. Esta amplitud, retomando un pensamiento anterior, a veces se concreta en momentos de fuego interno donde creemos, ahora sí, poder aprehender el filme, ser la ciudad, ser la puesta en forma, experimentar esos momentos de instancias emocionales singulares que nos ofrecen los filmes buscados sin pausa; a la larga, han sido concreciones localizables difusamente en un metraje que se dispersa y descentra con el paso de los minutos, sin embargo, y he aquí una de las características innatas e intransferibles, a escala humana.
          Perfume cambia su lógica emocional por completo en su transcurso, nos es difícil otear su tendencia (a nivel de escalas de plano, de temas, de grupos), y hace todo esto manteniéndose fiel a una trabazón subterránea y limpieza de planos que ligan estos cuerpos poblando el filme, sus aplacamientos emocionales, con un cine de experiencia salido de su mismo vientre.

2. «ALL DIALOGUE IMPROVISED BY THE ACTORS»

Pasemos ahora a la cuestión del grupo y el relato coral, afirmando, ya de entrada, que en ningún otro filme americano del siglo XXI creemos más pertinente hablar de polifonía. Voces conversando unas por encima de las otras, tropezando, mascullando; si uno ve el filme con subtítulos, llegará un momento en el que percibirá imposible ir a la par, no por una falta de sincronización, esta será perfecta y las palabras incluso podrán ser casi exactas, pero el diálogo improvisado ─siempre dentro de un marco general, una inteligencia que lo enmarca y delimita, acompasa─, la posibilidad de centrarnos en uno u otro personaje, la mayor atención que nos convocará uno u otro, hará que captemos las palabras y cosas enfrente del aparato hasta un cierto punto y basta. Nuestra percepción da sentido y emoción a un rango de elementos delimitado. Fuera de este rango, unos cuantos acordes suenan y nos llevan límpidos, mejor aún, poseídos de una gradación coherente, de personaje en personaje. En la gradación de Perfume nosotros encontramos, trasplantada desde otro paraje, un correlato directo con algunos filmes de Godard como Détective (1985), Nouvelle Vague (1990) o, mismamente, Hélas pour moi (1993), obra donde Alain Bergala veía en su corrillo o coro de no menos de ochenta personajes unas historias particulares desarrollándose a la par del eje principal: todos y cada uno de los secundarios, aunque contenidos en una frase, gozaban de su propio destino. En Perfume hay algo de esto: aparecen personajes que salen tres veces o cinco minutos ni siquiera en el término principal del plano: si vemos las tres escenas de un determinado actor o actriz que figure en la película habitando unos pocos planos, sin permanecer aislado de otros cuerpos interactuando con él o acompañándolo, seremos capaces de sacar algo de su presencia incluso aunque la totalidad de su charla haya tenido que ver con aspectos coyunturales del mundo de la moda, citas a las que no se podía faltar, talles que perfeccionar.
          Estos referentes están en la sombra. Latentes, inconscientes, si se los quiere llamar así. Hasta en el filme más ex nihilo hay algo rastreable. Una narrativa, unos arcos, distendidos, desligados de la congruencia. Primeramente, aquí no podemos encontrar a un Gérard Depardieu como ancla a la que volver, y negaremos que Jared Harris haga la función del actor francés, no hay un eje principal pero, y esto es lo verdaderamente sorprendente, tampoco una polifonía controlada en cuanto a histerismo modulado, algo que nos hace tener en estima insoslayable filmes tardíos de Robert Altman como Dr. T & the Women (2000). Recordemos la presión ambiental de este filme de Altman, totalmente opuesta a la distensión de Perfume: atendiendo al plano de entrada en la consulta del ginecólogo Richard Gere con cola interminable, créditos superponiéndose a medida que transcurre el incidente, encontramos el control a contrapelo característico del cineasta americano. Extras desmonopolizando el ingrato control supervisor de la escena por las estrellas. Al contrario que Daney ─aunque entendamos su postura y nos ayude a clarificar su encomiable itinerario como cinéfilo─, nosotros creemos ver más en los filmes de Altman que la mera dirección, y es que en ese histerismo modulado, pillándonos de improviso, torciendo las formas académicas hegemónicas, de las que se apropia y rarifica o hiperboliza rarificando, el cineasta llega a una suerte de sinceridad emocional en la que se establece como legítimo continuador de formas y tradiciones del cine de su país ─Jean-Marie Straub sobre Dr. T & the Women─, estableciendo verdaderos rompecabezas sentimentales, desasociando el zoom de su uso bastardo, mezclando una cantidad ingente de recursos cuyo uso y avance en lo que respecta a técnica y drama habían sufrido un parón en el frente más industrial de Hollywood una vez llegados los años sesenta, con los viejos clásicos siendo expulsados del sistema de estudios. Altman los retoma, y recoge con ellos un itinerario donde incluso llegamos a avistar en un filme la polisemia completa, innumerada, que resulta de recoger, compendiar y expandir el zoom con respecto a la mirada dentro y fuera del campo, caso de Come Back to the 5 and Dime, Jimmy Dean, Jimmy Dean (1982). Altman, también Alan Rudolph, traspasaron la modernidad cinematográfica como testarudos estudiosos, enamorados, de la historia que la precedió, difuminando taxonomías, haciendo avanzar las cosas. A finales de los años noventa, incluso el de Kansas City se podía permitir establecer su propio corro de celebrities divergentes, surcando la raya pseudolibertaria del país natal, estableciéndose transnacionales, en productos-semilla de los mamotretos endogámicos con los que la Costa Este iba a inundar en pocos años el vertedero hollywoodense. La culpa, evidentemente, la cargarán los sucesores. Las caras desconocidas y los extras seguían rebajando la dictadura del rostro icónico, Altman no atenuó jamás su particular democracia del plano, dictadura del director haciendo trastadas.
          Perfume, batallando en otras lides, no necesita a un figurante que nos haga desviar la mirada de Jeff Goldblum ─productor ejecutivo del filme─, encuentra en su disposición escénica polifónica un desbalance que inquieta de por sí el estatuto de la estrella, haciéndola vulnerable en su transitar por el plano, convirtiéndola en algo más que un cuerpo-función, algo menos que un modelo de altas miras, cada intérprete afina aquí una relación exclusiva con sus diversas contrapartidas, viéndose obligado a negociar el tiempo que le es concedido, saliendo fuera de sí mismo, redefiniendo incluso su intransferible modo de caminar, mirar y escuchar, una llamada sosegada a participar en un ejercicio que deberá distinguir del juego por la fuerza, de la yincana. El plano comienza y termina con el actor portando una disposición mental renovada, la democracia ha tenido lugar en un pacto previo, quizá susurrado, y el estupor, claro, nos lo llevamos nosotros al ver esta superación del viejo teatro, pavor vocinglero, aquí el espectador entra en contacto con un nuevo orden, estado de cosas, y la duda acechará; ante una balsa de aceite tomada con disimulo, las bambalinas no podrán vislumbrarse con facilidad, concernidas encontrará las alertas al escuchar una nota esperando tres, un silencio ansiando grito, una cesión extemporánea elucubrando ruptura. Las voces y cuerpos pivotan dentro de escenas cuya médula no requerirá aprender a ver en vez de leer, ese punto lo teníamos asimilado, ahora toca escuchar con los ojos y democratizar nuestras rígidas expectativas, jerarquías de atención perceptiva inhabituadas a que las cosas no se le contrapongan todo el rato, a que el despilfarro requiera otro término al no derrocharse las palabras una vez masculladas o entregadas.
          Convenimos pertinente clarificar un equívoco, y es que dentro de todas esas características asociadas a una malentendida modernidad, creemos ya demasiadas veces en un a priori donde la imagen de este cine nuevo, de signos trastocados, está por naturaleza desustantivada, y esto no ocurre aquí. El territorio del cine de experiencia, donde los signos existen en un territorio fronterizo habitado por verbos que arrastran con ellos al devenir y su tren de acontecimientos, nos atrevemos a decir, llega connatural con la explosión en el mundo de ciertos acontecimientos limítrofes, no tanto tras la II Guerra Mundial, sino con la expansión de la sensación Guerra Fría y la creciente ansiedad encarnada en desesperación, melancolía o estoicismo frente a los indicios de unas décadas solo un poco más acá de la historia oficial, allí donde se anotarán las causas de la siguiente gran barbarie inhumana. Perfume se encuentra rebasada esta tesitura, y su polifonía, por lo tanto, si bien incrustada a la fuerza en los anales del cine, estalla como una redefinición, desembocadura de río, una confidencialidad adulta que no todo espectador estará dispuesto a aceptar, quizá víctima de un egoísmo perceptivo. Nosotros batallamos su metraje con gusto. Esta charla empresarial que parece dominarlo todo está cargada de un pasado intimista indirecto, cuyo trazado sentimental no atraviesa una dinámica grupal encapsulable, acotable con el paso de los minutos. Este habla imparable puede replantearse sus velocidades, pasar de cinco a dos, y de repente las cuestiones a reconsiderar serán otras, sobre cómo afrontar un intercambio dual en el cine americano, con respecto a qué arquetipos deberemos trabajar, hasta dónde podemos llevar la noción de arquetipo, de dramatis personae, y con cuánta relevancia estos términos están imbuidos en relación a la propia biografía y existencia en presente del actor, la situación a tratar, también en tamaños de plano, ¿una ida y vuelta entre él y ella, con algún inserto en detalle por el medio?, ¿un recorrido más complejo donde juguemos con una serie finita de angulaciones? Trazado emocional de planos donde será complejo avistar su despliegue dentro de la escena, intuir, adivinar, dónde empieza y termina el siguiente, descentramiento que puede recordarnos a algunos filmes de Abel Ferrara como ‘R Xmas (2001), un no deber nada a la historia del cine, al menos un deber de boquilla, aunque sabemos que el cineasta del Bronx la tiene bien compartimentada en su memoria, sus planos bailan en una periferia extraña, y transmiten al espectador una sensación de anarquía controlada. Preguntas que ambos cineastas parecen hacerse a sí mismos. Los filmes de Ferrara, debemos decirlo, nos resultan aprehensibles hasta el extremo si los contraponemos al de Rymer. Así de osada resulta la apuesta con que estamos tratando.
          En Perfume, no obstante, recibimos una respuesta unitaria, en bloque, en un solo filme, a la vez, y su decibilidad compositiva, con un principio de exclusión claro, problematiza frontalmente este acercamiento inesperado al drama grupal. Hablando de cine, venimos recibiendo una respuesta dualista al sopesar la importancia del cuerpo del personaje en relación a la escena: identificación dramática o distanciamiento, y entre medias todos los niveles posibles. Es falsa. Solo una escala de relaciones como cualquier otra. El filme de Rymer niega estas dos posibilidades, al igual que la disgregación, aunque pase de grupo a grupo, de grupo a dúo, de dúo a actor, de actor a actriz, su confluencia tiene que ver más con una purificación que se articula a la manera de un relevo godardiano, polifónico, no tan francés, que afirmativamente se pronuncia: somos americanos, somos independientes, podemos probar que nuestra radicalidad es tanto más asertiva que la vuestra, camaradas franceses, en John Cassavetes tenéis la prueba del algodón, nos encontraréis dispuestos a batallar, como país de ciudadanos belicosos que somos, sobre cuál es la verdadera nacionalidad del cine. Love Streams (1984) resuena aquí cuando Robert Harmon vacía su casa de huéspedes, no tanto el comienzo con el corro de invitados, aunque cabe notar la confusión inicial en ambos filmes, que da paso en el caso de Cassavetes a una revelación sentimental mucho más acotada que en Perfume. Ya en un primer visionado, no obstante, e incrementándose en la rememoración,  existen momentos en la segunda mitad de ambas obras donde los lazos sentimentales empiezan a atravesarnos sin coartadas de cuerpos inundando el plano ─si bien en Perfume nunca lleguen a desaparecer─, difuminando lo que deseábamos ver arrasar la escena en decenas de pequeñas presas.
          Si el filme de Cassavetes se dirigía hacia el individuo desafiando en la noche lluviosa más intempestiva el caos emocional que le circundaba, el de Rymer se va conformando como una sinfonía de una ciudad, repetimos, a escala humana, con una asistematicidad abrumadora a la hora de presentarnos una escena, incluso a la hora de elegir cuál será la siguiente. No se trata del lugar común de imbricar una historia en la otra o de ejercer un virtuosismo sobre una narrativa de historias cruzadas, su paisaje no lo requiere, aunque todos aportan sentimentalmente algo al collage que no se sabe collage desde su propio trabajo, sin salirse de sus límites, aunque logremos ver, jerga mediante, algo de su modus operandi, cuestión hakwsiana. Abstengámonos de esperar encontrarnos aquí uno de esos finales-milagro donde la ficción, después de cogernos desprevenidos con su desbarajuste señalético, termina impensada a recogernos en una grata colchoneta, el personaje vuelve y lloramos. Era el caso de Love Hotel (Shinji Sômai, 1985). Si Perfume introduce a un nuevo actor en el plano, este podrá desaparecer cinco escenas más tarde y ni siquiera nosotros nos habremos dado cuenta de que esa era su última vez, solo al terminar el metraje, si lo repensamos, caeremos en la cuenta. Las idas y venidas no responden a una lógica narrativa de equilibrios argumentales, su orden se piensa, pero el fin que lo remata no puede ser remachado, solo terminar en corte abrupto, sus espejamientos nos hacen entrever una distancia tan grande como entre Marte y Júpiter.

3. PREGNANCIAS EN LA MECHA

No nos encontramos ante un manifiesto premeditado ─aun cuando sus raíces se remonten a las teorías de Sanford Meisner, bien aprendidas por Rymer a través de su actriz y acting coach Joanne Baron, ya puestas en práctica en Allie & Me (1997) junto a ella, filme rodado en nueve días, con 80000 dólares y ningún guion. Predecesor cuyo destino quedó incluso más fuera del radar que Perfume─, el deseo por apuntalar una nueva manera de entender el cine de ficción sobrepasa cualquier guerrilla o experimento contingente. Su propositividad bulle en alto grado. No ha tenido solución de continuidad, la falta habrá de recaer en el curso inclemente de la industria. Caso muy extraño, entonces, el de este proyecto, el de este cineasta, cuyos filmes anteriores ni posteriores explican o se miden en formas, espíritu, clemencia, y mucho menos en calidad ─nos hemos tomado la molestia de comprobarlo─ con la existencia intempestiva del que nos ocupa. Caso singularísimo. Si hemos visto, entonces, aquello que separa a Perfume de otros filmes, encontraremos con los minutos, y dejando la obra calar, un poso de experiencia desustantivada, respondiendo a un deseo de registrar relaciones, cuerpos, urbanización, en sintonía con los pellizcos de inconsciencia bruta de la vida. Y esta brutalidad posee su propio código. Recordemos la situación temporal, una ciudad neoyorquina en un mes cualquiera de principios de siglo. Veintiún días, quizá. Vistos ahora tras pasar por la moviola y el polvo del tiempo, se redescubren ante nosotros con una confidencialidad inaudita, que deberemos aprender a ver una vez acabado el filme, o a medida que se amontonen los minutos, y es probable que cada espectador se quede con tres momentos pregnantes a los que desee volver, en los que el filme se hizo translúcido a sus ojos. Perfume no nos enuncia un dato perdido en la cronología, nos descubre espacios contra-efectuados en los que tuvieron lugar unos cuantos intercambios de superficie, con un grupo de actores dispuestos a arriesgarse, pasar por ahí y ponerse a prueba, entregarse a las lógicas emocionales, reactivas, del otro. En ese enclave la emoción salpicará con una particular energía a cada espectador, siendo este el miembro faltante del círculo, el conminado indirectamente para dar una respuesta sensitiva al pase dialógico que le lanzan tres actores. La mecha del filme prende en un momento del visionado y desde ahí el ser humano receptor empezará a recopilar su propio circuito de sentimientos, traerá a la tierra lo que deambulaba en la sinfonía, vivirá su propio arco de cine de experiencia en un prendimiento cuyo fin no atisbará en profundidades ni alturas, sino en una parcela que le permitirá incluso relajarse observándola, repensándola, volviendo a ella, pero para esto primero debió de pasar por el necesario desaprendizaje, malas costumbres inculcadas. Y así se desvirtúan los linajes, se mezclan las clases, edades, el filme posibilita captar el movimiento legítimo de una actriz y apercibirse de esta captación en retrospectiva. Cuán acostumbrados estamos a trasladarnos dentro de las normas tácitas de un cierto tipo de ficción que necesitaremos una buena dosis de pensamiento extra para retornar al vientre del filme, de donde surgen esos sentimientos en arquetas que poco a poco se van distinguiendo de cualquier tipo de cacofonía, término que no debe nada a este metraje, ni interesa perseguir a sus miembros.
          Ejemplificamos: Perfume tiene a las estrellas, pero estas no han coagulado, incluso ahora, vistas tras su estallar dentro de la mutilada cultura contemporánea, nos siguen dando la sensación de atraparlas en un momento de confidencia pasmosa, pasado hecho carne de estudios culturales, con las Torres Gemelas a punto de caer; esta es la contingencia dichosa: recreación en el talle, etiqueta y esas pequeñas manías que dan al que pasea por Nueva York un aire de mágico absorbido. A Monica ─Morena Baccarin─ le sostenemos la mano, alcánzandola memoria mediante, y sentimos asistir a unos vídeos confiscados de hace veintiún años, donde todavía era la becaria de alguien, necesitaba llevar unos cuantos cafés, no conocía su lugar de más o menos preponderancia dentro del plano, estaba por allí, una más, perdida en su tímida gracia, cuatro seres humanos rodeándola, hablando cada uno de sus tareas, ella tenía varias misiones en la mente, y como ella otros tantos, en ese momento, no obstante, ella todavía no pertenecía al plano, el plano no le pertenecía a ella, nosotros todavía no contábamos con ella y ella no contaba con nosotros. Ubicados en tal circulación de insospechadas desposesiones, terminamos aprendiendo a ver y oír un desbalanceo cuyo principio y final no podremos tajar en una sucesión localizable traspasados diez minutos de metraje: la cualidad en bruto sobresale, no remacha, Monica desaparece y ni siquiera se enciende la sombra de una duda, no debe su retirada al arte del resabido del que luego decenas de discípulos harían gala indigestamente, véanse las entradas y salidas de plano en multitud de filmes corales con pacata moraleja. Monica abandona el taxi, entra en el ascensor, mira y tropieza sus palabras, intuimos, lo más cerca posible de Morena, y Morena debe tanto a Monica como Monica a la película. La cuestión del director en relación al personaje, por tanto, se destensa. Si efectuamos cinco brazadas más, cabe la probabilidad de retrotraer nuestra mirada al vídeo de una antigua graduación, quizá una fiesta de jóvenes actores abriéndose camino bajo algún Luxury Apartment. Ni siquiera el nombre de Jared Harris ─Anthony─ aparece en el afiche principal del filme. En este momento, la relación del actor con su nombre imaginario se ha convertido en intangible. El entusiasmo y la incertidumbre se lograrán captar detrás de las cámaras, e incluso corroborar si uno es lo suficientemente curioso. La pertinencia del fluir de Perfume nada debe a una congruencia rígida.
          El corte en esta hora cuarenta seis minutos treinta y cuatro segundos procede abruptamente sin querer constituirse abrupto, no disuelve, no enlaza, no concatena, sus emparejamientos nos dan la señal y luego caemos en un muelle avistado desde un ángulo en el que pocos norteamericanos pensarían comenzar una escena. Así, Halley ─Michelle Williams─ señala los habitáculos de la empresa donde trabaja su madre, como quien no apuntala el gesto, ni siquiera estamos seguros de que su apuntamiento tuviese un destino concreto, después de la pregunta pertinente de “¿por qué tanto tiempo separadas?”, el corte llega como si no quedase más metraje que añadir, la inteligencia residirá en otra cuestión, qué vendrá luego, y en esta confluencia la respuesta requerirá un pensamiento ágil, diligente, otra vez, el mosaico que no se sabe mosaico. La inteligencia infinitesimal de la que hace gala el filme supera al cineasta y equipo, el filme es más inteligente que su cineasta.

Perfume Michael Rymer 2

Perfume Michael Rymer 3

La grabadora con las Torres Gemelas de fondo redefine la clásica entrevista godardiana, el ángulo que abre esta escena deslocaliza la congruencia rematada made in Żuławski, hinca el diente, pero unos segundos, no hace del hincamiento la clave de la sucesión de planos, es solo el cuadro inicial. Caben jump cuts ─planos saltarines─, un zoom in empezando y terminando que casi ni avistamos, un travelling… Escenas como esta desemplazan el espacio hegemónico de la entrevista de trabajo y convocan un sentimiento nuevo, propio del cine de experiencia. Aquí, los personajes se graban deseosos de preguntar y responder. Un nuevo tipo de corte, desacoplado de la sustantividad europea, repetimos, más congruente, lógica aun en su momento más ilógico ─Żuławski─, así Leese ─Mariel Hemingway─ y Darcy ─Mariska Hargitay─ conversan sobre un tejido de pashmina sobrevolando una tarde aireada, preguntas relamidas asimismo llevadas por el viento a transmutarse en algo así como huroneo grato, que se sinceren aún más bajo esta charla casual, también conocemos ese preciso instante en medio de la más bochornosa entrevista de trabajo, todas las entrevistas son de trabajo, ese segundo, redirección de intenciones, donde creemos y hasta nos concedemos el lujo de ser espontáneos, nos embarga la dudosa emoción de que el intercambio es sincero y terminamos siendo genuinos, con un pelotón de cuerpos militares circundando los cielos y subsuelo. Pocas emociones retornan con más fuerza en este filme, después de prostituirla bajo explotaciones de qualité [Star 80 (Bob Fosse, 1983)], Mariel reclama su independencia. Pañuelo verde al viento, la grabadora no logra incrustarse en la dinámica ochentera de frontalidad limítrofe, calculada con números de acero, intercambios profesionales encapsulados en montajes picados, engañosos y peligrosos en su frontalidad. Otra cualidad del cine de experiencia: registrar en movimiento los cuerpos ejerciendo una especie de revancha sobre el tiempo que los congeló.
          Retornamos a Godard en otra entrevista, esta vez con un plano-contraplano variable en escalas, cuya cualidad de fusil frontal interroga cara a cara, de ser viviente a ser viviente, en una relación de añorado (¡ay!) amour fou, cinco minutos de gloria donde, por una vez, la erección vehemente del entrevistador se termina contagiando a la fotografiada, así circulan las confesiones con todo el maldito staff fuera, entre Anthony y Leese/Jared y Mariel. Cuero sojuzgado, despachado, dando paso a la vestimenta natural, de andar por casa, y obviamente, más envidiable la apostura de Mariel que en cualquier otro filme previo, las venas de los pies cruzados circulando en el espacio acordonado de las vivencias laborales, al final terminando nosotros viendo el trasvase sin haberse realizado ninguno, a fuerza de amar la libre circulación de signos, esa que el cine americano tiene a bien recolocar unas pocas veces cada década: en 1980 lo había hecho Dennis Hopper con Out of the Blue.

Perfume Michael Rymer 4

Perfume Michael Rymer 5

Perfume_(Michael_Rymer,_2001)

Aquí, ahora, después, ya familiarizados aunque analfabetos con la jerga y medio acondicionados al refinamiento rupestre del sucederse ex nihilo, un posado nocturno en Times Square de Estella Warren ─Arrianne─, visto o no visto por Halley, terminará funcionando como uno de los plano-contraplano más desarmantes que todo el cine anglosajón nos ha regalado en lo que lleva de centenario. Fuera de las oficinas, rechazada la oferta high standing por desmesurada procacidad, esta nadadora canadiense triangula el nacimiento de una nueva cultura, que ahora pervive en el disfrutar mirándose, la autoconsciencia desmesurada, embaucadora unión de expresión personal con intereses crematísticos. Solemne atrevimiento, el derrumbe de América comenzó al confundir un abrazo con la emancipación. El momento mantiene su emoción indefinible, desnudar la avenida, montar la sesión pública, depender de la fe ajena al posar, cientos de ojos queriendo desnudar el rojo. Todavía había una señal de Stop. Aquí la cámara sí se permite reflejar ligeras gotas de lluvia sobre el objetivo, deslizarse como en un photoshoot. El daño o su posible cantidad de desperfectos lo recibimos directo al corazón cuando pensábamos que no sabíamos casi nada de Estella, de Arrianne, y sí un poco más de Michelle, de Halley, la desposesión final, Times Square con respecto a nosotros, enfrente de la basura, vileza, los ojos y el fotógrafo fortuito. El saber-quererse de Estella activa el influjo terminal de poder femenino dentro del circuito de la moneda americana sobre los ojos de aquellos que todavía buscaban enjuagarse las carnosidades. Una última escaramuza ante los flashes en el centro de la ciudad.

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En nombre de la situación histórica de nuestro tiempo, que es quizá el único criterio que tenemos aquí para saber a quién nos enfrentamos, para establecer lo que somos, lo que debemos evitar ser de nuevo, en lo que somos capaces de convertirnos.

Roberte ce soir, Pierre Klossowski

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BIBLIOGRAFÍA

Behind the Scenes of Perfume

LA INDECENCIA CONNIVENTE

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Ray Meets Helen (Alan Rudolph, 2017)

Ray Meets Helen Alan Rudolph 1

You know, I’m really the only true romantic left in this building

Ginger Faxon (2017)

1. ANTOJOS DEL PERENNE AMATEUR

Nos imaginamos, hace bastantes años, a Alan Rudolph abriendo el periódico. Sería una mañana o una tarde cualquiera, conocemos poco, pero a nosotros nos gusta presumirlo sonriente. Aunque la fecha permanezca imprecisa, entrevemos el probable fin de ciclo durante el cual pudo eso ocurrir. Hoy sabemos que durante 15 inviernos, desde el 2002, la actividad del cineasta nacido en Los Ángeles sufriría un parón categórico, durante el cual, en el intersticio, ocuparía su tiempo con la pintura, su otra gran afición. En consonancia con los caracteres que pueblan su filmografía, el angelino fue durante treinta años un cineasta desaforado, un buscavidas, alguien enamorado, adaptativo y afortunado, pues logró recorrer, dueño de sí, una venturosa e independiente carrera; cuando cesó de forma casi oficial para la industria, personalmente no se le conocen lamentos, al contrario, recuerda con orgullo las personas que, obra a obra, reincidiendo en sus puestos de trabajo, le permitieron levantar empresas disparatadas pero con la suficiente sobriedad económica y diligencia en los plazos como para no hacer saltar a las productoras la luz roja del “se acaba aquí” al segundo intento. Lo que nunca podremos llegar a saber es si Rudolph era consciente, o intuía, mientras repasaba los artículos de la sección de sucesos recolectando el germen de dos ideas para su próximo filme, que no alcanzaría a materializar Ray Meets Helen hasta 2017. Lo único cierto es que, por aquel entonces, no esperaría seguro firmar su regreso al cine, o su despedida ─a quién le importa mientras tengamos otro filme por fin de él─, arrogándose con nata insolencia el digital, formato del todo novedoso en su filmografía, si bien los jugueteos anárquicos con los insertos en vídeo habíanse introducido ya como granadas en Breakfast of Champions (1999), filme donde los signos visibles más evidentes de su puesta en forma se dejaban de lado para adaptarse a la esquizofrenia de los tiempos, duplicando la velocidad majareta de finales del siglo hasta llegar a medio redimirla ─agradecemos a Luc Moullet su breve pero enconada defensa de la película, justo a tiempo─. Retornamos al diario. Un camión blindado hasta arriba de billetes descarrila en la autopista y acaba volcando en un vecindario pobre, primera historia, posible filme; en la grilla adyacente a esta noticia, una mujer cerca de Seattle encuentra la cartera de otra, se apropia de ella y, de rebote, adopta su identidad: en los días subsiguientes se hará pasar por ella. Armazonado con sendas puntas de lanza de la ficción, la inicial sujeta Ray Meets Helen a una realidad social problemática que ancla los deseos voladores de sus protagonistas a la miseria y problemática del barrio, la segunda sirve para dar pie al drama que catapulta el inicio de la travesía sentimental de la intérprete femenina, una Sondra Locke recuperada tras siete años fuera del negocio, siendo este glorioso papel, por la vida miserable que escapándosenos entre los dedos nos rehúye y nos apaga, su último rol en el cine, espectro hecho materia mientras los píxeles sobrevivan.
          Financiando Ray Meets Helen con los centavos encontrados en la hucha con forma de cerdito, entre los cojines del sofá, de Keith Carradine, Rudolph se lanza a empuñar la cámara digital con una desvergüenza de veterano que haría sonrojar a toda una bandada de supuestos amateurs no merecedores de tan noble epíteto. Maya Deren ─también Jonas Mekas─ recordaba que ese término no designaba a modo de disculpa, como una denominación medio vergonzante, al principiante, sino que su etimología, proveniente del latín, se liga con amante, «alguien que hace algo por amor hacia la cosa misma en vez de por razones económicas o necesidad». Al igual que sucedía en Trixie (2000), la forma de Ray Meets Helen florece en la moción musical que arrostra a los planos respecto a su empuje y a su acaecerse constantes. Suceden aquí varios eventos lozanos, aventajados, y es que se une el descaro con la sapienza, una variedad de recursos como quemados encadenados, superposiciones de tubos fluorescentes que fluidifican los planos en carrera, conduciéndolos, haciendo eses, hacia una confusa borrachera de signos que, con dadivosa levedad, acompaña el caminar de dos amantes, streamings a pantalla completa, novio celoso e insoportable incluido acaparando el encuadre, un imbécil del tipo que sabrías señalar el momento exacto de cuándo va a soltarte un “¡bitch!”, cortes en pleno movimiento del aparato, escamoteándonos el círculo completo del trazado para colarnos un inserto de dos segundos, un jump cut que parte en dos la conversación de una pareja de ricachonas, siendo espiadas por Helen quien pesquisa modelos de comportamiento para su nuevo estatus, haciéndolas saltar picaronas en el tiempo mientras discuten sobre cómo recoger la caca del perro. Nosotros, como espectadores, observamos estos caprichos y antojos con alegría, incluso emoción desbordada por momentos, ya que nos devuelven la fe en que la imagen digital no solo sirve para encubrir los pecados de un rodaje perezoso, sino al contrario, para enmarcar, mediante un uso singular de sus recursos, unos procedimientos inmanentes al despliegue de un rodaje no-analógico, el atractivo que puede impeler al filme un travelling semi-automático cortado nada más empezar, o lo que tienen de banales, románticos, ridículos y, por supuesto, de patético humanismo enternecedor, las imaginaciones, andares y tics de los recién enamorados. Rudolph se encuentra más cerca de dignificar con suavidad olímpica el vídeo de bodas que nos pide por encargo la amiga de nuestra prima que del estreno en salas de un nuevo logro de la inmersión no visto hasta ahora en un entorno tan realista y espectacular que no creerás que es imagen digital. Que el César se empache con lo que es del César, que aquí abajo el plebeyo con sus plebeyos modos podrá jugar en su maqueta cartonera como si fuese Dios.
          El viaje ocurre entre la grisácea fotografía inicial, desagradable por los filtros descarados, sincera en su desparrame al no buscar la belleza sino el desborde, hasta la polifonía de colores donde Ray y Helen se prendan: el surgimiento consciente del arcoíris tras la lluvia es lo que interesa a Rudolph, y el estatismo nunca servirá, lo sabemos, para componer esta trayectoria parabólica del deseo. La miríada de recursos digitales nos despabila la certeza sobre que el vídeo no solo es capaz de corromper con ingratitud los sentimientos sinceros en un horrible recuerdo doméstico encapsulado, sino que también esconde, cuando sus quemados y filtros se acomodan a la travesía vital, la sincera melancolía añeja de las cosas simples, los afectos demodé, el encanto limítrofe de las edades afterglow, acariciando momentos de gloria que parecían enterrados en el tiempo.

2. ALREDEDOR DE SU CUELLO

Un monotono de alerta va renovando su uniformidad para manifestarse bajo diferentes melodías, algunas acompañan la escena de intriga, otras introducen un baile inesperado en medio de la calle; notas de sintetizador que van de la mano con la suspensión e incertidumbre del momento, en fin, maniobras de entrelazo ─Shahar Stroh, Parov Stelar y el propio Carradine aportan ritmos sonoros─. A primera vista, explicado, no semeja ningún logro, ya que lo meritorio se revela en la proyección al sentir el espectador los ritmos del propio filme respirar de acuerdo a las diferentes velocidades de la música y, al mismo tiempo, siendo independientes de ella. Un encuentro en el que la imagen, por un momento, se permite ser otra cosa y la armonía, sin complejos, resalta el maquillaje descocado que su compañera se ha atrevido a usar, la propulsa, le susurra “vente conmigo, seamos una misma entidad en este día, quedémonos hasta que la noche caiga y nos embriague”. En este ir de la mano sin apretar demasiado al adlátere se inocula un pequeño fragmento milagroso de metraje, surgido al borde de la calzada, como si de su cemento emanase una vivacidad contagiosa provocando sin remedio que los transeúntes comiencen un bailongo mientras siguen viviendo; así, fugaz, en el parpadeo o chasquido de un gesto esbelto en una mañana cualquiera, como la parcela que pisa, apéndice del apartamento de forrados donde por unos días jugará con su nombre, atiende Helen el enredo secreto de los paseantes, puestos de acuerdo para mover las caderas juntos apenas cinco segundos. El filme, durante este periquete, posee el don de la ingravidez que nos eleva a nosotros, espectadores confraternos, de la hostilidad de la vida. Un despegue del naturalismo que hemos venido a identificar como rudolphiano: las miradas a cámara de casi todos los personajes de Welcome to L.A. (1976), de rebote inconsecuente o clavándonos los ojos, la coreografía inicial que abre Choose Me (1984) y luego se esfuma (el filme no era un musical), la sensación permanente de que en cualquier momento todos pueden empezar a cabriolear por gracia de una canción, sobrevolando Made in Heaven (1987). Pequeños despegues que destensan la tirantez de la existencia sin llegar a conculcar la sentimental veracidad de la ficción que contemplamos.

Ray Meets Helen Alan Rudolph 2

Un poco en medio de dichos ademanes es como se conocen Ray O’Callahan y Helen Wilder. El hombre: trabaja en una compañía de seguros, boxeador en sus años mozos ─ecos de rol pasado, el pintor pendenciero Nick Hart en The Moderns (1988)─, también pianista, una bala que atravesó su mano izquierda malogró ambas vocaciones temprano y un reciente viaje a Perú, acompañado de una desafortunada indigestión, ha puesto su vida en serio riesgo; ahí llega el camión blindado, un caso que resolver, ¿dónde están los billetes? La mujer: un pasado triste de relaciones truncadas, casa en el campo (Killdeer County), también vive sola, y por funesta suerte, carga con deudas familiares que le son imposibles de sufragar; una escritora de novelas rosa medio tarumba de amor loco (Mary McCloud) se le aparece de casualidad, tímido encuentro en un bar a primeras horas, la reaparición de la extraña, por la tarde, será imprevista, pues volviendo a casa se la encuentra Helen suicidada de un tiro en la sien yaciendo al lado de un árbol próximo a su finca, siendo la última voluntad de la muerta sorpresiva: quiere legar su dinero, traspasar su identidad, a la primera persona que encuentre su cadáver. Ray y Helen, juntos por un par de noches gracias a los billetes caídos del cielo, pueden aparentar lo que no son o, quien sabe, lo que eran realmente, quizá empezar a ser lo que suspiraban de una maldita vez. Uno esconde cantidad de identidades imposibles en las que desearía enfrascarse para enamorar en seis horas a la mujer que de un solo vistazo enloquece la vista, al hombre que ataviado con un traje de lujo capta los sentidos.
          Éxodo donde los personajes monologan consigo mismos en una disposición sintáctica que, como la música, repite cadencias, vuelve sobre sus mimbres, para reflexionarse, la mayor parte de las veces a viva voz y no para sí. Almizcle soltando migas en su jornada, el hedor de la cavilación alelada intoxica el arrebato, nubla el maderamen casero, lo curioseamos con tamices tornasolados, similares encajes ligan este lance al de Marguerite Muir y Georges Palet en Les herbes folles (2009), de Alain Resnais. El devaneo en los dos filmes aúna el enardecimiento con el filo de espadas lacedemonias velando inquietas la marejada. Semiprudentes de las contingencias, los protagonistas la examinan. Casi a modo de pequeños aforismos con una pizca de extrañamiento, Ray intenta poner orden, ingenio, sensatez, al pasado y presente que le ha tocado vivir, la pulcritud anti-método, de diálogo construido, introspectivo, de los personajes de Hal Hartley. Previo al encuentro en una segunda cena en restaurante de lujo ─recordemos las virtudes pasajeras del dinero bien derrochado─, Ray habla para sí mismo, esta vez en off, asombrándose del pelo, piel, talle, “magnanimidad” sería la palabra, de Helen, antes de conocerla y camelarla, para, acto seguido, escucharse también en off la voz de la mujer contradiciendo con un temblor todas las observaciones que el viejo boxeador había colmado mentalmente sobre ella. La impostora cree no estar a la altura, y aunque ambos estrenan ropa nueva y elegante, la bufanda roja de Ray debe imponer demasiado. Inseguridad previa al roce feliz, entregados por una fugaz cantidad de tiempo extra al desfase con clase de la noche bebida de un solo trago por los maltratados a golpes en la vida. Ser otros aquí denota probar un sorbo del champán barato de la libertad, espejismos de quereres salvajes (aunque no tanto como para hacer el amor de pie, los años pesan). Del revés amargo de este dulce breve encuentro, el temor constante de Helen a lo quebradizo de las apariencias, menoscabado por la bonhomía pasajera de Ray, quien no deja de insistirle en que justo ahora no es tiempo de pensar en la muerte. La conversación entre amantes fugaces, bellos soñadores, simula una afinación complicada, exitosa tras unos retoques al instrumento, las preguntas empiezan chirriando, pero pronto la rima se establece. El acorde ha encontrado su canción. Ray conoce a Helen. Por fin le puede regalar el collar dorado de dos golondrinas juntando sus picos que llevaba rato imaginando alrededor de su cuello.
          ¿Qué ha ocurrido previamente? Eso ya lo habíamos visto en celuloide, pero muy pocas veces hemos presenciado a un cineasta capaz de servirse de una pantalla verde para ─en un plano con croma al que de verdad llegamos a pillar cariño─ representar los destinos vacacionales ideales de los personajes que empiezan a imaginarse su nueva vida con el amante. La pobre integración de dicho croma en la imagen real es lo de menos, aquí Rudolph quiere hacernos ver, sorprendernos, sin perder de vista la mesa del restaurante cinco tenedores de diez variedades, que la imaginación más apasionada no necesita de un equipo de 500 animadores asociados a la empresa puntera de EUA; el versado filmador-narrador, en su casa con equipo ajustado, nos cuela el croma más descarado del globo y nos dejamos embelesar por cada destino como cuando viajando despreocupados cedemos a comprar algunos souvenirs desenfadados, imanes de nevera reconocibles en su prototipicidad, que sellan nuestro relajamiento vacacional y nos permiten tener, al volver, una deferencia para con nuestros seres queridos: pagodas y kimonos en Japón, la Torre Eiffel y el Moulin Rouge en París, playas de arena blanca en Las Bahamas… Y, agradecidos, pensamos que deseamos verlos ya allí, con tanta intensidad como ansiábamos el retorno de Ninotchka a la Ciudad de la Luz en Silk Stockings (Rouben Mamoulian, 1957). El desaliño de esta combinación ─con el dinero esquivo acechando una posible caída─, bendita suerte en esta noche única, nos confronta con gestos que permanecen aquietados, suspendidos en una perpetuidad dichosa, como el resultado de desconexiones entre la pesantez de la vida y la ilusión del irrecuperable mañana.

Ray Meets Helen Alan Rudolph 3

3. UNA VIOLENCIA QUE ENDULZA

La benignidad de sustraerse a la marcha usual del mundo no burbujearía tan brillante si no se insinuaran, a la vuelta de la esquina, las espinas. Tanto Ray como Helen, cada uno a su modo, afrontan su sobrevenida condición de pudientes con cierto grado de impostura que les resulta difícil camuflar. El primero se sirve de ella, entre otras cosas, para librar en su fuero interno su particular cruzada contra la exnovia, Ginger, que aún sigue despreciándolo y ahora sufre de un escabroso affaire con su jefe de color; la segunda, se trasluce, no sabe gozarse el don presente del dinero ni del nuevo ser regalados, recomponiéndose con desagradecimiento inconsciente a cada embestida del convencido Ray. La felicidad y su prórroga, en el cine de Rudolph, suelen jugarse en la escapatoria ─necesitada de actualizarse, siempre provisoria─ del quedarse estancado: las estrategias pasan por aflojar los caracteres subjetivos, fingir con apuesta sinceridad, tentar de fundirse con el sexo opuesto, renegar de establecer un hogar no merecedor de lealtad, cruzando urbes, grato desarraigo huidizo. Peligros de inmovilización (larga condena en prisión, hospital, exclusión social, muerte), una persecución permanente (policía, gánsteres, espíritu de frustración), son entonces acechantes causas inherentes a dicho planteamiento vital. Pero matizando las intensidades agitadas de su maestro, Robert Altman, no exentas de mimo, Rudolph proyecta sobre todos sus personajes un cariño que raya lo paternal, disponiendo para ellos un tablero donde su libertad cabe, al menos, si la ejercen sinuosa, y a cada habitante de la ciudad con el corazón caliente, haga o no lo correcto, se le otorga la aptitud de provocar en los demás, en el encuadre y en el espacio sonoro, su particular aumento febril.
          A cualquier oportunidad o promesa de ser dichosos viene indisolublemente unido un augurio de su cese o de un posible incumplimiento. El enigma asentado en el hecho riesgoso de seguir viviendo, temblor que da fe de una esperanza. Un patrón electrónico brioso, de ritmo sospechoso, hace fade in tres segundos antes de disolverse la imagen de Helen y que se introduzca la de Ray, en perspectiva cerrada, pisando fuerte el barrio dispuesto a investigar. Seguidamente, recogidos en un mismo plano tras los barrotes, pero a dos tiempos, se presentan los contrincantes que pulularán en torno a nuestro hombre: en coche, las autoridades patrullando, detrás, los cuatro malosos ataviados de colores y cubriendo sus rostros con máscaras ridículas. La música se modula, varía, se insinúan ambos grupos como pendiendo sobre el sino de Ray con jazzística melancolía. Veloz, un primer plano de nuestro hombre apercibiéndose hace arrancar, tras su paso al siguiente, palmadas cadenciosas que cachetean en loop las imágenes, revistiendo el presunto inocente caminar de una vecina que empuja el carrito de la compra con la suspicacia de un detective avezado, al borde del acorralamiento. Intensidades musicales y foleys varios que se superponen a las imágenes con grados variables de rudeza épica, calor de aguardiente para los personajes a medio convencer, el chupito de remate, ocasionando la escalada de ritmo y acontecimientos en el antro donde ella confiesa a Ray no ser Mary, sino Helen Wilder, petardazo existencial confesor que desencadena las ansias de arriesgar, de escapar sin pagar, acuciados, cuando podrían hacerlo con holgura. Las prisas de la fuga se unen con las ansias por toquetearse sin recato.
          Habitando un mundo violento y podrido, donde los caraduras se enriquecen mediante la prevaricación, corrompiendo o vendiendo champán de baratillo a precio de oro, Rudolph condesciende pizcas de democracia pergeñando una realidad torpe: el débil puede rivalizar físicamente al bruto, el listo suele equivocarse, el tonto tener suerte, y la belleza y el talento no acaban determinando mucho porque en general son cualidades ecuánimemente repartidas extrínsecas a la personalidad. Cuando ocasionalmente el persecutor alcanza al perseguido, o la bala da en el blanco, son sucesos que se sienten ilegítimos, y de algún modo, hasta donde pueda permitírselo sin traicionar la narración, son hechos que intentará reparar beatíficamente Rudolph. La capitulación impermutable de la muerte, uno podrá entender tras leer estas líneas, es ajena a la cosmogonía del cineasta, un disparo en el corazón podrá acabar con el camino vital que une la carne del personaje con el suelo pisado, pero las briznas respiratorias de aire diluyéndose por entre sus labios terminan yendo a parar a otra parte, esa dimensión equidistante tan amamantada por el cinéfilo apasionado, la esperanza de una superposición o fundido cuestionando el punto y final del deceso. En ese amor por la ilusión del rebelde con causa se hallan las concomitancias de su cine con el pasado, los vínculos que tanto parecieron evadírsele a la crítica de los 80 cuando, por momentos ─Choose Me estableciéndose como pico─, se le relacionó más con iconoclastia irreverente. Nexo cuestionable siendo su cine tan continuista; no sorprende, retomar las tramas perdidas, cuando estas han desaparecido del imaginario popular, se encubre, si la mala suerte se cierne, como radicalidad banal, y sabemos que si uno es radical, algo le une por necesidad, filiación, a las raíces. Rápida muestra: recordemos dos finales de un par de filmes de Fritz Lang, Ministry of Fear (1944) y Secret Beyond the Door… (1947), metrajes con un tercer acto rematado apresuradamente, como por un fortuito golpe del destino cambiando en el parpadeo más cuadragesimal el hado fatal de dos personajes para trastocarlo, mediante fundido o superposición, en escena final resuelta en dos planos que parece venir de esa futura vida paralela, donde tras palpar la tumba, los personajes, hombre y mujer, han arribado a una suerte de limbo fuera del tiempo, en un lugar desconocido del firmamento, quizá hecho en el cielo. Así terminaban su travesía por Rain City (las zonas menos modernizadas de Seattle) Hawk y Georgia. El primero, en los minutos finales de Trouble in Mind (1985), nos parecía mortalmente herido, listo para cerrar su arco, pero un corte nos lo mostraba en coche, sano, rumbo hacia un atardecer pasteloso sin empacho, y una vez pasados unos segundos de intriga ante la probable existencia de un copiloto, veíamos que sí, Georgia estaba con él, los amantes se podían tocar, su destino incierto siendo el regocijo con el que vivir en suave duda.
          Perecimientos que se reaniman por contados segundos, rebajando de gravedad el The End, insertando, de modo paradójico, un sigilo adicional al complot mortífero, también los podemos ver en el cine de Jacques Rivette: Noroît (1976), Le Pont du Nord (1981)… El personaje muere pero tal vez al actor se le conceda levantarse cuando la cámara esté al borde de consumar su movimiento. ¿Cómo ser tan cruel como para dejarnos sin ninguna duda del óbito cuando se ha trabajado tanto con los intérpretes, moldeado la película con y para ellos? Otra filiación, pues el cineasta francés bien es sabido que admiraba tanto el cine de Rudolph como el de Altman, mecenas y consejero del angelino. Rivette observaba, con su habitual ojo afilado, la relación establecida en las películas de ambos norteamericanos con los actores, ese dejarles tiempo de más, para improvisar, para sorprender al propio cineasta, mutando el scénario de paso, algo poco ajeno al francés. Geraldine Chaplin, heroína silenciosa de Remember My Name (1978) se lo confirmaba: el material descartado de Nashville (1975) y A Wedding (1978) era cuantioso. Rudolph lo ratifica: de Altman aprendió a visionar con el reparto y equipo los dailies, lo rodado el día anterior, porque ahí se encontraba lo importante del filme, el director endeudado con complacencia, entregado a unos rostros y extremidades a los que intentará rendir justicia; el mencionado Carradine, Nick Nolte ─encadenando cuatro filmes seguidos con el filmador─, Lesley Ann Warren, Geneviève Bujold… la lista podría seguir, los actores vuelven al director, la confianza ganada es recompensada con fraternidad para el resto de días en la subsistencia venidera. Camaradería, expresado sucintamente por el propio Rudolph, es la condición más importante del cine. ¿El dinero? Nunca fue demasiado importante para el cineasta, lo cual no quita que la financiación deviniese lo más complicado en los procesos que él identifica con años de su historia. Por cada filme, una anualidad de eventos en su biografía, recordar la película para rememorar el propio pasado. Argucias de pícaro recogidas de Altman, las idóneas para financiar su trabajo durante treinta años seguidos.
          Relaciones de confianza extendidas a diferentes miembros de un equipo que, si bien comandado por una visión, articula la misma en multitud de nombres que retornan: Mark Isham musicando y dando vida, con jazz, elegancia y pedigrí, a los ires y venires por las calles imprudentes, flirteos en bares-centros neurálgicos, sin descartar el uso atrevido y hortera, no por ello imbuido con excentricidad desaborida, de canciones kitsch, descaradas e inolvidables por un demodé atemporal; Pam Dixon, directora de casting de todos sus filmes desde Made in Heaven hasta el que nos ocupa, sin contar Mortal Thoughts (1991) ─si el final se les manifiesta sagaz, denle las gracias al metteur en scène y no al estudio─; James McLindon, productor ejecutivo desde 1994 de diversas obras, rebotado de Altman pero aprovechado por Rudolph para labores de finanzas, que luego abordaría también en filmes como Dr. T & the Women (2000) del oriundo de Kansas, obra esta estrenada en el mismo año que Trixie, compartiendo con ella al citado hombre del dinero, a Pam Dixon y al director de fotografía Jan Kiesser, que el de Los Ángeles conoce desde 1975 aproximadamente, y con el que más ocasiones ha repetido, aunque es de justicia mencionar sus otros grandes socios en estas lides, Elliot Davis y Toyomichi Kurita, encargado este último de dar un plus de virtuosismo modesto a Trouble in Mind, The Moderns y Afterglow (1997). Nos dejamos para el final a su mujer, Joyce Rudolph, presente en una buena cantidad de filmes esenciales como “still photographer”, o ejerciendo labores de producción, incluyendo Ray Meets Helen, aspecto que realza el carácter doméstico de esta cinta, la maritalidad bien entendida en los procederes del cineasta. En la disposición generosa de la nevera, ustedes podrán percatarse de las pruebas del delito.

4. HACIA UNA POLÍTICA CONYUGAL

Everyone says that romance is dying. I’m romantic… Aren’t I? Well, I think I am

Karen Hood (1976)

El aliento, la energía pura que nos comunica un filme no procede, en esencia, de su puesta en forma. Proviene, en cambio, de algún secreto anterior, ulula entre bastidores, hace titiritar con romanticismo los objetos y paisajes registrados: se trata de una visión creadora original, reconocible en el alma, que sustenta una forma tan amplia que podría llegar a significarse en mundo. Un cineasta digno de considerarse tal, como Alan Rudolph, poseerá por definición una visión, una cosmogonía que le sea íntima, propia, rotulada en neones. Y dicho don sobrevivirá, enriqueciéndose o manteniéndose constante, a las sucesivas puestas en forma que actualizará el talentoso andamiador en cada película. Podremos hablar entonces de unicidad espiritual, de corpus al sol o subterráneo, de que nos encontramos ante un maldito y aguerrido genio. Echando la vista atrás, escuchando los tímidos, cautelosos, testimonios del cineasta, nos queda clara la preocupación esencial: el vaivén entre él y ella, los límites que lo cercan, el borde recorrido para mantener la reciprocidad con aliento fresco, ademanes brujos, humores cáusticos, desdicha y escalera hacia la ventura de unos días sucedidos con la intensa presteza liviana del que vive embebido del mundo y sus semejantes, aprendizaje para orates, compendiados ardides en pos de embelesar los días y noches del que nos escucha suspirar dormidos. La visión de Rudolph ha dado concierto y chifladuras a nuestras incertezas, nos ha hecho sentir más de cerca el releje insalvable, puntiagudo, del ser con uno y estar para el otro. El ímpetu de elegir denota cobardía si no es acompañado de tesón, el consejo no pronunciado que nos llevamos a la almohada, los corazones fogosos de los actores filmados birlando la escena, la mirada entre sosegada y flamenca del que rasguea las cuerdas de la guitarra como si de ellas dependiese la moral de los sentimientos.

Ray Meets Helen Alan Rudolph 4

CONTINUARÁ…

Ray Meets Helen, en Vimeo