UNA TUMBA PARA EL OJO

ABIERTO A INTERPRETACIÓN: NOTAS CONTRA EL CAMP; por Andrew Britton

For Interpretation: Notes Against Camp (1979)
por Andrew Britton

en Britton on Film: The Complete Film Criticism of Andrew Britton. Editado por Barry Keith Grant. Con una introducción de Robin Wood. Wayne State University Press, Detroit, Michigan, 2009; págs. 388-393.

“Genet no quiere cambiar nada en absoluto. No cuentes con él para criticar a las instituciones. Las necesita, como Prometeo necesita su buitre”.

─Jean-Paul Sartre, Saint Genet

Uno. En ocasiones casi parece que se ha convertido en un asunto de aceptación común que el camp es radical, y la obra de teatro Men de Noel Greig y Don Milligan proporciona un ejemplo conveniente del proceso por el cual me imagino que eso sucede. Men se presenta a sí misma como una polémica contra la “izquierda recta” ─ una abstracción que encarna en uno o dos de sus personajes gay centrales, un enlace sindical en una factoría de las Midlands y, en secreto el amante de Gene, un macho gay masculino y camp para el cual la obra intenta solicitar una reverencia atontada y falta de sentido crítico. Su relación se ve como continuista con los patrones dominantes de las relaciones heterosexuales, y es presentada como sinónimo de ellas, aunque no hay ningún intento de considerar, o incluso reconocer, las presiones sociales que han ido en producir la similitud. La obra concluye que la lucha política con la que Richard, el enlace sindical, está comprometido en el trabajo, puede ser asimilada por los propulsores de poder “fálicos” (no se nos permite olvidar que él es conocido por sus compañeros de trabajo como Dick), y ofrece, en el quejumbroso gemido de Gene de “Socialism is about me”, lo que se necesita para ser el énfasis correctivo. Cómo el “socialismo” debe definirse o en qué manera, exactamente, puede decirse acerca de Gene que no son asuntos que la obra encuentre adecuados para discutir, aunque queda claro que las actividades de Richard (de las que las mujeres trabajadoras son enfáticamente excluidas excepto, en una instancia, como las “víctimas” de una acción huelguista) están más allá de lo burdo. En efecto, la relación íntima de Gene con el socialismo es en gran medida dada por sentada. Su ignorancia de, e indiferencia hacia, la política, es repetidamente acentuada, aún así está de algún modo instintivamente en línea con los medios adecuados de acción política; en la escena final, Gene se convierte en el medio no solo para una serie de aforismos vagos y tendenciosos acerca del patriarcado (“el Hombre como la Naturaleza aborrece un vacío”) portentosamente pronunciados bajo el foco de atención, sino también para los ejercicios de chivo expiatorio salvajes, crueles y santurrones de Richard, que está dotado con la responsabilidad moral para su opresión. Men concluye que Richard debería permitirse convertirse en nervioso, sensual y afeminado ─un conjunto tan dudoso de Conductas Morales Positivas como el que cualquiera podría razonablemente demandar─ y se permite un final a lo Casa de muñecas en el que se nos demanda que lo tomemos como un triunfo de inteligencia radical. La confusión, desesperación y auto-opresión de Richard no están ni aquí ni allá. Todo es “su culpa”, y podemos tomar debida satisfacción en su castigo: su secreto culpable ha sido descubierto por sus compañeros de trabajo, y sus justos merecidos están al alcance de la mano.
          El argumento que estoy intentado elaborar es que el camp de Gene es tomado como una validación automática del personaje. No tiene nada por lo que se le pueda recomendar más allá de un cierto carisma superficial y unos pocos epigramas astutos, con todo, su monólogo telefónico tour de force de cinco minutos al final del primer acto es considerado lo suficientemente imponente para “situar” el retrato, en los treinta minutos precedentes, de la participación política de Richard. Men arriba a su evaluación del camp por un simple proceso de elisión. La relación Richard-Gene es “como” una relación hombre/mujer. Por tanto, el camp de Gene es continuista con la identificación-mujer: o sea, es “como” un discurso feminista contra el patriarcado. Consecuentemente, el camp son los medios por los que los hombres gay se pueden convertir en mujeres-identificados = radicales = socialistas, y podemos continuar acampando y “siendo nosotros mismos” con perfecta ecuanimidad (el camp, por supuesto, se trata siempre de “ser uno mismo”) en la serena garantía de que estamos en la vanguardia de la marcha cara el futura socialista. La obra no busca en ningún momento demostrar la validez de su espurio conjunto de proposiciones. Son simplemente datos, y como tales, se relacionan de manera significativa con ciertas asunciones características del feminismo burgués. Juliet Mitchell ha argumentado, por ejemplo, que las luchas “políticas” e “ideológicas” son conceptual y prácticamente distintas, una para ser luchada por la clase trabajadora y la otra por el movimiento de las mujeres. Incluso va tan lejos como para sugerir en Woman’s Estate que la revolución debe venir ahora desde dentro de la burguesía. Gene, supuestamente clase trabajadora, es en gran medida un vocero de aspiraciones burguesas,  y Men agrava la falacia de Mitchell tanto en su asimilación acrítica del camp al feminismo como en su aserción implícita de que no hay forma concebible de actividad política organizada que no reitere subrepticiamente las estructuras de poder patriarcales.
          Dos. El camp siempre connota “afeminamiento”, no “feminidad”. El hombre gay camp declara, la “Masculinidad es una convención opresiva a la que rechazo conformarme”, pero su inconformidad depende a cada instante de la preservación de la convención que supuestamente rechaza ─en este caso, una aceptación general de lo que constituye “un hombre”. El comportamiento camp es solo reconocible como una desviación de una norma tácita, y sin esa norma cesaría de existir; le faltaría definición. En ningún momento propone o puede proponer una crítica radical de la norma misma. Siendo esencialmente un mero juego con signos convencionales dados, el camp simplemente reemplaza los signos de masculinidad con una parodia de los signos de feminidad y refuerza las definiciones sociales existentes de ambas categorías. El estándar de “lo masculino” sigue siendo el punto fijo en relación con el cual los hombres y mujeres gay emergen como “aquello que no es masculino”.
          Tres. El camp requiere del escalofrío de la transgresión, el sentido de la perversidad en relación con las normas burguesas que caracterizan la degeneración del impulso romántico en la segunda mitad del siglo XIX y que culmina en Inglaterra con el esteticismo y en Francia con la decadencia. El camp es una versión domesticada de la épica de transgresión aristocrática, anarquista, una brecha en el decoro que ya no conmociona y que ha servido para confirmar la existencia de una categoría especial de persona ─el macho homosexual. El propio término “un homosexual” (del cual, finalmente, el término “ una persona gay” es solo la recuperación, aunque una progresiva) define no un objeto de elección del cual cada individuo es capaz, sino un tipo con modos de comportamiento y respuesta característicos. Sartre ha analizado, en relación con Genet, el proceso por el cual un determinado imperativo social (“He sido emplazado en tal-y-tal rol”) puede ser transformado en una elección existencial (“Por lo tanto tomaré la iniciativa de adoptarlo”); ese proceso describe la complicidad fundamental  de lo que puede semejar ser un acto de autodeterminación. El camp es colaborativo en ese sentido.
          Cuatro. La “subversión” necesita ser evaluada no en términos de una cualidad que es supuestamente apropiada para un fenómeno sino como una relación entre un fenómeno y su contexto ─esto es, dinámicamente. Ser Quentin Crisp en los años treinta es un asunto muy diferente al de ser Quentin Crisp en el año 1978. Lo que una vez fue una afrenta ahora se ha convertido en parte del rico espectáculo de la vida. La amenaza ha sido desactivada ─y desactivada porque siempre fue superficial. El camp es individualista y apolítico, e incluso en sus momentos más perturbadores, pide poco más que una sala de estar. La observación de Susan Sontag de que “los homosexuales han apuntalado su integración en la sociedad promocionando” la sensibilidad camp me parece exacta y, en su exactitud, bastante condenatoria. Es necesario, al hacer tal juicio, disociarse uno mismo de cualquier forma simple de moralismo.
          Claramente, hasta hace muy poco, las maneras de ser gay han estado tan extraordinariamente limitadas que la posibilidad de ser radicalmente gay simplemente no ha surgido en la mayoría de los casos. Pero en un contexto contemporáneo, el camp gay parece poco más que una especie de anestésico, permitiendo a uno permanecer dentro de relaciones opresivas mientras disfruta de la ilusoria confianza de que las está desobedeciendo.
          Cinco. La creencia en algún tipo de homosexualidad “esencial” produce, lógicamente, el concepto de Jack Babuscio de “la sensibilidad gay”, del cual el camp es supuestamente la expresión. “Defino la sensibilidad gay como una energía creativa reflejando una conciencia que es diferente del mainstream; una conciencia elevada de ciertas complicaciones humanas del sentimiento que brota del hecho de la opresión social; en resumidas cuentas, una percepción del mundo que está coloreada, moldeada, dirigida y definida por el hecho de la homesexualidad de uno”. Esta formulación contiene dos proposiciones falsas: (a) Que existe algún tipo de “conciencia mainstream” indiferenciada de la que los gays, por el mero hecho de ser gays, son absueltos; y (b) que una “percepción del mundo que es… definida por el hecho de la homesexualidad de uno” necesariamente involucra una “conciencia elevada” de cualquier cosa (excepto, por supuesto, de la homosexualidad de uno). Ciertamente aceptaría que la opresión crea el potencial para una distancia crítica de (y acción en contra) la sociedad opresora, pero uno solo tiene que considerar las varias formas de la “conciencia negativa” para percibir que la realización de ese potencial depende de otros elementos de la situación específica de uno.
          No es el caso claramente que el hecho de la opresión implique un entendimiento conceptual de la base de la opresión, o que el hecho de pertenecer a un grupo oprimido implique una conciencia ideológica. La “conciencia” (que es, en sí misma, un término poco útil) no está determinada por la orientación sexual, ni hay una “sensibilidad gay”. El lugar ideológico de cualquier individuo en cualquier momento es el sitio de la intersección de cualquier número de fuerzas determinantes, y el sentido de uno mismo como “gay” es un producto determinado de esa intersección ─no un determinante del mismo. Parece extraño, en cualquier caso, citar como ejemplar de una sensibilidad gay un fenómeno que es característicamente masculino y con el que muchos hombres gay sienten poca simpatía.
          Seis. El fracaso para concebir una teoría de la ideología es continuista con una teoría insostenible de la elección. Sontag, adoptando un modelo conductista resumidamente crudo, señala que “el gusto gobierna toda respuesta humana libre ─en tanto opuesta a maquinal─”, y asocia “gusto” con una individualidad etérea que transciende la “programación” social. Babuscio desarrolla la misma línea argumental: “Las prendas y el decorado, por ejemplo, pueden ser medios para afirmar la identidad de uno, así como una forma de justificación en una sociedad que niega la validez esencial de uno… Por medios como estos uno intenta convertirse en lo que quiere, ejercitar algún control sobre su entorno”. Ningún escritor parece consciente que, tal y como están usadas aquí, “identidad” y “libertad” son términos problemáticos. Para explicar el hecho de que los hombres gay gravitan hacia ciertas profesiones uno tiene que aducir la “identidad social desacreditada” de los gays como el factor determinante de la elección en vez de sugerir que la elección alivia la identidad social desacreditada. Las profesiones en las que la homosexualidad masculina ha sido tradicionalmente tolerada (el teatro, la moda, decoración de interiores, entre otras) son también aquellas en las que las mujeres han sido capaces de comandar un grado de autonomía personal sin amenazar la supremacia masculina en lo más mínimo, desde que los “hombres reales”, por definición, menospreciarían estar involucrados en ellas. Es escasamente permisible explicar la asociación del hombre gay con las profesiones de “lujo” en términos de una colección de individuos que descubren, por alguna coincidencia milagrosa, que la aserción de su identidad les conduce a una personalidad singular.
          Siete. Cualesquiera que sean las diferencias en sus argumentos, los tres discursos sobre el camp más elaborados hasta la fecha (Sontag, Babuscio, Richard Dyer) están de acuerdo en que el gusto camp es una cuestión de “estilo” y “contenido”, ignorando el hecho de que el estilo describe un proceso de significado. La actitud camp es un modo de percepción por el cual los artefactos se convierten en el objeto de un escrutinio detenido, o fetichista. No lo “ve todo entrecomillado”, sino entre paréntesis; es un solvente del contexto. Lejos de ser un medio para la desmitificación de los artefactos, como afirma Dyer, el camp es un medio por el que ese análisis es pospuesto perpetuamente. (“Being”) El pasaje del “objeto determinado” al “fetiche” preserva al objeto a salvo y tranquilizadoramente en un vacío.
          Ocho. Todos los analistas del camp llegan eventualmente al mismo dilema. Por un lado, el camp “describe aquellos elementos en una persona, situación o actividad que expresan, o son creados, por una sensibilidad gay” (esto es, el camp es un atributo de algo). Por el otro, “el camp reside en gran medida en el ojo del que mira” (esto es, el camp es atribuido a alguien). (Babuscio). Esto último me parece correcto en la mayoría de los casos y la tendencia generalizadora indica muy claramente la facilidad esencial del camp. El camp intenta asimilar todo como su objeto y luego reduce todos los objetos a un conjunto de términos. Es un lenguaje de empobrecimiento: es a la vez reductivo y no analítico, los dos yendo de la mano y determinando el uno al otro. Como un fenómeno gay, el camp es un medio de traer al mundo al alcance de uno, de acomodarlo ─no de cambiarlo o conceptualizar sus relaciones. Los objetos, imágenes, valores, relaciones de opresión pueden ser recuperados adoptando el simple expediente de redescribirlos; el lenguaje del camp casi sugiere, a veces, una forma de censura en el sentido freudiano. Hay, por supuesto, un cierto modo de esteticismo contemporáneo que es consciente del concepto de camp y cuyos objetos son construidos desde dentro de esa competencia; como regla, no obstante, la concepción del camp como una propiedad o plantea la pregunta o produce esas periódicas enajenaciones mentales del ensayo de Sontag, en las cuales Alexander Pope y Mozart pueden ser reclamados para el patrimonio camp como maestros del formalismo rococó.
          Nueve. De acuerdo con Dyer, John Wayne y Richard Wagner pueden ser camp. Percibir a Wayne como camp es, en un nivel, simplemente demasiado fácil, y no produce ningún argumento acerca de la masculinidad que no ganaría instantáneamente la concurrencia de cualquier lector con amor propio de Daily Telegraph. Por supuesto, la “manera de ser un hombre” de Wayne es un constructo social, como lo son todas las “maneras de ser un hombre” ─incluyendo la manera camp─ e indicar eso no parecer particularmente significativo. En otro nivel, ¿qué “John Wayne”? ¿El Wayne que aboga, dentro y fuera de la pantalla, por la política de Lyndon Johnson en Vietnam  y el macartismo, o el Wayne de los wésterns de John Ford? Wayne “significa” cosas muy diferentes en los dos casos, y aunque esos significados están íntimamente relacionados no pueden ser reducidos el uno al otro. Percibir a Wayne meramente como un icono de “virilidad”, de la que puede ser desacreditado desde, aparentemente, una posición de neutralidad ideológica es o complaciente o filisteo. Similarmente, considerar a Wagner como camp es, en un nivel, solo tonto, y no se puede tolerar más que otros tipos de tonterías porque se enmascare como análisis crítico. En otro nivel, previene la discusión de problemas reales levantados por la música de Wagner y el culto de Bayreuth (la discusión iniciada por Friedrich Nietzsche) y culmina corroborando la vulgar crítica burguesa del “romanticismo exagerado” de Wagner. La “perspicacia camp”, en este y otros muchos casos, es poco más que el otro lado de una variante del peor tipo de liberalismo derechista.
          Diez. En su ensayo, Babuscio intenta construir una relación entre el camp y la ironía que, transpira, se convierte en la misma contradicción sin resolver como aquella que aflige la definición del camp mismo. “La ironía es la materia del camp, y se refiere aquí a cualquier contraste altamente incongruente entre un individuo o cosa y su contexto o asociación”. Al final del párrafo, la ironía se ha convertido en un asunto de la “percepción de la incongruencia”. Se debe observar, primero, que la ironía es malamente definida: no involucra la incongruencia, y no es, y no puede ser, “sujeto de estudio”. La ironía es una operación del discurso que establece un complejo de tensiones entre lo que es dicho y varias calificaciones o contradicciones generadas por el proceso del decir. Además, es difícil ver en qué manera cualquiera de los “contrastes incongruentes” ofrecidos como ejemplares de la ironía camp se relacionan ya sea con el camp, con la ironía, o con “la sensibilidad gay”. ¿Debemos asumir que, porque “sagrado/profano” es una pareja incongruente, una gran cantidad de literatura medieval es camp? Más importante, Babuscio ignora la distinción crucial entre el tipo de escrutinio que disuelve las fronteras para demostrar su insustancialidad ─o los sistemas de valores que las refuerzan─ y el tipo de escrutinio que meramente busca confirmar que están allí. Como una lógica de la “transgresión”, el camp pertenece a la segunda clase. Si la transgresión de las fronteras alguna vez ha amenazado con producir la redefinición de las mismas, el estremecimiento se perdería, la excitación del “algo equivocado” desaparecería.
          Once. Babuscio cita a Oscar Wilde ─”Es a través del Arte, y a través del Arte solo, que nos podemos escudar de los sórdidos peligros de la existencia real”─ y añade, con aprobación, “El epigrama de Wilde apunta a un aspecto crucial de la estética camp: su oposición a la moral puritana”. Al contrario, el epigrama es una expresión suprema de la moral puritana, que puede ser casi definida por su revulsión del peligro y miseria de lo real. El puritanismo encuentra su cláusula de escape en la aspiración del alma individual hacia Dios, en una relación con la que el mundo es como mucho irrelevante y, en el peor de los casos, hostil, y Wilde simplemente redefine la salida de emergencia en términos estéticos. Sartre observa de Genet que “La Belleza del esteta es maldad disfrazada de virtud”. Lo reformularía para que se lea: “El aislamiento del estilo es el truco sucio del esteta sobre el concepto de valor, y la necesidad constante de analizar y reconstruir conceptos de valor”.
          Doce. El camp es crónicamente reacio a los juicios de valor, en parte por elección (la evaluación se siente que involucra la discriminación entre varios contenidos, y así pertenecer al reino de la “Alta Cultura”, “Seriedad Moral”, etc.), y en parte por defecto: la obsesión con el “estilo” entraña tanto una asombrosa irresponsabilidad con el tono como un rechazo a reconocer que los estilos son necesariamente los portadores de actitudes, juicios, valores y asunciones de las cuales es necesario ser consciente, y entre las cuales es necesario discriminar. “El género de terror, en particular, es susceptible a la interpretación camp. No todos los filmes de terror son camp, por supuesto; solo aquellos que aprovechan al máximo las convenciones estilísticas para expresar sensaciones instantáneas, entusiasmos, personalidades definidas agudamente, escandalosos e “inaceptables” sentimientos, y así sucesivamente”. (Babuscio)
          ¿Qué es la “sensación instantánea”? O, por ende, ¿la sensación que no es instante? ¿Y qué son las “convenciones estilísticas”? Las convenciones de una película de terror son complejas y significativas, y no pueden ser discutidas en términos de un apéndice chic a un contenido que es de algún modo separable de ellas. Ciertamente, los filmes de terror expresan “sentimientos inaceptables“ ─en efecto, existen para hacer eso─ pero leerlos como “escandalosos” en el sentido camp es protegerse a uno mismo de su extravagancia real, recuperarlos como objetos de “buen-mal gusto” (que es lo que los críticos burgueses hacen de todos modos). Una vez que uno ha efectuado la distinción imposible e insignificante entre las “consideraciones morales y estéticas” (Babuscio), se convierte en perfectamente factible asociar la inteligencia crítica de las películas de Josef von Sternberg con lo coqueto, vulgar, fantasías sexistas de los musicales de Busby Berkeley, o confundir la complicidad grotesca de la personalidad de Mae West con el “exceso” de la interpretación de Jennifer Jones en Duel in the Sun (King Vidor, 1946) o de Bette Davis en Beyond the Forest (Vidor, 1949), donde el exceso es una función de una crítica activa de los roles de género opresivos. Aunque aparentemente demande nuevos criterios de juicio, el camp está mientras tanto consintiendo silenciosamente los antiguos. Meramente se apodera de estándares existentes de “mal gusto” e insiste en que gusten.
          Trece. El camp tiene un cierto valor mínimo, en contextos restringidos, como una forma de épater le bourgeois, pero el placer (en sí mismo genuino y suficientemente válido) de escandalizar a ciudadanos firmes no debería ser confundido con el radicalismo. Todavía menos debería “la muy ajustada convivencia que hace tan bueno ser una de las reinas”, en la frase de Dyer, ser ofrecido como un modelo constructivo de “comunidad en opresión”. (Dyer, “Being”). Las connotaciones positivas ─una insistencia en la otredad de uno, un rechazo de pasar como straight─ están tan irremediablemente comprometidas por la complicidad en las formulaciones tradicionales, opresivas, de esa otredad, que “camping around” es a menudo poco más que ser “uno de los chicos” en la marquesina rosa. No deberíamos, al rebufo de Dyer, sentirlo incumbente en nosotros defender el camp bajo los cargos de “defraudar al flanco” o querer ser John Wayne. El camp es simplemente una manera en la que los hombres gays han recuperado su opresión, y necesita ser criticado como tal.

Frantz Fanon Black Skin White Mask Isaac Julien 1995
Frantz Fanon: Black Skin, White Mask (Isaac Julien, 1995)

LOS FILMES DE ALAN RUDOLPH; por Dan Sallitt

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

ALAN RUDOLPH, 1985

A principios de 1985, el Toronto Festival of Festivals (que luego se convirtió en el Toronto International Film Festival) encargó ensayos para un libro que esperaba publicar sobre diez importantes nuevos cineastas internacionales, titulado “10 to Watch” y planeado para acompañar una serie paralela en el festival de 1985. Gracias a la recomendación de Dave Kehr, el festival me pidió que escribiera en la sección sobre Alan Rudolph, cuyos defensores todavía escaseaban a pesar del reciente éxito crucial de Rudolph con Choose Me. Por desgracia, el proyecto de libro fue cancelado, y mi monografía de 10000 palabras nunca vio la luz del día, aunque una versión muy truncada fuese publicada en el catálogo del festival ese otoño. Me siento un poco incómodo ahora por el tono engreído de la pieza, pero tuve acceso a Rudolph y su equipo y obtuve información valiosa de fondo que es aún difícil de conseguir. Así que aquí está la monografía, sin correcciones, en su debut público.

LOS FILMES DE ALAN RUDOLPH

por Dan Sallitt

El éxito comercial y crítico de Choose Me finalmente ha empujado a Alan Rudolph al candelero, para el regocijo de sus admiradores duraderos. Según un cálculo, una cuarta parte de los principales críticos cinematográficos en los EUA y Canadá incluyeron a Choose Me en sus listas de las diez-mejores de 1984; Los Angeles Film Critics Association insultó a Rudolph con su premio “New Generation”, casi una década después de que el doblete de Welcome to L.A. (1976) y Remember My Name (1978) lo estableciera como uno de los más importantes talentos de los setenta.
          ¿Puede Rudolph sostener este impulso? Quizá, como Jim Jarmusch con Stranger Than Paradise, fuese afortunado en encontrar un acercamiento cómico que hizo que el filme se ganara la simpatía de gente que se hubiese echado las manos a la cabeza ante las mismas excentricidades en un contexto dramático. Para un filme tan querido, Choose Me generó un número inusual de reacciones ambivalentes. Muchos espectadores añadieron una calificación incómoda a su elogio (“Me gustó, y no soy un fan de Rudolph”); unas pocas dudas expresadas sobre si el humor del filme era completamente intencional.
          Hay algo de Rudolph que molesta a bastantes espectadores. Welcome to L.A., el más conocido de los filmes de Rudolph antes de Choose Me, es un tema espinoso para una conversación casual, a menudo avivando memorias amargas de precios de entrada desperdiciados por los que nosotros, defensores de Rudolph, somos de algún modo los culpables. Remember My Name, un filme algo más sencillo para que las audiencias de moda lo puedan apreciar, ha recibido distribución limitada incluso en centros urbanos; el espectador aventurado es más probable que se haya topado con Roadie (1980) o Endangered Species (1982), fallos interesantes que a menudo se juzgan con dureza. Una razón por la que Rudolph nos desconcierta es que su trabajo consigue encarnar simultáneamente elementos de romanticismo anticuado y modernidad cínica. La característica identificadora de sus filmes más personales, todos lidiando con el tema de la ilusión romántica, es una especie de expresionismo extasiado, una proyección del idealismo romántico de los personajes hacia el mundo exterior a través de iluminación no realista, el destierro del contexto, y música desplegada de un modo llamativo. Aun así, este expresionismo no concuerda con el contenido de los filmes. La compatibilidad romántica es desconocida en el universo de Rudolph: la mayoría de su gente es demasiado neurótica o loca total como para funcionar apropiadamente en cualquier situación interpersonal, y sus personajes más estables nunca dan conseguido encontrarse entre ellos. Además, la atmósfera romántica dominante está continuamente en guerra, no solo con el desalentado sentido del humor de Rudolph, sino también con la acumulación de realismo entrópico, manifestado por todos lados, desde la rareza de comportamiento de las partes más pequeñas hasta las pistas de sonido multinivel que son parte de su herencia de Robert Altman.
          El efecto es complejo. Aunque rechace con audacia las convenciones de la ficción romántica, Rudolph no rechaza su espíritu: es comprensivo con el impulso idealizante que crea el romance cinematográfico tradicional. Pero, habiéndolo identificado como un impulso, debe localizarlo dentro del universo del filme y dar igual peso a las fuerzas que se oponen a él. La guerra entre lo objetivo y lo subjetivo en los filmes de Rudolph está agradablemente exagerada para conseguir el máximo efecto: el romance es intensísimo y prácticamente palpable, pero el buen juicio lo prohíbe rotundamente. Así que Rudolph aliena dos bloques de espectadores a la vez. Aquellos en busca de historias de amor tradicionales naturalmente querrán escenarios más prometedores y simples, pero los sofisticados modernos en busca de cinismo real son disuadidos por la inmersión del director en las fantasías de sus personajes.
          Las diferencias entre los romances expresionistas de Rudolph son grandes, pero no tan grandes como el salto estilístico entre ellos y sus otros filmes. Welcome to L.A. y Remember My Name, producciones independientes hechas a partir de ideas originales de Rudolph, fueron seguidas en intervalos de dos años por Roadie y Endangered Species, proyectos de estudio hechos a partir de historias o guiones ajenos. Aunque ninguno de estos filmes es convencional o falto de imaginación, les falta la intensidad creativa concentrada de los trabajos que las precedieron; Choose Me llegó justo a tiempo para aquietar nuestros miedos de que Rudolph hubiese perdido el rumbo. Con el estreno de Songwriter (1984), otro proyecto de estudio, la forma de la carrera de Rudolph se vuelve clara: la fuerza completa de su talento ha sido ejercida solo en aquellos temas relativamente intangibles que le permitían establecer su dicotomía idiosincrática entre la inmersión emocional y el distanciamiento filosófico. Afortunadamente, juega con sus fortalezas cuando se le da libertad completa, y ahora puede esperar oportunidades creativas que parecían improbables de aparecer en su camino antes de que Choose Me fuese tan bien en la taquilla.
          Rudolph nació en Los Ángeles en 1944, hijo del director Oscar Rudolph, que trabajó tanto en televisión (“The Donna Reed Show”, “Playhouse 90”) como en películas (Don’t Knock the Twist, Rocket Man, Twist Around the Clock), antes de convertirse en director de segunda unidad para Robert Aldrich en los sesenta. Después de graduarse en la UCLA, Rudolph tomó una variedad de trabajos de estudio, incluyendo labores en la sala de correo de la Paramount; durante este periodo hizo cientos de filmes cortos en Super-8 acompañados de canciones populares, vendiéndolos a estudiantes de cine como proyectos de clase y en una ocasión ganando premios escolares para un cliente. En 1967 entró en el Directors Guild Assistant Director Training Program, que terminó en un año y medio; a la edad de veinticuatro era uno de los más jóvenes asistentes de directores en Hollywood. Unos cuantos años de trabajo estable le desencantaron con el oficio, y en 1970 había dejado la asistencia de dirección y se dedicó a escribir, guionizando varios filmes no producidos de bajo presupuesto y trabajando en sus propios proyectos.
          En 1972, Rudolph y varios amigos recaudaron 32000 $ e hicieron un filme de terror poco distribuido llamado Premonition (no debe confundirse con el filme The Premonition de 1976, dirigido por Robert Allen Schnitzer), que Rudolph escribió y dirigió. Tomando elementos de los filmes de la cultura juvenil de la época ─el filme gira en torno a una misteriosa red roja que causa premoniciones de muerte─ Premonition fue fotografiado por John Bailey (American Gigolo, Ordinary People, The Big Chill) y editado por Carol Littleton (Body Heat, E.T., The Big Chill), ambos desconocidos por aquel entonces. Un año después, Rudolph siguió este debut que pasó desapercibido con otro filme de horror, Terror Circus, del que se encargó después de que el productor-escritor Gerald Cormier hubiera rodado cuatro o cinco días. Su trama suena poco prometedora, cuando menos: un joven maníaco, interpretado por Andrew Prine, tortura a mujeres en un circo privado de su granero, mientras su padre, que ha sido transformado en un monstruo a causa de la radiación, deambula por el desierto de Nevada en busca de presas siempre que escapa de su cobertizo. Re-estrenada en 1976 bajo el asombroso título Barn of the Naked Dead, Terror Circus parece haber circulado más abiertamente que Premonition, pero ambos filmes han pasado más allá del alcance de los estudios de cine. Rudolph ha dicho que Terror Circus es el más acicalado y profesional de los dos filmes, pero que Premonition contiene más de su sensibilidad.
          A principios de 1973, Rudolph fue requerido para ser el asistente de dirección de Robert Altman en The Long Goodbye. Aunque no entusiasta a continuar trabajando como tal, aceptó el trabajo tras ver los filmes de Altman; atraído por la mayor libertad y responsabilidad que Altman le ofrecía en cada sucesivo proyecto, también firmó por California Split (1974) y Nashville (1975), dirigiendo alguna de la acción de fondo de ambos filmes. Altman luego le dio a Rudolph su primer crédito fundamental como guionista en Buffalo Bill and the Indians (1976), adaptado de (o, más bien, inspirado por ─Rudolph afirma que Altman y él mantuvieron solo una línea) la obra teatral de Arthur Kopit, Indians. Excepcionalmente burlona incluso para Altman, el filme es una extensa deflación de la leyenda de Buffalo Bill Cody, interpretado por Paul Newman como un fraude tempestuoso, ignorante, que ha olvidado que su leyenda fue manufacturada por escritores de noveluchas. La personalidad de Rudolph es difícil de reconocer debajo de la rama menos tierna de sátira de Altman; en retrospectiva, uno puede vislumbrar en la descripción del séquito de Cody el gran talento de Rudolph para la caracterización individualizada aguda, y su talento para diálogo arquetípico pero naturalista.
          Entre borradores del guion de Buffalo Bill, Rudolph escribió una adaptación de la novela de Kurt Vonnegut, Breakfast of Champions, que Altman por entonces tenía planeado dirigir. A pesar de la considerable publicidad generada, el proyecto nunca despegó, aunque el guion no producido (que Rudolph terminó en ocho días y considera su mejor escrito) llamó la atención de Carolyn Pfeiffer, que se convertiría en la productora estable de Rudolph durante los ochenta. Pfeiffer, trabajando para la nueva compañía Alive Enterprises, contrató a Rudolph para coguionizar el especial de televisión de 1975 “Welcome to My Nightmare”, incluyendo a Alice Cooper en una serie de números de producción basados en sus canciones del álbum del mismo nombre. El trabajo de Rudolph era ayudar a crear visualizaciones de las canciones y una estructura ficcional para unirlas a todas; como era de esperar, nada de su personalidad puede detectarse en el show, menos aún en los interludios campy de diálogo donde Vincent Price recicla su familiar personaje-de-terror como un demonio atormentando los sueños de Cooper. Bajo la dirección de Jorn Winther, los números de producción son algo menos espásticos y sin forma que la mayoría de los vídeos musicales de hoy, y el show recibió una nominación al Grammy en la categoría de Best Video Album cuando fue estrenado en casete en 1984.
          Buffalo Bill resultó ser un fracaso comercial, pero mientras estaba en producción, United Artists tenía muchas esperanzas en él, y el humor benevolente se trasladó a la financiación del primer filme clave de Rudolph, producido por Altman bajo los auspicios de su compañía Lion’s Gate. Welcome to L.A. tiene las asignaciones de un proyecto a todo o nada; uno siente al director principiante determinado a dejar una marca en la historia del cine tras años de aprendizaje frustrante. Es la expresión más indisimulada de la abstracción que subyace bajo su trabajo, el más abiertamente serio de sus filmes (aunque no sin humor), y uno de los filmes más controlados, precisamente organizados, que él o cualquier otro director americano de su tiempo haya hecho.
          La idea para el filme nació cuando Rudolph oyó a Richard Baskin, que hizo la música en Nashville y Buffalo Bill, interpretando una de sus canciones para su suite de blues “City of the One-Night Stands”. Rudolph le dijo a Baskin que podía hacer una película de la canción, y Welcome to L.A. se desarrolló como una fusión de la suite de la canción, que es omnipresente en la pista de sonido, y una interacción elaborada y casi sin argumento entre más o menos diez personajes tratando de calmar sus males psíquicos a través del sexo y el amor. El excedente ambiental creado por la considerable superposición entre la música y el drama es probablemente responsable del rencor que muchos abrigan para con el filme, e incluso espectadores comprensivos pueden a veces plantarse con su atmósfera sobremadurada de angustia romántica. En el futuro, la música serviría una función más de contrapunto en los filmes de Rudolph; aquí, toma toda la complejidad cumulativa e inteligencia del estilo de Rudolph para anclar la historia en una realidad emocional y prevenirla de convertirse en una ilustración de la banda sonora de Baskin. Como para enfatizar los apuntalamientos abstractos del filme, Rudolph comienza con una serie de escenas desconectadas, allanadas juntas por la música de Baskin, que introducen a los personajes periféricos. Solo después de que hayamos pasado por una aparente aleatoria colección de escenarios ─un cóctel suburbano, una oficina de negocios tranquila pero importante, un estudio de grabación─, conocemos al personaje que es el centro estructural y emocional del filme, Carroll Barber (Keith Carradine), un joven músico que, después de varios años en el extranjero, ha regresado a su hogar en Los Ángeles porque el famoso artista de grabación Eric Wood (Baskin) está haciendo un álbum de sus canciones. Suspendido en un ensueño melancólico constante, Carroll no tiene raíces en su ciudad natal: su tímido y afable comportamiento con su sonriente padre, empresario (Denver Pyle), apenas esconde su irremediable aversión por el hombre, y da un trato frío a su agente/examante Susan Moore (Viveca Lindfors), una mujer más mayor con una ancha veta de locura hollywoodense. El balance de Rudolph entre la observación social mordiente y la comprensión por las necesidades emocionales de los personajes es aparente de inmediato. Incluso el personaje menos querible ─probablemente el asociado de Carl, Ken Hood (Harvey Keitel), una imagen perfecta de calculación estreñida haciendo un esfuerzo para conseguir algo de chic urbano─ se agita con ansiedades juveniles y se suaviza en momentos extraños. Ver la magnífica escena donde Ken es sorprendido con un contrato de sociedad, su exuberancia confusa lentamente filtrándose por su aplomo de hombre de negocios, es entender la generosidad que profundiza la sátira social de Rudolph.
          Acompañado por una botella de Southern Comfort y una angustia misteriosa que raramente alcanza la superficie de una manera simple, Carroll deambula a través del puñado de sets y localizaciones que constituyen el Los Ángeles de Rudolph, perdiendo su desánimo solo en la compañía de las muchas mujeres que conoce y se lleva a la cama. Sin minimizar la ocasional dureza de Carroll hacia sus rechazadas parejas sexuales, Rudolph y Carradine expresan la actitud benevolente del hombre hacia el romance y la esperanza que deposita en él: toda su incomodidad parece disminuir mientras se aligera en conversación con una mujer. Prácticamente el reparto femenino entero del filme está a su consideración: Ann Goode (Sally Kellerman), una optimista, infelizmente casada agente inmobiliaria que expresa su desesperación y vulnerabilidad como una insignia; Jeannette Ross (Diahnne Abbott), la recepcionista peculiar de Carl; Linda Murray (Sissy Spacek), una alocada empleada doméstica y prostituta a tiempo parcial con la que Carroll forma una amistad conmovedora, completamente desprovista de condescendencia; Nona Bruce (Lauren Hutton), la enigmática, astuta, amante de Carl, que tiene una especial fijación en el dolor de Carroll; y la elección final de Carroll, la neurótica tirando a psicótica Karen Hood (Geraldine Chaplin), que da vueltas en taxi todo el día y abriga una tos seca como imitación de la Marguerite Gauthier de Greta Garbo.
          Habiendo establecido a sus personajes, Rudolph los incardina en digresiones visuales y narrativas provenientes de la pequeña historia ─a veces meros interludios imagísticos, a veces exploraciones laterales prolongadas de las aspiraciones románticas de los personajes secundarios. Esta actitud desdeñosa hacia la trama es solo un resultado de la inclinación natural de Rudolph de exponer o destacar las convenciones de la ficción. La trama en sus filmes es como mucho un contrapunto divertido a sus preocupaciones más profundas, un guiño a la audiencia; en Welcome to L.A., a la que no se acercó con una actitud guiñadora, es tan probable que prescinda de la trama por completo como de estilizarla con múltiples coincidencias y repeticiones. De hecho, la seriedad del filme parece alentar su interés en la reflexividad, como si la distancia mayor respecto al contenido que la comedia le permitió en su trabajo tardío moderase su necesidad de ofrecernos un vistazo por detrás de la cortina. El más obvio ejemplo de esta tendencia en Welcome to L.A. es la costumbre de los personajes de mirar directamente a la cámara en intervalos a través del filme, cada uno de ellos virando su mirada, él o ella, hacia nosotros durante un momento de ensueño antes de un corte que dé final a la escena. En un espíritu reflexivo similar, Rudolph continuamente revela la importantísima banda sonora como la creación de músicos en el estudio de Eric Wood. Lejos de disipar el misterio de los personajes, las ojeadas a la cámara lo intensifican: la invitación al contacto directo siempre llega cuando el personaje está en su punto, él o ella, más inescrutable. Y las imágenes graves, románticas, de los músicos de estudio trabajando silenciosamente en la oscuridad meramente añaden al filme un nuevo, enigmático microcosmos. Detrás del enigma específico, uno general: el efecto es ambicioso y filosófico.
          La esencia del arte de Rudolph, la tensión entre el distanciamiento y la inmersión, puede vislumbrarse aquí. Por un lado, cada aspecto de su trabajo revela su deseo por apartarse, tomar la perspectiva más amplia, exponer la ilusión; por el otro, es comprensivo y está fascinado por la emocionalidad intransigente, intrascendente. Uno puede notar esta dicotomía, no solo en la forma de los filmes, sino también en sus caracterizaciones. De entre sus filmes, Welcome to L.A. revela de forma más clara la autoconsciencia distanciada que permea su universo, en gran parte porque el personaje central es la cosa más cercana a un sustituto para él mismo que ha creado. Carroll Barber camina a través de los escombros emocionales del Los Ángeles de Rudolph a una serena distancia filosófica de su propio dolor, alisando los picos y valles de su psique del mismo modo que Rudolph nivela el tono del filme con su remota pero comprensiva visión de conjunto. Una pequeña mirada irónica se arrastra a través del rostro de Carroll a la más mínima observación, acerca de sí mismo o los demás; sus gestos son lentos y mesurados, a veces conscientemente demasiado acentuados, como si al observador dentro de él le divirtiera ver la esencia transformada en existencia por cualquier simple acto. En su momento más angustioso, colapsa contra un coche en un callejón oscuro y rompe en una risa sin reservas, y Rudolph desplaza hacia delante la cámara ominosamente para cristalizar la paradoja de una conciencia elevada uncida a sentimientos terrenales.
          Muchos personajes menores de Rudolph son encarnaciones destiladas de autoconsciencia: aquí, no solo Nona, la fotógrafa que vigila cada localización y nunca nos desliza ninguna expresión de su supuestamente compleja vida emocional, sino el misterioso productor de estudio (Cedric Scott) que vigila a Eric Wood desde su cabina sombría, da vueltas a una moneda de veinticinco centavos alrededor de sus nudillos, y secamente esconde su conocimiento interno del drama que se lleva a cabo ante sus ojos. Pero estos personajes no tienen un monopolio en el distanciamiento irónico: merodea cada esquina en Welcome to L.A., manifestándose a sí mismo en los lugares menos esperados, como cuando la colgada de Linda saborea el efecto mientras agarra el dinero que el timador grosero de Jack Goode (John Considine) le ofrece pero queriendo que lo rechace. El corolario inevitable de esta autoconsciencia generalizada es una sensación penetrante del misterio de la gente. Cuando la autoobservación se interpone entre las emociones de la gente y sus expresiones, el exterior humano cesa de contarnos demasiado y se convierte en un símbolo de enigma más que en un indicio de la realidad interior. Incluso cuando sus personajes andan cortos de una mirada interior introspectiva ─y a veces andan cortos de esto hilarantemente─, Rudolph está preocupado con el misterio de lo que ocurre detrás de un rostro, con la posibilidad de un esquema psicológico arcano, invisible a nosotros, que de alguna manera confiere sentido a la locura de un personaje. Cuando Welcome to L.A. salió, traté de interesar a la gente en ella contándoles que era el primer filme sternbergiano de los años setenta. Nadie se lo tragó en ningún momento, y no querría llevar la comparación demasiado lejos. Pero los dos directores tienen en común un complejo de rasgos inusuales: una fascinación con la impenetrabilidad de las superficies humanas; un expresionismo visual enérgico al que ni el director ni los personajes rinden su perspectiva; y, lo más llamativo, esa sensación de ironía cómica medio sonriente que separa a los personajes de los sucesos de sus propias vidas y vira sus sensibilidades hacia el interior en algún tipo de obscuro viaje filosófico. Después de Welcome to L.A., los personajes de Rudolph no funcionan tan fácilmente como sustitutos para su distanciamiento, y la conexión con von Sternberg viene a la mente menos rápidamente.

Welcome to L.A. Alan Rudolph 1

Welcome to L.A. Alan Rudolph 2

Aunque es el más sombrío y melancólico de los filmes de Rudolph, Welcome to L.A. se va construyendo hasta un estallido de trascendencia que de alguna forma lo hace también su filme más optimista. (Por la misma lógica contrapuntística, la despreocupada Choose Me termina con uno de los últimos planos más funestos de la comedia romántica). La gran oportunidad para ascender en la carrera de Carroll Barber resulta que ha sido aparejada por su acaudalado padre en pos de traerle de vuelta a Los Ángeles, y el romance del que depende tan desesperadamente le falla también: Karen Hood va a su cita después de dejar el número de teléfono en una nota a su marido, con el cual logra una reconciliación llorosa mientras Carroll escucha fúnebremente. Justo entonces, en el punto bajo de la fortuna de Carroll, llega el asombroso momento donde rompe en una inexplicable sonrisa serena mientras se gira hacia la cámara traqueteando por la dolly. ¿Cuál es la revelación que fascinó su mirada fija un momento antes de sonreír? Quizá el espectáculo extraño de la conducta sexual angelina le ha aliviado del peso de buscar la redención a través del sexo; quizá el romanticismo sin salida de Karen le sacudió hacia el examen de conciencia. No lo podemos saber con certeza, y el filme se niega a trabajar en ese nivel de franqueza temática. Lo que vemos es una repentina serenidad espiritual nacida de un roce con la desesperación, no un apartamiento del personaje de Carroll sino un refinamiento inesperado del mismo. Rudolph juega al anticlímax maravillosamente, ofreciendo su más pulido diálogo oblicuo mientras Carroll se despoja a sí mismo de sus posesiones. (“¿Te gustan los sombreros?” pregunta a la perpleja criada Linda, luego le da el suyo. “¿Te gustan las llaves?”) y parte cara el estudio de grabación en búsqueda de Eric Wood (“El escritor desea hablar con el artista”, entona con una autoburla benevolente, adoptando la terminología sarcástica del productor). Las noticias de que el álbum ha sido cancelado ni siquiera interrumpen el movimiento de Carroll mientras toma la consola y ajusta los niveles de sonido para una interpretación a piano, la canción final del filme. Aunque la atmósfera de Welcome to L.A. está saturada con angustia romántica y su guion trata casi exclusivamente con permutaciones y combinaciones románticas, su protagonista se marca una extraña victoria interna saltando un nivel de conciencia y terminando solo. El tirón entre el distanciamiento y la inmersión en los filmes de Rudolph nunca más ha estado expresado tan directamente.
          Welcome to L.A. suscitó reacciones encontradas y un mínimo de atención crítica, que es más de lo que cualquier otro filme de Rudolph recibió hasta Choose Me. Extrañamente, comentaristas del momento solían atribuir las cualidades al productor Altman tan a menudo como a Rudolph. El casting de Welcome to L.A. estuvo, por supuesto, sonsacado casi en su completitud de la compañía de repertorio de Altman, y la estructura episódica entre multitud de personajes les pareció a muchos estar inspirada por Nashville. Otras semejanzas entre los estilos de los dos cineastas son más profundas: el uso del zoom lento como un dispositivo dramático; el juego constante con el diálogo en off, fuera de campo; y, más obvio, la densidad aural que proviene de suministrar diferentes micrófonos en un sistema de sonido de diversas pistas. Pero estos intereses técnicos compartidos no deberían esconder la completa disimilitud entre el temperamento artístico de Altman y el de Rudolph. La sátira en los filmes de Altman es más gruesa y mucho menos respetuosa con el misterio de los personajes ─lo que quiere decir que la sátira es un fin para Altman y solo un medio para Rudolph. Cuando Altman toma un punto de vista externo sobre un personaje, tiende hacia una evocación superficial de espeluznancia; no tiene ninguna de la fascinación comprensiva con la humanidad detrás del enigma, y su tono burlón lo desconecta de la veta contemplativa que da profundidad a las superficies turbulentas de los filmes de Rudolph. Incluso los dispositivos técnicos que ambos directores usan cumplen diferentes funciones en cada uno: la densidad aural, por ejemplo, es para Rudolph un mero ancla de realismo para sujetar su expresionismo visual, mientras que Altman, cuyas maneras visuales ya de por sí realistas no necesitan de semejante contrapunto, confunde a propósito las líneas de sus narrativas con nubes de ruido ambiente que solo incidentalmente funciona como diálogo.
          Remember My Name, el siguiente filme de Rudolph, también fue producido para Lion´s Gate por Altman. Columbia financió el proyecto pero, como United Artists con Welcome to L.A., se apartó en las fases finales; a pesar de contar con críticas generalmente favorables, el filme se desvaneció rápidamente después de su estreno tardío en 1978 y fue casi imposible de ver antes de que el éxito de Choose Me lo trajese de vuelta al circuito revival. Las diferencias entre este filme y Welcome to L.A. fueron llamativas en el momento de su estreno; hoy, parece un punto de inflexión para Rudolph, un avance hacia el modo de expresión con el cual está más cómodo. Contra el intenso, quizá excesivo romanticismo y solemnidad imperante de su anterior trabajo, Remember My Name es cáustica, flotante, y extravagante, jugando contra un núcleo de sentimiento serio con humor sublimemente remoto. (La elección de canciones de blues de Alberta Hunter como banda sonora refleja la nueva falta de inclinación de Rudolph a colocar los sentimientos más profundos en la superficie del filme). Todavía desatendido en la mayoría de los sectores, le falta ser descubierto como uno de los grandes filmes de los setenta y el logro supremo de Rudolph hasta la fecha.
          Apartándose del preciosismo (artiness) franco y de la abstracción de Welcome to L.A., Remember My Name adopta juguetonamente las premisas narrativas del género de misterio-suspense. Debajo de los créditos, la Extraña Misteriosa, una mujer llamada Emily (Geraldine Chaplin), conduce hacia la ciudad (Los Ángeles, pero apenas se nota desde el puñado de localizaciones herméticamente selladas de Rudolph) con una obscura misión. Desmañada, inestable, la hombruna Emily se dispone a hacerse femenina, comprando prendas nuevas y zapatos y obteniendo un elegante peinado incluso antes de que se ponga a buscar apartamento, donde ensaya un largo discurso destinado a un antiguo amante. Los objetos de su búsqueda son un enojadizo, nervioso carpintero llamado Neil Curry (Anthony Perkins) y su lastimera mujer Barbara (Berry Berenson), que viven existencias de desesperación callada en su casa suburbana. Primero, Emily se restringe a sí misma solo espantando a Barbara con llamadas irritantes; más tarde, acecha la casa, hace pedazos las camas de flores, y tira piedras a través de sus ventanas por la noche.

Remember My Name Alan Rudolph 1

El suspense dista mucho de estar opresivamente concentrado. Como la Karen Hood de Chaplin en Welcome to L.A., Emily es una chiflada arquetípica de Rudolph, moviéndose con un retardo de tiempo como si le fueran retransmitidas instrucciones desde otro planeta. Sus ojos se desplazan sin dirección y pierden su foco mientras arroja huecas, monótonas frases que, por coincidencia, a veces toman la forma de relación social. Una de las ventajas de contar con un loco certificable como personaje reside en que el comportamiento cómico más escandaloso permanece dentro de los límites de la plausibilidad psicológica, y la persecución de Emily a los Currys está llena de dislocado, errático comportamiento que con efectividad quita el filo al mecanismo del suspense. Rudolph tiene maña en el balance de la comedia y el misterio de modo que ninguno de los dos destruya al otro: el humor screwball planea en pequeñas bolsas de espacio y tiempo que restauran los gags a un contexto psicológico. El ejemplo total de este balance es la larga, crispada escena en la cual Emily invade la casa de los Curry mientras Barbara está preparando la cena: la confrontación ingeniosamente retrasada, de repente nos sorprende a Barbara y nosotros, luego se convierte en un escaparate para la psicosis alternativamente hilarante y desestabilizadora de Emily mientras Rudolph mantiene el terror persuasivo en un foco secundario.
          Como todos los filmes más personales de Rudolph, Remember My Name se adentra en demasiados senderos narrativos entrecruzados como para generar demasiado ímpetu melodramático. Lejos de encarnar el espíritu de la obsesión firme que potencia el género, el filme convierte cada esquina de la nueva vida de Emily en un estadio separado en el que un simulacro de drama es representado, dando a Emily la oportunidad para ensayar sus ardides femeninos que empiezan a florecer en preparación para la largamente esperada confrontación con su exmarido Neil. Aprendemos que Emily es una exconvicta mientras reclama un trabajo de cajera en una droguería, prometido a ella por su compañera de celda, cuyo hijo Mr. Nudd (Jeff Goldblum) de mala gana contrata a todos los compinches de su madre. Allí, evita los movimientos del joven aspirante zalamero Harry (Jeffrey S. Perry), y hace de enemigos peligrosos a su supervisora dominante Rita (Alfre Woodard) y el arrogante novio hombracho de la supervisora, Jeff (Timothy Thomerson). En su apartamento, su típicamente inescrutable interacción con su reclusivo, de lengua mordaz, administrador del edificio, Pike (Moses Gunn), toma un giro extraño hacia el romance (¿seducción calculada de Emily? ¿una unión inestable entre dos personas solitarias?) que saca el lado suave, protector, de Pike.
          Cada uno de estos escenarios es un pequeño microcosmos (el mismo artificialmente reducido grupo de personajes aparece una y otra vez en cada escenario) dentro del más amplio microcosmos del universo del filme (el mismo reducido grupo de escenarios aparece una y otra vez, con la exclusión virtual de localizaciones nuevas no familiares). Esta práctica peculiar, abstractiva, es una especialidad de Rudolph. Un furioso crítico de Los Ángeles se quejaba de que Choose Me parecía tener lugar en una ciudad habitada por seis personas que se encuentran constantemente; Rudolph se le anticipó en Welcome to L.A. cuando Ann Goode dijo, “Lo juro, debe de haber doce personas en Los Ángeles”. Las tendencias microcósmicas de Rudolph son más interesantes porque no se propone capturar una clase aislada o subcategoría de la sociedad: sus pequeños grupos de personajes siempre despliegan toda la diversidad de la sociedad en general, y la viveza e individualidad de los roles secundarios más pequeños en sus filmes tienen el efecto de apuntarnos al exterior hacia la variedad infinita del mundo más allá del encuadre. ¿Así que por qué la mondadura estilizada del reparto y localizaciones? ─lo que, después de todo, es diferente solo en grado, no en principio, de lo que cualquier cineasta tiene que hacer en el proceso de amontonar un presupuesto y contar una historia. Pienso que Rudolph enfatiza esta mondadura precisamente porque es parte del proceso natural del cine. Como ya se ha señalado, muestra una propensidad marcada por dispositivos reflexivos que exponen los mecanismos del cine ─no porque desee socavar el proceso ficcional, sino porque su amor por la autoconsciencia y el distanciamiento filosófico lo inclinan a hacer de ese distanciamiento parte de la experiencia del espectador. Destacando sutilmente los aspectos microcósmicos de sus filmes, Rudolph está haciendo una confesión graciosa sobre los medios mínimos del cine, como si quisiese decir, “Tenemos un número limitado de actores y localizaciones importantes, y preferimos hacer este hecho explícito”. Huelga decir que esta abstracción es también un truco útil para un cineasta de bajo presupuesto intentando reducir costes. (Welcome to L.A. y Remember My Name costaron aproximadamente 1 millón de $ cada una; Choose Me costó solo 835000 $).
          Uno de los más graciosos running gags en cualquier filme de Rudolph juega directamente con la contención artificial del mundo de Remember My Name. Mientras los crispados, preocupados personajes se desploman automáticamente en frente de televisores, reporteros de noticias acometen los oídos poco receptivos con noticias de un trágico terremoto en Budapest. Al principio, el humor negro parece ir dirigido a la inanidad bien dotada de fondos del humanismo conformista, sucedáneo, de la televisión, burlonamente presentado en fragmentos absurdos (“Está Buda, y está la Peste”). Pero las noticias afloran más y más persistentemente; cuando Rudolph hace una transición de escena sobre dos personajes diferentes escuchando diferentes noticias de terremotos, nos damos cuenta de que nos está incitando hacia una conciencia cómica de la gran brecha entre este mundo microcósmico y el tipo de universo fílmico que puede absorber cualquier acontecimiento presente, mucho menos tan remoto desastre, a gran escala. Si uno desea interpretar este running gag como un comentario sobre la facilidad con la que las personas se separan ellas mismas del sufrimiento de los otros, esta interpretación no daña el contenido del filme.
          Ninguno de los personajes principales en Remember My Name es particularmente simpático, aunque ninguno es tampoco vilipendiado. Los actos hostiles inexplicados de Emily en la primera mitad del filme tienden a construir empatía por sus víctimas acosadas, pero Rudolph elige no tomar ventaja del potencial para la identificación de la audiencia. El retrato de Perkins de Neil, tan rico y detallado como la interpretación principal de Chaplin, enfatiza el potencial del hombre para la ira defensiva y su engreimiento arraigado. No está tremendamente atento por su mujer, y nublado por problemas no especificados, Neil intenta proyectar una imagen de desdeñoso, bromeante cool, que es inevitablemente expuesta en su incómoda búsqueda por la postura o frase adecuadas, un efecto expresado bellamente por el diálogo y matiz de actuación (“¡Oye! – gracias, gracias por su…” es su fallido, tartamudeante sarcasmo hacia un policía grosero que deja una puerta cerrarse sobre él). A su mujer Barbara le faltan llamativos defectos de carácter, pero su complacencia soñadora suburbana nos pone a distancia de su ansiedad creciente. Mientras aprendemos que la misión de Emily es una venganza no del todo justificada (Neil la dejó y se volvió a casar mientras servía una sentencia de doce años por el asesinato de la amante de Neil, un asesinato que pudo o no haber cometido) y que todavía está enamorada de Neil, la simpatía vira hacia ella. Pero, de nuevo, Rudolph intercepta la identificación fácil construyendo el encanto y sensibilidad de Neil en las maravillosas  y borrachas escenas de reunión de los últimos rollos, presentando el más fino humor autoconsciente, penetrante, de Rudolph, y bañado en un resplandor romántico expresionista salido de Welcome to L.A. Solo un ideólogo adusto puede aprobar el triunfo bien calculado de Emily en el momento en el que consigue su venganza modesta y deja la ciudad tan misteriosamente como llegó. La vencedora ha abandonado con serenidad el mundo sombrío de idealismo romántico que fue nuestro punto de acceso a su humanidad; el conquistado ha entrado en ese mundo y ha absorbido los sueños oscuros y vulnerabilidad de su adversario.

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La mayor imparcialidad y distancia de Rudolph con respecto a sus personajes en Remember My Name lo lleva a un estilo de cámara considerablemente diferente de las relativamente estables, centradas en los personajes, composiciones de Welcome to L.A. Remember My Name es fácilmente su filme más visualmente virtuoso: escena tras escena es ejecutada en tomas largas y elaborados travellings, a menudo extendiéndose a través de secuencias de acontecimientos y cambios en tono. La gran belleza plástica de estos planos no es su raison d’être: son el eje de los cuidadosamente modulados ritmos narrativos que caracterizan el estilo visual de Rudolph y que alcanzaron su completo desarrollo aquí. Welcome to L.A., concebido en términos de un único humor dominante, se prestaba más naturalmente a esta modulación; Remember My Name, con sus humores discordantes y modos de expresión, es un test más certero de la habilidad de Rudolph para controlar el tono, y su éxito es debido en gran parte a la visión de conjunto impuesta por los visuales ambientales, que expresan la entretenida, filosófica indiferencia del director hacia el tirón del caótico drama. La cámara móvil, más atenta a los imperativos de la unidad espacial y temporal que a la urgencia de la trama, de igual manera acalla la fuerza de los picos dramáticos y da una resonancia inesperada a los momentos quedos. (Similarmente, el uso de las canciones de blues jocosas de Hunter para gobernar transiciones de escena indica una posición ventajosa de director que resiste las vicisitudes de la historia). Si el humor es la piedra clave de Remember My Name, no es porque los momentos divertidos sean más numerosos que los serios, ni siquiera porque las bromas sean tan buenas (de hecho, la cámara remota de Rudolph a menudo sacrifica una gran risa por una callada, contextualizada), sino porque la distancia entre la implicación apasionada que la historia pide de nosotros y la perspectiva contemplativa, imparcial, que Rudolph adopta es intrínsecamente cómica.
          Que los logros de Welcome to L.A. y Remember My Name no fueran recibidos con alabanza crítica generalizada puede achacarse al gusto; que pasaran casi desapercibidos está cerca de desacreditar a la crítica cinematográfica americana en su conjunto. Rudolph siguió adelante con dos producciones de estudio que dañaron la poca reputación que los filmes de Lion’s Gate le valieron. Roadie, estrenada por la MGM a mediados de 1980, estaba basada en el trabajo de Big Boy Medlin, un escritor de Texas y Los Ángeles cuyos artículos relatan las hazañas del viejo chico/mecánico Zen/filósofo folk Travis Redfish. Rudolph y el productor ejecutivo Zalman King se hacen cargo de los créditos concernientes a la historia junto con los guionistas Medlin y Michal Ventura; a pesar de las muchas virtudes incidentales del filme, nunca se funde en algo como la visión unificada de los proyectos que Rudolph originó. La idea era mezclar humor de brocha gruesa y caricaturesco con una visión idealizada del heroísmo folk americano, impulsado por la sabiduría filosófica conquistadora de Redfish (“Todo funciona si se lo permites”) y encarnado en el mecánico/roadie/obrero, que aprovecha tanto el goce de la vida tradicional como el poder de la tecnología. De la manera en la que queda plasmado en el filme, el arquetipo no es tan grandioso como lo he pintado, pero una no por completa agradable complacencia moral merodea por debajo de su superficie informal.
          La historia estrafalaria, que se mueve a una ritmo constante, vertiginoso, está diseñada para incorporar abundante música de bandas de rock y countrywestern y artistas como Blondie, Alice Cooper, Hank Williams, Jr., Roy Orbison, y Asleep at the Wheel. El ardid comienza haciendo que Travis (interpretado por el músico Meat Loaf) caiga enamorado a primera vista de Lola Bouilliabase (Kaki Hunter), una aspirante a groupie de dieciséis años determinada a perder su virginidad con Alice Cooper. Cuando sus prodigiosas habilidades mecánicas son descubiertas ─puede arreglar una palanca de cambios o un sistema de sonido con cualesquiera sean los materiales a mano, desde horquillas hasta patatas─, Travies es enlistado como roadie por el sórdido promotor con el que Lola viaja, y se aferra al trabajo mientras mantenga la esperanza de disuadir a Lola de sus ambiciones profesionales. A pesar de algo de realismo en el retrato comprensivo de los buenos chicos rurales, el modo predominante de expresión circulando es la exageración cómica, que va desde la caricatura a lo grotesco. Parte de esta exageración es ingeniosa y exitosa ─como los planos de ángulo bajo y primeros planos que exageran el modesto (en el mejor de los casos) atractivo físico de los personajes principales. Alguna es tan bizarra que es difícil verle el sentido ─¿por qué el padre de Travis Corpus (Art Carney) tiene tantísimos televisores en su cuarto de estar, o mismamente por qué Travis cae presa de atascos cerebrales (“brainlocks”) periódicos en los que balbucea tonterías? Parte es manifiesto, irredimible, humor bajo ─la boquilla de una aspiradora atascada en la entrepierna de un hombre, una pequeña señora mayor con un gusto por la cocaína.
          Lo que fue más desconcertante de Roadie en su momento de estreno tenía menos que ver con su humor vacilante que con la aparente atrofia del estilo flexible, preciso, de Rudolph. El montaje rápido que, por la mayor parte, reemplaza los estudiados travellings y elegantes planos visuales de sus filmes anteriores, se acerca un poco a cierto lado descuidado, y la meditada organización conceptual que siempre caracteriza su proyectos independientes, autogenerados, no se encuentra por ningún lado. Muchas de las virtudes de Rudolph son de vez en cuando puestas en evidencia: la fascinación con una expresión convincentemente inescrutable, los giros inusuales que los personajes añaden a un diálogo que no parece invitarlos (como ese look a lo von Sternberg que Lola da al corpulento Travis mientras se entusiasma con Alice Cooper ─“Es tan flacucho”), los juegos verbales situados en un segundo término en los márgenes de los planos, a menudo suministrados por los compañeros roadies de Travis. Pero Rudolph nos da la impresión aquí de que es un director talentoso, no uno genial. Su siguiente filme, el pobremente promocionado Endangered Species, fue un poco más estable, pero no un retorno a la forma. Estrenado en el otoño de 1982 en Los Ángeles y el Medio Oeste (MGM/UA le dio aperturas someras más tarde en Nueva York y otras ciudades de la Costa Este), Endangered Species y los desenmascaramientos políticos que contenía eran claramente de gran importancia para Rudolph, que coescribió el guion con John Binder (antiguo supervisor de guion de Altman y director de la buena, no estrenada, UFOria) partiendo de una historia de Judson Kunger & Richard Woods. Pero su control sobre el estilo del filme es solo un poco menos incierto que en Roadie: el montaje entrecortado, desorientador, parece una ocurrencia tardía en vez de parte del plan estético, y sus muchos toques originales nunca conectan con una orientación estilística más profunda con el material. Uno puede en parte echar la culpa de estos problemas a la interferencia de MGM/UA con el proyecto, pero la cuestión real es más subterránea. Como muchos artistas fílmicos fundamentales, Rudolph parece necesitar un cierto tipo de material para liberar sus plenos poderes creativos. El atractivo de Roadie dependía de su humor tomado en sentido literal, y la importancia de Endangered Species dependía de su trama tomada en sentido literal. Rudolph lo hizo así en cada caso  ─debía hacerlo así, o del otro modo, empujar a los filmes cara el camp. Pero florece solo cuando puede rodear a sus sujetos en una distancia controlada; su arte toma forma en el espacio entre una urgencia emocional y la perspectiva elevada que hace a esa urgencia irrelevante.
          Aun así, todo el estilo del mundo no podría solucionar los problemas estructurales de Endangered Species. En un nivel ─para sus creadores, probablemente el nivel más importante─ trata acerca de una racha de mutilaciones de ganado que han tenido lugar en el Medio Oeste desde 1969, cuando el gobierno prohibió las pruebas de armas químicas y biológicas. (El compromiso político de Rudolph puede quizá inferirse de los muchos roles no estereotipados que ofrece a negros y mujeres en todos sus filmes, pero Endangered Species es el único ejemplo de la política moviéndose al primer plano en su trabajo). Trabajando desde hechos disponibles, los cineastas postulan una organización de derechas no gubernamental, determinada a preservar la capacidad de los Estados Unidos de tomar parte en la posesión de armas químicas y biológicas, que usa al ganado para pruebas y deja los restos mutilados quirúrgicamente detrás. En otro nivel, el filme es un estudio de personajes atractivo centrado en el expolicía Ruben Castle (Robert Urich), alcohólico pero desecado, que toma a su hija distanciada Mackenzie (Marin Kanter) en un viaje por todo el país. Parándose para visitar a un amigo en Barron County, Colorado, empieza un romance tambaleante con la sheriff del condado (JoBeth Williams), que está perpleja por todos estos cadáveres de ganado mutilado ensuciando su jurisdicción. Castle, en particular, es muy divertido, un extravagante reaccionario de la ley y el orden que dicta su biografía a lo Spillane a un grabador (“Textualmente, dije, ‘Tiene derecho a permanecer en silencio, amigo, si piensa que puede aguantar el dolor’”) y que cultiva su personaje con solo un toque de divertida autoconsciencia rudolphiana. Pero, no importa cuán interesantes sean los personajes, no guardan relación con la estructura del filme; existen para llenar los minutos antes de que el misterio político acumule impulso, y una vez que lo hace sus conflictos y emociones se desvanecen en una racha de acción mecánica. Rudolph intuye este problema y previene a la interacción entre personajes de asumir una prominencia inapropiada, tajando las escenas de personajes fuera con cortes prematuros y espaciándolas con interludios de avance de la trama. Del mismo modo, intenta dar un lugar al drama político desarrollándose lentamente, construyendo anticipación con un número tremendo de sobrecogedoras señales musicales y muchos planos de transición de animales muertos y vivos, luces destellando en el cielo, y actividad tecnológica misteriosa. El efecto global es curioso y lejos de ser satisfactorio. El shock del drama de los personajes cediendo a la acción y la revelación política es minimizado, y algún tipo de balance rítmico es conseguido; pero estos son pequeños triunfos. La contrapartida es que la acumulación del misterio se convierte en autoritaria en una etapa muy inicial. Es interesante que una semblanza de coherencia formal significa más para Rudolph que el atractivo de sus personajes o la eficacia de su mecanismo de suspense; con un poco más de perspectiva en su material, podría haber evitado esa dura decisión con cambios estructurales radicales.
          El género lleva a Rudolph a unas pocas convenciones infelices: una carrera de coches poco original, una escena de encubrimiento paranoico sacada de stock, incluso el temido plano de acción a cámara lenta. En general, sin embargo, es sorprendente cómo raramente se posa en un cliché; casi cada decisión que toma es imaginativa y original, incluso (quizá especialmente) en el reino desconocido de la acción pura. Desconectado de la inspiración por una pobre elección de tema a tratar, se repliega en lo ingenioso y salva más planos y escenas de las que tendría derecho.
          Carolyn Pfeiffer, productora de Roadie y Endangered Species, se convirtió en presidenta de la compañía de producción y distribución recién formada Island Alive en 1983, y uno de los primeros estrenos de la compañía fue Return Engagement, un buen documental de Rudolph sobre el debate de Los Ángeles entre Timothy Leary y G. Gordon Liddy. Terminado a comienzos de 1983 y estrenado más tarde ese año: entrevistas con Liddy y Leary conducidas por la personalidad de la radio Carole Hemingway; sorprendemente relajadas y cordiales conversaciones sociales entre los hombres y sus mujeres; Liddy montando y charlando con una banda de moteros que sirvieron tiempo con él; ambos hombres dando conferencias a una clase de estudiantes de instituto. Liddy, por lo menos, se nos aparece como una personalidad fascinante, grandilocuente, trabajada, y condescendiente como un orador público pero callada y reflexiva, incluso un poco tímida, en cualquier entorno informal. Leary, por contraste, da a sus actuaciones en el escenario veinticuatro horas al día, y la interacción del hombre se conforma con una rutina cómica confortable, con Leary el pícaro, tábano casquivano constantemente empujando al imperturbable pero entretenido Liddy. El enfoque visual suelto que tal documental requiere naturalmente milita contra la precisión y la complejidad de los filmes de ficción de Rudolph, pero el control no siempre es una virtud en este formato. Como uno podría esperar de su decisión en un tema tan dualista, Rudolph esencialmente evita las técnicas manipulativas, derivadas de la ficción, que desfiguran tantos documentales, dando una razonable cantidad de juego a las ideas y numeritos de ambos combatientes. Como un retrato, el filme está bien redondeado y a menudo es revelatorio; como un vehículo para el discurso intelectual, cubre sus defectos (la total incompatibilidad de los debatientes, la falta de claridad de Leary) simplemente creando un contexto en el que las ideas estén abiertas al desafío, un logro tristemente inusual para un documental moderno.
          Choose Me, la primera producción dentro de la empresa de Island Alive, fue estrenada en el otoño de 1984 con la alabanza inmediata de la audiencia y los críticos; uno se imagina que Rudolph apreciaría el aspecto absurdo de este desarrollo tardío. El movimiento hacia la farsa que hizo su éxito posible requería solo el mínimo giro en el enfoque de Rudolph: las permutaciones sexuales de un casting artificialmente pequeño, un tema ya planteado por Rudolph, conduce naturalmente a los malentendidos y confusión que son el stock en comercio de la farsa. En Welcome to L.A. y Remember My Name Rudolph estaba demasiado absorto en sus fines trascendentes como para molestarse con los detalles de la desintegración social; aquí, se relaja lo suficiente como para admitir el la casualidad y el accidente en su universo, aunque su actitud hacia ambos es mucho más casual que la de la mayoría de los farsantes. En su transformación selectiva del género, Rudolph hizo de Choose Me en igual dosis una antifarsa como una farsa, tales distinciones finas no perturbaron a la mayoría de audiencias.
          La escena de apertura del filme, una set piece que crea una atmósfera concreta, esencialmente un número musical, anuncia enérgicamente el retorno de Rudolph al expresionismo romántico. En una calle nocturna estrecha, íntima, bañada en luz de neón y los compases de la canción homónima de Teddy Pendergrass, un hombre emerge de un bar y comienza una danza lenta primero con una, luego con otra de las mujeres que hacen la ronda en la avenida. Del fondo emerge Eve (Lesley Ann Warren), quizá una de las chicas de la calle, quien también se mueve calle abajo en un ritmo bailón sensual. La atmósfera mágica persiste a través del filme, aunque los personajes no vibren con ella tan fácilmente de nuevo. Esta escena es la representación más pura del País de Nunca Nunca Jamás de la ilusión romántica que los atrae a tantas relaciones desesperanzadas y no ideales, y la demostración más clara de la comprensión de Rudolph por los impulsos que debe deconstruir con su distanciamiento clarividente.
          El Los Ángeles de Choose Me tiene dos focos. Uno es la cabina de radiodifusión de la Dra. Nancy Love (Geneviève Bujold), la carismática psicóloga radiofónica cuyo show, “The Love Line”, provee consejo a millones. El otro es el bar empapado de atmósfera de la primera escena, perteneciente a Eve, una exprostituta cuyo exterior estridente vagamente esconde su vulnerabilidad. Dividida entre sus impulsos promiscuos y su necesidad por amor duradero, Eve derrama su angustia en llamadas hostiles a la Dra. Love ─quien, aunque Eve no lo sepa, es su nueva compañera de piso, una dama excéntrica que mira fijamente al lado de la habitación durante las conversaciones y siente un placer inexplicable en contestar el teléfono de Eve.
          El bar de Eve normalmente contiene unos pocos de sus amantes en cualquier momento dado, incluyendo a Billy Ace (John Larroquette), que sirve en el bar con Eve y aprende más acerca de su vida privada de lo que le gustaría. Comenzamos a percibir conexiones misteriosas entre los habituales del bar: Zack (Patrick Bauchau), un elegante gánster francés que se divierte con Eve entre sus asuntos de negocios; su mujer ausente, de incógnito, Pearl (Rae Dawn Chong), que invita a sus clientes a su poesía improvisada; y Mickey (Keith Carradine), un prófugo reciente de un hospital mental, donde había sido diagnosticado como un mentiroso psicopático. Exudando misterio romántico y contando una colección salvaje de relatos fantásticos que muestran una consistencia interna sospechosa, Mickey ejerce un movimiento rápido sobre Eve, abollando su cinismo habitual.
          Antes de los títulos de crédito, los cinco personajes principales (Billy Ace, el más estable y normal del montón, juega un rol marginal) se juntan en todos los emparejamientos heterosexuales posibles. La perfección antinatural de este esquema (o casi perfección ─Zack y Nancy nunca acaban de terminar en la cama) indica el mayor carácter juguetón con el que Rudolph se acercó a Choose Me, la mayor extensión de la que hace uso con respecto a las convenciones cómicas. El mecanismo de la farsa no cobra impulso hasta la segunda mitad del filme, pero desde el principio Rudolph nos prepara para una abstracción y reflexividad de diferentes tipos comparadas con las que ha lidiado en el pasado. Demasiado metafísico como para estar interesado en la coincidencia por sí misma, concibió el filme como una exageración dulce de las fantasías placenteras que sustentan la comedia romántica. El artificio elaborado de la trama y los conceptos de personajes extravagantes funcionan aquí de la misma manera que aquellos sets melancólicamente expresionistas: como una proyección comprensiva de nuestro idealismo romántico, contrapuesto por un calculado énfasis excesivo. El diálogo ornamentado (purple dialogue) que molesta a algunos espectadores (y que, ciertamente, podría haber estado mejor contextualizado una o dos veces en las escenas tempranas) es parte de su intento general de establecer el filme como una meditación en la ficción y el impulso ficcionalizador. Pauline Kael pensó en Lola de Jacques Demy en conjunción con Choose Me, y la comparación es en algunas maneras apta, aunque redactada en los habituales términos condescendientes de Kael. Pero, a diferencia de Demy, Rudolph no se entrega del todo a la urgencia de ficcionalizar, y la fantasía benevolente de Choose Me se apoya en la fundación inestable del distanciamiento intratable de su creador.
          Las preocupaciones cómicas establecidas de Rudolph se adaptan bien a la farsa. Su marcada preferencia por locos al margen de la sociedad, que pueden soltarse sin traicionar completamente su realismo psicológico, alcanza su pico aquí: todos los personajes son profundamente neuróticos (Eve), psicóticos (Nancy), psicopáticos (Zack) o en algún lado de este continuo a tres bandas. El menos predecible de los personajes, Nancy, es también la fuente más rica de comportamiento desplazado (como por ejemplo ella compartiendo su recién descubierto éxtasis sexual con su audiencia radiofónica perpleja), repetición inapropiada (dando consejo cuando tiene la fortuna suficiente de toparse con un teléfono sonando), y todas las otras manifestaciones consagradas de la comedia de conductas. Por supuesto, Rudolph es típicamente tierno con ella incluso cuando se pone lunática. Su momento más conmovedor, su defensa emotiva a Eve de su aventura amorosa con Mickey, es también el más divertido, mientras ella asocia de forma libre con gran euforia acerca de la influencia de gran alcance que sus avances sexuales tendrán, luego se contiene con un momentáneo y tardío destello de claridad, reservándose la trama controladamente ─“No quiero entrar en ese tema”─ antes de recaer en el olvido. Lo que es inusual en el contexto de la farsa romántica no es la característica comprensión de Rudolph hacia sus creaciones desequilibradas cómicamente, sino su rechazo a suavizar sus desórdenes mentales para un confortable desenlace. La fantasía en la superficie del filme nunca se echa abajo del todo, pero viaja en un terreno rocoso, y Rudolph divide nuestra atención entre el atractivo del mecanismo ficcional y los jalones que arroja a sus trabajos.
          Las convenciones de la farsa que Rudolph subvierte revelan tanto de su personalidad como aquellas que adopta. La historia entrecruzada le presenta oportunidades de oro para complicar la trama con trucos de identidad errónea, pero Rudolph o desatiende estas oportunidades por completo o se burla de ellas con astucia (Eve nunca se entera de que Mickey es inocente de los cargos de maltratador de mujeres y perversión, pero su romance alcanza fruición igualmente). Es lo bastante perceptivo como para entender que la convención ficcional de la separación artificial está basada en un concepto dudoso, ilusorio, de que el romance florece en la ausencia de barreras externas, y que esta convención es inapropiada en su universo, donde los amantes pueden siempre encontrar más que suficientes buenas razones para separarse sin que el guionista manufacture ninguna. Si Rudolph hubiera obedecido la regla del género, Choose Me estaría en peligro de convertirse en una fantasía en vez de un filme acerca de la fantasía. Con la misma contención, Rudolph siempre sacrificará un gag o un momento feliz si amenaza la gravedad subyacente de los personajes o la ironía triste de su perspectiva. Cuando, por ejemplo, Nancy debe desconectar la llamada emocional de Eve hacia su programa para una interrupción publicitaria, al gag obvio acerca de la indiferencia institucionalizada no se le presta atención: la terminación de Nancy de la llamada es lenta, grave, y teñida de melancolía. La hilarante escena central del filme ─el descubrimiento de Nancy de la evidencia absurda pero incontrovertible de que Mickey fue en verdad un poeta, un soldado, un aviador, un fotógrafo, y un espía─ es bellamente oscurecida por cortes a primeros planos del impasible Mickey en la habitación de al lado, incluso más misterioso ahora que no tiene secretos. Y hasta el abrazo climático en la azotea que junta a Eve y Mickey es puntuado por un solo y tirado al paso plano general del melancólico Billy Ace levantando la vista, finalmente privado de la chica de sus sueños.
          Las películas fundamentales de Rudolph comparten muchas características visuales, pero ninguna de ellas duplica las estrategias de los filmes que la precedieron. La cámara en Choose Me se mueve en semejante cantidad a Remember My Name, pero el movimiento está menos conectado a la trama o acción, más juguetón y autónomo. Rudolph está todo el rato haciendo travellings o paneos a través de habitaciones o bajo calles oscurecidas; normalmente usa un plano espejo en una escena de interior solo para darle un segundo foco visual con el que panear, hacia él o desde él. La moción para él parece más importante por sí misma que antes, como es apropiado para el filme en el cual está más distanciado de la ficción. Visto en términos de tensión entre inmersión y distanciamiento en los filmes de Rudolph, Choose Me concede bastante al lado de la inmersión: los personajes con frecuencia hablan melodrama en vez de ironía autoconsciente, y la historia bien orquestada es tan ilusoria como la melancólica iluminación romántica. Así que parece necesario que la cámara tense la cuerda con su desacoplamiento extremo del drama. Por el mismo principio, Welcome to L.A., con un personaje central filosóficamente distanciado y una historia abstracta, casi inexistente, presenta el estilo de cámara más directo y estable de cualquier filme de Rudolph.

Choose Me Alan Rudolph 1

Choose Me incorpora tantos elementos aparentemente dispares y se mueve en tantas direcciones diferentes que se queda ligeramente por debajo de la cualidad de totalidad sin costuras que caracteriza Welcome to L.A. y Remember My Name (aunque el primer filme encierra problemas conceptuales de los que Choose Me escapa). Por el otro lado, la variedad de Choose Me brinda sus propias recompensas ─como las tres maravillosas escenas de lucha entre Mickey y Zack, tan seguras de sí mismas y originales como la comedia del filme y superiores con mucho a la dirección de acción respetable en Endangered Species. Uno se pregunta qué circunstancias permitirían a Rudolph hacer un filme de género entero tan potente como estos extractos de género.
          Inmediatamente después de terminar Choose Me, Rudolph fue a trabajar en Songwriter de Tri-Star, tomando los mandos en poco tiempo (“Recibí una llamada el sábado y llegué el domingo”) tras Steve Rash (The Buddy Holly Story, Under the Rainbow), que abandonó tras dos semanas de trabajo debido a “diferencias creativas”. Por su tema centrado en la música country, el filme fue inaugurado en el Sur, finalmente llegando a Los Ángeles a remate de 1984 con poca fanfarria. Basado en un guion de Bud Shrake (Kid Blue, Tom Horn), Songwriter es una evocación afectuosa de la vida en el circuito de la música country, centrándose en el legendario Doc Jenkins (Willie Nelson), y su compinche y a veces socio Blackie Buck (Kris Kristofferson). Doc ha firmado un mal contrato con el grosero gánster del norte Rodeo Rocky (Richard C. Sarafian) que en lo esencial le condena a servidumbre eterna a menos que pueda llevar a cabo una estafa implicando a una joven cantante prometedora llamada Gilda (Lesley Ann Warren, a quien le toca interpretar al loco característico de Rudolph esta vez). La trama no emerge por bastante rato, e incluso cuando lo hace nunca deja una muesca demasiado notoria en el filme, el cual está principalmente entregado a la jovialidad de carretera, payasadas de buenos muchachos, y muchas escenas de concierto imaginativamente filmadas.
          Uno se da cuenta rápido de que Songwriter no es uno de los filmes que enfocan por completo el talento de Rudolph. Aun así, se acerca más que Roadie o Endangered Species a forjar un estilo surgido del montaje entrecortado y el tempo rápido que caracterizan a sus proyectos menos personales. Rudolph socava la historia veloz desequilibrando cada escena internamente y arrojando fragmentos juntos de forma tan abrupta que incluso conexiones de historia lógicas se transforman en bruscas y desconcertantes. Mucho antes de que la trama se desarrolle, no sabemos qué esperar de ella, y nuestra atención está dirigida a las muchas observaciones graciosas e idiosincráticas que Rudolph amontona en los márgenes. Toques pequeños, poco dramáticos, ninguno de ellos demasiado llamativo en sí mismo, se mezclan amablemente: un juego sádico administrado por el empresario Dino McLeish (Rip Torn, en una actuación agradablemente desquiciada) que demuestra ser más amenazador que lo que la cámara despreocupada de Rudolph jamás insinuó; la alejada mujer de Doc, Honey Carder (Melinda Dillon), ella misma una veterana del circuito musical, casualmente invitando a un autobús entero de música a su casa; la hebilla de cinturón de rodeo real que el músico de apoyo de Gilda, Arly (Mickey Raphael), lleva puesta, señalada en un plano tirado al paso.
          Con todas sus virtudes, Songwriter prueba ser un affaire sorpresivamente irregular para Rudolph. Pequeñas aberraciones estilísticas e inconsistencias abundan: uno se puede ajustar a la comedia acelerada en un filme de Rudolph, ¿pero cómo puede uno justificar la narración de Kristofferson que se retira tras unos pocos jirones de exposición, o la manera en la que las disoluciones reemplazan a los por lo demás omnipresentes cortes abruptos durante una tardía secuencia de montaje transicional? (Algunas de estas decisiones pueden haber sido forzadas durante el periodo de posproducción inestable del filme). Un problema más central es la subtrama subdesarrollada y bastante ordinaria del anhelo de Doc por una vida casera con Honey y sus niños, resultando en escenas prolongadas que interrumpen los ritmos de prontitud del filme sin proporcionar demasiado en compensación.
          El guion de Shrake probablemente pueda ser culpado de muchas de las cualidades insatisfactorias del filme, que destacan más prominentemente cuando adopta una visión de conjunto. Songwriter no es un filme de arte con un escenario de música country; fue diseñado para el consumo de audiencias de buenos muchachos, y puede ser acusado de consentirlos un poco. El pavoneo y el donjuanismo burlón de la mayoría de los personajes es en esencia aprobado, y Doc Jenkins es glorificado con una franqueza que hace más para calentar los corazones de los admiradores de Willie Nelson que para promover un desarrollo de personaje valioso. Aunque la trama no sea asertiva, también se vuelve problemática a medida que avanza inevitablemente hacia el éxito de Doc y la estafa de Blackie, una victoria que parece más engreída porque el filme la absorbe muy casualmente. Rudolph no creó estos problemas, pero tampoco trabajó para disminuirlos; uno asume que el tono hipness chistoso del guion, mucho menos complejo que los puntos de vista de sus mejores filmes, tocó una fibra sensible en él. Es todavía poco claro si Rudolph puede trabajar en una capacidad de pico creativo dentro de estudios muy importantes.
          Felizmente, esta cuestión parece menos urgente de lo que era antes del éxito de Choose Me. Rudolph aún contempla proyectos de estudio futuros, pero su posición dentro de la industria es sin duda más fuerte que antes, y su poder para acumular los presupuestos modestos que necesita para proyectos independientes se ha incrementado substancialmente. En abril de 1985, terminó de rodar Trouble in Mind, una producción Island Alive con su propio guion, descrita como un misterio contemporáneo influenciado por los filmes de gánsters de los años cuarenta. El reparto  es una mezcla fascinante de rostros familiares de Rudolph (Kristofersson, Carradine, Bujold) y colaboradores por vez primera (Lori Singer, Joe Morton, George Kirby, Divine). Después de eso espera filmar su proyecto soñado desde hace muchos años, The Moderns, ambientado en el París de los años veinte y protagonizando Carradine como un aristócrata en quiebra y Mick Jagger como un miembro de los nuevos ricos. Ningún proyecto suena similar del todo a nada que Rudolph haya hecho antes; los resultados imprevisibles de su nuevo estatus crítico y comercial deberían proporcionar uno de los espectáculos cinematográficos más fascinantes de la segunda mitad de los años ochenta.

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FILMOGRAFÍA DE ALAN RUDOLPH

Nacido en 1944 en Los Ángeles. Su padre es el director de cine y televisión Oscar Rudolph. Vivió en Nueva York durante un año a la edad de ocho, luego volvió a Los Ángeles. Graduado en Birmingham High School y UCLA con un Bachelor ‘s Degree in Business (Licenciatura en Negocios). Tomó varios trabajos en estudios de películas; entró en el Assistant Director Training Program of the Directors Guild of America en 1967, y trabajó como asistente de director en televisión y películas hasta 1970. Casado con la fotógrafa Joyce Rudolph, que ha trabajado en muchos de sus filmes.

[Los créditos como asistente de director en la filmografía están incompletos y no se distingue entre los trabajos de primer asistente de director, segundo asistente de director, y trainee (aprendiz)].

mediados de los sesenta: cientos de filmes cortos en Super-8
1969: Riot (asistente de director)
1969: The Big Bounce (asistente de director)
1969: The Great Bank Robbery (asistente de director)
1969: The Arrangement (asistente de director)
1969: Marooned (asistente de director)
1970: The Traveling Executioner (asistente de director)
1972: Premonition (director, guionista)
1973: The Long Goodbye (asistente de director)
1974: Terror Circus aka Barn of the Naked Dead (director [codirector no acreditado: Gerald Cormier])
1974: California Split (asistente de director)
1975: Nashville (asistente de director, trabajo de guion no acreditado)
1975: Welcome to My Nightmare (TV) (coguionista)
1976: Buffalo Bill and the Indians (coguionista)
1976: Welcome to L.A. (director, guionista)
1978: Remember My Name (director, guionista)
1980: Roadie (director, cohistoria)
1982: Endangered Species (director, coguionista)
1983: Return Engagement (director)
1984: Choose Me (director, guionista)
1984: Songwriter (director)
1985: Trouble in Mind (director, guionista)

FUENTE ORIGINAL

Alan Rudolph, 1985