“D´une jeunesse à l´autre: classement élémentaire de quelques notions et jalons” (Michel Delahaye), en À la fortune du beau – Editado por Capricci, colección dirigida por Emmanuel Burdeau (2010, págs. 170-183). Originalmente publicado en Cahiers du cinéma (enero de 1968, nº 197, págs. 78-81).
1.PEQUEÑO BALANCE DE LO DE ANTES
En los primeros tiempos del cine, todo estaba permitido. La costra llegó más tarde: paradójicamente, después de que la adición del sonido hiciera del cine un arte completo. El lisiado prodigioso iba a convertirse en un atleta perezoso.
En los años 40-55, el encostramiento estaba en su punto álgido. En Europa, al menos, porque en América (todo sucede como si las mismas limitaciones se hubieran convertido allí en fructíferas restricciones) el cine se había superado a sí mismo ─que, además, se había convertido en el medio de expresión por excelencia de toda una civilización. En Europa, pues, solo siguen apareciendo algunos de los grandes (pocos, de hecho, o con dificultades). Para el resto, el cine es cuestión de ingresos. Trucos y astucias. Socialmente: una mafia de técnicos-funcionarios. Soberana. Impenetrable.
Pero ya en los 45-50 se produjo una primera conmoción con el neorrealismo italiano (independientemente de sus cualidades intrínsecas), y Rossellini, que se desmarcó de él, tuvo cierta influencia. Añadan, en nuestra casa, dos golondrinas solitarias: el Farrebique de Rouquier y Les dernières vacances de Roger Leenhardt.
También en esa época, un crítico escribió como ningún otro lo había hecho: nuestro padre para todos, André Bazin. Y bajo la dirección de Bazin, los ya jóvenes Cahiers comenzaron (1951) su trabajo. Ellos serían los impulsores de la segunda y mayor conmoción: la Nouvelle Vague, que floreció en el 59 con Rivette, Godard, Truffaut, Rohmer, Chabrol, de Givray, a los que se sumaron Rozier y Demy.
Mientras tanto, algunas aves raras han sobrevolado la escena en formación desmarcada: Antonioni, Bergman, cuyos primeros filmes fueron descubiertos entre 1950 y 1955, Varda (La pointe courte, 1954), Astruc (Les mauvaises rencontres, 1955). Franju y Resnais, por su parte, dominaron el cortometraje.
En 1958, aparece también un catalizador capital: Jean Rouch, del que se descubren Les maîtres fous y Moi, un noir. Capital, porque es el producto y el motor de una determinada técnica. Digámoslo brevemente: miniaturización y refinamiento (cámara en mano, película sensibilizada, sonido captado con Nagra), que fue el primero en manejar por completo. Poco a poco, uno se da cuenta de que el tiempo se ha alargado (se puede filmar antes y después), el espacio también (uno puede desplazarse mejor), mientras que la impedimenta, y por tanto los precios, se han reducido. El material y el equipo preceden o siguen a la sensibilidad del momento: queremos rodar lo que nos plazca, cómo y cuándo nos plazca.
Pero Rouch es también el producto y el motor de una cierta moral. Como etnólogo, estudia a la gente, luego utiliza el cine como medio de este estudio, y el medio se convierte en un medio de expresión: una técnica y un arte. Ahora bien, como etnólogo, Rouch era ya un hombre para quien la técnica del acercamiento era necesariamente una moral del acercamiento. Porque si actúas de forma sesgada con las personas que quieres estudiar, pronto no habrá más estudio posible. La moral, la eficacia y la belleza se garantizan mutuamente.
No es casualidad que la naciente Nouvelle Vague se reconociera en este etnólogo y este Rouch: les ayuda a descubrir o redescubrir una serie de cosas relacionadas con la naturaleza y el buen uso del cine.
También íbamos a descubrir o redescubrir que la expresión de la realidad no posee belleza-verdad (y universalidad) si no aceptamos esta realidad como datada, situada, en definitiva: particularizada. Otro cuestionamiento de este cine de esclerosis basado en toda una jerarquía de convenciones, categorías, figuras que definen la pseudouniversalidad de un cierto realismo y un cierto «lenguaje».
Una película anterior que acaba de reestrenarse nos da un buen ejemplo: La Marseillaise (1937) de Renoir, de la que varios críticos han lamentado hoy que en ella se hable un idioma extraño: el «cómico-marsellés». Toda una concepción traiciona aquí su supervivencia, y otra revela su permanencia: la que quiere que respetemos a los seres en su verdad humana, histórica y geográfica. En resumen: toda una moral y toda una técnica de la vida ─y del sonido en particular, elemento decididamente explosivo, que encontramos siempre en primera línea (obsérvese cómo dos tercios de las «Entrevistas» publicadas por los Cahiers se superponen con el sonido) en todas las aventuras del cine vivo.
Además, Renoir y Dreyer (por poner solo unos ejemplos) supieron jugar muy pronto con el sonido, la improvisación y la interpretación no profesional. Esto nos lleva a comentar que, si efectivamente existen el cine nuevo y el viejo, hay sobre todo (como decía el otro, en este caso Boulez, hablando de música) lo bueno y lo malo. Y por lo tanto, debe tenerse en cuenta que la Nouvelle Vague no pretendía tanto romper como renovar (por encima de la esclerosis) con lo viejo. Simplemente, la aparición en 1959 de un cine que estaba en el mismo estado en el que se habría encontrado si hubiera habido una evolución gradual, esta aparición repentina debía ser vista no como una evolución sino como una revolución.
Resulta que con Rouch y Godard fue realmente una revolución.
2.PEQUEÑO BALANCE DE AHORA
El Cine Joven de hoy es el heredero y el continuador de los movimientos mencionados, tanto en su técnica como en su moral (incluido el respeto a la realidad). Y quiere abrir o reabrir el cine a toda la realidad, y a todos los modos o técnicas de aprehensión de la realidad. Así, la voluntad de reflexionar, cuestionar o violentar este mundo va mano a mano. Por supuesto, dentro de esta voluntad común, cada uno (más o menos vinculado a ciertas corrientes o afinidades nacionales o culturales) sigue su propio genio.
Para intentar una clasificación, podríamos decir que existen, a grandes rasgos, los realistas, por un lado, y los metafóricos, por otro. Pero se halla el riesgo de involucrarse en una operación interminable si seguimos este camino. Por lo tanto, me limitaré a citar algunos nombres por orden, realistas, metafóricos o ambos:
Bernardo Bertolucci, Věra Chytilová, Shirley Clarke, Juleen Compton, André Delvaux, Adrian Ditvoorst, Jean Eustache, Gilles Groulx, James Ivory, Claude Jutra, Jean Pierre Lefebvre, Francis Leroi, Dušan Makavejev, Luc Moullet, Pier Paolo Pasolini, Pierre Perrault, Glauber Rocha, Evald Schorm, Jerzy Skolimowski, Jean-Marie Straub, István Szabó.
Además, esto se trataba, de hecho, de un intento clasificatorio. Y un intento clasificatorio es, en cualquier caso, mejor (como decía el otro, en este caso Claude Lévi-Strauss) que ninguna clasificación.
Pero habremos transformado esta prueba si encontramos entre estas personas aunque sea un punto común. Parece que todos ellos, en sus muy diferentes maneras, expresan algo en común: un cierto malestar de la incomodidad (divididos, tensos como estamos hoy entre dos estados y dos mundos), un segundo estado en el que nos definimos por nuestra impotencia para poder conectar las cosas, y por tanto para dominarlas. De este cine de ansiedad e impotencia, Antonioni y Bergman fueron los heraldos.
Ahora bien, el cine viejo (ese del que a veces somos nostálgicos ─otra forma de incomodidad) era un cine de acuerdo. En la aceptación de este mundo, pero también e incluso en la denuncia de sus imperfecciones. Porque en este mundo (orientado, provisto de ejes y faros, donde uno podía reconocerse), uno podía expresarse, incluso en desacuerdo, en función de ciertas certezas, lo que llevaba a una cierta plenitud, a una cierta euforia. A veces se dice de este cine viejo (en una expresión que pretende captar a la vez su técnica y su moral) que era un cine de la transparencia (contrapuesto, por supuesto, a las diversas opacidades de hoy, incluida la del azogue unidireccional que transforma las ventanas en espejos), y también se dice que era un cine de la inocencia ─y, en efecto, todo pasa hoy como si no pudiera hacerse ninguna obra que no pusiera en juego el porqué y el cómo de este hacer y de este trabajar.
Pero precisamente porque las cosas se enroscan o se desenvuelven según principios malignos que siempre nos sorprenden y cogen desprevenidos a los desatentos y a los indiferentes, también vemos nacer, por un lado, un cine de malestar fácil, en el que se expresan todos aquellos que se acomodan a los signos exteriores de la modernidad, que siguen las calles de sentido único del progresismo y que tienen una mala conciencia un poco demasiado bondadosa (véase Loin du Vietnam); y, por otro lado, vemos surgir otro cine que, ya atravesando el malestar, anuncia la época de su superación. De esta edad, aquí hay quizá algunas señales. Está el caso Demy. Es como si Demy solo actuara en función de la posibilidad de que el cine sea (¿de nuevo?) un arte eufórico y naturalmente popular. Pero la realidad (el aquí y el ahora) en la que este cine debe tratar de encajar, pone de manifiesto una contradicción entre los propios términos con los que trata de definirse. Así, en esta segunda incomodidad en la que se halla, y al final de un proceso opuesto al del cine moderno, el cine-Demy se encuentra asumiendo tanto la modernidad como la superación (¿clasicismo?) de esta modernidad.
Está el caso de Eustache. Con él (desde los sólidos cimientos de aquellos que parten con sus espaldas a la pared), la conciencia de una realidad pesada, compleja e incómoda se ve filtrada por un objetivo absolutamente puro de cualquier doble juego reluciente. Como por casualidad, este cine se considera generalmente muy provocador y muy perturbador.
Y luego está el caso de Moullet, cuyo campo de acción es considerable. Partiendo del borrón y cuenta nueva de los valores rotos, desarrolla una especie de euforia del aplanamiento, que florece en un cine altivo, ubicuo y familiar. En un mundo deformado, la mirada aviesa tiene todas las posibilidades de ser la más acertada. Y la mirada de Moullet captó, entre otras cosas, que este mundo de la acumulación (de la riqueza, de la pobreza, de los problemas) se construyó simplemente sobre el modelo del más explosivo de los gags. Así, por un lado, una vez superado cierto umbral, la suma de todos estos absurdos se vuelve cómica. Por otro lado, y a la inversa, lo cómico será la «cuadrícula» más adecuada para descifrar este mundo. Pero más allá de esta primera etapa de doble filo, que Brigitte et Brigitte define muy bien, acabamos en un mundo (Les contrebandières) en el que todo puede pasar como si ya no tuviéramos problemas y nos encontráramos frente a la obligación, simplemente para vivir un poco, de reinventarnos.
También ocurre que el sistema Moullet (que escribió un artículo sobre el cine como reflejo de la lucha de clases) representa, económicamente hablando, otro caso curioso.
3.UNA CIERTA ECONOMÍA
El Cine Joven está hecho por una generación para la que el cine es la mejor y más normal forma de expresarse. Pero si la idea de hacer filmes es patente, hacerlos no lo es. Para ello, hay que ser prácticamente (y especialmente en Francia) beneficiario de la «Herencia». Ya sea en el sentido preciso del término (riqueza personal), o en el sentido amplio (todas las ventajas directas o indirectas de las que disfruta la persona que tiene la «familia» detrás). Dado que este tiempo de seguridad material es también el tiempo de la vacante mental durante el cual se puede, entre otras cosas, estudiar, llegamos aquí al componente cultural de dicha «herencia» que reside esencialmente (independientemente de la naturaleza y el nivel de los estudios) en las posibilidades de contactos e impregnación cultural y social de las que uno se beneficia.
La razón por la que mencioné esto es que hoy los propios «herederos» (en un esfuerzo ciertamente generoso aunque naif y desordenado) no paran de hablar de estas cosas. Sigamos, pues, en este peligroso terreno para señalar una curiosa concordancia. A saber, que de todos los que hacen un cine expresamente político (se entiende que esta es una de las dimensiones fascinantes de toda una parte del cine joven), no hay ninguno que no sea un «heredero», al menos en el sentido amplio y a veces preciso. Por el contrario, entre los «no-herederos» (si por ello entendemos a los que participaron en la herencia de manera fortuita, más los que no participaron en absoluto, de los cuales hay dos en todo el cine reciente), no hay ninguno que se haya comprometido con este camino.
Pero una vez hecha la observación, a efectos prácticos y por diversión, es mejor abandonar este terreno. En cualquier caso, a ambos lados de la brecha que separa a los herederos de los no-herederos (ambos tuertos, pero no del mismo ojo), unos carecen de la lucidez y otros de la serenidad que les permitiría hablar de estas cosas con propiedad.
Dicho esto, ocurre que, comparado con los países del Este por un lado (donde cualquiera que haya ido a la escuela de cine tendrá todas las facilidades pero donde quien no lo haya hecho no tendrá ninguna posibilidad de entrar en el cine), comparado con ciertos países de Occidente por otro lado (Alemania, Inglaterra, y ahora América, donde, a pesar y gracias a un sistema ricamente perfeccionado, cualquier actividad dentro o fuera del sistema queda finalmente esterilizada), resulta que en Francia, donde en general es más difícil hacer algo que en otras partes, es por el contrario, en conjunto, más fácil que en otras partes hacer filmes. Esto se debe a que nuestro sistema ha alcanzado tal grado de anarquía, incoherencia y vetustez que ya no tiene la fuerza necesaria para desempeñar plenamente su función esterilizadora. Por tanto, es posible, como mínimo, darle la vuelta. Así es como los comandos decididos o los francotiradores (y son más numerosos y más decididos que en otras partes, ya que Francia está lo suficientemente desarrollada como para que tengan algunos medios, lo suficientemente subdesarrollada como para que hayan adquirido el hábito de hacer mucho con poco) están en condiciones de llevar a cabo sus acciones subversivas, ya sea desde dentro o desde fuera. (Pensemos aquí en Godard, el más activo y activista, que hizo mucho en palabras y hechos por todo el cine joven).
Así, el cine joven como estado de cosas tiende a socavar todo el sistema tradicional de producción, distribución y explotación. En lo inmediato, es probable que esto lleve al desastre tanto al sistema como al «antisistema» (aunque solo sea por esa «inflación» que ya se siente galopar), pero no es menos probable que, en una etapa posterior, se produzca una «reestructuración».
Queda por ver hasta qué punto el «cine joven» podría contribuir también a la ruptura de un determinado sistema cultural.
4.UNA CIERTA CULTURA
Que el cine apenas sea reconocido y aún no sea respetado es a la vez su gloria y su cruz. Mientras que ante una obra de teatro, un libro, un cuadro (artes respetadas porque son viejas), generalmente reconocemos de entrada que se trata de objetos culturales que hay que examinar como tales con benevolencia, ante el cine, en cambio (combinando el miedo a ser engañados y el complejo de superioridad), surgen falsas preguntas.
Ante un cuadro como el de los zapatos de Van Gogh, nadie se hace preguntas incongruentes como: «¿Por qué los zapatos?» o «¿Son los zapatos arte?» ni pretende examinar los problemas técnicos, psicológicos o políticos de la fabricación de zapatos. En cambio, frente al cine, esto es exactamente lo que todo el mundo dice hacer.
Pero cuando digo «todo el mundo», me refiero en realidad al semimundo, o mundo de los semicultivados (como el otro, en este caso Pascal, decía los «semihábiles»), una tajada social que va desde los estudiantes hasta los jefes de Estado, pasando por los agregados, los premiados literarios y los redactores de Tel Quel. Este mundo solo admite el cine, a grandes rasgos, a partir de la operación de “parecido” (afinidades con tal o cual proceso de la narración literaria) o de la operación de «recuperación», que consiste en cortar el cine en rodajas para digerir mejor los trozos. Divide y vencerás. Antes era el análisis basado en la famosa «gramática», hoy es el análisis basado en una cierta lingüística ─mientras que el cine, precisamente, no es un lenguaje, en el sentido preciso que la verdadera lingüística se ha tomado la molestia de dar a este término. Por último, señalemos la categoría de los «masoquistas» que, resignados a todo, te dicen que sí, por supuesto, el cine es el futuro, ya que la civilización moderna es (suspiro) la «civilización de la imagen». Y es curioso ver cómo este falso respeto por la imagen va de la mano, aquí como en otras partes, de una verdadera ignorancia del sonido.
Despreciado por estos Kulturels (pero tal vez sería necesario indagar seriamente sobre si los factores adquiridos o innatos son responsables de tales incompatibilidades), el cine, en cambio, no plantea ningún problema a quienes están por debajo o más allá de las formas tradicionales de la cultura.
Por un lado, estaban todos los que aceptaban el cine como espectáculo (y por tanto aceptaban, sin saberlo del todo, un arte que no se sabía plenamente como tal), y por otro lado, estaba el pequeño grupo de los que lo aceptaban simplemente por el arte que es. Hoy, el primer grupo, en su desconcierto, está en plena y fértil evolución, mientras que el segundo se ha extendido a toda una generación que ha llegado a la vida a través del cine o al cine a través de la vida, y para la que no hace falta decir que el cine es cultura y la cultura es cine, en definitiva: que el cine es la expresión por excelencia de las formas, los conocimientos y los sentimientos de este mundo. (Esto se puede comprobar ─si es que hay que comprobarlo─ en el nivel más inmediato: basta con ver y relacionar los filmes de los autores nombrados anteriormente para ver que ninguna otra disciplina podría ofrecer una visión más completa y profunda de todo lo que se hace, se piensa y se forma hoy en día).
En este caso, el cine joven como estado de cosas es uno de los muchos factores que hoy tienden a poner en cuestión el sistema cultural aceptado, fundado en la supremacía del hecho literario, y del que todos los conservadores, ya sean de derechas o de izquierdas, son los feroces guardianes. Estos conservadores, además, al reconocer que su cultura ha fracasado (de forma bastante grave, ya que es como si el pueblo no hubiera podido o no hubiera querido acceder a ella), proclaman ahora (en un esfuerzo igualmente generoso pero quizá naif) la necesidad de conceder al pueblo la cultura en cuestión. Pero ¿es esto posible? ¿Es deseable? ¿Lo desean los interesados? Podemos volver a la situación paradójica de que, como resultado de la escisión entre una cultura de élite y una cultura de masas (constituida por las formas degradadas de la primera), los alfabetizados de hoy están más aislados del mundo circundante (y, en última instancia, son menos cultos) que los analfabetos de antaño, que tenían la riqueza de poder aprovechar y enriquecer el tesoro colectivo (que sobrevivió durante algún tiempo en la palabra escrita) de las artes y los mitos populares. Tal vez sea imposible responder, pero hay que plantear la pregunta, y hay que constatar que, desde entonces, solo el cine se ha mostrado capaz de conmover de forma inmediata y general a todo el mundo, de un lado a otro de la brecha entre las dos culturas.
Mas podríamos imaginar a partir de ahí una utopía seductora de un mundo universalmente sintonizado con la imagen-sonido, en el que las presentes agitaciones nos harían salir de ella, a través de las cuales se producen modificaciones (del cine, del público ─y de todo lo demás), desde las que no podemos augurar razonablemente una armonía cercana.
El hecho es que la imagen-sonido ─la disciplina que apela a las facultades dejadas en barbecho y responde a las necesidades no satisfechas por la cultura tradicional─ sigue siendo el vehículo por excelencia que todos ─más allá de los inevitables cambios de fase─ siempre podrán y querrán utilizar. La otra cultura ya está ahí ─un aspecto de esta mutación, «tan importante como el de la imprenta», del que habla Claude Jutra en una película sobre la educación titulada Comment savoir.
Nota para otros hitos valiosos
Hay alguien que fue y sigue siendo una piedra de toque para el cine y la crítica francesas: Jean Renoir, cuyos filmes siempre han contenido todo lo mejor del cine viejo y todo lo mejor del nuevo.
Pero no fue menos víctima del sistema y del tiempo de la esclerosis. En efecto, cuando regresó a Francia para realizar French Cancan (tras el periodo americano, seguido a su vez por un filme en la India, The River, y otro en Italia, Le carrosse d’or), se encontró, como sucedería más tarde para Le caporal épinglé, con la inmensa fuerza de inercia de la máquina y de los maquinistas, aumentada por la acción deliberada de un cierto número de pedantes. Porque tenían que mantener a raya a este insostenible Renoir, para enseñarle por fin a distinguir entre lo que «se hace» y lo que «no se hace». Y si quería divagar, era sencillo, eficaz: bloqueaban la máquina. Pero mientras tanto, Elena, más esquiva, había conseguido colarse. En cualquier caso, Renoir, decidido a encontrar un terreno mejor, abandonará repentinamente el sistema y encontrará otro: este fue el sorprendente golpe maestro de Déjeuner sur l’herbe y, sobre todo, de Docteur Cordelier.
No un golpe maestro para todos, por supuesto. El público, desconcertado, se abstuvo, mientras que la crítica (que nunca defendió a Renoir salvo por razones extrínsecas ─su “progresismo”─ y que, chovinismo añadido a incomprensión, había despreciado sistemáticamente sus películas americanas) se lanzó, más juguetona que nunca, al ataque. El último episodio de esta lucha: C’est la révolution!, que imposibilitó a Jean Renoir rodar. La cuestión Renoir, en fin, había quedado zanjada.
En resumen: todo lo que en Francia estaba de alguna manera vinculado al sistema lo odiaba y lo vomitaba, desde los productores hasta los críticos, pasando por todo tipo de intelectuales y oligofrénicos.
Sin embargo, a partir del nº 8, y hasta los recientes 181 y 196, a ambos lados de los capitales 34, 35 y 78 (especial Renoir) en los que Rivette y Truffaut hicieron la mayor parte del trabajo, los Cahiers iban a explorar al hombre y a la obra por su lado y cosechar así la más asombrosa serie de opiniones sensatas sobre la vida y sobre el cine, acción que continuaron magistralmente los tres Rivette televisados sobre Renoir le patron.
Pero la aventura de Renoir no ha terminado, y más aun porque, dentro de esas nuevas ortodoxias que siempre corren el riesgo de crearse, dentro o fuera del cine joven (¿qué campo está a salvo de la eterna amenaza del anquilosamiento?), Renoir es siempre el que choca y provoca, y hoy más que nunca, donde la gente vuelve a querer que los caballos sean todos negros o todos blancos. Porque Renoir es siempre el hombre de la progresión contradictoria. Y desde este punto de vista, los dos renoirianos de asalto, que también son campeones de este tipo de equilibrio, que consiste en sorprenderse constantemente en el error y en el acierto (hasta encontrar el equilibrio provisional de la corrección, base desde la que se partirá de nuevo en busca del mismo y más elevado nivel), son sin duda Jacques Rivette y Jean-Marie Straub.
Pero para terminar este mismo apartado, hay que mencionar también a Georges Sadoul, un segundo padre después de Bazin, el único crítico que supo poner su inmensa bondad y ciencia al alcance de cualquier ser y causa que lo necesitara.
Y hay que mencionar a Henri Langlois, el hombre que hizo de la Cinémathèque Française el más extraordinario centro de influencia cinematográfica del mundo, al unísono con todos los cines viejos y jóvenes. Y el hecho está allí: la Cinémathèque es hoy el único organismo que Francia puede decir que no tiene un equivalente en el extranjero.
Por otra parte y para terminar, la lista que he hecho antes de jóvenes cineastas corresponde a una cierta elección que es mía (y en gran parte nuestra) de los que hasta ahora han dicho más y lo han dicho mejor.
en Movies That Mattered: More Reviews from a Transformative Decade. Ed: The University of Chicago Press, 2017; págs. 51-54.
Nunca es fácil decir por qué un filme no logra encontrar su público. Luego de un gran periodo en la sala de montaje, Mikey and Nicky de Elaine May hizo su debut en Nueva York en 1976 y se hundió más rápido que una bola de bowling en una cuba de natillas. Por lo visto, no fue un asunto de malas críticas, más bien de que no hubo ninguna en absoluto: por razones que permanecerán para siempre misteriosas, fue un filme que nadie quiso ver, a pesar del historial impresionante de su directora (The Heartbreak Kid, A New Leaf). May no ha firmado un filme desde entonces, aunque ha trabajado a un ritmo constante como una script doctor anónima (en filmes como Reds o Heaven Can Wait).
Con todo, las proyecciones ocasionales del filme a lo largo de los años ─en particular, en el Toronto Film Festival de 1981─ le han ganado una reputación underground, y ahora ha sido relanzado por una distribuidora independiente (se le espera en el Fine Arts Theatre en algún momento de este mes). Puede ser que Mikey and Nicky encuentre su audiencia después de todo. Divertido, incisivo, y finalmente embrujador, es uno de los filmes americanos más sorprendentes de su década; su valerosa toma de riesgos e inteligencia cortante lo hacen parecer más contemporáneo que cualquier filme de Hollywood estrenado este año. Mikey and Nicky llegó al final de un ciclo de buddy movies ─filmes acerca de entusiastas amistades masculinas que parecían deleitarse en un resentimiento adolescente hacia el sexo opuesto. Pero Mikey and Nicky, una buddy movie, hecha por una mujer, es a Butch Cassidy and the Sundance Kid lo que À bout de souffle es con respecto a las películas de gánsteres o The Searchers a un Wéstern de Roy Rogers: coge las asunciones más profundas, tácitas, de la forma y las sostiene para examinarlas; coge las mecánicas de la forma ─sus convenciones dramáticas y trucos de estructura─ y las pone del revés, exponiendo justo esos elementos que la forma pretendía ocultar. En vez de Newman y Redford, los colegas son John Cassavetes y Peter Falk ─dos de los más grandes outsiders del cine americano, actores que han desarrollado por sí mismos un estilo de interpretación (impulsivo, improvisatorio, extravagante) y un rango tonal (histeria, desesperación, vulnerabilidad) que contradice a cada nivel los requerimientos de una actuación estelar convencional. Una de las cosas más bellas de Mikey and Nicky es la forma en la que May se borra a sí misma ante el equipo interpretativo singular que Falk y Cassavetes representan. Pone su cámara al servicio completo de los actores, siempre dejando el suficiente espacio en sus encuadres para capturar el gesto espontáneo, el movimiento súbito. Y el diálogo, aunque fuertemente guionizado, ha sido tallado tan cercanamente a las personalidades de sus intérpretes que no hay un solo momento en el filme que no se sienta como si no fuera inventado en el acto. Si no fuera nada más, Mikey and Nicky es la historia de un matón de poca monta (Cassavetes) que ha sido capturado robando de un banco de apuestas; su socio en el timo ya ha sido asesinado, y Nicky, convencido de que hay un encargo de asesinato para él también, se ha encerrado en un hotelucho de mala muerte. Llama a Mikey (Falk), un amigo de la infancia que es también un miembro del sindicato, para consejo y ayuda ─una llamada motivada más por el hábito que por confianza y, después de una larga lucha, convence a su amigo de ir con él a un bar. Una vez que ha atraído a su colega al exterior, Mikey marcha directamente a una cabina de teléfono y llama al corpulento sicario (Ned Beatty) que ha sido asignado para el trabajo, diciéndole exactamente dónde pueden ser hallados.
La traición no se suele agrupar entre las subtramas cinematográficas más hilarantes, pero así es cómo, en las escenas tempranas de su filme, May la aborda ─como una ansiosa, asustadiza, comedia de la desesperación. Tenso por el peligro que ve a su alrededor, Nicky no es un objetivo cooperativo: a cada segundo se mueve entre una confianza en sí mismo jactanciosa y un terror cobarde, y Mikey no consigue que abandone el hotel hasta que acuerda intercambiar abrigos con él ─puede haber alguien al acecho en el vestíbulo. (Hay otro intercambio, también: como una prueba de confianza, Mikey le pide a Nicky que le dé su arma; Nicky no la cederá hasta que Mikey le ofrezca algo a cambio, así que le da su reloj. Este momento no acentuado es típico del acercamiento económico de May a la caracterización ─Nicky le presta a Mikey el símbolo de sus bravatas; Mikey devuelve el símbolo de su fiabilidad y obediencia. En no más que dos o tres planos, May dispone la base de su amistad ─es un intercambio de fuerzas). Una vez que Mikey ha conseguido llevar a su amigo al bar, tiene que mantenerlo allí, no es un asunto sencillo teniendo en cuenta los impulsos contradictorios que zumban por el cerebro confuso de Nicky ─quiere visitar a su exmujer; quiere ver a su novia; quiere ir a un cine de sesión continua. Mientras tanto, el sicario (May lo introduce con un toque maravilloso ─se lo ve cambiando canales en un televisor hasta que encuentra una banda sonora que encaja con su humor: la partitura aciaga, llena de lamentos, de un filme noir de los años cuarenta) se las ha arreglado para perderse en el tráfico urbano. Pasan los minutos, y el asesino todavía no ha hecho acto de presencia ─y encontramos nuestra simpatía tornando lentamente hacia Mikey, como siempre ocurre hacia el hombre modesto, metódico, que intenta simplemente realizar un trabajo.
En la superficie, Mikey and Nicky parece suelto, casual, incluso inconexo. Pero la fuerza del filme proviene del modo en el que May suspende esta superficie casual a lo largo de una estructura muy ajustada. El filme vive en la tensión entre lo completamente impulsivo y lo cuidadosamente planeado, que es también la tensión entre sus personajes principales. Mientras Falk y Cassavetes practican sus deslumbrantes juegos de comportamiento, May es prudente en limitarse a las unidades clásicas: unidad de tiempo (el filme tiene lugar en una noche), de espacio (unos bloques cuadrados de una ciudad sin nombre ─May incluso nos muestra el mapa), y, por supuesto, de acción (no por nada ella pasó sus años universitarios en la University of Chicago). El formato es el de una tragedia ática, y hay algo fatídico en el despliegue de la acción ─en la manera en la que parece escapar al control de los personajes─ una vez que ha sido puesta en marcha por la decisión de traicionar. Aun así, May la salpica con un suspense específicamente cinematográfico, casi griffithiano. Mientras corta alternativamente entre Mikey y Nicky pasando la larga noche en camaradería forzada y el asesino que está acercándose constantemente, el filme se convierte en una variación de la carrera a la horca del melodrama silente: la pregunta no es si el perdón del gobernador llegará a tiempo para salvar al héroe de una ejecución injusta, sino si Mikey encontrará su afecto por su amigo lo suficientemente reavivado como para intentar rescatarlo.
May hace pasar esta relación volátil a través de tres marcos de referencia diferentes. Finalmente, en su camino al cine de sesión continua (Mikey ha convenido que el sicario los encuentre allí), Nicky decide de repente que debe visitar la tumba de su madre. Escalando el muro del cementerio cerrado (el slapstick aquí es una referencia a un cortometraje de Laurel & Hardy), se encuentran de nuevo en su infancia, como si la presencia de la muerte los hubiese hecho niños otra vez. Las intimidades de la infancia resurgen: Nicky cuenta la historia del hermano pequeño de Mikey que un día se quedó súbitamente calvo. Los chicos se rieron de él, y al día siguiente murió de escarlatina. El recuerdo es a la vez divertido y espantoso, y es aquí donde May toca su más profunda mezcla de emociones ─el filme se mueve dentro de esa zona rarificada, peligrosa, donde la comedia y la tragedia se funden, donde una risa es lo mismo que un grito.
Demasiada muerte conjura una necesidad de calor, y los dos amigos, de nuevo cercanos, visitan a la chica de Nicky (el sicario, todavía esperando en el cine, ha sido olvidado). Delicadamente interpretada por Joyce Van Patten, ella es una oficinista solitaria, apagada, de 40 o por ahí, con un apartamento decorado demasiado alegremente: una de esas mujeres cruelmente marginadas, no del todo atractivas, que parecen encontrar su voz en los filmes de May (May misma en A New Leaf; su hija, Jeannie Berlin, en The Heartbreak Kid). Nicky hace el amor superficialmente con ella mientras Mikey aguarda, mortificado, en la cocina. Cuando Nicky termina, sugiere a su colega que lo pruebe también. La mujer, humillada, lo rechaza, y Mikey sospecha de repente que le han tendido una trampa ─que Nicky está haciendo chanza de sus inseguridades sexuales, tal y como lo hacía en el instituto. La amistad se rompe en pedazos de nuevo (y Nicky rompe el reloj de Mikey contra la acera de la calle), y los dos hombres se separan.
Su relación se ha movido a través de la infancia (el cementerio) y la adolescencia (el apartamento de la mujer); ahora, mientras el sol comienza a salir, se mueve hacia la luz más cruel de la adultez. Mikey retorna al hogar (el sicario lo sigue, por si acaso Nicky decide volver en busca de ayuda), y vemos su casa ─un hogar moderno, cómodo, de clase media-alta, situado en un vecindario exclusivo vigilado por coches patrulla privados. Cualesquiera que sean las raíces de la traición de Mikey ─el resentimiento, la proximidad, las necesidades, la envidia, todas se cocieron a fuego lento a lo largo de los años─, en la fría luz del día el asunto se reduce a esto: Mikey debe traicionar a su amigo para preservar el pequeño lugar que se ha construido para sí mismo en el mundo. La mujer de Mikey le ha esperado, su hijo está durmiendo en la habitación contigua, y en un momento la llamada de Nicky sonará en la puerta principal. El filme comenzó con la imagen de una puerta barricada contra los peligros del mundo exterior ─la puerta de la habitación de hotel de Nicky. Terminará con una puerta cerrada, también.
“István Gaál and ‘The Falcons’” (Graham Petrie) en Film Quarterly (primavera de 1974, vol. 27, nº 3, págs. 20-26).
Los últimos diez años han presenciado un florecimiento asombroso de talento en el cine húngaro que lo eleva a la posición del país con la cinematografía más consistentemente interesante de Europa del Este. Para las audiencias norteamericanas este desarrollo es casi sinónimo con el nombre de Miklós Jancsó, pero sus filmes, por muy exóticos que puedan parecer a las audiencias occidentales casi totalmente ajenas a la tradición cinematográfica húngara, se vuelven mucho más comprensibles cuando son vistos en el contexto que se remonta en algunos aspectos al periodo inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial hasta un puñado de filmes extraordinariamente buenos de los cuarenta y cincuenta ─People of the Mountains [Emberek a havason] (István Szőts, 1942), It Happened in Europe [Valahol Európában] (Géza von Radványi, 1947), The Soil Under Your Feet [Talpalatnyi föld] (Frigyes Bán, 1948), For Whom the Larks Sing [Akiket a pacsirta elkísér] (László Ranódy, 1959). En todos estos una orientación explícitamente política es combinada con el tipo de localización y paisaje (especialmente las casas encaladas y las inmensas llanuras estériles) e incluso las ropas y fisonomía que las audiencias han venido asociando solo con Jancsó.
Del mismo modo, Jancsó, aun con toda su originalidad y la brillantez de su trabajo, no es tanto un genio aislado como el más conocido de al menos media docena de otras figuras de talento comparable. Algunas de estas, como Imre Gyöngyössy, Zsolt Kézdi-Kovács y Ferenc Kósa han estado influenciadas claramente por el estilo visual de Jancsó (aunque Gyöngyössy, en su magnífica The Legend About the Death and Resurrection of Two Young Men [Meztelen vagy] (1972), ha desarrollado una técnica y método que son deslumbradoramente suyos), mientras otros, más notablemente István Szabó e István Gaál, han manifestado desde sus primeros filmes en adelante un estilo y temperamento que son extraordinariamente individuales.
Gaál tiene cuarenta años y ha hecho hasta ahora cinco largometrajes; llegó a la madurez durante el periodo Rákosi de los tempranos cincuenta cuando el país se encontraba paralizado por un sistema de terror estalinista: el miedo y el interés propio combinados para provocar la denuncia y traición de amigos y vecinos, mientras el arresto arbitrario y el encarcelamiento injusto eran lugar común. La atmósfera mental de este periodo es brillantemente evocada en dos de sus filmes, Green Years [Zöldár] (1965) y Baptism [Keresztelő] (1967), y parece, vista desde una perspectiva diferente, que también es el fundamento bajo el cual Lilik organiza su campo de entrenamiento en The Falcons [Magasiskola] (1970). Cuando Gaál y los cineastas de su generación comenzaron a trabajar en los tempranos sesenta estaban determinados en que sus filmes deberían formar parte de una examinación rigurosa de ese periodo terrible y las razones que lo habían hecho surgir; al mismo tiempo estaban preocupados en ayudar a establecer una sociedad socialista humana y justa. Desde esta perspectiva, el otro tema principal que emerge en el trabajo de Gaál ─forma la base de Current [Sodrásban] (1964) y Dead Landscape [Holt vidék] (1972)─ es el problema del ajuste a una sociedad que cambia rápido mientras los aldeanos se alejan en cada vez mayor número del establo y del patrón tradicional de la vida rural bajo el que han estado arraigados durante generaciones, y se encuentran con que no pueden ajustarse psicológicamente a su nueva existencia o que enfrentándose a ella arrojan barreras invisibles entre ellos y las familias que han dejado atrás.
Gaál, que viene de un ambiente campesino, ha vivido este problema también, y las preocupaciones políticas y sociales de su trabajo están por lo tanto lejos de ser las abstracciones, deseos insatisfechos, o juegos de moda en que terminan convirtiéndose puestas en las manos de tantos directores occidentales. Aunque sus filmes son comprometidos, están lejos de ser dogmáticos o mera propaganda para un particular conjunto de creencias políticas: resiente fuertemente, de hecho, los intentos de leer significados políticos específicos en su trabajo y, en una visita reciente a Canadá con Magasiskola, se volvió cada vez más impaciente con aquellos que, ignorando la estructura visual y aural del filme, intentaban imponer en el mismo una denuncia simplista de la “tiranía” del comunismo (o fascismo) que venían esperando al filme para revelar. La preocupación principal de Gaál reside en la defensa de la integridad individual y la dignidad humana contra la represión y el autoritarismo de todos los tipos, y un tema importante de sus filmes es el intento de preservar valores morales básicos de humanidad y justicia en circunstancias diseñadas para suprimir o intimidar estos.
Aunque sus filmes han sido a menudo llamados “austeros” y “severos”, Gaál mismo es un hombre de personalidad cálida y extrovertida y hay una vena de humor astuto corriendo por entre incluso el más sombrío de sus trabajos. Cuando habla de sus filmes prefiere, como la mayoría de los directores, tratar cuestiones de técnica y estilo, la enorme dificultad de registrar estas imágenes en filme, en vez de cuestiones de intención o significado. Es él mismo un camarógrafo plenamente competente y fotografió el famoso cortometraje Gypsies [Cigányok] de Sándor Sára (1962), también manejó una segunda cámara en algunas de las escenas más complejas de Magasiskola, mucho de su propio material aparece en el filme completado. Aparte de escribir o colaborar en todos sus guiones, insiste en llevar a cabo el montaje él mismo, manejando físicamente y cortando el filme en vez de meramente supervisar esto, como hacen la mayoría de directores. Su actitud hacia el cine es inmediata, sensual y táctil: dice que ama el olor del material de celuloide en bruto. Supervisa cada detalle de la dirección de arte de sus filmes, y siempre ha trabajado con el mismo compositor, András Szőllősy, una de las principales figuras de la música húngara contemporánea.
Todos estos factores deberían hacer algo para matizar la impresión de un cineasta asceta y altamente intelectual que emerge de la mayoría de consideraciones de su trabajo. Gaál es básicamente un poeta visual y el sentido de sus filmes emerge de la naturaleza y yuxtaposición de sus imágenes, y de la relación entre estas y la música, sonidos naturales, o el silencio que los acompaña, en vez de diálogos explícitos o debates. En particular, tiene un apego muy grande por la interacción entre el personaje y el paisaje y una habilidad para crear escenas que emergen como metáforas visuales, cristalizando sutilmente la esencia del filme de manera mucho más efectiva que las palabras. Aunque todos sus filmes, especialmente Holt vidék y el injustamente olvidado Keresztelő, muestran estas cualidades en mayor o menor medida, se reúnen quizá de manera más completa en Magasiskola.
Este fue el primer largometraje de Gaál en color y, con su típica meticulosidad, aseguró que el color se convirtiese, como el paisaje, en un elemento expresivo dentro del filme, y no solo mera decoración. La localización del filme ─llanuras desnudas, planas, interrumpidas solo por grupos de árboles─ ha sido inevitablemente comparada con la del trabajo de Jancsó: ciertamente Gaál, como Jancsó, hace uso del paisaje como metáfora para la desapacibilidad y frialdad del comportamiento moral de sus personajes; pero Gaál mantiene constantemente una interacción entre las pertenencias humanas y su localización, el tono del paisaje va cambiando a medida que ellas cambian, mientras Jancsó, habiendo establecido un tipo de relación, procede a explotar las posibilidades formales de esta, jugando con los movimientos verticales y diagonales de su gente contra el horizonte vasto e inalterable. Magasiskola es un filme que demanda ser interpretado en más de un nivel a lo largo de su metraje, con la acción de la superficie apuntando constantemente a otra dimensión metafórica más allá de ella. Aunque se hable de él por lo general como una alegoría, esto es de algún modo engañoso, porque sugiere que, como en la mayoría de las alegorías, la historia básica es artificial, vaga o irreal, y tiene significancia solo como pasadera para el significado “superior” o “verdadero” que reside al otro lado. De hecho, Gaál se toma grandes cuidados para dar a la acción central del filme una autenticidad detallista casi documental, para que pueda adquirir una legítima fascinación propia; su método es aquel que él mismo ha llamado “abstracción realista” ─manteniendo una base firme en la realidad física, pero asumiendo, a través de las imágenes o el montaje, una dimensión más.
Un joven llega a un campamento en el que halcones están siendo entrenados para mantener la población de pájaros local bajo control. El jefe de la estación, Lilik, ve su tarea en términos místicos, casi religiosos, y ha impuesto un sistema de autoritarismo rígido para asegurar que es llevada a cabo con la máxima eficiencia: divide sus pájaros en categorías “superiores” e “inferiores” e impone un vasto abismo entre ellos y las criaturas que están entrenados para cazar; ensalza constante las virtudes de la obediencia, orden, control, el mantenimiento de una jerarquía estrictamente establecida en la que todos conocen su lugar y sus deberes. Al joven le fascina al principio la habilidad de tanto los entrenadores como la de los halcones, la belleza fría, severa, que resulta de la disciplina impuesta sobre ellos; se queda estupefacto, no obstante, luego disgustado y repelido por la crueldad metódica y el sufrimiento que se da por sentado como parte del patrón total, y estos le conducen finalmente a abandonar la estación.
Es obvio que incluso un resumen del filme que intente ser tan neutral como sea posible debe sugerir que se trata tanto de la mentalidad del totalitarismo como del entrenamiento de halcones. Lo que le da su cualidad ambigua y única, sin embargo, es que no hay ningún punto en el que un elemento expulse o descompense con peso descarado al otro: el estudio del autoritarismo es llevado a cabo por medio de un análisis de la técnica del entrenamiento de halcones, y el filme permanece inmediato, físico y concreto desde su primer fotograma hasta el último. El crecimiento del joven hacia la consciencia moral paraleliza el de los héroes de los tres largometrajes previos de Gaál y, como en ellos, es presentado a través de una acumulación de incidentes específicos, a través de lo que le ocurre, en vez de servirse de la discusión o del análisis explícito.
El movimiento del filme es constante y controlado de cabo a rabo e incluso las escenas climáticas son examinadas con gravedad y moderación, son discretas en vez de enfatizadas. Los personajes son definidos constantemente, y modestamente, por las localizaciones en las que están emplazados o que ellos mismos crean: Lilik, por ejemplo, ha construido una estación de entrenamiento de modo que los edificios adopten la disposición de un campamento o una fortaleza, con sus propios cuarteles situados aparte en una posición desde la que pueda supervisar a los otros. El esquema de color dominante del filme es uno de azules y amarillos apagados y fríos, con el verde desvaneciente del paisaje como una alternativa diurna a la oscuridad y la parpadeante luz de la lumbre del campamento por la noche. A través del filme los personajes se visten de amarillo, azul o blanco: la única excepción la encarnan los forasteros ─un grupo de granjeros en vaqueros rojos─ y Teréz, la mujer de Likik, que comparte generosamente con sus compañeros en las noches que no tiene necesidad de ella. Ella es el personaje arquetípico de Gaál, consciente de que está cooperando con algo malvado, con todo creyendo que realmente no es asunto suyo y que puede permanecer distanciada de todo ello; aunque permanezca en el campo luego de que el joven se marche, ha sido afectada por su ejemplo y, la última vez que la vemos, viste una blusa de un rosa apagado en vez de su blanco familiar.
La música es usada para acrecentar nuestra percepción de la dimensión moral que reside detrás de la acción física: un tema suave y evocador acompaña la mayoría de apariciones de Teréz; mientras tiene lugar la primera escena del entrenamiento de los halcones, el comienzo de la escena en donde son puestos a trabajar para echar a unas urracas de su escondite en un pajar, y la escena bizarra en la que Lilik dispone un nocturno funeral militar cuando su halcón favorito muere, a todas estas escenas les es concedido un ritmo bélico, de marcha, basado en toques de tambor. El tema asociado con el joven mezcla instrumentos de viento-madera y batería, sugiriendo la tensión dentro de él entre la humanidad potencial que alberga la mujer y la inhumanidad de Lilik. La mayor parte del filme, no obstante, despacha la música para crear una inquietante atmósfera aural de las campanas tintineantes de los halcones, los gritos ásperos de las órdenes, el zumbido de las alas, el balido de las ovejas, el ronroneo misterioso de los cables telefónicos que abre y cierra el filme. El silencio también es usado para un efecto emocional poderoso, especialmente en la escena en que Teréz llega por primera vez a la habitación del joven para ofrecérsele: la quietud de sus relaciones sexuales acentúa su extrañeza y lo remoto entre ellos.
Como es habitual, Gaál obtiene algunos de sus efectos más llamativos a través del montaje, pero también mueve la cámara más libremente que en otros filmes, y un patrón distintivo de amplios movimientos circulares emerge mientras el filme avanza. La cámara merodea dentro del círculo de los entrenadores mientras se preparan para la primera demostración de su habilidad; explora los contenidos de la habitación de Lilik con el joven; circunda los pajares dentro de los cuales se han escondido las urracas atemorizadas; se abalanza sobre el joven y Lilik mientras el primero sostiene una garza real tullida sobre la que un halcón debe ser perfeccionado en el arte de matar; sigue al joven mientras mientras camina alrededor del fuego en el que los entrenadores se reúnen por la tarde; un paneo de 360 grados inspecciona el campo yermo en el que Lilik y el joven se han escondido en un intento por atraer de vuelta a un halcón fugado; mientras Lilik se apura frenético para salvar a sus preciosos pájaros durante una tormenta, la cámara circunda el patio con él; y le sigue mientras, como un antiguo guerrero germánico, insta a su caballo a dar vueltas sobre un halcón muerto mientras yace en estado.
Además de esto, Gaál hace hincapié en cortar de modo enfático en movimiento tanto como sea posible a través del filme, creando un ritmo de avance que es tanto fluido como implacable. Los objetivos largos son usados con frecuencia, tanto para distanciarnos de los personajes como para asimilarlos a su fondo: Lilik y el joven galopando silenciosamente a través de la llanura para salvar a un halcón que está siendo golpeado a muerte por granjeros indignados (había entrado en su territorio y estaba torturando a la presa); y a través de la escena final en la que el joven abandona el campo. Solo una escena, sin embargo, emplea una distorsión visual obvia: la pesadilla del joven, donde un objetivo gran angular extremo exagera monstruosamente la forma y el movimiento de Lilik mientras avanza hacia él, los pájaros posados en sus brazos y hombros.
Un análisis breve de un par de escenas clave en el filme debería servir para ilustrar cómo Gaál combina el movimiento de cámara, el montaje, la música y el color para crear un efecto que es simultáneamente concreto y metafórico. Poco después de su llegada el joven observa mientras tres jinetes, dispuestos en círculo, perfeccionan su total control y dominación sobre sus halcones. Los pájaros son arrojados de la muñeca de uno de los hombres a la de su compañero y nos les es dada una oportunidad para detenerse o descansar antes de ser arrojados al próximo hombre: les es enseñada la virtud de la sumisión y que no tienen voluntad más allá de la de su maestro; el paralelismo con los métodos por los cuales los estados policiales derriban la resistencia de sus oponentes está ahí para aquellos que deseen percibirlo, pero nadie en el filme lo traza y permanece implícito en la construcción física y movimiento de la secuencia. Es construida a partir de decenas de cortes rápidos: los pájaros en vuelo, el momento del lanzamiento, el momento de la receptación, repetidos una y otra vez. Al principio los planos son bastante largos y siguen un segmento de la acción en su completitud; gradualmente se vuelven más y más cortos hasta que el efecto es la de una continua moción de azote en el que no se permite ningún respiro en absoluto a los pájaros: una persecución física incesante e interminable (Gaál dice que se imaginó esta escena en la forma de una espiral, con amplios movimientos circulares para comenzar, estrechándose mientras alcanza la cima). Los únicos sonidos son las pisadas de los caballos, las campanas tintineantes y el batir de alas de los pájaros. Cortes ocasionales a la cara admirativa del joven muestran que, por ahora, solo percibe la dimensión estética de lo que está sucediendo y que sus implicaciones morales se le escapan.
La educación moral del joven es llevada un paso adelante en la caza de las urracas donde el entrenamiento de los halcones es puesto a prueba por primera vez. Una vez más el efecto proviene en la mayor parte del montaje mientras un par de urracas aterrorizadas son incesantemente acosadas en su escondite; se refugian entre un rebaño de ovejas y brincan con perplejidad entre los pies de los animales; finalmente, después de un gasto desproporcionado de energía, una de ellas es asesinada. Luego al joven le es dada la tarea de sostener una garza real encapuchada contra el suelo mientras Lilik dispone de un halcón para atacarla una y otra vez; la música disonante espeja la confusión moral, las campanas del halcón, el aleteo de las alas de la víctima mantienen una presión constante sobre él; finalmente le dice a Lilik que el pájaro ha sufrido suficiente y que ya no puede más. “Es necesario”, responde Lilik gravemente, y la cámara se acerca lentamente al rostro ansioso del joven.
La escena que proporciona al chico una consciencia completa de su complicidad con algo brutal es aquella en la que él y Lilik se proponen recapturar a Diana, un halcón fugado que ha adquirido una significación mítica en la mente de Lilik y se ha convertido en un símbolo para él de algo fiero e independiente que debe ser admirado y aun así domado. Cada hombre se oculta dentro de una fosa poco profunda, agarrando en su mano una paloma cuyas alas batientes deberían atraer a Diana lo suficientemente cerca como para ser capturada. El joven espera y espera, el pájaro se remueve sin fuerzas en sus manos, él busca el intenso cielo azul por una señal de vida, la cámara hace zoom in sobre él a través del campo yermo, y al final Diana aparece: la cámara hace zoom cara abajo en la paloma revoloteando, aterrorizada, en una serie de violentos cortes de impacto, y el joven libera al pájaro. Sale tambaleándose de su escondite, desgarrando las vendas protectoras de sus manos, se agarra su estómago como si estuviese a punto de vomitar, su respiración pesada, el único sonido. La cámara hace zoom out, lejos de él, haciendo hincapié en su aislamiento en el vasto paisaje, y el ruido de un tren corta bruscamente al silencio.
Su partida del campo es retrasada un rato más, aunque este incidente lo hace consciente de que puede preservar su cordura moral, su autoestima, solo si abandona (nada de esto es declarado en palabras y de nuevo es la progresión visual del filme la que nos cuenta lo que le está ocurriendo). A primera hora de la mañana se va, los pájaros susurran y gorjean en los árboles. La cámara se aleja de él a un ritmo constante mediante zoom mientras se adentra en un bosque, creando un efecto casi de blanco-y-negro mientras lo esboza contra los árboles. Hay un corte al campamento donde Teréz, en su blusa rosa, comienza la tarea de alimentar a los halcones, abriendo otro día en la fría rutina de la estación: “carne y dos palomas”. La cámara retorna a la niebla, al joven, luego se aleja de él mientras comienza a correr; queda el zumbido de los cables telefónicos, la canción de los pájaros; otro zoom out y abandona el encuadre; luego un zoom in, lentamente, hacia los cables telefónicos hasta que llenan la pantalla; su zumbido se hace más fuerte, hay un ritmo constante de tambores. Es un final misterioso y ambiguo y, como ocurre a menudo en los filmes de Gaál, el paisaje sobrevive a los personajes. Es mejor, creo, por no ser explícito, por mantener la sutileza del resto del filme, y si se argumenta que la fuga es una solución demasiado pasiva, por lo menos es mejor que la colaboración consciente o inconsciente, y más útil que una resistencia valiente pero fútil contra obstáculos arrolladores. Los personajes y filmes de Gaál trabajan constantemente de cara al conocimiento de sí mismos y un entendimiento del trabajo preliminar para la acción, en vez de complacerse en gestos románticos o rebeldía.
No todo el filme procede solo mediante la sugestión visual y aural que hace a estas escenas particulares tan memorables. Lilik es muy elocuente acerca de su filosofía de vida, a veces más bien demasiado, como cuando, al haberse estrangulado a sí mismos varios de los halcones en sus correas intentando escapar de la inundación de sus cajas en la tormenta, advierte que esto es lo que resulta de demasiada libertad de movimiento y que por lo tanto tendrá que mantenerlos en una correa más apretada. Pero generalmente el filme se mueve por medio de la implicación en vez de la declaración directa, creando la necesidad obsesiva de orden, dominación, unanimidad ritual y planificación rígida (Lilik necesita conseguir un cierto cupo de pájaros asesinados para justificar su trabajo, y conserva las patas de sus víctimas para proporcionar estadísticas exactas) que caracterizan la mentalidad autoritaria en todas sus manifestaciones. Es una mentalidad basada en el miedo, y Lilik traiciona esto en su insistencia de que la gente del campo colindante está conspirando contra él; el peligro externo, por supuesto, justifica un control incluso más estricto dentro del campamento. La gente es tratada como no más que objetos. Teréz satisface la necesidad de Lilik de poder y le permite hacer gestos benevolentes hacia sus subordinados; el sexo es un medio de control, no de comunicación. La crueldad y la tortura son inevitables e incluso bienvenidas como medios esenciales de cara a la consecución del gran diseño. Esto, y mucho más, emerge, sin presión o énfasis excesivo, de un filme que es también, a todos los efectos y propósitos, un documental sobre la crianza de halcones, y una meditación lírica y poética de figuras en un paisaje.
Repetidas veces, Gaál retorna en voz baja en todos sus filmes a una insistencia de que los seres humanos deben asumir responsabilidad por sus acciones, que incluso las circunstancias más restrictivas o deprimentes no ofrecen excusa para la inercia moral. Su filme más reciente, Holt vidék, aunque quizá no el mejor, es en el que trata de presentar a sus personajes y sus dilemas de forma más oblicua, confiando en la melancolía del pueblo moribundo y el paisaje otoñal para que tomen el lugar del diálogo y el análisis verbal. Dice que ve a este filme como un punto de inflexión en su carrera, la conclusión lógica a los temas y el desarrollo estilístico llevados a cabo hasta la fecha. Sus planes inmediatos, al menos en lo que concierne a un largometraje, son inciertos: ha sido invitado para hacer un filme para la RAI y ha preparado un guion basado en la historia corta Saul de Miklós Mészöly (el autor de la historia original de Magasiskola). La cancelación súbita del imaginativo programa de producción fílmica de la RAI, no obstante, ha hecho esto imposible, y la insistencia de Gaál de que las localizaciones y los rostros del filme posean un auténtico carácter mediterráneo, junto con el relativo alto coste del proyecto, hacen improbable que el filme se pueda realizar en Hungría.
La situación de Gaál refleja en miniatura los problemas del cine húngaro en general así como los de muchos otros países pequeños con producciones fílmicas: a pesar de la calidad de sus filmes y del hecho de que se haya escrito y hablado sobre ellos extensamente, por ahora aún siguen siendo demasiado poco vistos. La reticencia de distribuidores y audiencias de filmes extranjeros para arriesgarse con algo que no provenga de Francia, Italia o Suecia, junto con la incapacidad de la mayoría de los países pequeños para montar campañas de publicidad extensas para sus filmes, deja a varios de los directores más talentosos del mundo en una especie de limbo, con la única oportunidad de llegar a una audiencia internacional viniendo de coproducciones que demasiado a menudo suavizan o destruyen las características individuales y nacionales que hicieron a los filmes interesantes en primer lugar. Gaál mismo tiene demasiada integridad para comprometerse a sí mismo a algo en lo que no crea de todo corazón, y preferiría permanecer un cineasta pequeño, desconocido, en un país pequeño, desconocido, que alcanzar un reconocimiento más amplio haciendo concesiones que podrían llegar a ser destructivas: sería una pena, sin embargo, si estas permanecieran como las únicas alternativas que tiene.
“THE FRAGILITY OF MEANING: THREE FILMS BY PAUL COX” (Michael Dempsey) en Film Quarterly (primavera de 1986, vol. 39, nº 3, págs. 2-11).
En voz queda, casi oblicuamente, durante los dos últimos años, mientras que tres de sus filmes, Lonely Hearts, Man of Flowers y My First Wife se han estrenado aquí, el director holandés-australiano Paul Cox ha estado revelando su talento desconcertantemente inclasificable a las audiencias americanas. Por turnos mordaces, poéticas, hilarantes, gnómicas y airadas, estas producciones a pequeña escala (cada una según se dice fue filmada por un millón de dólares o menos en tan solo tres semanas) se adentran en esas viejas perplejidades, soledad y aislamiento, pero desde ángulos sesgados y con un espíritu de una idiosincrasia vigorizante, a la altura de los peculiares, a veces pasmosos, serpenteos, obsesiones e iras de sus personajes.
En Lonely Hearts, Peter, un soltero de 50 años afinador de pianos, se lanza a vivir su propia vida al morir su madre. Conoce a Patricia, una miedosa solterona treintañera casi victoriana, a través de una agencia de citas, y los dos caen en picado en un laberinto de comunicación malentendida, tragicómica, mientras cada uno trata de desprenderse de un pasado amortiguador y enfrentarse al miedo y deseo mezclados. Man of Flowers nos lleva al bizarro mundo privado de Charles Bremer, un esteta envejecido, nuevo rico, profundamente excéntrico, y la relación extravagante que surge entre él y una joven modelo a la que paga para que se desnude enfrente suya una vez a la semana al ritmo de la música de Donizetti. En contraste, My First Wife comienza en una total convencionalidad con un matrimonio duradero pero rápidamente tuerce hacia las variedades y extremos de la pérdida, la vergüenza y la autodestrucción cuando el matrimonio se desintegra abruptamente. “¿Por qué deberíamos estar solos en una sociedad que posee todos los medios para comunicarnos tan bien?” Cox se ha preguntado en voz alta. Y ha ofrecido un par de respuestas: “En la sociedad moderna, me deja perplejo cuánto anhelamos el calor, el amor, y cómo dentro de esta sociedad generalmente estamos condicionados a desear, lo que nos convierte en consumidores, para que queramos otro coche o un vestido nuevo. Estoy bastante seguro de que la gente preferiría ser amada antes que adquirir un coche o vestido nuevos… Creo que la mayoría de la gente desea realmente algo que les haga dejar de desear cosas y pensar por qué viven como viven, incluso si esto conlleva que solo se encojan de hombros y decidan que les gusta todo tal y como es”. Dignos sentimientos, pero enteramente engañosos si hacen a cualquiera esperar disecciones resueltas, de orientación marxista, del capitalismo tardío. Porque el trabajo de Cox (o estos ejemplos del mismo, en todo caso, los únicos que he visto) ha aprehendido algo más allá de la sociedad como la causa de la soledad y el aislamiento. Idiosincrasia, solipsismo, excentricidad ─estos son los rasgos salientes de la gente que dispara la imaginación de Cox, ya que no importa cuál sea su contexto social, para él estos son los elementos fundamentales de todos los sentimientos y enredos humanos.
Nacido Paulus Henrique Benedictus Cox en Venlo, Holanda, el 16 de abril de 1940, el futuro cineasta, cuyo padre dirigía una empresa de producción que hacía documentales, creció en una Europa perturbada por la guerra, “en una atmósfera muy similar a la casa de las flores. Mi infancia estaba impregnada de recuerdos temperamentales, tristes, amargos”. Algunos de estos, ha dicho, proceden de un ático donde de niño pasó muchas horas solitarias jugando en la oscuridad con un viejo proyector de cine ─una circunstancia curiosamente similar a las propias descripciones de Ingmar Bergman de sus primeros contactos con el cine. “Siempre me impresionó lo claro que se veía todo en la oscuridad”, diría Cox años después.
Un programa de intercambio con el extranjero lo llevó primero a Australia como estudiante en 1963. Dos años después, retornó como colono, abriendo un estudio fotográfico cuyo éxito ayudó a financiar experimentos tempranos como aficionado al cine. (“Siempre digo que si quieres hacer algo realmente en serio, hazlo como una afición… No soy un cineasta nacido de la ambición. Nunca pensé que sería un cineasta. Es compulsión pura. No tengo otra opción”).
Empezando en 1965 con cortometrajes personales y documentales, finalmente Cox hizo su primer largometraje, Illuminations (1976), que ha sido descrito como “una historia de pesadillas surrealista acerca de un hombre australiano y una mujer húngara viviendo juntos en una relación de amor volátil”. Junto a otros cortometrajes, siguieron otros dos filmes, Inside Looking Out (1977), otra examinación de un matrimonio en colapso, y Kostas (1979), una historia acerca de un periodista griego del régimen de derechas que llega a Australia y se enamora de una divorciada de clase media-alta. Más recientemente, Cox ha completado Cactus, un estreno de 1986 acerca de una francesa (Isabelle Huppert) que visita Australia y se ve involucrada con un hombre ciego (Robert Menzies, nieto del antiguo primer ministro Robert Menzies).
Viéndose a sí mismo como un outsider (con sede en Melbourne) en el establishment del cine australiano con sede en Sidney, Cox ha forjado un grupo de colaboradores frecuentes, entre ellos los actores Norman Kaye y Wendy Hughes, el cinematógrafo inmigrante ruso Yuri Sokol, el guionista Bob Ellis (que recientemente se ha convertido en director), el editor Tim Lewis, el productor asociado Tony Llewellyn-Jones y la productora Jane Ballantyne, que le han permitido trabajar a un ritmo constante, barato e independiente. “El dinero no hace buenos filmes”, Cox ha afirmado. “Cuanto más dinero hay, más tiempo es malgastado… Puedes hacer un muy buen filme con siete personas ─un equipo básico. Cuanta más gente hay, mayor la amenaza para la tranquilidad de la producción”. Según se dice, quiere hacer un filme sobre Vincent van Gogh a continuación.
Si una palabra puede resumir My First Wife, esa palabra es “implacable”. Pocos de los muchos filmes que han abordado el agitado torbellino emocional cuando un matrimonio explota pueden igualar su inmersión frontal en el bochorno, la laceración y la comedia adusta de las emociones primarias de repente despojadas y desolladas fuera de todo control. John (John Hargreaves), un compositor con una pieza coral en ensayo y un programa próspero de música clásica en la radio, ha estado tan absorbido en sus búsquedas que sin darse cuenta ha perdido el amor de su esposa Helen (Wendy Hughes), una profesora de inglés para inmigrantes y miembro del coro en los ensayos. Cuando ella termina una noche su unión de diez años con casi ninguna advertencia, la ira y la pena le consumen inmediatamente y de forma estridente, para su conmoción y mortificación, ya que todo lo relacionado con su aspecto, movimientos y las cosas que dice en las tersas escenas de apertura iniciales sugieren a un hombre sereno, razonable, “calmado”. Ahora, mientras fragmentos de memorias durmientes comienzan a pasar destelladas a través de sus sueños y sus pensamientos en vigilia, prácticamente pierde los estribos intentando ganar a Helen de vuelta: rompiendo una puerta cuando la encuentra con un amante casual, invadiendo el hogar de los padres de ella para aullar en un suspiro que el matrimonio es sagrado para él a la par que la denuncia en el siguiente como una zorra mentirosa que le ha engañado y matado. Una vez, ruega a Helen con miserabilismo crudo que le haga el amor, pero luego de que ella lo haga, su revulsión al contacto de él, que simplemente no puede enmascarar, le apuñala tan fuerte que la golpea. Antes, Helen le había acusado (y justamente, parece) de descuidar a su joven y tímida hija Lucy (Lucy Angwin), pero ahora John, como parte de su campaña para recuperar a Helen, comienza a prodigar una devoción extravagante, desorientadora, a su hija pequeña. Y como si esto no fuera suficiente, también está resistiendo el reloj de la muerte con su padre hospitalizado (Robin Lovejoy).
Todo suena, ineludiblemente, como una telenovela en el peor sentido, y algunas personas ─tanto críticos como espectadores─ han acusado a Cox de simplemente vomitar Angustia en todas las direcciones, completamente incapaz de darle una forma artística. Pero perspectiva y control es precisamente lo que ha aportado a esta disección despiadada de un hombre luchando por ambas, con todo estrepitosamente, humillantemente incapaz de encontrarlas en sí mismo o en cualquier otro lado. Parte de la razón reside en una contradicción cultural que lo atrapa. Hoy en día, todo el mundo desde feministas a editores de manuales de autoayuda continuamente urge al hombre adulto emocionalmente constipado a expresar sus emociones en libertad. Aunque My First Wife no muestra este consejo influenciando a John de forma explícita, él ciertamente lo toma, y los resultados son de todo menos bonitos. Como el héroe de Smash Palace, no se guarda nada. Incluso los espectadores más empáticos sentirán una indudable grima frente a este espectáculo al menos una parte del tiempo (yo definitivamente la sentí), y también se sentirán obligados a condenar a John como un capullo autocompasivo, santurrón, cuyo “amor” es simplemente posesión egoísta. Helen misma dice esto, extendiendo convencida la acusación a los hombres en general. De hecho, Cox nunca evade la responsabilidad de John por su situación. Sin embargo, este tipo de culpabilización es finalmente irrelevante para el tema esencial de My First Wife, que es la fragilidad de un sentido que soporte la vida. Para John, sus fuentes son el matrimonio, el arte y los sueños; Cox socava cada una de ellas.
En su retrato de un compañero de matrimonio de repente abandonado, My First Wife inevitablemente sugiere un Kramer vs. Kramer más crudo o An Unmarried Woman, pero sin el foco de ambos en el nuevo comienzo de la persona despojada o su trasfondo social. En cambio, Cox observa la transitoriedad del amor. Vemos a Helen en la cama con un amante (David Cameron) en la primera secuencia, intercalados con John retransmitiendo en su estudio. De este modo, cuando ella niega que involucrarse con otro hombre motivó su decisión, podemos sospechar que miente. Pronto, no obstante, se vuelve obvio que no lo estaba haciendo; su compañero de cama prueba ser solo un semental ocasional. El asunto es la misteriosa, perturbadora, desaparición del amor ─por todas estas razones y por ninguna de ellas. Simplemente se desvaneció, tiempo atrás, y su ausencia se ha convertido finalmente en demasiado desmoralizante para ella. Cuando su madre, nuestro espejo, la presiona por un motivo particular, Helen simplemente dice: “La pérdida del amor es muy real. Lo extraño”. O, como uno de sus estudiantes dice muy claro: “Han pasado siete años, diez meses y dos días desde que dejé de querer a mi hombre una noche”.
Cox contrasta a John y Helen mientras tratan de regenerar el sentido existencial. Helen incierta pero abiertamente se libera de la relación muerta aunque no tenga sustituto a mano. Incluso cuando su madre pregunta, horrorizada: “¿Mientras su padre está muriendo?”, la determinación de Helen se mantiene. No obstante, a pesar del descuido de su matrimonio, John lo ha hecho una parte tan integral de su identidad que su colapso semeja algo más que otro matrimonio roto. “Mi vida, mi esposa, mi matrimonio, mi música”, grita con egoísmo desvergonzado, pero pronto añade, forzado a elegir, que abandonaría su música y mantendría su matrimonio.
Pero no existe tal opción, y John debe buscar otras fuentes de percepción y consolación. Cox ha llenado la banda sonora del filme (que es también la banda sonora personal de John) con música clásica, principalmente fragmentos del Orfeo de Gluck, Carmina Burana y Grandfather’s Birthday Party de Franz Süssmayr, junto con la expresamente titulada canción de Anne Boyd, “As I Crossed a Bridge of Dreams”. Musicalmente, John deambula en el pasado; está cómicamente fuera de lugar en un coche donde resuena rock y un borracho excéntrico, con sombrero holgado, canturrea una balada de blues. Su propia composición suena serenamente tradicional, como un canto gregoriano tardío, y Cox a veces corta directamente de la ira marital dolorosa a una pista suave, tranquilizadora, en la que ensayan los cantantes, proyectando una calma que, en este contexto, se siente casi como de otro mundo.
Gradualmente, intuimos que la música clásica importa de modo tan profundo a John en parte porque esta belleza “como de otro mundo” le transporta más allá de lo que considera como la mundanidad amortiguadora de la mayor parte de la existencia diaria, transformándola en vida genuina, que para él significa un estadio donde un sentido de coherente, resonante, continua totalidad con el cosmos es posible. John nunca usa este de lenguaje grandioso ni analiza este lado de sí mismo; aun así, sus acciones indican el tipo de romántico para el que esta noción no es una mera una abstracción idealista, que se desprenderá de uno con sentido común a medida que madure y se “encare a la realidad”, sino un grial genuino para ser perseguido con todo el fervor que se pueda comandar.
El precio que esto supone es una sensación continua de decepción con la vida cuando es poco más (como suele ser) que existencia rutinaria. En una escena conmovedora, cuando acepta el solaz de una noche con una compañera de trabajo amigablemente compasiva (Anna Jemison), una perspectiva nueva de repente se abre: tal vez John se esté tomando sus problemas demasiado en serio; quizá, después de todo, pueda desprenderse de su agonía y descubrir intimidad renovada o simplemente algo de diversión tranquila con otro ser. Pero rechaza esta oportunidad gravemente. John no puede, no tomará simplemente lo que la vida ofrece; virtualmente, cada instante debe estallar con alguna medida de muy ferviente intensidad, o se sentirá persistentemente insatisfecho, inseguro de que está realmente vivo.
Pero esta búsqueda de la intensidad lo aísla. Cuando, por ejemplo, recuperándose de un intento de suicidio, tiene una vívida recolección de sueños de un instante preciado de los pasados compartidos, el suyo y el de Helen (una imagen reluciente, brumosa, de la luz del amanecer en el agua de un lago), y luego trata de hacer compartir su reacción describiéndosela a ella, nosotros (y él) nos damos cuenta de cuán devastadoramente inadecuadas son sus palabras para comunicar lo que significa para él. Cuando presiona más fuerte, derramando una fantasía sobre el desvanecimiento en el útero de Helen, ella solo le puede esquivar con una pregunta deliberadamente banal acerca del almuerzo. Cox da lo suyo a la desesperación angustiosa de John pero nunca la hace glamorosa ni devalúa la sospecha de Helen sobre la misma. Comparada con sus estallidos extravagantes, el comentario casual de ella a su amante cuando él tiembla ante la perspectiva de confrontar a John (“Te las arreglarás, todos nos las arreglaremos, ¿vale?”) puede parecer una trivialidad fría. Sin embargo, las lecturas de frases de Wendy Hughes están tan vivas que podemos sentir inmediatamente la pasión menos chillona pero igualmente real debajo de su superficie quebradiza. Ella y Hargreaves (que también aparecen como una pareja atribulada en Careful, He Might Hear You) forman un estudio fascinante en estilos interpretativos, ella jugando con la tensión reprimida contra su elegante porte, él estallando con arrojo pero sin perder nunca un control inflexible. My First Wife mezcla sus estilos brillantes con la sutileza formal de Cox para mantenernos igualmente conscientes del poder y la demencia del romanticismo de John.
El manejo de Cox de las memorias de John es particularmente fascinante ─por ejemplo, planos recurrentes de Helen esponjando un fleco de encaje en su vestido de novia, Helen irradiada con dolor y luego éxtasis en el instante del nacimiento de Lucy, vistazos abiertamente eróticos de su seno y su ingle, o imaginería a lo home movie de ella y una Lucy más pequeña jugando en un columpio, por citar solo unas pocas. Aunque estos montajes no empiezan hasta que la conmoción de la deserción de Helen se hace sentir, Cox nos prepara para sus excursiones en el mundo de los sueños de John incluso durante los momentos de apertura del filme, con un plano estroboscópico de las ventanas parpadeantes del tren por la noche debajo de los créditos. Más tarde, con John a bordo de ese tren, Cox comienza a insertar otra recurrente imagen subliminal, ramas de araña retorciéndose borrosamente en el exterior, que junto a otras como esta actúa como un catalizador para las estelas de imágenes más personales que asaltarán a John luego. “Asalto” es la palabra adecuada, ya que estos montajes de sueños entran en erupción por cuenta propia, y lejos de ofrecer confort o reconciliación a su pérdida, solo intensifican su dolor.
Cox usa este dispositivo para cristalizar su preocupación con la evanescencia del sentido. He oído a algunos espectadores criticar estas imágenes como confusas, “simbolismo” que distrae la atención. Pero no son símbolos; son las memorias reales, distorsionadas, pertenecientes a John, de momentos cuando él se sentía perfectamente feliz ─más que eso, armónicamente fusionado con la vida. Pero, además, la cuestión esencial de estos montajes (comunicados tácitamente por su estilo de corte agitado, deliberadamente crudo, y trabajo de cámara tembloroso, borroso) es que se están desvaneciendo, perdiendo su poder para conmoverlo, incluso mientras se reproducen y vuelven a reproducir obsesivamente en su mente. El estado de ánimo que crean es uno desesperado, un anhelo ridículo por recrearlos de alguna manera, o por lo menos de preservarlos en resonancia completa. Es el opuesto directo al mono no aware de filmes como Tokyo Story [Tôkyô monogatari], en el que la tristeza ante la transitoriedad de la vida se sombrea al final como un elemento esencial de belleza. Para John, no obstante, sus sueños son un recordatorio insoportable de que él ha construido una vida elaborada sobre literalmente nada.
Por un rato, el paralelismo de la lucha de John para recobrar a Helen con el declive final de su padre parece intencionado para fomentar un torpe sesgo de “aprovecha el día” al metraje. Ignorante de los problemas de su hijo, el padre de John incluso afirma: “Al final, la familia es importante… La familia al final lo es todo”. En conjunción con una historia que John le cuenta a Helen acerca de cómo su madre, cuando era joven, tuvo un affaire extramarital que prendió fuego a otra rama de pasión loca en su padre, esta línea parece presagiar la llegada de un acuerdo sobre la tumba del anciano. Pero después de que muera, la atmósfera no se quiebra a la fuerza. La hermana de John aparece por primera vez, su llegada tardía a la pantalla socava discreta el himno del padre a la familia. En el funeral, John intenta estar a la altura con panegírico sabio, elocuente, pero todo lo que puede producir es una invocación trillada de la talla y honestidad de su padre, y luego una cita torpemente amarga: “La farsa casi ha terminado”. Durante el entierro, la madre de John cae en un ataque de dolor agitado, a pesar de sus propias memorias de otro amor, pero la cámara de Cox, mirando con serenidad desde una distancia, lo hace parecer casi grotesco. Y mientras John abandona el cementerio, mano a mano con Lucy y Helen, la cámara se eleva grandiosa hacia arriba, acompañada por música de la orquesta de niños en la que Lucy toca. Aun así, estos dispositivos nos dejan no con la sensación de serenidad que comunicarían ordinariamente sino con un malestar palpitante y una sensación de perdición que persistirá para John mucho después del último fundido. (Como ha señalado Stanley Kauffmann, el optimismo de la película reside por entero en su título).
El rigor inflexible de My First Wife me llevó de vuelta a Lonely Hearts y Man of Flowers para revaluar mi inicial tibieza hacia ellos. Lonely Hearts me había parecido lo que a muchos otros ─un divertido, conmovedor, pero finalmente insignificante filme de “gente común”, en la línea de Marty, distinguible de este principalmente por su atención plena a los deseos sexuales bloqueados de la pareja y por sus dardos de humor impredecible y excéntrico, como enseñar a Peter, que ha pretendido travieso pasar por ciego en una de sus rondas afinando pianos, meterse en su coche con aire indiferente después de terminar y alejarse mientras su clienta confundida se queda boquiabierta. Man of Flowers parecía claramente más rica y ambiciosa, pero también semejaba estar jugando un juego muy difícil con perversión al límite, de puntillas al borde de explorarlo seriamente haciéndolo al final meramente encantador, incluso mono. Pero revisar estos filmes a la luz de My First Wife me mostró que estaba equivocado acerca de ambos.
No del todo. Lonely Hearts todavía me parece menor, humanista pero al final demasiado compasivo hacia sus dos pequeñas almas buscando a tientas un lugar en un mundo frío. Pero ahora posee claramente semillas que han germinado exuberantemente en sus dos sucesores. La más destacada de ellas es la excentricidad, que Peter Thompson (Norman Kaye) parece decidido a ejemplificar en momentos como su broma del hombre ciego, aunque (y esta es la limitación severa del filme) nunca se desarrolla verdaderamente más allá de su perfil de “Tipo Solitario”. Como Man of Flowers, en el que el incluso mayor, más loco, Charles (también interpretado por Norman Kaye) escribe cartas remitidas a él mismo dirigidas a su madre muerta, Lonely Hearts retrata la excentricidad como un rasgo liberado por parte de hombres tímidos, reprimidos, durante la mediana edad, cuando sus madres mueren, aunque ningún filme hace de las madres dragones castradores, asfixiantes. Peter comienza a espabilar incluso durante la extremaunción de su madre, poniéndose un traje a la moda y una peluca que hace que la parte superior de su cabeza, por lo menos, aparente veinte años menos, luego siguiendo al cortejo hasta el cementerio en una pequeña persecución automovilística. Pronto se ha unido a la agencia de citas, conocido a la asustadiza Patricia (Wendy Hughes), y hecho su propia incursión en el arte, un rol en una producción local de El padre, de August Strindberg, presidida por un director gay alegremente burlón. Pero, a medida que vemos más de Peter y Patricia (cuya inexperiencia sexual hace de cada respiro una agonía de mortificación y miedo) y conocemos a otros en su vida (los padres intrusivos de ella, el cuñado bromista de él, así como su padre institucionalizado, entre otros), surge gradualmente el pensamiento de que Cox quiere algo más que un simple derivativo australiano de estilo sobrecargado a lo Ealing.
Este sentimiento emerge más claramente durante tres escenas que, en medio del tono fantasioso que las rodea, parecen tanto más cargadas con dolor incongruente. Mientras Peter y Patricia, al que el director ha atraído al reparto de El padre (irónicamente, ya que el propio padre de ella es su tormento mayor), ejecutan líneas juntos en el apartamento de él, ella, todavía aterrorizada del sexo pero nerviosamente fascinada también, decreta que dormirán juntos platónicamente. Pero cuando Peter no se puede contener de intentar hacer el amor con ella, la escena se convierte en un paradigma cómico y espantoso de una desastrosa primera vez, al tener él que espantar su perro salchicha, con el culo al aire, y perder ella su compostura temblorosa y huir. Luego, funden su propio psicodrama con el de Strindberg durante una secuencia de ensayo escrita con destreza, mientras él ruega en vano por una reconciliación con una intensidad desnuda que inesperadamente revela su profundidad sentimental (y presagia el dolor desnudo de John en My First Wife). En el acto, le pillan robando en el supermercado de forma mortificante, luego regresa a casa y descubre que su perro ha cagado en el suelo. Describiendo estas meteduras de pata de esta manera las debe hacer sonar ridículas y así son ─hasta que la ira repentina e incipiente de Peter le lleva a una denuncia áspera de todo lo humillante de la ronda diaria patética, indistinguible, de la vida. Como también muestra el filme (de una manera más ligera) durante una visita inoportuna del cuñado de Peter mientras este está intentando negociar sin éxito con una amistosa prostituta a domicilio llamada Raspberry, la vida rara vez nos permite tener emociones de una claridad satisfactoria; la banal cotidianeidad de la existencia normalmente las adultera; aun así, de modo desconcertante, también puede acrecentar su humanidad.
En Man of Flowers, la excentricidad se convierte casi en exuberancia tropical. Gracias a una abundante herencia de su madre, Charles puede ahora construir y vivir en su propio mundo encerrado; el dinero le permite, como dice a Lisa (Alyson Best), la modelo de desnudos, “coleccionar belleza y poseerla”. Para él, esto significa, junto a su hogar elegante, música clásica, desnudez femenina, y (por encima de todo) flores, que compra en suntuosos buqués para sí mismo, cultiva laborioso y las prensa en libros. Tampoco separa estos elementos de su vida: forman la substancia de su sexualidad, que uno visualiza como una húmeda selva tropical asfixiada de vegetación exótica. Sin embargo, Charles parece el prototipo típico de soltero refinado, conservador, seco como una galleta de soda; por momentos, en su sobretodo negro y fedora, se parece inquietantemente al Buster Keaton de Film (Samuel Beckett).
Norman Kaye extrae continuamente comedia desconcertante del contraste entre el exterior de sacristán de Charles y su tranquila e imperturbable condición estrafalaria. Cuando Charles, en una clase de arte, retrata a Lisa cubierta de tallos tuberosos y flores a pesar de las amonestaciones de la profesora para que pinte como un estricto realista (“La imaginación es la palabra que la gente usa”, dice gruñona, “cuando no sabe lo que está haciendo”), él amenaza con “golpearla en la nariz y alegar por la libertad artística hasta llegar al consejo privado”. Más tarde, permanece desnudo en su espaciosa bañera empotrada preguntando con toda naturalidad al sexólogo en un coloquio telefónico por radio si uno puede considerar propiamente a las flores como “seres excitantes, tiernos, amorosos”. Cuando un vendedor de estatuas (Patrick Cook) le balbucea acerca de un plan para salvar la tierra del cementerio revistiendo los cadáveres de cobre, Charles escucha sobriamente, y cuando propone que Lisa y su amante Jane (Sarah Walker) se desnuden y besen, todo con la esperanza de curar su eyaculación precoz, su voz mansa, sin inflexiones, realza la atmósfera de perversidad como el ozono. No extraña que el gurú telefónico, aunque un colgado por derecho propio, solo pueda columbrar que Charles tiene “un sentido del humor que no comparto” y la profesora de arte (Julia Blake) se quede mirándolo en completa perplejidad y murmurando: “Qué extraña personita eres”.
Charles se adentra aún más en la rareza del invernadero (una sesión entre él y su psiquiatra, interpretado por el coguionista del filme, Bob Ellis, los acoge compartiendo manías y cambiando roles tan fluidamente que el término disparatado no empieza ni a describirlo ─alienígena, más bien). Pero Cox no está realmente interesado, como creí equivocado, en hacer de Charles alguien muy vistosamente “chiflado” en algún modo sentimental-divertido. Gente como la profesora de arte y el anfitrión telefónico quizá se queden satisfechos al tacharlo en la lista de chalados, pero otros se asombran al verse atraídos hacia Charles. Su excentricidad termina siendo extraordinariamente liberadora para ellos, no solo porque da coraje a sus propias posibilidades congeladas sino porque coexiste con una tolerancia y amabilidad profundamente arraigadas. Por ejemplo, el joven cartero de Charles (Barry Dickins) ni siquiera puede entregar la factura del gas sin recitar de un tirón una descabellada arenga acerca del estado del universo (“El mundo entero está completamente jodido” es su divisa, pero el entusiasmo que le insufla resulta exultante). La mayoría de la gente le rechazaría o evitaría sin ningún tipo de duda, pero Charles reconoce a un espíritu afín, y cuando el joven parlotea feliz un día acerca de “¿hasta dónde llega tu compromiso con el obsceno mundo que te rodea?”, Charles añade con sarcasmo: “O que te habita”. Porque Charles cree en verdad que “la gente más inesperada tiene mucha sabiduría”, está siempre preparado cuando esa sabiduría se presenta, no importa cuán improbable sea la fuente.
Más importante aún, su influencia refresca la vida de Lisa. Inicialmente, ella está atrapada en una relación estéril con David (Chris Haywood), un antiguo pintor de moda que gasta ahora el dinero de ella en dulces para la nariz. Pero, antes de eso, la vemos desnudarse para Charles mientras el “Love Duet” de Lucia di Lammermoor baña su figura dorada. Seguramente, no ha habido jamás un striptease más líquidamente sensual en la historia del cine. Iluminado suavemente por Yuri Sokol (que en otras escenas de los tres filmes usa una paleta muy apagada con el propósito de crear un contexto para el comportamiento bizarro de sus protagonistas), Lisa está tan atrapada en la fantasía erótica como Charles, usando esta pieza embriagadora de teatro sexual para aprovechar su propia sexualidad (aunque Charles nunca la toca e incluso se opone cuando ella besa su mejilla una vez) de una manera que ella no tiene ninguna esperanza de hacer con David. A diferencia de la mayoría (incluyendo a David, que llega a un final cómico-horrible cuando trata de chantajear a Charles), ella se deja a sí misma ver la humanidad caballerosa detrás de la fachada extravagante de Charles, y esta perspicacia (que el filme deja sin explicitar) la anima con sencillez a dejar a David por fin y luego a aceptar la longeva proposición de Jane de intentar iniciar una relación lesbiana ─un desarrollo que el filme trata como una mezcla atractiva de despreocupación, bochorno y calidez que es típica de la franqueza inteligente de Cox sobre todo tipo de encuentros sexuales.
Pero Man of Flowers también muestra cómo la excentricidad atrapa a Charles. Como John, vive parcialmente en un estado de fijación ensoñadora con su pasado. (“Los sueños ocupan casi la mitad de mi vida entera”, medita, equivocado literalmente pero correcto poéticamente). Sus ensueños se enfocan en su infancia, cuando era, ateniéndonos a su propia visualización, una criatura suave, rolliza, revoltosa, obsesionada con estatuas desnudas en parques, los escotes y espaldas descubiertas de damas invitadas a las fiestas del té de sus padres, pero sobre todo con su madre (Hilary Kelly) y el almizcle de nutrición primal e intimidad que sus recuerdos de ella todavía exudan. A diferencia de John, las imágenes queridas por Charles no están perdiendo su poder, pero este poder es también tan frustrante como el de la transitoriedad del mundo de los sueños de John. Cox ha filmado estas imágenes, como los montajes de sueños en My First Wife, con paneos temblorosos, cortes abruptos, manchas desvanecientes de color y fragmentos de ópera en lugar de efectos de sonido naturales. La diferencia es que también las ha hecho exquisitamente divertidas ─y su toque más hilarante es la elección de nada menos que Werner Herzog como el padre mojigato, flaco, de Charles, que está siempre frunciendo sus labios en señal de aborrecimiento hacia el chico sucio y retorciendo su oreja mientras lo arrastra después de que Charles haya trastocado el té por mirar con descaro la carne afelpada de una dama o acariciándola abiertamente. (Kaye, Ellis y Cox trabajaron en el filme australiano de Herzog, Where the Green Ants Dream, donde los fragmentos rebeldes de humor típicos de Cox son lo único destacable). Nunca he visto imágenes de la infancia en la pantalla tan ricamente permeadas de una distorsión de memorias mezcladas, entrañable emoción profunda perdida, y eufórica locura, todas en suspensión milagrosamente perfecta. Entendemos totalmente por qué Charles se siente tan embrujado por ellas y por qué escribe: “Mi imaginación me aterra”.
Peter y Patricia se asientan en la domesticidad y John permanece a la deriva al terminar Lonely Hearts y My First Wife. Pero Charles encuentra una enigmática zona que le pertenece. Después de despachar el plan de chantaje de David con un descaro típicamente seco, luego declarando que puede ser un amigo pero no un amante a Lisa, Charles camina hacia una herbosa ladera, virtualmente una silueta en su sobretodo. Dos figuras similares ya están ahí, y otra entra en el encuadre mientras la cámara se alza para revelar un vasto paisaje marino. Las cuatro sombras contra el verde iridiscente contemplan inmóviles el océano durante muchos momentos, mientras suena Donizetti y Charles entona: “Hay personas tan indefensas en este mundo, algunas están tan solas”. Claramente, Charles no se considera una de ellas, y al principio esto parece de una ironía plúmbea. Después de todo, antes había admitido a Lisa y Jane que “es difícil verte a ti mismo como te ven los otros, o simplemente verte a ti mismo”. Pero mientras la imagen mágica se sostiene y la música irradia este paisaje de ensueño, la ironía se desvanece, y nos damos cuenta de que Charles tiene toda la razón ─es cualquier cosa menos un alma perdida. My First Wife contiene un motivo igualmente conmovedor, más humilde, más propenso a pasar desapercibido. Dos veces, John ajusta gentilmente los brazos de Lucy mientras ella lucha con su violonchelo. La primera vez, al comienzo John parece que la ignora, exactamente como dijo Helen, trabajando ensimismado en su escritorio mientras ella forcejea. La segunda vez, una pelea potencialmente desagradable empieza a llamear entre él y Helen durante un recital para la orquesta de niños. Dándose cuenta de repente de que quizá arruine la interpretación y avergüence a su hija, John queda en silencio y luego se desliza hacia ella. El modo en que alza el brazo de ella le concede la paz que de modo tan enfebrecido ha estado buscando, aunque solo sea por un momento ─inesperada y misteriosamente, como una de las infusiones de gracia divina de Robert Bresson. En cada caso, la cámara permanece atenta a Lucy mientras acepta la corrección silenciosa y sigue tocando. Seguir tocando es toda la paz que el trabajo de Cox hasta ahora tiene que ofrecer; en sus mejores momentos, no obstante, sabe hacerla más que suficiente.
“INTERROGATING INTERNATIONALISM” (Kumar Shahani, 1990) en The Shock of Desire and Other Essays, Tulika Books, 2015; págs. 319 – 335. Editado e introducido por Ashish Rajadhyaksha.
Una presentación improvisada realizada en el taller del Kasauli Arts Centre en “Dialogues on Cultural Practice in India: Critical Frameworks”. Primeramente publicada en Journal of Arts & Ideas, No. 19, mayo de 1990. En los tardíos 80 y primeros 90, Journal of Arts & Ideas y el Kasauli Arts Centre condujeron una serie de talleres titulados “Dialogues on Contemporary Cultural Practice”, concebidos por Geeta Kapur, involucrando a artistas, científicos sociales e historiadores. Estos talleres vieron dos números publicados en el periódico: No. 19 (mayo de 1990), titulado “Critical Frameworks”; y los Nos. 20-21 (marzo de 1991), titulados “Inventing Traditions”. Los editores transcribieron las cintas de los debates originales, y así el sabor del evento mismo fue mantenido. El presente texto de Shahani, que inauguró toda la discusión, estuvo en conversación con varios interlocutores clave: Geeta Kapur, Gulammohammed Sheikh, Vivan Sundaram, Sanjaya Baru, Susie Tharu, Sudipta Kaviraj, Arun Khopkar, Madan Gopal Singh, Kumkum Sangari, Anup Singh y otros.
Anoche Geeta me instó a romper el silencio que estamos todos disfrutando aquí.
En tiempos recientes me he cruzado cada vez con más frecuencia con acontecimientos que semejan para mí apuntar una crisis del internacionalismo, y estos, en el cine en particular, parecen conectar con lo que estaba pasando inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial ─en la poesía primero, quizá, la poesía siendo el modo de discurso más común en las artes en el sentido de que todo el mundo está dotado para ser un poeta.
El síntoma fue el del control de la imaginación. Y recientemente uno ha visto este síntoma aparecer en el cine: del esfuerzo para estandarizar y controlar la imaginación. Por ejemplo, directores de festivales de cine como Hubert Vals, que dirigía el Festival de Róterdam y secundaba que el cine que hablaba con una voz individual, sin forzar ningún tipo de determinación ideológica en la voz de la programación del festival, empezó a lamentarse de que ya apenas había un tipo de cine así en el mundo. Bals solía ver quinientos filmes cada año y hacía una selección para su festival, y el último año se vio mil filmes; dijo que le gustaron tres o cuatro. Esto naturalmente planteó un gran problema a la hora de organizar el festival, y cuando fui allí en enero de este año, lo encontré extremadamente apologético acerca del tipo del tipo de selección que estaba ofreciendo. Yo pienso que esta situación ha llegado a tal punto debido a una estandarización, una internacionalización del mercado junto con cadenas de distribución centralizadas como la televisión. Hay todavía una tremenda confusión, incluso entre nosotros, acerca de estos modos centralizados de distribución, y pienso que deberíamos lidiar con este problema de inmediato.
Mucha gente cree, por ejemplo, que la televisión es un tipo de forma artística (incluso Godard dice algo a este efecto), lo cual no creo. La televisión es un medio de difusión, no es un medio para un discurso de cualquier tipo. Esta confusión inicial se agrava aún más por ciertas cosas a las que la televisión ha conducido, que son una “lectura” rápida de las imágenes, una que realmente conduce a la gente a creer que se ha convertido en más sofisticada visualmente. Creo que no ha sido así, creo que en vez de mirar a imágenes visuales, hemos empezado a “leerlas”, como señales cuya interpretación solo podrá realizarse en una cierta dirección, ciertas respuestas predeterminadas a los estímulos visuales. Así que una pintura de, por ejemplo, una madre e hijo, ha dejado de producir algo más que una imagen transparente, aunque sabemos que en la historia del arte, esto es meramente una substancia temática, que puede no tener nada que ver con el universo que la particular obra de arte atraviesa.
Dicho hábito a menudo ha conducido a la abdicación del esfuerzo mismo de estructurar una imagen, de establecer enlaces entre acontecimientos diferentes, ya sean acontecimientos musicales o acontecimientos visuales o acontecimientos narrativos. Ha habido entonces una reacción a esto, en movimientos que han tomado bastante deliberadamente pasos retrógrados, oponiendo tal internacionalismo con un nacionalismo determinado geográficamente, articulado a través de la región, ya sean estas articulaciones visuales, filosóficas, narrativas o musicales. Si uno comienza con lo que sea que se “conozca” como una entidad geográfica, digamos India o Gran Bretaña, que empieza con el concepto de una nación-estado, llegas inmediatamente a identidades regionales que se contraponen con identidades nacionales, y, en lugares como el nuestro, identidades de casta, etc. Incluso las reacciones modernistas han arrojado una especie de lumpenismo retrógrado, como los punks en Inglaterra, que están reaccionando contra una estandarización de la estética y el comportamiento para proponer un grupo que desafíe lo dominante en un terreno prácticamente inexistente excepto el de ser escandalosos. En China tuvimos una Revolución Cultural que ahora ha sido vista como una manera altamente infantil de reaccionar en contra de las tradiciones que se desarrollaron a partir de grandes luchas y una gran cantidad de práctica a lo largo de cientos de años. Estos síntomas fueron, por supuesto, también una parte de cada cambio revolucionario o semirrevolucionario, pero solo ahora han empezado a obtener una base tan fuerte. Desde el Imperio Bizantino no habíamos tenido una centralización tan masiva y monolítica y una estandarización de la expresión como hoy en día.
El problema es extremadamente real, no importa el modo de discurso que adoptes. Trabajando en el cine por ejemplo, tengo que trabajar con lentes; como Bazin señala, la lente es conocida en francés como objectif ─la lente se supone que te da una visión de la realidad objetiva, y la tecnología de la lente se ha desarrollado, lo sabemos, directamente de los esfuerzos de los pintores renacentistas. Así que ahora nosotros, como practicantes del cine, tenemos que idear subterfugios continuamente para trabajar contra la lente y de alguna manera restaurar las relaciones con la naturaleza que son a la vez más contemporáneas que aquellas propuestas por la lente misma y, al mismo tiempo, están relacionadas con la tradición dentro de la cual eliges operar. Lo que normalmente ocurre es que uno tiene que recurrir solo a las superficies decorativas de la tradición. Como resultado, en el cine en cualquier caso, lo que viene a conocerse como cine “senegalés” o incluso en el cine “africano” no es lo que se esconde detrás de la formulación de una imagen visual o una imagen sonora, sino lo que es presentado, como el vestuario que alguien lleva. Y no solo restaura la transparencia peligrosa de la imagen a la que nos hemos referido antes, también restaura la idea de una cultura del Tercer Mundo, una cultura “subdesarrollada” a la que se supone que un día tendrá que transformarse en cultura del Primer Mundo. Como las brujas de las épocas medievales, nosotros, los artistas, respondemos aceptando estas nociones inconscientemente, y a su vez comenzamos a enfatizar elementos como la etnicidad a través del vestuario y de patrones de conducta obvios. El problema de la autodeterminación solo se aleja aún más debido a tales presiones. Y me parece que toda la historia del internacionalismo en nuestros tiempos ha reforzado precisamente este tipo de respuesta de grupos a los que de hecho les gustaría trabajar hacia la autodeterminación, pero que terminan siguiendo una imagen de sí mismos, una que te es impuesta por una forma de patronazgo con la que empiezas reaccionando a la contra pero que terminas aceptando a través de saltos mortales despiadados.
Creo que muchos movimientos comunistas en el Tercer Mundo han empezado a caer en esta trampa. El más reciente siendo la Revolución Cultural, pero incluso antes de eso, los amigos que hemos tenido, los profesores que hemos tenido, nos han enseñado que los problemas a los que se enfrentaron entonces no eran muy diferentes de los que encaramos ahora, aunque la línea táctica fuera quizá diferente en su respuesta. En la historia del cine indio, algunos de nuestros poetas y músicos y cineastas con más talento han tenido que hacer trabajo populista relacionándose con la cultura folclórica con un error inicial que no diferenciaba entre arte folclórico y arte urbano popular, los mecanismos vastamente diferentes que conforman a los dos, y las identidades que emergen de esas relaciones de producción. Esto no se examinó en absoluto. Y es una cosa curiosa notar que el tipo de impulso generado por una política bien definida de enviar a estos poetas y músicos a trabajar con “la gente” se ha convertido ahora en la política de una cultura claramente sostenida por el imperialismo. Uno solo tiene que ver cómo Occidente rechaza, la mayor parte del tiempo, cualquier cosa que pretenda ser contemporánea mientras lame todo lo que huele a etnicidad para entender la verdad de esta política. Esta situación confronta a uno todo el tiempo. No sé si un estudio es factible, pero uno debería examinar cómo las instituciones sostenidas por las agencias imperialistas, o con frecuencia simplemente el estado que sostiene a las agencias imperialistas, realmente intervienen en la cultura. Estoy seguro que esta tesis será apoyada.
Pero los problemas para el artista practicante permanecerán no solo a nivel social, sino también, y substancialmente, en la práctica interna de cualquier forma con que él/ella elija trabajar. Esto es en parte debido a las tecnologías disponibles. He mencionado las lentes cinematográficas, pero incluso los pintores tienen que trabajar dentro de pigmentos manufacturados industrialmente que se prestan a ciertos tipos de colorido y a ciertas relaciones materiales con el trabajo que proponen. En un filme, tenemos este preciso problema en las emulsiones que usamos para hacer películas. La emulsión más versátil que tenemos es la hecha por Eastmancolour Kodak, y trabaja fundamentalmente con el principio de saturación. Me gustaría elaborar muchos de los problemas culturales y políticos a los que me he referido antes mostrando cómo se manifestarían en la práctica actual de la elaboración de filmes, expandiéndome en este principio de saturación.
El principio de saturación ha sido un principio universal muy generativo, porque realmente ha sido abstraído de la práctica del arte, pero de hecho ni siquiera se aplica a la luz que uno encuentra en el norte de Europa. Incluso para capturar la luz del norte de Europa, no digamos ya el tipo de luz que encontramos en la India, uno tiene que trabajar contra el principio de saturación. Porque a diferencia del stock de Agfa, que no funciona con este sesgo, Eastmancolour afirma que la saturación es el primer principio de la composición del color, y en consecuencia, incluso los colores que no están saturados en realidad se vuelven sobresaturados en el filme. Una vez discutí este problema con los técnicos de Technicolour, Londres, y les pregunté si no había mucha diferencia en las emulsiones presentadas por las diferentes factorías Kodak. Dijeron que se imaginaban que la luz en Rochester se aproximaría quizá lo máximo posible a la luz en la India. Tal colonialismo cultural, que en este caso se remonta al Renacimiento, afecta incluso a los americanos, porque sus filmes, que están en stock de Rochester, difícilmente han superado el principio de saturación como un medio para definir la composición de color en su trabajo.
El problema es tan difícil que cada vez que uno trabaja tiene que desarrollar estrategias nuevas de afrontarlo y lo más probable es que estas intervenciones no sean aceptadas como intervenciones de calidad. El único filme americano en el mainstream que hizo el esfuerzo, no hacia la desaturación sino hacia un viraje del principio, fue Rosemary’s Baby de Polanski. Siempre que este filme se discutía en Europa, la gente seguía describiéndolo como un experimento fallido, aunque uno fantástico. En Europa está por supuesto el trabajo de Antonioni, que no trabajó con el principio de saturación, reemplazándolo con colores más nítidos y luminosos, que podrían ser internalizados en vez de ser vistos solo como sensaciones. Los europeos se han sensibilizado a estos colores debido a la electricidad, creo, y es también importante que las obras más importantes de Antonioni tuvieron lugar en un tiempo donde la cultura hippie estaba en su esplendor.
Permítanme profundizar en el principio de saturación un poco más explícitamente. Es más o menos el mismo principio que en pintura. Por ejemplo, cuando trabajo con el color, tengo dos puntos de referencia: las escalas que están realmente disponibles, y la experiencia de la luz de un lugar particular, que por supuesto no está disponible en una forma científica o codificada. He nombrado el principio de la composición de color como luminosidad para mi propio uso, pero puede que esto no sea así; puede ser solo una hipótesis que yo tengo. Ahora bien, las escalas, que por supuesto están muy elaboradas, están disponibles en gráficos. Kodak nos da un gráfico que nos muestra, digamos, el azul en todas sus variantes: la variante tonal, variantes de blanco y negro, todas ellas conducen a un determinado centro, uno azul que es descrito como el azul más puro, o, de la misma manera, el amarillo más puro o el rojo más puro. El libro acerca del color de Johannes Itten también nos proporciona estos gráficos. Uno usa los gráficos solo para pensar en estos como escalas, y son útiles para plantear el tipo de problemas correctos al camarógrafo. El camarógrafo trabaja siempre con estos gráficos, que por supuesto han evolucionado ellos mismos a través de centurias de práctica. Una vez que tenga esta base, podría decirle a mi camarógrafo K.K. Mahajan, cuando hicimos Maya Darpan, que quería desaturar, que quería eliminar los azules, y fortalecer el calor de la piel humana. Mientras viro, entonces puedo comenzar a trabajar con las gradaciones de la luz que tenemos aquí. Uno puede violar algunas de las convenciones de exposición, y luego incluso seleccionar el material que se ha convertido tradicionalmente operativo en el cine.
Naturalmente, tales intervenciones por parte del camarógrafo y el director comienzan a producir posibilidades que pocos reconocerían como innovadoras en absoluto. No hay ningún sistema de referencias evolucionado para ver si tal trabajo es innovador o no.
Los pintores tendrían, similarmente, problemas surgiendo de la perspectiva científica propuesta por las lentes y por todo el gran arte hecho en Occidente desde el Renacimiento. Estos problemas, creo que está claro, no son solo los de la tecnología; residen tanto en la cualidad de la reacción sensual al mundo como en la manera en la que uno se abstrae de esa reacción sensual. El problema de la perspectiva científica es incluso más difícil de contrarrestar. En un nivel puramente formal, no es tan difícil si sabes que no puedes, digamos, imitar la miniatura de Mughal a través de la lente, sino que puedes reorganizar el formato de trabajo que te es dado dentro de la sección áurea de tal manera como para introducir relaciones proporcionadas, de volumen, de distancia, de foco, de color, que recordarán la experiencia de ver la pintura en miniatura o un fresco. Y que puedes usar el movimiento de cámara, y la relación entre la cámara y el actor/objeto, de tal manera como para destruir todo lo que conlleva la idea de la perspectiva científica (y es mucho lo que conlleva). Incluso los filósofos más conservadores de la historia de Occidente incluyen la contribución de los pintores renacentistas no solo en el área de la geometría, que es un área relativamente técnica, sino también en la formación misma de maneras de mirar el mundo. Todas estas preguntas a las que nos enfrentamos realmente se aproximan a maneras de mirar el mundo, e inevitablemente se interrelacionan con todas las otras áreas con las que tratamos en la práctica cultural, como la narrativa o la interpretación, y todo lo que la narrativa o la interpretación nos tienen que “decir”, todos los sistemas de significado que llevan aparejados.
La gente considera normalmente poco verosímil cuando uno señala que el uso del color en una cierta manera, o de la profundidad de campo en una cierta manera, también afectan a las formas de actuar en un filme. Esta se convierte en el área más inaceptable de la filmación, posiblemente porque los acercamientos al discurso y a la actuación son considerados por muchos elementales, y han sufrido debido a esta cualidad elemental. La perspectiva científica, luego será evidente, trae con ella una cierta moralidad asimismo; ya que si piensas que el mundo es conocible de una manera fijada, aunque quizá hayas reemplazado un anterior modo de identificación religiosa, realmente estás replicando otro tipo de fijismo religioso. Vemos, alrededor nuestro, formas de ciencia que están todavía profundamente codificadas en la religión, en la idea de un Dios como una ley objetiva. Me parece que incluso en este mundo poscubista y post-Cézanne, cuando las perspectivas centrales y fijadas han sido reemplazadas por perspectivas cambiando en el tiempo, todavía sufrimos de la proposición de una ley, una que predetermina la realidad, simplemente sugiriendo que la realidad es conocible en una manera fija, determinada. Cuando uno discute el trabajo de Heisenberg con científicos, o las dos maneras diferentes en las que hemos aceptado cómo la luz viaja, la onda y la cuántica, uno inevitablemente les encuentra insistiendo que estas no incluyen el tipo de relaciones sujeto-objeto que los artistas, en Occidente al menos, han estado intentando proponer. La ciencia afirma un sistema de causalidad que conocemos a través de la práctica del arte como insuficiente para entender la intención artística.
En el cine, curiosamente, muchos de los grandes cineastas que han tenido éxito a la hora de superar semejante determinismo científico han poseído una predisposición metafísica. Estos cineastas han sido tan exitosos que incluso han atraído hacia su forma a gente que de otro modo pertenecerían a una ideología antimetafísica. Me refiero por supuesto a Robert Bresson. En la mente de Bresson la moralidad que la perspectiva científica ha propuesto es un hecho, y Bresson triunfa al retener esa moralidad tanto en la manera en la que hace a sus actores interpretar y en la elección de las lentes de 50 mm (una que ha estado incorrectamente etiquetada como la lente Normal a causa de la creencia de que es la que más se aproxima al ojo; de hecho es una descendiente tecnológica directa de la convención usada en la pintura renacentista). Pero es en el movimiento fluido de una acción que inevitablemente se mueve más allá de lo estático hacia otra área, no solo de interpretación sino de significado en sí mismo ─ya que este significado incide en lo dado, la pregunta moral estática, para proponer las crisis y los traumas de nuestra época─, el que le lleva más allá de los fijismos de la ley objetiva que la tecnología trae consigo. El otro ejemplo obvio es el de Roberto Rossellini. Los dos han tenido discípulos y estudiantes de incluso grupos políticos radicales que se opondrían a cualquier cosa que sugiriera remotamente ideologías metafísicas o cualquier otro sesgo de derechas.
Si uno comienza entonces por aceptar que cuando hay un cambio en el sistema formal, también hay inevitablemente un cambio en el sistema ético ─introduzco ahora lo ético, porque creo que a pesar de la preferencia de la mayoría de sociedades basadas en el cristianismo a reiterar la moral, de lo que están hablando y de lo que estamos hablando es de hecho lo ético─, luego se deduce que el cambio operará desde la narrativa; desde la pregunta de cómo comienzas a estructurar una secuencia de acontecimientos. Ahora en el cine e, imagino, también en el teatro, tal secuencia de acontecimientos, o lo que es convencionalmente llamado el “plot”, es gobernado de manera bastante desvergonzada por la causalidad mecánica. Me refiero a aquellas convenciones de la física que han sido arrojadas al principio de este siglo, de la acción determinando su propia reacción, etcétera, y por supuesto incluyo en esto a varias convenciones que han permanecido desde una era premecánica, como por ejemplo la falacia patética, que es usada repetidamente en el cine, normalmente en imitación cruda de las convenciones literarias. En Occidente, ha habido varios levantamientos artísticos importantes para fragmentar el lenguaje hasta un punto donde sería liberado de tales convenciones, como la Nouveau Roman en Francia, que intentó eliminar las metáforas de lenguaje que todavía contenían restos de la falacia patética, u otros esfuerzos modernistas para rearticular una forma ética. A pesar de estos esfuerzos, el arte todavía tiene que moverse más allá de estructuras impuestas por la causalidad mecánica, y no pienso que vaya a triunfar mientras las leyes de la física tengan el privilegio hasta el punto que lo poseen en nuestras sociedades. En las ciencias biológicas, parece, están empezando a surgir preguntas que ya han sido confrontadas por los artistas: preguntas de individuación, por ejemplo. ¿Cómo las células que son superficialmente similares unas a otras, e incluso funcionan de manera idéntica, crecen en un hígado o un bazo o un ojo o un dedo del pie?
Con todo, a pesar de los problemas evidentes, el último par de décadas ha visto esfuerzos otra vez para estudiar la narrativa meramente a través de aplicaciones de sistemas binarios, una suerte de estructura computerizada de los elementos constituyentes de la narrativa, P-1, P-2, P-3 o lo que sea, cuya cualidad principal parece ser la de separar la narrativa de los problemas éticos a los que está atada. Tal estructuralismo me parece a mí está completamente en la pista equivocada, irrelevante tanto para la construcción de la narrativa como para responder a la narrativa. Creo que algunos de los estudios han mostrado por sí solos sus limitaciones, estudios que hablan sobre la degeneración de los mitos, i.e. mitos que se mueven desde oposiciones claras y articulaciones altamente estéticas, poseyendo formas que son fácilmente legibles y fácilmente ritualizadas, a formas que son aparentemente degeneradas pero que encuentran respuestas éticas dentro de sociedades particulares en etapas particulares de su historia. Pero si veo estas respuestas, no llamaría a los mitos degenerados en absoluto, sino formas que han emergido a través de la práctica y que retienen su foco tradicional de referencia, y completamente valiosas para articular una estructura narrativa.
Creo que en áreas como estas mucho trabajo podría hacerse por aquellos que se encuentran fuera de las disciplinas dominantes normalmente aplicadas. Tal trabajo llevaría a investigaciones en la misma práctica del arte, para empezar, como también en la teoría de la práctica artística que tendría entonces que reformular la naturaleza de la naturaleza humana ─ya que automáticamente los artistas tendrían que tratar con problemas como la caracterización y la naturaleza de lo que ese personaje significa, de la palabra, la naturaleza de la naturaleza en sí misma─ y el privilegio del personaje o el “plot”, dependiendo de la urgencia de la necesidad para formular una interacción con el mundo entero, en vez de una limitada a un área geográfica particular. Todo esto llevará necesariamente a una resecuenciación i.e. a un entendimiento del elemento del tiempo diferente de lo que hemos estado haciendo generalmente.
Cuando hablamos de tiempo, y especialmente de secuencia, necesariamente llegamos a la instancia de la música. Normalmente, cuando uno habla con europeos acerca de música, sugieren una historia unificada ─suelen creer que antes de que la música moderna se construyese, había polifonía; antes de la polifonía estaban los cantos; se retrotraerían a la melodía absoluta. Ahora nosotros en la India trabajamos por completo con sistemas melódicos, tanto en el norte como en el sur. Pero tendemos a hacer demasiado de meramente los elementos formales de esta práctica; por ejemplo, sabemos que no tenemos la estructura de una escala temperada con, por ejemplo, nociones de shruti reducibles a 22, 24 o 25 divisiones. Ahora [Pandit Sharadchandra] ha propuesto con bastante acierto que poseemos una escala continua, lo cual significa un número infinito de shrutis. Muy pocos músicos practicantes aceptarán este hecho, aunque lo revelen en su práctica. Creo que aquellos que han intentado proponer una metodología de la música india también han sufrido una ansiedad al proponer algo que iguale la sofisticación metodológica de la teoría musical occidental. Pero el hecho de que en el momento no tengamos acceso, digamos, a un sistema matemático para entender la música india no significa que tal sistema no exista; simplemente no tenemos acceso a él ahora mismo. Creo que hay bastante más acerca de la cuestión de la improvisación y la individuación que esta permite ─una cualidad de la música india que ha atraído a muchos músicos occidentales hacia ella─ de lo que cualquier teoría musical sugeriría. Hay más que eso porque cualquier experiencia al tocar o escuchar música india propone más que una simple manera de mirar a las cosas; cualquiera que haya tenido el placer de ir a una presentación de una bandish o raga verá que de hecho ensancha las maneras de aproximarse a la realidad en sí misma. Nos devuelve a la cuestión ética, así como a la cuestión anteriormente alzada de la perspectiva científica. Por el momento no tenemos maneras de articular esto, ya que buscamos congelar la tradición en varias formalizaciones, como hizo Bhatkhande, o llegamos a varias mistificaciones de puro sinsentido acerca de la práctica. El problema es en verdad que la práctica es en sí misma tan aparentemente contenida en su completitud que incluso da la impresión que no hay necesidad de renovar la tradición, y claramente la hay. Nuestros sistemas sugieren evidentes vínculos con la música uzbeka, con la música árabe, que nuestra historia también corrobora. Y es ridículo para nosotros limitar geográficamente nuestra tradición de la práctica musical, como también lo es imponer sistemas técnico-formales que no se relacionen con las cuestiones alzadas por la práctica en sí misma. Cuestiones que conducen a las relaciones de uno con la naturaleza, con la historia y con la ética.
En nuestra música este tipo de investigación es particularmente vital, porque nuestra música ha sobrevivido la arremetida de muchas estrategias imperialistas diferentes; incluso aquellas que, aparentemente apoyando la música, no permiten la asimilación de otros tipos de música con los que de otro modo encontraríamos conexiones valiosas, ya provengan de Corea o Japón o del jazz afroamericano. Dicha asimilación es vital. Debemos asimilar todos aquellos sistemas con los que nos topemos o admitir la derrota. Y el mayor problema que debemos encarar es uno que se repite una y otra vez, de cómo podemos satisfacer nuestra necesidad de una identidad homogénea. Mientras muchas de nuestras literaturas y nuestras formas musicales y nuestras pinturas han emergido de la abstracción de una particular realidad sensual, y mientras que la realidad ha cambiado y ha conducido a nuevas formas de abstracción, este problema, esta necesidad, se repite: la necesidad de una identidad, una necesidad que está en cada uno de nosotros. Esta necesidad, una y otra vez, nos lleva de vuelta a formas tribales, a regresiones que amenazan la supervivencia de la identidad misma. Porque no nos dotan para encarar los desafíos que el mundo a nuestro alrededor nos plantea hoy en día.
DEBATE
Gulammohammed Sheikh (GMS): Unas cuantas ideas al azar que me vienen a la mente, en respuesta a lo que Kumar ha dicho. Una cosa que me llama la atención inmediatamente es la proporción que estableces entre el arte del Renacimiento y el cine. Ya que esto concierne a la pintura, tiene por supuesto interés directo para mí; las superposiciones entre el cine y la pintura en el uso del color, por ejemplo. El asunto recurrente es que, dentro de la filosofía del Renacimiento, el mundo es retinal, ha sido apropiado por la retina. Y la lente de la cámara sostiene la retina; es de hecho la preocupación central detrás de la invención de la lente. Necesariamente, por lo tanto, cualquier artista usando el medio del cine tiene que oponer esta apropiación, por lo tanto yendo contra las propiedades del propio medio. Había este plano en Offret de Tarkovsky en el que Alexander se aproxima al espejo y solo ves una sombra, para darte cuenta, eventualmente, que se ha acercado a un espejo que está siendo filmado por la lente. Y al final llega una especie de marca que es como tocar la lente, una marca que desaparece gradualmente. Ves un esfuerzo aquí para ir casi más allá de la lente, por así decirlo.
Lo que siento fuertemente acerca de la superposición entre la pintura y el cine es que mucho arte, en estas dos formas, ha adoptado posturas opuestas al naturalismo, o lo que podrías llamar perspectiva científica; ha revelado alternativas, cuestionado el sistema. Pero también se me ocurre que, a pesar de todo esto, tanto el cine como la pintura están finalmente circunscritos por esta limitación porque todavía define al medio; en el cine es la base de la tecnología. Utilizamos la retina para lidiar con la realidad, y luego meramente la reducción o elevación de ciertas tonalidades de color…
Kumar Shahani (KS): …no servirá de mucho. Muy cierto, razón por la cual uno tiene que enfatizar que las decisiones como las tonalidades de color implican decisiones en otras áreas, de composición en general. De hecho, muchos de nosotros en el cine estamos trabajando contra el privilegio del encuadre, en el conocimiento de que el encuadre solo refuerza las transformaciones retinales y nada más. Ahora tenemos que trabajar con la secuencia de estimulaciones retinales de tal manera como para anularlas y crear un diferente tipo de internalización que ya no sea dependiente de la retina. Y de ahí, todas estas proposiciones de narrativa y de secuenciación, y el uso de formas musicales y de maneras en las que haces que una persona actúe en frente de la cámara.
GMS: Entonces, tengo dos preguntas. Si tomas la retina, dos ojos que trabajan juntos y sugieren una convergencia estereoscópica, también podrías tener un mecanismo que traza el trabajo libremente, y así, en consecuencia, un tipo de trabajo que permite la libertad a aquellos que ven. Primero, ¿ha habido algún tipo de trabajo hecho que lidie con las funciones técnicas y mecánicas de la retina? Y segundo, ¿podría haber un sistema que realmente funcione fuera del sistema retinal, encontrando nuevos mecanismos para su funcionamiento? Por ejemplo, si la visión del mundo del Renacimiento alcanzó su pináculo en la invención de la cámara fotográfica y la lente, si podríamos haber inventado un dispositivo similar a una cámara para registrar la realidad con pináculos similares en la historia de nuestro arte. Cuando planteo la segunda pregunta, también estoy insinuando que el arte indio funcionó fuera del ámbito del sistema retinal y proveyó medios alternativos para la aprehensión del mundo.
KS: Con respecto a la primera pregunta, ciertamente ha habido intentos de actuar contra la convergencia, la convergencia con la que la perspectiva científica opera. Evidentemente todos los artistas, incluyendo artistas occidentales, han trabajado contra la convergencia ─el montaje fue un primer gran esfuerzo en esta dirección, en el trabajo de Eisenstein en particular. Vemos esto en sistemas que han sido opuestos por teóricos tardíos, que usarían la acción fluida y la cámara fluida para realmente usar la fluidez para negar la convergencia.
Acerca de la segunda pregunta, me parece que la historia de nuestro arte y por lo tanto la historia de nuestra cultura tendrían que ser algo diferentes para producir incluso la idea de una lente. Tendría que tener una idea del modo de representación que no se aplique solo a la pintura sino a todos las ideas que convergieron en la pintura tan extraordinariamente en ese momento en Italia. Por supuesto, si nuestra historia hubiera tomado un rumbo diferente, desde la era budista en la que uno encuentra una práctica artística que se regocija en lo natural mismo ─si esto hubiera sido tomado por la historia que le siguió, no solo en artefactos obvios o maneras obvias de tratar con la escultura y la pintura, etcétera, sino en sistemas éticos reales, si la necesidad para tal objetividad hubiese sido articulada, quizá nosotros también hubiéramos desarrollado algo tan representativo como una lente. Todo esto por supuesto es enteramente hipotético, pues dada nuestra historia tal como es, no pienso que pudiéramos haber inventado nada como una lente.
Arun Khopar (AKh): Quizá esto es demostrado en los observatorios indios, que están localizados por un sistema completamente diferente que el de los observatorios occidentales vis a vis el universo en un punto en particular. Incluso la arquitectura ─los rayos de sol golpeando en un punto en particular─ construye el templo completo en vez de lo que haría un punto de observación, per se. La localización del observatorio indio es en sí misma crucial, no solo por la visibilidad sino por explicar el rango cósmico, como ves en Jantar Mantar.
Anuradha Kapur (AK): En el teatro el uso de la cortina parecería ser un intento real de enfocar pero de hecho este dispositivo conduce a todo lo contrario. A veces una mano emerge y/o la parte superior de la cabeza, pero mucho de lo que ocurre detrás de la cortina no es visible. Siempre está haciendo un desalineamiento entre lo que puedes ver y lo que se espera que veas como un espectador, y lo que por intervención de un dispositivo teatral puede que no veas. En otras palabras, colocas la representación, los objetos de esa representación y el conocimiento de esa representación de tal manera que siempre pone en duda tu habilidad para converger, o incluso la asunción de que puedes ver.
KS: Es bastante cierto, también encuentro esto en la mise en scène de la mayoría de nuestras formas tradicionales, que no permiten una convergencia sino que, por el otro lado, trabajando desde un centro, o a veces tres o cuatro centros, van hacia el exterior. Casi cualquier forma tradicional que tenemos usa estos dispositivos, y esto hace difícil para nosotros representar, por ejemplo, una obra teatral occidental “bien hecha” donde la proposición en sí misma es geométrica.
AK: Incluso vemos esto en el uso de la mirada en el teatro indio clásico, así que cuando un personaje dice, “Aquí viene Bhima” y mira hacia un lado, la entrada real podría ser desde otra parte. Así que no hay convergencia.
Madan Gopal Singh (MGS): No estoy de acuerdo con eso. Eso es meramente una convergencia desplazada, ahora estás posicionando a la convergencia como una ausencia. La problemática ciertamente permanece incluso aunque esté posicionada en otra parte. Creo que el problema es (me vuelvo a referir a Kumar), has mencionado el uso de Bazin del término objectif para la lente. Este término es semióticamente interesante porque, aunque sugiere una relación con el objeto, también sugiere un objetivo. Es como una cierta consciencia hacia la objetividad, como arrebatarle la lente a la naturaleza, que es de hecho como la lente es vista y usada. Hay un problema en ver naturalmente ─no puedes ver a través de una lente ligeramente. Y luego el problema de naturalizar un modo entero de convergencia, o de trazar el punto en el que la saturación del color tomó el giro ideológico que describías─ nada de esto es satisfecho por la idea de la convergencia desplazada─, porque la convergencia permanece, en todos los puntos, un referente activo.
KS: Eso es cierto, pero lo que Anuradha estaba sugiriendo es la posibilidad a través de tales formas de llegar también a una divergencia ─de la relación de la cortina con las partes del cuerpo, entre el personaje, la mirada y la audiencia. Incluso está persona que es tan central, que está, digamos, en este punto. y sobre la cual hemos convergido en este momento en el tiempo, puede estar configurada de tal modo como para alejarnos de esta convergencia. Ya que su convergencia también está individuada a través de la parafernalia alrededor suyo, algo que es un gran problema del teatro occidental ─ porque la individuación del personaje es tan completa que de hecho incluso reemplaza el acto de ver. Si solo estás habituado al sistema naturalista occidental, solo verás si Bhima está llegando, oirás a Draupadi diciendo que Bhima está a la vuelta de la esquina, verás a Bhima entrar con su brinco característico. Pero también deberías ver a Draupadi con todos esos gestos suaves…
AK: Haciéndose así invisible con esos gestos…
KS: Sí, pero finalmente la ves, ves a Bhima, te ves a ti mismo, cada uno actuando desde un centro. Esto es ya una enorme diferencia, incluso en determinar el objetivo. Si vemos tal sistema subvirtiendo las temáticas de objetividad y convergencia, lo que estamos viendo es también un sistema que subvierte las instituciones religiosas que proponen un conjunto singular de leyes para gobernar nuestras respuestas y comportamiento. Subvierte todo eso. Lo que ocurre es que, aunque percibas que cada yo diferente está posiblemente conectado, tienes que formar el vínculo. Y lo que quizá todavía tengamos que hacer es hallar cómo tiene lugar este vínculo, un vínculo no-convergente.
Geeta Kapur (GK): Creo que Madan estaba intentando señalar algo ligeramente diferente. Estaba sugiriendo que en vez de colocar la teoría de la perspectiva científica renacentista de manera tan de lleno en la pasión por el objetivo, y desde allí en la pasión de la religión, como has hecho, Kumar, otro sistema podría ser posible. Por ejemplo, manteniendo el referente activo dentro del esquema ─en una secuencia dada o en la totalidad de la narrativa─, un referente activo retransmitido a otro, podría conducir a una cima metafísica, el objetivo de la narración, que así sería diferente de las convergencias objetivas en el espacio sugeridas por la perspectiva renacentista. Creo que él estaba sugiriendo que las convergencias narrativas podrían por lo tanto ser de diferentes tipos y que no era necesario, quizá ni incluso posible, tomar una posición contra la noción misma de convergencia.
MGS: Lo que estaba sugiriendo puede quizá ser mejor iluminado por Arun, si explicara su analogía del observatorio.
AKh: Hay diferentes tipos de telescopios, por supuesto: por ejemplo, el radiotelescopio o el telescopio óptico, cada uno de los cuales tiene sus propios requisitos. El radiotelescopio tendría que ser instalado en un espacio donde haya las menores perturbaciones posibles a la onda de radio, así como para un telescopio óptico podrías necesitar una montaña y visibilidad clara, etcétera.
Para el observatorio indio, sin embargo, ciertos acontecimientos son importantes ─que se repiten en el tiempo. Obviamente, qué acontecimientos son importantes y cuáles no es algo que ya introduce lo que Kumar menciona como la base ética para entender el cosmos. Ahora bien, incluso en la recurrencia, el científico occidental está más interesado en recurrencias periódicas en el pasado, por ejemplo, de cometas que son vistos solo una vez cada muchos años. Pero para el observador indio o chino, es la no-ocurrencia, la rotura en la periodicidad, lo que es mucho más significativo, y esto es un medio para predecir lo que vas a ver. Para el indio o chino, entonces, un acontecimiento que pueda ser observado por primera vez es menos probable que sea una sorpresa que para el observador occidental. Y lo interesante es que las predicciones chinas e indias y los cálculos astronómicos han sido a menudo mucho más exactos, a pesar de que Occidente tenga equipos más sofisticados para la observación.
Sudipta Kaviraj (SK): Básicamente tengo un problema, Kumar, que se me repitió en varias de las observaciones que has hecho. Hay algo con lo que no estaba de acuerdo, pero estaba intentando abrirme paso alrededor suyo hacia algo más que concernía a tu presentación. Para ser breve, sentí que tu presentación tenía que ser recibida con un cierto grado de ironía. Señalas una cierta manera de ver el mundo que está determinada no solo en términos de ciencia, también específicamente en términos de instrumentación, que trazas hasta el Renacimiento. Al mismo tiempo, sin embargo, también reclamabas el derecho del arte a desempeñar un papel secundario en la ciencia, en la manera en que el arte juega sobre variaciones de lo real.
¿Pero dirías, como continuación, que la visión con la que estás jugando también debe ser vista en términos irónicos, en el sentido en que tú la requerirías como una historia, una suerte de telón de fondo, para retener la vitalidad y originalidad de lo que creas? Y si esto es así, si estoy en lo correcto al sugerir que esto es así, ¿qué hay entonces de las formas que has estado discutiendo, el teatro y demás, que no funcionan en los mismos términos de ironía? ¿Tendrías acceso a ellas de una manera no-irónica?
KS: Bien, creo que lo irónico ─como has elegido nombrarlo─ ciertamente tiene que jugar un rol, porque hay una historia específica de los instrumentos que usamos, y esto no puede ser evitado. Pero la pregunta más interesante es la otra, de cómo nos relacionamos entonces con las formas que nos son presentadas aparentemente sin el peso de la tradición ajena.
SK: ¿Sería posible para nosotros percibir estas formas de una manera no-irónica?
KS: Creo que lo es, y el intento ciertamente sería conseguirlo. Pero luego, para empezar, uno tendría que aceptar la realidad de lo que nombras irónico, y el mayor problema está justo ahí ─en la presión que todos los artistas encaran para creer que las formas indígenas, por virtud de su mera etnicidad, son, o deberían ser, automáticamente accesibles para nosotros. Y que, de hecho, la medida de la identidad de un artista es el grado por el que ella o él es capaz de apropiarse de un estilo de indigenismo cultural. Esta es por supuesto una posición apoyada por el imperialismo, y es mera basura en términos intelectuales.
Lo primero que uno debe hacer es reconocer la realidad de sus propias limitaciones, ya sean las lentes o el material que estoy usando, y decir que esto es lo que ha pasado para construir mi trabajo.
MGS: Este argumento acerca de lo irónico lo encuentro fascinante. Porque lo irónico es algo que no existe por sí solo. Existe como una idea de algo. Y en este sentido me parece que si queremos hacer avanzar lo que Sudipta nombraría como una relación no-irónica con la tradición, entonces tendríamos que desarrollar algo conceptualmente tan poderoso como el realismo lo ha sido en Occidente. Y por esto no me refiero a un vástago del realismo. Todavía no estoy seguro acerca del realismo en sí mismo como un modo de práctica y lo que podría significar para otros hoy, pero si tuviéramos que plantear una alternativa no-irónica, tendría que ser algo tan conceptualmente rellenado como las tradiciones occidentales de representación. Esto es de hecho un problema central de nuestro cine, ¿cómo uno atraviesa la historia cuando la propia existencia de la misma, en un nivel u otro, permanece una ironía? La tensión es de hecho entre un estado no-irónico del ser y una historia irónica.
GK: Una de las razones por que las que me siento ligeramente infeliz acerca del uso del término “peso” de la tradición occidental, de la historia e ideología occidentales, es porque en este punto histórico ─y podríamos remontar varias décadas─, el problema es verse a uno mismo o su condición en una suerte de juego irónico con “Occidente”, en primera instancia, y luego explorar tradiciones alternativas con el grado de autonomía que uno realmente atribuye conceptualmente a la tradición occidental, en vez de ver a una desplazar a la otra.
KS: Sí, una no puede desplazar a la otra, y de hecho tenemos que aceptar Occidente ─el comienzo está en aceptar la tradición occidental─, que es en sí mismo una especie de mitología de la cual sabemos algo llegados a este punto. Incluso este argumento acerca de la saturación del color que desarrollé antes ─alguna forma de eso debe haberse desarrollado con los tintes de color que provenga de culturas diferentes. El rojo, por ejemplo, vino de la India, el índigo vino de la India, y la gente tuvo que trabajar con estas tonalidades, obviamente. Aparte de esto, sabemos ─aunque no haya habido trabajo suficiente acerca de esto por ahora─ que incluso las formas propuestas por los artistas del Renacimiento fueron asimiladas por otras culturas. Investigaciones recientes han mostrado que los cantos gregorianos, que preceden a todo lo demás en la música occidental, han sido influenciados por la llamada islámica, que está relacionada a su vez con otras formas de música oriental. Así que incluso las formas en Occidente se han desarrollado a través de vínculos con otras culturas; y cuanto más descubramos estos vínculos, más fácil será para nosotros trabajar.
GK: E incluso así no será un acto de destilación. No estamos interesados en destilar todo lo que ha ido a parar a la tradición occidental y en reclamar lo que es nuestro.
KS: Creo que hasta cierto punto tendríamos que hacer la destilación, porque sin ella podríamos ir de nuevo hacia otras formas de imitación.
Susie Tharu (ST): Fragmentar las tradiciones que heredamos…
GK: Fragmento, sí, estaría más inclinado a aceptar eso, pero no la destilación ─porque eso discute una esencia que estaba de algún modo intacta dentro de nuestras tradiciones; que tenemos que retornar a esa esencia. Esto es algo que estoy seguro Kumar no aceptaría.
Vivan Sundaram (VS): Me gustaría decir algo del enfoque metafísico alternativo en Piero della Francesca y el modo en que este enfoque fue admitido en la ideología dominante de la perspectiva científica. Uno se debe preguntar cómo esta actitud científica altamente desarrollada permitió una percepción paralela del tipo que ves en Piero. Esto es indicado en el lenguaje de la pintura misma ─por ejemplo, una cualidad desaliñada, inacabada en partes, informal, espontánea, oponiéndose de todas las maneras a las percepciones organizadas que formaban la ideología dominante. Solía preguntarme, ¿son estas meramente áreas inacabadas en la pintura? Pero la investigación actual, y también el modo en el que uno es capaz de ver estos trabajos, les da otros tipos de significado. Uno ve otros elementos que llegaron casi a pesar de los clásicos principios organizativos que Piero se suponía que debía seguir. De la misma manera, cuando uno mira a Vermeer hoy, estaríamos adoptando una posición extremadamente conservadora si dijésemos que estaba trabajando solo hacia principios de convergencia y nada más. Tendrías que ver hoy cómo los nuevos modos de ver que la perspectiva científica echó al aire también hicieron surgir nuevos modos de integrar lo metafísico, y no necesariamente en directa oposición a ello ─no solo para dar la vuelta al principio dominante, sino para ensancharlo. Creo que podemos tener una ligera tendencia a igualar todo lo “occidental” con una tendencia dominante en Occidente y no prestar atención suficiente a oposiciones que emergieron que ahora están integradas en él, que también son parte de la tradición occidental. De hecho, ves esto en algunos de los más grandes practicantes de arte occidental.
Finalmente, en la manera en la que percibimos obras de arte del pasado, deberíamos ser capaces de mirarlas de maneras aparte a los términos en los que fueron hechas. Tendemos realmente a aprisionar esas obras dentro de sus propias ideologías. Por ejemplo, existe este brillante ensayo sobre Vermeer, The Artist’s Studio, que da muchos ejemplos para mostrar cómo Vermeer usa múltiples modos de ver, alternativas simultáneas y paralelas al principio de convergencia que está por supuesto allí. No debemos simplificar demasiado…
KS: Es cierto. De hecho, si estas obras de arte no tuvieran una gran complejidad, difícilmente hubieran sido seguidas por las grandes tradiciones que emergieron.
GMS: Mientras tanto quiero retornar a algo que he estado intentando formular, algo que llamaré la Otra Percepción. Si uno mira a las artes visuales indias, y la cuestión de la cámara que apunté antes, argumentaría que este no es por entero un problema hipotético. Fue interesante que, como Arun apuntó con la astronomía, hubo actualmente una dirección, una percepción diferente, que se intentó convertir en un sistema científico, un sistema avanzado.
Lo que estoy proponiendo es examinar un modo de pintura que podría usar el movimiento del ojo y aun así funcionar fuera de la esfera de la “óptica” ─i.e. fuera de las convenciones del encuadre-como-ventana. Los pintores de Mughal, sabemos, han estado expuestos a la pintura del Renacimiento e incluso hay instancias suyas imitando esta forma de pintura porque se lo habían mandado. Pero vemos que no respondían a ciertos aspectos de la perspectiva naturalista ─no respondían al escorzo, ni a la sombra. Y lo que creo que querían hacer era mantenerse libres del aspecto instrumental, mecánico, de la óptica, mantenerse libres para manipular cada esquina del encuadre libremente.
Y quiero saber la diferencia entre este sistema y, digamos, las instancias que Vivan dio antes de la pintura occidental, porque siento que aunque los pintores occidentales trabajaron hacia una multiplicidad de maneras de ver estaban aun así restringidos por los aspectos mecánicos del sistema óptico.
KS: Ciertamente, con respecto a los Mughals, había una manipulación real ─creo que es un uso muy feliz del término─, y ya sea un pintor occidental u oriental, tiene la opción de la manipulación, que el cineasta no tiene. Porque el cineasta tiene que trabajar con los ojos, tiene que usar la lente para organizar las transformaciones del material; y no hay manera de salir de eso, a no ser por supuesto que uno use técnicas de animación, como Arun podría sugerir, que no usan un idioma fotográfico en absoluto. Pero hay otros medios para elaborar sistemas en los que el cineasta no esté manipulando, donde aunque las manos no entren tanto en juego, haya una transferencia de ritmos corporales, no solo del actor sino también del camarógrafo. Si el cineasta puede hacer entrar en contacto estos dos ritmos corporales, el resultado puede ser explosivo. Puede superar por completo la perspectiva naturalista aunque esta exista en la lente. Porque se trata de introducir un nuevo tipo de tensión por completo. Creo que tales cuestiones están muy presentes en la consciencia de la gente en partes diferentes del mundo intentando echar abajo esta autoridad de la tecnología, entre gente que definitivamente está buscando alternativas.
“Dance in the Cinema” (David Vaughan), en Sequence (invierno de 1948/9, nº 6, págs. 6-13).
I
Al respecto de la estética del cine, muchos escritores han tenido la tentación de establecer una analogía entre el ballet y el cine. Aquí está Roger Manvell en su libro de Pelican, Film: “El ballet con una historia insinúa su narrativa a través de la mímica y el gesto, ante los que la música actúa precisamente con la misma capacidad subsidiaria que la banda sonora del filme”. Esta analogía es lo suficientemente válida dentro de lo que cabe ─llevada más lejos, los resúmenes paralelos más ingeniosos de las dos artes, que enlazan casi demasiado claramente, pueden ser hallados en el artículo de Anthony Asquith “Ballet and the Film” en Footnotes to the Ballet (1936). Pero no deberíamos aceptar las observaciones de Roger Manvell sin una examinación bastante más cuidada de las similitudes y disimilitudes entre los dos medios.
De hecho, el filme es un medio solo superficialmente simpático al ballet. Una sugestión más sostenible, provisional, que la de Manvell, la hace George Balanchine en sus “Notes on Choreography” publicadas en Dance Index (febrero-marzo de 1945): “El baile está en movimiento continuo y cualquier posición singular del ballet se encuentra ante el ojo de la audiencia solo por un momento fugaz. Quizá el ojo no vea el movimiento, sino solo estas posiciones estacionarias, como fotogramas únicos en un filme, pero la memoria combina cada imagen nueva con la imagen precedente, y el ballet es creado por la relación de cada una de las posiciones, o movimientos, con las que le preceden o siguen”.
En pocas palabras, la característica saliente del ballet es que la gente baila, y la característica saliente del cine es que la película completa se mueve. Es obvio que cualquier intento de combinar las dos artes implica el problema de unir dos tipos de movimientos rítmicos diferentes. Un compromiso será necesario, y podrá suceder que el coreógrafo o el director, o ambos, tengan que renunciar a algunas de sus ideas más preciadas. La única solución satisfactoria es una colaboración cercana y completa entre los dos hombres, cada uno preparado para hacer concesiones al otro. El coreógrafo debe recordar que no solo la cámara se puede mover alrededor y con los bailarines, sino que incluso otra otra dimensión cinética entra en juego con el montaje final del filme en secuencias que sostienen una relación rítmica con la otra: el director debe recordar que la estructura coreográfica está relacionada con una estructura musical, y que sus cortes no deben violar esta relación. No hay razón para que un ballet basado en un tema apropiado no sea hecho en este sentido, con una coreografía adaptada especialmente para el cine; algunos efectos útiles e interesantes podrían ser conseguidos también por trucajes fotográficos y el montaje, usados con moderación.
En su artículo, Asquith describe de manera interesante la filmación de las secuencias de ballet en su filme Dance, Pretty Lady, con coreografía a cargo de Frederick Ashton, que parecerían haber cumplido todos estos requisitos. Pero uno podría pensar que había olvidado su anterior filme cuando hizo Fanny by Gaslight, en el que la corta secuencia de ballet estaba tratada de un modo muy pedestre, aparte de ser totalmente anacrónica en estilo. Tampoco el reciente remake de la historia de Compton Mackenzie, Carnival, mostraba alguna de la originalidad que caracterizó la versión de Asquith. Por otro lado, Champagne Charlie (1944), de Cavalcanti, contenía los tratamientos más exitosos del ballet teatral que he visto en cualquier filme. Coreografiados por Charlotte Bidmead, estos pastiches encantadores del ballet de music-hall victoriano estaban fotografiados bellamente, con un sentimiento sensible para la atmósfera de los teatros de la época con luz de gas.
La actitud de Hollywood hacia el ballet, en sus peores momentos, es tipificada en Spectre of the Rose (1946), de Ben Hecht. No solo cometía las faltas comunes hechas al filmar ballet, y unas pocas más de su propia cosecha, sino que su tratamiento de la vida entre bastidores era fantástica y cruda. Su punto álgido se alcanzó en una escena donde Judith Anderson, en el rol de una bailarina inglesa retirada llamada La Sylph, era mostrada tomando una clase. Algunos de los bailarines estaban en la barre, otros practicando pirouettes en una esquina: ocasionalmente, la Srta. Anderson alzaba la mirada desde su labor de punto hacia arriba, aplaudía con irritabilidad y daba un paso ─”Petits battements, delante y detrás”, dijo una vez ─que no interpretaron.
Por el otro lado, La mort du cygne (1937), de Jean Benoît-Lévy y Marie Epstein, triunfó en la caracterización precisa de algunos aspectos de la vida del bailarín. Podremos excusar la coreografía sin gusto de Serge Lifar como típica del estilo tradicional de la Ópera de París. Como un retrato de la vida de una joven estudiante de ballet, el reciente filme británico The Little Ballerina fue mucho menos satisfactorio, y los dos ballets incluidos estaban carentes de todo interés, coreográfico o cinético. Steps of the Ballet (Muir Mathieson, 1948) no intenta más que ser un sencillo filme instructivo, pero es demasiado corto para abarcar su sujeto con el suficiente detalle. La corta secuencia en la que Elaine Fitfield y Michael Boulton demuestran los pasos básicos es, sin embargo, excelente. El ballet de Andrée Howard, el clímax de la película, está bastante bien fotografiado pero la coreografía es demasiado inquieta y detallada de más: los mejores bailes de la película están desperdiciados detrás de los títulos de crédito.
Este fue un caso en el que el uso de un ballet bien conocido hubiese estado justificado ─el filme podría haber mostrado un paso, como un grand jeté, en su uso en el aula y luego tal y como se usa en, por ejemplo, Les Sylphides, siéndole dada significación expresiva a través de la variedad de acento, combinación con otros pasos, y así sucesivamente.
Aparte de propósito instructivos, o para registrar un ballet (en la ausencia de un método satisfactorio de estenocoreografía), parecería ser un principio obvio que no puedes hacer un filme exitoso de un ballet existente que haya sido creado para el teatro: pero este principio es ignorado invariablemente. Esto lo confirma el fracaso de tales filmes como los dos hechos por Jean Negulesco en 1941 de los ballets de Massine, en el repertorio de los Ballets Russes de Monte Carlo, Gaîté Parisienne y Capriccio Espagnol. En el primero la danza es visible generalmente solo por debajo de las mesas, o reflejada en un espejo convexo, y los cortes no prestan atención a la lógica de la coreografía de Massine, amañando caprichosamente con primeros planos, medios y largos, que nos muestran primero una pierna, ahora una figura, ahora una cara, ahora un grupo. Pero, como John Martin ha apuntado, la música nunca es tratada de la misma manera en filmes como estos: “Se le es permitido, curiosamente, jugar a lo largo de la frase completa y la secuencia”. (Dance Index, mayo de 1945). Y las expresiones faciales de Massine en Gaîté Parisienne, que pretenden llevarse al fondo de la galería y son por supuesto admirablemente exitosas al hacerlo, aparecen en la pantalla como muecas espantosas y sin sentido ─así como la invención del primer plano en un punto decisivo de la historia del cine convirtió en obsoleta la técnica de la mímica que había sido usada previamente en el cine mudo.
Estos dos filmes también plantean la importante pregunta del tipo de decorado que es apropiado para el ballet en el cine. El decorado y el vestuario son considerados justamente como una parte integral de cualquier ballet, aun así en la pantalla los bailarines, por lo general, están condenados a interpretar en un escenario construido con corte realista que pone trabas al movimiento, y en la superficie (aparentemente) de negro cristal pulido. Debería ser posible diseñar decorados que permanecieran dentro de las convenciones no realistas del ballet, que les permitieran a los bailarines el suficiente espacio y una superficie apropiada para bailar, y que con todo fuera apropiada para la filmación; pero hasta ahora nadie ha triunfado en esto.
La tan comentada secuencia de ballet en The Red Shoes, por ejemplo, está completamente dominada por los diseños de Hein Heckroth. El efecto total no es mejorado por la debilidad de la coreografía de Helpmann, tal y como es. Esto se presenta en varios estilos diferentes: préstamos de ballets del propio Helpmann y de otros coreógrafos, pasajes en un estilo expresionista de movimiento dictado por los escenarios de Heckroth, y otros basados en un repertorio estricto de pasos clásicos ─mientras Massine contribuye con los personajes bien conocidos que nos ha dado en tantos ballets, que concuerdan de mala manera con otros elementos, como la extraordinaria preocupación de Helpmann con los sacerdotes. El fallo total del filme en conseguir un balance entre la realidad y la fantasía cristaliza en la secuencia de ballet, principalmente porque Powell y Pressburger (aparte de su vulgaridad creciente) son incapaces de hacer las distinciones necesarias entre lo que es apropiado para un ballet que supuestamente iba a tener lugar sobre un escenario, y una fantasía concebida en términos de cine, en la cual los experimentos con el decorado, tanto animados como estáticos, la iluminación y el montaje, puedan ser introducidos. Los varios fragmentos de ballets bien conocidos incluidos en The Red Shoes son demasiado cortos para ser otra cosa que simples.
Sin duda, una razón por la que los filmes de ballet son casi siempre tan malos se debe a que los productores rara vez se toman el problema de contratar a un buen coreógrafo. El único coreógrafo de alguna importancia que trabajó frecuentemente para cine es George Balanchine, que en 1929 arregló un ballet para inclusión en un filme llamado Dark Red Roses, dirigido por Sinclair Hill en Teddington Studios, en el que aparecían Lopokova y Dolin. En 1938, llevó su propia compañía, el American Ballet, a Hollywood, para aparecer con Vera Zorina en Goldwyn Follies, para la cual hizo dos ballets muy interesantes. Uno era una versión satírica de Romeo and Juliet, en la cual los Capuletos eran balletómanos y los Montescos adictos al jazz; en un contrapunto característicamente balanchiano, los Capuletos hacían piruetas delante de los Montescos, que bailaban claqué. Y había algunos momentos bellos en el Ballet Water-Lily cuando los corps de ballet eran arrastrados por un huracán (la razón dramática se me olvida). Quizá porque le fue permitida mano ancha en la producción, su trabajo subsiguiente para la gran pantalla fue menos satisfactorio. Los dos ballets en el filme de On Your Toes (1939), La Princesse Zénobia (una parodia de Scheherazade) y el famoso Slaughter on Tenth Avenue, se comparan poco favorablemente con los musicales originales: inevitablemente, sutiles efectos cómicos y dramáticos fueron ampliados. Pero el pas de deux en ambos ballets retuvo algo de su original belleza sorpresiva. Para I Was an Adventuress (1940), en el que Balanchine mismo hizo una breve aparición, arregló varios extractos de Le Lac des cygnes, adaptando un adagio clásico al estilo Petipa-Ivanoff para la cámara con resultados que habrían sido más satisfactorios si no fueran arruinados por su vulgar presentación ─involucrando un decorado con un candelabro colgando en medio del bosque, un príncipe en cota de malla, algunos cisnes verdaderos y mucha agua. El número de Black Magic en Star Spangled Rhythm (1942) ─un solo para Zorina─ fue una parodia del genio de Balanchine. También comenzó ensayos para un filme previsto de The Life and Loves of Anna Pavlova que ha sido, quizá afortunadamente, archivado. Balanchine es el coreógrafo vivo más grande, y ha dado algo de pensamiento a los problemas del filme-ballet: es una pena que nunca le haya sido permitido poner todas sus ideas en la práctica. Tal y como está, los filmes que ha coreografiado están más cerca del éxito que cualquier otro.
Si, en el futuro, el ballet va a estar integrado con más fortuna en el cine, lo más probable es que tenga que ser utilizado como un comentario a una situación, ya que el baile de otro tipo ha sido usado con éxito por Astaire y Kelly. Solo así los coreógrafos y directores podrán librarse convincentemente de las convenciones del escenario, las cuales, ya sean obedecidas demasiado servilmente o ignoradas demasiado flagrantemente, imponen limitaciones igualmente artificiales al ballet en el cine en el momento presente.
II
Desde los días más tempranos del cine ha habido diferentes tipos de baile ─etnológico, social y teatral. George Amberg ha compilado A Catalogue of Dance Films (Dance Index, mayo de 1945), que no pretende ser completo (omite películas comerciales en las que aparezcan secuencias de baile aisladas), y aun así lista 700 ítems, algunos de ellos realizados ya en 1897.
Otras formas de baile aparte del ballet han sido tratadas con mucho mayor éxito en el cine. Knickerbocker Holiday, un por lo demás insípido musical, de repente se aceleró hacia la pasión y el fuego en un baile magníficamente fotografiado y totalmente irrelevante por la bailarina gitana española Carmen Amaya. The Song of Ceylon, de Basil Wright, contenía algunos planos excitantes de los bailarines de Kandyan, y una escena fascinante emplazada en una escuela de danza de un pueblo. El musical negro Stormy Weather tenía, aparte del fino claqué de Bill Robinson y los Nicholas Brothers, algún trabajo interesante de Katherine Dunham y su magnífico grupo, en el que la técnica de ballet ortodoxa estaba fundida con el movimiento “moderno”, y el estilo desarrollado por el coreógrafo en base de su documentación extensa en el baile etnológico negro. Había una escena original en The Great Waltz, de Duvivier, en la que no solo los bailarines, también la cámara misma, danzaban alelados al compás de Tales from the Vienna Woods de Strauss. Fue sorpresivo encontrar en They Were Sisters una reconstrucción brillantemente precisa de un thé dansant, circa 1919, en el que Anne Crawford bailaba un experto tango. El charlestón ha sido tratado elegantemente en filmes tan diversos como Margie y This Happy Breed; y hubo por supuesto una interpretación inolvidable de Joan Crawford del mismo en Our Dancing Daughters (1928). Y desde que la mímica es una importante subdivisión del baile, uno debería también mencionar las secuencias de mímica de Jean-Louis Barrault, particularmente la primera, en Les enfants du paradis, que trajeron vida nueva a una técnica volviéndose rápidamente moribunda. Finalmente, como un ejemplo de la manera en la que el baile puede usarse no por sí mismo sino para intensificar la tensión en un clímax, uno podría citar la secuencia de la tarantela en Lumière d’été, de Jean Grémillon.
III
Desde el advenimiento del sonido, el musical, con sus danzas basadas por lo habitual en técnicas de la comedia musical y de salón de baile, ha sido uno de los más populares y estereotipados tipos de filmes. Todos recordamos esos musicales espectaculares tan típicos de los años 30, de los cuales 42nd Street es quizá el mejor ejemplo, con sus canciones enérgicamente optimistas (I’m Young and Healthy, With Plenty of Money and You) y sus miríadas de coristas idénticos yendo mecánicamente a través de sus bien entrenados pasos. La destreza de Busby Berkeley, director de danza de muchos de estos filmes, yace en su habilidad de maniobrar enormes coros sobre vastos decorados, en vez de en cualquier genuino poder en formas de baile ─de hecho, sus chicas del coro a veces casi ni se mueven. Como Arthur Knight ha señalado en un artículo, Dancing in Films (Dance Index, 1947), “con cuerpos humanos él produjo formas tan abstractas como nunca se encontraron en los filmes más abstractos del avant-garde”.
En un nivel superior, está la serie maravillosa de filmes de Fred Astaire-Ginger Rogers, desde Flying Down to Rio hasta The Story of Vernon and Irene Castle, que representan el logro singular más grande del cine en el campo de la danza. Los números de baile no solo estaban coreografiados excelentemente, también estaban filmados con imaginación ─por ejemplo, el número de Bojangles en Swing Time, con su contrapunto brillante entre Astaire y sus tres sombras. Las mejores danzas en los filmes de Astaire-Rogers siempre fueron concebidas en términos de cine, no de teatro ─tampoco eran interpretadas en sets tan grandes como aeródromos. Isn’t This a Lovely Day? en Top Hat se bailó en el quiosco de un parque, el Yam de Carefree en la pista de baile de un club. Este y otros muchos de sus bailes demuestran que es posible conseguir efectos originales por medio de coreografía inventiva y una cámara expresiva. Ninguno de los socios posteriores de Fred Astaire ha sustituido satisfactoriamente a Ginger Rogers, y en general sus últimos filmes han carecido de la alegría y encanto iniciales; aunque sus propios números en solitario, como el entusiasta Puttin’ on the Ritz en Blue Skies, no han disminuido en brillantez. Comenzando como el socio convencional de un equipo de danza, Astaire más tarde amplió su rango hasta que fue capaz de expresar bailando no solo la irresponsabilidad de un número como No Strings de Top Hat, también el humor casi elegíaco de Never Gonna Dance (en Swing Time) y One for My Baby (en The Sky’s the Limit): al mismo tiempo, ha continuado desarrollando su técnica de tal manera que ha sido capaz de trabajar con éxito con Eugene Loring, uno de los pupilos con más talento de Balanchine, que coreografió Yolanda and the Thief, de Minnelli, para Astaire. Su primer filme con Judy Garland, Easter Parade, es aguardado con algo de impaciencia, y son buenas noticias que Ginger Rogers volverá a bailar con él de nuevo, por fin, en The Barkleys of Broadway.
De vez en cuando, trabajos por buenos bailarines solistas pueden encontrarse dentro del marco de un por otro lado musical convencional. Marc Platt, que se graduó en Hollywood desde el Ballet Ruso, a través de Oklahoma!, hizo su debut fílmico de esta manera, en Tonight and Every Night. Si triunfa al encontrar un estilo individual para los filmes su salida del ballet no habrá sido enteramente desastrosa, pero hay un peligro de que su talento se vea desbordado por trampas de technicolor ─sus bailes, al menos, en Down to Earth, han sido reducidos a un rol tristemente subsidiario. Paul Draper, cuyo única aparición fílmica previa, en uno de los vehículos menos notables de Ruby Keeler, no dio indicación de su talento altamente original, ahora obtiene éxito en el filme The Time of Your Life, de Saroyan, en el rol creado para Gene Kelly.
Kelly apareció por primera vez en la pantalla en un rol menor en el filme Du Barry Was a Lady, de Cole Porter, y, luego de una serie de roles que no tenían que ver con el baile en otros filmes, en Thousands Cheer ─ninguno demasiado notable. No fue hasta que interpretó el papel principal junto a Rita Hayworth en Cover Girl cuando se encontró a sí mismo como bailarín en el cine. Aparte del trabajo de cámara de Maté, lo que distinguía a Cover Girl de la extravagancia rutinaria del technicolor era el baile, y particularmente el famoso baile de Kelly con su alter ego, que era más que una ingeniosa pieza construida alrededor de un truco fotográfico inteligente. Ya en los filmes de Astaire-Rogers, había bailes que evolucionaban naturalmente dentro de la historia: el baile de Kelly en Cover Girl llevó esta idea a su conclusión lógica, y dejó que la danza expresara y resolviera un conflicto en la mente del personaje que estaba representando. Otro número maravilloso fue el baile de Kelly, Hayworth y Phil Silvers, en el que la calle se convertía en el decorado para la danza, representando un irrefrenable joie de vivre. La próxima aparición importante de Kelly fue en Anchors Aweigh, en el que interpretó cuatro bailes extraordinarios: duetos con Frank Sinatra (I Begged Her), con un ratón animado (una combinación mucho más exitosa de figuras vivas y animadas que cualquiera hasta el momento efectuado por Disney), y con una niña pequeña llamada Sharon McManus; y un solo español tremendamente excitante en donde combinaba el taconeo español con la técnica de claqué moderna. Esto fue estropeado solo por el uso de música banal y las desafortunadas acrobacias a lo Tarzán en el clímax. En Living in a Big Way, una comedia encantadora y sin pretensiones, Kelly interpretó un baile con una estatua, el cual es una de sus mejores creaciones, y otro basado en juegos de niños (como en In and Out the Windows), que demuestran la verdad de la observación de Arthur Knight de que Kelly siempre hace bailar a la gente, expresando “su felicidad o dolor en términos del baile”. Es aquí donde reside su grandeza. Las propias palabras de Kelly sobre este tema del baile en el cine (citadas en la revista Dance, febrero de 1947) son reveladoras: “No mires a las películas, en su estado presente, para desarrollar las artes. Pero en el lado luminoso, míralas para popularizarlas y para aumentar el nivel de aprecio… Bailar para las películas… es muy estimulante para el bailarín individual. El espectáculo siempre entretendrá y atraerá a un cierto porcentaje de la gente, pero, en mi opinión, es la forma más baja y barata de exposición. El baile grupal y el divertissement siempre tendrán su lugar, pero nunca podrán, debido a las dificultades mecánicas, tener el interés de una caracterización de baile por un individuo en la pantalla”.
La interpretación de Kelly en The Pirate es un tour de force en el que hace funambulismo y un poco de jiu-jitsu muy bien sincronizado en su paso, además de dar algunos de sus bailes más originales hasta ahora. En su número de Niña, por ejemplo, interpreta giros españoles que no son menos brillantes que los de Luisillo, y usa muchos “pasos” modernos, probando una vez más que es un experto en estas técnicas, como claramente lo es en la técnica del ballet.
Vincente Minnelli, director de The Pirate, es el director de musicales más original en Hollywood. Cabin in the Sky y The Ziegfeld Follies eran ambas inusuales en sus diferentes maneras; y Meet Me in St. Louis es el único filme que hasta ahora ha adaptado con éxito a las necesidades del cine la nueva concepción del teatro lírico de reciente evolución en América, del cual Oklahoma! es el mejor ejemplo. Meet Me in St. Louis tuvo un éxito notable al integrar historia y baile: el número de Skip to My Lou en la escena de fiesta fue una danza concebida coreográficamente, una versión realzada del baile americano contemporáneo de corte social, que aportaba más a la atmósfera general de excitación y alegría de lo que una reconstrucción exacta y falta de imaginación de los bailes en cuestión habría hecho. La coreografía era de Charles Walters. Otros productores han hecho intentos poco entusiastas de repetir el éxito de Meet Me in St. Louis, como el gris Centennial Summer, y han fallado en capturar la originalidad y frescura del filme de Minnelli. Pero Summer Holiday, de Rouben Mamoulian, en un género similar, tiene un estilo propio. El director de baile es de nuevo Charles Walters: las dos secuencias de baile (ambas al aire libre) son simples pero efectivas.
La tibia acogida dada a The Pirate por los críticos es tanto más sorpresiva ya que seguía muy de cerca a The Red Shoes, con respecto a la cual es muy superior. El virtuosismo deslumbrante de las grandes secuencias de baile, la completa confianza con la que Minnelli maneja grandes multitudes, la economía de los medios técnicos, y por encima de todo el uso del color y la iluminación, son especialmente llamativos en el ballet de The Pirate.
En los filmes de Minnelli, la distinción ─siempre arbitraria─ entre el ballet y otras formas de baile, se vuelve más difícil de definir: un signo sano, ya que la tendencia a poner diferentes tipos de baile en casillas etiquetadas como “Ballet”, “Claqué”, “Moderno”, y demás, amenaza por todos lados con aniquilar el desarrollo del baile. En The Pirate, con un bailarín como Kelly con el que trabajar, Minnelli se ha acercado mucho a alcanzar el ideal de uno de un filme de baile ─es decir, un filme que baile todo el tiempo, y no meramente en sus set pieces espectaculares. Minnelli suele hacer un uso audaz del movimiento estilizado, que hace juego perfectamente con la fantasía deliciosa del argumento y el escenario. Es de esperar que continúe trabajando en esta línea ─trabajando con Kelly de nuevo: o quizá con Balanchine, o colaborando con Katherine Dunham en una revue de baile para la gran pantalla. Entonces veremos algo magnífico.
“SEXUAL POVERTY” (Nagisa Ôshima, 1971) en Cinema, Censorship, and the State: The Writings of Nagisa Ôshima, The MIT Press, 1992; págs. 240 – 248. Editado por Annette Michelson. Traductora: Dawn Lawson. Originalmente en: Perspectives (octubre de 1971).
Tenemos todo tipo de documentación sobre las protestas estudiantiles de 1968-69, pero hasta el momento, por lo que yo he visto, al menos, no hay nada que mencione las relaciones hombre-mujer detrás de las barricadas.
Es una lástima. Definitivamente debería haber quedado documentación concerniendo las relaciones hombre-mujer y las actividades sexuales detrás de las barricadas. Información al efecto de que estaba teniendo lugar sexo rudo detrás de las barricadas ha sido filtrada por los enemigos de los estudiantes militantes, pero mientras que aquellos involucrados permanezcan en silencio, no será posible conocer la verdad. Mirando a mi alrededor, no obstante, veo las miradas ausentes de aquellos que participaron en las protestas y que ahora llevan vidas de ciudadanos medios. También veo las siluetas de grupos de estudiantes para los cuales ningún trazo de las barricadas permanece, pero que por el contrario han sido silenciosamente succionados de vuelta a los campus con cercas nuevas, más altas y carcelarias. Es entonces cuando quiero pensar que algo tuvo lugar detrás de esas barricadas después de todo. Y hubiera estado bien que fuese sexo rudo. De hecho, tuvo que haberlo sido.
El otro día un amigo mío apareció en una reunión estudiantil que versaba sobre el tema de la libertad e hizo sentir incómodos a los jóvenes diciendo, “Tenéis todo aquí, pero no tenéis malestar”. Aparentemente él también de hecho pensó, “Tenéis todo aquí, pero no tenéis libertad sexual”, y esa noche se deslizó en la habitación de al lado de la chica de instituto, armando un revuelo y acabando representando una comedia en la que fue forzado a tomar una postura autocrítica.
El otro día fui un invitado en un programa de televisión que reunía a 150 jóvenes y mujeres juntos para una discusión crítica del estado de las cosas. Una persona joven sugirió, “En vez de tener este ridículo debate, desabrochémonos nuestros pantalones…”. Puso su mano enfrente de sus pantalones y ni una sola persona reaccionó. No tuvo el coraje de hacerlo solo, así que terminó marchitándose allí en el acto. Juzgando por estos incidentes, pienso que no debió haber ni una insinuación de sexo rudo incluso en una situación tan cercana a la ideal como detrás de las barricadas. El sexo rudo probablemente elige su tiempo y lugar. Ese es precisamente el por qué de si hubo sexo rudo detrás de las barricadas es una pregunta importante.
Estoy usando las palabras “sexo rudo” aquí porque quiero arriesgarme a ser sensacionalista; de todas formas, las palabras “sexo grupal” podrían ser sustitutas. Los momentos en los que el sexo grupal puede tener lugar son buenos momentos, y los lugares en los que el sexo grupal puede tener lugar son buenos lugares. ¿No habría sido el momento cuando hubo barricadas un buen momento y el lugar un buen lugar?
Ahora estoy pensando en la abundancia sexual, porque habitualmente pienso en la pobreza sexual. Estamos inundados con información sobre el sexo, y hay descripciones exhaustivas de imágenes de abundancia sexual aparente, representadas con la mayor variedad posible. Por supuesto, como insinué cuando dije abundancia sexual “aparente”, la mayoría de esas imágenes son falsas. Quizá podamos llamar a la corriente principal de esas imágenes falsas “PNB sexual” o “arribismo sexual”.
La cuestión del sexo ha sido restringida exclusivamente a un asunto de los órganos sexuales y el placer sexual. La mayoría de historias en los semanarios populares y revistas de novelas para gusto medianamente culto y las supuestas “páginas de educación sexual” que llenan las revistas de mujeres, todas se concentran en cuestiones completamente fragmentadas, como el tamaño de los órganos sexuales, la intensidad del goce sexual, y la frecuencia del sexo. Se otorgan elogios a aquellos que pueden acumular el mayor número de encuentros sexuales, incrementar su sensibilidad sexual, y tener los órganos sexuales más grandes; los esfuerzos para obtener estos objetivos son aplaudidos. Este es exactamente el mismo fenómeno manifestado en el Japón de la posguerra cuando dio un viraje incuestionablemente y con determinación hacia la prosperidad económica. Procediendo a ciegas hacia una prosperidad basada exclusivamente en números.
Este PNB sexual o arribismo sexual es la otra cara de lo que debería ser llamado el militarismo sexual de la etapa de preguerra. Pienso inmediatamente en la sórdida historia que escuché durante mi infancia acerca del General Nogi, en la que dice, “Dejadme hacerlo ─por el bien de vuestro país”, y luego viola a su mujer. Esta historia es demasiado ingeniosa para ser cierta, y luego aprendí que en su juventud Nogi frecuentaba el distrito rojo con entusiasmo. De todas formas, el pensamiento de que realmente se hubiese comportado así con su esposa ha permanecido siempre fijado en mi mente. Así es como obtuve la idea de que toda la gente involucrada en el sexo es sucia y que es solo permisible cuando es por el bien del país ─cuando es llevado a cabo para fomentar el objetivo de procrear sujetos, particularmente soldados, que sirvan al país.
Antes del periodo Meiji [1868-1912], este tipo de militarismo sexual consistía en imponer la moral de la clase guerrera a la gente en general. Es fácil ver cómo fue usado para implementar la estrategia política de Meiji de “Una Nación Rica y Una Nación Fuerte”. Podemos concluir que solo esto ha venido a dominar el modo en el que el sexo ha sido percibido en Japón desde entonces.
¿Significa esto que en el Japón pre-Meiji la gente pensaba diferente acerca del sexo y tenía una cultura sexual diferente? Durante el periodo Edo [1600-1868], una cultura sexual libre centrada en los distritos del placer y el entretenimiento, que eran el mundo de los ciudadanos, y una cultura de sexo comunal, existió también en las costumbres populares de las granjas de los pueblos. No siendo un investigador, no puedo producir evidencia definitiva de ninguno de estos aspectos, pero sobre todo, lo que sé es que ambas culturas sexuales fueron aplastadas en el proceso de modernización durante el periodo Meiji y más adelante.
A pesar de esto, una cultura sexual como la que los ciudadanos del Edo tenían en sus distritos del placer y el entretenimiento ha logrado sobrevivir en una esquina de la sociedad japonesa como una institución legada del pasado, pero su existencia ha servido solo para reforzar la fachada del militarismo sexual. Mientras tanto, la cultura del sexo comunal de las granjas de los pueblos fue conscientemente emasculada a la vez que las granjas de los pueblos se convirtieron en la base más fuerte del militarismo de Japón.
Con la derrota de Japón en la guerra, el militarismo sexual que había negado al sexo por completo fue expulsado sin ningún esfuerzo en una especie de levantamiento inevitable, fue suplantado por el PNB sexual, o el arribismo sexual, que afirmaron al sexo completamente. Que esta transformación de valores tuviese lugar sin una sola lucha ideológica por parte de los japoneses determinó la forma del PNB sexual o del arribismo de hoy. Aunque les fuese dicho que el sexo era bueno y que lo disfrutasen al máximo, los japoneses, que habían aprendido a pensar en el sexo solo negativamente, no supieron como disfrutarlo. Aquellos que afirmaban que en el pasado las granjas de los pueblos de Japón tenían una cultura sexual comunal y que el sexo libre floreció en el mundo de los distritos del placer de Edo estaban siendo francos a pesar de la atmósfera de conservadurismo sexual.
En el medio de la modernización de la era Meiji y más tarde, sin embargo, esas cosas o ya no existían o solo lo hacían en una forma diferente y en una escala menor. La sociedad por lo tanto viró en cambio a modelos que no tenían conexión ninguna con el pasado. La gente imitaba a los occidentales, particularmente americanos, cultura sexual extremadamente superficial. Unos jóvenes japoneses que se volvieron depresivos y cometieron suicidios después de comparar el tamaño de sus órganos sexuales con aquellos de los hombres occidentales citados en el Informe Kinsey es un ejemplo simbólico. A causa de ser del todo ignorantes de que la cultura sexual es una cultura verdadera, los japoneses imitaron teorías de comportamiento sexual con una pasión enloquecida. Los japones son probablemente los estudiantes del sexo más fanáticos del mundo, también. Su perversión se parece a la de los estudiantes que se preparan para exámenes de ingreso, asistidos por sus “education mamas” [1]. La perversión de los medios de comunicación, que es la herramienta de la educación, es precisamente aquella de la education mama. Las novelas queridas por los medios de comunicación son notables por su crudeza extrema. El aspecto de la cultura Edo relacionado con el sexo tiene una elegancia y pureza que proporciona un contraste llamativo a la crudeza y la aspereza de hoy ─aunque podemos percibirlo de esa manera solo porque ha sobrevivido más allá de su tiempo. Hoy solo puede llamarse arribismo sexual.
Porque soy del pueblo, no quiero usar palabras como “gente del pueblo” en una manera despectiva, pero imagino que la gente del pueblo que con toda seguridad habría sido recibida fríamente en Yoshiwara son los héroes sexuales de hoy [2]. Uso las palabras “gente del pueblo” para referirme a aquellos que no tienen consideración por los demás. Esa falta de consideración por los demás guarda un parecido cercano con la postura nacional de Japón, que es que mientras tenga su propio PNB, el desastre sufrido por los ciudadanos de un país vecino no importa. Esto es lo que llamo PNB sexual. Esto también se parece a la education mama que se preocupa solo de las notas de su hijo, no importa qué más suceda. La decadencia ideológica del Japón de posguerra, que incondicionalmente acepta las ideas de “mi coche” y “mi hogar”, ha alcanzado este punto. La idea depravada que debería ser llamada “mi-sex-ismo” (“my-sex-ism”) es parte de esto.
Quiero reírme con sorna de la pobreza de este “mi-sex-ismo” que esconde detrás una máscara de abundancia, pero estaría riéndome con sorna de mi mismo al mismo tiempo. La transformación del militarismo sexual en arribismo sexual tuvo lugar dentro de mí también, sin ningún tipo de crisis personal. Siguiéndome un amplio residuo de militarismo sexual, me comporté en la superficie como un campeón de la nueva edad sexual, como si no tuviese cicatriz alguna. Durante el cambio de valores que acompañó la derrota de Japón, me sentí con un curioso orgullo de pertenecer a una generación que era capaz de asimilar cosas nuevas con frescura.
Con ese orgullo, menosprecie la manera en la que la gente de mi generación previa, que estaba entonces en mi universidad, se acercó al sexo. Casi todos ellos eran productos del viejo sistema de escuela superior. Semejaban pensar acerca de las mujeres de una manera extremadamente misteriosa. Sus citas de pasajes abstrusos de ensayos sobre la mujer en literatura y trabajos filosóficos extranjeros, por ejemplo, me estremecían. Incluso cuando estaban pensando acerca de la cuestión del sexo de un modo tan abstracto, de repente todos se juntaban para ir al distrito rojo. Sus reminiscencias del distrito rojo eran contadas sin vergüenza alguna como historias sucias. Despreciaba a esos antiguos amigos míos desde las profundidades de mi alma. No estaba solo: todos mis compañeros hacían lo mismo. Huelga decir que ese fue el otro lado de un sentimiento de inferioridad.
Mis antiguos amigos eran claramente superiores a nosotros en el sentido de que tenían completamente absorbidas las costumbres sexuales de la élite intelectual que había vivido durante los días del militarismo sexual. Como resultado, no fuimos incluidos en sus historias sucias. Contábamos historias sucias entre nosotros que creíamos más elegantes. No hacíamos nada comparable a visitar el distrito rojo en un grupo. Por supuesto, los individuos pudieron haber ido en silencio por cuenta propia. Para nosotros, no obstante, no ser capaces de conseguir una mujer a no ser que fueses al distrito rojo era una fuente de vergüenza.
Cada uno teníamos nuestra compañera habitual. No nos contábamos el uno al otro qué nivel de intimidad sexual habíamos alcanzado con esas “compañeras habituales”. Como mínimo diríamos algo como, “Lo hacemos, por supuesto”, o asumíamos una actitud de acuerdo con las líneas de, “Si quiero, lo puedo hacer en cualquier momento”. La verdad, sin embargo, debió haber sido lastimosa. Mientras los hombres arrastraban detrás de ellos la vieja idea de que el sexo era algo de lo que avergonzarse y mantener oculto, las mujeres estaban afianzadas en las ideas heredadas del arribismo sexual salido del militarismo sexual: la premiación de la virginidad y el miedo al embarazo. Porque las ideas de cada lado prescribían reglas para y atadas al otro, los autoproclamados campeones de la nueva sexualidad de la supuestamente nueva época vivían con una realidad interior que era miserable cuando se comparaba al esplendor de su apariencia externa y perspectivas proclamadas oralmente.
Yo y otros como yo expusieron la noción de preguerra de que el sexo era algo de lo que avergonzarse y mantener escondido para mistificar el sexo. Con la pérdida de la guerra, cuando el poder de todas las cosas misteriosas estalló de bruces contra la realidad, el sexo fue una de ellas. Se nos enseñó por supuesto que el sexo debía ser glorificado y disfrutado a la perfección como el más misterioso acto de la realidad, pero, para mí al menos, el sentimiento de que algo anteriormente misterioso había sido expuesto a la clara luz del sol y revelado como una mera cosa derrotó esa lección.
La gente a la que vi durante y después de la guerra, la imagen de las calles tal y como se me aparecían a mí en la forma de literatura y crónicas me enseñó que los seres humanos son una cosa y, por consiguiente, el sexo, que es una parte de ellos, es también una cosa. Podrías decir que menosprecié a todos los seres humanos, incluido yo. Menosprecié al sexo, y de esta manera menosprecié el sexo de mis amigas mujeres, los objetos de mi sexualidad. Ahora soy capaz, con pena, de entender esto, pero en su momento no le di ningún pensamiento. Estaba orgulloso de mí mismo por menospreciar el sexo, y ese orgullo me hizo seguir adelante.
Precisamente por ese orgullo pude sobrevivir entre las ruinas de la derrota de Japón en la guerra. ¿Y no fue ese el mismo caso de muchos japoneses? El desprecio de uno mismo fue la única manera en la que el orgulloso japonés pudo sobrevivir a la realidad impactante de la derrota. Como animales hambrientos, los japoneses no tuvieron elección salvo menospreciarse a sí mismos para satisfacer ese hambre. Ese fue ya el mismo camino que llevó directamente al PNB; en un contexto sexual, tuvo un vínculo directo con el arribismo sexual.
No obstante, la sociedad japonesa no carecía de un movimiento que buscase abrir una brecha en esa tendencia. Y yo también estuve presente en una esquina de ese movimiento. Las relaciones humanas en ese contexto ─las relaciones hombre-mujer para ser precisos─ estaban muy apartadas de este tipo de menosprecio, porque tenían que ser labradas en una base de respeto humano y libertad. Como mínimo, eso era superficialmente cierto con respecto a la cultura considerada sagrada por el movimiento. La realidad era diferente, sin embargo.
Las trabas del militarismo sexual y arribismo sexual limitaron a los activistas en el movimiento incluso más firmemente de lo que lo hicieron en la vida diaria. Vi a mujeres dispuestas a lanzarse ellas mismas a aquellos en el poder dentro del movimiento y a hombres manteniendo a mujeres bajo pretexto de que eran líderes del movimiento. Cuando vi todo esto llevado adelante bajo el pretexto de “la protesta” o “la revolución”, supe intuitivamente que no podía ser posible ni una protesta ni una revolución mientras los males de la realidad presente fueran arrastrados inalterados dentro del reino de lo sexual.
Pienso que fui algo idealista y un poco introvertido. Pensé que necesitábamos establecer una nueva lógica ─una que estuviese separada de las reglas de la realidad─ concerniendo las protestas, la revolución, y el sexo. La manera en la que lidié con el sexo en ese contexto fue indescriptiblemente pobre. La pobreza de esa comprensión ha permanecido inalterada hasta hoy en esta época de desborde de imágenes de abundancia sexual. Al mismo tiempo, en medio de esta abundancia está definitivamente la fragancia de la falsedad.
El otro día, en una gran reunión de miembros acérrimos de la Federación Nacional de las Asociaciones de Autogobierno Estudiantiles, escuché que las mujeres activistas acusaban furiosamente a la comisión ejecutiva o a todos los activistas masculinos de discriminación contra las mujeres dentro del movimiento y denunciaban su falta de conciencia de esto. No estoy para nada estrechamente relacionado con esta organización, así que recibo toda mi información de segunda mano, pero cuando oigo palabras duras como “Pones vallas a tus propias mujeres. ¿Qué tiene de activista eso?”, siento una combinación de desesperación ─tal y como era veinte años atrás cuando estábamos en el movimiento, incluso el centro del movimiento hoy está secundado por los muchos males de la realidad que intenta derrocar─ y una esperanza queda de que una voz se alzase atacándolo.
Aun así, es muy interesante que las acusaciones de las mujeres acerca del sexo lleguen en un momento cuando el movimiento está en decaída, porque pienso que el movimiento en su apogeo encarnaba incluso más imágenes de abundancia sexual.
“Cuanto mayor sea tu labor de amor, más arrollador será tu deseo para la revolución. Cuanto más te reveles, más arrollador será tu deseo de tomar parte en una labor de amor”. Este grafiti, escrito en un muro de la Sorbona durante la Revolución de Mayo en Francia, es una expresión extremadamente concreta de esto. En tales momentos, la sexualidad de una persona se vincula a toda la humanidad. Una relación sexual con otro provoca una conexión con toda la humanidad: abrazando a una persona, eres capaz de abrazar a toda la humanidad. Incluso si no obtuve un goce perfecto, incluso si mi sensación estuvo algo distorsionada, experimenté algo parecido a eso. No puedo creer que ese tipo de cosas no tuvieran lugar detrás de las barricadas en 1968 y 1969. Pregunté con descaro acerca de eso cuando usé las palabras “sexo rudo”. ¿Es el sexo realmente una cuestión individual? El acto concreto de las relaciones sexuales definitivamente tiene lugar entre dos individuos pero creo que a través de la unión con otro individuo uno está intentando una unión con toda la humanidad y toda la naturaleza. Cuando uno cae presa del delirio de la esencia de la exclusividad del sexo ─porque en el momento de su unión los individuos son exclusionistas─, uno se convierte en un eterno prisionero de la estructura social detrás de una idea errada.
Por casi cada momento de nuestras vidas diarias, somos ese tipo de patéticos prisioneros. Instintivamente, no obstante, la gente trata de escapar de las trabas de tal delirio. Anticipándose a eso, la sociedad crea rutas de escape puramente técnicas, tales como intercambiar socios y sexo fuera del matrimonio. En la medida en que estas rutas de escape no aspiran a abrirse paso a través del mito de la exclusividad y posesividad sexual, sin embargo, no tienen poder esencial.
Echando la vista atrás, me pregunto si los ininterrumpidos relatos de historias sucias de mi grupo, nuestro dormir juntos como un grupo, y nuestras visitas al distrito rojo no eran una expresión distorsionada del deseo de la unión a través del sexo. La costumbre del sexo grupal que casi ciertamente existió en las granjas de los pueblos de Japón previos al periodo Meiji y la costumbre okinawense de “jugar en los campos” de los hombres y mujeres jóvenes debían haber sido formas menos distorsionadas de válvulas de seguridad, ofreciendo liberación de las trabas frustrantes del concepto de la exclusividad sexual.
Hoy, también, muchos tipos de comunidades son instintivamente creadas por gente joven que presienten la falsedad del concepto de sexo impuesto socialmente en ellos. ¿Qué tipos de relaciones sexuales serán forjadas en estas comunidades? Cuando uno se distancia a sí mismo del arribismo sexual y de la posesividad mutua, las cosas pueden empezar de nuevo.
¿Podría ser posible, aun así, crear una comunidad sexual donde toda la humanidad fuese una? Siempre es fácil empezar algo, pero es difícil hacer que un momento especial dure. Incluso si extiendes el tiempo por medio de las drogas, ¿quién puede garantizar que la monopolización de la mujer por el hombre o del hombre por la mujer no ocurrirá? Si es así, ¿tenemos alguna oportunidad salvo estar perpetuamente renovando nuestras comunidades sexuales? El país en el que vivimos ahora no es ni siquiera una república.
[1] Nombre dado a las madres japonesas que se involucraban ellas mismas en las preparaciones de los exámenes de ingreso a escuelas hasta el punto de la obsesión.
[2] Localización del más famoso de los centros de prostitución en Japón, regulados por el gobierno desde los años tempranos del periodo Edo (1600-1868) hasta la mitad del siglo XX.
“Manifiesto” (Shûji Terayama) en The Drama Review: New Performance & Manifestos; (diciembre de 1975, vol. 19, nº 4, págs. 84-87).
1) Audiencia… La relación entre “aquellos que observan” y “aquellos que son observados” debe ser una experiencia compartida.
Al mismo tiempo, la audiencia debe tener un “rostro”, debe ser capaz de poder enunciarse a sí misma como tal para que el individuo pueda hallar su identidad en el encuentro.
Al demandar un encuentro y seleccionar cuidadosamente a los espectadores que saldrán hacia la reunión con los personajes, el teatro propaga la fantasía grupal. Sin embargo, este encuentro se tratará de un encuentro estéril a menos que altere el mundo propio de los participantes. Ya no hay ninguna forma de expresión que requiera que seamos visitantes en un zoo, observadores confinados en una isla segura. Esta “representación” de la audiencia en y por la obra del actor debe, no obstante, ser tan amplia y al margen de la política como las orillas opuestas del Mediterráneo.
2) Actor… el actor necesita el poder para desarrollar en su imaginación una situación mágica mediante la cual implicar a su audiencia.
La función del actor no es estar ahí ni para “ser observado” ni para “ser dispuesto a la vista”, sino para “instigar” y “atraer” a los otros.
El primer paso de la “actuación” es crear una relación de bloqueo con la audiencia.
Con el objetivo de dotar de sentido a su presencia escénica, el actor debe ser capaz de inventar su propio lenguaje. Para expresar una situación mágica, debe poseer el poder, por ejemplo, de saltar sin pies.
La técnica actoral consiste sobre todo en su poder para crear relaciones, contactos cohesivos.
El teatro es caos.
Por consiguiente, el actor debe eliminar las barreras entre él y los demás; debe ser capaz de catalizar relaciones no discriminatorias.
La dramaturgia es la creación de una relación. Es decir, un encuentro a través del drama que implica el rechazo a concebir la relación actor/audiencia como una relación de clase, y la determinación, en cambio, de desarrollar una relación a su vez mutua y comunal. Así, el elemento de azar que siempre contiene la conciencia de grupo puede ser organizado.
Actuar es sostener esta relación.
Es importante entender que mientras el actor se dirige a las facultades metonímicas de la audiencia, esto en sí mismo no es drama. El actor es meramente un piloto que lidera el camino hacia el drama.
El actor no debe designar, debe nombrar. Hasta el final, debe esforzarse continuamente por modernizar su estilo, pero nunca debe permitirse identificarse con el objeto representado.
La tarea del actor, de acuerdo con Roland Barthes, es un acto metafórico.
El actor no debe memorizar cada acción individual, debe tratar, por el contrario, de perpetuamente olvidar.
Cada nueva situación es meramente la acumulación de todas aquellas que habían sido olvidadas.
3) Teatro… El teatro no es ni el set de instalaciones ni un edificio. Es la “ideología” de un lugar donde los encuentros dramáticos son creados.
Cualquier lugar puede convertirse en un espacio escénico. Al mismo tiempo, si no se desarrolla ahí ningún drama, un teatro puede convertirse simplemente en parte del paisaje de la vida cotidiana.
Aquellos de nosotros que nos consideramos dramaturgos suponemos crucial ser capaces de organizar nuestras imaginaciones de forma que cualquier lugar pueda transmutarse en un teatro.
Para el grupo Tenjô Sajiki, reflexionar sobre el teatro es reflexionar sobre la ciudad.
La teoría del teatro es también la de la comunidad urbana y su topografía.
“El lugar” no es solo un motivo geográfico. También es una estructura históricamente arraigada dependiente de tradiciones específicas e indígenas.
Un escrutinio atento de las nociones contrastantes de interior y exterior como ejemplificadas por los dos lados de una puerta, debería permitirnos clarificar nuestra concepción del teatro como un espacio sin contornos.
En nuestra obra Cartas a los ciegos, tomamos la oscuridad total como nuestro espacio teatral. Presentando una obra invisible, produjimos una experiencia ficcional diferente de lo que había venido siendo el drama habitual, el cual es simplemente la reproducción de la forma convencional de una historia. Las dimensiones de la oscuridad creadas allí devinieron una réplica exacta del espacio teatral puro.
En La guerra del opio, propusimos el laberinto como un espacio teatral. La obra nace de la propia búsqueda de la salida por parte del público. La audiencia atrapada, buscando una salida, era una metonimia simbólica para el laberinto, equivalente a la búsqueda de los personajes por parte de la audiencia en un teatro sin escenario.
Un teatro ya no es un conjunto de instalaciones especialmente diseñadas para la actuación, con asientos y un escenario. Es un “lugar” en el cual aprovechar la oportunidad de procurarse una experiencia compartida. Pero es también un lapso de tiempo flexible.
4) Texto… Nuestra preocupación en teatro no es recolectar nuevas evidencias sobre que “el drama es literatura”.
En cambio, necesitamos la forma llamada teatro para crear nuevos tipos de encuentro totalmente ajenos a la literatura, con el fin de llenar el vacío entre los principios de la realidad cotidiana y aquellos de la realidad ficticia.
Ante todo, el teatro debe ser amputado de la literatura. Para hacerlo, debemos purgar el teatro de la Obra escrita.
No se trata de discutir la primacía de la palabra. Pero es un error considerarla equivalente a la Obra escrita. Siento que confinar el logos (la Palabra original y primaria) al dominio de la escritura es un proceder que revela cortedad de miras.
El habla, tal como yo la entiendo, nunca es un lenguaje literario. Es algo más biológico o espiritual en el sentido de poseer la función original del lenguaje.
Ni el teatro ni la literatura como teatro tienen nada que ver con la función que yo asigno a las “palabras”.
¿Realmente vale la pena reconstruir, una vez más, con actores vivos, textos que ya están escritos y clasificados?
No quiero decir que uno deba renunciar al placer de leer obras de teatro. Pero siento que debemos despedirnos del teatro lisiado de nuestro tiempo, que ha confundido la obra, una forma independiente de literatura, con el teatro, y se ha vuelto así esclavo de la escritura, mientras hace que el habla del actor sea dictada por la palabra impresa.
Prefiero considerar el texto no como algo destinado a ser leído palabra por palabra, sino como un mapa. Se dice que la historia de los mapas es realmente más antigua que la literatura. Incluso en la prehistoria, el hombre tenía que realizar representaciones gráficas para entender dónde estaba y cuán lejos había de ir. Si el territorio descrito en el diagrama puede ser pisado por pies humanos, significa que pertenece a la historia. Si no puede ser pisado, si es una habitación-jardín imaginaria, o la naturaleza agreste de las relaciones humanas, o la cálida intimidad del cuerpo humano, entonces pertenece al reino del drama.
Al igual que un mapa puede leerse de muchas maneras y dar lugar a muchos encuentros fortuitos, también el texto es nada más que una guía que nos permite ir y venir entre una geografía “interior” y una “exterior” en un viaje teatral imaginario compartido con la audiencia.
For Interpretation: Notes Against Camp (1979)
por Andrew Britton
en Britton on Film: The Complete Film Criticism of Andrew Britton. Editado por Barry Keith Grant. Con una introducción de Robin Wood. Wayne State University Press, Detroit, Michigan, 2009; págs. 388-393.
“Genet no quiere cambiar nada en absoluto. No cuentes con él para criticar a las instituciones. Las necesita, como Prometeo necesita su buitre”.
─Jean-Paul Sartre, Saint Genet
Uno. En ocasiones casi parece que se ha convertido en un asunto de aceptación común que el camp es radical, y la obra de teatro Men de Noel Greig y Don Milligan proporciona un ejemplo conveniente del proceso por el cual me imagino que eso sucede. Men se presenta a sí misma como una polémica contra la “izquierda recta” ─ una abstracción que encarna en uno o dos de sus personajes gay centrales, un enlace sindical en una factoría de las Midlands y, en secreto el amante de Gene, un macho gay masculino y camp para el cual la obra intenta solicitar una reverencia atontada y falta de sentido crítico. Su relación se ve como continuista con los patrones dominantes de las relaciones heterosexuales, y es presentada como sinónimo de ellas, aunque no hay ningún intento de considerar, o incluso reconocer, las presiones sociales que han ido en producir la similitud. La obra concluye que la lucha política con la que Richard, el enlace sindical, está comprometido en el trabajo, puede ser asimilada por los propulsores de poder “fálicos” (no se nos permite olvidar que él es conocido por sus compañeros de trabajo como Dick), y ofrece, en el quejumbroso gemido de Gene de “Socialism is about me”, lo que se necesita para ser el énfasis correctivo. Cómo el “socialismo” debe definirse o en qué manera, exactamente, puede decirse acerca de Gene que no son asuntos que la obra encuentre adecuados para discutir, aunque queda claro que las actividades de Richard (de las que las mujeres trabajadoras son enfáticamente excluidas excepto, en una instancia, como las “víctimas” de una acción huelguista) están más allá de lo burdo. En efecto, la relación íntima de Gene con el socialismo es en gran medida dada por sentada. Su ignorancia de, e indiferencia hacia, la política, es repetidamente acentuada, aún así está de algún modo instintivamente en línea con los medios adecuados de acción política; en la escena final, Gene se convierte en el medio no solo para una serie de aforismos vagos y tendenciosos acerca del patriarcado (“el Hombre como la Naturaleza aborrece un vacío”) portentosamente pronunciados bajo el foco de atención, sino también para los ejercicios de chivo expiatorio salvajes, crueles y santurrones de Richard, que está dotado con la responsabilidad moral para su opresión. Men concluye que Richard debería permitirse convertirse en nervioso, sensual y afeminado ─un conjunto tan dudoso de Conductas Morales Positivas como el que cualquiera podría razonablemente demandar─ y se permite un final a lo Casa de muñecas en el que se nos demanda que lo tomemos como un triunfo de inteligencia radical. La confusión, desesperación y auto-opresión de Richard no están ni aquí ni allá. Todo es “su culpa”, y podemos tomar debida satisfacción en su castigo: su secreto culpable ha sido descubierto por sus compañeros de trabajo, y sus justos merecidos están al alcance de la mano.
El argumento que estoy intentado elaborar es que el camp de Gene es tomado como una validación automática del personaje. No tiene nada por lo que se le pueda recomendar más allá de un cierto carisma superficial y unos pocos epigramas astutos, con todo, su monólogo telefónico tour de force de cinco minutos al final del primer acto es considerado lo suficientemente imponente para “situar” el retrato, en los treinta minutos precedentes, de la participación política de Richard. Men arriba a su evaluación del camp por un simple proceso de elisión. La relación Richard-Gene es “como” una relación hombre/mujer. Por tanto, el camp de Gene es continuista con la identificación-mujer: o sea, es “como” un discurso feminista contra el patriarcado. Consecuentemente, el camp son los medios por los que los hombres gay se pueden convertir en mujeres-identificados = radicales = socialistas, y podemos continuar acampando y “siendo nosotros mismos” con perfecta ecuanimidad (el camp, por supuesto, se trata siempre de “ser uno mismo”) en la serena garantía de que estamos en la vanguardia de la marcha cara el futura socialista. La obra no busca en ningún momento demostrar la validez de su espurio conjunto de proposiciones. Son simplemente datos, y como tales, se relacionan de manera significativa con ciertas asunciones características del feminismo burgués. Juliet Mitchell ha argumentado, por ejemplo, que las luchas “políticas” e “ideológicas” son conceptual y prácticamente distintas, una para ser luchada por la clase trabajadora y la otra por el movimiento de las mujeres. Incluso va tan lejos como para sugerir en Woman’s Estate que la revolución debe venir ahora desde dentro de la burguesía. Gene, supuestamente clase trabajadora, es en gran medida un vocero de aspiraciones burguesas, y Men agrava la falacia de Mitchell tanto en su asimilación acrítica del camp al feminismo como en su aserción implícita de que no hay forma concebible de actividad política organizada que no reitere subrepticiamente las estructuras de poder patriarcales. Dos. El camp siempre connota “afeminamiento”, no “feminidad”. El hombre gay camp declara, la “Masculinidad es una convención opresiva a la que rechazo conformarme”, pero su inconformidad depende a cada instante de la preservación de la convención que supuestamente rechaza ─en este caso, una aceptación general de lo que constituye “un hombre”. El comportamiento camp es solo reconocible como una desviación de una norma tácita, y sin esa norma cesaría de existir; le faltaría definición. En ningún momento propone o puede proponer una crítica radical de la norma misma. Siendo esencialmente un mero juego con signos convencionales dados, el camp simplemente reemplaza los signos de masculinidad con una parodia de los signos de feminidad y refuerza las definiciones sociales existentes de ambas categorías. El estándar de “lo masculino” sigue siendo el punto fijo en relación con el cual los hombres y mujeres gay emergen como “aquello que no es masculino”. Tres. El camp requiere del escalofrío de la transgresión, el sentido de la perversidad en relación con las normas burguesas que caracterizan la degeneración del impulso romántico en la segunda mitad del siglo XIX y que culmina en Inglaterra con el esteticismo y en Francia con la decadencia. El camp es una versión domesticada de la épica de transgresión aristocrática, anarquista, una brecha en el decoro que ya no conmociona y que ha servido para confirmar la existencia de una categoría especial de persona ─el macho homosexual. El propio término “un homosexual” (del cual, finalmente, el término “ una persona gay” es solo la recuperación, aunque una progresiva) define no un objeto de elección del cual cada individuo es capaz, sino un tipo con modos de comportamiento y respuesta característicos. Sartre ha analizado, en relación con Genet, el proceso por el cual un determinado imperativo social (“He sido emplazado en tal-y-tal rol”) puede ser transformado en una elección existencial (“Por lo tanto tomaré la iniciativa de adoptarlo”); ese proceso describe la complicidad fundamental de lo que puede semejar ser un acto de autodeterminación. El camp es colaborativo en ese sentido. Cuatro. La “subversión” necesita ser evaluada no en términos de una cualidad que es supuestamente apropiada para un fenómeno sino como una relación entre un fenómeno y su contexto ─esto es, dinámicamente. Ser Quentin Crisp en los años treinta es un asunto muy diferente al de ser Quentin Crisp en el año 1978. Lo que una vez fue una afrenta ahora se ha convertido en parte del rico espectáculo de la vida. La amenaza ha sido desactivada ─y desactivada porque siempre fue superficial. El camp es individualista y apolítico, e incluso en sus momentos más perturbadores, pide poco más que una sala de estar. La observación de Susan Sontag de que “los homosexuales han apuntalado su integración en la sociedad promocionando” la sensibilidad camp me parece exacta y, en su exactitud, bastante condenatoria. Es necesario, al hacer tal juicio, disociarse uno mismo de cualquier forma simple de moralismo.
Claramente, hasta hace muy poco, las maneras de ser gay han estado tan extraordinariamente limitadas que la posibilidad de ser radicalmente gay simplemente no ha surgido en la mayoría de los casos. Pero en un contexto contemporáneo, el camp gay parece poco más que una especie de anestésico, permitiendo a uno permanecer dentro de relaciones opresivas mientras disfruta de la ilusoria confianza de que las está desobedeciendo. Cinco. La creencia en algún tipo de homosexualidad “esencial” produce, lógicamente, el concepto de Jack Babuscio de “la sensibilidad gay”, del cual el camp es supuestamente la expresión. “Defino la sensibilidad gay como una energía creativa reflejando una conciencia que es diferente del mainstream; una conciencia elevada de ciertas complicaciones humanas del sentimiento que brota del hecho de la opresión social; en resumidas cuentas, una percepción del mundo que está coloreada, moldeada, dirigida y definida por el hecho de la homesexualidad de uno”. Esta formulación contiene dos proposiciones falsas: (a) Que existe algún tipo de “conciencia mainstream” indiferenciada de la que los gays, por el mero hecho de ser gays, son absueltos; y (b) que una “percepción del mundo que es… definida por el hecho de la homesexualidad de uno” necesariamente involucra una “conciencia elevada” de cualquier cosa (excepto, por supuesto, de la homosexualidad de uno). Ciertamente aceptaría que la opresión crea el potencial para una distancia crítica de (y acción en contra) la sociedad opresora, pero uno solo tiene que considerar las varias formas de la “conciencia negativa” para percibir que la realización de ese potencial depende de otros elementos de la situación específica de uno.
No es el caso claramente que el hecho de la opresión implique un entendimiento conceptual de la base de la opresión, o que el hecho de pertenecer a un grupo oprimido implique una conciencia ideológica. La “conciencia” (que es, en sí misma, un término poco útil) no está determinada por la orientación sexual, ni hay una “sensibilidad gay”. El lugar ideológico de cualquier individuo en cualquier momento es el sitio de la intersección de cualquier número de fuerzas determinantes, y el sentido de uno mismo como “gay” es un producto determinado de esa intersección ─no un determinante del mismo. Parece extraño, en cualquier caso, citar como ejemplar de una sensibilidad gay un fenómeno que es característicamente masculino y con el que muchos hombres gay sienten poca simpatía. Seis. El fracaso para concebir una teoría de la ideología es continuista con una teoría insostenible de la elección. Sontag, adoptando un modelo conductista resumidamente crudo, señala que “el gusto gobierna toda respuesta humana libre ─en tanto opuesta a maquinal─”, y asocia “gusto” con una individualidad etérea que transciende la “programación” social. Babuscio desarrolla la misma línea argumental: “Las prendas y el decorado, por ejemplo, pueden ser medios para afirmar la identidad de uno, así como una forma de justificación en una sociedad que niega la validez esencial de uno… Por medios como estos uno intenta convertirse en lo que quiere, ejercitar algún control sobre su entorno”. Ningún escritor parece consciente que, tal y como están usadas aquí, “identidad” y “libertad” son términos problemáticos. Para explicar el hecho de que los hombres gay gravitan hacia ciertas profesiones uno tiene que aducir la “identidad social desacreditada” de los gays como el factor determinante de la elección en vez de sugerir que la elección alivia la identidad social desacreditada. Las profesiones en las que la homosexualidad masculina ha sido tradicionalmente tolerada (el teatro, la moda, decoración de interiores, entre otras) son también aquellas en las que las mujeres han sido capaces de comandar un grado de autonomía personal sin amenazar la supremacia masculina en lo más mínimo, desde que los “hombres reales”, por definición, menospreciarían estar involucrados en ellas. Es escasamente permisible explicar la asociación del hombre gay con las profesiones de “lujo” en términos de una colección de individuos que descubren, por alguna coincidencia milagrosa, que la aserción de su identidad les conduce a una personalidad singular. Siete. Cualesquiera que sean las diferencias en sus argumentos, los tres discursos sobre el camp más elaborados hasta la fecha (Sontag, Babuscio, Richard Dyer) están de acuerdo en que el gusto camp es una cuestión de “estilo” y “contenido”, ignorando el hecho de que el estilo describe un proceso de significado. La actitud camp es un modo de percepción por el cual los artefactos se convierten en el objeto de un escrutinio detenido, o fetichista. No lo “ve todo entrecomillado”, sino entre paréntesis; es un solvente del contexto. Lejos de ser un medio para la desmitificación de los artefactos, como afirma Dyer, el camp es un medio por el que ese análisis es pospuesto perpetuamente. (“Being”) El pasaje del “objeto determinado” al “fetiche” preserva al objeto a salvo y tranquilizadoramente en un vacío. Ocho. Todos los analistas del camp llegan eventualmente al mismo dilema. Por un lado, el camp “describe aquellos elementos en una persona, situación o actividad que expresan, o son creados, por una sensibilidad gay” (esto es, el camp es un atributo de algo). Por el otro, “el camp reside en gran medida en el ojo del que mira” (esto es, el camp es atribuido a alguien). (Babuscio). Esto último me parece correcto en la mayoría de los casos y la tendencia generalizadora indica muy claramente la facilidad esencial del camp. El camp intenta asimilar todo como su objeto y luego reduce todos los objetos a un conjunto de términos. Es un lenguaje de empobrecimiento: es a la vez reductivo y no analítico, los dos yendo de la mano y determinando el uno al otro. Como un fenómeno gay, el camp es un medio de traer al mundo al alcance de uno, de acomodarlo ─no de cambiarlo o conceptualizar sus relaciones. Los objetos, imágenes, valores, relaciones de opresión pueden ser recuperados adoptando el simple expediente de redescribirlos; el lenguaje del camp casi sugiere, a veces, una forma de censura en el sentido freudiano. Hay, por supuesto, un cierto modo de esteticismo contemporáneo que es consciente del concepto de camp y cuyos objetos son construidos desde dentro de esa competencia; como regla, no obstante, la concepción del camp como una propiedad o plantea la pregunta o produce esas periódicas enajenaciones mentales del ensayo de Sontag, en las cuales Alexander Pope y Mozart pueden ser reclamados para el patrimonio camp como maestros del formalismo rococó. Nueve. De acuerdo con Dyer, John Wayne y Richard Wagner pueden ser camp. Percibir a Wayne como camp es, en un nivel, simplemente demasiado fácil, y no produce ningún argumento acerca de la masculinidad que no ganaría instantáneamente la concurrencia de cualquier lector con amor propio de Daily Telegraph. Por supuesto, la “manera de ser un hombre” de Wayne es un constructo social, como lo son todas las “maneras de ser un hombre” ─incluyendo la manera camp─ e indicar eso no parecer particularmente significativo. En otro nivel, ¿qué “John Wayne”? ¿El Wayne que aboga, dentro y fuera de la pantalla, por la política de Lyndon Johnson en Vietnam y el macartismo, o el Wayne de los wésterns de John Ford? Wayne “significa” cosas muy diferentes en los dos casos, y aunque esos significados están íntimamente relacionados no pueden ser reducidos el uno al otro. Percibir a Wayne meramente como un icono de “virilidad”, de la que puede ser desacreditado desde, aparentemente, una posición de neutralidad ideológica es o complaciente o filisteo. Similarmente, considerar a Wagner como camp es, en un nivel, solo tonto, y no se puede tolerar más que otros tipos de tonterías porque se enmascare como análisis crítico. En otro nivel, previene la discusión de problemas reales levantados por la música de Wagner y el culto de Bayreuth (la discusión iniciada por Friedrich Nietzsche) y culmina corroborando la vulgar crítica burguesa del “romanticismo exagerado” de Wagner. La “perspicacia camp”, en este y otros muchos casos, es poco más que el otro lado de una variante del peor tipo de liberalismo derechista. Diez. En su ensayo, Babuscio intenta construir una relación entre el camp y la ironía que, transpira, se convierte en la misma contradicción sin resolver como aquella que aflige la definición del camp mismo. “La ironía es la materia del camp, y se refiere aquí a cualquier contraste altamente incongruente entre un individuo o cosa y su contexto o asociación”. Al final del párrafo, la ironía se ha convertido en un asunto de la “percepción de la incongruencia”. Se debe observar, primero, que la ironía es malamente definida: no involucra la incongruencia, y no es, y no puede ser, “sujeto de estudio”. La ironía es una operación del discurso que establece un complejo de tensiones entre lo que es dicho y varias calificaciones o contradicciones generadas por el proceso del decir. Además, es difícil ver en qué manera cualquiera de los “contrastes incongruentes” ofrecidos como ejemplares de la ironía camp se relacionan ya sea con el camp, con la ironía, o con “la sensibilidad gay”. ¿Debemos asumir que, porque “sagrado/profano” es una pareja incongruente, una gran cantidad de literatura medieval es camp? Más importante, Babuscio ignora la distinción crucial entre el tipo de escrutinio que disuelve las fronteras para demostrar su insustancialidad ─o los sistemas de valores que las refuerzan─ y el tipo de escrutinio que meramente busca confirmar que están allí. Como una lógica de la “transgresión”, el camp pertenece a la segunda clase. Si la transgresión de las fronteras alguna vez ha amenazado con producir la redefinición de las mismas, el estremecimiento se perdería, la excitación del “algo equivocado” desaparecería. Once. Babuscio cita a Oscar Wilde ─”Es a través del Arte, y a través del Arte solo, que nos podemos escudar de los sórdidos peligros de la existencia real”─ y añade, con aprobación, “El epigrama de Wilde apunta a un aspecto crucial de la estética camp: su oposición a la moral puritana”. Al contrario, el epigrama es una expresión suprema de la moral puritana, que puede ser casi definida por su revulsión del peligro y miseria de lo real. El puritanismo encuentra su cláusula de escape en la aspiración del alma individual hacia Dios, en una relación con la que el mundo es como mucho irrelevante y, en el peor de los casos, hostil, y Wilde simplemente redefine la salida de emergencia en términos estéticos. Sartre observa de Genet que “La Belleza del esteta es maldad disfrazada de virtud”. Lo reformularía para que se lea: “El aislamiento del estilo es el truco sucio del esteta sobre el concepto de valor, y la necesidad constante de analizar y reconstruir conceptos de valor”. Doce. El camp es crónicamente reacio a los juicios de valor, en parte por elección (la evaluación se siente que involucra la discriminación entre varios contenidos, y así pertenecer al reino de la “Alta Cultura”, “Seriedad Moral”, etc.), y en parte por defecto: la obsesión con el “estilo” entraña tanto una asombrosa irresponsabilidad con el tono como un rechazo a reconocer que los estilos son necesariamente los portadores de actitudes, juicios, valores y asunciones de las cuales es necesario ser consciente, y entre las cuales es necesario discriminar. “El género de terror, en particular, es susceptible a la interpretación camp. No todos los filmes de terror son camp, por supuesto; solo aquellos que aprovechan al máximo las convenciones estilísticas para expresar sensaciones instantáneas, entusiasmos, personalidades definidas agudamente, escandalosos e “inaceptables” sentimientos, y así sucesivamente”. (Babuscio)
¿Qué es la “sensación instantánea”? O, por ende, ¿la sensación que no es instante? ¿Y qué son las “convenciones estilísticas”? Las convenciones de una película de terror son complejas y significativas, y no pueden ser discutidas en términos de un apéndice chic a un contenido que es de algún modo separable de ellas. Ciertamente, los filmes de terror expresan “sentimientos inaceptables“ ─en efecto, existen para hacer eso─ pero leerlos como “escandalosos” en el sentido camp es protegerse a uno mismo de su extravagancia real, recuperarlos como objetos de “buen-mal gusto” (que es lo que los críticos burgueses hacen de todos modos). Una vez que uno ha efectuado la distinción imposible e insignificante entre las “consideraciones morales y estéticas” (Babuscio), se convierte en perfectamente factible asociar la inteligencia crítica de las películas de Josef von Sternberg con lo coqueto, vulgar, fantasías sexistas de los musicales de Busby Berkeley, o confundir la complicidad grotesca de la personalidad de Mae West con el “exceso” de la interpretación de Jennifer Jones en Duel in the Sun (King Vidor, 1946) o de Bette Davis en Beyond the Forest (Vidor, 1949), donde el exceso es una función de una crítica activa de los roles de género opresivos. Aunque aparentemente demande nuevos criterios de juicio, el camp está mientras tanto consintiendo silenciosamente los antiguos. Meramente se apodera de estándares existentes de “mal gusto” e insiste en que gusten. Trece. El camp tiene un cierto valor mínimo, en contextos restringidos, como una forma de épater le bourgeois, pero el placer (en sí mismo genuino y suficientemente válido) de escandalizar a ciudadanos firmes no debería ser confundido con el radicalismo. Todavía menos debería “la muy ajustada convivencia que hace tan bueno ser una de las reinas”, en la frase de Dyer, ser ofrecido como un modelo constructivo de “comunidad en opresión”. (Dyer, “Being”). Las connotaciones positivas ─una insistencia en la otredad de uno, un rechazo de pasar como straight─ están tan irremediablemente comprometidas por la complicidad en las formulaciones tradicionales, opresivas, de esa otredad, que “camping around” es a menudo poco más que ser “uno de los chicos” en la marquesina rosa. No deberíamos, al rebufo de Dyer, sentirlo incumbente en nosotros defender el camp bajo los cargos de “defraudar al flanco” o querer ser John Wayne. El camp es simplemente una manera en la que los hombres gays han recuperado su opresión, y necesita ser criticado como tal.
NICOLAS ROEG
por Manny Farber y Patricia Patterson
en Farber on Film: The Complete Film Writings of Manny Farber. Ed: A Library of America Special Publication, 2009; págs. 731-738.
“Es algo que me obsesiona: la idea de dónde, cómo nos acercamos, y dónde alcanzamos finalmente nuestras propias escenas de muerte. Hoy en día, cuando la gente habla del cine gótico, está hablando realmente del camp. Es muy triste, porque el gótico es una influencia cultural tremenda, no es para nada una cosa divertida”.
Nicolas Roeg
Camarógrafo por mucho tiempo (desde 1947) en algunos proyectos únicos, Petulia para Dick Lester y The Masque of the Red Death para Roger Corman, Nicolas Roeg es un elegante, si acaso arty, director con un historial imponente: un filme de acción rápido, brutal, drogado, sobre la sexualidad pervertida como la clave para la violencia (Performance, una colaboración con Donald Cammell: “Es imposible averiguar quién hizo qué”); una perspicaz lectura del comportamiento infantil hecha con el ojo de un documentalista, demostrando la idea, vertebradora de su carrera, de que el mundo, cualesquiera que sean sus faltas, es visualmente imponente (Walkabout); y su filme más complejo hasta la fecha, un laberinto a lo Henry James construido alrededor de la brillante interpretación sombría de Donald Sutherland de un hombre cauteloso, práctico, en una ciudad incontrolable (“No espere demasiado, Señor Baxter”, le dice el inspector de policía del antiguo laberinto de Venecia, que finalmente destruye a Sutherland y su obstinación en Don’t Look Now).
Siempre envuelto en esto-contra-aquello, la coexistencia de contradicciones, los filmes muy atléticos de Roeg están llenos de estrategias barrocas ─montaje sincopado y nervioso, una escala patas arribas, un espacio con forma de acuario en el que el silencio es un efecto fundamental junto con la sensación de gente flotando, como si estuviera soñando, hacia el frente de una estirada, siniestra inmensidad ─y la impresión de que la gente no ama la vida lo suficiente; o son demasiado rígidos o testarudos para obtener tanto de la vida como podrían.
Su filme extremadamente facetado es muy obsequioso, pero el encanto ─los lindos planos de animales, cosmopolitas impecablemente arreglados y bonitas puestas de sol─ cuenta mucho menos que el uso astuto del medio. Cada película empieza con una mínima idea para la trama ─tres niños a la deriva en el outback australiano; un gánster escondiéndose del sindicato en una bruma de drogas de un manipulador erótico, transexualidad y referencias literarias; un restaurador de iglesias recibiendo un mensaje desde la tumba de que su hija está en peligro (“Mi hija no manda mensajes, Laura… ¡está muerta, muerta, muerta!”)─ y luego se construye hacia un intrincado, semi-impecable, absorbente mezcla de lo ominoso y lo líricamente sensual.
Mientras que los alemanes radicales estaban recogiendo la pancarta de la actitud ocurrente de Warhol, parecería que los tres grandes de Inglaterra ─Losey, Boorman y Roeg─ tenían fijación con Muriel, su destreza principesca y fervor izquierdista. Hablando del modo en el que los franceses se manejaron en Algeria y la II Guerra Mundial, la película de Resnais acerca de Boulogne, una ciudad dividida por su bombardeado pasado y su reconstruido presente de posguerra, muestra las marcas dejadas en sus ciudadanos por las partes sórdidas o desencantadas que jugaron en las dos guerras.
Las estrategias contra-narrativas de Muriel aparecen repetidamente en el filme barroco inglés, particularmente los cortes rápidos que producen un efecto de onda de planos para cada evento, la banda sonora disyuntiva situada en ángulos extraños a la presencia de personas, y la sensación de gente civilizada, de clase media, atrapada en medio de la corrupción que se instaló sin que se diesen cuenta. Sobre todo, responde a una síntesis de paisaje-persona, el efecto de la gente momentáneamente atada en un entorno subversivo. El terreno, potentemente presente, se convierte en el evento principal, y la cámara se transforma en el cerebro de la operación, el arma principal para exponer la corrosión social en la pesadilla de L.A. estéril, plástica, de edificios de oficinas brillantes, tiendas de coches usados y carteleras descomunales (Point Blank de Boorman), o la corrosión siendo revocada en los tres filmes de Roeg, donde el terreno exótico señala las deficiencias en una señorita ordenada, un gánster muy masculino, y un arquitecto demasiado sensato.
En la extrañeza surrealista de Roeg, hay siempre un sobrecogedor mensaje de que Londres, dentro y fuera (Performance), el desolado desierto australiano (Walkabout) y los corredores góticos y vías fluviales de Venecia (Don’t Look Now) existieron antes de que su gente hubiese nacido y seguirán allí después de que mueran, lo cual ocurre a menudo en tres filmes encorchetados por muertes, de proa a popa. Este último filme, que empieza con la hija de un restaurador de iglesias persiguiendo una pelota de goma hacia un lago y ahogándose, y termina con su padre asesinado por un enano con cara de garfio vistiendo el reluciente impermeable rojo de su hija (bastante extraño), crea un auténtico terror adulto. Mientras la pareja Baxter (Sutherland y Julie Christie) se ve entrelazada con una psíquica inglesa y su hermana, que están haciendo turismo por Venecia, la escritura enajenada de Daphne Du Maurier se endurece con un interesante retrato de Venecia en el invierno, poniendo al espectador en contacto con las superficies de la ciudad, alturas, humedad, ratas, vestíbulos, canales.
“Oh, no esté triste. He visto a su hija sentada entre usted y su marido… y se está riendo, es muy feliz, sabe”. El restaurador de iglesias de Sutherland, clarividente él mismo pero lo resiste, no presta atención a los mensajes de Hilary Mason provenientes de su hija Christine. Pero el uso de Roeg de esta inglesa solterona trasnochada, ciega, muestra la habilidad de Hitchcock para exprimir terror de personajes secundarios enigmáticos, sumada a ella su propia astucia geográfica por enredar los posibles rasgos siniestros de un personaje en un profundo y amenazador espacio. Roeg es muy inventivo y agradablemente artificial (en el estilo de Hitchcock de falsa pista) usando a su inquietante cara de luna y extenso cuerpo de paso corto para animar el terreno poco favorable, impredecible, de su ciudad. Luciéndola con picardía en los fondos, coreografiándola en la más incómoda relación con camas, sillas de coro, mementos de repisa, sacando su benevolencia fanática, de tía solterona, con una cámara funcionando a la manera de una liebre americana. La película gótica de Roeg tiene una riqueza escena-por-escena única en los filmes.
Más que un director mono, absorto con su cámara, cogiendo temas pintorescos (drogas, transexualidad, la voluntad y lo sobrenatural), Roeg es un animista de los teatros de estreno. Insinúa que una estatua medieval, una bandada de patos aleteando en un canal embarrado, los diminutos azulejos de mosaico pisoteados por el zapato de un obispo, están tan vivos con posibilidades siniestras como la ciudad intimidante y la gente motivada cuestionablemente.
Cortando bruscamente en personas a la mitad de una acción, cubriendo cada evento con un enfoque de cámara tras otro, desde el extremo espacio profundo hasta el primer plano, Don’t Look Now es un filme muy activo empleando los efectos de estiramiento, iluminación operística y gente elegante del arte manierista. En cada plano, la psíquica ciega es presentada diferentemente: variadamente vista desde abajo, como un plano detalle de sus ojos azules y sin iris, o como una inquietante figura minúscula pasando sus manos a través de las barandas de una silla de coro. El aspecto del cine de Roeg está desposado con cambios extremos en la escala y punto de vista. Enhebra todas las partes del medio para cada situación, usando dispositivos tan sospechosos como la cámara lenta, zooms y fotogramas congelados para crear la densidad de un acuario.
Si no la mejor escena, la más vistosa set piece de Don’t Look Now es un acto sexual de Sutherland-Christie, todo superficie sin interiores, que apenas esquiva el esnobismo de una revista de moda, pero ilustra cuán lejos Roeg se puede desviar del contenido central de una escena para expandir sus ideas y dar una sensación de problema acechante. La escena no es la más adorable: el sexo podría ser interpretado solamente por los más esbeltos, ágiles y ricachos… a los actores se les concede el tratamiento del glamur completo: sombras, efectos elegantes de serpentina con sus torsos. Es interesante que el material extrapolado de Roeg invariablemente endurezca el evento, sugiriendo amenaza de los bajos fondos, ya sea espiritualmente como psicológicamente. En este caso, una secuencia punto-raya de planos, en la cual el movimiento serpentino del coito es alternado con planos verticales en la mitad del torso de una u otra persona vistiéndose, (1) se convierte en algo más elegantemente visible; (2) sitúa a la gente más firmemente en un estrato social selecto, afectado, y (3) subraya la conexión rumiante, preocupada, incluso frágil, con el paisaje inasible de Venecia.
A Roeg le atraen las tácticas de tanques, como focos con lente de pez, reflejos convexos y movimiento nervioso. La mitad de las veces, sus gente están en un espacio medio o profundo, pero hay un acercamiento y retroceso impredecibles hacia la cámara, a la manera en la que un pez se mueve cara el cristal de un acuario. Cuando Jagger, un cantante en quiebra de Performance pasando su tiempo en exótica decadencia, canta su “Memo from Turner”, retando la idea de masculinidad del sindicato, sus mofas empujan su cara cerca de una lente convexa, lo que extiende y demoniza sus rasgos. Esta misma maniobra de lente en la siesta del niño en Walkabout se supone que sugiere calor pulverizador del desierto.
La cantidad de detalle y demoras complicadas que son tejidas en una única línea fluida de acción es asombrosa, probablemente única en la historia de los filmes de acción. El montaje elíptico de Resnais se convierte en mucho más agresivo y pirotécnico mediante una vuelta hacia atrás, actitud de reevaluación y un deseo hitchcockiano de expulsarte de la trama principal en movimiento. Una simple acción, Sutherland posicionando una estatua, tres personas encontrándose en un muelle, se mueve hacia adelante por un infinito número de digresiones (no estás seguro de lo que estas significan, pero sientes que es algo). Una simple situación se fragmenta en aspectos subterráneos: ¿por qué el primer plano de un obispo elegante tipo Rex Harrison abriendo su abrigo para coger un pañuelo tiene un impacto tan desestabilizador? Cortando a través de la circulación normal de un encuentro mundano con un gesto enigmático que llena la pantalla entera, añade a la creciente malevolencia que rodea a Sutherland. Siguiendo el gesto del abrigo, las palabras murmuradas del obispo discreto, “teniendo en cuenta que es la casa de Dios, no se ocupa de ella… a lo mejor tiene otras prioridades”, suscitan la misma respuesta de ¿he-visto-bien?, ¿he-oído-bien?
Tres eventos ─la caída desde el andamiaje, el posicionamiento de la estatua en el muro exterior de la iglesia, la entrevista de Sutherland con el ambivalente, sospechoso, inspector de policía (una insolente, extraña, muy efectiva interpretación)─ se encuentran en el corazón de este estilo cubista en espiral, en donde hay siempre la sensación de un evento siendo excavado para cualesquiera potenciales intrigas. Sutherland está en un andamiaje construido de manera poco profesional, chirriante, tres pisos arriba, comprobando algunos nuevos mosaicos en comparación con los originales en una pintura de la pared. Una tabla se suelta por encima de él, se estrella, rompiendo el andamiaje. Sutherland y los mosaicos diminutos son enviados al vuelo. La suavidad de este accidente es constantemente rebanada, así que el evento es mostrado de forma cubista desde varios lados. Junto con la cualidad ligera, conmovedora, de un momento-en-el-tiempo, se encuentra la sensación de una película haciendo espiral sobre sí misma, revelando mucho sin parecer artificial. La escena termina finalmente en un canal muy lejos de la iglesia: la policía draga una víctima de asesinato del canal, alzando por grúa su humillada forma del agua contaminada. El desalentador cuadro, visto desde la distancia, sugiere una vergonzosa crucifixión invertida; Sutherland, apenas recuperado de su caída, difícilmente puede asimilar esta nueva evidencia del horror y desperdicio merodeando la ciudad.
El complejo estilo gótico de Roeg también involucra:
(1) poner a sus personajes bien parecidos en un trampolín desorientador: la sensación del trampolín es una de dislocación, de estar en una suspensión de alzamiento-caída sin una noción segura de suelo. El andamiaje chirría lentamente de acá para allá: cada movimiento hacia la derecha revela un enorme ojo bizantino permaneciendo entre los tobillos de Sutherland; mucho más abajo, el funesto obispo observa una situación tensa a punto de explotar.
(2) fastidiar la escala del universo: cuando los dos niños de Walkabout, la señorita limpia y el señor explorador, comienzan su prueba en el outback, sus zapatos de tacón bajo de colegiala pasan flotando tras un reptil de ocho pulgadas; la cámara hace zoom in para revelar una criatura silbante, con lengua de víbora salida de El Bosco con una melena como un dinosaurio.
(3) sugiriendo la cualidad del silencio: el estilo enfatiza constantemente los intervalos entre la gente, partes de sonidos y eventos. El silencio tiene lugar en la tierra de nadie cuando la persona y/o el espectador intentan digerir experiencias diferentes. Dos críos duermen tranquilamente al lado de un charco. Mientras duermen y la noche pasa a través de cinco estados lumínicos, una serpiente enorme se desliza alrededor de una rama cercana a sus cuerpos, un wómbat se contonea husmeándolos, sin asustar ni despertar a ninguno, particularmente el rubio hecho polvo y sonriendo en medio de esta encrucijada de animales.
(4) usando un distintivo ritmo de cortes para cada sección: la apertura intrigante de Don’t Look Now comienza con lluvia en el lago y termina con el grito abrupto de Christie, a la visión del cadáver de su hija en los brazos de su marido; es un entrecruzado de planos, cada uno ligeramente hacia la izquierda o derecha del precedente. Cuando el muchacho aborigen aparece por primera vez en Walkabout, una silueta diminuta en el horizonte, avanzando en un zigzag serpenteante colina abajo hacia la hermana y hermano exhaustos, esta estrategia izquierda-derecha sigue una ruta expresionista más lenta (primer plano de un lagarto corpulento tragándose uno más pequeño, planos congelados del cazador triunfante, el parpadeo de Lucien John se asombra con el acercamiento giratorio del negro) hacia una opulencia de marca personal.
En Muriel, la cualidad primordial era el frío éxtasis de la fisicidad con la vieja-nueva ciudad y la triste transitoriedad de la gente, sus delirios y obsesiones. Walkabout está llena de tristeza, en este caso el divorcio de la gente de clase media de Sydney con la Naturaleza. Su quebradizo aislamiento es hábilmente condensado en una set piece siniestra de planos como cartas. Esta extraña síntesis tiene la precisión aristocrática de Resnais y su frialdad: una chica entusiasta-por-conformarse practicando ejercicios respiratorios en una clase de voz, un niño permaneciendo entre peatones en una esquina muy transitada con encantadora confianza en sí mismo, un plano de una pared de ladrillo que panea hacia la derecha para exponer el outback desolado, una imagen tipo Hockney del padre, con cocktail en la mano, mirando dispépticamente a sus dos críos jugueteando en una espléndida piscina frente al mar. Esta sección en staccato se parece tanto a un cuchillo afilado… como si los edificios estuviesen succionando la vida de la gente. Walkabout, que comienza con un tipo de suicidio, el loco padre de los niños intentando dispararles (“¡venga ya!… se está haciendo tarde, tenemos que irnos ahora, no podemos perder tiempo”) y derribando solo a los soldados de hojalata del niño de un canto rodado antes de matarse a sí mismo, y termina con la muerte ritualizada y voluntariosa de un joven aborigen, te hace pensar en la fórmula básica de la tejedora: una puntada de crueldad, una puntada de encanto. La historia: una adolescente antiséptica (Jenny Agutter) y su hermano acumulador de juguetes (Lucien John) son dejados a la deriva en el borde de un desierto inmenso debido al suicidio de su padre. Un aborigen alegremente estoico (David Gulpilil), un cazador serpenteante de animales en un viaje solitario para probar su hombría, los descubre al límite del agotamiento, y los guía de vuelta a la civilización, donde la chica se retira de nuevo a su personaje valeroso como Áyax, y el negro, leyendo su miedo sexual como una señal de muerte, se cuelga a sí mismo.
La película muestra a su director como un psiquiatra sentimental a lo R.D. Laing creando un reino maravillosamente encantado de serpientes, arañas, wómbats… con un giro anti-capitalista y una solución sentimental de vuelta-a-la-Naturaleza con respecto a los problemas de la civilización. Una especie de cuento de hadas a lo Hansel y Gretel: expulsados en el bosque por los padres, llegando a la arpía en la casa de pan de jengibre, tirando a la bruja en el caldero hirviendo, etc. La película góticamente subrayada, algo ostentosa, no solo responde a la idea de Laing de que esa sociedad-perversión de la familia nuclear es el camino más seguro hacia la miseria, sino que posee el regocijo auténtico de una novela de aventuras. Es mitad magia desgarradora, como un Jr. Moby Dick, y mitad empalagoso Kodak.
Dentro de su tempo golpeado por el sol, imágenes de paisaje exuberante y montaje asociativo, Walkabout es una impresión pesimista de dos niños de Sydney civilizados hasta la muerte por una ciudad alienante, la enseñanza y la familia, casi zumbando a la libertad a través de su odisea pero sin conseguirlo. Una de las últimas palabras que el padre de cara apretada dice a su hijo, masticando un dulce de azúcar terciado con mantequilla en el asiento trasero del VW: “No comas con la boca llena, hijo”. Más tarde, durante su expedición por el desierto, su tensa hermana le reprende: “Cuida de tus prendas, la gente pensará que somos vagabundos”. El chico, animado y preparado para creer, echa una mirada alrededor de la desolación australiana: “¿Qué gente?” Mientras que en la familia son todo reglas, el aborigen responde directamente a la necesidad del momento. La película trata toda sobre regalos: el regalo del muchacho negro es enseñar al niño de Sydney los conocimientos para la supervivencia, sentido práctico, en oposición al acatamiento de leyes.
Uno de los regalos de la película hacia una audiencia es una exhibición del Cuatro de julio de trucos de cámara, perspicacias de infancia, un amontonamiento estrafalario de detalles en un encuadre apiñado. El muchacho joven viendo al aborigen en la distancia parpadea, sus ojos no paran de saltar durante los tres minutos siguientes. El aborigen está cazando un gigante lagarto del desierto: mientras se arremolina más cerca, te das cuenta de su cintura, rodeada por un anillo de lagartos muertos, plagada de 50 moscas y su zumbido en la banda sonora: bzzz… bzzz… bzzz. La banda sonora de la película está llena de muchos sonidos no-humanos similares mezclados con el silencio, música voluptuosa y a veces una voz humana. El niño pequeño a menudo imita motores de coches, aviones: “bam… bam…”, apuntando una verde pistola de agua de plástico a un avión imaginario, después de lo cual su harto padre, en el VW, para de leer su informe geológico, desembarca del coche, y usa su rifle de caza sobre el chico. De nuevo, Roeg nos da una puntada de crueldad, una puntada de encanto.
Una escena promedia es una experiencia maravillosa de profundidad de foco que avanza hacia adelante como un entrecruzado meticuloso de asociaciones libres. Encontrándose con algunos camellos (o cámaras –la película tiene una docena operando en cada evento) en la distancia, el chico responsable, de puntillas, se imagina una caravana de buscadores del 1900 cabalgando los camellos. La escena alterna entre su ensueño y la fantasía de su hermana que está remachada en las nalgas apretadas y musculosas de su salvador aborigen. La escena ondulante, azotada por el sol, está llena hasta rebosar: planos de panorama de los camellos que circulan alrededor de los tres jóvenes, primeros planos de los pies de los chicos mostrando la dificultad de caminar a través de la arena y calor, el niño portando una galantería imaginaria con sus compañeros viajeros fantaseados, quitándose su gorra escolar cada vez que la escena de la caravana lo alcanza.
Una cosa que la película siempre está diciendo es “sé abierto, sé abierto”. Es rigidez lo que mantiene a Jenny, abreviatura de higiénica (“tienes que hacer que tus prendas duren”), atrapada en el mundo de su madre de trabajos, tiempo y utensilios de cocina. El director está siempre disponible para la posibilidad del mal. La autoridad adolescente y frialdad de Jenny es monstruosa desde el principio hasta el final. No es que la chica sea cruel sino que es insensible a cualquier cosa salvo al mundo mientras lo definen anuncios de radio. Es la quintaesencia de la salud y la hermosura, abundancia de calcio y fruta buena, pero, a pesar de su belleza exuberante, es algo malhumorada, indiferente y fanáticamente convencional. Se sienta embelesada con una lección de la radio en cómo usar un cuchillo de pescado. Roeg, que cree que el mundo se ha vuelto loco por la salud, que la idea de la salud perfecta ha reemplazado la religión, la familia, consecuencias, ama paradójicamente los cuerpos hermosos, los animales, el follaje. Sus películas son dulces de más por su lujo: piel bella, flores, nalgas casi desnudas.
Su grandilocuente e intimidante trabajo descansa algo precariamente en el filo agridulce de una espada: por un lado, una predilección por tratar únicamente con la gente guapa y fotografía National Geographic (ahora mismo, está trabajando con David Bowie en Nuevo México) al lado de un talento para expresar las profundidades primordiales estallando en el mundo moderno. Su filme es el de un sensualista saboreador, pensativo, idealizador, que puede degenerar una película con insinuaciones sexuales disparatadas y puestas de sol floridas que te desesperan. A la vez, como Resnais, no es coercitivo: no insiste en que veas las cosas, gente o eventos a través de sus ojos. Su película laberíntica, que te mantiene enredado a cada uno de sus instantes, es una protesta contra la existencia suave, armoniosa, lo gris de los filmes vecinos. Desde la agresiva, propagandística Performance (haz el amor y no la guerra) hasta el intento serio de hacer de Don’t Look Now una película gótica moderna, el mensaje de Roeg ha sido: la vida más plena es aquella que se aventaja a sí misma de todos los signos-regalos que la vida arroja en el camino del individuo. Hay más riqueza periférica en la secuencia del andamiaje que en toda Night Moves, con su anticuado pregón de las caras de los actores, o The Passenger, donde los paisajes revelan su identidad espléndida en un instante.