07/01/22
Maskerade (Willi Forst, 1934) me resulta un filme en el que yo, como espectador, vivo la vida de los planos con una expectación muy superior con la que pasan por mis ojos construcciones más secuenciales como las de House of Bamboo (Samuel Fuller, 1955), y es que ahí, como en tantas otras películas alrededor de ese año, antes y después, sin establecer ninguna corriente unívoca ni nada por el estilo, me permitiré decir que se giraba alrededor de un espacio cuya preeminencia como tal reinaba antes de que el aparato, eminentemente dirigido a la ductilidad por contraposición, choque, adición, interviniese sobre la realidad creando formas férreas y, por tanto, en ocasiones, fáciles de anticipar por una recepción que se ha habituado a los procederes de la cámara y a las decisiones de puesta en forma. Ahí nos permitíamos el lujo de contemplar la escena, sin cortes, viendo los cuerpos enteros durante una conversación antes del primer travelling de acercamiento minutos más tarde (Sandy interrogando subrepticiamente a Mariko), un proceder enmarcado en una visión de conjunto donde casi podemos palpar con tres movimientos la escena completa, ligero estatismo que alguno podría calificar, no sin desatino, de elegancia seca. Una vida del plano mucho menos insospechada que en The Crimson Kimono (Fuller, 1959), película que vive más en ese movimiento del aparato dentro de un drama evolutivo que en los propios momentos donde la cámara se detiene.
Pues bien, la secuencia de House of Bamboo, tomada en su claridad de movimientos recapitulados por la mente una vez terminada, incluso recreados segundos antes de ejercitarse, no tiene demasiado que ver con una gran recogida de películas pre-Código Hays americano, donde creo, echándome a la mar, que el corte tenía una naturaleza diferente, e incluso en aquellos filmes donde preponderaba menos este, la escena propendía más a la ductilidad desatada, donde un movimiento cambiaba tres motivos diferentes, y uno ha sido incapaz de hacerse el cuadro, encasillar al autor, porque también ha arrasado con su previsión.
Volvemos al ejemplo inicial, ya llegando a Austria, saliendo de América, y con Willi Forst. Maskerade. Una sucesión de planos, incluidos los detalle, donde se escenifica una amenaza en toda su polisemia juguetona, y la escena, el carnaval, interactúa exorbitante con el primer término, adquiere una relevancia evidente por muy claras que estén las distancias sociales. Una pistola, tres cigarrillos, una bala, la elección será de Anton Walbrook, o eso creerá él, tan impositivo como inocente, caprichoso, cruel. Al final, claro, la que reina es Olga Tschechowa, femme fatale que fácilmente podría regir en una gran screwball de la época, pero también en un perfecto noir americano. Primero es cotorra, luego se recrea en sus dotes de mala bicha, acto seguido se medio arrepiente en silencio mirando a Caruso, o a quien toque mirar, ojeada perdida. Retornamos, estábamos con la pistola. Perfecto gadget, en ella está la bala y los tres cigarrillos. Pero Walbrook prefiere otro objeto, sus eternos dulces Sacher, que ofrece no sin retranca a la Anita, y aquí es donde pasa lo extraordinario, el enigma del filme, o uno de sus más grandes, el carnaval retorna en estampida, y se lleva a Anita sin que los ojos tengan la sensación de que eso ha ocurrido, simplemente ha desaparecido, truco de magia, el conejo vuelve a la chistera. Ahora, congelando la imagen, el encanto no desaparece. Anita sí, por un rato.