“EL CINE” (Virginia Woolf, 1926) en Horas en una biblioteca, Seix Barral, 2016; págs. 323 – 330. Traductor: Miguel Martínez-Lage. Originalmente en: The Nation and Athenaeum (3 de julio de 1926).
Dice la gente que el buen salvaje ha dejado de existir en nosotros, que estamos en una fase terminal de la civilización, que ya todo está dicho, que es muy tarde para tener ambiciones. Estos filósofos seguramente se han olvidado del cine. Nunca han visto al buen salvaje del siglo XX cuando este va a ver una película. Nunca se han sentado ante la pantalla grande, ni han pensado en que por muy vestidos que vayan, por gruesa que sea la alfombra en la que han plantado los pies, ninguna distancia los separa de aquellos hombres desnudos, de ojos ardientes, que golpeaban una con otra dos barras de hierro y oían en el clangor un preanuncio de la música de Mozart.
En este caso, cómo no, los barrotes están forjados, y tan cubiertos por un cúmulo de materia ajena que resulta sumamente difícil oír nada con una cierta claridad. Todo es barullo, ruido de fondo, caos. Nos asomamos al borde de un caldero en el que parece que bullen fragmentos de todas las formas y sabores; de vez en cuando cuaja en la superficie algo de gran vastedad, que parece a punto de rebosar del caldero. Sin embargo, a primera vista, el arte del cine parece simple, casi estúpido. El rey estrecha la mano de todo un equipo de fútbol; aparece el yate de Sir Thomas Lipton; Jack Horner se alza con el triunfo en el Grand National. El ojo todo lo absorbe simultáneamente, y el cerebro, gratamente excitado, se acomoda a contemplar cómo suceden las cosas sin tomarse la molestia de pensar en nada. El ojo normal y corriente, el ojo poco o nada estético de los ingleses, viene a ser un sencillo mecanismo que se cuida de que el cuerpo no caiga por la trampilla de una carbonera, que proporciona al cerebro juguetes y chucherías para mantenerlo tranquilo, y que es de fiar, porque habrá de comportarse igual que una doncella competente cuando el cerebro llegue a la conclusión de que ya va siendo hora de despertar. ¿Qué sentido tiene, pues, excitarse de golpe en plena somnolencia, y todo para pedir auxilio? El ojo está en aprietos. El ojo necesita socorro. El ojo dice al cerebro: «Está pasando algo que yo no entiendo ni de lejos. Se te necesita aquí». Juntos, contemplan al rey, contemplan el barco, contemplan el caballo, y el cerebro ve de inmediato que han adquirido una cualidad que no se corresponde con la fotografía del natural. Se han convertido en algo no más bello en el sentido en que lo son las imágenes, sino, digamos (nuestro vocabulario es precariamente insuficiente), más real, o real quizá, pero con una realidad distinta, ¿seguro?, de la que percibimos en la vida cotidiana. Los contemplamos como son cuando no están. Vemos la vida como si no tuviéramos ningún papel en ella. Mirando la pantalla, nos parece estar lejos de las mezquindades de la existencia real. El caballo no va a soltarnos una coz. El rey no nos dará un apretón de mano. La ola no nos mojará los pies. Desde tal punto de vista, observando las extravagancias de nuestros semejantes, tenemos tiempo de sentir a la vez la compasión y la diversión, de dotar a un solo hombre de todos los atributos de la raza. Ver cómo navega el barco y cómo rompe la ola nos permite disponer del tiempo de abrir la mente a la belleza y de registrarla por encima de la extraña sensación que supone: esa belleza seguirá intacta, florecerá siempre, tanto si se contempla como si no. Por si fuera poco, todo esto sucedió hace una decena de años, o eso se nos dice. Contemplamos un mundo que se han tragado las olas. Las recién casadas salen de la abadía, pero ahora ya son madres. Los allegados se muestran ardientes, pero hoy han callado. Las madres, llorosas; los invitados, contentos. Se ha ganado, se ha perdido, se ha terminado. La guerra abrió su abismo a los pies de toda esta inocencia, de toda esta ignorancia, pero de tal modo que bailamos, hicimos piruetas, bregamos, deseamos, de modo que brillara el sol y corriesen las nubes, y así hasta el final.
En cambio, los cineastas parecen insatisfechos con tan obvias fuentes de interés como es el caso del paso del tiempo y la sugestión que la realidad desprende. Desprecian el vuelo de las gaviotas, los barcos en el Támesis; desprecian al príncipe de Gales, Mile End Road, Piccadilly Circus. Desean mejorar, alterar, crear un arte propio. Es natural; parece que es mucho lo que entra en su espectro. Son muchas las artes que parecen dispuestas a prestar ayuda. Diríase que todas las novelas famosas del mundo, con sus personajes y escenas de sobra conocidos, están a la espera de encontrar la película que las refleje. ¿Hay algo más fácil, más simple? El cine cae sobre su presa con rapacidad inmensa, y hasta este momento subsiste sobre todo gracias a los despojos de su infortunada víctima. Pero los resultados son desastrosos para ambos. La alianza es contra natura. Ojo y cerebro se desgarran de un modo despiadado cuando en vano tratan de funcionar en pareja. Dice el ojo: «He aquí a Ana Karenina». Aparece una voluptuosa señora con vestido de terciopelo negro y collar de perlas. El cerebro, en cambio, dice: «Esa es tan Ana Karenina como podría ser la reina Victoria». Y es que el cerebro conoce a Ana Karenina casi en la totalidad de su espíritu: su encanto, su pasión, su desespero. El énfasis que pone el cine recaerá en sus dientes, sus perlas, su terciopelo negro. Entonces, «Ana se enamora de Vronski», esto es, la dama del terciopelo negro cae en brazos de un caballero de uniforme, y se besan con suculencia enorme, con gran intención, con gesticulación infinita, en un sofá de una biblioteca extremadamente oportuna, mientras un jardinero a la sazón siega el césped de la entrada. Así vamos y venimos a tirones a lo largo de las novelas más famosas del mundo. Así las manifestamos en una sola sílaba, escrita, por qué no, con la caligrafía de un chiquilicuatre analfabeto. Un beso es el amor. Una taza rota son los celos. Una sonrisa es la felicidad. La muerte es un féretro. Ninguna de estas cosas guarda la más mínima conexión con la novela que escribió Tolstói, y solo cuando renunciamos a relacionar las imágenes del libro con las escenas accidentales que nos llegan ─por ejemplo, el jardinero que siega el césped─ colegimos de qué sería el cine capaz si se le dejase a sus anchas.
Ya, claro, pero ¿cuáles son esos recursos que tiene? Si dejara de ser un parásito, ¿cómo caminaría erguido? En la actualidad, solo a partir de indicios puede uno formarse una conjetura. Por ejemplo: el otro día, en un pase del Doctor Caligari apareció una sombra en forma de renacuajo en una de las esquinas de la pantalla. Se fue hinchando hasta alcanzar un tamaño descomunal, retembló, se sobró, volvió al cabo a ser inexistente. Por un instante, pareció encarnar una imaginación monstruosamente enferma en el cerebro de un lunático. Por un momento pareció que pudiera ser transmitida con más eficacia por medio de la forma que por medio de las palabras. El monstruoso, temblequeante renacuajo parecía ser la encarnación misma del miedo, y no la proclama de «Tengo miedo». De hecho, la sombra era mero accidente, el efecto no era intencionado. Pero si una sombra en un momento determinado puede llegar a sugerir tanto más que los gestos y palabras reales de los hombres y mujeres que son presa del miedo, parece evidente que el cine tiene en su poder innumerables símbolos de la emoción que hasta el momento no han encontrado el cauce de expresión más idóneo. Además de sus formas habituales, el terror tiene la forma de un renacuajo: se hincha, prospera, tiembla, desaparece. La cólera deja de ser tan solo despotricar y retórica, caras coloradas, puños cerrados. Tal vez sea una línea negra que culebrea sobre una sábana blanca. Ana y Vronski ya no tienen que hacer muecas. Tienen a su entera disposición… ¿el qué? ¿Hay acaso, nos preguntamos, un lenguaje secreto que sentimos y vemos, que nunca decimos? En tal caso, ¿puede ser visible? ¿Hay alguna característica que posea el pensamiento y que pueda plasmarse visiblemente sin ayuda de las palabras? Tiene velocidad y tiene lentitud; tiene las virtudes de una flecha, a la par que una circunlocución vaporosa. Pero también tiene, especialmente en los momentos de emoción, el poder de plasmarse en imágenes, la necesidad de cargar su pesado fardo sobre otros hombros, de que una imagen corra a su lado. Por algún motivo, la semejanza del pensamiento es más bella, más comprensible, más asequible, que el pensamiento mismo. Como todo el mundo sabe, en Shakespeare las ideas más complejas forman cadenas de imágenes a lo largo de las cuales ascendemos, cambiamos, bajamos, hasta llegar a la luz del día. Pero es evidente que las imágenes de un poeta no se han de forjar en bronce, no se han de perfilar a lápiz. Son un compendio de millares de sugerencias, de las cuales la visual es solo la más obvia, o la superior. Hasta la imagen más sencilla, «Mi amor es como una rosa roja, rojísima, que ha brotado en junio», nos ofrece una sensación de humedad y de calor, y el resplandor del carmesí, y la suavidad de los pétalos, mezcladas de manera indisoluble, tendidas sobre una rima que es en sí la voz de la pasión y del titubeo del amante. Todo esto, que es asequible a las palabras, y solo a las palabras, es lo que el cine tiene que evitar.
Con todo y con eso, si es tan grande la parte de nuestro pensamiento y sentimiento relacionada con la vista, algún residuo de emoción visual, que no le sirve de nada al pintor, ni al poeta, tal vez aún aguarde al cine. Es muy probable que tales símbolos sean asaz distintos de los objetos reales que vemos ante nuestros propios ojos. Una abstracción, algo que exige muy poca colaboración de la palabra o de la música para ser inteligible, si bien las usa de manera ancilar… de tales abstracciones con el tiempo es posible que terminen por estar hechas las películas. Claro que cuando se halle un símbolo nuevo para expresar el pensamiento, el cineasta dispondrá de una riqueza enorme. La exactitud de la realidad, su sorprendente poder de sugestión, estarán al alcance de su mano en un visto y no visto. Hay Anas Kareninas y Vronskis a porrillo. En carne y hueso. Si a esas realidades consigue insuflar emoción, y si sabe animar la forma perfecta con el pensamiento, su botín será incalculable. A medida que el humo se disipe en las laderas del Vesubio, tendríamos que poder ver el pensamiento en su estado puro, en toda su belleza, en su rareza, vertiéndose sobre los hombres que se han acodado a una mesa, sobre las mujeres con los bolsos en el suelo. Tendríamos que ver esas emociones entremezclándose, de modo que se afecten unas a las otras. Tendríamos que ver, a ser posible, violentos cambios de emoción producidos por la colisión entre todas ellas. Los contrastes más fantásticos podrían centellear ante nuestros ojos con una velocidad tras la cual el escritor solo podrá desvivirse en vano, y la arquitectura de ensueño de los soportales y los baluartes, las cascadas, los enhiestos surtidores de las fuentes, que a veces nos visitan en sueños, o se forman en las habitaciones en penumbra. Todo ello podría materializarse ante nuestros ojos desvelados. No habría una sola fantasía excesiva, ni carente de sustancia. El pasado podría desplegarse ante nuestros ojos, aniquilarse las distancias, y esos abismos que dislocan las novelas (por ejemplo, cuando Tolstói tiene que pasar de Levin a Ana, y en esa transición se le desencuaderna el relato, y desacuerda toda nuestra simpatía) bien podrían, gracias a la igualdad del telón de fondo, a la repetición de una escena, pasar inadvertidos.
A día de hoy, nadie sabría decirnos cómo ha de intentarse todo esto, y menos aún cómo podría lograrse. Tenemos vislumbres solamente en el caos de las calles, tal vez cuando una momentánea mezcla de colores, de sonido, de movimiento, sugiere la existencia de una escena a la espera de quedar fijada. A veces también los tenemos en el cine, en medio de su inmensa destreza, de su enorme resolución técnica, en las cortinillas, cuando contemplamos, a lo lejos, cierta belleza desconocida e inesperada. Pero solo ha de durar un instante, porque ha ocurrido algo extraño: así como todas las demás artes nacieron desnudas, esta, la más joven, ha nacido vestida de cuerpo entero. Puede decirlo todo antes de tener nada que decir. Es como si la tribu del buen salvaje, en vez de hallar dos barrotes de hierro con los que tañer un clangor, hubiera encontrado a la orilla del mar los violines, las flautas, los saxofones, las trompetas, los pianos de cola que fabrican Erard y Bechstein, y como si hubiera principiado con una energía increíble, pero sin saber una sola nota, a aporrearlos todos ellos a la vez.