UNA TUMBA PARA EL OJO

EL CINE; por Virginia Woolf

“EL CINE” (Virginia Woolf, 1926) en Horas en una biblioteca, Seix Barral, 2016; págs. 323 – 330. Traductor: Miguel Martínez-Lage. Originalmente en: The Nation and Athenaeum (3 de julio de 1926).

Dice la gente que el buen salvaje ha dejado de existir en nosotros, que estamos en una fase terminal de la civilización, que ya todo está dicho, que es muy tarde para tener ambiciones. Estos filósofos seguramente se han olvidado del cine. Nunca han visto al buen salvaje del siglo XX cuando este va a ver una película. Nunca se han sentado ante la pantalla grande, ni han pensado en que por muy vestidos que vayan, por gruesa que sea la alfombra en la que han plantado los pies, ninguna distancia los separa de aquellos hombres desnudos, de ojos ardientes, que golpeaban una con otra dos barras de hierro y oían en el clangor un preanuncio de la música de Mozart.
          En este caso, cómo no, los barrotes están forjados, y tan cubiertos por un cúmulo de materia ajena que resulta sumamente difícil oír nada con una cierta claridad. Todo es barullo, ruido de fondo, caos. Nos asomamos al borde de un caldero en el que parece que bullen fragmentos de todas las formas y sabores; de vez en cuando cuaja en la superficie algo de gran vastedad, que parece a punto de rebosar del caldero. Sin embargo, a primera vista, el arte del cine parece simple, casi estúpido. El rey estrecha la mano de todo un equipo de fútbol; aparece el yate de Sir Thomas Lipton; Jack Horner se alza con el triunfo en el Grand National. El ojo todo lo absorbe simultáneamente, y el cerebro, gratamente excitado, se acomoda a contemplar cómo suceden las cosas sin tomarse la molestia de pensar en nada. El ojo normal y corriente, el ojo poco o nada estético de los ingleses, viene a ser un sencillo mecanismo que se cuida de que el cuerpo no caiga por la trampilla de una carbonera, que proporciona al cerebro juguetes y chucherías para mantenerlo tranquilo, y que es de fiar, porque habrá de comportarse igual que una doncella competente cuando el cerebro llegue a la conclusión de que ya va siendo hora de despertar. ¿Qué sentido tiene, pues, excitarse de golpe en plena somnolencia, y todo para pedir auxilio? El ojo está en aprietos. El ojo necesita socorro. El ojo dice al cerebro: «Está pasando algo que yo no entiendo ni de lejos. Se te necesita aquí». Juntos, contemplan al rey, contemplan el barco, contemplan el caballo, y el cerebro ve de inmediato que han adquirido una cualidad que no se corresponde con la fotografía del natural. Se han convertido en algo no más bello en el sentido en que lo son las imágenes, sino, digamos (nuestro vocabulario es precariamente insuficiente), más real, o real quizá, pero con una realidad distinta, ¿seguro?, de la que percibimos en la vida cotidiana. Los contemplamos como son cuando no están. Vemos la vida como si no tuviéramos ningún papel en ella. Mirando la pantalla, nos parece estar lejos de las mezquindades de la existencia real. El caballo no va a soltarnos una coz. El rey no nos dará un apretón de mano. La ola no nos mojará los pies. Desde tal punto de vista, observando las extravagancias de nuestros semejantes, tenemos tiempo de sentir a la vez la compasión y la diversión, de dotar a un solo hombre de todos los atributos de la raza. Ver cómo navega el barco y cómo rompe la ola nos permite disponer del tiempo de abrir la mente a la belleza y de registrarla por encima de la extraña sensación que supone: esa belleza seguirá intacta, florecerá siempre, tanto si se contempla como si no. Por si fuera poco, todo esto sucedió hace una decena de años, o eso se nos dice. Contemplamos un mundo que se han tragado las olas. Las recién casadas salen de la abadía, pero ahora ya son madres. Los allegados se muestran ardientes, pero hoy han callado. Las madres, llorosas; los invitados, contentos. Se ha ganado, se ha perdido, se ha terminado. La guerra abrió su abismo a los pies de toda esta inocencia, de toda esta ignorancia, pero de tal modo que bailamos, hicimos piruetas, bregamos, deseamos, de modo que brillara el sol y corriesen las nubes, y así hasta el final.
          En cambio, los cineastas parecen insatisfechos con tan obvias fuentes de interés como es el caso del paso del tiempo y la sugestión que la realidad desprende. Desprecian el vuelo de las gaviotas, los barcos en el Támesis; desprecian al príncipe de Gales, Mile End Road, Piccadilly Circus. Desean mejorar, alterar, crear un arte propio. Es natural; parece que es mucho lo que entra en su espectro. Son muchas las artes que parecen dispuestas a prestar ayuda. Diríase que todas las novelas famosas del mundo, con sus personajes y escenas de sobra conocidos, están a la espera de encontrar la película que las refleje. ¿Hay algo más fácil, más simple? El cine cae sobre su presa con rapacidad inmensa, y hasta este momento subsiste sobre todo gracias a los despojos de su infortunada víctima. Pero los resultados son desastrosos para ambos. La alianza es contra natura. Ojo y cerebro se desgarran de un modo despiadado cuando en vano tratan de funcionar en pareja. Dice el ojo: «He aquí a Ana Karenina». Aparece una voluptuosa señora con vestido de terciopelo negro y collar de perlas. El cerebro, en cambio, dice: «Esa es tan Ana Karenina como podría ser la reina Victoria». Y es que el cerebro conoce a Ana Karenina casi en la totalidad de su espíritu: su encanto, su pasión, su desespero. El énfasis que pone el cine recaerá en sus dientes, sus perlas, su terciopelo negro. Entonces, «Ana se enamora de Vronski», esto es, la dama del terciopelo negro cae en brazos de un caballero de uniforme, y se besan con suculencia enorme, con gran intención, con gesticulación infinita, en un sofá de una biblioteca extremadamente oportuna, mientras un jardinero a la sazón siega el césped de la entrada. Así vamos y venimos a tirones a lo largo de las novelas más famosas del mundo. Así las manifestamos en una sola sílaba, escrita, por qué no, con la caligrafía de un chiquilicuatre analfabeto. Un beso es el amor. Una taza rota son los celos. Una sonrisa es la felicidad. La muerte es un féretro. Ninguna de estas cosas guarda la más mínima conexión con la novela que escribió Tolstói, y solo cuando renunciamos a relacionar las imágenes del libro con las escenas accidentales que nos llegan ─por ejemplo, el jardinero que siega el césped─ colegimos de qué sería el cine capaz si se le dejase a sus anchas.
          Ya, claro, pero ¿cuáles son esos recursos que tiene? Si dejara de ser un parásito, ¿cómo caminaría erguido? En la actualidad, solo a partir de indicios puede uno formarse una conjetura. Por ejemplo: el otro día, en un pase del Doctor Caligari apareció una sombra en forma de renacuajo en una de las esquinas de la pantalla. Se fue hinchando hasta alcanzar un tamaño descomunal, retembló, se sobró, volvió al cabo a ser inexistente. Por un instante, pareció encarnar una imaginación monstruosamente enferma en el cerebro de un lunático. Por un momento pareció que pudiera ser transmitida con más eficacia por medio de la forma que por medio de las palabras. El monstruoso, temblequeante renacuajo parecía ser la encarnación misma del miedo, y no la proclama de «Tengo miedo». De hecho, la sombra era mero accidente, el efecto no era intencionado. Pero si una sombra en un momento determinado puede llegar a sugerir tanto más que los gestos y palabras reales de los hombres y mujeres que son presa del miedo, parece evidente que el cine tiene en su poder innumerables símbolos de la emoción que hasta el momento no han encontrado el cauce de expresión más idóneo. Además de sus formas habituales, el terror tiene la forma de un renacuajo: se hincha, prospera, tiembla, desaparece. La cólera deja de ser tan solo despotricar y retórica, caras coloradas, puños cerrados. Tal vez sea una línea negra que culebrea sobre una sábana blanca. Ana y Vronski ya no tienen que hacer muecas. Tienen a su entera disposición… ¿el qué? ¿Hay acaso, nos preguntamos, un lenguaje secreto que sentimos y vemos, que nunca decimos? En tal caso, ¿puede ser visible? ¿Hay alguna característica que posea el pensamiento y que pueda plasmarse visiblemente sin ayuda de las palabras? Tiene velocidad y tiene lentitud; tiene las virtudes de una flecha, a la par que una circunlocución vaporosa. Pero también tiene, especialmente en los momentos de emoción, el poder de plasmarse en imágenes, la necesidad de cargar su pesado fardo sobre otros hombros, de que una imagen corra a su lado. Por algún motivo, la semejanza del pensamiento es más bella, más comprensible, más asequible, que el pensamiento mismo. Como todo el mundo sabe, en Shakespeare las ideas más complejas forman cadenas de imágenes a lo largo de las cuales ascendemos, cambiamos, bajamos, hasta llegar a la luz del día. Pero es evidente que las imágenes de un poeta no se han de forjar en bronce, no se han de perfilar a lápiz. Son un compendio de millares de sugerencias, de las cuales la visual es solo la más obvia, o la superior. Hasta la imagen más sencilla, «Mi amor es como una rosa roja, rojísima, que ha brotado en junio», nos ofrece una sensación de humedad y de calor, y el resplandor del carmesí, y la suavidad de los pétalos, mezcladas de manera indisoluble, tendidas sobre una rima que es en sí la voz de la pasión y del titubeo del amante. Todo esto, que es asequible a las palabras, y solo a las palabras, es lo que el cine tiene que evitar.
          Con todo y con eso, si es tan grande la parte de nuestro pensamiento y sentimiento relacionada con la vista, algún residuo de emoción visual, que no le sirve de nada al pintor, ni al poeta, tal vez aún aguarde al cine. Es muy probable que tales símbolos sean asaz distintos de los objetos reales que vemos ante nuestros propios ojos. Una abstracción, algo que exige muy poca colaboración de la palabra o de la música para ser inteligible, si bien las usa de manera ancilar… de tales abstracciones con el tiempo es posible que terminen por estar hechas las películas. Claro que cuando se halle un símbolo nuevo para expresar el pensamiento, el cineasta dispondrá de una riqueza enorme. La exactitud de la realidad, su sorprendente poder de sugestión, estarán al alcance de su mano en un visto y no visto. Hay Anas Kareninas y Vronskis a porrillo. En carne y hueso. Si a esas realidades consigue insuflar emoción, y si sabe animar la forma perfecta con el pensamiento, su botín será incalculable. A medida que el humo se disipe en las laderas del Vesubio, tendríamos que poder ver el pensamiento en su estado puro, en toda su belleza, en su rareza, vertiéndose sobre los hombres que se han acodado a una mesa, sobre las mujeres con los bolsos en el suelo. Tendríamos que ver esas emociones entremezclándose, de modo que se afecten unas a las otras. Tendríamos que ver, a ser posible, violentos cambios de emoción producidos por la colisión entre todas ellas. Los contrastes más fantásticos podrían centellear ante nuestros ojos con una velocidad tras la cual el escritor solo podrá desvivirse en vano, y la arquitectura de ensueño de los soportales y los baluartes, las cascadas, los enhiestos surtidores de las fuentes, que a veces nos visitan en sueños, o se forman en las habitaciones en penumbra. Todo ello podría materializarse ante nuestros ojos desvelados. No habría una sola fantasía excesiva, ni carente de sustancia. El pasado podría desplegarse ante nuestros ojos, aniquilarse las distancias, y esos abismos que dislocan las novelas (por ejemplo, cuando Tolstói tiene que pasar de Levin a Ana, y en esa transición se le desencuaderna el relato, y desacuerda toda nuestra simpatía) bien podrían, gracias a la igualdad del telón de fondo, a la repetición de una escena, pasar inadvertidos.
          A día de hoy, nadie sabría decirnos cómo ha de intentarse todo esto, y menos aún cómo podría lograrse. Tenemos vislumbres solamente en el caos de las calles, tal vez cuando una momentánea mezcla de colores, de sonido, de movimiento, sugiere la existencia de una escena a la espera de quedar fijada. A veces también los tenemos en el cine, en medio de su inmensa destreza, de su enorme resolución técnica, en las cortinillas, cuando contemplamos, a lo lejos, cierta belleza desconocida e inesperada. Pero solo ha de durar un instante, porque ha ocurrido algo extraño: así como todas las demás artes nacieron desnudas, esta, la más joven, ha nacido vestida de cuerpo entero. Puede decirlo todo antes de tener nada que decir. Es como si la tribu del buen salvaje, en vez de hallar dos barrotes de hierro con los que tañer un clangor, hubiera encontrado a la orilla del mar los violines, las flautas, los saxofones, las trompetas, los pianos de cola que fabrican Erard y Bechstein, y como si hubiera principiado con una energía increíble, pero sin saber una sola nota, a aporrearlos todos ellos a la vez.

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The Kreutzer Sonata (Bernard Rose, 2008) [2.ª parte de la Tetralogía León Tolstói]

CON EL DEBIDO RESPETO

Bálint Fábián Meets God [Fábián Bálint találkozása Istennel] (Zoltán Fábri, 1980)

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Cada noche, entregarnos al visionado de un filme, esa es la ley que nos gustaría sostener de por vida.
          Tenemos el filme preparado. Se acerca la hora. Temblamos. El deseo se lubrica y aguza. De nuevo, asoma la luna, llega el momento en que volvemos a querer trascender las particulares condiciones del paisaje socioeconómico que nos han cercado durante el día. Aquellos condicionantes que alientan la desaparición de lo que el paisaje, previamente amañado, tildaría como películas de fondo de catálogo, proporcionando así olvido, nulos puntos de referencia al observador habitual gustoso de merodear la urbe con la casi inconsciente perspectiva de hallar en su deriva un signo que le sitúe, a unos centímetros más acá de su entendimiento, el particular trazo que abarca la completa dimensión física y espiritual que el propio paseante arrastra consigo a cuestas. Tristemente, no nos extrañamos al cotejar que en el cine de hoy la consecución estética del logo ha ganado la batalla a la responsabilidad de conquistar la crónica, estamos ya muy lejos de los eslóganes rusos de 1918, año en el que da comienzo Fábián Bálint találkozása Istennel; otra noche juiciosa, merced un filme de Zoltán Fábri, objetivamos las oportunidades de toparnos con algo más que ejemplares destinados a un corto tiempo de supervivencia en el mercado de la “cultura”. Sobreviene entonces una sensación de malestar didáctico si uno quiere ir al encuentro del mentado cronista ─apenas existe algún estudio crítico sobre su obra, una puesta en contexto de sus filmes (la información resulta escasa)─, ahondar en la historia aneja que terminará concerniendo al futuro espectador y rebajará su implícito chovinismo que no alcanza siquiera a rebasar una penosa invasión exacerbada del mal gusto yanqui o nipón inundando las cuatro paredes del espacio doméstico, cada vez más lleno de aparatos, sucedáneos, juguetitos con los que matar un aburrimiento que quizá en otra época te habría conducido a preguntarte qué narices estaba sucediendo en Hungría al término de la I Guerra Mundial. Tal y como están las cosas, si uno quiere ir al encuentro, no le quedará más remedio que escarbar. Con este ejemplar de Fábri, nosotros lo hemos hecho, así que tal vez podamos sugerir algunas indicaciones precarias al astuto espectador que se interese por su filmografía, tan excelsa como poco estudiada:

Un soldado magiar terminaba su paso por la Gran Guerra a orillas del Isonzo, asesinando a un italiano, valiéndose del cuchillo de caza prestado por su amigo József, sargento fiel, hombre mesurado y cabal. En un pantano verdoso, húmedo, durante una emboscada que llega hasta la refriega con bayoneta, tiene lugar el asesinato, que retornará cada vez más demacrado y enlentecido durante las cuatro estaciones de 1919 en las que Bálint Fábián, el soldado, verá derrumbarse su entorno y su entera concepción del mundo. Reconocemos al actor que lo encarna, Gábor Koncz, debido a que lo habíamos visto ya con similares composturas en Magyarok (Zoltán Fábri, 1978). Ambos filmes adaptan obras literarias de József Balázs. Sin embargo, la intención de Fábri siempre fue comenzar desde el principio, y no con la narración de Magyarok, donde un grupo de húngaros durante la II Guerra Mundial son trasladados al norte de Alemania para ejercer diferentes trabajos cultivando la tierra mientras el conflicto mundial les pasa primero por al lado para luego sucederse enfrente de sus propias faces. Los estudios creyeron que la historia de este filme poseía connotaciones más universales, una avería en los circuitos de la comunicación y el pensamiento paradójico se toma por enseñanza, ya que en Magyarok choca, sorprende, cabrea, el que no se llegue a producir una verdadera sedición entre los campesinos en ningún momento, lo que quizá nos conduzca a la asunción de un entendimiento sobre la gravedad de una situación que no podría parecer más ambigua. Al cineasta no podía bastarle con esto. Con el éxito del filme, Fábri pudo retroceder en la historia y ascender en el linaje de la familia, pasando del hijo András que centralizaba Magyarok al padre Bálint, convirtiéndose Fábián Bálint találkozása Istennel, estrenado dos años después, en una verdadera precuela. El eslabón adicional en la crónica genealógica, pero también en la obra de un cineasta que no ha cesado de matizar, remachar, señalizar, trifurcar, la mayor parte de conflictos individuales y colectivos que asolaron la historia de su propio país desde comienzos del siglo XX hasta la implantación del comunismo goulash. Aun considerándose persona tendente a la seriedad y el drama, Fábri no descarta la inclusión de otros humores en su obra, y ciertamente observamos una tendencia, llegada la mitad de los años 60, a un deje satírico que alcanza en ocasiones un refinamiento de noble crueldad asociada al deshonroso decoro de noblezas, raleas, o incluso sin excluir las demás, el fascismo de salón. Construido su particular paisaje mitológico enraizado en un clima autóctono que conoce de sobra por biografía y experiencias, instala sus primeros filmes en diferentes periodos históricos donde algo está a punto de mutar o ha cambiado el pelaje ─1 de agosto de 1919 anunciando el final de la República Soviética Húngara al mismísimo inicio de Édes Anna (1958), situación enfermiza de contrarrevolución que comienza a excitar la sangre de los acaudalados cabrones que volverán loca a la criada protagonista homónima en los minutos sucesivos; la aviación rusa sobrevolando un campo de trabajos forzados en Ucrania, por ejemplo, al final de Két félidő a pokolban (1961), obligando a parar un partido de fútbol organizado por los germanos, escondiendo la esvástica y agachando cada cuerpo en estupor ante el ruido de los motores en el aire. Un intento de conseguir vislumbrar los vaporosos mecanismos que subyacen en el interior de una persona en esos instantes donde algo cambia, pero cambia madurando, golpes de estado que poco a poco dan la vuelta a las manecillas de la moral individual y confunden sentimientos, afectos y ética. El cine de su compatriota István Szabó también es uno de conciencia, pero en Szabó, al contrario, la conciencia se despierta usualmente de forma explosiva y catastrófica, perplejizante, suele devenir como la conciencia vertiginosa sobre nuestro relevo colaboracionista en la opresión. Los filmes de Fábri en cambio son más encubiertos, ninguno escapa a esta tenue, ligera, subrepticia, pérdida de valores calamitosa enfrentada al devenir histórico inaprehensible de un tiempo que acaba ejecutando sin demorarse derrotas lentas, implacables, silenciosas. Del otro platillo de la balanza, acompañaremos con la mirada una ligera felicidad de pintor impresionista, la otra gran pasión de Fábri, que terminaría declinando una vez asentado firmemente su rumbo alrededor del cinematógrafo, una felicidad que permea no pocas secuencias de sus primeros trece años de filmografía. La acotación espacial precisa, otorgando a la mirada un prendimiento fuerte de gentes y ambientes, deuda reconocida de Marcel Carné, al que Fábri contrarresta con fervor subversivo, incluso alegría e ilusión por el desarrollo del régimen que le era coyuntural, aun comentándolo bajo varias capas de subtexto problematizante excusado por las condiciones pretéritas de un periodo semiolvidado, al menos inofensivo.
          Desde 1965, e incrementándose su predilección hacia 1971, Fábri empieza a tocar cada uno de los palos de eso tan difuso que denominamos modernidad, estableciendo una doble distancia con respecto a los temas y tersura del mundo, las velocidades, detenciones, que la máquina-cine puede imprimir sobre la realidad, acompañadas de adquisiciones que llevará adjuntadas ya hasta el final de su obra, emparentando filmes como 141 perc a befejezetlen mondatból (1975) o Requiem (1982) con la vanguardia más puntera, no solo cinematográfica sino también literaria, permitiéndose aparte una melancolía satírica de cronista ganada a pulso tras insistir e insistir sobre periodos de entreguerras o contiendas finalizadas agridulcemente. Adaptando a Tibor Déry en el susodicho filme de 1975, el vínculo se hace claro, notorio. De ahí, retrazar la cronología nos llevaría a meter demasiados nombres dentro del saco, y uno podrá sentir concomitancias, afiliaciones, con apellidos tan dispares como Joyce, Cela, o el grupo OuLiPo, sin perder nunca de vista un cierto costumbrismo mitológico de crianza propia, volviendo a autores de notoria importancia nacional, como Ferenc Sánta o el que nos ocupa para el filme presente, József Balázs.
          Tras un punto de no retorno adaptando La frase inacabada de Tibor Déry hacía cinco años, habiendo probado y llevado más lejos las posibilidades del cine moderno y la capacidad dialéctica de este para representar la inacabable lucha de clases y adormecimiento de ricos, vesania singular y violenta de proletarios, Fábri retorna casi sin saltos en la cronología a un paisaje que ya se alejaba bastante de influencias francesas poético-realistas en Dúvad (1961) ─un importante filme bisagra de distancias límpidas y patetismo húngaro, en este caso manifestado bajo las figuras de una cooperativa relativamente amable en contraste con el irredimible enseñoreamiento de Ulveczki Sándor, otrora granjero independiente─. Allí Fábri aunque no renunciaba a la fragmentación, estilizaba su visión en una secuencia más continuada de acontecimientos, menoscabando algo la enorme especificidad de sus primeros filmes, la cual les daba un humor particularismo, en aras de una visión más contundente de las tierras labradas y gentes pateándolas sin demasiada escapatoria. El cineasta había pasado de los cuentos a la crónica, del retrato peculiar de una circunstancia melodramática o pseudocómica completa al consabido episodio nacional. Es esta particular inclinación la que retoma y anexa todos los descubrimientos expandidos en sus filmes anteriores durante el metraje de Fábián Bálint találkozása Istennel.

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Vuelta a casa, el soldado Bálint Fábián ha matado en la guerra, a sangre fría, a un italiano que murió mirándole fijamente a los ojos mientras se descomponía en las aguas del pantano, lo último que pasó por sus pupilas, ni su familia, ni su mujer, ni una flor demacrada, sino el rostro del embrutecido soldado Bálint Fábián, su asesino. Qué ridículo de refriega, preparación solemne, en el presente se nos escamotea con el terror de un enlentecimiento precedente a la carga del contingente enemigo, luego volveremos a ella a modo de diafonía, el recurso predilecto, bien mimado por Fábri, llevado a sus máximas consecuencias de disrupción narrativa en 141 perc, aquí delimitado sobriamente llegando a violentar casi con pobreza estilística, inútil condecorar con boato una acometida tan idiota, dos pobres hombres jugando a la muerte, victoria de absolutamente nadie. En este pueblo al que el soldado Bálint Fábián retorna se huelen las tumbas en el ambiente, balas en el esófago, cementerio de magiares, les robaron a todos los corazones, sobreimpresionando el camposanto unos versos de Attila József, de la misma manera que hacían acto de presencia en Magyarok o mientras un travelling acompañaba a los prisioneros dormidos bajo la supervisión nazi en Két félidő a pokolban. Pueblo fantasma donde Fábri reencuentra el amor por la estabilidad del aparato y las posibilidades de la panorámica o el zoom no necesariamente apresurado, pero sí demarcando la fuerza de un objeto o enfilando para el visionador poco a poco una conversación que va centrándose en plano medio. La crónica necesita en este particular episodio una sosegada calma, la sensación de que a la vuelta nos encontraremos con algunos seres humanos que poco a poco consumen la escasa vitalidad que les queda, caso de Anna, mujer del soldado Bálint Fábián, a quien sus dos hijos han tenido a buen favor no pedido por nadie asesinar al párroco con el que había mantenido relaciones tres años. Lo ahogaron en el río. Poco más que un cerdo insolente sin amor sincero, una afrenta al padre, cuando este vuelva la esposa no dejará de borrar las huellas sobre la tierra del rellano, huellas de sus propios pies, del soldado y cónyuge Bálint Fábián, huellas de cualquiera, borrar huellas compulsivamente, oír las campanas pensando que tocan por el amante. Pero no tañen bajo este pretexto, sino por la muerte de la madre del barón Ughy. Un breve periodo de tiempo alienta a los pueblerinos a llevar flores en la solapa, repartirlas incluso, algo se respira en el aire aparte de la putridez de los cuerpos bajo tierra, un cambio, otro de esos intervalos de ridícula duración donde otra idea de lo común comenzará a dominar los campos de cultivo, quizá de esta algunos aprovechen y saqueen harina, vino, vinaza, de la reserva privada del noble. El soldado Bálint Fábián ahora ha pasado a ser cochero del barón, y la revuelta de la brevísima República Soviética Húngara le aventaja por los ojos y el resto del cuerpo sin saber muy bien qué hacer con ella, con el debido respeto, no parará de proclamar en voz demasiado alta. ¿Ser sumiso? Parece un adecuado precio a pagar con el pretexto de que no se apilen más cadáveres. Sabemos lo último que vieron los ojos del soldado italiano asesinado: el rostro de Bálint Fábián. ¿Pero qué vió exactamente Bálint Fábián en el expirante rostro del soldado italiano? Una visión torturante que en última instancia le proporcionará algunas preguntas que según afirma solo puede responderle Dios. Fábri construye así un carácter fluctuante, apesadumbrado, y retoma desde la modernidad una estética consumida a mano de peores cineastas por la sobrecarga de ambientación de época, el peso muerto del diseño de producción, o la tacañería desagradecida que deja todo el trabajo a la imaginación del espectador. Los remanentes estéticos de un difunto imperio austrohúngaro y la mezcolanza de ideologías en conflicto permanente dan lugar al diseño exacto del ethos y el pathos húngaro en el que no podemos evitar ser seducidos por la variedad de banderas, eslóganes, de un pueblo excitado, paralizado o borracho por infringir alevosamente la propiedad de los toneles del terrateniente recientemente fermentados. Vuelta al barón y a su hermana menor, cuya condescendencia de compadecida una vez que irrumpa el Terror Blanco para cobrarse la venganza sobre el pueblo recuerda a los dejes de idiosincrática exageración y noble afectación burguesa de 141 perc. Terminada la época del realismo más lato, Fábri proporciona un triple fondo a los elementos del mundo, insertando una capa opaca de hermetismo no cambiarás este trozo de historia en cada habitáculo y tierra yerma o fértil, la crónica requiere un paisaje ligeramente imperturbable a revisionismos históricos. El estatuto de los cuerpos y objetos nos recordará al mejor cine de Manoel de Oliveira. Ya sabemos, el espacio reclama su independencia, impone su propia narración, y una ligera estilización puntuada, en verdad pura sensualidad sentimental, como luego comprobaríamos en Requiem, Fábri remata embrujando desde el presente unas tierras que no habíamos tenido ocasión de vislumbrar, rodeados de tantos eslóganes y tapaderas-subterfugio del poder renovando representantes. Estallan en llamas estos contrastes que han venido a definir la primera mitad de siglo en Hungría, y bajo una síntesis de elementos encomiable, llegamos a un refinamiento de un purismo nada dogmático, sintiendo más fuerte incluso la distancia insalvable del teatro que en los filmes históricos de Bresson que tanto amamos, donde llegamos a escuchar al autor más que la Historia, el peso cargante del estilo sobre la pura y simple crónica ─Lancelot du Lac (1974)─.
          No conviene infravalorar el peso de las cosas retornando. Magyarok (historia del hijo) y Fábián Bálint találkozása Istennel (historia del padre) son dos historias de retornos, ambos filmes, letanías circulares. El aparato completando el recorrido de una siniestra panorámica. Retorno al memento, a la fotografía funeral, el tren vuelve a cargarse con otra generación hacia la guerra. Del formato 1.85 : 1 se regresa al 1.37 : 1 tras trece años, con la excepción de Plusz-mínusz egy nap (1973) y Az ötödik pecsét (1976). Los húngaros como pueblo semivivo, son retornados a su condición de perdedores. Desde su formación como país, la historia se repite. Un campesino magiar, cuando escuchó que Hungría había entrado en la guerra del lado del Reich, aseguró saber inmediatamente que los alemanes iban a sucumbir ante los Aliados. Quien ose acompañar a Hungría en su historia, también él perderá. Finalmente, un actor retornando sobre su rol, rebajando su importancia en ligazón a ese idealizado modelo, el rostro y cuerpo de Gábor Koncz, prolijo bigote siendo empapado de vinaza, la relación ambigua pero en última instancia de entendimiento amargo que mantiene con aquellos que lo gobiernan y sustentan subyugado… Un cuerpo que retorna al pasado tras Magyarok y adquiere de repente un carácter de comediante, en el sentido más clásico del término, de arquetipo reformándose y matizándose ante los ojos de un espectador familiarizado, sensación tetralogía Tolstói (2000-2012) de Bernard Rose, en la que era posible dar la vuelta una y otra vez sobre Danny Huston encarnando una ligera variación de su particular y soberbio arlequín. Complejo hilo de memoria apilada en la mente del auditorio, al que azota sin rémora la tragedia de las muecas en ritornelo, aplazamientos y salidas de tono que como la situación de Hungría al término de la I Guerra Mundial nos resultan ya algo más que cercanas.

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Magyarok (Zoltán Fábri, 1978)

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EN LOS MÁRGENES DEL SENTIMIENTO

Something, Anything (Paul Harrill, 2014)

nything (Paul Harrill, 2014)

Sin siquiera pretenderlo, filmes pequeños pueden constituir verdaderas enmiendas a nuestro presente desangelado. Todo comienza con una sacudida, aunque si conseguimos hacer subsistir en nosotros una disposición serena, por frágil y minúscula que esta sea, quizá logremos alumbrar una pequeña curiosidad, en verdad, la mayor de las virtudes humanas, la única que nos salvará, disposición entretierras que mueve e inmoviliza a Margaret en Something, Anything a prestar oídos a su marido, amigos, clientes, en definitiva al resto de los demás, pero también a aquella voz desconocida que emana del mundo o quién sabe si del interior cuando un afán inteligente busca traspasar los velos, acaso la misma voz que resiguió Paul Harrill al ir concibiendo su película.
          No solo el aspect ratio 2.00 : 1 contribuye a la cualidad del filme como una fotonovela para la generación indie, junto a duraciones que se mantienen devotas al reposo apaisado de los planos, la música acompaña la búsqueda espiritual de Margaret mediante abrazos prolijos, insistentes, lastimeros sin pasarse pero queriendo pasarse un tanto, embargos sonoros densos, deseables, en los que si se presta atención puede casi escucharse dónde, en la mesa de edición, se eligió disolver el corte, notas de piano dejadas caer de forma tosca y penetrante en contraposición a la total blandura de la luz sobre el rostro solícito de bendición de la protagonista, son intensidades concomitantes, interior, exterior, pero que chocan como golpeándose el hombro, obligadas a transitar juntas, sin detenerse a comulgar; este caracter apaisado, su acumulación, acaba propiciando que los encuadres se sucedan con la pulcritud hojeante de los cambios de viñeta, se tratará, una vez más, de sublimar el folletín convencional, de afinar ciertos acordes que suelen desarmonizar en otros filme-canción, con modos insidiosamente dulces, Harrill domestica una falsa bidimensionalidad sentimental de correa, el plano enfrentando con grotesca naturalidad el exagerado pelucón parduzco de Ashley Shelton, así la mente del espectador es puesta a trabajar sobre una cohorte de personajes y escenarios tropo conscientemente manipulados, expuestos al ojo en una planicie mucho menos extática que la flatness de un Hal Hartley ─cineasta actualizando disposiciones escénicas provenientes de Mark Rappaport en los EUA, y no solo del Godard ochentero─, y es que en Something, Anything, reflexionamos, nos encontramos ante una platitud diferente, hoy bastante inusual, subsiste una especie de recato a ahondar demasiado en una composición, por la fugaz vida a la que aparecen abocadas todas, y sin embargo es limpia, clarividente y, de nuevo, obviamente manipulada, la lógica fotonovelesca dada la vuelta por su reverso no malvado, más bien de canto, haciéndose perceptible en su perfecta conjuntación translúcida.

nything (Paul Harrill, 2014)

Como apuntábamos, tenemos a Margaret por una de las grandes escuchadoras del cine de este siglo, nos interesa verla escuchar, su receptividad candorosa pero parcialmente juzgadora, cuando sonríe por una ligera seña del destino, nunca tomado como un vuelco absoluto, sino en pasajero solazarse, nos transmite a la par ganas de escucharnos también, escuchemos un instante en silencio, porque existe solapado en los EUA un cine de murmullos, allende los grandes estudios, cuando no contra ellos, en cualquier caso, son filmes que suponen diversos ajustes de cuentas, principalmente del director consigo mismo, y así es como se fragua el germen de un autor, luego un ajuste de cuentas del autor con su tiempo, y así podría nacer un cineasta, encapsulando sus impresiones concretas del continente, sensación de ruta, el síndrome de guerra mental encubierta que recorre el alma yanqui, la filmografía al completo de Noah Buschel, por fuerza, proyectos autosuficientes, o de otras latitudes que sin embargo concurren en semejante contemporaneidad y anhelos de independencia, como Trigger (2010) del canadiense Bruce McDonald o la tetralogía Tolstói (2000-2012) del inglés Bernard Rose. Siempre habrá otra América, varias, incontables. Se levantan dualidades para luego derribarlas. Estos filmes acaban siendo cuentitos apache, netamente americanos, que cuestionan incluso el cuestionamiento de lo pulp, susurrando que la contracultura también puede ser delicada. Durante décadas, nos atiborramos de discursos, cuestionamientos y propuestas materialistas, y finalmente, la realidad no fue trocada. Tanta materia solo acrecentó nuestra pesantez diaria. Bajo nuestra piel confraternizamos similares malestares, pero como observadores foráneos que somos, participaremos con cierta desubicación, por otro lado seductora, a este resurgimiento de una espiritualidad bastarda que le subyacería a los Estados Unidos de América, nutrido de certezas budistas, con sus propias tradiciones literarias y obsesiones patrias sobre cabildeos que les impedirían avanzar espiritualmente. En algo tienen razón: si no nos hemos aburrido ya, nos acabaremos aburriendo pronto de sostener con los ojos y defender con la mente un monismo materialista. Para nosotros, para nuestros hijos. Something, Anything registra el polvo como lo que es mientras Margaret escoba el suelo, pero en distinta secuencia, a la luz del sol filtrándose por la ventana, los corpúsculos de polvo flotarán por el aire brillantes, como si fueran astros relucientes, no átomos, sino motas que sugieren probabilidades sobre otras constelaciones de destino. Es desde los márgenes que la contemporaneidad concede ser filmada, un poco más acá del mundo material, así Harrill se cuenta entre los pocos cineastas capaces de significar la inmiscuida ambivalencia que en nuestra vida representan hoy los aparatos electrónicos, darse el tiempo necesario para responder una carta, empacar una mudanza, rellenar una aplicación de trabajo, peor aún, lidiar con ingentes regalos de boda, ¡a cuantos “cineastas marxistas” les hubiera gustado aproximarse así a la cuestión de la mercancía! El precio que ponemos a nuestras necesidades básicas, cuáles son esas necesidades básicas. Embarcados en estas fábulas, nos encontramos navegando un meandro donde llegan a confluir las enseñanzas del trascendentalismo norteamericano, los restos de un presente sulfúrico y buscavidas alumbrado por la generación beat y el rabioso abatimiento underground de finales de los setenta. Acogiendo, persiguiendo, oraciones inconclusas.
          Cinco años después, en Light from Light (Harrill, 2019), nos situaremos ya ante otra cosa. La espiritualidad seglar ha dado lugar a una historia de fantasmas, el aspect ratio 1.66 : 1, más cercano a la equilibrada elegancia de los cuatro tercios, propicia encuadres más cuidadosos, grávidos y respetables. Sin embargo, al menos nosotros, por nuestra parte, estamos algo aburridos también de la supuesta coherencia fílmica que aprecian los festivales, tiempos de plano meditabundos, esparcimiento moroso de las conversaciones, obcecamientos en pequeños momentos trascendentes de una cotidianidad abstracta que hacen cuña junto a una música un nivel más refinada y pseudocósmica. La sustracción de elementos residuales en Something, Anything casaba con su condición de regurgitar los tropos fotonovela, devolviendo el género a sus capacidades elaborativas de muestreo popular, mediante estas sustracciones, el filme puede permitirse hablar a mucha gente ─«I want it to reach not only the Peggys of the world ─the seekers─ but also the Hollys and Jills» [1]─, domina un despojamiento curioso donde el escoramiento de las personalidades no se pisa con la sátira, mientras que en Light from Light esa sustracción de elementos residuales, partiendo de formas tan grávidas, reconocibles y respetables, transmite la sensación de faltarle varias cosas, existe en una especie de limbo inocuo, no problematizando a los ojos ni un diez por ciento en comparación al primer largo de Harrill. Something, Anything es un filme que consigue escapar de la burbuja mumblecore donde todas las personalidades parecen hablarse dentro de una cámara acolchada en la que el aire es denso ─Quick Feet, Soft Hands (Harrill, 2008), The Phenom (Buschel, 2016)─. Su imbricación es total, y dramática, pero de manera escorada, un escoramiento sin embargo inscripto en la vida, donde recibimos el mensaje y lo ojeamos en diagonal, no atendemos demasiado a quién diantres nos llama o mensajea, un arrebato nos hace activar el GPS, donde una y otra vez volvemos a la carta y a la dirección postal, sostenida en nuestra mente, ese dato casi sin valor, como un aliento que calienta el día a día, pensando que quizá mañana vayamos hacia allá, esa ha sido en muchos momentos la única esperanza del trabajador, incluso del trabajador inmobiliario con derecho a plus, negociando en urbanizaciones impecables, nada se compara a la posibilidad de una postal a la que quizá hagamos caso, un destino confuso, no una ilusión fatua, sino labrarse en los pocos tiempos donde se puede estar a solas y pensar, mientras dejamos un libro y cogemos el siguiente, que una nueva manera de vivir quizá sea alcanzada en poco tiempo, allí donde poder matar la insuficiencia vital, quizá mañana, pasado, el mes que viene; la película es popular no por olvidarse del cine pretérito ni por comenzar la historia de cero, sino por redirigir los signos existentes a contrapelo, cargarlos en contrasentido, paradójicamente terminando con el filme probablemente más cercano a nuestra propia vida, algo fotonovelizada también, pasando por las diferentes instituciones y estaciones de paso común acaudalando, en momentos casi invisibles, una viruta incendiaria por cada día inolvidable, unas clases de inglés, el repentino trasvase del dinero privado al fondo bibliotecario, uno de los planos detalle que tendremos a partir de entonces por imborrables. No es la pretensión de naturalismo a la americana, ni el olor a madera, o la cita hindú del final de los créditos de Light from Light, lo que atañe a la verdadera mostración de rituales hechos de menos por multitud de hijos de puta que no entienden que en un cine de autopsia ─etimológicamente del griego: ver con los propios ojos─, no todo tiene que arrastrar lugubridad forzada, epifanía continua o maquinidades insoportables. Cuando llegamos al monasterio de Gethsemani, se impone un respeto solemne que hasta llega a crearnos incertidumbre espiritual, a Peggy se la observa llegar con el aparato casi a ras de suelo, la habitación ascética donde se la sugiere alojarse, la filmación del canto, la vida monástica contemporánea captada perfectamente en su piedad, un sentimiento de extranjería, de estar fuera del mundo, tan bien fijado, tan exacto, en esencia cabal, que cuesta encontrarle parangón en el cine de los últimos veinte años, no caben lamentos, permanece un ligero alegrarse, la posibilidad de figurarnos una nueva vida… para ver luego que faltaba algo en esa vieja figuración, caminamos hacia el fondo del pasillo, sentimos que en ningún otro lugar hemos estado más solos, retroceder, reconectar en un pub, intentar encontrar encarnada, vuelta del recuerdo, la imagen pospuesta de alguien que podría inspirarte. Margaret, su camino, una serie de ligazones entre todos los aspectos que conforman la vida seglar, fotonovelizados y transplantados al movimiento serio, firme, decidido, de una enfermedad emocional en vías de curación en la que el paciente coopera.

nything (Paul Harrill, 2014)

nything (Paul Harrill, 2014)

nything (Paul Harrill, 2014)

[1] “Something, Anything”: A Conversation with Paul Harrill