Housekeeping (Bill Forsyth, 1987)
«(Sociedad de consumo) ¡Ese intenso y vicioso placer de embelesarme largamente con la frente apoyada en el cristal de los escaparates de las ferreterías, soñándome comprador de tantas, tantas fascinantes cosas: herramientas, masillas, accesorios, herrajes, aparatos, pegamentos, que ese cliente fingido para el caso forzosamente necesitaría… hasta que al cabo me aparto despertando a la tal vez melancólica evidencia de que siendo el que creo que soy cuando no sueño no me hacen ni puta falta para nada!»
Pecios reunidos, Rafael Sánchez Ferlosio
Como buen pedigüeño del cine que soy, uno se acostumbra también a que le pidan. A cambio de dar, recibir, un esfuerzo más por ver; convertido en un sabueso, prevenido ante lo inédito de mis visionados escogidos sin apenas referencias, por olfato canino, afilo mis pezuñas dispuesto a cavar hondo (¿hacia qué hueso?), achino los ojos instintivamente buscando (¿pero qué presa?): en trueque bicondicional por mi concentración, demando pavlovianamente mi comida. Sangrante por favor, a la de ya si puede ser. Conozco de otros chuchos que pueden quedarse dormidos mientras los acarician, yo no, yo hociqueo el filme desde el borde de la butaca, del sofá, a veces de pie, en posición de ataque a cuatro patas. Sin embargo, un perruno día como cualquier otro, mi morro afilado y babeante, mi espalda de pelo tan escarpiado que duele, topetan con Housekeeping (1987), filme de un tal Bill Forsyth, director escocés, quien lejos de pretender corresponder mis ansias de agonismo amoroso, ladrador, me ofrece cariño, todo el cuenco, sin pedirme nada. Imaginaos mi cara. Y, en fin ¿qué replicar?, si ciertamente de Philip Marlowe solo tengo la sarna, el desorden y cinéfilamente vivo idealizando su planta.
Así, Housekeeping comienza ofreciendo a la vista una llanura anubarrada (mal día para cazar); el viento húmedo, que anuncia lluvia, templa la percepción con una profundidad de campo sin igual. La voz en off femenina inicia narrando cómo su abuelo, de niño, después de pensar durante algún tiempo que el mundo era todo planicie, descubrió las montañas, y obsesionándose con ellas, persiguiéndolas hasta Fingerbone, las dibujó sin parar. En este lugar soñado al noroeste de EUA, seguramente cerca de Idaho, probablemente en el condado de Bonner, lindando la frontera del Canadá, el abuelo encontró la muerte: un accidente ferroviario ─devenido luego famoso aunque nadie lo presenció ocurrir─ hizo que el tren en que viajaba se precipitara por el puente que salva las dos orillas del gran lago congelado de Fingerbone, abriendo un gran boquete en el hielo. En el pueblo, hay gentes que dicen que la profundidad del lago es insondable, que el tren, con a bordo las doscientas almas de los pasajeros, estaría aún cayendo. A esta tragedia, sobre la que no se nos pide opinión, viene a sumarse otra sobre la que tampoco: años después, la hija del abuelo llevará a sus dos pequeñas de vuelta a Fingerbone, y dejándolas solas en casa de la abuela, se arrojará con el coche al mismo lago, matándose también. El tono de todo ello es inquietantemente quedo y sutilmente extraño, y desde el inicio avisados estamos de que la narración parte de los recuerdos reimaginados, infantiles, remedados de las chicas, Ruth y Lucille. Muerta la abuela, heredan, las cuidan sus tía-abuelas, hasta que llega para hacerse cargo de ellas su tía Sylvie. A partir de aquí, las piezas de la novela están lo suficientemente munidas, espesadas de atrás hacia delante, de delante hacia atrás, como para sospechar de proyecciones múltiples: Sylvie en la madre, la madre en Sylvie, la muerte del abuelo sobre las dos anteriores…
Pero aquí viene lo más extrañante: una luz cómodamente densa y dispersa, un benigno anamorfismo merced una lente blanda, sostienen los planos muy cerca de nuestras condiciones perceptivas que diríamos normales, evolutivas ─deformantes según nuestra usual idea de la no-deformación─, de fuera del cine en jornada tranquila, enriquecidas eso sí por una naturaleza atacada a la mejor hora del día, con un balance de blancos frío, azulado, verde o amarillo ─cálido cuando debe serlo (mudan las estaciones del año)─, un principio de realidad ennoblecido que sirviendo de contrapeso a las tragedias propiamente humanas resulta exterior e independiente, beneficioso para el espíritu. Sylvie es una mujer rara, posee una sensibilidad medio inconsciente, e itinerantemente se entrega a estos placeres anómicos del mundo exterior: pasar la noche al raso, tomar prestada una barcaza agujereada, navegar por las aguas donde cadáveres familiares hundidos testifican convocando la amenaza, etc. Su idiosincrasia preocupa y atrae a las niñas, luego a las autoridades del pueblo (alcahuetas, sheriff, servicios sociales). Digamos que la casa se le viene encima. No sabe controlar la economía del hogar, la original, la más básica; lleva los bolsillos llenos de monedas pequeñas, caramelos pegajosos, papelujos y demás mierda. Duerme en los bancos, vagabundea, se ausenta. Mira los escaparates, contempla las aspiradoras en fila, y como un Sócrates o un Diógenes de leyenda paseando molestando por el mercado matutino, se sonríe meditando todo aquello que no necesita. El nitescente registro de la naturaleza, servido por Forsyth, la legitiman. Ruth, la narradora en off, va viéndose seducida por la personalidad de Sylvie, tutora que dispone poco y nada pide, mientras que Lucille acaba desconfiando de la ventura panteísta de faltar a clase guareciéndose en el bosque.
Tras abrumarme el requerimiento del mundo exterior que inunda Housekeeping, retrocedí en la filmografía de Forsyth hasta Local Hero (1983), encontrando el mismo amor por el panorama, esta vez, en el álgido norte escocés. Sorprende constatar que Forsyth, en sendos filmes, trabajara con directores de fotografía distintos ─en Local Hero con Chris Menges, en Housekeeping con Michael Coulter─ consiguiendo similares afectos de incandescencia. Sorprenderá menos si nos atenemos a que gran parte de la producción de ambas corrió a cargo de David Puttnam, quien después del éxito de Local Hero en Escocia, otorgó a Forysth la confianza financiera necesaria como para que el cineasta, en su primer filme producido en Estados Unidos, impusiera y diera a conocer su visión. Existe una perseverancia, pero hay relaciones que se desarrollan, se invierten, varían; en mi opinión, se hacen más inteligentes, la inquietud se torna más interior e íntima. En dicho filme escocés, las oposiciones del paisaje al resto son de una índole elevada a lo macroeconómico: se opone la melancólica luz de playa, el proyecto del instituto oceanográfico, las estrellas, a la plataforma petrolífera y el jet supersónico. En Housekeeping, en cambio, el horizonte consensual del sistema mundo aldea Coca-Cola se establece casi como un límite tópico, y lo exterior a él, como lo nunca visto. Y aquí, lo nunca visto, es capaz de operar una perturbación económica primigenia, de base, comenzando por carcomer lo micro. No está de más recordarse un poco cada día que la etimología de la palabra “economía” procede de la sementera de reflexiones sobre las normas ─nomos─ que deben regir el hogar ─oikos─, aquellas que virtuosamente destinarían su supervivencia. El temperamento absorbido de Sylvie, después también el de Ruth, las hace inútiles para estos básicos menesteres tituladores del filme. Ahí fuera algo las requiere.
Los periódicos, eventualmente forros para combatir frío, se amontonan, también las latas. Aparecen los gatos en casa, y me parece comprender un poco más la ronroneante operación del aparato consistente en retozar fijo contra el paisaje. En efecto, no estaba preparado para un filme de alma felina que pusiera en juego estrategias del todo opuestas a las grimosidades de Jacques Rivette, logrando sin embargo semejante zozobra; en efecto, el cine como errancia, como aparcamiento de las tecnologías domésticas que nos permitirían construirnos un plácido nicho, porque antes de caer en eso, de sucumbir en vida tal que así, mejor que prenda en fuego la jodiente casa, y entonces, con algo de peligro añadido, como verdaderos rateros, perseguidos, tal vez podamos explicarnos con ellas el difuso objeto por el cual nos fugamos a recorrer las vías hacia perdernos en la negra noche.