UNA TUMBA PARA EL OJO

HUDSON VALLEY, THE BIG NOTHING

Angela (Rebecca Miller, 1995)

Angela Rebecca Miller 1

─ I mean, no play is finished; plays are abandoned. And they’re abandoned because you can only get so close, and then it doesn’t allow you to come any closer.
─ Close to…?
─ To the hidden narrative, hidden truth of what’s goin’ on.
─ It reminds me a little bit of the idea of Kabbalah, even.
─ Yeah. I think that’s a– there is a resemblance. It’s almost as though the human being is a work of the imagination, of somebody’s imagination, maybe God’s imagination.
─ So do you think that a play is a great play because it reflects something deeply about human nature, or that it has some little bit of what you would call, in this case, “God” in it?
─ I’m not sure what it’s saying about human nature, I think it’s the process of approaching the unwritten and the unspoken and the unspeakable.

Conversación entre Arthur y Rebecca Miller, extraída de Arthur Miller: Writer (2017)

Persiste una particular calaña solariega al criarse apartado del mundo urbano, habituado a escuchar paredes crujir, suelo manchando de corpúsculos las plantas de los pies, una inclinación, eso es, estar aclimatado a prácticamente todo lo que pueda venírsenos encima. Algunos hacen de la situación la desventura de su biografía, suelen venir de otros horarios, y desbravan el orden de la tierra intentando acordarlo a sus patéticos mareos mundanos. Lo primero que sorprende de Angela lo hallamos en la capacidad adaptativa de la protagonista homónima, no solo es cuestión de poseer diez años de vida y, en consecuencia, cierto dominio inconsciente del frágil reinado que le incumbe, achacar dicho avezamiento a la infancia no haría más que infravalorarlo: su hermana, Ellie, cuatro años menor, desea en mayor grado que domina, en especial cuando se trata del anhelo de volar sin alas. La estirpe de Rebecca Miller domina este filme desde los mismísimos saltos de bobina, imprimiendo círculos avisando de su remate en la parte superior derecha del encuadre, y no representaría nada particular si no fuese porque los empalmes aquí suponen una derivación rupestre connatural a la supervivencia de las crías, apreciamos unas dotes innatas para el reparo temporal de enseres caseros, la rápida domesticación de animales monteses, lo repentino con que el conjunto de nuestras guaridas de madera puede desplomarse si un arrebato nos conmina a asestar un puñetazo a la puerta corredera, rejilla por la cual observar a los padres, ventanas, incluso el finiquito del insecto, tenues manivelas sobre las que giramos el destino de las fabulaciones en las que incrustamos un segundo sentido al marchar cavernario de los días. Angela supura un encanto de buena muerte, como bien observó C.S. Lewis al comentar la obra de George MacDonald, su maestro, rebajando en este caso el optimismo, pero sin descompensar la dulzura que supone encontrar lo que de dormido, paralizado, marmóreo, nublado, posee el atavío de la zona noreste de los Estados Unidos de América, Valle Hudson, para las hermanas limen, espejo de entrada, a esa zona papel carbón en la que nada está ahí. Deberán testear la experiencia iniciática aquellos que indirectamente intenten juntar palitos de madera esperando que de su roce salgan algo más que chispas.

Arthur Miller Writer (Rebecca Miller, 2017) - Angela
Rebecca Miller filmando a su padre trabajando en el taller en Arthur Miller: Writer (2017)

Acostumbrada Rebecca a ver las cosas repararse bajo la mano humana, a cohabitar un respiro de apartadero donde aquellos que tocaron hasta quemarse el inconsciente colectivo ─Arthur Miller, padre─ escriben obras que los críticos tachan de “irrelevantes”, no mina tal circunstancia su vitalidad tranquila, el pasado, la historia, han quedado atrás, no acosan como demonio, pero tampoco se han fugado a un Edén ficticio. Cuando la hija recibe cuentos e historias de esa antigüedad mítica, su ojo futuro captará, retendrá, las almadías en las que viajar a salvo, sin perder de vista faros, costas, rutina de navegante con sus horas marcadas, política de escritora, virtud de cineasta ─tres de sus siete filmes están basados en libros propios, los demás también guionizados por ella. El desarrollo de viviendas es un cuento de hadas. Desde pequeña, Rebecca Miller percibió la poesía adaptativa de aquellos momentos que por sugerentes y sobrenaturales no pierden ni un ápice de severidad natural. Dos caras de la moneda: nos dejamos llevar en Angela sin demasiado esfuerzo de plano en plano, ninguno nos tonsura hasta hacernos escarbar en detritos, condensando, viajar aquí implica carácter lúdico, curioso, abanicar posibilidades. Cara. Colgados en lomos ajenos, no podemos dejar de sentir irritación ante la negativa de mutar proferida por las criaturas más heridas del bosque: la madre, fantasma de Marilyn Monroe, obsesión agonista lidiando con la sombra del abuso multidireccional, liposucción sentimental, falta de amor, llenura de pasión, al chocar, cae de costado, cuesta, molesta, dura, se engorra; estupidez arquetípica de variados anónimos encontrados en el trayecto, su trazo marcado agobia, pesa, papel de lija, obstáculo, predicadores citando versículos del Apocalipsis. Cruz. Cuestión de coste, lo que debemos pagar, legar, a cambio de atravesar el desleal paganismo hosco, no podrá evitarse; en la propia historia, la fotógrafa, esposa de Arthur Miller ─Inge Morath, madre─ vino después de.
          El luto termina enredando las eras, introduce mitologías, repeticiones, dualidades judías, lo notamos en apariciones fugaces, prestas a desaparecer con un corte, de Lucifer y la Virgen María, ¿quién sangra cuando se desea hacer feliz a una madre?, ¿cuántos pecados purgar si queremos volver a encarnar el recuerdo de un baño en tinaja?, maestra y aprendiz, Angela y Ellie, un verdadero marcaje de reglas aprendidas sin dilación, velocidad de carrusel, se intuyen separadas de Dios, el camino de vuelta lo reconstruirá la buena marquetería de los afanes, el juego bien jugado, la trampa ingeniosa. Si encontramos levedad en estos ritos de paso, pensamos en la montadora ─Melody London, único trabajo con Rebecca─, también en la directora de fotografía ─Ellen Kuras, compañera leal─, ambas, junto a la autora y un nada desdeñable equipo ─tres asistentes de dirección, tres asistentes de cámara, dos asistentes de edición─, como responsables de imprimir esta aclimatación desde las lentes en la que los personajes llegan a tener una relación con el fondo desenfocado retornante, y no solo con el resabiado fuera de campo, alejarse o acercarse, tanteo que nos relaja e incomoda sin trascendencia fastuosa, lejos del derroche de recursos, sin por ello no poder permitirse giros de trescientos sesenta grados, un cambio a lente deformante ojo de pez, grandes planos generales donde el horizonte ejerce un papel de sostén del sol, techo de gusanos, pequeños movimientos que traspasan la mera corrección del encuadre, escenifican las buenas intenciones, amor y respeto por un set construido con las manos, día tras día, en el que se coexiste tanto como se rueda, fijarlo constituiría tremenda descortesía al relojero, que nos ha dado las manecillas, saciado el tiempo, desenrollado nuestros resortes, al tiempo hay que plantarle cara, esto lo sabe bien la Miller, que rechaza cerrar la puerta al incesante baño, perfusión de signos que abalanzados o en fila india derraman sus virtudes y pecados ante los débiles seres de la Tierra que una vez fue Santa, la cámara captará al danzar algo más que paneos correctivos de artesano americano al servicio de la gran y única industria moral del entretenimiento que ya no es ni moral ni industria, y que encima apenas entretiene, algo menos que un cambio sustantivo en la latitud espacial. Cualquier lector con juiciosas fullerías sabrá que en los cuentos de hadas al pararse la música resta la exigua variación de una flor que ha perdido su dríade, unos pétalos de menos, prímula triste. Condición inestable, síntoma de vida.
          Un filme cimentado en torno a estas interferencias cerebrales, provenientes del cielo o infierno, tanto da, construye su propia capacidad perceptiva, ese cine que nosotros acordamos en llamar mental ─semilla Daney─ incrusta una irrealidad coherente en la forma de mirar y prensar las dimensiones, los afectos. De tan carnales que aparecen las propuestas de mudanza, juegos de manos, círculos de peluches, cables, pañuelos, piso inferior destartalado, comienzan a confundirnos, el ritmo que las conforma lo conjuran mentes inestables, escapan a la luz del día, se contentan con asociaciones egoístas, rasguean la tela y no aterrorizan a la platea formando coro griego, sazonan triquiñuelas subterráneas que comienzan a embrujar y fragmentar el otrora espacio teatral, fuera del drama, espantados los asistentes al verse en el espejo tirando a viragos, deberán volver a casa, apagar la luz y dejar interrelacionar caprichos e imperecederos pudores, culpas paganas, con la poco sagrada mirada de Anna Thomson que dice hola, mi amor al ser sacudida como una jodida ramera por un marido poco paciente, harto de cosas que ni llegamos a comprender en plenitud. Así, los cuerpos infantiles crecerán desvariando, fermentando en confusiones. Sensación de desgobierno adherido a la piel. Se les infligen toques de queda, acecha un ancestral miedo cavernoso, los niños aprenden a base de zonas de exclusión, piso de arriba desde donde espiar a los progenitores por la rendija, les hemos hecho madurar ejercitando el don de la reserva, en constante ayuno cerebral, sí, percibiendo las dubitaciones de los adultos el niño se construye luego su mundo interior de respuestas, los particulares disimulos o resistencias que ejercita el que se sabe ya crecido, el que sabe fingirse enfermo, simular desentendidos, sin embargo el adulto no puede captar en línea recta cómo mediante nuestros secretismos, rencillas, sucesos familiares y sociales que tampoco supimos transmitir en grata herencia, se ha logrado injerir en la conciencia del niño una remota idea de culpa, de pecado, incluso de insana perversidad. Perciben nuestra dubitación y nuestra impotencia ante la objeción atenazante que nos plantean: ¿por qué estamos siendo a cada momento castigados? Con los balbuceos que obtengan por réplica es lícito que se hagan sus cábalas.

Angela Rebecca Miller 2

07/04/2022 – PANDÉMICA Y CELESTE

But there are cramps of an entirely other order, when even hardened doctors ─knowing it is not important, only temporary, just a matter of hours─ reach for the Demerol and the needle. It must be so in each lonely degrading thing from which one comes back having learned nothing whatever. There are no conclusions to be drawn from it. Lonely people see double entendres everywhere.

Speedboat, Renata Adler

Buffy the Vampire Slayer Angel Joss Whedon

Ahora que pensamos más con arena en los bolsillos y quedan pocas proyecciones de entrega provistas de bizarría un poco naif taimada, los 90 podrían transparentársenos como algo que salvo en contados momentos no fueron. Todavía recuerdo las tímidas miradas hacia la sección X del videoclub, acompañado de un amigo o solo, pensando en la cercana y peligrosa expedición a la cara malvada, picaresca, del apetito sexual. Mark Hunter en Pump Up the Volume (Allan Moyle, 1990) predicaba por la llenura de las ondas, un virus cual pensamiento sucio invadiendo una mente ordenada, limpia, asediemos el aire. Y allí, salvo algunos arquetipos que hoy nos hacen más cómplice gracia que otra cosa, había un pellizco de saliva y entrega, imposible no excitarse, querer practicar el nudismo indiscriminado y quizá gritar por la noche en el jardín recién podado alguna indelicadeza amena. Sé a ciencia cierta que no pocas veces habrán sido estimulados por montajes epilépticos donde, diría Bill Hicks ─alrededor de los 90─, casi que lo único visionable es un plano detalle de genitales aporreando. Concédanme al menos el privilegio de la duda, pues soy veleidoso hasta con las bacterias: la corrupción sin excepciones del mundo twink, mancillado por venas con demasiada sangre-pelusilla, el achatamiento por repetición incesante de cualquier tipo de star system alternativo, la tristísima falta de pasión en el “acto de procreación” heterosexual. Si albergamos deseos de salvaguardar algo del anegamiento pornográfico lo hacemos con las mismas ideas embrujadas por años y años de ojos entrenados para lubricarse cuando las caras se descomponen de placer construido, cincelado, polivalente, recíproco, cincuenta maneras diferentes de expresar que uno está a punto de alcanzar la pequeña muerte de la que hablaban los franceses. Pequeña salida: uno mismo cogiendo la cámara, filmando su intimidad, intransferible, para él, con su pareja. Disfrute personal, juego interminable, oponiéndose severo a la neutralidad cansina de las marcas.

Pump Up the Volume Allan Moyle 1990

En fin, Ken Sherry, el indeseable pez con branquias de Love Serenade (Shirley Barrett, 1996), ha ganado la partida al siglo. Barry White ya ha pasado a un fugaz recuerdo, y donde antes lo escuchábamos con empacho, antojando ansiosos el cambio a Charlie Rich, ahora lo echamos de menos. Sí, hasta la vista, hermano. Otra concepción equívoca, aquella de, otra vez, esos maravillosos años no pienso repetir el número, como una década en la que el cine independiente americano estallaba de creatividad, talento, oportunidades por doquier. Ustedes entenderán que les llamemos ignorantes y nostálgicos de videoclub Blockbuster ─el mismo que ahora usan los peores filmes para llenar de lágrimas las caras de los nerds adultos─ si tienen la valentía de proclamar semejante afirmación. Aquel decenio, como el que le precedió, tuvo luces y sombras, y las segundas pesan demasiado, nos faltan los dedos de cuatro manos para enumerar sobradas trayectorias lanzadas al traste tras uno o dos filmes prometedores, cuando no maestros, destinadas con la llegada del nuevo milenio a quedar relegadas a subproductos televisivos o a series con pedigrí de canales de cable, decida cómo quiere volarse las sienes. Sherry acechaba, sí, y con su maldito “acto de procreación” a la manera de un gerente del porno abogando por el amor libre, su estela se cernía sobre aproximaciones femeniles frágiles, durando poco más que un suspiro prolongado, pero lo suficientemente distintas como para dilucidar en ellas varias opciones, lupas o prismáticos con los que contemplar el nacimiento y deceso de un edificio de placer y orgullo personal en medio de la marabunta de unos años donde, más que nunca, reinaba el chico de la motocicleta, el sentimiento angst que mandó al garete tantísimas adolescencias. Si el beat resucitó momentáneamente, optó por Cassady y no Kerouac como alter ego.

Love Serenade Shirley Barrett 1996

Recaemos en Canadá. When Night Is Falling (Patricia Rozema, 1995) presenta su drama despojado de tridimensionalidad-cargada-de-pasado-profundidad-aparente etece etece. Entramos al filme y ya aprendida bien la lección ─a base de amontonar metrajes por encima de otros porque no podemos esconder la pervertida voracidad que nos subyuga a la hora de enfrentarnos al cine─, a los diez minutos entendemos que el entendimiento habrá que volcarlo en la nieve que acecha el paisaje, en una atmósfera a la que el filme de Rozema no apuesta todas sus cartas sin pudor entregando el visionado del metraje a una suerte de clímax estético e identitario, esto no lo hace, pero dicha atmósfera empapa los segundos con una franqueza y calor tan intensos que mejor no cargar las tintas en insinuar las vidas pasadas de santas cayendo del trapecio, estrellándose con la flecha del amour fou lanzada por Petra en una especie de sesión mañanera haciéndonos recordar los patines atados al atuendo monotono Feuillade de Céline et Julie vont en bateau (Jacques Rivette, 1974). Diríamos que el frío canadiense no ha lugar a las divagaciones o monomanías de un filme como High Art (Lisa Cholodenko, 1998), al que no le falta inteligencia, cálculo, al fin pillería y honestidad, pero, de nuevo, no venimos a por lo que comúnmente apelamos relaciones complicadas, exigimos el cuento, y el cuento ya nos lo sabemos, démelo pues rodeado de la apreciada carga de presente, déjeme hacerme una idea de la geografía, e instáleme en su territorio. El filme de Rozema destaca por su descarada falta de cinismo, su sinceridad desmedida en un discurso transparente que se vuelve incógnito en similar medida con la que posamos la mirada en la leña al empezar a surgir el fuego y crepitar la hojarasca: conocemos las leyes de la selva, aún conservamos los conocimientos para avivar las llamas; nada de eso ocasiona que el hecho de mirar el acto vaya en dirección contraria a un patente sigilo ancestral, el fugaz interrogante de un proceso cuya consumición es hermosa, calmante, hogar, dulce hogar. When Night Is Falling nos da otro espejismo Camel, un acto natural noble desenredándose de las fauces de la tierra en busca de migración. La historia de Petra y Camille engalga sus raíces en el viejo carnaval llegando al Pasaje de la Desolación, portando cuero, pieles, malabaristas, sombras alveoladas, problemas eléctricos, ya saben, Ezra Pound y T.S. Eliot se pelean en el puente de mando. Qué más desean preguntar. Los calvinistas no pueden hacer el amor de pie, eso quizá les conduzca a bailar. El ansia de Rozema se insinúa sin mayores rodeos, su cine acaece entre dos estaciones, en rastreo de un nuevo hogar, diferentes fuegos, en el momento en que los pájaros se reagrupan con la celeridad funcional de un arbolado, es hora de recoger los restos, sonreír con el recuerdo del calor, y seguir viviendo dejando que cale todavía más el ambiente canadiense que nos ha hecho asistir a uno de esos amoríos tempranos en los que no había que hacerse demasiadas preguntas sino permitir cerrar la incerteza de la mente y dejar traspasar el más llano cariño. En el norte, afirmamos.

When Night Is Falling Patricia Rozema 1995

Hora de aplanar este cine de atmósfera dramáticamente bidimensional, sentimentalmente expedito, noble, y fondear en aguas purísimas, esas de una vez cada diez años, etiqueta beso de chef. Kissed (Lynne Stopkewich, 1996) supone una de las mayores destilaciones 90s que el cine ha encomendado al clero. Señalo a multitud de farsantes con pocos miramientos, habiéndose pasado la mitad de su vida observando por encima del hombro la rareza, en pleno 2022 afirman vivir en un idilio continuo con esa rareza, la misma que había sido objeto de orgullo grupal, al hacerla de menos, durante aquellos años en los que leer un relato de Flannery O’Connor podía cambiar la campiña sensitiva de una chavala. Esa moza, demasiado polifónica para que la llamasen gótica, extraña, bailarina, entregada a las sensaciones pidiendo pocas cuentas, regresa hoy bajo el nombre de Sandra. El asesinato más dulce de una ardilla listada lo provocaron sus gélidas manos, pronto propuestas por el destino a encontrar calor en los rincones más pompafunebrescos. Cada espacio capturado con ligera frontalidad-pocos rodeos en Kissed rezuma el olor de justo una estancia que retorna ahora sin ofrecernos morriña, recordándonos las otras espesuras ─más personales que en el filme de Rozema─ en las que nos caímos sin posibilidad de rescate con ocho años, aludiendo a aquellos bares anónimos, habitaciones maderadas, descampados quizá sospechosos. Las zonas negativas que vieron nuestros cuerpos crecer y corromperse con gracia anónima de marginados de segunda fila, antes de las reuniones masivas, horrorosas, de inadaptados con camisetas de marca, tiempo atrás, en un mundo con agujeros de gusano colocados en medio de un campus. Esto es lo que buscábamos. Un ejemplo en bruto de un imaginario, punto negro de los 90 ─hemos vuelto a nombrarlos─, que se ha ido para siempre del tiempo. Recordamos Buffy the Vampire Slayer (Joss Whedon, 1997-2003) en sus primeras temporadas, aquellas que sí o sí tuvimos que ver en televisores cuadrados de tubo, el Bronze, los bailes con Angel, el cementerio, sensación de vivir, sin duda, América sin filtros ni escondrijos para ocultar el cartón. [Hotel (Jessica Hausner, 2004) lo intentaba con respecto a su nueva década y país, pero vaya, ahí la cosa se codificaba, ya entrábamos en estilemas de distanciamiento y demás peroratas, bastante honorable hasta el final en su negativa a ir más allá de tres patrones, pero, maldita sea, había estilemas demasiado fuertes que paraban en seco el brillo del diamante]. Contagia apetencia de derribar nuestra condición masculina, sentirnos apátridas en celo a punto de fenecer viendo Kissed, canciones radiofónicas, el novio, Matt, la pasión por los animales muertos, un prólogo destilado, sin rellenos florales, de una infancia tocada por la varita mágica de Jezabel. Aquí vemos pertinente retomar la palabra imagen. Este filme pisa la tierra que The Rapture (Michael Tolkin, 1991) no se atrevía a hollar. Donde la cicatriz de Angie era el punto límite en el que The Rapture se replegaba en su segundo y tercer acto moralistas, predecibles, esta insiste en esos escenarios de vida paralela canadienses incrustadísimos en el imaginario noventero, persevera en la existencia de una condenada pulsión, el filme irá de eso y poco más, procurar sacar algo feérico y gótico en un sentido directo, no en el de maquillajes coyunturales  ni superficialidades departamento de maquillaje camp, no departimos sobre un filme pop, tratamos una manera en mostración de entregarse al mundo y a las emociones tabú que escudriña arrebato, éxtasis, acabar bailando abrazados a nuestra perversión con una canción fechada y dar gracias a Dios de que podamos sentir placer a la vez naif, subversivo, teñido de malditismo sugestivo. En verdad nos parece un filme bello. Estos son nuestros años 90, con su franqueza bidimensional, sin espejismos ni trileros. Terminamos con ganas de cerrar la puerta e idear un nuevo pecado venial.

Kissed Lynne Stopkewich 1996