UNA TUMBA PARA EL OJO

TERMITA DE FORMOSA

Happy Here and Now (Michael Almereyda, 2002)

Happy Here and Now Michael Almereyda 1

Nueva Orleans, a diferencia de muchos lugares a los que regresas para descubrir que su magia se ha esfumado, todavía conserva la suya. La noche puede engullirte, pero nada de eso te afecta. A la vuelta de cualquier esquina está la promesa de algo osado e ideal, y las cosas siguen su curso. Detrás de cada puerta se intuye cierta obscenidad festiva, o bien hay alguien llorando con la cabeza sobre el regazo. Un ritmo cansino palpita bajo el ambiente onírico, y la atmósfera está cargada de duelos pasados, amoríos de otra época, llamadas de auxilio de unos camaradas a otros. No lo ves, pero sabes que está allí. Siempre hay alguien que se hunde. Allí, parece que quien no desciende de alguna antigua familia sureña, es un extraño. No cambiaría nada de eso por nada.

Chronicles: Volume One, Bob Dylan

Las calles de Nueva Orleans surgen de las profundidades del Misisipi, por debajo del nivel del mar, y las acompañan residuos de ficción a punto de encontrarse con su compañera la ignición, caracteres sumergidos en los píxeles de una época incipiente que se aleja cada vez más de Francia, el Siglo de las Luces, historias que contar sirviendo de chófer para alguien que jamás ha estado en la ciudad, Amelia, chica canadiense, hacía tres años que Allan Moyle filmaba a la actriz, Liane Balaban, en New Waterford, y si en el filme del 99 Mooney Pottie realizaba un viaje desde su revoltosa promiscuidad intelectual rozando cada esperanza de escapar, aquí, en el metraje de Almereyda, la recién llegada a Big Easy comienza sin saberlo a elaborar el periplo inverso, busca algo, alguien, que ha desaparecido, su hermana, Muriel, cuyo último contacto conocido fue Eddie Mars, identidad de la naciente revolución digital, monstruo metamorfo de webcam, avatar tras el cual se esconde un tipo peculiar. Eddie, a secas. Poco más que un aspirante a fumigador honorable cuyo sueño pasa por filmar un filme pornográfico softcore sobre las correrías eróticas de un Nikola Tesla que sobrevivió en secreto a la II Guerra Mundial y buscó alianzas con la clonación en aras de prolongar su existencia. The Big Sleep, Alain Resnais, NOLA, corriente alterna, Manny Farber. El universo de Michael Almereyda se concreta en la conjunción borrosa de un enclave cultural, imaginario sensual, más apasionado que enjuto. Aquí los personajes nadan, buzos en la riqueza cultural lindando las calles entoldadas de la urbe. En cualquier rincón un DJ estará rememorando la formación de ensueño, rhythm and blues, su compañera de madrugadas radiofónicas intentará dar salida a ansias trastas participando en el filme de Eddie, con al menos sus ropas parcialmente despojadas. Por supuesto, en el nickelodeon novecento de Almereyda caben también las maravillosas aberraciones de Luisiana. Hannah, recién enviudada y con ojo cubierto de feo parche ─el láser se cobraba demasiadas víctimas─, ahora busca refugio en la profesión de su difunto, bombero, y para ser atraída después de las doce no aceptará bebidas de otro oficio. Hay que apagar fuegos si queremos seducir a Hannah. Baja por el tubo de descenso como la próxima heroína local. Para esta jauría second line parade, parece cristalino, un bacio è troppo poco.

Happy Here and Now Michael Almereyda 2

Napoleon House, construida para el homónimo conquistador en un siglo donde se tenía esperanzas de liberarlo de la Isla Santa Elena, reemplazar al farsante americano y traer al francés a América. No hubo suerte. Les quedan las cadenas de fast food, les queda Bud’s Broiler, una estatua del confederado Robert E. Lee que observa medio asombrado Tom, minutos antes de que el próximo incendio necesitado de aplaque amenace con fachadas cayéndole encima del casco. La gran explosión no se llevará su vida, sino la de Ritchie: he ahí la mujer de luto. En un trance al que parecen encaminarse los fotogramas, insaciables de mutar en otro material que sustituya al nitrato de celulosa, transitan estos sonámbulos, cuyos negocios son asunto del corazón descarriado, desorientado por cables, módems interconectados, Internet más próxima del circo sentimental cinco de la mañana al otro lado de la línea en esta conversación privada podré encontrar a mi salvador espiritual, lejos de cualquier secta fatigosa, concierne esto al filo del peligro que nos azotaba la espina dorsal cuando del siguiente mensaje dependía nuestro destino y, por ende, el sueño posterior a la sesión virtual. Envenenados de fugas, desvergonzados porque el siglo no ha inundado todo de filtraciones, aún confían sin coartadas en ese dejarse llevar que nos puede convertir en apariciones fantasmales, héroes en rescate de los desaparecidos, secundarios en una nueva obra de Jean Cocteau, les falta algo, un hueco apura la investigación, el hallazgo supremo de Happy Here and Now, sustituir ese algo por otra cosa que no podremos llamar alienación ni pesimismo digital; al subir las escaleras mecánicas y dar el paso al suelo, del otro lado nos puede estar esperando la presencia que nos tienda la mano para saltar y encontrar, quizá, aquello que como lectores diletantes de Pascal admitíamos a regañadientes que necesitábamos. Almereyda nos lo va entregando a nosotros en pequeñas dosis de barricadas contraculturales a malas horas, transmisiones piratas, y los personajes van cayendo en sus ficciones como víctimas e investigadores de Fantômas. Existe un legítimo placer en unir este embeleso medio peligroso de los ceros y unos emergiendo con los omnipresentes cementerios neoorleaneses. Se conjuntan y gustan en la danza, mezcolanza cultural; a la fiesta John Sinclair, también Ally Sheedy, rescatada del arte colocado/elevado de Lisa Cholodenko, establecida en lugareña cuyos lazos familiares no hacen sino concederle mayor carga de discreción gentil, veinte marchas por delante de cualquier tipo de indie, este no es el lugar que habitamos sintiéndonos otros, la geografía del filme viene hacia nosotros para cedernos la intuición de que pervive una manera no atalayada de hacer balance vital, reflexionar sobre el entorno, recapturar las desapariciones insistiendo en los nombres propios de la ciudad. Psicogeografía y, por tanto, algo de alquimia imbuida de optimismo puebla cada filme del oriundo de Kansas.

Louis Armstrong ilustra:

«Once the band starts, everybody starts swaying from one side of the street to the other, especially those who drop in and follow the ones who have been to the funeral. These people are known as ‘the second line’, and they may be anyone passing along the street who wants to hear the music. The spirit hits them and they follow along to see what’s happening».

Happy Here and Now Michael Almereyda 3

Los referentes escogidos funcionan a modo de pistas con las que recorrer el camino que nos aleja de Muriel, ensamblando el innegable ojo de documentalista, con afición al collage metropolitano, y los pequeños episodios fabulados, aquí pasados por la cualidad difusora de las cámaras Pixelvision: hombres enmascarados, rebeldes lanchas motoras, el tizne entrecortado de la vida disuelta en melodiosa penalidad, la juntura de dos lunas, el espectro europeo y los cowboys de ciudad. Queda despejado del anfiteatro teórico el término “espeluznante”. No podremos echar mano del adjetivo si prestamos la debida atención a la vivacidad filibustera de las bandas de metales, armónicas, armonías, el más rabioso panorama sonoro acechando las incertezas suaves de Amelia y el círculo que orbita a través de ella, conviviendo con los sonidos arcanos de ultratumba, los mismos que, si nos descuidamos, podrán sustraernos demasiado de la mezcla requerida para estar y vivir en este momento. Celadas cenizas echadas a volar bajo torres de alta tensión. Abierto así el horizonte de contingencias, el delta del río libera a los esclavos en un sueño postergado, en comunión oran con los bluesmen de las aceras, discutidos, radiados, bailados, emulados por la Generación X y los que crecieron durante la Gran Depresión, la Dustbowl expandiéndose ante sus ojos arenosos. Agrupados, consiguen emular una idea desemejante sobre el entorno que los vio rebelarse.

Happy Here and Now Michael Almereyda 4

«Cuando pienso en la breve duración de mi vida, absorbida en la eternidad anterior y siguiente, el pequeño espacio que lleno e incluso que puedo ver, abismado en la infinidad inmensa de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me sorprendo de verme aquí en vez de allá, porque no hay ninguna razón de que esté aquí en vez de estar allá o ahora en vez de en cualquier otro momento».

Pensées, Blaise Pascal

Ha acompañado la creación de este texto la voz de Mina Mazzini

07/04/2022 – PANDÉMICA Y CELESTE

But there are cramps of an entirely other order, when even hardened doctors ─knowing it is not important, only temporary, just a matter of hours─ reach for the Demerol and the needle. It must be so in each lonely degrading thing from which one comes back having learned nothing whatever. There are no conclusions to be drawn from it. Lonely people see double entendres everywhere.

Speedboat, Renata Adler

Buffy the Vampire Slayer Angel Joss Whedon

Ahora que pensamos más con arena en los bolsillos y quedan pocas proyecciones de entrega provistas de bizarría un poco naif taimada, los 90 podrían transparentársenos como algo que salvo en contados momentos no fueron. Todavía recuerdo las tímidas miradas hacia la sección X del videoclub, acompañado de un amigo o solo, pensando en la cercana y peligrosa expedición a la cara malvada, picaresca, del apetito sexual. Mark Hunter en Pump Up the Volume (Allan Moyle, 1990) predicaba por la llenura de las ondas, un virus cual pensamiento sucio invadiendo una mente ordenada, limpia, asediemos el aire. Y allí, salvo algunos arquetipos que hoy nos hacen más cómplice gracia que otra cosa, había un pellizco de saliva y entrega, imposible no excitarse, querer practicar el nudismo indiscriminado y quizá gritar por la noche en el jardín recién podado alguna indelicadeza amena. Sé a ciencia cierta que no pocas veces habrán sido estimulados por montajes epilépticos donde, diría Bill Hicks ─alrededor de los 90─, casi que lo único visionable es un plano detalle de genitales aporreando. Concédanme al menos el privilegio de la duda, pues soy veleidoso hasta con las bacterias: la corrupción sin excepciones del mundo twink, mancillado por venas con demasiada sangre-pelusilla, el achatamiento por repetición incesante de cualquier tipo de star system alternativo, la tristísima falta de pasión en el “acto de procreación” heterosexual. Si albergamos deseos de salvaguardar algo del anegamiento pornográfico lo hacemos con las mismas ideas embrujadas por años y años de ojos entrenados para lubricarse cuando las caras se descomponen de placer construido, cincelado, polivalente, recíproco, cincuenta maneras diferentes de expresar que uno está a punto de alcanzar la pequeña muerte de la que hablaban los franceses. Pequeña salida: uno mismo cogiendo la cámara, filmando su intimidad, intransferible, para él, con su pareja. Disfrute personal, juego interminable, oponiéndose severo a la neutralidad cansina de las marcas.

Pump Up the Volume Allan Moyle 1990

En fin, Ken Sherry, el indeseable pez con branquias de Love Serenade (Shirley Barrett, 1996), ha ganado la partida al siglo. Barry White ya ha pasado a un fugaz recuerdo, y donde antes lo escuchábamos con empacho, antojando ansiosos el cambio a Charlie Rich, ahora lo echamos de menos. Sí, hasta la vista, hermano. Otra concepción equívoca, aquella de, otra vez, esos maravillosos años no pienso repetir el número, como una década en la que el cine independiente americano estallaba de creatividad, talento, oportunidades por doquier. Ustedes entenderán que les llamemos ignorantes y nostálgicos de videoclub Blockbuster ─el mismo que ahora usan los peores filmes para llenar de lágrimas las caras de los nerds adultos─ si tienen la valentía de proclamar semejante afirmación. Aquel decenio, como el que le precedió, tuvo luces y sombras, y las segundas pesan demasiado, nos faltan los dedos de cuatro manos para enumerar sobradas trayectorias lanzadas al traste tras uno o dos filmes prometedores, cuando no maestros, destinadas con la llegada del nuevo milenio a quedar relegadas a subproductos televisivos o a series con pedigrí de canales de cable, decida cómo quiere volarse las sienes. Sherry acechaba, sí, y con su maldito “acto de procreación” a la manera de un gerente del porno abogando por el amor libre, su estela se cernía sobre aproximaciones femeniles frágiles, durando poco más que un suspiro prolongado, pero lo suficientemente distintas como para dilucidar en ellas varias opciones, lupas o prismáticos con los que contemplar el nacimiento y deceso de un edificio de placer y orgullo personal en medio de la marabunta de unos años donde, más que nunca, reinaba el chico de la motocicleta, el sentimiento angst que mandó al garete tantísimas adolescencias. Si el beat resucitó momentáneamente, optó por Cassady y no Kerouac como alter ego.

Love Serenade Shirley Barrett 1996

Recaemos en Canadá. When Night Is Falling (Patricia Rozema, 1995) presenta su drama despojado de tridimensionalidad-cargada-de-pasado-profundidad-aparente etece etece. Entramos al filme y ya aprendida bien la lección ─a base de amontonar metrajes por encima de otros porque no podemos esconder la pervertida voracidad que nos subyuga a la hora de enfrentarnos al cine─, a los diez minutos entendemos que el entendimiento habrá que volcarlo en la nieve que acecha el paisaje, en una atmósfera a la que el filme de Rozema no apuesta todas sus cartas sin pudor entregando el visionado del metraje a una suerte de clímax estético e identitario, esto no lo hace, pero dicha atmósfera empapa los segundos con una franqueza y calor tan intensos que mejor no cargar las tintas en insinuar las vidas pasadas de santas cayendo del trapecio, estrellándose con la flecha del amour fou lanzada por Petra en una especie de sesión mañanera haciéndonos recordar los patines atados al atuendo monotono Feuillade de Céline et Julie vont en bateau (Jacques Rivette, 1974). Diríamos que el frío canadiense no ha lugar a las divagaciones o monomanías de un filme como High Art (Lisa Cholodenko, 1998), al que no le falta inteligencia, cálculo, al fin pillería y honestidad, pero, de nuevo, no venimos a por lo que comúnmente apelamos relaciones complicadas, exigimos el cuento, y el cuento ya nos lo sabemos, démelo pues rodeado de la apreciada carga de presente, déjeme hacerme una idea de la geografía, e instáleme en su territorio. El filme de Rozema destaca por su descarada falta de cinismo, su sinceridad desmedida en un discurso transparente que se vuelve incógnito en similar medida con la que posamos la mirada en la leña al empezar a surgir el fuego y crepitar la hojarasca: conocemos las leyes de la selva, aún conservamos los conocimientos para avivar las llamas; nada de eso ocasiona que el hecho de mirar el acto vaya en dirección contraria a un patente sigilo ancestral, el fugaz interrogante de un proceso cuya consumición es hermosa, calmante, hogar, dulce hogar. When Night Is Falling nos da otro espejismo Camel, un acto natural noble desenredándose de las fauces de la tierra en busca de migración. La historia de Petra y Camille engalga sus raíces en el viejo carnaval llegando al Pasaje de la Desolación, portando cuero, pieles, malabaristas, sombras alveoladas, problemas eléctricos, ya saben, Ezra Pound y T.S. Eliot se pelean en el puente de mando. Qué más desean preguntar. Los calvinistas no pueden hacer el amor de pie, eso quizá les conduzca a bailar. El ansia de Rozema se insinúa sin mayores rodeos, su cine acaece entre dos estaciones, en rastreo de un nuevo hogar, diferentes fuegos, en el momento en que los pájaros se reagrupan con la celeridad funcional de un arbolado, es hora de recoger los restos, sonreír con el recuerdo del calor, y seguir viviendo dejando que cale todavía más el ambiente canadiense que nos ha hecho asistir a uno de esos amoríos tempranos en los que no había que hacerse demasiadas preguntas sino permitir cerrar la incerteza de la mente y dejar traspasar el más llano cariño. En el norte, afirmamos.

When Night Is Falling Patricia Rozema 1995

Hora de aplanar este cine de atmósfera dramáticamente bidimensional, sentimentalmente expedito, noble, y fondear en aguas purísimas, esas de una vez cada diez años, etiqueta beso de chef. Kissed (Lynne Stopkewich, 1996) supone una de las mayores destilaciones 90s que el cine ha encomendado al clero. Señalo a multitud de farsantes con pocos miramientos, habiéndose pasado la mitad de su vida observando por encima del hombro la rareza, en pleno 2022 afirman vivir en un idilio continuo con esa rareza, la misma que había sido objeto de orgullo grupal, al hacerla de menos, durante aquellos años en los que leer un relato de Flannery O’Connor podía cambiar la campiña sensitiva de una chavala. Esa moza, demasiado polifónica para que la llamasen gótica, extraña, bailarina, entregada a las sensaciones pidiendo pocas cuentas, regresa hoy bajo el nombre de Sandra. El asesinato más dulce de una ardilla listada lo provocaron sus gélidas manos, pronto propuestas por el destino a encontrar calor en los rincones más pompafunebrescos. Cada espacio capturado con ligera frontalidad-pocos rodeos en Kissed rezuma el olor de justo una estancia que retorna ahora sin ofrecernos morriña, recordándonos las otras espesuras ─más personales que en el filme de Rozema─ en las que nos caímos sin posibilidad de rescate con ocho años, aludiendo a aquellos bares anónimos, habitaciones maderadas, descampados quizá sospechosos. Las zonas negativas que vieron nuestros cuerpos crecer y corromperse con gracia anónima de marginados de segunda fila, antes de las reuniones masivas, horrorosas, de inadaptados con camisetas de marca, tiempo atrás, en un mundo con agujeros de gusano colocados en medio de un campus. Esto es lo que buscábamos. Un ejemplo en bruto de un imaginario, punto negro de los 90 ─hemos vuelto a nombrarlos─, que se ha ido para siempre del tiempo. Recordamos Buffy the Vampire Slayer (Joss Whedon, 1997-2003) en sus primeras temporadas, aquellas que sí o sí tuvimos que ver en televisores cuadrados de tubo, el Bronze, los bailes con Angel, el cementerio, sensación de vivir, sin duda, América sin filtros ni escondrijos para ocultar el cartón. [Hotel (Jessica Hausner, 2004) lo intentaba con respecto a su nueva década y país, pero vaya, ahí la cosa se codificaba, ya entrábamos en estilemas de distanciamiento y demás peroratas, bastante honorable hasta el final en su negativa a ir más allá de tres patrones, pero, maldita sea, había estilemas demasiado fuertes que paraban en seco el brillo del diamante]. Contagia apetencia de derribar nuestra condición masculina, sentirnos apátridas en celo a punto de fenecer viendo Kissed, canciones radiofónicas, el novio, Matt, la pasión por los animales muertos, un prólogo destilado, sin rellenos florales, de una infancia tocada por la varita mágica de Jezabel. Aquí vemos pertinente retomar la palabra imagen. Este filme pisa la tierra que The Rapture (Michael Tolkin, 1991) no se atrevía a hollar. Donde la cicatriz de Angie era el punto límite en el que The Rapture se replegaba en su segundo y tercer acto moralistas, predecibles, esta insiste en esos escenarios de vida paralela canadienses incrustadísimos en el imaginario noventero, persevera en la existencia de una condenada pulsión, el filme irá de eso y poco más, procurar sacar algo feérico y gótico en un sentido directo, no en el de maquillajes coyunturales  ni superficialidades departamento de maquillaje camp, no departimos sobre un filme pop, tratamos una manera en mostración de entregarse al mundo y a las emociones tabú que escudriña arrebato, éxtasis, acabar bailando abrazados a nuestra perversión con una canción fechada y dar gracias a Dios de que podamos sentir placer a la vez naif, subversivo, teñido de malditismo sugestivo. En verdad nos parece un filme bello. Estos son nuestros años 90, con su franqueza bidimensional, sin espejismos ni trileros. Terminamos con ganas de cerrar la puerta e idear un nuevo pecado venial.

Kissed Lynne Stopkewich 1996