UNA TUMBA PARA EL OJO

(ABRIL, 1985); por Dave Kehr

Mikey and Nicky (Elaine May, 1976)
por Dave Kehr

en Movies That Mattered: More Reviews from a Transformative Decade. Ed: The University of Chicago Press, 2017; págs. 51-54.

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Nunca es fácil decir por qué un filme no logra encontrar su público. Luego de un gran periodo en la sala de montaje, Mikey and Nicky de Elaine May hizo su debut en Nueva York en 1976 y se hundió más rápido que una bola de bowling en una cuba de natillas. Por lo visto, no fue un asunto de malas críticas, más bien de que no hubo ninguna en absoluto: por razones que permanecerán para siempre misteriosas, fue un filme que nadie quiso ver, a pesar del historial impresionante de su directora (The Heartbreak Kid, A New Leaf). May no ha firmado un filme desde entonces, aunque ha trabajado a un ritmo constante como una script doctor anónima (en filmes como Reds o Heaven Can Wait).
          Con todo, las proyecciones ocasionales del filme a lo largo de los años ─en particular, en el Toronto Film Festival de 1981─ le han ganado una reputación underground, y ahora ha sido relanzado por una distribuidora independiente (se le espera en el Fine Arts Theatre en algún momento de este mes). Puede ser que Mikey and Nicky encuentre su audiencia después de todo. Divertido, incisivo, y finalmente embrujador, es uno de los filmes americanos más sorprendentes de su década; su valerosa toma de riesgos e inteligencia cortante lo hacen parecer más contemporáneo que cualquier filme de Hollywood estrenado este año.
          Mikey and Nicky llegó al final de un ciclo de buddy movies ─filmes acerca de entusiastas amistades masculinas que parecían deleitarse en un resentimiento adolescente hacia el sexo opuesto. Pero Mikey and Nicky, una buddy movie, hecha por una mujer, es a Butch Cassidy and the Sundance Kid lo que À bout de souffle es con respecto a las películas de gánsteres o The Searchers a un Wéstern de Roy Rogers: coge las asunciones más profundas, tácitas, de la forma y las sostiene para examinarlas; coge las mecánicas de la forma ─sus convenciones dramáticas y trucos de estructura─ y las pone del revés, exponiendo justo esos elementos que la forma pretendía ocultar. En vez de Newman y Redford, los colegas son John Cassavetes y Peter Falk ─dos de los más grandes outsiders del cine americano, actores que han desarrollado por sí mismos un estilo de interpretación (impulsivo, improvisatorio, extravagante) y un rango tonal (histeria, desesperación, vulnerabilidad) que contradice a cada nivel los requerimientos de una actuación estelar convencional. Una de las cosas más bellas de Mikey and Nicky es la forma en la que May se borra a sí misma ante el equipo interpretativo singular que Falk y Cassavetes representan. Pone su cámara al servicio completo de los actores, siempre dejando el suficiente espacio en sus encuadres para capturar el gesto espontáneo, el movimiento súbito. Y el diálogo, aunque fuertemente guionizado, ha sido tallado tan cercanamente a las personalidades de sus intérpretes que no hay un solo momento en el filme que no se sienta como si no fuera inventado en el acto. Si no fuera nada más, Mikey and Nicky es la historia de un matón de poca monta (Cassavetes) que ha sido capturado robando de un banco de apuestas; su socio en el timo ya ha sido asesinado, y Nicky, convencido de que hay un encargo de asesinato para él también, se ha encerrado en un hotelucho de mala muerte. Llama a Mikey (Falk), un amigo de la infancia que es también un miembro del sindicato, para consejo y ayuda ─una llamada motivada más por el hábito que por confianza y, después de una larga lucha, convence a su amigo de ir con él a un bar. Una vez que ha atraído a su colega al exterior, Mikey marcha directamente a una cabina de teléfono y llama al corpulento sicario (Ned Beatty) que ha sido asignado para el trabajo, diciéndole exactamente dónde pueden ser hallados.
          La traición no se suele agrupar entre las subtramas cinematográficas más hilarantes, pero así es cómo, en las escenas tempranas de su filme, May la aborda ─como una ansiosa, asustadiza, comedia de la desesperación. Tenso por el peligro que ve a su alrededor, Nicky no es un objetivo cooperativo: a cada segundo se mueve entre una confianza en sí mismo jactanciosa y un terror cobarde, y Mikey no consigue que abandone el hotel hasta que acuerda intercambiar abrigos con él ─puede haber alguien al acecho en el vestíbulo. (Hay otro intercambio, también: como una prueba de confianza, Mikey le pide a Nicky que le dé su arma; Nicky no la cederá hasta que Mikey le ofrezca algo a cambio, así que le da su reloj. Este momento no acentuado es típico del acercamiento económico de May a la caracterización ─Nicky le presta a Mikey el símbolo de sus bravatas; Mikey devuelve el símbolo de su fiabilidad y obediencia. En no más que dos o tres planos, May dispone la base de su amistad ─es un intercambio de fuerzas). Una vez que Mikey ha conseguido llevar a su amigo al bar, tiene que mantenerlo allí, no es un asunto sencillo teniendo en cuenta los impulsos contradictorios que zumban por el cerebro confuso de Nicky ─quiere visitar a su exmujer; quiere ver a su novia; quiere ir a un cine de sesión continua. Mientras tanto, el sicario (May lo introduce con un toque maravilloso ─se lo ve cambiando canales en un televisor hasta que encuentra una banda sonora que encaja con su humor: la partitura aciaga, llena de lamentos, de un filme noir de los años cuarenta) se las ha arreglado para perderse en el tráfico urbano. Pasan los minutos, y el asesino todavía no ha hecho acto de presencia ─y encontramos nuestra simpatía tornando lentamente hacia Mikey, como siempre ocurre hacia el hombre modesto, metódico, que intenta simplemente realizar un trabajo.
          En la superficie, Mikey and Nicky parece suelto, casual, incluso inconexo. Pero la fuerza del filme proviene del modo en el que May suspende esta superficie casual a lo largo de una estructura muy ajustada. El filme vive en la tensión entre lo completamente impulsivo y lo cuidadosamente planeado, que es también la tensión entre sus personajes principales. Mientras Falk y Cassavetes practican sus deslumbrantes juegos de comportamiento, May es prudente en limitarse a las unidades clásicas: unidad de tiempo (el filme tiene lugar en una noche), de espacio (unos bloques cuadrados de una ciudad sin nombre ─May incluso nos muestra el mapa), y, por supuesto, de acción (no por nada ella pasó sus años universitarios en la University of Chicago). El formato es el de una tragedia ática, y hay algo fatídico en el despliegue de la acción ─en la manera en la que parece escapar al control de los personajes─ una vez que ha sido puesta en marcha por la decisión de traicionar. Aun así, May la salpica con un suspense específicamente cinematográfico, casi griffithiano. Mientras corta alternativamente entre Mikey y Nicky pasando la larga noche en camaradería forzada y el asesino que está acercándose constantemente, el filme se convierte en una variación de la carrera a la horca del melodrama silente: la pregunta no es si el perdón del gobernador llegará a tiempo para salvar al héroe de una ejecución injusta, sino si Mikey encontrará su afecto por su amigo lo suficientemente reavivado como para intentar rescatarlo.
          May hace pasar esta relación volátil a través de tres marcos de referencia diferentes. Finalmente, en su camino al cine de sesión continua (Mikey ha convenido que el sicario los encuentre allí), Nicky decide de repente que debe visitar la tumba de su madre. Escalando el muro del cementerio cerrado (el slapstick aquí es una referencia a un cortometraje de Laurel & Hardy), se encuentran de nuevo en su infancia, como si la presencia de la muerte los hubiese hecho niños otra vez. Las intimidades de la infancia resurgen: Nicky cuenta la historia del hermano pequeño de Mikey que un día se quedó súbitamente calvo. Los chicos se rieron de él, y al día siguiente murió de escarlatina. El recuerdo es a la vez divertido y espantoso, y es aquí donde May toca su más profunda mezcla de emociones ─el filme se mueve dentro de esa zona rarificada, peligrosa, donde la comedia y la tragedia se funden, donde una risa es lo mismo que un grito.
          Demasiada muerte conjura una necesidad de calor, y los dos amigos, de nuevo cercanos, visitan a la chica de Nicky (el sicario, todavía esperando en el cine, ha sido olvidado). Delicadamente interpretada por Joyce Van Patten, ella es una oficinista solitaria, apagada, de 40 o por ahí, con un apartamento decorado demasiado alegremente: una de esas mujeres cruelmente marginadas, no del todo atractivas, que parecen encontrar su voz en los filmes de May (May misma en A New Leaf; su hija, Jeannie Berlin, en The Heartbreak Kid). Nicky hace el amor superficialmente con ella mientras Mikey aguarda, mortificado, en la cocina. Cuando Nicky termina, sugiere a su colega que lo pruebe también. La mujer, humillada, lo rechaza, y Mikey sospecha de repente que le han tendido una trampa ─que Nicky está haciendo chanza de sus inseguridades sexuales, tal y como lo hacía en el instituto. La amistad se rompe en pedazos de nuevo (y Nicky rompe el reloj de Mikey contra la acera de la calle), y los dos hombres se separan.
          Su relación se ha movido a través de la infancia (el cementerio) y la adolescencia (el apartamento de la mujer); ahora, mientras el sol comienza a salir, se mueve hacia la luz más cruel de la adultez. Mikey retorna al hogar (el sicario lo sigue, por si acaso Nicky decide volver en busca de ayuda), y vemos su casa ─un hogar moderno, cómodo, de clase media-alta, situado en un vecindario exclusivo vigilado por coches patrulla privados. Cualesquiera que sean las raíces de la traición de Mikey ─el resentimiento, la proximidad, las necesidades, la envidia, todas se cocieron a fuego lento a lo largo de los años─, en la fría luz del día el asunto se reduce a esto: Mikey debe traicionar a su amigo para preservar el pequeño lugar que se ha construido para sí mismo en el mundo. La mujer de Mikey le ha esperado, su hijo está durmiendo en la habitación contigua, y en un momento la llamada de Nicky sonará en la puerta principal. El filme comenzó con la imagen de una puerta barricada contra los peligros del mundo exterior ─la puerta de la habitación de hotel de Nicky. Terminará con una puerta cerrada, también.

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03/06/2020 – RODEO

Le champignon des Carpathes (Jean-Claude Biette, 1988)

Partamos de Portugal, y retomemos una comparación que se antoja bastante acertada, ¿qué pasaría si pusiéramos al lado el visionado de un filme como Heaven Can Wait (Ernst Lubitsch, 1940) con el proceso de convalecencia de un enfermo? Esa es la idea propuesta por Pedro Costa, y regresa con fuerza en el escenario posradiactivo, la tragedia del Rhône y los grupos teatrales fragmentados de Le champignon des Carpathes. Uno no se pretende demasiado feroz cuando lo que le importa es la rápida recuperación y, al mismo tiempo, la obligada parada en el camino da al individuo la oportunidad de disfrutar de una singular placidez, la misma que transforma todo paisaje en otoñal, el barullo en lentas asunciones. Solo así podríamos explicarnos el poco drama en la desaparición de Sibylle y nuestro deseo implícito de que no vuelva nunca a ver a su padre. ¿Quién es Sibylle? Se preguntará el espectador que aún no haya visto el filme en cuestión; la misma pregunta se la estará haciendo el que ya haya acudido a la cita dos veces. Jean-Claude Biette filma la Francia coetánea a las postrimerías de Chernóbil tomando la medida del tiempo sin desperdiciarlo, cadencia adecuada para condensar acciones con ruido de fondo, la duración deseada para que, en el proceso, puedan ocurrir diferentes juegos: la ligazón mental del espectador, cavilando qué une a un personaje con los pretéritamente mostrados y con los aún no puestos en escena, el discurrir sobre el posible pasado de ese comediante y, al final de la travesía mental, la feliz asunción de un espacio de reserva, donde ni podemos ni queremos entrar. Disfrutamos simplemente viendo el curso de la enfermedad disipándose, aun cobrándose algunas víctimas por el camino.
          Este es un filme al que he vuelto por segunda vez tras darme cuenta, un sábado a horas tardías, de la necesidad por mantener un espacio lo suficientemente grande, una inteligencia activa pero mucho más callada de lo que estaba en ese momento para que el microcosmos biettiano permaneciese conmigo en una misma balanza de fuerzas. Fue el domingo cuando la experiencia recomenzó y volví sobre esas primeras escenas, la chica cayendo desfallecida, el traje NBQ recorriendo la zona del desastre: la atmósfera está demasiado inmóvil, la urgencia es casi muda. En cambio, nosotros sacamos disfrute de aquello, como la señora con la que Robert habla al comienzo del filme, ataviada con cuatro suéteres y una manta escocesa (en Fort William los vientos soplan impasibles); hace frío, sí, pero tenemos las vistas, inmunes a la poetización de un ojo nostálgico. La panorámica adecuada para que la sociedad y uno mismo puedan hacer cuentas (Daney). Imposible desenvolverse en una sociedad sabiendo de antemano sus reglas y filiaciones. Figura del carterista-electricista-chico de los recados, Bob (así le gusta ser llamado), recordándonos al personaje medio que podría aparecer en cualquier película de Tourneur, estableciendo vínculos entre diversas localizaciones: su hermana, el novio de esta, la librería y el grupo teatral descoyuntado. Ni en el cine de Biette ni en el de Rivette se contraponen el teatro y la ficción como un sello toca la carta, están ahí, y su relación no podría ser más indirecta, casi brusca. Es más una cuestión de trabajo, de rutina repetida, de proceso (Kehr) atando maneras de enfrentarse a las obras representadas. Los procesos son las líneas de ficción encontradas “en el medio de”, quizá nunca finiquitadas. Ay, ¿cuál será el destino de la desgraciada Madeleine? Sin embargo, ni mil truenos ni cadáveres nos darían una visión más bella de lo que uno pierde al desligarse de la sociedad y de los juegos de la vida llana que esos últimos planos donde la chica, en quizá su última noche, ve cómo las luces aún iluminan. Volviendo a Portugal, João Bénard da Costa nos supo hacer ver de manera pertinente los oscuros no-vínculos entre ella y Ofelia, el personaje que debería haber interpretado bajo las órdenes de Jeremy Fairfax, director de la díscola compañía. La distancia entre Madeleine y el personaje de Shakespeare se salva con una mirada y varios cortes.
          El crítico portugués arremetía contra aquellos que tildaban al filme de exangue. ¿Quién sería capaz de encontrar la sangre circulando que anida por debajo de sus fotogramas? Casi veinte años después de esas palabras, y gracias a la copia distribuida gratuitamente por La Cinémathèque française en su página web, podemos sentarnos, convalecer durante un rato y darnos cuenta de que Jenny no es mademoiselle, sino madame, y que la relación con su padre, Jeremy, no la podemos reducir a dos líneas (de pequeña, llamaba a su hija milady), entender que con dos escenas un personaje (Madame Ambrogiano) puede estar cargado de historia, y que Biette, siempre generoso por defecto, quiere sorprenderse tanto como nosotros. No hace falta sucumbir a la sobredramatización de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950) para dar cuenta del paso del tiempo en una actriz (Olympia) ni dirigirnos a ningún lugar especial, tan solo dar un rodeo. Y en la curva de la glorieta, el tiempo que nos dure recorrer la rotonda, la ficción unirá lo impensable, quizá incluso responda a la pregunta inicial y la extienda: ¿quién es Sibylle para Jenny? Ofelia en Madeleine. Ambas miran más allá del encuadre hacia su propia ausencia en el firmamento.

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Le champignon des Carpathes Jean-Claude Biette 2

Le champignon des Carpathes – La Cinémathèque française