UNA TUMBA PARA EL OJO

(ABRIL, 1985); por Dave Kehr

Mikey and Nicky (Elaine May, 1976)
por Dave Kehr

en Movies That Mattered: More Reviews from a Transformative Decade. Ed: The University of Chicago Press, 2017; págs. 51-54.

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Nunca es fácil decir por qué un filme no logra encontrar su público. Luego de un gran periodo en la sala de montaje, Mikey and Nicky de Elaine May hizo su debut en Nueva York en 1976 y se hundió más rápido que una bola de bowling en una cuba de natillas. Por lo visto, no fue un asunto de malas críticas, más bien de que no hubo ninguna en absoluto: por razones que permanecerán para siempre misteriosas, fue un filme que nadie quiso ver, a pesar del historial impresionante de su directora (The Heartbreak Kid, A New Leaf). May no ha firmado un filme desde entonces, aunque ha trabajado a un ritmo constante como una script doctor anónima (en filmes como Reds o Heaven Can Wait).
          Con todo, las proyecciones ocasionales del filme a lo largo de los años ─en particular, en el Toronto Film Festival de 1981─ le han ganado una reputación underground, y ahora ha sido relanzado por una distribuidora independiente (se le espera en el Fine Arts Theatre en algún momento de este mes). Puede ser que Mikey and Nicky encuentre su audiencia después de todo. Divertido, incisivo, y finalmente embrujador, es uno de los filmes americanos más sorprendentes de su década; su valerosa toma de riesgos e inteligencia cortante lo hacen parecer más contemporáneo que cualquier filme de Hollywood estrenado este año.
          Mikey and Nicky llegó al final de un ciclo de buddy movies ─filmes acerca de entusiastas amistades masculinas que parecían deleitarse en un resentimiento adolescente hacia el sexo opuesto. Pero Mikey and Nicky, una buddy movie, hecha por una mujer, es a Butch Cassidy and the Sundance Kid lo que À bout de souffle es con respecto a las películas de gánsteres o The Searchers a un Wéstern de Roy Rogers: coge las asunciones más profundas, tácitas, de la forma y las sostiene para examinarlas; coge las mecánicas de la forma ─sus convenciones dramáticas y trucos de estructura─ y las pone del revés, exponiendo justo esos elementos que la forma pretendía ocultar. En vez de Newman y Redford, los colegas son John Cassavetes y Peter Falk ─dos de los más grandes outsiders del cine americano, actores que han desarrollado por sí mismos un estilo de interpretación (impulsivo, improvisatorio, extravagante) y un rango tonal (histeria, desesperación, vulnerabilidad) que contradice a cada nivel los requerimientos de una actuación estelar convencional. Una de las cosas más bellas de Mikey and Nicky es la forma en la que May se borra a sí misma ante el equipo interpretativo singular que Falk y Cassavetes representan. Pone su cámara al servicio completo de los actores, siempre dejando el suficiente espacio en sus encuadres para capturar el gesto espontáneo, el movimiento súbito. Y el diálogo, aunque fuertemente guionizado, ha sido tallado tan cercanamente a las personalidades de sus intérpretes que no hay un solo momento en el filme que no se sienta como si no fuera inventado en el acto. Si no fuera nada más, Mikey and Nicky es la historia de un matón de poca monta (Cassavetes) que ha sido capturado robando de un banco de apuestas; su socio en el timo ya ha sido asesinado, y Nicky, convencido de que hay un encargo de asesinato para él también, se ha encerrado en un hotelucho de mala muerte. Llama a Mikey (Falk), un amigo de la infancia que es también un miembro del sindicato, para consejo y ayuda ─una llamada motivada más por el hábito que por confianza y, después de una larga lucha, convence a su amigo de ir con él a un bar. Una vez que ha atraído a su colega al exterior, Mikey marcha directamente a una cabina de teléfono y llama al corpulento sicario (Ned Beatty) que ha sido asignado para el trabajo, diciéndole exactamente dónde pueden ser hallados.
          La traición no se suele agrupar entre las subtramas cinematográficas más hilarantes, pero así es cómo, en las escenas tempranas de su filme, May la aborda ─como una ansiosa, asustadiza, comedia de la desesperación. Tenso por el peligro que ve a su alrededor, Nicky no es un objetivo cooperativo: a cada segundo se mueve entre una confianza en sí mismo jactanciosa y un terror cobarde, y Mikey no consigue que abandone el hotel hasta que acuerda intercambiar abrigos con él ─puede haber alguien al acecho en el vestíbulo. (Hay otro intercambio, también: como una prueba de confianza, Mikey le pide a Nicky que le dé su arma; Nicky no la cederá hasta que Mikey le ofrezca algo a cambio, así que le da su reloj. Este momento no acentuado es típico del acercamiento económico de May a la caracterización ─Nicky le presta a Mikey el símbolo de sus bravatas; Mikey devuelve el símbolo de su fiabilidad y obediencia. En no más que dos o tres planos, May dispone la base de su amistad ─es un intercambio de fuerzas). Una vez que Mikey ha conseguido llevar a su amigo al bar, tiene que mantenerlo allí, no es un asunto sencillo teniendo en cuenta los impulsos contradictorios que zumban por el cerebro confuso de Nicky ─quiere visitar a su exmujer; quiere ver a su novia; quiere ir a un cine de sesión continua. Mientras tanto, el sicario (May lo introduce con un toque maravilloso ─se lo ve cambiando canales en un televisor hasta que encuentra una banda sonora que encaja con su humor: la partitura aciaga, llena de lamentos, de un filme noir de los años cuarenta) se las ha arreglado para perderse en el tráfico urbano. Pasan los minutos, y el asesino todavía no ha hecho acto de presencia ─y encontramos nuestra simpatía tornando lentamente hacia Mikey, como siempre ocurre hacia el hombre modesto, metódico, que intenta simplemente realizar un trabajo.
          En la superficie, Mikey and Nicky parece suelto, casual, incluso inconexo. Pero la fuerza del filme proviene del modo en el que May suspende esta superficie casual a lo largo de una estructura muy ajustada. El filme vive en la tensión entre lo completamente impulsivo y lo cuidadosamente planeado, que es también la tensión entre sus personajes principales. Mientras Falk y Cassavetes practican sus deslumbrantes juegos de comportamiento, May es prudente en limitarse a las unidades clásicas: unidad de tiempo (el filme tiene lugar en una noche), de espacio (unos bloques cuadrados de una ciudad sin nombre ─May incluso nos muestra el mapa), y, por supuesto, de acción (no por nada ella pasó sus años universitarios en la University of Chicago). El formato es el de una tragedia ática, y hay algo fatídico en el despliegue de la acción ─en la manera en la que parece escapar al control de los personajes─ una vez que ha sido puesta en marcha por la decisión de traicionar. Aun así, May la salpica con un suspense específicamente cinematográfico, casi griffithiano. Mientras corta alternativamente entre Mikey y Nicky pasando la larga noche en camaradería forzada y el asesino que está acercándose constantemente, el filme se convierte en una variación de la carrera a la horca del melodrama silente: la pregunta no es si el perdón del gobernador llegará a tiempo para salvar al héroe de una ejecución injusta, sino si Mikey encontrará su afecto por su amigo lo suficientemente reavivado como para intentar rescatarlo.
          May hace pasar esta relación volátil a través de tres marcos de referencia diferentes. Finalmente, en su camino al cine de sesión continua (Mikey ha convenido que el sicario los encuentre allí), Nicky decide de repente que debe visitar la tumba de su madre. Escalando el muro del cementerio cerrado (el slapstick aquí es una referencia a un cortometraje de Laurel & Hardy), se encuentran de nuevo en su infancia, como si la presencia de la muerte los hubiese hecho niños otra vez. Las intimidades de la infancia resurgen: Nicky cuenta la historia del hermano pequeño de Mikey que un día se quedó súbitamente calvo. Los chicos se rieron de él, y al día siguiente murió de escarlatina. El recuerdo es a la vez divertido y espantoso, y es aquí donde May toca su más profunda mezcla de emociones ─el filme se mueve dentro de esa zona rarificada, peligrosa, donde la comedia y la tragedia se funden, donde una risa es lo mismo que un grito.
          Demasiada muerte conjura una necesidad de calor, y los dos amigos, de nuevo cercanos, visitan a la chica de Nicky (el sicario, todavía esperando en el cine, ha sido olvidado). Delicadamente interpretada por Joyce Van Patten, ella es una oficinista solitaria, apagada, de 40 o por ahí, con un apartamento decorado demasiado alegremente: una de esas mujeres cruelmente marginadas, no del todo atractivas, que parecen encontrar su voz en los filmes de May (May misma en A New Leaf; su hija, Jeannie Berlin, en The Heartbreak Kid). Nicky hace el amor superficialmente con ella mientras Mikey aguarda, mortificado, en la cocina. Cuando Nicky termina, sugiere a su colega que lo pruebe también. La mujer, humillada, lo rechaza, y Mikey sospecha de repente que le han tendido una trampa ─que Nicky está haciendo chanza de sus inseguridades sexuales, tal y como lo hacía en el instituto. La amistad se rompe en pedazos de nuevo (y Nicky rompe el reloj de Mikey contra la acera de la calle), y los dos hombres se separan.
          Su relación se ha movido a través de la infancia (el cementerio) y la adolescencia (el apartamento de la mujer); ahora, mientras el sol comienza a salir, se mueve hacia la luz más cruel de la adultez. Mikey retorna al hogar (el sicario lo sigue, por si acaso Nicky decide volver en busca de ayuda), y vemos su casa ─un hogar moderno, cómodo, de clase media-alta, situado en un vecindario exclusivo vigilado por coches patrulla privados. Cualesquiera que sean las raíces de la traición de Mikey ─el resentimiento, la proximidad, las necesidades, la envidia, todas se cocieron a fuego lento a lo largo de los años─, en la fría luz del día el asunto se reduce a esto: Mikey debe traicionar a su amigo para preservar el pequeño lugar que se ha construido para sí mismo en el mundo. La mujer de Mikey le ha esperado, su hijo está durmiendo en la habitación contigua, y en un momento la llamada de Nicky sonará en la puerta principal. El filme comenzó con la imagen de una puerta barricada contra los peligros del mundo exterior ─la puerta de la habitación de hotel de Nicky. Terminará con una puerta cerrada, también.

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DESHINCAR LA BASTARDA SUSTANTIVACIÓN DE LA EXPERIENCIA

Perfume (Michael Rymer, 2001)

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As pine, beech, birch, ash, hackmatack, hemlock, spruce, bass–wood, maple, interweave their foliage in the natural wood, so these mortals blended their varieties of visage and garb. A Tartar–like picturesqueness; a sort of pagan abandonment and assurance. Here reigned the dashing and all–fusing spirit of the West, whose type is the Mississippi itself, which, uniting the streams of the most distant and opposite zones, pours them along, helter–skelter, in one cosmopolitan and confident tide.

The Confidence-Man: His Masquerade, Herman Melville

1. UNA NUEVA FORMA DE CONTROL

En su característica línea de parábolas dialécticas, Jean-Luc Godard distinguía entre dos formas de llevar a cabo el acto de creación de imágenes: por un lado, estarían aquellas imágenes que han venido al mundo para plasmar un pensamiento, quizá pretendiendo reflejar cierta “idea de justicia”, por el otro, estarían aquellas imágenes que, lejos de pretender ser la plasmación de un pensamiento, llegan a pensar por ellas mismas, nunca aspirando a ser un espejo pulido que manifestaría exactamente las distancias de un concepto, sino una superficie en movimiento que busca significarse en sus pretensiones de dar alcance a aquella “imagen justa”, precisamente por ser pensante, que introducirá asimismo en el espectador el germen del pensamiento.
          La dirección chata, nociva, improductiva, de creación que señalaba Godard (ir desde un “pensamiento justo” hacia lograr su pretendida imagen) la distinguimos claramente de la otra, afirmativa, transitiva, valiente, que reivindicaba: un pensamiento trabajando en acto que por el mero hecho de su estar en marcha, su mecha como fuerza inteligente, conciba, dadas las debidas gracias a la realidad material, un conjunto de imágenes que ya no lo representan unívocamente, a él, el coartífice, más bien comienzan a pensar, como decíamos, por ellas mismas, sea por una probable dispersión bien entendida de signos, sea por contraposición fortuita en forma de choque, reflexión esta última de Pierre Reverdy ─el poeta surrealista tan influyente en la práctica de Godard─:

«La imagen es una creación pura de la mente. No puede nacer de una comparación sino de una yuxtaposición de dos o más realidades diferentes. Cuanto más distante y verdadera sea la relación entre las dos imágenes yuxtapuestas, más fuerte será la imagen ─mayor será su poder emocional y su realidad poética».

En cualquier caso, en este terreno fértil donde la imagen comienza a crear signos propios, también el espectador encuentra un espacio para pensar con ella, divergente o confluentemente. Pocos filmes hemos encontrado en el cine americano independiente, entendido este término en las decenas de acepciones que se le han venido dando desde los tempranos años noventa, que nos hayan hecho circular el pensamiento de un modo más inopinado que Perfume, de Michael Rymer.
          Pero sabemos que nada de lo que existe ha sido creado ex nihilo. Sin embargo, en una primera recepción, tras un impacto demasiado fuerte, hay algunos filmes que pueden parecerlo. Regímenes de imágenes cuyos atributos, semejanzas, previsiones, no podremos capturar al vuelo, hasta diríamos no haberlos visto nunca, entonces, ¿de dónde diantres han salido?, ¿cómo habrían logrado, simplemente por medio de su fuerza motriz, espiritual, llegar a la existencia?, ¿acaso la intempestividad puede retomarse? Son preguntas que nos surgen, por desgracia, ante pocos filmes, y este ha sido el caso de Perfume, perteneciente a un hoy desconocido cineasta, según los escasos datos, desde hace once años realizador trabajando exclusivamente en episodios de TV. Hablamos de una película cuyo movimiento tendencial creemos inclasificable en dos categorías que han venido subyaciendo, más o menos teóricas, en la crítica y ensayos cinematográficos. Centrípeta y centrífuga. Otorgando las más de las veces, inconscientemente, unas cualidades de fortaleza moral, incluso de bienestar cerebral, mente limpia, al segundo de los términos. Lo centrífugo asociado a apertura de signos, planos y cortes generosos con sus aledaños, posibilidades expansivas de filmes desatados de un centro neurálgico caprichoso, el mismo que concentraría en la ordenación opuesta fuerza centrípeta suficiente como para hacer sentir que todo oscila hacia su dirección. Nosotros hemos encontrado filmes cuyo suceder hemos tenido a bien categorizar, lidiando retos cinéfilos introducidos en conversaciones encendidas, de “guerras receptivas”, un desacomodo de la percepción en la que el truncamiento, hincadura del diente en estrategias “a contrapelo”, nos abocaba a estar bien incómodos hasta pasado un rato de metraje, donde comenzábamos a distinguir los signos y al fin podíamos pensar en consecuencia. Entonces, tampoco los filmes de guerras receptivas centrípetas eran algo desconocido para nosotros, incluso queriendo problematizarlos en aras de un mayor entendimiento del aparato cinematográfico, podíamos llegar a conclusiones precarias pero idealmente sólidas. Quizá se trataba de un movimiento a medias intencional, tendencial, constante pero quebradizo, hacia un centro que irradiaba ruptura. Pensamos en algunos filmes de Andrzej Żuławski, tales como Mes nuits sont plus belles que vos jours (1989) o Cosmos (2015), con grandes angulares, Steadicam, recursos sustantivados en su hincapié que atesoran un acercamiento interesante al desacomodo del espectador, incluso logran captar en ciertos momentos, separando algunos planos de la sucesión artificial que los engloba a todos, perspectivas forzadas de urbanismo europeo que a nuestros ojos les resultan desafiantes. Su cine funciona, grosso modo, por adición, un suma, suma y suma donde al final nos acostumbramos a estar desacostumbrados. Y no es poco. Estos filmes de Żuławski, o Longing for the Rain (Tian-yi Yang, 2013), construyen una congruencia bien adjetivable, de una entereza resolutiva, solapados a la corriente de un río bravo. La revelación y, por tanto, el conjunto de imágenes resultantes del choque, tenderán a circular en una dirección que inmediatamente nos intentará traer de vuelta a su sucesión encomiable, rarificada.
          Destensemos entonces esta sofocante situación, demos las cámaras a un australiano llamado Michael Rymer y pidámosle que sea algo menos polaco, algo menos desesperado, llevémoslo a los Estados Unidos de América, sacado de su Melbourne natal, con casi tres semanas de rodaje, un reparto hormigueado de nombres aún por conocer, otros bien conocidos pero lejos de su esplendor, algunos en un punto intermedio donde su avidez les colocaba en una situación de entrega a proyectos sui generis. Veamos el resultado. El atrevimiento inicial consiste aquí en colocarnos in medias res de escenas salteando, retornando, sobre personajes a los que les une un hilo muy tenue: dedicarse al negocio de la moda en la ciudad de Nueva York. Fotógrafos, diseñadores, incluso estrellas del rap. La mayoría de situaciones, entenderéis, se encuentran concernidas por la charla empresarial, adulta, en tesituras movedizas, avezadas, donde la identificación protagonística no acaba de clarificarse. Varios personajes copan, reclaman el encuadre, y este a veces concede, a veces ignora, en planos perceptivamente asequibles que pronto se revelarán contenedores de demasiadas cosas. Atravesados, se nos otorga ver encargos laborales, relaciones fuera del trabajo, cargas imponderables de pasado, nada supone una ofuscación o congestión receptivas más de lo que puede serlo la pedestre realidad. No acaba de caber el histerismo, y si procede, se presenta, como queríamos, destensado, hay ruido de voces, pero de unas cuatro o cinco, las mismas que pueden encontrarse en cualquier sala de espera u edificio de oficinas. Su centro sigue para nosotros, de todas las maneras, difuso, nebuloso.
          Pasados los minutos tras el visionado del filme, y con algunos derrumbes demasiado cerca, recapturamos como podemos el conjunto de pensamientos que han ido anejados y aún no desprendidos de la obra. El entusiasmo confuso es considerable, no por ello despojado de señales clarividentes de apoderamiento emocional, dejadas tras la estela de un número de escenas fugaces cuyo recuento necesitaría menos dedos de los contenidos en una sola mano. Sentimos en Perfume la consecución de un giro epistemológico en nuestra manera de entender el medio. No menos revolucionario por no hacer ningún decoro a todos esos “en consecuencia” del cine que ansiábamos ver derrumbados. Semejante arrojo lo presentimos también con The Voice of Water (Masashi Yamamoto, 2014), esa posibilidad de ver desbaratado el curso natural de la sucesión de planos con un filme de una cualidad prolija, entendida en el sentido de una variabilidad de decisiones atañederas a la puesta en forma que fuese mutando los ritmos, velocidades, humores y, por extensión, la comunicabilidad certera de la obra con el espectador. No intuir o adivinar el curso del filme, su respiración y fisiología, una vez vistas las tres primeras escenas, pero tampoco meternos en la cabina de una noria descarriada con rumbo a ninguna parte, sudando y alcanzando la extrema rarefacción acaparadora de la propuesta al completo. Dicho filme japonés no lo conseguía aunque el intento se atisbaba. Sospechábamos que un metraje desligado de esos “en consecuencia” ya solo podríamos encontrarlo en producciones con unos medios tan mínimos como para que incluso nos chocase dulcemente el etalonaje de un plano tras pasar el corte. Perfume no opera bajo estas prerrogativas: con respecto a su presupuesto y unidad fotográfica, el filme entra sin hacer ruido en una tanda de obras bien afortunadas en lo que incumbe a momentos lumínicos, horas del día cuidadosamente sopesadas por cineasta y director de fotografía, Rex Nicholson. Su trabajo en estas lindes nos es grato y familiar. Nuestros ojos no luchan aquí en el sentido de “giro”.
          En los demás apartados, encontramos replanteamientos epistemológicos tan frontales, en parentesco con los problemas fundamentales de la ficción cinematográfica y su consecución en una sucesión de planos, que no podemos hacer más que delimitarlos y explorarlos. Replanteamiento, sí, de la relación de la cámara con los personajes, de la relación del tiempo del plano con el drama, de la forma en la que un grupo puede vivir este drama sin desligarse del conjunto pero conservando su individualidad. Perfume no es un filme caótico ni desordenado, al contrario, conforma su propio ruido, su propio orden, su propia jerarquía de personajes dentro del plano, y por tanto dentro de su comunicabilidad con los otros restantes y con nosotros mismos. El filme se unifica en una cierta música cuya amplitud de onda, expandiéndose o concentrándose, avistamos, incluso disfrutamos, a distancia, concedida por el pasado vivido, redefinida por el futuro. Esta amplitud, retomando un pensamiento anterior, a veces se concreta en momentos de fuego interno donde creemos, ahora sí, poder aprehender el filme, ser la ciudad, ser la puesta en forma, experimentar esos momentos de instancias emocionales singulares que nos ofrecen los filmes buscados sin pausa; a la larga, han sido concreciones localizables difusamente en un metraje que se dispersa y descentra con el paso de los minutos, sin embargo, y he aquí una de las características innatas e intransferibles, a escala humana.
          Perfume cambia su lógica emocional por completo en su transcurso, nos es difícil otear su tendencia (a nivel de escalas de plano, de temas, de grupos), y hace todo esto manteniéndose fiel a una trabazón subterránea y limpieza de planos que ligan estos cuerpos poblando el filme, sus aplacamientos emocionales, con un cine de experiencia salido de su mismo vientre.

2. «ALL DIALOGUE IMPROVISED BY THE ACTORS»

Pasemos ahora a la cuestión del grupo y el relato coral, afirmando, ya de entrada, que en ningún otro filme americano del siglo XXI creemos más pertinente hablar de polifonía. Voces conversando unas por encima de las otras, tropezando, mascullando; si uno ve el filme con subtítulos, llegará un momento en el que percibirá imposible ir a la par, no por una falta de sincronización, esta será perfecta y las palabras incluso podrán ser casi exactas, pero el diálogo improvisado ─siempre dentro de un marco general, una inteligencia que lo enmarca y delimita, acompasa─, la posibilidad de centrarnos en uno u otro personaje, la mayor atención que nos convocará uno u otro, hará que captemos las palabras y cosas enfrente del aparato hasta un cierto punto y basta. Nuestra percepción da sentido y emoción a un rango de elementos delimitado. Fuera de este rango, unos cuantos acordes suenan y nos llevan límpidos, mejor aún, poseídos de una gradación coherente, de personaje en personaje. En la gradación de Perfume nosotros encontramos, trasplantada desde otro paraje, un correlato directo con algunos filmes de Godard como Détective (1985), Nouvelle Vague (1990) o, mismamente, Hélas pour moi (1993), obra donde Alain Bergala veía en su corrillo o coro de no menos de ochenta personajes unas historias particulares desarrollándose a la par del eje principal: todos y cada uno de los secundarios, aunque contenidos en una frase, gozaban de su propio destino. En Perfume hay algo de esto: aparecen personajes que salen tres veces o cinco minutos ni siquiera en el término principal del plano: si vemos las tres escenas de un determinado actor o actriz que figure en la película habitando unos pocos planos, sin permanecer aislado de otros cuerpos interactuando con él o acompañándolo, seremos capaces de sacar algo de su presencia incluso aunque la totalidad de su charla haya tenido que ver con aspectos coyunturales del mundo de la moda, citas a las que no se podía faltar, talles que perfeccionar.
          Estos referentes están en la sombra. Latentes, inconscientes, si se los quiere llamar así. Hasta en el filme más ex nihilo hay algo rastreable. Una narrativa, unos arcos, distendidos, desligados de la congruencia. Primeramente, aquí no podemos encontrar a un Gérard Depardieu como ancla a la que volver, y negaremos que Jared Harris haga la función del actor francés, no hay un eje principal pero, y esto es lo verdaderamente sorprendente, tampoco una polifonía controlada en cuanto a histerismo modulado, algo que nos hace tener en estima insoslayable filmes tardíos de Robert Altman como Dr. T & the Women (2000). Recordemos la presión ambiental de este filme de Altman, totalmente opuesta a la distensión de Perfume: atendiendo al plano de entrada en la consulta del ginecólogo Richard Gere con cola interminable, créditos superponiéndose a medida que transcurre el incidente, encontramos el control a contrapelo característico del cineasta americano. Extras desmonopolizando el ingrato control supervisor de la escena por las estrellas. Al contrario que Daney ─aunque entendamos su postura y nos ayude a clarificar su encomiable itinerario como cinéfilo─, nosotros creemos ver más en los filmes de Altman que la mera dirección, y es que en ese histerismo modulado, pillándonos de improviso, torciendo las formas académicas hegemónicas, de las que se apropia y rarifica o hiperboliza rarificando, el cineasta llega a una suerte de sinceridad emocional en la que se establece como legítimo continuador de formas y tradiciones del cine de su país ─Jean-Marie Straub sobre Dr. T & the Women─, estableciendo verdaderos rompecabezas sentimentales, desasociando el zoom de su uso bastardo, mezclando una cantidad ingente de recursos cuyo uso y avance en lo que respecta a técnica y drama habían sufrido un parón en el frente más industrial de Hollywood una vez llegados los años sesenta, con los viejos clásicos siendo expulsados del sistema de estudios. Altman los retoma, y recoge con ellos un itinerario donde incluso llegamos a avistar en un filme la polisemia completa, innumerada, que resulta de recoger, compendiar y expandir el zoom con respecto a la mirada dentro y fuera del campo, caso de Come Back to the 5 and Dime, Jimmy Dean, Jimmy Dean (1982). Altman, también Alan Rudolph, traspasaron la modernidad cinematográfica como testarudos estudiosos, enamorados, de la historia que la precedió, difuminando taxonomías, haciendo avanzar las cosas. A finales de los años noventa, incluso el de Kansas City se podía permitir establecer su propio corro de celebrities divergentes, surcando la raya pseudolibertaria del país natal, estableciéndose transnacionales, en productos-semilla de los mamotretos endogámicos con los que la Costa Este iba a inundar en pocos años el vertedero hollywoodense. La culpa, evidentemente, la cargarán los sucesores. Las caras desconocidas y los extras seguían rebajando la dictadura del rostro icónico, Altman no atenuó jamás su particular democracia del plano, dictadura del director haciendo trastadas.
          Perfume, batallando en otras lides, no necesita a un figurante que nos haga desviar la mirada de Jeff Goldblum ─productor ejecutivo del filme─, encuentra en su disposición escénica polifónica un desbalance que inquieta de por sí el estatuto de la estrella, haciéndola vulnerable en su transitar por el plano, convirtiéndola en algo más que un cuerpo-función, algo menos que un modelo de altas miras, cada intérprete afina aquí una relación exclusiva con sus diversas contrapartidas, viéndose obligado a negociar el tiempo que le es concedido, saliendo fuera de sí mismo, redefiniendo incluso su intransferible modo de caminar, mirar y escuchar, una llamada sosegada a participar en un ejercicio que deberá distinguir del juego por la fuerza, de la yincana. El plano comienza y termina con el actor portando una disposición mental renovada, la democracia ha tenido lugar en un pacto previo, quizá susurrado, y el estupor, claro, nos lo llevamos nosotros al ver esta superación del viejo teatro, pavor vocinglero, aquí el espectador entra en contacto con un nuevo orden, estado de cosas, y la duda acechará; ante una balsa de aceite tomada con disimulo, las bambalinas no podrán vislumbrarse con facilidad, concernidas encontrará las alertas al escuchar una nota esperando tres, un silencio ansiando grito, una cesión extemporánea elucubrando ruptura. Las voces y cuerpos pivotan dentro de escenas cuya médula no requerirá aprender a ver en vez de leer, ese punto lo teníamos asimilado, ahora toca escuchar con los ojos y democratizar nuestras rígidas expectativas, jerarquías de atención perceptiva inhabituadas a que las cosas no se le contrapongan todo el rato, a que el despilfarro requiera otro término al no derrocharse las palabras una vez masculladas o entregadas.
          Convenimos pertinente clarificar un equívoco, y es que dentro de todas esas características asociadas a una malentendida modernidad, creemos ya demasiadas veces en un a priori donde la imagen de este cine nuevo, de signos trastocados, está por naturaleza desustantivada, y esto no ocurre aquí. El territorio del cine de experiencia, donde los signos existen en un territorio fronterizo habitado por verbos que arrastran con ellos al devenir y su tren de acontecimientos, nos atrevemos a decir, llega connatural con la explosión en el mundo de ciertos acontecimientos limítrofes, no tanto tras la II Guerra Mundial, sino con la expansión de la sensación Guerra Fría y la creciente ansiedad encarnada en desesperación, melancolía o estoicismo frente a los indicios de unas décadas solo un poco más acá de la historia oficial, allí donde se anotarán las causas de la siguiente gran barbarie inhumana. Perfume se encuentra rebasada esta tesitura, y su polifonía, por lo tanto, si bien incrustada a la fuerza en los anales del cine, estalla como una redefinición, desembocadura de río, una confidencialidad adulta que no todo espectador estará dispuesto a aceptar, quizá víctima de un egoísmo perceptivo. Nosotros batallamos su metraje con gusto. Esta charla empresarial que parece dominarlo todo está cargada de un pasado intimista indirecto, cuyo trazado sentimental no atraviesa una dinámica grupal encapsulable, acotable con el paso de los minutos. Este habla imparable puede replantearse sus velocidades, pasar de cinco a dos, y de repente las cuestiones a reconsiderar serán otras, sobre cómo afrontar un intercambio dual en el cine americano, con respecto a qué arquetipos deberemos trabajar, hasta dónde podemos llevar la noción de arquetipo, de dramatis personae, y con cuánta relevancia estos términos están imbuidos en relación a la propia biografía y existencia en presente del actor, la situación a tratar, también en tamaños de plano, ¿una ida y vuelta entre él y ella, con algún inserto en detalle por el medio?, ¿un recorrido más complejo donde juguemos con una serie finita de angulaciones? Trazado emocional de planos donde será complejo avistar su despliegue dentro de la escena, intuir, adivinar, dónde empieza y termina el siguiente, descentramiento que puede recordarnos a algunos filmes de Abel Ferrara como ‘R Xmas (2001), un no deber nada a la historia del cine, al menos un deber de boquilla, aunque sabemos que el cineasta del Bronx la tiene bien compartimentada en su memoria, sus planos bailan en una periferia extraña, y transmiten al espectador una sensación de anarquía controlada. Preguntas que ambos cineastas parecen hacerse a sí mismos. Los filmes de Ferrara, debemos decirlo, nos resultan aprehensibles hasta el extremo si los contraponemos al de Rymer. Así de osada resulta la apuesta con que estamos tratando.
          En Perfume, no obstante, recibimos una respuesta unitaria, en bloque, en un solo filme, a la vez, y su decibilidad compositiva, con un principio de exclusión claro, problematiza frontalmente este acercamiento inesperado al drama grupal. Hablando de cine, venimos recibiendo una respuesta dualista al sopesar la importancia del cuerpo del personaje en relación a la escena: identificación dramática o distanciamiento, y entre medias todos los niveles posibles. Es falsa. Solo una escala de relaciones como cualquier otra. El filme de Rymer niega estas dos posibilidades, al igual que la disgregación, aunque pase de grupo a grupo, de grupo a dúo, de dúo a actor, de actor a actriz, su confluencia tiene que ver más con una purificación que se articula a la manera de un relevo godardiano, polifónico, no tan francés, que afirmativamente se pronuncia: somos americanos, somos independientes, podemos probar que nuestra radicalidad es tanto más asertiva que la vuestra, camaradas franceses, en John Cassavetes tenéis la prueba del algodón, nos encontraréis dispuestos a batallar, como país de ciudadanos belicosos que somos, sobre cuál es la verdadera nacionalidad del cine. Love Streams (1984) resuena aquí cuando Robert Harmon vacía su casa de huéspedes, no tanto el comienzo con el corro de invitados, aunque cabe notar la confusión inicial en ambos filmes, que da paso en el caso de Cassavetes a una revelación sentimental mucho más acotada que en Perfume. Ya en un primer visionado, no obstante, e incrementándose en la rememoración,  existen momentos en la segunda mitad de ambas obras donde los lazos sentimentales empiezan a atravesarnos sin coartadas de cuerpos inundando el plano ─si bien en Perfume nunca lleguen a desaparecer─, difuminando lo que deseábamos ver arrasar la escena en decenas de pequeñas presas.
          Si el filme de Cassavetes se dirigía hacia el individuo desafiando en la noche lluviosa más intempestiva el caos emocional que le circundaba, el de Rymer se va conformando como una sinfonía de una ciudad, repetimos, a escala humana, con una asistematicidad abrumadora a la hora de presentarnos una escena, incluso a la hora de elegir cuál será la siguiente. No se trata del lugar común de imbricar una historia en la otra o de ejercer un virtuosismo sobre una narrativa de historias cruzadas, su paisaje no lo requiere, aunque todos aportan sentimentalmente algo al collage que no se sabe collage desde su propio trabajo, sin salirse de sus límites, aunque logremos ver, jerga mediante, algo de su modus operandi, cuestión hakwsiana. Abstengámonos de esperar encontrarnos aquí uno de esos finales-milagro donde la ficción, después de cogernos desprevenidos con su desbarajuste señalético, termina impensada a recogernos en una grata colchoneta, el personaje vuelve y lloramos. Era el caso de Love Hotel (Shinji Sômai, 1985). Si Perfume introduce a un nuevo actor en el plano, este podrá desaparecer cinco escenas más tarde y ni siquiera nosotros nos habremos dado cuenta de que esa era su última vez, solo al terminar el metraje, si lo repensamos, caeremos en la cuenta. Las idas y venidas no responden a una lógica narrativa de equilibrios argumentales, su orden se piensa, pero el fin que lo remata no puede ser remachado, solo terminar en corte abrupto, sus espejamientos nos hacen entrever una distancia tan grande como entre Marte y Júpiter.

3. PREGNANCIAS EN LA MECHA

No nos encontramos ante un manifiesto premeditado ─aun cuando sus raíces se remonten a las teorías de Sanford Meisner, bien aprendidas por Rymer a través de su actriz y acting coach Joanne Baron, ya puestas en práctica en Allie & Me (1997) junto a ella, filme rodado en nueve días, con 80000 dólares y ningún guion. Predecesor cuyo destino quedó incluso más fuera del radar que Perfume─, el deseo por apuntalar una nueva manera de entender el cine de ficción sobrepasa cualquier guerrilla o experimento contingente. Su propositividad bulle en alto grado. No ha tenido solución de continuidad, la falta habrá de recaer en el curso inclemente de la industria. Caso muy extraño, entonces, el de este proyecto, el de este cineasta, cuyos filmes anteriores ni posteriores explican o se miden en formas, espíritu, clemencia, y mucho menos en calidad ─nos hemos tomado la molestia de comprobarlo─ con la existencia intempestiva del que nos ocupa. Caso singularísimo. Si hemos visto, entonces, aquello que separa a Perfume de otros filmes, encontraremos con los minutos, y dejando la obra calar, un poso de experiencia desustantivada, respondiendo a un deseo de registrar relaciones, cuerpos, urbanización, en sintonía con los pellizcos de inconsciencia bruta de la vida. Y esta brutalidad posee su propio código. Recordemos la situación temporal, una ciudad neoyorquina en un mes cualquiera de principios de siglo. Veintiún días, quizá. Vistos ahora tras pasar por la moviola y el polvo del tiempo, se redescubren ante nosotros con una confidencialidad inaudita, que deberemos aprender a ver una vez acabado el filme, o a medida que se amontonen los minutos, y es probable que cada espectador se quede con tres momentos pregnantes a los que desee volver, en los que el filme se hizo translúcido a sus ojos. Perfume no nos enuncia un dato perdido en la cronología, nos descubre espacios contra-efectuados en los que tuvieron lugar unos cuantos intercambios de superficie, con un grupo de actores dispuestos a arriesgarse, pasar por ahí y ponerse a prueba, entregarse a las lógicas emocionales, reactivas, del otro. En ese enclave la emoción salpicará con una particular energía a cada espectador, siendo este el miembro faltante del círculo, el conminado indirectamente para dar una respuesta sensitiva al pase dialógico que le lanzan tres actores. La mecha del filme prende en un momento del visionado y desde ahí el ser humano receptor empezará a recopilar su propio circuito de sentimientos, traerá a la tierra lo que deambulaba en la sinfonía, vivirá su propio arco de cine de experiencia en un prendimiento cuyo fin no atisbará en profundidades ni alturas, sino en una parcela que le permitirá incluso relajarse observándola, repensándola, volviendo a ella, pero para esto primero debió de pasar por el necesario desaprendizaje, malas costumbres inculcadas. Y así se desvirtúan los linajes, se mezclan las clases, edades, el filme posibilita captar el movimiento legítimo de una actriz y apercibirse de esta captación en retrospectiva. Cuán acostumbrados estamos a trasladarnos dentro de las normas tácitas de un cierto tipo de ficción que necesitaremos una buena dosis de pensamiento extra para retornar al vientre del filme, de donde surgen esos sentimientos en arquetas que poco a poco se van distinguiendo de cualquier tipo de cacofonía, término que no debe nada a este metraje, ni interesa perseguir a sus miembros.
          Ejemplificamos: Perfume tiene a las estrellas, pero estas no han coagulado, incluso ahora, vistas tras su estallar dentro de la mutilada cultura contemporánea, nos siguen dando la sensación de atraparlas en un momento de confidencia pasmosa, pasado hecho carne de estudios culturales, con las Torres Gemelas a punto de caer; esta es la contingencia dichosa: recreación en el talle, etiqueta y esas pequeñas manías que dan al que pasea por Nueva York un aire de mágico absorbido. A Monica ─Morena Baccarin─ le sostenemos la mano, alcánzandola memoria mediante, y sentimos asistir a unos vídeos confiscados de hace veintiún años, donde todavía era la becaria de alguien, necesitaba llevar unos cuantos cafés, no conocía su lugar de más o menos preponderancia dentro del plano, estaba por allí, una más, perdida en su tímida gracia, cuatro seres humanos rodeándola, hablando cada uno de sus tareas, ella tenía varias misiones en la mente, y como ella otros tantos, en ese momento, no obstante, ella todavía no pertenecía al plano, el plano no le pertenecía a ella, nosotros todavía no contábamos con ella y ella no contaba con nosotros. Ubicados en tal circulación de insospechadas desposesiones, terminamos aprendiendo a ver y oír un desbalanceo cuyo principio y final no podremos tajar en una sucesión localizable traspasados diez minutos de metraje: la cualidad en bruto sobresale, no remacha, Monica desaparece y ni siquiera se enciende la sombra de una duda, no debe su retirada al arte del resabido del que luego decenas de discípulos harían gala indigestamente, véanse las entradas y salidas de plano en multitud de filmes corales con pacata moraleja. Monica abandona el taxi, entra en el ascensor, mira y tropieza sus palabras, intuimos, lo más cerca posible de Morena, y Morena debe tanto a Monica como Monica a la película. La cuestión del director en relación al personaje, por tanto, se destensa. Si efectuamos cinco brazadas más, cabe la probabilidad de retrotraer nuestra mirada al vídeo de una antigua graduación, quizá una fiesta de jóvenes actores abriéndose camino bajo algún Luxury Apartment. Ni siquiera el nombre de Jared Harris ─Anthony─ aparece en el afiche principal del filme. En este momento, la relación del actor con su nombre imaginario se ha convertido en intangible. El entusiasmo y la incertidumbre se lograrán captar detrás de las cámaras, e incluso corroborar si uno es lo suficientemente curioso. La pertinencia del fluir de Perfume nada debe a una congruencia rígida.
          El corte en esta hora cuarenta seis minutos treinta y cuatro segundos procede abruptamente sin querer constituirse abrupto, no disuelve, no enlaza, no concatena, sus emparejamientos nos dan la señal y luego caemos en un muelle avistado desde un ángulo en el que pocos norteamericanos pensarían comenzar una escena. Así, Halley ─Michelle Williams─ señala los habitáculos de la empresa donde trabaja su madre, como quien no apuntala el gesto, ni siquiera estamos seguros de que su apuntamiento tuviese un destino concreto, después de la pregunta pertinente de “¿por qué tanto tiempo separadas?”, el corte llega como si no quedase más metraje que añadir, la inteligencia residirá en otra cuestión, qué vendrá luego, y en esta confluencia la respuesta requerirá un pensamiento ágil, diligente, otra vez, el mosaico que no se sabe mosaico. La inteligencia infinitesimal de la que hace gala el filme supera al cineasta y equipo, el filme es más inteligente que su cineasta.

Perfume Michael Rymer 2

Perfume Michael Rymer 3

La grabadora con las Torres Gemelas de fondo redefine la clásica entrevista godardiana, el ángulo que abre esta escena deslocaliza la congruencia rematada made in Żuławski, hinca el diente, pero unos segundos, no hace del hincamiento la clave de la sucesión de planos, es solo el cuadro inicial. Caben jump cuts ─planos saltarines─, un zoom in empezando y terminando que casi ni avistamos, un travelling… Escenas como esta desemplazan el espacio hegemónico de la entrevista de trabajo y convocan un sentimiento nuevo, propio del cine de experiencia. Aquí, los personajes se graban deseosos de preguntar y responder. Un nuevo tipo de corte, desacoplado de la sustantividad europea, repetimos, más congruente, lógica aun en su momento más ilógico ─Żuławski─, así Leese ─Mariel Hemingway─ y Darcy ─Mariska Hargitay─ conversan sobre un tejido de pashmina sobrevolando una tarde aireada, preguntas relamidas asimismo llevadas por el viento a transmutarse en algo así como huroneo grato, que se sinceren aún más bajo esta charla casual, también conocemos ese preciso instante en medio de la más bochornosa entrevista de trabajo, todas las entrevistas son de trabajo, ese segundo, redirección de intenciones, donde creemos y hasta nos concedemos el lujo de ser espontáneos, nos embarga la dudosa emoción de que el intercambio es sincero y terminamos siendo genuinos, con un pelotón de cuerpos militares circundando los cielos y subsuelo. Pocas emociones retornan con más fuerza en este filme, después de prostituirla bajo explotaciones de qualité [Star 80 (Bob Fosse, 1983)], Mariel reclama su independencia. Pañuelo verde al viento, la grabadora no logra incrustarse en la dinámica ochentera de frontalidad limítrofe, calculada con números de acero, intercambios profesionales encapsulados en montajes picados, engañosos y peligrosos en su frontalidad. Otra cualidad del cine de experiencia: registrar en movimiento los cuerpos ejerciendo una especie de revancha sobre el tiempo que los congeló.
          Retornamos a Godard en otra entrevista, esta vez con un plano-contraplano variable en escalas, cuya cualidad de fusil frontal interroga cara a cara, de ser viviente a ser viviente, en una relación de añorado (¡ay!) amour fou, cinco minutos de gloria donde, por una vez, la erección vehemente del entrevistador se termina contagiando a la fotografiada, así circulan las confesiones con todo el maldito staff fuera, entre Anthony y Leese/Jared y Mariel. Cuero sojuzgado, despachado, dando paso a la vestimenta natural, de andar por casa, y obviamente, más envidiable la apostura de Mariel que en cualquier otro filme previo, las venas de los pies cruzados circulando en el espacio acordonado de las vivencias laborales, al final terminando nosotros viendo el trasvase sin haberse realizado ninguno, a fuerza de amar la libre circulación de signos, esa que el cine americano tiene a bien recolocar unas pocas veces cada década: en 1980 lo había hecho Dennis Hopper con Out of the Blue.

Perfume Michael Rymer 4

Perfume Michael Rymer 5

Perfume_(Michael_Rymer,_2001)

Aquí, ahora, después, ya familiarizados aunque analfabetos con la jerga y medio acondicionados al refinamiento rupestre del sucederse ex nihilo, un posado nocturno en Times Square de Estella Warren ─Arrianne─, visto o no visto por Halley, terminará funcionando como uno de los plano-contraplano más desarmantes que todo el cine anglosajón nos ha regalado en lo que lleva de centenario. Fuera de las oficinas, rechazada la oferta high standing por desmesurada procacidad, esta nadadora canadiense triangula el nacimiento de una nueva cultura, que ahora pervive en el disfrutar mirándose, la autoconsciencia desmesurada, embaucadora unión de expresión personal con intereses crematísticos. Solemne atrevimiento, el derrumbe de América comenzó al confundir un abrazo con la emancipación. El momento mantiene su emoción indefinible, desnudar la avenida, montar la sesión pública, depender de la fe ajena al posar, cientos de ojos queriendo desnudar el rojo. Todavía había una señal de Stop. Aquí la cámara sí se permite reflejar ligeras gotas de lluvia sobre el objetivo, deslizarse como en un photoshoot. El daño o su posible cantidad de desperfectos lo recibimos directo al corazón cuando pensábamos que no sabíamos casi nada de Estella, de Arrianne, y sí un poco más de Michelle, de Halley, la desposesión final, Times Square con respecto a nosotros, enfrente de la basura, vileza, los ojos y el fotógrafo fortuito. El saber-quererse de Estella activa el influjo terminal de poder femenino dentro del circuito de la moneda americana sobre los ojos de aquellos que todavía buscaban enjuagarse las carnosidades. Una última escaramuza ante los flashes en el centro de la ciudad.

Perfume Michael Rymer 7

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En nombre de la situación histórica de nuestro tiempo, que es quizá el único criterio que tenemos aquí para saber a quién nos enfrentamos, para establecer lo que somos, lo que debemos evitar ser de nuevo, en lo que somos capaces de convertirnos.

Roberte ce soir, Pierre Klossowski

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BIBLIOGRAFÍA

Behind the Scenes of Perfume