Esta vez serán necesarios meses, si no años, sólo para despejar los cientos de troncos gigantes abatidos que se enmarañan en un inextricable pandemónium (aplastando los árboles jóvenes cuidados con tanto amor) y los enormes pies arrancados del suelo donde dejan boquetes como abiertos por las bombas de una increíble guerra relámpago que apenas duró media hora.
La reprise, Alain Robbe-Grillet
DEL GRITO AL SUSURRO
El 25 de diciembre de 2019, con los párpados atormentados por un pasado que solo encuentra secciones fragmentadas de larvas, confronto mi visión con unas imágenes que me retrotraen a una época donde todavía se podía elucubrar sobre gusarapos y pensar en el futuro, veinte años después, como un mundo contorneado de acuerdo a una hoja de ruta variable. Entelequias repetidas antes de la somnolencia, secuencias cinematográficas que, como pequeño infante, tocaba con las neuronas y retorcía con el espíritu. No sabía que, pocos años después, alguien comenzaría a romper lentamente el corazón de mi protectora, ofreciendo los votos en el campanario, destinando su vida a la remembranza de una celebración en donde, a día de hoy, veo muertos e inquina: incesto, mala praxis, labios obsesivamente torcidos, coches llegando para dejar estelas banales.
Sin embargo, a través del VHS y su enlentecimiento, contemplo lo que antes no llegaron a alcanzar lo que hoy son ojos ardiendo: registros con total claridad, y no es nada especial, salvo todo lo que protege la mente del caos o desconcierto, una serie de flores y gestos que se comunican, intentando encontrar en el intersticio de una mirada la mueca que haga sentir al otro la posibilidad de una vida futura transitada con algo de dignidad, un poco de amor. Siento dolores desde el interior de la córnea hasta mis pupilas, y no puedo hacer otra cosa que apenarme ante los rostros cuyo único vestigio son cicatrices. Antaño era diferente, la reciente licenciatura y el final de los estudios abría un horizonte de posibilidades encapsulado en filtros ajados, mientras un crío sin dientes sonreía y cierta bicha con aspecto de ramera rencorosa, vestida de rojo, sentía que aún podía romper los vínculos conyugales; nunca ocurrió nada impredecible, la constatación era evidente y, a pesar de ello, el mundo seguía de banquete en banquete, instaurándose el padrino y la madrina de manera militar al lado del novio y la novia. Durante treinta minutos de tiempo, una sonrisa, embrujo de veinteañera, ahora enterrada bajo libros de autoayuda y mentiras para la mente, poseía la grandeza intocable del deseante al que nadie, por mucho que lo intentase, lograría quitar las miles de máscaras, también escudos, que protegen el corazón y el decoro, un mínimo de moral para seguir viviendo, algo engañada, pero también estafando a los corruptos, despistando a los que usan el cinismo como forma de mantenerse en el mundo.
La nostalgia es eliminada de inmediato en el momento en el que los destellos abandonan los fotogramas y me quedan tan solo las paupérrimas miradas estrelladas de una suegra medio bruja y la desangelada inspección de un padre orgulloso de exiliar por divertimento a su descendiente. La nueva generación, ya plagada de desencanto, se inmiscuye en los últimos minutos de la celebración; me creo por completo sus sonrisas y la desubicación de la que hacen gala, porque no sé dónde están ahora, y en mi memoria existen como píxeles y fantasmas, no obstante, materializados en forma de canciones y recuerdos. Debe permitírseme que mi último deseo vaya encaminado hacia ellos y sus futuros casamientos, si todavía sus pies continúan pisando esta tierra.
DEL SUSURRO AL GRITO
La aristocracia infundada en tu mente, avaro espectador tentado por el mínimo resbalón de esas maneras radicando dentro de tu navaja imaginaria, podría ser una alternancia yendo y regresando, cuando te sientas en el bar a cinco kilómetros de tu portal y haces traslucir la ojeada de la camarera con el fin de mantenerla cerca de tus ojos, aproximándose un poco más a tu ridículo dedo índice levantado, porque quieres otro café con leche, estás saciado de nervio matutino, pero te falta rebasar el índice de grima ante el mundo, y dicha métrica invisible será allanada en el seno del local mientras vuestras escleróticas coqueteen los segundos que tú consideres necesarios para que ella ─tímida y presta, claro, a calumniarse de que no está ahí para servir aplanada repostería, está ahí deseando olvidarse de su propia objetividad─ inconscientemente sienta vahído encubierto de esputos hacia el primer cliente, tú, que tenga tal descaro como para mirarla y causar el patinar de la sangre hirviendo por sus mejillas rosadas.
Triunfo. La caballerosa incertidumbre ha dado su primer fruto, traspasado la pantalla de las cintas diarias, y te ha donado el empujón inapelable para mantener la fe en separar tu código vital de eso denominado asco, una palabra que no te atañe ni interesa, demasiado vulgar, concreta, fácil de tirar el dardo con ella inscripta hacia el primer marrano incapaz de ojear correctamente al chico dispuesto a creer en un estallido que incluso salido de esa boca masculina podría ser una fuente de deleite. Y es que la grima no conoce distinciones superfluas, cariños selectos por pura frigidez irritable del que se supone libertino; tú comprendes el ingrediente faltante en esas sesiones de chequeo nocturno conyugal que te han acabado hartando hasta el punto de elegir mirar por enésima vez la parroquia a comienzos del nuevo milenio, allí donde lo kitsch no dependía de lo ridícula que podría parecer la apreciación de dos seres acatando las mínimas normas del contrato social ya que urgían de ellas para luego transgredirlas lejos del campanario. Persianas entrecerradas para conocerse mejor, desaprendiendo con las latitudes impuestas el rasgado arte de hacer el amor, centelleados por astros morales hasta el vómito.
Estás de espaldas, ya en tinieblas, esta vez sin la compañía de imágenes contenidas en el bendito cuadrilátero televisivo, cortada su antena, VHS destrozado; te susurra al oído, suave, con la violencia anhelada, la luna en látex, obligándote a morder el polvo impalpable que maniata tus pasados, estrecha el presente sin darte, daros, tiempo para devoraros con la gentileza de dos bobos, adorables, dignos de elegía, pudientes habitantes de ciudades de provincia echadas a perder. La desazón amada, aquella cercana al puñetazo del mediodía siguiente, cuando reaparezca por la puerta el fulano que reclame a la que en tus brazos, esta noche, está implorando sentir miedo, y es que ha cultivado los placeres del temor, la grata neuropatía de cortarse al no saber uno qué demonios hacer con la muesca de su acompañante, y esta borbotea de señorío y teatro, un traje de convite cinco estrellas, dispuesta a corromperse con maldad deliberada. En esa buena hora, la derrota de vuestros contrincantes, aunque frágil, será real. La grima, aventurada compañera, ha jugado un doble recreo: a los amantes les brinda las ascuas, a los desapasionados el infierno. La novia se ha cobrado su vendetta.
***
Fotogramas pertenecientes a Man on the Street, sexto episodio de la primera temporada de Dollhouse (Joss Whedon, 2009-2010), y The Blood Oranges (Philip Haas, 1997)
It’s the fragment, not the day
It’s the pebble, not the stream
It’s the ripple, not the sea
That is happening
Not the building but the beam
Not the garden but the stone
Only cups of tea
And history
And someone in a tree
Someone in a Tree (de Pacific Overtures), Stephen Sondheim
1.GET TO WORK
Afirmamos que el primer y sexto capítulo de la primera temporada de The Nevers (Joss Whedon, 2021), ambos abriendo y cerrando una tanda, son lo mejor que puede darnos hoy la televisión; pero, ¿a quién le importa? A casi nadie, al parecer. Entran en juego varias cuestiones. Por un lado, el renombre innegable de Whedon como padre putativo de cierta serialidad de prestigio está ahí, desde principios de siglo al alcance. Se le reconoce su labor, su lucha, su impacto en la vida televisiva consciente o inconsciente de varios millones de personas. No obstante, aunque la ambición y creatividad de Whedon se mantengan aún inconmovibles, los años pesan, la televisión ha cambiado, pero no tanto en realidad. Quizá los que hemos cambiado seamos nosotros. Quizá en pleno siglo XXI tengamos demasiada poca inocencia como para jugar al pasatiempo peligroso que consiste en desligar la máquina del cuerpo. Porque hay una parte del cine que no cambia: la relación inquieta establecida entre la axiomática del dinero y la elaboración material de un filme, de un serial, siempre ha dado lugar a innumerables debates, tensiones y rupturas. Amistades quebradas, lazos inaugurados. Somos demasiado poco inocentes y, sin embargo, seguimos queriendo intentar recordar, hacernos eco de la transmisión cultural, conjurar el olvido. Debajo de las capas de entropía histórica, de materia y forma en movimiento, existen decisiones, simulacros perfectamente elaborados, dinero circulando incesantemente, rapidez, prisas, intervenciones… El cine y, no nos cabe duda, la televisión, han vivido desde su creación en una lucha constante con todo lo que habitaba su reverso: Wolfram & Hart, el traje sediento de dólares, la cadena devoradora de ratings, la multicámara televisiva como sorteadora barata de problemas (filmar puertas, ventanas, rostros, no retransmitirlos). A medida que estos enfrentamientos se acrecentaban, comenzamos a olvidarlo todo: la historia, los luchadores (Dennis Potter, Jean-Christophe Averty, David Nobbs, Gene Roddenberry, Sydney Newman…) y sus combates. Ni aun con estas perspectivas puede uno tratar de imaginarse los incalculables problemas de producción, las presiones, que esconderá una serie como The Nevers, virtualmente infinita en su ambición, quizá la medida de los cuales nos la pudiera dar el hecho de que Whedon rescindió inciertamente su andadura como showrunner al término de la primera tanda de episodios. El fin, la posibilidad de verse cancelado el serial, la cotidianeidad del trabajo creador, que sea o no sea, que marche su producción o no, deducen un fatalismo inseparable, digerido, en los humores de este cineasta amante de Shakespeare. Sí, decimos cineasta, aunque dicha etiqueta le quede a Whedon pequeña. Ejemplo preclaro: tiempo después de que la Fox decidiera cancelar Firefly (2002-2003) tras su primera temporada inacabada, cineasta, guionistas, productores, reparto e incondicionales apasionados seguían luchando, arrimando hombros para tratar de dar a la ficción serial un final digno. Tras muchos meses infructuosos, llegaron a preguntarse si lo que trataban de hacer era, más que una resurrección, un asunto de necrofilia. La oportunidad vino de Universal Pictures, el título del filme, Serenity, estrenado en un ya lejano año 2005.
Seguramente, Whedon será siempre más apreciado como creador que como cineasta, y la mayoría de sus recensiones historiográficas futuras continuarán dominadas por la perspectiva de los cultural studies, ya que en cierto modo no faltan razones para ello. A pesar precisamente de ello, con ánimo de contrapesar el hueco futuro faltante, desde la inocencia grata de quien busca solamente no olvidar la historia de las formas que nacen, acaecen, beligeran y mueren, nos complace observar, argumentar luego, por qué Serenity debería colocar a Whedon como uno de los cineastas contemporáneos más revolucionarios. Un revolucionario antiutópico, más bien. Pero detengámonos antes sobre algunos puntos de su visión que nos parecen esenciales.
Whedon es experto en darle la vuelta al guante. Por ejemplo, remendando que demasiado tiempo lleva la teoría cinematográfica obsesionada con la idea del silencio y el off. Voces susurrando fuera de campo, la invención del mutismo por parte del cine sonoro (Bresson), despachando a categoría menor, incluso siendo en ocasiones motivo de desprecio, la velocidad con la que se enuncian una serie de diálogos en secuencia. Estamos predispuestos, cinéfilamente aculturados, entonces, a prestar atención a la inflexión de las voces cuando existe un trabajo frontal sobre ellas, que a primeras puede provocar un entendible extrañamiento, terminando con una inmersión y amplitud de ondas sonoras longitudinales. Lo que parece haber pasado inadvertido, excepto milagrosamente en el screwball clásico, es la capacidad que pueden poseer estas velocidades fónicas sobre la propia ficción del filme, haciéndola cabalgar inexorablemente a su lado, forzándola a pillar carrerilla o medirse con ellas. Una parcela de cine donde aquello registrado, animado o simulado adquiere una pose de sumisa subyugada, como si se tratase de una huésped en los aposentos de Catherine Robbe-Grillet: confía en su compañera y se va adaptando, hasta que de modos variables llega un instante donde ambas, imagen y superposición de voces, se paralelizan y comienzan a batallar, fundando así un fuera de campo mental mucho más misterioso, el del encuadre chato que adquiere una dimensión metafórica al ser interpelado por la refriega vocal, la atención exigente al tono, timbre e intensidad de un grupo coral de lexías vocalizadas. Sin lugar a dudas, a la luz de la corta historia del cine, Whedon es probablemente uno de los cineastas que más horas de trabajo ha dedicado a la modulación del idioma inglés por medio de sus impulsos e inflexiones. Re-rodar, una y otra vez, una toma tras otra, porque los actores no enuncian la frase con la velocidad adecuada, la inflexión adecuada, el tono adecuado. Al oído, la mezcla de timbres y voces no suena como debería; desde el principio, ¡repetimos! Ahora las voces deben adecuarse las unas con las otras, después deben contraponerse, etc.
Aquí encuentra hogar la mente de Joss Whedon para armar su particular teatro isabelino, sumando dicciones, creando bandos que, a diferencia de otras intentonas respetables, van perdiendo su peso concreto para transmigrar en puras entidades dramáticas, complejas, autoconscientes, revolucionadas, nunca como vehículo de ocurrencias unidimensionales sobre lo que les rodea ─cada monema es sagrado, el desperdicio de una letra dolerá en el corazón del cineasta─, sino a la manera de campos de fuerza en los que una frase, una onomatopeya, dos palabras, podrán impactar sobre el corpus temático del tejido ficcional que habitan, y alterar su propio estatus como personajes, así como el de los que los circundan. Entes cuyo ingenio los hace frágiles, entregados, deseosos de romper varios cascarones, lanzarse a duelos de ingenio, Benedick y Beatrice, Much Ado About Nothing, trabajos de amor perdidos. Sus palabras caen sobre el suelo inestable de un universo cuya marcha imparable les exige apurarse, trabajar, ponerse a trabajar, ya, inmediatamente, aquí y ahora, porque el universo no les esperará, es más, será totalmente indiferente si con su devenir termina haciendo implosionar la escena que sus desdichadas bocas habitan. ¿El reto? Cualquiera que se haya enzarzado en alguna de estas batallas verbales lo conocerá, y sabrá también que no son asunto de broma, aunque se bromee. Skirmish of Wit. Outwit. He ahí la respuesta. Un verbo verdaderamente intraducible al castellano si queremos capturar la dimensión completa de lo que evocan esas seis letras. Si lo transformamos en una sola palabra, como “burlar”, estaremos quedándonos cortos. Si decidimos apostar por “ser más listo que”, quizá pequemos de infieles. Wit. Outwit. En el matiz del cambio morfológico se encuentra el quid de la cuestión, el sello del autor.
Un trabajo cuasi microscópico, un placer netamente muscular, el enunciativo ─tengamos presente que la lengua, pulmones, diafragma, envuelven en su ejecución y modulación fónica varios de los músculos más sutiles de nuestro cuerpo─, que encuentra su correlato molar en la expresión del movimiento muscular cuando este se desenvuelve, también, según modelos más expansivos: la traslación de una figura, su velocidad, en pasitos pequeños o exuberantes volteretas, caídas cada dos por tres, puñetazos, patadones, cálculo pormenorizado de movimientos según esta o aquella idea, quizá sugerida, ese mismo día, por las cualidades espaciales del set montado la tarde anterior. De nuevo, compromiso actoral: tres meses antes de comenzar el rodaje de Serenity, Summer Glau estaba ya practicando, entrenando, tonificando su cuerpo para el manejo de las espadas. De nuevo, re-rodar: «cada vez la toma era más rápida, había más movimientos, la toma once siempre era más rápida que la primera». Secuencias de refriega que llegan a encadenar 15, 20 movimientos. Intercambios o conversaciones que se deciden en contraataques al límite del silencio que declara vencedor. Un requisito del actor whedoniano es el de gozar de buena memoria física.
Situados en este escenario de movimientos e ingenios a la desesperada, una cuestión aploma, ronda la cabeza de cada personaje, mientras verbalizan equívocos, amenazas, ofensas al honor: What’s a life’s worth? Bien, tras andarse con rodeos, la pregunta sufrirá una ligera mutación: What’s a life’s work? La cuestión nuclear sustenta su sentido con la acumulación de una serie de metáforas y figuras contenidas en el progreso de frases, sílabas, súbitos pruritos o pensamientos no enunciados poniendo en jaque un carácter individual, afectando necesariamente este al resto de la familia, prácticamente nunca la relacionada con la consanguinidad, pues si algo aprendió Whedon de Nicholas Ray, o que podrá sacar a colación hablando de la troupe ambulante de John Ford, es el respeto ancestral a los lazos serendipitosos enhebrados en el camino de una vida charolada de rodajes. El sostén de dichas alianzas supondrá cuestión por la que batirse en duelo luego de un guateque, la recolección en presente que, tenida en cuenta, hace que el equipo decida seguir pateando las marcas del camino, y trabajar. Contra el sinsentido, arguciando agudos sin sentidos, abatiendo sufrimientos, aquí, ahora. Un desafío claro ante la informidad de cosmogonías desalentadoras, caprichosas y, finalmente, indiferentes. La mueca heroica transformará estos derredores en decorados épicos.
Sobre la tierra, esta fuerza centrífuga atrae las estuosas intuiciones primarias que subsisten por debajo de nuestra fachada de hombres civilizados, la particular velocidad y giros de lenguaje de Whedon en Serenity van atados a una autoconsciencia alejada por completo del carácter irritantemente metaficcional que acapara la ficción hoy en día, el autor la elige como un rasgo de estilo propio, enmascarando un posible defecto o limitación, y la extrapola para que los personajes tengan una total capacidad de definirse, por lo tanto aquí, como espectadores, podemos abarcar el espectro completo del desarrollo moral o magnificencia de un determinado carácter. No es que las palabras solo cuenten como meras notas de virtuoso echadas a los labios de actores hambrientos, sometidos a la estricta exigencia del flematismo, cavilamos más en relación con un artista necesitado de que cada personaje, de alguna manera, tenga una perspicacia, por pequeña que sea, del universo que habita y su rol en él. Whedon lo definía así:
«So I have a tendency to write the garbage man come in and go, This is what it means to be a garbage man. I’m the finest garbage man in all of garbage land. And part of that is I do honor everybody in my fiction».
En este viaje incesante a velocidad fatalista por los desfiladeros de producciones que, normalmente, le suelen ir en contra al cineasta, con el tiempo apremiando, y esa natural tendencia a multiplicar el número de amenazas, héroes, villanos, campos escénicos, para que el conflicto surja y reverbere en cada confín, la adrenalina no escupe en la cara de la creación, sentimos, como decíamos hace unas líneas, una barahúnda de estuosas intuiciones primarias, porque nos vemos atados de copilotos en una nave dirigida al centro de un núcleo concreto desde donde emanan las preguntas que hacen estallar las pugnas dramáticas, la cuenta atrás, y sin embargo, este conjunto de circunstancias no desperdicia, va recogiendo cada diminuta pizca de malbaratado ingenio residual proclamado ya sea por el comandante de la nave más importante de la Alianza o por el granjero que desde la distancia mira a los personajes principales y en una línea acuña su orgullo, una broma podrá servirles para elevar y marcar con tinta permanente su estela en el conjunto celeste de la galaxia que pueblan. En el universo de Whedon, la escenografía de su narrativa no alberga simplemente un coro griego que comenta distanciadamente las acciones del equipo primario, y si resulta que este coro sí elige hacer acto de aparición, terminará siendo retado a una batalla cósmica inescapable por el personaje que creíamos más necio, al cual en un lapso de tiempo que ahora nos produce vértigo recordar vimos convertirse en digno figurante de una hazaña mayor.
Los individuos desafían la propia máquina de ficción que los aboca al absurdo, a la vida banal que los enfrenta y confronta con un itinerario que deberán labrar, construirse ellos mismos. Incluso si el espectador decidiera ver este filme y nada más, descartando la serie que lo precedió, intuiría en Shepherd Book, el pastor, un código moral resoluto, fulgurando desde que anida el primer plano, con el mismo arrumaje de leyenda secular que el de cualquier secundario de un filme de Ford, y cuya entereza, sapiencia, sobre los sucesos actuales que acucian a los pasajeros de la Serenity, informa no solo sobre sí mismo. También recaen estas palabras en Mal, que empezará a vislumbrar la necesidad de adquirir una creencia, en lo que sea, para triunfar aunque la victoria sea amarga, pírrica. Y, por último, retornan las palabras de Book a las propias preguntas de Whedon y el tema dramático de la obra. Desafiando así a un capitán camorrista, la búsqueda conmocionada de un propósito veraz contrastará con la creencia resolutiva de The Operative, fuerza dramática opuesta al grupo, villano cuyo individualismo solícito en pos de circula a la contra de cada lazo que hace recia y arrojada a la tripulación de Mal. Negro samurái desterrado sin grado de codicia mas con suicida determinación en otro tipo de trabajo, clínico, letal, la consecuencia del cual cree que borrará la embarrada cara del mundo para instituir un nuevo paisaje libre de pecado (según sus predicciones, tras el logro, él ya no sería parte constituyente del atlas). Así, el circuito del dramaturgo se cierra. Vía de vasos comunicantes que termina desembocando, por medio de la agudeza de una mirada presta a reposar en detalles pasajeros ─proclamas breves que bien valdrían de aforismos para quinientos días de incierta supervivencia─, en el centro de nuestras agitaciones, enternecimientos, temores, amor lúdico por la aventura y el arrojar el guante. Hay una comunicación directa con el ánimo del público, que se ve arrollado por la tela enmarañada y translúcida de la particular cosmogonía de Whedon. Orson Scott Card lo intuyó rápido cuando descubrió el filme:
«Bien, no solo Serenity trata acerca de algo, también está extremadamente bien escrita. Joss Whedon ha inventado una especie de slang futurista que se mantiene perfectamente inteligible pero es diferente, con fragmentos de lenguajes extranjeros y palabras inglesas obsoletas que dejan claro que no es inglés ordinario lo que hablan.
El efecto de esto ─al menos en las diestras manos de Whedon─ es permitirse algo del tipo de lenguaje heroico que era posible para Shakespeare ─y para Tolkien. Le permite ser elocuente.
Y luego cambia de dirección y deliberadamente se contradice con alguna formulación humorosamente abrupta que nos hace reír por el mero sobresalto de la misma. Tal y como hacía Shakespeare, cuando se libraba del verso blanco para pasar a la tosquedad divertida de la prosa cómica».
2.HEROICIDADES DESDE EL ÚLTIMO PUESTO DE AVANZADA GALÁCTICO
Existentialism is all about the ecstasy, the complete experience, of the moment. [“Someone in a Tree”] deconstructs itself as it goes along, while at the same time being completely moving, never an academic exercise. It was the first time I had seen something that did that.
Joss Whedon: Absolute Admiration for Sondheim, Len Schiff
Serenity nos emplaza en el año 2517, y a nivel elemental, las cosas no han cambiado demasiado. Lejos de traer la paz a la Tierra, la alianza entre los gobiernos de EUA y China ha desembocado en una corporación totalitaria. Basta apuntar que nuestro territorio (Earth-That-Was) se vio desbordado por un exceso de población y, lanzándose al espacio en busca de nuevos astros practicando la terraforma, se topó con un sistema solar inédito, docenas de planetas, cientos de lunas. A partir de ahí, la civilización hizo sus pactos: Alianza ─parlamento interplanetario, planetas centrales─; luego, el borde. Resultan estas invectivas en guerra abierta, y en la Batalla de Serenity Valley el sargento Malcolm Reynolds verá la derrota en el contraplano más amargo. La guerra hace tiempo que ha terminado, dirá él años más tarde en oficio de pirata espacial. Sabemos que no es así. En la gnoseología espacial de Whedon, así como en la terrestre, uno no termina jamás de colgarse la medalla, batirse en retirada al museo de la memoria y glorias pasadas, al contrario, lucha asediado por la pregunta tercera que completará el círculo epistemológico del autor: Am I Worthy of the Life I Lead? Bien, la respuesta la hallamos en la sexta palabra de la cuestión, y retomando conceptos. Comprobar este dilema existencial conlleva hacerse a la idea de que la dignidad (worthiness) no se adquiere en un momento determinado de la acción, sino en todos ellos anexionados, y los que quedan… En fin, la dignidad implica el trabajo de toda una vida. He ahí el pathos. Tan amplio como los diez mil tiros prestos que acompañan al asedio inagotable de lo que nos cerca y coarta, o hace aumentar el sufrimiento ajeno: The First Evil (From Beneath You, It Devours) en Buffy, Wolfram & Hart en Angel, la Rossum Corporation en Dollhouse, el oscurantismo victoriano espejándose en los campos yermos del futuro, en The Nevers, midiéndose en cruzada abierta la Planetary Defense Coalition contra FreeLife… Minúscula muestra del slang engendrado por el Mal, o a su vez por el Bien defendiéndose. Ambos tienden a enredarse. Whedon como revolucionario antiutópico, decíamos. Revolucionario porque como cineasta todavía cree en cierta idea de esperanza cotidiana, una esperanza productiva, reflexiva y vital, antiutópico en el sentido de adivinar que cualquier utopía implica, por fuerza, cierto afán corporativista, y que el lenguaje de la corporación solo se deja expresar entre el chantaje, el soborno o la violencia. En Serenity la corporación es la Alianza, y el fruto malvado su intento químico por hacer a la gente… mejor. Tragedia, un diez por ciento del planeta viose transformada en salvaje, segadores. Reavers. Pax quebrada. Por momentos, avanzamos historia a través como a hombros de gigantes. En el personaje de River Tam encontraremos la diana, un centro sin amígdala, aprendizaje incierto, cobaya de todos: la Fénix Oscura, una de las aristas-eje que ejemplifican el paradigma whedoniano.
Recuperada para Firefly, Summer Glau, River, retorna al cascarón del que Fred había salido y comienza su ruta intergaláctica con las cenizas de una Jean Grey adoctrinada por el reverso salvaje de la ciencia civilizada, confiada, cuyo parangón con una posible idea de calma y mando acaba por hacer de la hermana del doctor Simon la perfecta máquina de guerra. Si oye el código, su cuerpo empezará a matar. En Serenity la apercibimos entre dos mundos, encarnando la levedad manifestada en dos pies que pisan el casco de la nave inspeccionando situaciones pasajeras, escuchando la plenitud, redefiniendo objetos en el espacio ─en su cabeza una curiosa ramita podría haber sido desde el principio una pistola letal, sin seguro y cargada─, ella acarrea la inocencia mortífera cuyo gesto de niña pequeña traiciona las miradas de cualquier hombre que se atreva a hacerle una pregunta condescendiente. Psíquica rebelde intentando hallar el enigma que tortura sus prevaricadas neuropatías. A Whedon esto le proporciona la ocasión de ver unos cuantos fuegos arder, revolver las fintas recíprocas que los habitantes del navío ejecutan en defensa propia, intentando explicarse, o zurciendo desatinos. Chocan, tienen un pasado común, la tripulación y ella están en guerra abierta con media galaxia, confederados sin uniforme. Encuentran balance en lo que les falta y otro les añade. River, la espectadora y contraparte de los tres actos. En Reynolds, el Capitán, Mal para sus camaradas, converge la desconfianza templada de un comandante harto de tener que acoger a pasajeros con un “Wanted” estampado en sus cabezas, empero, moralidad dudosa y generosidad no le faltan. Rechaza de su Mule ─en slang espacial: una aerodeslizadora terrestre─ a un inocente perseguido por los Reavers, porque acogerlo a bordo sería hacer peligrar demasiado la estabilidad del vehículo, acosado por decenas de asesinos, y entre el inocente, la seguridad de la tripulación y el dinero robado, en medio de la tempestad violenta, pondrá por delante a los dos últimos. Con River y Simon Tam no llega a tales extremos, los lazos sentimentales testarudos, escasamente admitidos, lo atan a los errantes. Aunque sean fuente de peligros, no podrá echarlos. Y una vez que Jayne le acucie ante la necesidad de deshacerse de ellos, Mal dirá que se le ha pasado por su mente. It’s crossed my mind. Acto seguido, Whedon parte la pantalla por medio de un suave efecto de disolución y veremos a River enunciar para sí las palabras del capitán, cabeza apoyada en el suelo enrejillado, porque River no está on the ship, sino in the ship, es la nave. Receptora de cada rencilla y pasión, acumula como una sorprendida y encandilada inocente las indirectas que luego formarán parte de las fogatas que la harán incendiarse interna y externamente, poniendo su sabiduría y sentires de más al servicio de una causa, más bien una creencia, compartida por el capitán.
Todos deben aprender algo de River, y ella se encuentra en un punto intermedio de dos polos magnéticos, posibles mentores letales, capítulo del bildungsroman en el que la virtud y la decencia llegarán a definirse y forjarse con destino a sellarse en el resto de la supervivencia futura. Sus ojos encarnan esa sensación de maravilla que redime a la ciencia ficción de ser algo más que cartón piedra y rayos vistosos, al hacer uso de las extremidades que algún dudoso Dios le concedió, aporta la poca broma que conlleva dar dos golpes cuando provienen del desenfreno desbocado, peligroso. El drama del personaje, lo que la hace escapar de un infortunio equidistante a la emersión de Illyria, conlleva, como es habitual en Whedon, fraternizar, sui generis, con los lazos dramáticos que, al terminar el día, la hacen seguir batallando sin olvidar las consecuencias. He ahí la serialización esencial en el autor, el rencor por la desmemoria. Si no mantenemos al día siguiente los rasguños y arañazos que el ayer nos ocasionó, ¿de qué sirve trabajar? ¿Con qué propósito continuamos luchando? Recordar, condena y virtud. En el fuero interno de cada personaje de Whedon se libra una particular lid, sus contendientes manifestándose en las diversas escapatorias que el resto de los tiempos anteponen al aquí y ahora, o a un mínimo desinterés y entrega por el prójimo. Sus personajes, en el mejor de los casos, acaban sobreponiéndose al embaucamiento con una rápida llamada que los convoca empujándolos, aviso tardío, asunción de culpas a última hora, ascenso de la madriguera del conejo, de vuelta a la orilla del río, de bruces con la realidad.
Hemos venido aquí para recorrer distancias astronómicas. A la velocidad del rayo. Con un solo plano de transición, o incluso sin mediación de él, hemos saltado de un planeta a otro, de la tierra a la nave o a la inversa. El régimen narrativo bajo el que nos cobija Whedon es uno particularmente económico, sucinto en su inmediatez, en el que, no obstante, los acontecimientos se suceden a decenas, varios también en paralelo, encadenando una inmediación exuberante: «And so one of the things I learned, and this was also pointed out by my wife Kai… the extraordinary fragility of things is revealed by how we go through them so specifically». Podría hablarse de depuración si dicha velocidad fuese parcelaria de tal o cual proceder narrativo contenido en la epistemología whedoniana, pero el caso es que esta velocidad lo engloba todo, es el principio conformador del todo, una posibilidad virtual de que en cualquier momento en apariencia calmo pueda lanzarse sobre nuestras espaldas un Reaver, el secuaz menor de un demonio, irrumpiendo con él a volumen atronador la música de combate. Esta cualidad de diligencia sorpresiva, como hemos dicho, es más propia en Whedon cuando el cineasta decide incardinarla en reversos donde batallen lenguaje e imagen, por ejemplo, entregándonos con tres afiladas líneas de diálogo y cuatro vistazos en pugna la unión que dará lugar a un chiste hilarante, a un acertijo, a cierto psicograma parcial pero importante sobre un personaje, etc. Sin embargo, la grácil velocidad viñetera propia del relato heroico, narración movediza, obligada a saltar de retablo en retablo, legándonos, por el camino, todo un vocabulario que dará lugar en nuestra mente a una teología cósmica, no pedimos encontrarla solo en Whedon, sino que más bien suponemos es lo mínimo que cualquier espectador espera ante un relato por naturaleza grandilocuente. En Jupiter Ascending (Lana & Lilly Wachowski, 2015) distinguimos también algo de esta ciencia ficción pilla, incontenible, que juega por debajo a combustionarnos las neuronas, imágenes cuya ocasional platitud de fondos renderizados se siente hasta necesaria para que, devocionalmente, podamos entregar atención presta a los numerosos giros del lenguaje, a los cambios de localización en un chasquido, a las genealogías familiares intergalácticas que se nos presentan y, en fin, a las desperdigadas metáforas naif revolucionarias que, de tan desperdigadas, de tan naif, de tan revolucionarias, se nos conceden apropiables, adolescentes y amplias como todo aquello que falta por cambiar en este mundo. Bajo una mirada desatenta, excesivamente segura de sí, ambos filmes, Jupiter Ascending y Serenity, pudieran pasar por lo que no son, siendo incluso posible encontrarlos disfrutables contemplándolos desde solo una vertiente, pero a poco que un espectador dispuesto se proponga escarbar más allá de su superficie, se sobresaltará como un pionero al dar de bruces con una larga lista de inferencias, términos, casuísticas, conexiones, que le requerirán una singular disposición imaginativa para reconstruirlas, deudora de una lógica inductiva aguijoneadora.
Lisa Lassek es la montadora de confianza ─hasta veinte años lleva colaborando con Whedon─ encargada de zurcir dichos viajes y gestionar estas alertas. En pequeños fragmentos de making-of podremos verlos trabajando en el montaje, imaginarlos a partir de allí horas y horas solos, en una habitación más bien pequeña, discutiendo frente a tres pantallas. Intuiremos también las discusiones apasionadas, ciertos rifirrafes, catfights, como ellos mismos admiten, porque ambos sienten la misma pasión por la película. Whedon: «The writer and director are now fighting with the editor»; Lassek: «We won’t resort to name-calling… Some dirty play, but it’s all for the good of the movie». Estamos seguros sobre que si se nos permitiera observar el proceso de montaje de Serenity no sentiríamos ni un ápice menos de placer que cuando vimos a Danièle Huillet y Jean-Marie Straub discutir el montaje de Sicilia! (1999) en Où gît votre sourire enfoui? (Pedro Costa, Thierry Lounas, 2001), convencidos de que entre Whedon y Lassek también hallaríamos alguna que otra controversia épica, callejón sin salida pronto superado, sobre el hado final de tan solo un puñado de fotogramas. Enconamientos que inevitablemente se producen cuando dos personas se toman el trabajo, las obras que van jalonando su vida, como algo estrictamente personal.
Respecto a la creación primordial de un universo, el cineasta junto a su equipo rebasa por mucho las ideas de cualquier ciencia ficción sosa, minimalista, esquemática, trabajando por añadir capas y capas de metal. El set principal de Firefly, la recreación del interior de la nave a escala 1:1, se cuenta como la ambientación de la que Whedon se siente más orgulloso. Pensarla, recorrerla rodaje tras rodaje significaba también recoger a su vez una fuente inagotable de ideas. Ideas que emanaban del propio decorado, conforme su comprensión sobre la propia construcción que ellos mismos habían creado los iluminaba: camarotes, salas de reunión, utilería, recovecos… El guion y su puesta en forma se encuentran en perpetuo estado permeable, decididamente comunicados con el exterior, abiertos a acoger los Objects in Space sustanciados. El re-build de la nave para Serenity obedeció a los mismos criterios de contigüidad espacial entre sets; así, Whedon podrá permitirse, mediante un plano secuencia de casi cuatro minutos y medio ─con pocos trucajes─, presentarnos de golpe, sin que nos apercibamos de los cortes, a los siete tripulantes principales, las estancias y sus esquemas de colores, acabando con un plano de River con grúa donde desde el primer momento supo Whedon que pondría su distintivo.
3. INOCENCIA GENUINA, O SOBRE LAS VIRTUDES DEL SENTIMENTALISMO
Soon, oh soon the light,
Pass within and soothe this endless night
And wait here for you
Our reason to be here
The Gates of Delirium, Yes
Algunos fervientes creyentes sostienen la idea de que en la aurora de los tiempos, antes de cobrar el ingenio estructura y pulpa, susurro enternecido, transitaba la tierra virtuosa una calma atávica, similar al estado de la vela antes de su llama verse alzada hasta el cénit, una candorosa demora, nueve niños contemplando la cera anticipando el esplendor que en unos segundos iluminará sus caras, los calentará en la noche primigenia, hará que puedan divisar sombras fugitivas de entes escurridizos esquivando la alameda, les dará no la timorata esperanza de la mejoría vaga ─eso no hará, la llamita, a modo de vigilante prudente al comando de unas cazadoras─, sino que les enfrentará con los agujeros cavados en los cultivos, conduciendo al motor que espolea cada ánima y vida borboteante rodeándolos. A esa madriguera cuya profundidad ni llegamos a vislumbrar se ha encaramado como hacia un canto de sirena la serie B desde su irrupción en América hace casi cien años. Como si en las cuevas, agujeros, fosos, con la condición de echar abajo al posible tirano durmiente, fuésemos a dar con un dicho brevísimo, cuatro palabras que ya no tienen relación unidireccional con el ingenio funesto y a la desesperada que practicábamos por la necesidad primordial de seguir surcando las estrellas con los justos grados de caballerosidad y esbelta empatía. Llega un momento en las cosmogonías de Whedon donde, ya sea después de que el delirio haya terminado, se encuentre en pie de guerra esperando la siguiente contienda, o en un segundo en el que todavía sus caracteres no han terminado de pasar por el tormento de la noche más triste, algo adquiere una manifestación inmediata, diáfana como la repentina herencia del destino en un infante al que los días aguardando se le aparecen uno junto al otro, en forma de ciempiés fotogramático, la simple contemplación del cual, destello que nos ciega para llenarnos de piedad y dulzura, conlleva ganar un par de proverbios incompletos que podrán desestabilizar la cruzada, cerrar la cubierta del libro de las lamentaciones. Serenity nos revierte a velocidad de crucero, cuando más cautelosos estamos, a esa vela primigenia, recordándonos que el ingenio cáustico no es cosa de espíritus nobles, y que la jerga, palabrería, mordacidad, mantienen una doble relación con un deseo infantil, genuino, de acaparar un sentimiento y lanzarlo al espacio, cual mensaje de esperanza en dudosa lanzadera-máquina del tiempo, hacia el porvenir. Insoportablemente naif, dirá Whedon. Pero es que, seguirá reflexionando, al fin y al cabo, nosotros no estamos tan lejos de esa mañana originaria, en cierto modo, hemos nacido ayer. Y ante este hecho no se puede jugar a la gracia holgada que los frívolos conceden a los idiotas. El cineasta, su alcance imperecedero, su particular revolución, se apuesta en ese súbito parón de la ironía, desligándola férreamente de cualquier zaherimiento, y confrontándonos con nuestra propia imagen cuando revertimos a la clase más noble de cómicos, aquella que hace reír a enfermos agónicos, la que reencuentra trabajos de amor y los entrega a la platea, sonriendo, cesión de ángeles.
La tormenta acecha en la última parada del navío capitaneado por Mal, ahora con River como experimentada copiloto, ella conoce los controles, los gráficos, diestra en el manejo del timón, digna sucesora de Wash, vedla volar como un pequeño albatros, pero River, la estrella danzarina, y en esto se iguala al resto de entidades ficcionales de Whedon, necesita de vez en cuando oír lo que ya sabe desde otros labios encandilados y tiernos, cuyo propósito atándolos a luceros y coterráneos ha sido renovado. Requiere oír a su capitán. Mal, puesta su borrasca a un lado, con orgullo ecuánime, da parte, recita para River: una nave necesita algo más que técnica y matemática, si uno se dispone a pilotar la Serenity sin añadir una pizca de amor, esta le sacudirá tan segura como el viraje de los mundos. River coloca sus pies sobre la silla y apoya su mentón en las piernas, está escuchando la historia surgir al calor de la vela, aun en la tormenta que surcarán lo suficientemente pronto, y ahí queda marcada la obra con términos que podrían dar fin a un juicioso cuento, reflejando la ternura incardinada en los tripulantes, el tema secreto del drama y un voto de súplica respecto a la posteridad, sin rebajarse hacia ella, la devoción de los críos que desean poder continuar su historia, pasar la página, retener lo leído.
Sí, viendo los minutos finales de Serenity sentimos una elevación mística que aplaca ofensivas y nos concede palabras cuya pronunciación evoca la cualidad sacrosanta del silencio. Y es aquí, en esta ascensión de la nave que cierra el filme, cuando retornan a nosotros aquellos momentos, suaves luminarias, rasgos de fútil y bendita clemencia, curiosidad, que dieron sentido a la travesía. Vienen, los sentimos envolvernos… River boca abajo observa a su hermano Simon ofrecer fogosamente ternura y afección, también antojo desmesurado, a Kaylee, por suerte en reciprocidad, este anhelo había hecho temblar su cuerpo con sobrados lunarios; su hermana mantiene el rostro abrasado por un fisgoneo carente de atisbo alguno de maldad, una zarabandista improvisando su próximo paso… Inara habla con Malcolm sobre los términos de su estadía en la nave, amantes armígeros, los únicos con futuro en las invenciones de Whedon, al final ella, con respecto al próximo hogar, no lo sabe… El capitán opina que la respuesta ha sido buena. Inara arma lenta pero animosa una sonrisa que deja a Mal dándose la vuelta, luego esta satisfacción femenina tornará en algo similar a una súbita asunción de la naturaleza del idilio, que la suelta rebasando los vientos, satisfecha, antes de la próxima contienda… Los supervivientes de la Serenity caminan en terreno baldío, Zoë porta una antorcha y recorre el camposanto donde los difuntos en combate han sido enterrados, hologramas alumbrando las tumbas, un cuarto ladeados, pequeño detalle sensible, miran con bondadoso reojo a los que permanecen pisando aún el desierto: Mr. Universe, Shepherd Book, Wash en pose tranquila, casi contando a un imaginario interlocutor cualquier pequeño descubrimiento tardío, traspasa este memento la arrebatada lágrima y llega hasta el calmoso pesar de los combatientes que, incluso fuera de la vida, continúan remontando el vuelo… Reynolds intenta infundir coraje a su camarada pastor segundos antes de desvanecerse, Book no cree ser uno de la tripulación, ni siquiera en ese instante y espacio insospechados donde nos volvemos sinceros sin mácula. Tanteando la desdicha y la rabia, el capitán sella su amistad, antes de morir el antiguo tripulante, comunicándole Yes, you are… La marinería reunida en el comedor de la Serenity, escuchando la arenga de Reynolds. Dignifica ver a Jayne beber alcohol hasta la garganta por algo más que gula, acto seguido pasa la botella a Simon, gesto silencioso de complicidad, después de tantos intentos ansiando la deserción de los hermanos…
La luz ilumina a Mal y River, el primero se da cuenta de que su creencia por fin adueñada involucra a la pequeña ave legendaria, hermana psíquica, particular energía eólica de su formación, él se niega a que otros continúen pervirtiéndola, ella acoge estas palabras y podemos ver el dolor acumulado, la miseria pasada cobrando forma con pruebas e historia. No volverá a ocurrir, tiene dos ojos que la vigilarán hasta el último aliento. Poco después, River estará dando vueltas en un celestial mareo, usando diestramente dos hachas, moviéndose con caótico gracejo, abrazando el potencial que la anidaba para lanzar una flecha desde su cuerpo hacia el que tenga el descaro, vileza, grosería, ruindad suficientes como para no saber quedarse quieto, asombrarse y dejar que el ímpetu insurrecto lo transporte a rumbo franco.
***
Hay una manera segura de dar importancia y frescura a las máximas más comunes ─reflexionar sobre ellas en referencia directa a nuestro propio estado y conducta, a nuestro propio ser pasado y futuro.
Para restaurar una verdad común a su primer brillo poco común, necesitas traducirla en acción. Pero para hacer esto, debes haber reflexionado sobre su verdad.
Aforismos segundo y tercero, Aids to Reflection, Samuel Taylor Coleridge
N. me dijo un día, cuando Joss Whedon comenzaba a violentar su epistemología mediante los primeros episodios de Buffy the Vampire Slayer, que la serie era como una película de Jacques Tourneur. La observación tuvo algo de sagaz, pero se equivocaba, pues el nombre adecuado era André De Toth, y el blanco perspicaz sus wésterns con Randolph Scott. La grácil perspicuidad del ciclo Ranown terminó volviéndose menos agradable a mi vista que la farragosa ironía de Scott intimidando con el territorio a base de osada retranca en The Bounty Hunter. Supe ver el vínculo ─nadie lo acusará de fanfarrón: el canon solo se apea en dos paradas al tratar con el húngaro─ al presenciar el doble del actor de Virginia, pues me habían enseñado a no mirar por encima del hombro, hacía años, cuando pasaba los días alimentando mi ethos viendo Buffy, a los especialistas lanzando puñetazos demasiado cansados, durando un poco más de lo habitual, la cámara dejándolos ver en una cercanía de cortes físicos, mostradores del raccord más sudoroso, jugándose la moral entre el cartón piedra de cualquier antro. La domesticidad plana, ocre, rutinaria, sin embargo alambicada, siempre ahí, inmóvil y fácilmente transportable como una casa de muñecas, se aleja hasta tal punto del cine americano (Ford, justificadamente ganado su lirismo, dramatizó sin cesar esas cuatro paredes) que fue imperiosa la televisión estadounidense de los 90 para encontrarle pareja. De Toth formula la serie, Boetticher las variaciones sobre el estándar, pequeña diferencia entre ambas, pero un mundo aparte en el cine.
La ausencia de luminosidad espacial equidistante convierte a De Toth en verdadero precursor de todos aquellos directores haciendo la ronda de Buffy, y esto es un gran halago, sin duda. Lo que interesa de Carson City o Thunder Over the Plains reside menos en el placer por descubrir desde la distancia cómo se transforma el arquetipo del wéstern y más en pisar el fango, un estar ahí que no deja piedad con el desinteresado, películas-cómplice no concernidas en buscar secuaces; el saloon está tan ruidosamente poblado que deberemos ajustar durante unos segundos los sentidos, veloces, para acompasar el cuerpo a la jerga, los cortes y, sí, los tortazos. Si tenemos suerte, esa suciedad o desgana las veremos transformarse en sabiduría, porque De Toth y Whedon ya hollaron ese camino. Han sido B por conceder la misma espontaneidad a la muerte y el silencio. Sus obras no se elevan por encima de la mundanal estridencia que las puebla, y precisamente ahí reside la virtud, estar siempre cerca pero no demasiado, dando de vez en cuando el aviso de que ellos, también, saben mirar con telescopio.
But there are cramps of an entirely other order, when even hardened doctors ─knowing it is not important, only temporary, just a matter of hours─ reach for the Demerol and the needle. It must be so in each lonely degrading thing from which one comes back having learned nothing whatever. There are no conclusions to be drawn from it. Lonely people see double entendres everywhere.
Speedboat, Renata Adler
Ahora que pensamos más con arena en los bolsillos y quedan pocas proyecciones de entrega provistas de bizarría un poco naif taimada, los 90 podrían transparentársenos como algo que salvo en contados momentos no fueron. Todavía recuerdo las tímidas miradas hacia la sección X del videoclub, acompañado de un amigo o solo, pensando en la cercana y peligrosa expedición a la cara malvada, picaresca, del apetito sexual. Mark Hunter en Pump Up the Volume (Allan Moyle, 1990) predicaba por la llenura de las ondas, un virus cual pensamiento sucio invadiendo una mente ordenada, limpia, asediemos el aire. Y allí, salvo algunos arquetipos que hoy nos hacen más cómplice gracia que otra cosa, había un pellizco de saliva y entrega, imposible no excitarse, querer practicar el nudismo indiscriminado y quizá gritar por la noche en el jardín recién podado alguna indelicadeza amena. Sé a ciencia cierta que no pocas veces habrán sido estimulados por montajes epilépticos donde, diría Bill Hicks ─alrededor de los 90─, casi que lo único visionable es un plano detalle de genitales aporreando. Concédanme al menos el privilegio de la duda, pues soy veleidoso hasta con las bacterias: la corrupción sin excepciones del mundo twink, mancillado por venas con demasiada sangre-pelusilla, el achatamiento por repetición incesante de cualquier tipo de star system alternativo, la tristísima falta de pasión en el “acto de procreación” heterosexual. Si albergamos deseos de salvaguardar algo del anegamiento pornográfico lo hacemos con las mismas ideas embrujadas por años y años de ojos entrenados para lubricarse cuando las caras se descomponen de placer construido, cincelado, polivalente, recíproco, cincuenta maneras diferentes de expresar que uno está a punto de alcanzar la pequeña muerte de la que hablaban los franceses. Pequeña salida: uno mismo cogiendo la cámara, filmando su intimidad, intransferible, para él, con su pareja. Disfrute personal, juego interminable, oponiéndose severo a la neutralidad cansina de las marcas.
En fin, Ken Sherry, el indeseable pez con branquias de Love Serenade (Shirley Barrett, 1996), ha ganado la partida al siglo. Barry White ya ha pasado a un fugaz recuerdo, y donde antes lo escuchábamos con empacho, antojando ansiosos el cambio a Charlie Rich, ahora lo echamos de menos. Sí, hasta la vista, hermano. Otra concepción equívoca, aquella de, otra vez, esos maravillosos años no pienso repetir el número, como una década en la que el cine independiente americano estallaba de creatividad, talento, oportunidades por doquier. Ustedes entenderán que les llamemos ignorantes y nostálgicos de videoclub Blockbuster ─el mismo que ahora usan los peores filmes para llenar de lágrimas las caras de los nerds adultos─ si tienen la valentía de proclamar semejante afirmación. Aquel decenio, como el que le precedió, tuvo luces y sombras, y las segundas pesan demasiado, nos faltan los dedos de cuatro manos para enumerar sobradas trayectorias lanzadas al traste tras uno o dos filmes prometedores, cuando no maestros, destinadas con la llegada del nuevo milenio a quedar relegadas a subproductos televisivos o a series con pedigrí de canales de cable, decida cómo quiere volarse las sienes. Sherry acechaba, sí, y con su maldito “acto de procreación” a la manera de un gerente del porno abogando por el amor libre, su estela se cernía sobre aproximaciones femeniles frágiles, durando poco más que un suspiro prolongado, pero lo suficientemente distintas como para dilucidar en ellas varias opciones, lupas o prismáticos con los que contemplar el nacimiento y deceso de un edificio de placer y orgullo personal en medio de la marabunta de unos años donde, más que nunca, reinaba el chico de la motocicleta, el sentimiento angst que mandó al garete tantísimas adolescencias. Si el beat resucitó momentáneamente, optó por Cassady y no Kerouac como alter ego.
Recaemos en Canadá. When Night Is Falling (Patricia Rozema, 1995) presenta su drama despojado de tridimensionalidad-cargada-de-pasado-profundidad-aparente etece etece. Entramos al filme y ya aprendida bien la lección ─a base de amontonar metrajes por encima de otros porque no podemos esconder la pervertida voracidad que nos subyuga a la hora de enfrentarnos al cine─, a los diez minutos entendemos que el entendimiento habrá que volcarlo en la nieve que acecha el paisaje, en una atmósfera a la que el filme de Rozema no apuesta todas sus cartas sin pudor entregando el visionado del metraje a una suerte de clímax estético e identitario, esto no lo hace, pero dicha atmósfera empapa los segundos con una franqueza y calor tan intensos que mejor no cargar las tintas en insinuar las vidas pasadas de santas cayendo del trapecio, estrellándose con la flecha del amour fou lanzada por Petra en una especie de sesión mañanera haciéndonos recordar los patines atados al atuendo monotono Feuillade de Céline et Julie vont en bateau (Jacques Rivette, 1974). Diríamos que el frío canadiense no ha lugar a las divagaciones o monomanías de un filme como High Art (Lisa Cholodenko, 1998), al que no le falta inteligencia, cálculo, al fin pillería y honestidad, pero, de nuevo, no venimos a por lo que comúnmente apelamos relaciones complicadas, exigimos el cuento, y el cuento ya nos lo sabemos, démelo pues rodeado de la apreciada carga de presente, déjeme hacerme una idea de la geografía, e instáleme en su territorio. El filme de Rozema destaca por su descarada falta de cinismo, su sinceridad desmedida en un discurso transparente que se vuelve incógnito en similar medida con la que posamos la mirada en la leña al empezar a surgir el fuego y crepitar la hojarasca: conocemos las leyes de la selva, aún conservamos los conocimientos para avivar las llamas; nada de eso ocasiona que el hecho de mirar el acto vaya en dirección contraria a un patente sigilo ancestral, el fugaz interrogante de un proceso cuya consumición es hermosa, calmante, hogar, dulce hogar. When Night Is Falling nos da otro espejismo Camel, un acto natural noble desenredándose de las fauces de la tierra en busca de migración. La historia de Petra y Camille engalga sus raíces en el viejo carnaval llegando al Pasaje de la Desolación, portando cuero, pieles, malabaristas, sombras alveoladas, problemas eléctricos, ya saben, Ezra Pound y T.S. Eliot se pelean en el puente de mando. Qué más desean preguntar. Los calvinistas no pueden hacer el amor de pie, eso quizá les conduzca a bailar. El ansia de Rozema se insinúa sin mayores rodeos, su cine acaece entre dos estaciones, en rastreo de un nuevo hogar, diferentes fuegos, en el momento en que los pájaros se reagrupan con la celeridad funcional de un arbolado, es hora de recoger los restos, sonreír con el recuerdo del calor, y seguir viviendo dejando que cale todavía más el ambiente canadiense que nos ha hecho asistir a uno de esos amoríos tempranos en los que no había que hacerse demasiadas preguntas sino permitir cerrar la incerteza de la mente y dejar traspasar el más llano cariño. En el norte, afirmamos.
Hora de aplanar este cine de atmósfera dramáticamente bidimensional, sentimentalmente expedito, noble, y fondear en aguas purísimas, esas de una vez cada diez años, etiqueta beso de chef. Kissed (Lynne Stopkewich, 1996) supone una de las mayores destilaciones 90s que el cine ha encomendado al clero. Señalo a multitud de farsantes con pocos miramientos, habiéndose pasado la mitad de su vida observando por encima del hombro la rareza, en pleno 2022 afirman vivir en un idilio continuo con esa rareza, la misma que había sido objeto de orgullo grupal, al hacerla de menos, durante aquellos años en los que leer un relato de Flannery O’Connor podía cambiar la campiña sensitiva de una chavala. Esa moza, demasiado polifónica para que la llamasen gótica, extraña, bailarina, entregada a las sensaciones pidiendo pocas cuentas, regresa hoy bajo el nombre de Sandra. El asesinato más dulce de una ardilla listada lo provocaron sus gélidas manos, pronto propuestas por el destino a encontrar calor en los rincones más pompafunebrescos. Cada espacio capturado con ligera frontalidad-pocos rodeos en Kissed rezuma el olor de justo una estancia que retorna ahora sin ofrecernos morriña, recordándonos las otras espesuras ─más personales que en el filme de Rozema─ en las que nos caímos sin posibilidad de rescate con ocho años, aludiendo a aquellos bares anónimos, habitaciones maderadas, descampados quizá sospechosos. Las zonas negativas que vieron nuestros cuerpos crecer y corromperse con gracia anónima de marginados de segunda fila, antes de las reuniones masivas, horrorosas, de inadaptados con camisetas de marca, tiempo atrás, en un mundo con agujeros de gusano colocados en medio de un campus. Esto es lo que buscábamos. Un ejemplo en bruto de un imaginario, punto negro de los 90 ─hemos vuelto a nombrarlos─, que se ha ido para siempre del tiempo. Recordamos Buffy the Vampire Slayer (Joss Whedon, 1997-2003) en sus primeras temporadas, aquellas que sí o sí tuvimos que ver en televisores cuadrados de tubo, el Bronze, los bailes con Angel, el cementerio, sensación de vivir, sin duda, América sin filtros ni escondrijos para ocultar el cartón. [Hotel (Jessica Hausner, 2004) lo intentaba con respecto a su nueva década y país, pero vaya, ahí la cosa se codificaba, ya entrábamos en estilemas de distanciamiento y demás peroratas, bastante honorable hasta el final en su negativa a ir más allá de tres patrones, pero, maldita sea, había estilemas demasiado fuertes que paraban en seco el brillo del diamante]. Contagia apetencia de derribar nuestra condición masculina, sentirnos apátridas en celo a punto de fenecer viendo Kissed, canciones radiofónicas, el novio, Matt, la pasión por los animales muertos, un prólogo destilado, sin rellenos florales, de una infancia tocada por la varita mágica de Jezabel. Aquí vemos pertinente retomar la palabra imagen. Este filme pisa la tierra que The Rapture (Michael Tolkin, 1991) no se atrevía a hollar. Donde la cicatriz de Angie era el punto límite en el que The Rapture se replegaba en su segundo y tercer acto moralistas, predecibles, esta insiste en esos escenarios de vida paralela canadienses incrustadísimos en el imaginario noventero, persevera en la existencia de una condenada pulsión, el filme irá de eso y poco más, procurar sacar algo feérico y gótico en un sentido directo, no en el de maquillajes coyunturales ni superficialidades departamento de maquillaje camp, no departimos sobre un filme pop, tratamos una manera en mostración de entregarse al mundo y a las emociones tabú que escudriña arrebato, éxtasis, acabar bailando abrazados a nuestra perversión con una canción fechada y dar gracias a Dios de que podamos sentir placer a la vez naif, subversivo, teñido de malditismo sugestivo. En verdad nos parece un filme bello. Estos son nuestros años 90, con su franqueza bidimensional, sin espejismos ni trileros. Terminamos con ganas de cerrar la puerta e idear un nuevo pecado venial.