N. me dijo un día, cuando Joss Whedon comenzaba a violentar su epistemología mediante los primeros episodios de Buffy the Vampire Slayer, que la serie era como una película de Jacques Tourneur. La observación tuvo algo de sagaz, pero se equivocaba, pues el nombre adecuado era André De Toth, y el blanco perspicaz sus wésterns con Randolph Scott. La grácil perspicuidad del ciclo Ranown terminó volviéndose menos agradable a mi vista que la farragosa ironía de Scott intimidando con el territorio a base de osada retranca en The Bounty Hunter. Supe ver el vínculo ─nadie lo acusará de fanfarrón: el canon solo se apea en dos paradas al tratar con el húngaro─ al presenciar el doble del actor de Virginia, pues me habían enseñado a no mirar por encima del hombro, hacía años, cuando pasaba los días alimentando mi ethos viendo Buffy, a los especialistas lanzando puñetazos demasiado cansados, durando un poco más de lo habitual, la cámara dejándolos ver en una cercanía de cortes físicos, mostradores del raccord más sudoroso, jugándose la moral entre el cartón piedra de cualquier antro. La domesticidad plana, ocre, rutinaria, sin embargo alambicada, siempre ahí, inmóvil y fácilmente transportable como una casa de muñecas, se aleja hasta tal punto del cine americano (Ford, justificadamente ganado su lirismo, dramatizó sin cesar esas cuatro paredes) que fue imperiosa la televisión estadounidense de los 90 para encontrarle pareja. De Toth formula la serie, Boetticher las variaciones sobre el estándar, pequeña diferencia entre ambas, pero un mundo aparte en el cine.
La ausencia de luminosidad espacial equidistante convierte a De Toth en verdadero precursor de todos aquellos directores haciendo la ronda de Buffy, y esto es un gran halago, sin duda. Lo que interesa de Carson City o Thunder Over the Plains reside menos en el placer por descubrir desde la distancia cómo se transforma el arquetipo del wéstern y más en pisar el fango, un estar ahí que no deja piedad con el desinteresado, películas-cómplice no concernidas en buscar secuaces; el saloon está tan ruidosamente poblado que deberemos ajustar durante unos segundos los sentidos, veloces, para acompasar el cuerpo a la jerga, los cortes y, sí, los tortazos. Si tenemos suerte, esa suciedad o desgana las veremos transformarse en sabiduría, porque De Toth y Whedon ya hollaron ese camino. Han sido B por conceder la misma espontaneidad a la muerte y el silencio. Sus obras no se elevan por encima de la mundanal estridencia que las puebla, y precisamente ahí reside la virtud, estar siempre cerca pero no demasiado, dando de vez en cuando el aviso de que ellos, también, saben mirar con telescopio.