BALANCE VITAL I
La fidélité (Andrzej Żuławski, 2000)
Clélia hace fotos, muchas fotos, y tiene treinta. La edad en que ─estaremos de acuerdo con Gasset─ allega a cuajar la primera línea de nieve sobre las cimas de nuestra alma. Toca abandonar el ábaco en cualquier esquina (el escrutinio no será científico) para entregarnos a una ponderación interior donde lo decisivo no pasa ya por el recuento del número de unidades, pasiones e ideas, sino por la proporción entre el debe y el haber. Búsqueda de sí enteramente consecuente, un beau mariage oportuno que no alcanzará a lograr Clélia ─fotógrafa de sentimiento pero también de profesión emigrando de Canadá a París─, tampoco el cineasta polaco Andrzej Żuławski ─al enredarse más veces de las debidas, en ocasiones con histerismo, entre las sábanas bajeras-tropos de coinspiración drama conyugal francés─; en cualquier caso, que se atreva a lanzar la primera piedra quien, como ellos, haya intentado hasta la completa extenuación equiparable embestida contra las detenciones del nuevo siglo. Aviso de enfrentar pertrechados con los endurecidos sesgos propios estos planos tornado: con mejor o peor tino, la pedrada se os bateará de vuelta.
Las fotografías inconcretas, a la moda, artísticas de Clélia son de una transgresión rayana al desenfoque juvenil. Contra lo publicitario y las hienas, se conforma con dar a ver la vorágine del mundo, sexos decapitado el rostro, cataratas de clics; registra como vive, ni tan siquiera adecuando al motivo justo el justo tiempo de exposición. Del cóctel le seduce el agitar, del placer, la variedad. Defectos a la vista incluso para su pérfida editora ─«la verdad se fotografía tal cual», «Ud. no sabe nada», etc. Pronto, en el nuevo país conoce a Clève, quien sin cálculo se prenda de ella puro y le propone boda. Presenciar colindante a la declaración de amor la muerte del padre de Clève produce en Clélia el primer temblor, consigue que la hasta ahora descomedida invasiva resguarde el aparato digital tras su capa de encaje; incluso así, por malacostumbrado automatismo dactilar, en trance, abatirá algunos disparos velados del cadáver aún fresco. Analógica, respetuosa, para el entierro elegirá una Leica, llegará a recargar la palanca de avance, a encuadrar, pero ante la negra procesión y el duelo, no aprieta. Todavía inconscientemente, el dolor de Clève consigue devolver a Clélia hacia el contraplano propio, por una vez, encontrándose, exenta la necesidad de dos ojos que desde el otro lado del visor busquen desprevenirla indefensa.
Desafiando su libre elección de matrimonio ─aunque al inicio del filme la madre le confiese que gustaría de verla emparejada, en orden al túnel de los planos, ninguno la determina─ aparece Nemo, un traficante fotógrafo sensacionalista, personaje ad hoc, despeño nihilista en forma de banal tentación contemporánea. Sobreviene el segundo temblor: fenecimiento de la madre acompañado de una frágil encomienda a Dios (cayendo de la ambulancia, Clélia arrodillada se persigna). Muy seguido, el tercero: cuando Nemo la captura encamándose con Clève, inmiscuyéndola en una guerra inexistente ─pero muy real a nivel mental─ entre los cuentos infantiles que su prometido escribe y la omnipresente sexualidad vegetal de un Mapplethorpe. Clélia a Clève: «¡Ayúdame! Quiero un hijo…»; recechándola desde su punto ciego, no cejando Nemo de hacerle la ronda, el perdido contribuye a obturar su desconcierto oponiendo a la dorada alianza un tipo muy espectral de cinismo, pues, para la conciencia turbada de Clélia, hasta el más trivial cascote proveniente de una experiencia ruinosa puede generar identificación, el espejismo de una hueca profundidad insondable ─por la funesta influencia de Nemo, Clélia atisbará a dudar desconcertada si la pornografía, la sangre o la directa apuesta alcantarillada por los combates callejeros de perros y brutos son la respuesta consecuente a la promiscuidad itinerante del World Press Photo. A partir de la muerte de la madre, una insoportable sensación de remar sin rumbo.
Cuarto temblor, el decisivo: la voluntaria expiración de Clève por el amor defraudado. Dos trenes cruzándose irrefrenables, un aborto por desconsuelo y como nunca antes filmado un pañuelo ─el «security blanket»─ con mocos de llorera; Clélia se encuentra viuda. La asidua infidelidad de Clélia no requirió de un corte físico con Nemo para objetivarse, bastó el insidioso, patente, deseo espiritual de la cónyuge y el acicalado mundo de Clève se carcomió podrido eternamente. Żuławski paraleliza evidente esta historia con su L’important c’est d’aimer (1975): como Clève, también allí Servais Mont era una especie de indulgente venerable, y la confundida de amor, una treintañera Nadine Chevalier. En cambio, La fidélité guarda algo en su construcción íntima que no funciona, que no quiere funcionar ─los gánsteres no necesitan apalizar, chantajear ni ocultarse (manejan las portadas)─, irreflotable ─«un proletario lo es para siempre, igual que un intelectual»─ un balance vital que se hace imposible cavilar coherente (la edad de Nadine la conocíamos al principio del filme, la de Clélia, cuando ya no cabe marcha atrás). Al igual que el espectador, la mujer buscará la providencia hagiográfica, inútilmente… no obstante, siempre restará el retiro, un álbum de fuga que nadie comprará, consuelos minúsculos, monacales, como una flor rosa que se inserta durante cinco segundos para sanar una lágrima, liberando momentáneamente del ahogo, o una gota de rocío resbalando por un agave americano verde y amarillo que cayendo retratable se deja fotografiar. En cualquier caso, no nos haremos ilusiones, ningún atisbo indica solución de continuidad. Ante este panorama poco más nos queda. Asentiremos silenciosos al abandonar.