LUZ DE SEGUNDA MANO
Microphone Test [Probă de microfon] (Mircea Daneliuc, 1980)
Entonces nadie podía imaginar todavía que tuvieran un lenguaje secreto y que los ladridos, cuando estaban encerrados, los arañazos en la madera y los golpecitos con las patas fueran, en realidad, un medio para comunicarse de perrera a perrera. Al mismo tiempo, en el patio, en lugar de retozar, saltar y correr contentos por todas partes, como era lo habitual, se reunían en grupos de dos o tres, juntaban los hocicos como si se estuvieran comunicando misteriosamente con pequeños gemidos y pequeños roces a los que los policías hombres no concedían, por el momento, ninguna importancia, cosa que hubieron de lamentar al cabo de unas semanas.
La guarida iluminada (Diario de sanatorio), Max Blecher
Cuando los ojos del mundo llegan a un punto de mapeo excesivo, directa o indirectamente, del cine proveniente de Estados Unidos, resulta una tentación inconsciente achacar los signos y síntomas que transmite un filme recibido como importante, de vibraciones con extensa longitud de onda, a una suerte de identidad nacional omnisciente. Confundir especificidades históricas con un todo que un solo metraje intentaría o casi hallaría la manera, pasados los años, de resumir: la historia de una nación. Con los yanquis, vamos estado por estado, raro es ─aunque no extraño al devorador de diagnósticos─ pensar que un único largometraje pueda encajar sus fuerzas dentro del espectro de lo decible y con ello juegue él solito el destino, pasado, del pueblo. Por eso deberemos andar con pies de plomo en adelante, entrando ya en Rumanía, cuando intentemos sufragar en palabras la inconmensurabilidad que Probă de microfon ha hecho surgir en nosotros, para con los entendimientos de los que hacemos gala, las aprehensiones orgullosas de los cines que hemos hollado con seguridad y con las puestas a punto, confrontadas, de las barreras que todavía hoy necesitamos ir capeando cuales vientos contendientes en pos de dilucidar las operaciones de un cineasta, Mircea Daneliuc, cuya obra de 1980 milagrosamente no censurada por el régimen de Nicolae Ceaușescu, entramado de sentido que se nos aparece al azar, precedido de una mínima elección, dista innumerables millas de ser inocente.
Acogiendo en la medida de lo posible, cabalmente, las condiciones en las que una producción cinematográfica de inescapable carácter estatal lograba mostrarse al público, pensamos antes de todo en las pruebas materiales de las que los cineastas más avezados se sirvieron a lo largo de toda la dictadura para intentar construir, no de cualquier manera sino con traqueteado intelecto, sagacidad, las limitaciones de indefensa personal, a la larga de sometimiento comunicativo, y una vez erigidas, mostrarlas con indirectos tejemanejes estrechamente ligados al cine como ente de desvío en su cualidad capilar. El ejemplo paradigmático: Lucian Pintilie y Reconstituirea (1968). Emblemático hoy por el arrojo en la expresión sin ambages de los temibles subterfugios ladinos del Estado encarnado en seres que inevitablemente delegan su cháchara en circuitos de opresión circunstancial, estos minutos de película que no llegan a cien valieron al cineasta rumano un largo semiexilio como persona non grata, sospechoso habitual: sus retornos fueron breves, fugaces y de corta vida, hasta los incidentes en cadena de Timișoara, caída de los Ceaușescu. Pasados los años, pudo volver a pisar su tierra con una mínima entereza, sin embargo, fue ya imposible borrar la marca de cineasta transeuropeo, y esto marcó el devenir del resto de su trayectoria. En Reconstituirea los viajes alrededor del Viejo Mundo no habían empezado para Pintilie, y la escenificación de sus ficciones bordeaba alrededor lo indirecto de lo decible: el sonido adquiría, incluso más que en ninguna otra cinematografía coetánea, la mayor justificación para provenir de fuera, ser una tenue declamación de una rueda centrípeta donde cada silbido, chapoteo en el agua, comando de comprobación, formaba parte de un todo que se nos escapaba como espectadores, lanzados desde el comienzo hacia una construcción que se va reconstituyendo con los minutos, obligados a hacernos un mapa mental del lugar, emplazamiento natural, terrestre, mundano, del que Pintilie no nos dejará huir hasta finalizar el metraje. Una dispersión transgredida por la fuertísima concentración de una algarabía de circunstancias que desde fuera del encuadre viene a bocetar una tarde cualquiera donde elegido un mecanismo estatal casi banal ─un rodaje laxo en pos de escenificar una reyerta reciente; dar ejemplo; que no se repita─, terminaremos casi asediados, confundidos, al venírsenos encima sin sospecharlo a las claras el agobio del mundo profílmico que al principio de los minutos parecía darnos lugar a una grata indefinición, comicidad negra, regocijo en la autoconciencia rumana de su propia condición. Resulta peligroso atrapar al espectador y luego liberarlo en medio del barro. Pintilie no aprenderá la lección pero pagará la multa.
Daneliuc retoma las enseñanzas que han hecho del cine rumano moderno una excepción incluso para su propio país, más allá de una Nueva Ola pasajera ─de fruición entre finales de los 60 y principios de los 70, más compleja que una mera recolección de lecciones de la modernidad del Oeste continental, como así lo atestiguan los filmes de Mircea Săucan─, emparentándose con la radicalidad estética más entrometida en las narices de las instituciones mismas. Probă de microfon supone la coalescencia de una forma cambiable de enfrentarse al mundo auditivo, visual, de la sociedad que le circundaba y que para darle de comer jamás encontró en el rumano un arma fiel: rebelde de nacimiento, educado en la buena ascendencia francesa, enemistado con las escuelas de cine del régimen y buen conocedor, por práctica propia, del correcto, aseado, documental estatal. Insistente en sus luchas con el aparato censor, algunos de sus filmes, como este que nos ocupa, lograron pasar la revisión, e incluso se nos antoja que por íntima unión con su montadora, Maria Neagu, y selección sin derroche de material a montar, ni un solo corte del filme parece impuesto externamente, es más, y aquí reside parte de la inquietud que le subyace, si algo fue cortado, el avance mental de una estructura pensada de antemano pero moldeada por experiencias de campo semeja tan imbricado en la contextura del pensamiento que lo concibió, de las fábricas, carreteras, dormitorios estrechos, internados femeninos, que un corte sería por supuesto sustantivo, pero no haría más que acrecentar esa invasión concéntrica de la mirada a la que uno se ve abocado, también a nivel sonoro, al sentar delante de su rostro el largometraje de Daneliuc.
Estos juegos con el índice tan cuidadosamente reasentado para el espectador abotargado de Reconstituirea adquieren aquí una nueva forma: un rechazo entre la necesidad, la coyuntura y la astucia, por cautela, de un cineasta que decide inmiscuir ─lo venía haciendo desde sus primeras incursiones en la ficción: Cursa (1975)─ su propio cuerpo, rostro, biografía, socia ─Tora Vasilescu─, experiencias previas de militarización, trabajos furtivos como documentalista televisivo, discusiones eternas que circundan cada ámbito de la sociedad rumana, el privado, entre familia, la cual convive con el hijo en pisos apretujados, incapaz cada parte de buscar una independencia completa, el íntimo, al irnos a la habitación donde las parejas discuten las diversas pertinencias que les atañen, y el estatal, camuflado, expuesto, en extractos de situaciones, circunstancias, reales, de la Rumanía de la década entrante, nueve años antes del fin de ese empecinado estado de las cosas.
Una ficción cuya tenue apariencia de disfunción o desubicación, que uno siente con respecto a ella, con respecto a su captación de los signos que le ofrece, hace poco más que seguir pausadamente un camino en zigzag, con rigor de obrero del régimen que no puede andarse con rodeos, fiel en su retrato a contradicciones y trabajos de campo que pueblan su existencia echada a valer a plazos. Al juntar estos retazos de diferentes registros circundando o concerniendo directamente a Daneliuc/Nelu Stroe, el filme se constituye como una serie de distraídas escenas sin aparente solución de continuidad indicial ─luego veremos que los índices militan entre cortes que ofrecen, en todo caso, poca seguridad para entender un plano de apertura a la manera de un plano de situación─, siendo fiel a cada paso y procedimiento de un Daneliuc a punto de cumplir cuarenta años, trabajador de la televisión estatal y enredado en un extraño ménage à trois.
Al no condimentar nada, ya el mismo comienzo se nos presenta en expansión en cascada, una oleada de señales, indicaciones, en una estación de tren, en planos detalle, conjuntada con las reacciones de pasajeros ante el tablón de llegadas y salidas, mientras que diferentes voces en off, en su mayoría femeninas, nos relatan historias de abuso relacional. Los créditos con los diferentes miembros de la camarilla del filme se sobreimpresionan sobre estos planos y circulan por el cuadro, desapareciendo a la izquierda. La primera impresión, por tanto, es la de que aquí todas las voces suenan. Este hecho, que podría hacer imaginar al lector una suerte de barullo, cacofonía fílmica orgullosa por impudencia de poder salirse con la suya, no se encarna así en Probă de microfon. Estamos lejos de un naturalismo exacerbado en hipérboles desgranando con humor entre desesperado y amargo las vicisitudes tragicómicas del ciudadano rumano, el filme de Daneliuc posee las voces, y todas suenan, pero bajo una estructura expeditiva que no se presenta ni viste traje de gala al no hacerle falta mientras avanza porque su único objetivo es darse pie, existir, desarrollarse, encarnarse a través del montaje con urgencia, la que usa las herramientas del periodismo, de la filmación acuciante, los medios que en otras circunstancias servirían para encubrir, disimular, en este caso poniendo en cambio las cartas sobre la mesa: un espectador podrá ver los equipos de televisión, las cámaras, los micrófonos, la utilería de iluminación, la mecánica que construye la noticia. Al juntar todos estos estratos, archivos recuperados sin apilarse uno encima del otro aplastándolos, tenemos la sensación de que estamos ante un filme sin capas, en el que la operación de indagación más profunda solo traería frustración a un espectador acostumbrado, por ejemplo, a de que los relatos de urbanitas frustrados se llegue a una suerte de clarividencia sentimental, por funesta que sea, como en los irreprochables filmes de Pialat. La operación aquí se acerca más a la de juntar lo que el Estado había separado, las enunciaciones, los testimonios; por separado, son meros trozos de vida, juntos, la voz y el cuerpo, ambos de una procedencia diferente, irreconciliables, conciben una idea nueva en la mente del que ve y escucha. Esta mezcla de formatos, donde puede valer desde el Super-8, los 16 mm, el propio rollo de película, los extractos en vídeo de la TV, mostrados en choque, colapsa de frente con una romantización de los tiempos, incluso aunque su melancolía insinuase un claro desencanto: la revolución es como una mujer sin sonrisa. Un filme memorable como Gioconda fără surîs (Malvina Urșianu, 1968) así elegía filmar Rumanía. Apoyándose, como veníamos diciendo, en otra tradición más esquelética al no haber una gran variedad de camaradas auxiliando ni oportunidades para desarrollarla, Daneliuc confía en una escenificación cruda, tosca, donde el ojo podrá sentirse sinceramente agredido mientras no se le esconde la pobreza de la realidad que tiene si mira a los lados, y sinceramente agradecido, o confundido, por ofrecerle desde diferentes puntos de vista, confiando en un foco solícito, las herramientas que reconstruyen a cada segundo de subsistencia su ficción de realidad. Enseñanzas de verismo que recogería Alexandru Tatos, en lo concerniente a la mostración de materiales de derribo puestos a la contra del pueblo rumano. Nos referimos a Secvenţe (1982), mucho más que una versión deprimente de La nuit américaine (1973): no hay diferencia de entusiasmo, sí de direccionalidad, el filme de Truffaut avanza hacia un núcleo ensimismado de cinefilia, el de Tatos quiere escapar hacia fuera mientras se pueda salir con la suya, llegar hacia el que habitualmente no participa de los susodichos materiales, técnicos, electivos, que asimismo usa el filme de Daneliuc.
Por estas maniobras indirectas acogidas en un découpage que cuestiona su propio punto de vista en una duplicidad dúctil, el filme cubre desde la angulación cambiante un espectro de visión que parece escapar a la simple mirada de director con personalidad aprehensible. Poniéndose en cuestión y extendiéndose sobre la vibrante tela de un cine que redirige sus balas automáticas hasta un objetivo claro, no lo veremos hacer aparición hasta el acto final, la inserción del individuo en una formación militar infinitamente retrasada, que parece haber estado siempre ahí, dispuesta desde cientos de despachos para trocar el fusil de informaciones estatales en una consecución directa a una esclavitud orgullosa, centrípeta y letal; al irse amontonando horizontalmente, sin apilarse, las imágenes a distancia variable que propone Daneliuc, se acumulan sin pisarse, contradiciéndose, tantas impresiones, hechos, nada más que hechos, reflexiones tan abundantes y de una reciprocidad ambigua, que terminamos alcanzando una vaga noción, cada vez haciéndose más fuerte, de que el filme ha llegado al límite de lo decible, de lo considerable, de aquello que se puede deliberar, en cualquier sociedad oprimida, en cualquier sociedad, diríamos. Apartando los sentidos de todas las cavilaciones políticas, cínicas, derrotistas, sentimentales, que pueblan Probă de microfon ─tres sentimientos haciéndose la guerra uno a uno─, solos de nuevo en la estación, y solo de nuevo Daneliuc, avanzan casi por defecto, personaje, filme, discurso, técnica, hacia la centralización de la mirada, una claustrofóbica celosía inversa de una limpidez geométrica que el filme no había conocido hasta entonces; corremos, caemos, hacia la pronta y venenosa subestandarización de las cosas del mundo, formando fila, actuando como subfusiles que no se consumen a sí mismos como los objetos o personas filmados en un filme de Godard, que parecen terminar su función cuando acaba un plano ─la rueda de una bicicleta rematará el giro antes del corte, la sonrisa de un crío ultimará su esbozo en la vida de un encuadre─, lo que hacen no podría subsistir con tanta independencia en un filme que busca estos subterfugios, recordemos, la mera subsistencia en el presente de un material así significa, conlleva, haber atravesado cientos de escollos para que el metraje no fuese escondido, tirado a la basura, o directamente puesto a arder en el humo de los pensamientos indiscretos.
Daneliuc piensa aquí de una manera interjectiva, popularmente ─el pueblo rumano siempre a medio camino entre el estupor y la conciencia inflada de sí mismo─, una puesta a punto de las distancias que termina, gracias a Dios, espacializando la casa del cine, reacomodando con cosquillas incómodas algo más que una crítica al régimen, algo más que un simple cuento de fervor extramarital salpicado de testimonios veraces de obreros y campesinos, pero algo menos, por suerte, que una lúcida sátira de la televisión estatal teñida de apariencia de falso documental; el reportaje, aquí, está plenamente formalizado, problematizado simplemente haciendo al espectador consciente del recorrido que uno tarda en ir de un sitio a otro para filmar algo, de cómo un metraje inofensivo de una familia persiguiendo a su perro ─se bromea con filmar a lo Lelouch─ puede ser transformado el domingo siguiente en un panegírico absurdo de amor a los animales al emitirse por la televisión, mero muzak entre pico y pala. Ya no es solo la televisión lo que se filma aquí, la que termina por agrietarse. Caen las balas, se muestran las grietas, pero la representación agujereada supera, se niega a extralimitarse hacia una única forma de control, lo que dejaría al filme en una simple coyuntura atrevida, alabable por situación temporal e histórica. No hablamos de filmar el conjunto de televisiones supervisadas por mano de hierro, sino de introducirnos dentro de los propios comandos que terminan cortando hasta nuestra propia visión parcial del mundo: una transición, la de la televisión codificada, la que no transmite, que permeará el tercio final del filme, partiendo escenas, secuencias, como un vinilo cuya aguja queda atascada, violentación difícilmente conmensurable con el lenguaje, una serie de desconexiones, apagones, que niegan la transición misma, nos recolocan en un paisaje donde las luces del pensamiento solamente pueden reflexionarse hasta la siguiente orden, desde que la periodista enuncia en alto que el micrófono está haciendo pruebas hasta que el cámara dicta su certero corten.
A medida que otros países del bloque oriental iban quemando etapas, redefiniendo su mal llamado comunismo, rescatando a sus previos mártires ejecutados como ejemplos de conducta, el Estado permitía filtrarse una parte de la historia colapsada, una década perdona los pecados de los rebeldes fallecidos y los redime en emulsiones fotosensibles, aunque de raíz, la subversión, el ataque frontal, serán casi siempre borrados, encajonados. Solo así nos podemos explicar que Hungría, a pesar de haber lidiado con la censura de forma insistente, lograse historiar, parcial pero contundente, sus propios hitos, incluso etapas oscuras ─la era Rákosi─, ya entrados los 80. Antes de las variadas revoluciones de 1989, los húngaros habían poseído la irresoluta licencia de contarse a los ojos del mundo. Rumanía, en los tiempos en los que Daneliuc luchaba su independencia a cal y canto, no podía consentirse tal lujo, atrapada en un presente de rostros ocultos, trajes fuera de campo, fuera de la ficción, una Securitate invisible. El retraso se habrá de notar al derramarse la historia del tazón, cuando la revolución establezca una tajadura clara y el cine deje aparecer al inconsciente cabreado, alma desabrigada, mostrarse ordinario y paradójico comenzados los 90, manteniéndose aún hoy este estado vacilante.