UNA TUMBA PARA EL OJO

POPEYE EMERGE; por Raymond Durgnat

“Popeye Pops Up” (Raymond Durgnat) en The Essential Raymond Durgnat – Edited by Henry K. Miller. British Film Institute (septiembre de 2014, págs. 237-261). Originalmente en: Films on Screen and Video, abril-mayo de 1982.

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1. ALTMAN A TRAVÉS DEL ESPEJO

Popeye esboza una historia para pintar un mundo. Sus detalles son su núcleo. Extiende su alma a través de su piel.
          Se trata de Popeye teniendo bíceps como sacos, pantorrillas como pistones, una mutilación que parece un guiño y pelo rojo como el capitán MacWhirr en el Typhoon de Conrad. Se trata de los andares larguiruchos de Olive Oyl y de sus pies arqueados en botas de Goofy, de su contorno espagueti, su cara de cebolla y su fragilidad avinagrada. Se trata de un fornido cocinero de hamburguesas que hace girar una espátula y entorna sus ojos cautelosos detrás de dedos delicadamente levantados. Se trata de un fornido villano que se chupa el pulgar mientras ronca, y de Popeye que busca a su hijo adoptivo secuestrado poniendo un mensaje en un biberón y lanzándolo por una rampa como si fuera un barco.
          Los pueblerinos se pavonean y corretean alrededor de la pantalla en una coreografía que reparte dividendos entre la danza y la actividad, la acrobacia y el simple gesto (Biomechanics Rules Okay). Es un molinete de detalle manguereado alrededor de la pantalla y desincronizado lo suficiente para dilatar y pasmar nuestra Gestalt visual y llevarnos a una Tierra Feliz que los lacanianos llaman el Imaginario y que la teoría estética mainstream llama, después de Ehrenzweig, “gestalt-percepción libre”.
          Extrañamente liberador para algunos, bastante aterrador para otros, dependiendo del temperamento y las expectativas, se explica por qué los espectadores asisten a Popeye con una especie de euforia, mientras que otros reaccionan como Mavis Nicholson entrevistando a Robert Altman en BBC Radio 4:

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«Fue un filme extraño en el que introducirse, si se me permite decirlo, porque encontré los primeros cinco minutos alarmantes. Quiero decir, es como ir al Infierno, honestamente. El set es tan extraño y la gente es grotesca. Y luego más o menos te aclimatas, yo lo hice… y lo que produce en mí es un efecto muy extraño, todavía medio sueño con él»

Su primer plano del mar granulado-reluciente es perfectamente realista, pero, como el mar real en ciertos ambientes, es luminoso y mágico. Pero no solo bonito: se aproxima al mar cuidadosamente irreal, chirriante-y-de-plástico, de Il Casanova di Federico Fellini (1976). Consolida lo que es realmente un nuevo lenguaje cinematográfico, que evoca el placer ampliamente compartido entre los pintores por el realismo extraño: Fotorrealismo, Realismo Mágico, Superhumanismo y el placer de la Hermandad de los Ruralistas neoprerrafaelitas por los detalles del mundo físico. A la inversa, a las portadas de los álbumes de rock les gusta interferir en las fotografías, mediante el realce gráfico y la especulación fantástica, y Helmut Newton prepara cuidadosamente fotografías para que sean tan “antinaturales” como las pinturas. Mientras que la pintura de bellas artes está saliendo del frío de medio siglo de creciente abstracción, el cine parece reanudar las luchas de la era Caligari contra las limitaciones del realismo fotográfico. Si los laboratorios lo permiten, podemos esperar que exploren cada vez más “enajenados” revelados y técnicas de impresión, así como cualquier otro medio de interpretación “pictórica”.
          La sensación de equívoco continúa con una bahía real, extrañamente formada como cualquier creación de un director de arte. Dentro de ella se encuentra Sweethaven, cuyas agujas y gabletes, las poleas y los tablones, sugieren el Gothick de Disney pero se quedan a buena distancia de este. Sigue siendo demasiado acentuado para ser probable; reparte dividendos entre un dibujo animado con sus connotaciones despreocupadas, y la visión con tintes de pesadilla de Our Town (Sam Wood, 1940).
          Esencialmente un set teatral, aprovecha al máximo el detalle cinematográfico (de los puntos de vista cambiantes de la cámara) y el espacio fílmico (que rodea a los personajes, y a nosotros, como un espacio-viviente, en lugar de estar remotamente escondido detrás de un proscenio). Los personajes son igualmente anfibios. Robin Williams logra un personaje caricaturesco gracias a una atención al detalle digna de Kazan o Cassavetes. Lejos de reducir a los actores de carne y hueso a los contornos de los dibujos animados (la gran tentación), Altman maquina híbridos, en los que las personas de carne y hueso hacen ocasionalmente las cosas imposibles que las personas-viñeta hacen constantemente, pero mantiene su kinestesia demasiado, demasiado sólida. Hay una extraña repulsa cuando Bluto mastica una taza de café. Da la sensación de ser un absurdo dibujo animado, aunque es un truco de teatro de variedades. En general, lo que comenzó como un dibujo animado se acerca a una solidez dickensiana (aunque sea fija).
          El filme tiene dos objetivos y medio a nivel de dimensión. La idiosincrasia arremolinada lo convierte en un bajorrelieve bailarín. Los conjuntos musicales son conjunciones extrañas de actividad dispar, con todo el mundo haciendo lo suyo en ángulos rectos y con la espalda vuelta hacia todos los demás. Hay poco del desfile al unísono, performance, o personalidad-proyección que los números musicales normalmente consagran. Más a menudo hay una suerte de introversión acrobática, y Popeye deambula por el agolpamiento como un bailarín a lo Alvin Ailey. Peor que rechazado, ignorado. Todo roza el Teatro Excéntrico y la estética bolchevique de los años 20.

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2. DEL REALISMO DELIRANTE A LA VERDADERA ASPEREZA

Popeye es un filme de planos largos. Es un lienzo de conjunto y, como ciertas pinturas, está repleto de los detalles de fantasía especulativa que aman los niños. Hay una doble especulación fantástica: el amontonamiento y el ritmo serían hiperrealistas incluso si los detalles no lo fueran. Allí donde el ojo roza, algo lo atrapa. Es un mundo de alta definición y también medio irreal. Es caricaturesco, pero se mantiene sólido.
          Tenniel y los ilustradores victorianos de libros infantiles sabían cómo la profusión de detalles podía dar a la fantasía un efecto de realidad. Los primeros dibujantes de tiras cómicas explotaban esa estrategia cuando apiñaban sus viñetas, que se salían del marco (afirmando su “realidad” al desafiar la forma). En términos relativos, los filmes de dibujos animados han ofrecido detalles muy empobrecidos como pasto imaginativo. La animación parcial y aparente de la televisión representa un nadir de la explotación mediática de la tolerancia de los niños. Sus narrativas cíclicas (incluso las de Tom y Jerry) se adelgazan con rapidez por el reflejo de la estereotipia.
          Popeye sigue la otra estrategia; las texturas de acción real reviven la imagen hecha a mano. La heroína de Images (1972) de Altman escribía para los niños esas entrañables historias (de hecho, escritas por la estrella del filme, Susannah York). Una nueva generación de ilustradores de libros, entre los que destaca Nicola Bayley, ha corrido paralela a la convergencia artística de la pintura y la fotografía. El medio (o más bien el proceso) importa menos que tejer un mundo donde el detalle logra “más realidad que lo real”, sólido y delirante. En algún momento, puede que se hayan aprendido lecciones de (por un lado) el arte psicodélico (los detalles brillantes, por fantásticos que sean, son alucinatorios, es decir, realistas) y (por otro) de Tolkien, que dotó al país de las hadas de una forma épica y una gravitas moral mediante la respetuosidad sobria de su estilo. Es como una respuesta casera a la ciencia ficción plástica. Pero las descomunales flotas espaciales están tan asombrosamente elaboradas como la arquitectura de Archigram [1]. Cada tuerca, tornillo y torreón tiene una precisión de cianotipo. Tomando prestada la distinción de Charles y Ray Eames en su bellísima Toccata For Toy Trains, George Lucas fusiona la precisión de la maqueta con la fantasía del juguete. Cada imagen tiene una curiosa manera de estar en un plano largo y en un primer plano al mismo tiempo (tira de tu atención entre perspectivas ultrapronunciadas, contornos extravagantes y detalles). La vastedad y la minuciosidad aturden la incredulidad. El realismo fotográfico no tiene nada que ver con esto, siendo simplemente un proceso de transmisión para una serie de construcciones mágico-realistas. Popeye disfruta de la textura, casi como si quisiera rivalizar con los nuevos libros pop-up de Jan Pienkowski.
          De una curiosa manera, una nueva especulación fantástica está recreando esa solidez victoriana de la imaginación que parecía casi extinta. En los dibujos animados de Disney alcanzó su punto máximo con Bambi, pero se ha alimentado cuidadosamente a través de sus fantasías de acción real, como The Absent-Minded Professor (Robert Stevenson, 1961) y Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964) ─que, en consecuencia, fue defendida por algunos surrealistas parisinos. En este sentido, la aceptación por parte de Disney del punto de vista de Altman sobre Popeye es fiel a su mejor forma.
          Solo hay una fina línea entre dos acercamientos a la fantasía. El realismo literalista se contenta con neutralizar la incredulidad por los sucesos fantásticos, con efectos especiales que hacen mover a los caballos voladores tan naturalmente como caballos, o pieles de dragón semejar tan realistas como pieles de elefantes. Pero el ultrarrealismo de Popeye combina elementos literalistas con realces y desviaciones. Apuesta por la viveza alucinatoria en vez del realismo de tipo fotográfico ─o por encima suyo. Los dos tipos corresponden al modelo y al juguete, y, como apuntan los Eameses, el modelo corresponde a un clima espiritual donde la corrección normalmente corta las alas de la imaginación. Neutraliza el escepticismo pero no puede crear. Su reino supuso que cuando la ficción se tornaba en fantasía a menudo tenía que esconderse detrás del prefijo mágico “ciencia”. “Creerás que un hombre puede volar” es meramente ilusionista. Pero, si Superman permanece en el límite meramente realista del espectro estilístico, Star Wars se encuentra en el medio, y Popeye se opone a él, no una fantasía realista, sino un realismo fantástico. Como tantas “oposiciones” del estilo, cada extremo es impuro. La simplicidad de la tira cómica de Superman es demasiado ecuánime, posada, despojada, por no decir un poco antinatural, y esto le da un poquito de viveza irreal. Toda fantasía involucra elementos realistas, y todo realismo involucra ideas y conexiones que son visualmente tan irrealizables como las hipótesis y fantasías (las primeras siendo un tipo especial de las últimas). Por lo tanto nuestro espectro es indicativo, no definitivo, y aunque no puede ser usado para categorizar, sugiere cómo “oposiciones” aparentes surgen de combinaciones y proporciones diferentes de elementos comunes.
          Los estilos fílmicos han alentado el cambio. Técnicas vastamente mejoradas han permitido tal claridad de detalle que, con Pirosmani (Giorgi Shengelaya, 1969) en Rusia, Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975) en Inglaterra, L’albero degli zoccoli (Ermanno Olmi, 1978) en Italia, y The Long Goodbye (Robert Altman, 1973) en los EUA, directores de todas partes han saboreado su nueva habilidad para numerar las vetas del tulipán, para apreciar los matices de un bol de frutas en una mesa iluminada por el sol, manteniendo su distancia, estructurando un tableau, envolviendo la historia en la escena. Haya o no una cita pictoricista ─como el arcoíris a lo Friedrich en The Duellists (1977)─, la “sintaxis” visual puede estar más cerca a la pintura-con-movimiento que a la “sintaxis del Hollywood clásico”. (No es que el montaje esté prohibido: pero el nuevo margen de maniobra para una mise-en-scène procinematográfica permitiría a un largometraje de un único-escenario, único-planteamiento, una-toma, toda la variedad visual requerida). El nuevo pictoricismo se extiende sobre el espectro, desde un recién realismo sensitivo a las construcciones “escultóricas” del Fellini-Satyricon (1969) e Il Casanova di Federico Fellini (1976). Las cuales no están tan lejos del Popeye de Altman-Jules Feiffer.
          El envolvimiento de la historia por la escena es asistido e instigado por una nueva tersura narrativa, alusividad, discontinuidad. Esto le debe mucho (como Hawks sugirió) a la saturación de la audiencia con las tramas, de modo que un detalle o fragmento puede decir ahora lo que solía necesitar una escena expositiva. Y quizá le deba algo a una cierta reducción de un lirismo centrado en el héroe por un nuevo sentido de relaciones incómodas ─con espacios sociales, y procesos, y los otros-como-alienígenas. En todo caso, “la historia” es ahora vista más fácilmente como una hebra en un lienzo social, y hay alguna evidencia (aunque eso correspondería a otro artículo) de un nuevo sentido americano de las intersecciones sociales y la soledad entrecruzada.
          Hubo un tiempo en que los directores normalmente tenían que dar forma a todo alrededor del flujo dramático. Ahora pueden ser más discursivos, desordenados, tangenciales, y trabajar para la escena así como para el empuje. Una vez el director tuvo que marcar el ritmo, espaciar y estructurar casi tan rigurosamente como un dramaturgo. Ahora puede trabajar de un modo más afín a la expansión de un novelista. Una vieja “lógica de la trama” ha ido permitiendo cada vez más espacio para patrones de detalles, que hacen eco el uno del otro a través de un desplazamiento de eventos más lento y suelto.
          Hay un cierto “puntillismo” de la trama. En Nashville (1975), por ejemplo, Altman solo necesita detenerse en un hombre con una funda de violín para que nosotros hayamos preescrito un escenario completo: tiene una ametralladora o un rifle de francotirador en ella, ¿y a quién está apuntando? Luego pensarlo dos veces provoca una reescritura: habrá un giro con respecto al giro, y algo muy diferente o incluso nada en él. Con el tiempo, obtenemos un giro con respecto a ambos giros: hay una pistola pequeña en ella. Una estructura clásicamente irónica, pero mucho más breve de lo que los viejos argumentos tendrían que ser. Otras cosas pueden ocupar ese espacio.
          La narrativa de Popeye está trenzada a través de semejantes sorpresas. Cuando Olive Oyl, petulante, empuja para abrir una puerta, ¿su inercia la propulsará por la ventana justo delante? No, en una especie de rebote retrasado, se desplomará sobre la cama, pero luego de una charla interviniente y por completamente otros motivos diferentes. El pionero de tales distensiones de perro peludo y risitas reflexivas, antiatronadoras, es Jerry Lewis, cuyo The Ladies’ Man (1961) parece cada vez más detallada a nivel ambiental, mágico-realista, y protoaltmaniana, mientras su vigésimo primer aniversario se acerca.

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3. CONTRA LA FOTOGRAFÍA

Popeye se encuentra a caballo de una grieta notoria. La mayoría de teorías fílmicas enfatizan, aunque solo sea desconcertando, el continuum filme-fotografía-realidad-realismo-ilusionismo-persuasividad. Esto tiende a ir en contra de la artificialidad, en contra del filme no realista. Y aunque la cultura fílmica (como los cinéfilos) es mucho más ecléctica, las teorías tienden a ser puristas. Ya sean de tipo documental, neorrealistas, fotoontológicas como Bazin, redentoras de la realidad como Kracauer, o semiológicas como Metz y Barthes, giran en torno a efectos de realidad y hacen al artificio parecer sospechoso.
          Dado que Metz y Barthes parten del sistema verbal, con sus códigos arbitrarios, su lógica debería empujarlos a rehabilitar lo artificial en el filme, pero simplemente porque su paradigma ha demostrado no ser de ayuda para analizar imágenes, y las ideas que surgen de las imágenes, y también porque han ignorado ciencias obviamente relevantes como la psicología perceptual y cognitiva, el proyecto cinesemiológico se rindió, aunque a regañadientes, a nociones vagas de “fotorrealismo”.
          Desde aproximadamente 1930, una variedad de factores favoreciendo el realismo de un tipo u otro (las luchas sociales de 1933-45, las exaltaciones del documental, neorrealismo, y el cinéma vérité) han más o menos abrumado la tradición teórica contrastada. Esto supone que el filme es poderoso por semejarse a los despliegues audiovisuales de los sueños (Surrealismo) o al flujo de la conciencia. El filme es “realista” porque su despliegue es como el despliegue de la mente. Sin embargo, el hincapié en la viveza mental también sugiere una suerte de alucinación (al igual que el sueño) o ilusionismo, los cuales corren el riesgo de reintroducir el realismo. Y el “realismo” es siempre una palabra engañosa. Promueve todo tipo de confusión entre la realidad externa, la realidad física, los aspectos visibles de la realidad, aquellos aspectos de la realidad visible que son lo suficientemente locales como para permitir la fotografía, y los aspectos fotografiables de aquellas realidades locales; por no mencionar cualquier tipo de despliegue que recuerde a nuestro sistema perceptivo cómo escanean la realidad externa. Y el hecho de que algunos elementos de la realidad visible son más importantes para nosotros que otros.
          La cultura fílmica como un todo continuó siendo altamente escéptica de la teoría de la “fotorrealidad”, cuyas implicaciones habrían desterrado o marginalizado demasiado, desde Caligari a Disney, desde el star system al auteurismo, desde la música de fondo hasta la cámara caligráfica, desde Méliès a Busby Berkeley, desde la tradición decorativa de la Salome (1923) de Nazimova a Popeye.
          Aunque esta carga de evidencia fue muy decisiva para que el recurso a la teoría se sintiera innecesario, la irritación con la teoría de la “fotorrealidad” engendró una irritación excesiva con la teoría en general. Quizá la teoría debería comenzar con el hecho de que el filme es discurso; i. e., una realidad que nos retrotrae constantemente a otra realidad, en relación con la cual es una no-realidad. Además, la fotografía es un proceso, no una forma, y los tipos de forma que el proceso produce echan a perder la mayor parte de la realidad. El prestigio de la fotografía es establecido por (a) su conveniencia y por (b) ¡hablando de ello! Aunque este no es el lugar para delinear los argumentos, involucraría la separación del filme, fotografía, realismo, realidad, ilusionismo y persuasividad para así ver cuán tenues las conexiones realmente son. Mientras la fotografía es de particular conveniencia al filme, ya no lo define más que las pinturas al óleo definen a la pintura. La teoría de la fotorrealidad olvida regularmente la claridad y precisión mayor de los dibujos pintados, que son rutinariamente preferidos no solo por los admiradores de la aviación, automóviles y maquinaria con mentalidad técnica, sino, por razones rigurosamente realistas por botánicos, zoólogos y doctores. La pintura había alcanzado el trampantojo mucho antes que la fotografía, y las simulaciones por computadora logran compromisos admirables entre un efecto de realidad y una claridad diagramática ¡logrando una suerte de “realismo mágico”!
          Por lo tanto los filmes no son interesantes por su grado de realismo en la imagen (ya que muchas imágenes completamente realistas son completamente aburridas, mientras otras son tan poco claras, o tan poco típicas de su sujeto, que se sienten completamente irreales). Más importante es la calidad y relevancia de las ideas que las imágenes sugieren (y sugieren rutinariamente más de lo que “contienen”). Para algunas ideas una realidad visual es necesaria o conveniente. Para otras, solo un grado suficiente de realismo, o algunos aspectos realistas, son necesarios. Y luego, la realidad es convenientemente actuada, escenificada o falsificada. Desde este ángulo la “esencia” del filme no es la fotografía, sino el estudio, i. e., la construcción de una situación que presenta la realidad visualmente o en performance. Esto puede conseguirse acudiendo a la realidad misma; una localización es un tipo especial de estudio. Pero la realidad habitualmente es cocinada (“Di patata”), o seleccionada, para así crear una suerte de despliegue clarificatorio que es por lo que un estudio existe para proveer. Un objeto real en una tribuna o fotografiado a través de un microscopio (como en los documentales científicos de naturaleza) es realidad, pero en un estudio virtual. Similarmente, las fotografías son normalmente rechazadas a no ser que posean alguna cualidad como diagrama (“es una buena foto de ella”).
          El diagrama se funde en la performance, y los aspectos visuales del filme se funden en los aspectos performativos (de ahí que el filme sea tan cercano al teatro que las películas han tenido problemas escapando de él). Las teorías de la “fotorrealidad” han florecido en esta (exagerada) reacción contra el teatro. Y contra las tempranas tentaciones de la fotografía hacia pobres imitaciones de la pintura. A menudo el artificio es necesario para el despliegue claro que las imágenes y la performance comparten y que el discurso requiere. Así, el filme es esencialmente un discurso en despliegue audiovisual. El discurso sugiere ideas que se encuentran fuera (“detrás”) del despliegue. El método de perfección es por completo diferente de la lectura de un texto verbal. Y su “sintaxis” (estructura de escaneo) está dominada por el lado derecho del cerebro, no el lado izquierdo. El fallo de la semiología basada en la lingüística fue inevitable por solo esos motivos, aunque la psicología perceptual inexorablemente lo implicitó desde 1950.
          Una vez que la idea del despliegue subordina a la “fotorrealidad” (por muy importante que esta sea), filmes que, como Caligari y Popeye, injertan lo poco realista en lo realista, cesan de semejar monstruos “artísticos”. Son un procedimiento completamente natural, tan natural que los niños los aceptan tan fácilmente como aceptan los documentales. El movimiento documental primero asimiló el realismo con realismo social, hasta un grado en el que la teoría del cine ha tenido problemas para escaparse. Fue Bazin quien los separó bastante de nuevo, porque, aunque estaba muy excitado por el neorrealismo de De Sica y Zavattini, su “fotoontología” comienza con La Sábana Santa de Turín (que, incidentalmente, es una imagen enteramente no-fotográfica, ya que la luz no está involucrada). Bazin abrió una brecha entre el realismo y el realismo social, pero incrementó el hincapié en el proceso fotográfico confundido con la imagen fotográfica.
          Bazin apenas se refiere al artificio positivo, sino que tiende a despreciarlo. Sus restricciones en el montaje puede parecer que condenan la mayoría de las flaquezas de la realidad como interferencia o sustracción, en vez de como construcción y clarificación. Similarmente, subordina la mise-en-scène a un rasgo fotográfico (la profundidad de campo) y con bastante peculiaridad lo agrupa con la realidad en vez de con el artificio (¡colocando así en el mismo casillero a Wyler y a Rossellini!). Pero es más simple ver el montaje como una función normal del discurso, junto con otras formas de seleccionar y organizar (a) la mise-en-scène, y (b) las disposiciones de la cámara, “recortando” una imagen “fuera” del mundo.
          Bazin no es un puritano. Le gustan los artificios de perfil bajo que no sacuden su realidad, le intriga el destape y la omnipresencia del hecho no visto de Jane Russell en The Outlaw (Howard Hughes, Howard Hawks, 1943) ─que con su hincapié en lo invisible se convierte en una especie de filme bressoniano. Pero Kracauer es más puritano. O, al menos, se encuentra más influenciado por una oposición histórica: del estudio y glamur y las ensoñaciones de Hollywood versus las localizaciones, el neorrealismo y el materialismo. No descarta el artificio del todo, pero le gusta que sea realista en detalle y realistiquísimo en espíritu. Así, el claqué puede ser poco realista en términos de una diégesis particular, pero al menos depende de una representación realista de los movimientos físicos de un cuerpo real. ¿No habrían estado Bazin y Kracauer fascinados por Popeye?
          El argumento de Kracauer se lee más pomposo de lo que en realidad es. Por detrás de él hay un deseo a lo Walter Benjamin de afirmar la reproducción mecánica en contra de los esnobismos de las viejas bellas artes. Hay una aversión como la de Alison Gernsheim por la fotografía con pretensiones artísticas. Hay un cruce fascinante entre el Marxismo racionalista-moralista de la Escuela de Frankfurt y la Nueva Objetividad (un movimiento que el realismo pictoricista debería poner de moda de nuevo de un momento a otro). Pero ya que su argumento es más riguroso e implacable que las meditaciones de Bazin, sus debilidades pueden esconder sus cualidades. Infravalora la medida en que la mente humana puede ver y recordar lo que la cámara solo puede registrar. Aun así, los actores, decoradores, diseñadores de vestuario y directores de arte no solo pueden construir un artificio realista, sino construir un artificio que es diferente de, pero tan rico como, la realidad, y que usa aquellas diferencias para clarificar lo que la realidad visual omite o camufla. Desviaciones ─incluso ultrajes─ del realismo son una manera natural y conveniente (a menudo más conveniente que el montaje) de renderizar lo invisible visible. La realidad que vemos allá fuera consiste en gran medida de ideas de aquí dentro [2]. Rápidamente vemos lo que esperamos, y, a la inversa, lo que vemos programa nuestras expectativas. La percepción y la cognición están inextricablemente entrelazadas, y la intrafusión de lo visible por lo invisible supone que todo discurso visual es ante todo “pensamiento visible”. Para esto el realismo, como el representacionalismo, es meramente contributivo. Ya que la visión permite igualmente todo tipo de distorsiones (como la “constancia de visión” que se asegura que veamos una mecha como rectangular desde todos los tipos de ángulos extraños), las distorsiones visuales son a menudo perfectamente naturales al uso. Están presentes “en” la realidad como las ideas que tenemos acerca de la realidad, y ese es el porqué de que las distorsiones artísticas visuales puedan semejar más “reales que reales”.
          Todos los signos ─ya sean pictóricos o reales─ dependen de asociaciones que son bastante distintas de la forma del significante, y bastante distintas de la denotación del significante. Deben estar con la descripción, con el “conocimiento del mundo”, y con la “lógica de la implicación” de Mitry como el cemento semántico de las imágenes de un filme. La semiología ha tenido gran dificultad en entender esto, ya que el filme no es un lenguaje, sus significados no pueden ser divididos en denotaciones y connotaciones, y como la lingüística es una provincia de la semiología, también la semiología es una provincia de la semántica, que es una provincia de la psicología, que, como todo lo demás, está condenada a ser interdisciplinaria, y a no poder ser rigurosa de forma autónoma.
          Kracauer reaccionó exageradamente contra una tendencia de los filmes artificiales por contentarse con una textura visual bastante vacía ─ya sea porque apuntaban al glamur de la factoría de sueños o a un universo meramente retórico, o a un lirismo grandioso; o porque construir un mundo rico en textura rápidamente se convierte en algo más caro de lo que los mercados pueden soportar. Tal y como está, la fantasía cooptó por técnicas realistas (localizaciones reales, reacciones cuidadosamente verosímiles, etc.), tal y como Popeye coopta su mar extraño y su cala.
          No obstante, pertenece a ese pequeño pero delicioso género de filmes que logran una densidad de caricatura semejante a la realidad. Uno piensa en el Li’l Abner de Panama-Frank, en Red Garters (George Marshall, 1954) ─donde las casas de una ciudad de wéstern están construidas solo en esbozo, una idea simple que empero genera una fascinación continua─, en The Wizard of Oz (1939) de Victor Fleming, en The 5000 Fingers of Dr. T (1956) de Dr. Seuss, en los números de producción de Busby Berkeley en Small Town Girl (László Kardos, 1953), y muchos momentos en otros filmes, desde The Wiz (Sidney Lumet, 1978) a La petite marchande d’allumettes (1928) de Renoir. Pero de todos estos filmes Popeye es el que llega más cerca a emparejarse con el neorrealismo en la densidad de su sentido de liberación que intensifica la vitalidad del filme, así que es Infernal para algunos, eufórico-delirante para otros, o tonto o difícil para otros de nuevo. Así, en otra discusión de la BBC, los críticos se quejaban de que no era ni un dibujo animado como tal ni propiamente real. En efecto, los enormes brazos de Popeye pusieron a un crítico tan incómodo que se vio perseguido por la idea de que el pobre Robin Williams había sido despiadadamente inflado con esteroides. Esto condujo a una discusión enérgica sobre si uno podía discernir la unión entre los brazos reales del actor y las partes esculpidas, con la sugerencia de que era el deber del filme mostrarnos que los músculos eran artificiales y no una horrible deformación.
          La respuesta más normativa es probablemente disfrutar (a) el injerto del artificio con realismo, y (b) el hallazgo de Altman de que la linealidad de la tira cómica lejos de excluir en verdad deja aire para un populismo de feria barroca cariñosamente elaborado. Fugazmente, Popeye evoca a Murnau, otro experto en localizaciones ensoñadoras, superrealismo artificial y simbiosis siniestras de ambos. Sweethaven mezcla de una manera extraña espacios realistas con una especie de espacio a lo Toytown, como en Sunrise (1927) de Murnau, el trayecto en tren del bosque profundo al centro de la ciudad es tanto más lírico por cortar-y-comprimir un espacio real-visible. Las chabolas y las rampas de Sweethaven tienen una especie  de tipología del “acordeón”.
          Mientras que la teoría del filme opone regularmente fantasía y realismo, o por lo menos los trata como modos o géneros distintos, la práctica fílmica está mucho más matizada. En el momento en el que esta escisión aparece ¡se convierte en satisfactorio salvarla! Caligari es un caso fascinante. Fue escrito para un tratamiento realista normal, y funcionaría muy bien dado el caso. Tal y como es, depende de la incapacidad del espectador para distinguir el mundo real de las imágenes mentales de un lunático. A través del filme, tenemos que asumir que las distorsiones son una convención antirrealista. Solo in extremis obtenemos una “justificación” desde un punto de vista realista. Pero nunca necesitamos esa justificación para creer en el filme. Al contrario: nuestra suposición de que este es un idioma irreal es vital para camuflar el gran giro, de que todo esto ha sido una loca opticidad del héroe-narrador. El filme solo puede funcionar porque aceptamos espontáneamente lo salvajemente irreal como un equivalente de lo real.
          Es un caso fascinante de un rasgo extradiegético transformándose de repente en uno intradiegético. También ilustra los peligros de separar los dos y pensar que el término “diégesis” es más claro que “la acción”. Más extraño todavía, el marco “realista” es casi tan poco “realista” como las secuencias “locas”, así que su “realismo” es por entero nocional, y Caligari es expresionista hasta cuando pretende no serlo. Ciertamente hay una diferencia de estilo entre las dos partes, pero es una cuestión de gusto (estabilidad), no de realismo.
          La mayor parte del expresionismo alemán tenía un fuerte interés crítico-social que lo relacionaba con el neorrealismo. Der Letzte Mann (Murnau, 1927) es una historia perfecta de tipo Zavattini (el portero es desclasado sin su uniforme, al igual que el Ladri di biciclette necesita su bicicleta). Kracauer ve cuán cerca estaba el pensamiento de Zavattini del de Carl Mayer. Desesperadamente necesitamos una contrahistoria de los “estilos” y los “géneros” fílmicos, una que haga hincapié en sus hibridaciones, su dialéctica, en vez de sus diferencias y antinomias. Cada estilo, cada historia, es una aglomeración de rasgos, del mismo modo que nuestro pensamiento corriente entreteje elementos de cada “nivel”. Similarmente, las maneras de Altman con Popeye se parecen mucho a sus maneras con McCabe and Mrs. Miller (1971). Allí, tomaba el wéstern y lo neorrealizaba, de un modo viscontiano (o mejor, bologniniano). En Popeye, también, aprecia particularmente el ambiente, la atmósfera y la información. No exagera las cosas con una retahíla de imágenes desbocadas; se encuentra su habitual contención, moderación, incluso hosquedad. El filme se convierte en una fusión de cartoon, mito, neorrealismo y efectos de realidad por medio de detalles de fantasía especulativa muy consistente, muy estable pero muy pasmosa. Ya que la caricatura notoriamente se disuelve en el expresionismo, y Sweethaven tiene su lado “Nasty Bend”, concluimos con la ecuación asombrosa, Altman = 1/3 x Segar + 1/3 x Zavattini + 1/3 x Murnau. Que puede parecer increíblemente articulada al cuadrado y pensada al cubo. Pero es menos imposible de lo que suena, ya que no hay nada monstruoso acerca de los híbridos. Son tan cotidianos como los mestizos. Son los animales de pedigrí los que son tan antinaturales que tienen que estar arduamente segregados.

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4. LA LANZADERA ESPACIAL NEGATIVA

Hemos propuesto que el núcleo del filme es el pensamiento del “despliegue audiovisual”, no la “fotorrealidad”, y que la “densidad de especificación” (término de Henry James) alcanza lo que el “ilusionismo” erra. Y esto conduce directamente a la idea central de la conferencia en el MOMA de Manny Farber en 1979.
          Brevemente, Farber propuso el mirar a las películas por la riqueza de sus detalles concretos del mundo, por el tipo de tejido físico-experiencial mediante el que los pintores trabajan. Esto tiene su extensión psicológica (y, por lo tanto, social), incluyendo el temps-mort que enriquece el trabajo de Renoir en Toni (1935), pero que permea al cine irrespectivamente del “arte” o sus auteurs.
          Desde esta perspectiva, la intensidad de The Honeymoon Killers (1970) de Leonard Kastle provendría, no de su psicología (no alberga ninguna), y tampoco de su estructura dramática (es demasiado fría como para necesitar demasiado suspense y sentimos solo una especie de piedad distante, caústica, por las víctimas), sino del hecho de que es un fresco de habitaciones de motel despojadas, estandarizadas, de vidas sin familias o amigos, de la singularidad conjunta de los físicos de los amantes, del antojo de una mujer gorda por coger chocolates.
          Farber compara los vacíos insípidos de este filme de riqueza con la fe calurosa impregnando Man’s Castle (1933) de Frank Borzage, era de la Gran Depresión. La cocina con su bombona de gas, un santuario móvil de domesticidad, es tan sagrado como objeto como el libro de oraciones de la mujer sostenido despreocupadamente, o un gesto que revela, para ella, que el cielo está allá arriba; es físico también. Ya sea casualmente o no, el filme hace hincapié en un rasgo ahora casi olvidado de aquellos tiempos: la cortina transparente que dividía la jazzband negra del cantante blanco.
          Farber sugiere que Spanky, un Hal Roach de dos bobinas, pinta un cuadro mucho más vívido de la vida en el vecindario de los años 30, sus obsesiones, ansiedades y costumbres, la fisicalidad de las monedas y billetes, que los más “serios” (piadosos) filmes de arte de la misma década, y que esto fascinará, no solo a los historiadores sociales, también a los espectadores laicos, por atrapar la textura y espíritu de un tiempo ya desaparecido para vivir, para vivir otro conjunto de posibilidades humanas, de una manera que critica y hace extraño el de uno mismo.
          Dadas estas preocupaciones, la distinción entre arte y no-arte se disolvería, el auteur y su filosofía se convierten en un deus ex machina, o un extra de fondo, y el mundo del filme cesaría de ser metafórico o una visión privada, y así recobraría su rica autonomía. Las figuras de estilo permanecerían igual de significativas, por manifestar, no solo la “sensibilidad” de un auteur, sino, mucho más importante, el estilo, la textura, las experiencias que mucha gente compartieron y que constituyen una forma de vida en su relación con el mundo material. Como la elección de Farber por Spanky sugiere, tales detalles pueden ser reconstruidos, sin neorrealismo, pueden acomodar distorsiones de varios tipos.
          Así Farber afila la idea central subyacente de Kracauer, y mucha de la deriva de Bazin, pero las libera de sus fotoontologismos paralizantes. Está en armonía con el respeto de Renoir por el artificio, y su escrupulosidad en su descripción del realismo como “un desvío a través de lo real”. Libera al realismo social de las piedades liberales, y para los marxistas recarga el realismo social al cual Lukács con razón opone a los sermoneos de Brecht. Vincula ciertos intereses documentales con la teoría del temps-mort y constituye una perfecta apología por la fascinación de Altman con las texturas ─materiales, sociales, psicológicas.

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5. POPEYE VERSUS TORO SALVAJE

La tira cómica de Popeye semeja terreno fértil para el camp y la nostalgia. O Sweethaven podría haber sido un Cielo populista, una heartland con grassroots. Camp aparte, una variedad de la nostalgia de fantasía especulativa siempre atraviesa el arte popular, desde Dogpatch de Al Capp a la Klopstokia de W.C. Fields ─en Million Dollar Legs (1932); en tal equipo, Popeye tendría unos bíceps de un millón de dólares─, desde los siete enanitos vinculados varonilmente de Blancanieves trabajando y lavándose en su casita hasta Pepperland.
          ¿No es Popeye una suerte de Sergeant Pepper, un marino que retorna a una especie de Nowhere-Man’s-Land, a algún mar de agujeros, solo para encontrar que “Liverpool” se ha convertido en la secuencia de “all the lonely people”, que Sweethaven ha sido renombrada Nasty Bend y vive aterrorizada por un Comodoro al que nunca ven (¡¡otro tipo de Nowhere Man!!) y cuyos secuaces son Bluto y un recaudador de impuestos tipo WASP?
          En un sentido, el filme de Altman es Al Capp afilado por Preston Sturges, con una estética a lo Hal Roach para cubrir el término medio. Ingenio de Broadway aparte, Sturges tenía fuertes intereses demóticos, y un oído fino para idiomas vernaculares, más o menos como la línea que todo el mundo recuerda de Popeye: “Wrong is wrong, even if it helps”. Es una línea pirada pero la podrías estudiar eternamente. Es anticamp porque solo su forma parece simplona. Y aunque Popeye no ve la broma, no es a costa suya. Se esparce sobre todas las formas más pulidas de decir la misma cosa. Tiene que ver con la manera en la que una gran abstracción es seguida tan velozmente por ese enteramente personal “helps”. Es un golpazo con el pie, pero no desmitificador. Y le da al error lo merecido, porque no pretende que “help” no sea “help”, como una fraseología más filosófica tipo “conveniencia” haría. Lo más extraño de todo, “help” sugiere que el mundo es un lugar donde el aura de help [sic] no es tan inusual. Es conmovedor, en vez de sentimental, porque Popeye no pasa por alto el dolor y el rechazo, sino que lo decide: “Thirty years of grudge is enough”. Leyendo los dibujos de Popeye, nunca se me ocurrió que hubiese perdido un ojo, pensé que simplemente estaba burlonamente cerrado. Pero el físico de Robin Williams sugiere una precuela: Cómo Popeye Perdió Su Ojo. Hace valer una reconciliación tardía, precaria. Nunca es tan tonto como es.
          Sweethaven evoca las soledades melancólicas o cascarrabias que embrujaban Our Town. No tiene el cementerio terroríficamente existencial, y si su textura se diluye y la fórmula cartoon se apodera una vez que llegamos a la cala, quizá es porque no es tierra de detalles prácticos. La pelea del alma por las espinacas está acorchetada por la pelea a puñetazos, en vez de viceversa. La combinación esqueleto-espinacas-pulpo no tiene lo inquietante de la planta, que, muy simétricamente, es huesos, zanahorias y pescado. “See da fishes on the bottom of da oceang. After ten weeks of carroks, I cud see thru flesh ─ look a man thru his bar bones! Ya can go too far wit a good t’ing. Even eye sike”. [5]
          La idea de abrir cosas ocultas tiene un giro más alegre, no obstante. Mientras el Comodoro abre su cofre del tesoro, resulta contener souvenirs sin valor ─reliquias piadosas─ de la infancia de Popeye. ¿Tornará su mirada en furia? No, no lo hace, y Papi ha combinado extrañamente el odio de Popeye con el fetichismo por los objetos. Por suerte incluye una lata de espinacas, la única cosa que el paciente Popeye aún no puede digerir. Sería demasiado fácil ponerse muy freudiano, especialmente con Olive Oyl simultáneamente atrapada dentro de la campana de un ventilador rojo (y gigantescos tentáculos de pulpo acercándose sigilosamente a sus piernas pataleando). Pero la caja con su trompeta está más en la vena de los juguetes de la infancia de Renaissance (1964) de Borowczyk que la caja de Un chien andalou (Luis Buñuel, 1929), con su baratija de adultos. Se trata de darse cuenta, a través de fetiches y nostalgia, del preciosismo de los estados transitorios (como la inocencia infantil) a pesar de (e incluso incluyendo) su lado cruel y su valor como incordio. Cuando Popeye quiere enseñar a su padre “wot a fine figger of a orphink I growed up into”, añade “widdout one whit o`his help whatsomuchever”. Y la última parte no es una cláusula de daños compartidos ─es un tributo a la fibra de su padre, parte de la cual le dio a Popeye mismo.
          A menudo la comedia depende de la misma distancia que la nostalgia, y si los dos modos van bien juntos (así que la comedia tiene tanto de perdón como de crítica), es porque la tolerancia de la comedia es su contrapunto al dolor de la tragedia.

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6. LAS ESPINACAS DE LA IRA

Contra California Split (1974), el coro de Sweethaven. En Three Women (1977), los huérfanos adultos, en Popeye “Even a orphink needs a father and a mother”. Las mujeres van juntas y comparten sus roles de padre e hijo; en Popeye, “I came here looking for my father and now I’m a mother”. En A Wedding (1978) un coro de gente pone nerviosamente su repertorio de roles en exhibición. Pero en Popeye el “I yam what I yam and that’s all that I yam’ is more” es más ─¿depresivo? ¿desafiante? ¿modesto?─ que “that’s what I yam”, lo cual es la versión habitual, o la recolección, de la letra del musical.
          El comodoro, como el malvado padre de Popeye y la imagen-esputo, no es solo un padre-edípico-esperma-alter ego estilo los años cincuenta, sino sociológico al estilo de los setenta, como los patriarcas dominando Peyton Place y Dallas. Al menos, él acudió por su odio “justo y recto”, como una frase reminiscente de The Empire Strikes Back (Irvin Kershner, 1980) sonando como cuando el senador Hayakawa celebró que “robamos justa y rectamente” el Canal de Panamá. Similarmente, el pulpo comparte un tono de piel enfermizo como el verde de las espinacas, las cuales salvan a Popeye in extremis, no a través de la magia macrobiótica sino por medio de algo más cercano a la persecución tónica celebrada en ese tema Country & Wéstern llamado “A Boy Named Sue”. Desde el punto de vista ideológico, hay un trecho muy pequeño entre hacer crecer a los niños por medio de gritos o a golpes de vara, y Popeye: La Inocencia Recobrada trata en parte sobre que Estados Unidos no se odia a sí mismo a pesar de una herencia de violencia, dirigida tanto externa como domésticamente. Celebra un arcaico populismo anarcoconservador, el cual trata a los Blutos y a los recaudadores de impuestos por igual, pero “Don’t think I blame ya, cause I doesn’t” (a Bluto) y “Nothing personal” (al Recaudador de impuestos). Popeye podría estar tranquilamente loco, por un lado como Harry Langdon, por el otro como muchos personajes de Altman, o para el caso, de Scorsese.
          Sweethaven ha sido comparada con un pueblo fronterizo, y Popeye con el vaquero solitario que lo limpia. Pero Altman no es muy dado a la tesis de la frontera, y Sweethaven resuena mucho más general, una suerte de ubicación de pequeño pueblo con su paseo marítimo urbano. Sus pecios, gradas y chabolas sugieren las extrañas escaleras de madera que dominan, no solo The Docks of New York (1928) de Sternberg, sino también Three’s a Crowd (1927) de Harry Langdon. Popeye no es exactamente un nómada y un perdedor de nacimiento, como lo son el “mono peludo” de Steinbeck, el fogonero de Sternberg o la tripulación pendenciera de The Long Voyage Home (John Ford, 1940), él pertenece al crisol de culturas, al trabajo manual, a América y a todos los mendigos de la vida y vagabundos, a sus familias ad hoc, a sus niños flotsam-and-jetsamThe Salvation Hunters (Sternberg, 1925), The Kid (Charles Chaplin, 1921), The Champ (King Vidor, 1931)─. Por el contrario, a Olive Oyl le encantaría ser una Magnificent Amberson, y una pizca de la estridencia de Agnes Morehead habita ya en ella. Olive Oyl, sin embargo, permite a Popeye llevar su equipaje a todas partes, y tiene las suficientes agallas como para casarse con alguien inferior a ella y saber que Bluto no está por encima suyo, sino que simplemente es enorme.
          En The Great Comic Strip Heroes, Feiffer celebra la generación de cruzados encapados de Superman. Pero Popeye es también un subhéroe, perteneciente a una generación más terrenal y humilde. Superman, como una amalgama plástica de Dios y policía, desciende sobre los malhechores (quienes tienden a hablar un inglés fracturado) desde una gran altura, como un misil teledirigido borrando del mapa la mayoría de las faltas de respeto dirigidas a los rascacielos de la ciudad. Mientras que Popeye ha sobrevivido a la ruda, cruda, dock-and-bowery América, la cual desapareció cuando Mickey Mouse medró lujosamente de vendedor de perritos calientes o patrón de remolcador (como la gente de Spanky) a padre de familia de los suburbios. Sin duda, el Popeye cartoon debe su supervivencia comercial a sus rasgos menos interesantes (la dulzura de Mickey Mouse sumada a la reyerta deseada por el Pato Donald). Pero Nasty Bend es una estructura social en la que Popeye adquiere un sentido tanto antiguo como moderno. Lo revuelve todo como hacía Al Capp en Dogpatch. Pero donde Al Capp es políticamente consciente, esto es América con esa K mayúscula, la cual significa Kafka, Krazy Kat y el Komodoro. De hecho, fue la vieja, caótica-burocrática Ellis Island la que inspiró la América de Kafka (y la China de Sternberg).
          Ahora que el sexo tiene el Sello de la Economía Doméstica Virtuosa, es la comida basura la que enarbola la bandera del funk, el autoabuso y la animalidad. El “Todo es Comida” destaca el sabor gastronómico de los nombres. Olive Oyl, Wimpy, Sweet Pea, Han Gravy, Oxblood Oxheart es una receta intrigante, y ciertamente debería figurar en el menú de cada restaurante Movie-Meal. Es alimento para un pensamiento lévistraussiano, y aún más nutritivo por tener todos estos nombres no-alimentarios a modo de forraje. ¿Los nombres caen en categorías? ¿Y qué significado oculto acecha tras el nombre de “Bluto”? Quizá hay una explicación Americana; quizá es bruto + Pluto (una explicación no demasiado oscura, siendo el nombre de un planeta y el nombre del Gato Negro de Poe). O quizá está pensado para sonar como algún alimento patentado, o a abrillantador de metales, o a detergente de almidón azul ─el tipo de substancia no-alimentaria que los niños piensan que deben comer y beber y que se encuentra a poca distancia de los alimentos en las tiendas de la esquina. En cualquier caso, todo se mezcla en una especie de ensalada à la crisol de culturas, en términos físico-punzantes encajando de lleno en el gusto de Altman por las texturas físicas. “Eres lo que comes” es demasiado espiritual, demasiado fastidioso, para esta América apiña-todo-dentro. La vida es una sopa goulash, que mezcla tanto lo amargo con lo dulce que todos seguimos teniendo que vomitar.

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7. BÍCEPS SOBRE LA CIUDAD

Li’l Abner, otra fuente de energía inocente, es más complaciente que Popeye. Dogpatch no es una School of Hard Knocks,  sino casi un suburbio de la federación sindical AFL-CIO, pergeñado como el perezoso Sur Profundo, al igual que los Picapiedra levantan Suburbia en la Edad de Piedra. La mente New Deal de Al Capp dota a Dogpatch de pixelizaciones sociopolíticas cuya máxima prueba es The Schmoo, una parábola sobre los medios de producción. La ecología espiritual de Popeye es más arcaica, más cercana a Krazy Kat que a los Hermanos Marxistas, aunque creo que podría hacerse un “Popeye se une al Sindicato” y llegar a convertirse en un divertido filme de dos bobinas (después de todas esas películas sindicalistas que pulularon en los 70 de Scorsese, Ritt, Widerberg, Schrader, Ashby…).
          La venada antisistema en Popeye es algo más. El sistema es corrupto, y Olive Oyl está exenta de cualquier tipo de impuesto (sin duda incluso del impuesto-a-la-exención-del-impuesto, formulario de declaración nº 1040). Pero este favoritismo personalizado amplía la verdadera banda de frecuencia del filme, la calidad de la vida privada, que es el terreno común donde estampan su sello tanto Feiffer como Altman. Hay una superposición retorcida con Woody Allen ─Sleeper (1973) es otra sociedad de fantasía especulativa─. Three Women tiene un lado Woody Allen, y Carnal Knowledge (Mike Nichols, 1973) y Little Murders (Alan Arkin, 1971), ambas de Feiffer, dan en el blanco de una manera mezquina mientras que Woody apunta hacia cualquier otro lado (farsesco o solemnemente bergmaníaco). El estilo discursivo de Altman conjura espacios cambiantes entre los diálogos, como las rendijas mentales entre las distintas viñetas de un cómic.
          Si estos silencios evocan ocasionalmente a Antonioni, sus etéreas derivas-esquizo son reemplazadas por algo mucho más apegado a la tierra. Antonioni es cerebral y ascético mientras que Altman, por muy antonionianos que sean sus personajes ─Three Women está cerca de Il deserto rosso (1964)─, mantiene la partitura en un modo sala-de-bar-de-ojos-vidriosos. Antonioni nació bajo el signo del aire, Altman bajo el signo de la tierra. Un espectro Antonioni-Altman-Allen no es tan extraño al fin y al cabo. Ellos no son solo A’s (de Alienación), sino que el cine moderno está dominado por un género inadvertido, el filme de observación psicosocial de trama escasa; crítico, compasivo, irónico.
          A medida que las tres mujeres componen, o fingen, una familia juntas, su vida en común huele más a un juego de roles restringido que a una convivialidad común. La calidez parece haberse perdido con, o detrás, de la generación parental, en algún lugar en Sweethaven del que esta Shelley Duval nunca se escapa ─y tan bien, porque ella encuentra tanto su dosis saludable de alienación (con Popeye) como su responsabilidad parental, dentro de ella. Cuando ella y Popeye riñen sobre el sexo del bebé bajo un parasol junto a la embarcación, la escenografía boceta una suerte de hogar al aire libre, como la vida con los Joads, o una pareja de De Sica. El aserradero lo repetirá más tarde. Para Altman (como para Renoir) un hogar es definido por dos cuerpos, o dos mentes, estando seriamente juntos por un tiempo o por alguna razón. Son sus empujones y embrollos los que constituyen el Man’s Castle. Los edificios pronto se convierten en telarañas, y no mantienen el espacio vacío afuera, por eso, los filmes de Altman abundan en inusuales anudados o claros espaciales, ya que los interiores se extienden como los exteriores y los exteriores se embobinan alrededor de las personas a modo de interiores.
          Popeye acaba de modo extraño; Bluto (quien sigue viendo rojo ─la vie en rouge) se vuelve amarillo. Es como si ni el rechazo de Bluto, ni el romance familiar, puedan llevarse a casa y esparcirse. Sweethaven se ha convertido realmente en Nasty Bend, la cual sea quizá solo una “curva desagradable” que América, o todos nosotros, debemos acabar girando. O quizá cada nombre sea tan verdadero como el otro, al igual que Our Town está infiltrada con nuestros alienígenas (los muertos). Una ciudad con cualquier otro nombre…

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8. DADA SABE LO QUE CONVIENE

Aunque los críticos buscan demostraciones, el arte, como el pensamiento, trabaja por sugestiones. De ahí que los filmes raramente completen una estructura, más bien mezclan partes de muchas estructuras, y no pueden ser analizados en términos de ninguna. Los filmes de Altman atajan por todos los géneros familiares y los Grandes Temas simplemente manteniéndose cerca de lo personal. Continúan haciendo malabarismos con conjuntos escénicos de pequeños detalles, pequeños medios, pequeñas expectaciones, que los entertainers siempre han entendido, pero sobre los que Antonioni, con Il deserto rosso, y Buñuel, con Le fantôme de la liberté (Buñuel, 1974), empezaron a cargar realmente los pesos principales una vez confiados solo a los puntos de la trama. Altman, también, está interesado en estas “pequeñas cosas” y los enigmas en que pueden derivar. Pero su interés es más descriptivo. Contempla la mezcla de motivos, disfraces, y emociones “suspendidas” que conforman la vida pero no aportan nada a la historia. El viejo Hollywood escribiría una escena para establecer que un personaje posee varios parámetros amplios y varias posibilidades. Altman simplemente lo mira caminar hacia alguna parte. Y no es un caminar tipo wéstern; nos deja observar todo tipo de detalles acerca de él; es como un párrafo descriptivo de Henry James. Henry James sin palabras es un tipo muy interesante de despliegue.
          Cuando Altman corta entre (a) Popeye mirando la foto de su Papá, y (b) Bluto, furioso mirando su ventana desafiante al toque de queda, avanzando hacia ella, la sensación de la acción paralela à la D.W. Griffith fragmenta en dos direcciones. Mientras Bluto primero desciende a la toldilla, luego se esfuerza por llegar a una barca de remos, luego se arrastra por la orilla, las imágenes nocturnas contrapuntean el suspense. Y no solo el humor de Popeye, sino el gag de “Me Poppa”, también rompe la concentración, para que olvidemos-y-recordemos lo que una comedia de trama habría concentrado en un avance continuo. El sintagma se trastoca a sí mismo. El gag meramente se convierte en la cereza, o más bien, en la oliva, en un ambiente que amañan dos nocturnos melancólicos (el esfuerzo engañado de Bluto). Estamos a medio camino entre los paisajes nocturnos de Edward Hopper y los paisajes-a-través-de-la-ventana-y-los-tejados de René Clair (que también eran conmovedores por contener caricaturas que se sentían extrañamente como personajes ─lo cual es magia de teatro de marionetas). Sin embargo, la atmósfera rechaza una suerte de lirismo europeo porque el músculo americano lo sacude.
          Retexturizando un tipo familiar de gag lento de slapstick, Altman le otorga una suerte de extensión-y-discontinuidad. Es una suerte de Gestalt que no he visto nunca antes, pero acorde con la economía puntillista de la Nueva Narrativa. Con muchos más detalles para interesarnos, es menos claro cuál se convertirá en narrativo y cuál no. Y aunque el énfasis o la repetición antes o temprano nos organicen, la incerteza inicial nos “iguala” la trama y la no-trama de una manera cuidadosamente confusa. La Vieja Narrativa podría explotar una ambigüedad similar también, como cuando la “planta” hecha punto argumental surge de una manera “natural” o “lógica”. En efecto, la historia detectivesca dependía de enterrar las pruebas entre los detalles circunstanciales, i. e., las descripciones enterraban la mitad de la trama. Pero aunque los detalles siempre se pudiesen mover de un “nivel a otro” (porque una trama no es un nivel en absoluto; es una línea de puntos), parecía haber una claridad (en las historias detectivescas conocías las reglas). La Nueva Narrativa fragmenta la trama, y ensancha los detalles, y tu interés es extendido a través de la superficie de un modo más extraño y más lleno.
          En Three Women, un pequeño y brillante rincón de un vestido, atrapado en la puerta de un coche, revolotea como una señal de auxilio, aun así no dice nada claro (como las banderas en el barco de Il deserto rosso). Así que Popeye está lleno de incomprensión, desde el murmullo sotto voce de Popeye al muy entrañable gag donde habla y besa (i. e., la trata como a una persona presente) la fotografía que resulta ser solo las palabras “Me Poppa” en grafiti. Es una broma semiótica. “La fotografía no es la persona” es continuado por “La Denotación no es la representación”. El primero tiene una analogía exacta en la teoría Semántica (“el mapa no es el territorio”) y el segundo tiene un predecesor exacto en el celebre telegrama enviado por Rauschenberg (“Este es un retrato de Iris Clert si se me permite decirlo”). La broma general tiene otros componentes también: las bromas fotográficas se intersectan con bromas temporales. “Hello, Poppa. Soon you and me, we’ll be togedder: thirty years ain’t dat long! Besides next Wednesday’s our anniversary.” El tiempo presente (“Hello”) colisiona con un tiempo de duración prolongada (hace treinta años), que colisiona con un tiempo de duración eterna (treinta años no es “más que un momento en mi mirada”), que colisiona con un tiempo de tipo local (el próximo miércoles), que colisiona con un tiempo del tipo cumpleaños-de-niño (los aniversarios son especiales incluso cuando no son diferentes). Así, el tiempo mecánico es descompuesto profundamente por una duración de tipo bergsoniana. Es una versión encapsulada de la versión favorita de Resnais, de ser fiel a uno mismo a pesar de las escisiones temporales. Se trata del amour fou por tu padre y mantener la fe, baby, que sobrevive a través de ─detalles─ como la sonrisa beatífica extendiéndose sobre la cara de Popeye, a pesar de la boca rígida, la vena en la frente, el ojo perdido, el inglés fracturado, y todo el resto del daño que se le inflige a los perdedores.
          ¿Es este gag de Altman o Feiffer, o qué mezcla, quién podría decirlo? Ya constituya un gag de proporciones geniales o no, sus incongruencias dependen de una muy fina afinación semántica. Es bastante difícil de analizar, pero la intuición opera efectivamente a niveles subliminales, registra cada arruga y ciertamente monitoriza algunos matices lo suficientemente fuertes como para que nos apetezca reír. Los de diez años lo entenderán, y no solo eso; en la proyección del London magazine, el 20% de los críticos estuvieron de repente inundados de lágrimas.
          De similar manera, es ligeramente interesante que Popeye haya colgado una hamaca sobre la cama en la que Olive rezaba a los cielos y sin demora se aplasta en ella. Es tan consistente con ser un marinero que es simplemente un detalle medioambiental de pequeña sonrisa, un gag anti-puaj. Pero el humor no es un ingrediente que exista en un gag, como el alcohol aromatizado con algo más. Es generado por la colisión no-demasiado-seria de ideas serias.
          En un extremo, Popeye le dice a la foto de su padre, “Stay alive, that’s all I ask”, y eso es un gag porque es tan pesimista que no pone requisitos, posee No Expectation (título de los Rolling Stones). En el otro extremo, Olive se alborota por (o bajo) sus extravagantes sombreros: “It’s ugly! I think it’s a conspiracy! Why would they manufacture deliberate ugliness unless they wanted me to look ugly! If we find that out, we find out everything!”.
          Bonito contraste de filosofías: el existencialismo fundamental de Popeye, sin paranoia. Olive: vanidad natural, paranoia. El filme es una alternancia peculiar de lo intrincado y lo lapidario, cada uno afilado por la yuxtaposición con el otro. El discurso de Olive resume espléndidamente las teorías de la conspiración (¿Quién disparó a J.F.K.? ─ Lo Hizo Padre Kafka), que extrañamente pero de forma natural mezcla egocentrismo con una sensación de los sistemas fuera de control. Pero también hay buenos motivos para ello. La petulancia de Olive no es meramente una broma esnobista de antiproducción en masa, o una  broma de teoría conspiratoria. Es también una broma autorreflexiva, porque sabemos quién es el Gran Ellos ─es su director, que la quería hacer parecer tan extraña, y cuyo tipo físico en el filme es Bluto. Cuestionado acerca de su cariño por incluir a Shelley Duvall, Altman respondió “Simplemente me gusta la manera en que camina por una habitación” (o palabras a tal efecto). Y es una respuesta perfecta, y la clave a su estética completa. Simplemente mira, pero con una diligencia que cede ante ti a esa persona sintiéndose ella misma en esa habitación y viendo esa habitación alrededor de ella.
          El mismo desplazamiento impele a Popeye lanzar su biberón. Una botella para un bebé se convierte en una botella a un bebé; lanzar un barco con una botella se convierte en lanzar una botella como un barco; una botella  particularmente importante necesita ser lanzada como un barco; de algún modo el bebé leerá el mensaje, y así sucesivamente. Ninguna metáfora ni metonimia, es una verdadera recombinación de ideas y un gag completamente estructuralista, obtenido mediante el pensamiento lateral.
          Pocos de los gags son tan ajustados como este, algunos son recargados y completamente absurdos, como “Oxblood Oxheart” (galofantemente repetitivo nombre), llamar a un encuentro de boxeo “Max and Sons Square Garden”. Son bromas de no-bromas, como minihistorias de Shaggy Dog, y dislocan la textura verbal tanto como las pelucas falsas y los bigotes dislocan la textura visual. Hal Roach es el maestro pasado de tales gags subliminales, su locus classicus siendo el “Hard boiled eggs and nuts!” del County Hospital (James Parrott, 1932).
          P.D. ─ Todas estas bromas me las han jugado. Primero, confundo las bromas con pequeñas grotesquerías que te animan pero que no son exactamente bromas. Segundo, existe un sentido en “Max and Sons” ─desacredita a “Madison”, o, al menos, lo sustituye por algo mucho menos grandioso. Y puedes conseguir una dosis de la broma de los huevos y frutos secos imaginándote esperando para morder uno y encontrando que es el otro y recordando las trayectorias perdidas. ¡Cuán pobremente la mente seria capta la imagen, comparada con la mente riente!

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9. UN HOMENAJE A HAL ROACH

No solo las comedias de Laurel y Hardy, sino las dos bobinas de Charley Chase y Edgar Kennedy, todas aprecian la grotesquería del subgag, la rareza sinsentido: Stan y Ollie simplemente permaneciendo de pie juntos. Olli colocándose el ala del sombrero o recogiéndose la corbata, la combustión lenta de Edgar Kennedy calmándose en un tempsmort, el lumpen-cretinismo de los tres chiflados. Es un arte de vodevil (o artesanía) que se convierte extrañamente en intelectual en W. C. Fields. Las comedias de Joe McDoakes son el lío final, con los gags acelerados para no demorarse demasiado por detrás de la velocidad de Tom y Jerry, lo cual es mucho más abstracto, más impaciente. Los dibujos animados tienen que ver con el impulso, las dos bobinas tienen que ver con los agravantes de la vida diaria.
          Cuando el Recaudador se disculpa a Olive Oyl por no reconocerla por la espalda, es una broma física en la tradición de Laurel y Hardy, como todas las posturas de rodilla-zancuda que Altman confecciona para, o con, su actriz principal. Popeye debe muy poco a los dibujos animados y mucho más a las dos bobinas, a las que recuerda o reinventa o ambas, y, en cualquier caso, mejora (pero no eleva). Las renueva completamente, aproximadamente como renueva la comedia de situación televisiva en M*A*S*H. Elaboró la textura, igualó las bromas a su nivel, y recargó todo con el infradrama amargo que predomina sobre la comedia en A Wedding y Nashville.
          Pero otras pixelizaciones del género luego seguirían. A Wedding es una “comedia sofisticada” por tener ese entorno social y sutileza y por ser muy divertida aunque es a menudo también dramática y demasiado auténtica para ser divertida. Pero su operación es muy simple. Es como ser capaz de caminar alrededor de una función, llegar al ático y detrás de las escenas, y disfrutar del privilegio de un vistazo largo y considerado. De ahí que continúe evocando al cine directo ─por ejemplo, Model (1980) de Wiseman─, mientras se mantiene la riqueza de la estructura ficcional. Smile (1975) de Michael Ritchie efectúa la continuidad de manera bastante clara. Aparentemente géneros dispares pueden ser abiertos uno sobre el otro mediante la sencillez.
          Uno puede mirar A Wedding como una descendiente de la Nueva Narrativa de la comedia sofisticada à la George Cukor, y de la screwball de clase baja como Hal Roach o W.C. Fields. Pero como mucha de la comedia de los años 30 se encuentra intranquila dentro de clasificaciones habituales como “sofisticada”, “slapstick”, “screwball”, Sturges y Capra son a menudo ─¿qué?─ ¿populistas, políticos? Christmas In July (Preston Sturges, 1940) y The Miracle of Morgan’s Creek (Sturges, 1944) mezclan extrañamente a Hal Roach con Paddy Chayefsky, y lo disfrutan. Similarmente, Popeye, el sujeto más “naif” de Altman, tiene a un muy sofisticado escritor, cuyas tiras cómicas son “comedias altamente sofisticadas”, y cuyo Carnal Knowledge se vuelve salvaje (y finalmente obsceno), como el Stroheim de la era plástica.
          Todo esto puede parecer muy complicado si uno asume que los géneros son moldes, permitiendo solo variaciones menores a filmes que sin embargo existen “dentro” de ellos, o que el pensamiento está condenado a seguir paradigmas codificados con los que hacen falta “deconstrucciones” arduas para analizarlos y escapar. Pero incluso los entertainers no auteurs a menudo piensan como autores, esto es, siguen su historia particular a donde quiera que la lógica la conduzca, disfrutando sus cambios y conmutaciones de estado mental, atravesando géneros como si no existiesen, o siendo intrigado por equívocos y alusiones. E incluso cuando trabajan de acuerdo a fórmulas, a menudo piensan en las fórmulas como ingredientes en vez de moldes. No producen en serie gelatinas sino que cocinan un estofado que puede mezclar todo tipo de formas y sabores (expectativas). Y aquí hay una supçon de cartoon, aquí hay un pedazo de sátira, y ahora un bocado sólido de drama…
          Altman no es el único director en mostrar cómo los viejos géneros se han disuelto, y aunque nuevos híbridos hayan aparecido, pueden cristalizar y disolverse de nuevo bastante libremente, así que, más que nunca, no solo una lógica de recombinaciones, sino una fluidez no atada al género, están a la orden del día. Altman subvierte, no solo géneros, sino las expectativas generalmente, sin perder la coherencia necesaria para que una nueva autenticidad rompa viejos ritmos, surcos y moldes en conjunto.

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[1] Fe de erratas: ‘arquitextura’.

[2] En términos de Wittgenstein: “ver-cómo”. Pero la psicología cognitiva y perceptiva abunda en ejemplos de un proceso que solo los filósofos encuentran dificultoso. La mente teórica es más lenta todavía. Pero la lógica de estos ejemplos es de la connotación, lejos de ser veleidosa y elusiva nos conduce a asociaciones compartidas y establecidas y a elementos en las descripciones que involucran conocimiento del mundo y la lógica de la implicación, esto es, una teoría semántica. Esto está elaborado en mi artículo ‘The Quick Brown Fox Jumps Over the Clumsy Tank (On Semantic Complexity)’, Poetics Today, Vol. 3. No. 2, primavera de 1982.

[3] Que los fotogramas no pueden capturar. Depende de cómo el montaje y la cámara nos han mantenido moviéndonos, en cómo el fondo se mueve en relación al primer término, etc.

[4] Es cierto que Caligari es a menudo imposible tanto como verosímil, mientras que Popeye es a menudo inverosímil más que imposible. Pero las dos categorías están fascinantemente entremezcladas. ¡A veces lo imposible es plausible!

[5] Diálogo de la novela de la película de Richard J. Anobile. (Avon Books, 1981, $9,95). Parece haber versiones variantes del filme en circulación, con cortes conspicuos entre el pase de prensa inglés y su estreno.

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ANOTACIONES

* No es ningún accidente si Popeye se aproxima al mar cuidadosamente irreal, chirriante-y-de-plástico, de Il Casanova di Federico Fellini; los dos filmes fueron fotografiados por Giuseppe Rotunno, responsable de otros filmes de Fellini como de Carnal Knowledge (1971), también escrita por Jules Feiffer.

* Dogpatch de Al Capp era la localización de Li’l Abner.

* El “mono peludo” es probablemente el protagonista fogonero de la obra teatral de Eugene O’Neill (1922), The Hairy Ape, una de las favoritas de Steinbeck. 

* Las películas sindicalistas de los 70 incluyen Boxcar Bertha (Scorsese, 1972); Norma Rae (Ritt, 1979); Joe Hill (Widerberg, 1971); Blue Collar (Schrader, 1978); Bound for Glory (Ashby, 1976).

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