UNA TUMBA PARA EL OJO

HUDSON VALLEY, THE BIG NOTHING

Angela (Rebecca Miller, 1995)

Angela Rebecca Miller 1

─ I mean, no play is finished; plays are abandoned. And they’re abandoned because you can only get so close, and then it doesn’t allow you to come any closer.
─ Close to…?
─ To the hidden narrative, hidden truth of what’s goin’ on.
─ It reminds me a little bit of the idea of Kabbalah, even.
─ Yeah. I think that’s a– there is a resemblance. It’s almost as though the human being is a work of the imagination, of somebody’s imagination, maybe God’s imagination.
─ So do you think that a play is a great play because it reflects something deeply about human nature, or that it has some little bit of what you would call, in this case, “God” in it?
─ I’m not sure what it’s saying about human nature, I think it’s the process of approaching the unwritten and the unspoken and the unspeakable.

Conversación entre Arthur y Rebecca Miller, extraída de Arthur Miller: Writer (2017)

Persiste una particular calaña solariega al criarse apartado del mundo urbano, habituado a escuchar paredes crujir, suelo manchando de corpúsculos las plantas de los pies, una inclinación, eso es, estar aclimatado a prácticamente todo lo que pueda venírsenos encima. Algunos hacen de la situación la desventura de su biografía, suelen venir de otros horarios, y desbravan el orden de la tierra intentando acordarlo a sus patéticos mareos mundanos. Lo primero que sorprende de Angela lo hallamos en la capacidad adaptativa de la protagonista homónima, no solo es cuestión de poseer diez años de vida y, en consecuencia, cierto dominio inconsciente del frágil reinado que le incumbe, achacar dicho avezamiento a la infancia no haría más que infravalorarlo: su hermana, Ellie, cuatro años menor, desea en mayor grado que domina, en especial cuando se trata del anhelo de volar sin alas. La estirpe de Rebecca Miller domina este filme desde los mismísimos saltos de bobina, imprimiendo círculos avisando de su remate en la parte superior derecha del encuadre, y no representaría nada particular si no fuese porque los empalmes aquí suponen una derivación rupestre connatural a la supervivencia de las crías, apreciamos unas dotes innatas para el reparo temporal de enseres caseros, la rápida domesticación de animales monteses, lo repentino con que el conjunto de nuestras guaridas de madera puede desplomarse si un arrebato nos conmina a asestar un puñetazo a la puerta corredera, rejilla por la cual observar a los padres, ventanas, incluso el finiquito del insecto, tenues manivelas sobre las que giramos el destino de las fabulaciones en las que incrustamos un segundo sentido al marchar cavernario de los días. Angela supura un encanto de buena muerte, como bien observó C.S. Lewis al comentar la obra de George MacDonald, su maestro, rebajando en este caso el optimismo, pero sin descompensar la dulzura que supone encontrar lo que de dormido, paralizado, marmóreo, nublado, posee el atavío de la zona noreste de los Estados Unidos de América, Valle Hudson, para las hermanas limen, espejo de entrada, a esa zona papel carbón en la que nada está ahí. Deberán testear la experiencia iniciática aquellos que indirectamente intenten juntar palitos de madera esperando que de su roce salgan algo más que chispas.

Arthur Miller Writer (Rebecca Miller, 2017) - Angela
Rebecca Miller filmando a su padre trabajando en el taller en Arthur Miller: Writer (2017)

Acostumbrada Rebecca a ver las cosas repararse bajo la mano humana, a cohabitar un respiro de apartadero donde aquellos que tocaron hasta quemarse el inconsciente colectivo ─Arthur Miller, padre─ escriben obras que los críticos tachan de “irrelevantes”, no mina tal circunstancia su vitalidad tranquila, el pasado, la historia, han quedado atrás, no acosan como demonio, pero tampoco se han fugado a un Edén ficticio. Cuando la hija recibe cuentos e historias de esa antigüedad mítica, su ojo futuro captará, retendrá, las almadías en las que viajar a salvo, sin perder de vista faros, costas, rutina de navegante con sus horas marcadas, política de escritora, virtud de cineasta ─tres de sus siete filmes están basados en libros propios, los demás también guionizados por ella. El desarrollo de viviendas es un cuento de hadas. Desde pequeña, Rebecca Miller percibió la poesía adaptativa de aquellos momentos que por sugerentes y sobrenaturales no pierden ni un ápice de severidad natural. Dos caras de la moneda: nos dejamos llevar en Angela sin demasiado esfuerzo de plano en plano, ninguno nos tonsura hasta hacernos escarbar en detritos, condensando, viajar aquí implica carácter lúdico, curioso, abanicar posibilidades. Cara. Colgados en lomos ajenos, no podemos dejar de sentir irritación ante la negativa de mutar proferida por las criaturas más heridas del bosque: la madre, fantasma de Marilyn Monroe, obsesión agonista lidiando con la sombra del abuso multidireccional, liposucción sentimental, falta de amor, llenura de pasión, al chocar, cae de costado, cuesta, molesta, dura, se engorra; estupidez arquetípica de variados anónimos encontrados en el trayecto, su trazo marcado agobia, pesa, papel de lija, obstáculo, predicadores citando versículos del Apocalipsis. Cruz. Cuestión de coste, lo que debemos pagar, legar, a cambio de atravesar el desleal paganismo hosco, no podrá evitarse; en la propia historia, la fotógrafa, esposa de Arthur Miller ─Inge Morath, madre─ vino después de.
          El luto termina enredando las eras, introduce mitologías, repeticiones, dualidades judías, lo notamos en apariciones fugaces, prestas a desaparecer con un corte, de Lucifer y la Virgen María, ¿quién sangra cuando se desea hacer feliz a una madre?, ¿cuántos pecados purgar si queremos volver a encarnar el recuerdo de un baño en tinaja?, maestra y aprendiz, Angela y Ellie, un verdadero marcaje de reglas aprendidas sin dilación, velocidad de carrusel, se intuyen separadas de Dios, el camino de vuelta lo reconstruirá la buena marquetería de los afanes, el juego bien jugado, la trampa ingeniosa. Si encontramos levedad en estos ritos de paso, pensamos en la montadora ─Melody London, único trabajo con Rebecca─, también en la directora de fotografía ─Ellen Kuras, compañera leal─, ambas, junto a la autora y un nada desdeñable equipo ─tres asistentes de dirección, tres asistentes de cámara, dos asistentes de edición─, como responsables de imprimir esta aclimatación desde las lentes en la que los personajes llegan a tener una relación con el fondo desenfocado retornante, y no solo con el resabiado fuera de campo, alejarse o acercarse, tanteo que nos relaja e incomoda sin trascendencia fastuosa, lejos del derroche de recursos, sin por ello no poder permitirse giros de trescientos sesenta grados, un cambio a lente deformante ojo de pez, grandes planos generales donde el horizonte ejerce un papel de sostén del sol, techo de gusanos, pequeños movimientos que traspasan la mera corrección del encuadre, escenifican las buenas intenciones, amor y respeto por un set construido con las manos, día tras día, en el que se coexiste tanto como se rueda, fijarlo constituiría tremenda descortesía al relojero, que nos ha dado las manecillas, saciado el tiempo, desenrollado nuestros resortes, al tiempo hay que plantarle cara, esto lo sabe bien la Miller, que rechaza cerrar la puerta al incesante baño, perfusión de signos que abalanzados o en fila india derraman sus virtudes y pecados ante los débiles seres de la Tierra que una vez fue Santa, la cámara captará al danzar algo más que paneos correctivos de artesano americano al servicio de la gran y única industria moral del entretenimiento que ya no es ni moral ni industria, y que encima apenas entretiene, algo menos que un cambio sustantivo en la latitud espacial. Cualquier lector con juiciosas fullerías sabrá que en los cuentos de hadas al pararse la música resta la exigua variación de una flor que ha perdido su dríade, unos pétalos de menos, prímula triste. Condición inestable, síntoma de vida.
          Un filme cimentado en torno a estas interferencias cerebrales, provenientes del cielo o infierno, tanto da, construye su propia capacidad perceptiva, ese cine que nosotros acordamos en llamar mental ─semilla Daney─ incrusta una irrealidad coherente en la forma de mirar y prensar las dimensiones, los afectos. De tan carnales que aparecen las propuestas de mudanza, juegos de manos, círculos de peluches, cables, pañuelos, piso inferior destartalado, comienzan a confundirnos, el ritmo que las conforma lo conjuran mentes inestables, escapan a la luz del día, se contentan con asociaciones egoístas, rasguean la tela y no aterrorizan a la platea formando coro griego, sazonan triquiñuelas subterráneas que comienzan a embrujar y fragmentar el otrora espacio teatral, fuera del drama, espantados los asistentes al verse en el espejo tirando a viragos, deberán volver a casa, apagar la luz y dejar interrelacionar caprichos e imperecederos pudores, culpas paganas, con la poco sagrada mirada de Anna Thomson que dice hola, mi amor al ser sacudida como una jodida ramera por un marido poco paciente, harto de cosas que ni llegamos a comprender en plenitud. Así, los cuerpos infantiles crecerán desvariando, fermentando en confusiones. Sensación de desgobierno adherido a la piel. Se les infligen toques de queda, acecha un ancestral miedo cavernoso, los niños aprenden a base de zonas de exclusión, piso de arriba desde donde espiar a los progenitores por la rendija, les hemos hecho madurar ejercitando el don de la reserva, en constante ayuno cerebral, sí, percibiendo las dubitaciones de los adultos el niño se construye luego su mundo interior de respuestas, los particulares disimulos o resistencias que ejercita el que se sabe ya crecido, el que sabe fingirse enfermo, simular desentendidos, sin embargo el adulto no puede captar en línea recta cómo mediante nuestros secretismos, rencillas, sucesos familiares y sociales que tampoco supimos transmitir en grata herencia, se ha logrado injerir en la conciencia del niño una remota idea de culpa, de pecado, incluso de insana perversidad. Perciben nuestra dubitación y nuestra impotencia ante la objeción atenazante que nos plantean: ¿por qué estamos siendo a cada momento castigados? Con los balbuceos que obtengan por réplica es lícito que se hagan sus cábalas.

Angela Rebecca Miller 2

CLAMOR

Herzsprung (Helke Misselwitz, 1992)

Herzsprung Helke Misselwitz 1

Sin duda, a ti no te gustan los cuentos de hadas, ¿me equivoco? Un bosque encantado lleno de gente boba te resultaría intolerable. Tú no eres el joven armado con una espada que va abriéndose camino a grandes trancos. Pero, por desgracia, no hay duda de que en la vida tales cosas existen: todos estamos demasiado atados a lo que pasa.

The House in Paris, Elizabeth Bowen

Johanna Perleberg, protagonista de este filme, decide en el minuto 19 segundo 20 teñirse el pelo, pasar de rubia a pelirroja, imitando los cabellos de su amiga Lisa, peluquera, viuda, regente y trabajadora de Aida, Friseur Salon, Damen und Herren.
          Escribo. Día de frío desagradable. Dentro de cinco años ni recordaré que pertenecía al mes de febrero. Sé algo acerca de Brandeburgo. Por relación inversa, debo aclarar que sé algo más de Heiligengrabe: es un municipio. A Herzsprung lo llaman distrito. Ambos son partes menores de un todo que los engloba, ese todo es Brandeburgo y, despegando hasta ver un mapa en cenital, Alemania. Tampoco sería incorrecto decir Alemania del Este, connotaciones políticas aparte. Ah, pero ahí comienza la incerteza, y hacia donde este texto se dirige. Situémonos, año 1992, muro de Berlín caído, al menos simbólicamente. Se había compuesto ya un cuantioso cancionero pseudocrápula celebrando una idea de reunificación. Algunos cantaron en 1989. Poco tiempo después, viendo los inmisericordes avances del Oeste al Este, otros de la zona derecha dejaron de cantar, al menos bajaron el volumen. Y una parcela cada vez más numerosa se radicalizaba, primero causando un leve desasosiego, luego atemorizando. Analfabetas agrupaciones de extrema derecha, fanatizadas y consumidas por el teatro barato de la antihistoria, a falta de relato oficial, queda el cuento, y eso nos puede conducir al interior del bosque, ser objeto de rescate, o comprar parábolas baratas de heroísmo sin un solo pelo fuera de lugar. Intolerancias para tiempos de crisis. Fetiches en venta, se disponen a traficar en el mercadillo algunas víctimas, levantado el telón, vitoreos de reunificación aplacados, palpamos la electrización, y ya no es la emergencia del krautrock lo que les lleva a volverse subversivos, a gritar. No en Herzsprung, al menos. Aquí se siente un clamor, y tengo un respeto consanguíneo por los clamores. Verán, habito un mundo pleno de malentendidos que determinan a las personas, marca, sello, pronto silencio. Al pensar en la palabra acción, veo, detecto, recuerdo, hago recuento, y termino cargado de corrientes vehementes. Acción como opuesto de pensamiento, de teoría. Condena al que clama porque no actúa. Condena al que bailando arde porque no está haciendo cosas. Labrar un sepelio de fuego ni siquiera calma estas acusaciones. Una falsa conciencia que bien podría arreglarse con un poco de didactismo temprano, agresividad cero, todavía no pretendemos asustar. Hemos sumido a Europa en una confusión tal que nadie sabe ya qué conlleva actuar y qué pensar. Añadimos en el debe de nuestra existencia una cantidad ingente de actos para que nos abran las puertas nacaradas, quizá incluso las de la junta municipal, mientras tanto, la autopista no detiene su incontinente marcha de vehículos rumbo a perdiciones insalvables. Johanna clama, grita, lleva el santo al cielo y siente espanto al divisar el arcángel que la recibe. Ante un clamor de esta magnitud, vista la verdadera condena inquisidora de acechanzas e indiferencias que impiden alzar la voz sin que esta se sienta desesperada ─el desespero constituye la única razón política, legitimación insoslayable, de un grito; al desaparecer este, el grito quedará en mera diversión, y aquí estoy escribiendo intentando brincar alrededor de esta angustia, mi diversión comienza al pitarme los oídos─, solo cabe unirse en comunidad mental con Johanna, por ende, no actuar, sino emerger de un exiguo anonimato, y creer que si juntamos los rastros de carmín, armaremos un sentido donde antes moraba la amnesia. Con eso basta. Breves iluminaciones, pequeño imperio. No somos demasiado jóvenes para enamorarnos.

LÍNEA DIVISORIA: BREVE HISTORIA DE LA DESOLACIÓN

Dialogar con este filme me retrotrae a mi propia historia, fortifica una serie de recorridos consumidos por tiranteces que he aprendido a considerar como parte de mi mapa sentimental. Primero tenemos el distrito, centro nervioso, si miramos al interior del diámetro, encontraremos chatarra, mataderos a los que la gente entra a suicidarse, polvo restante, carretera en línea recta, en ella se han subido moteros, roqueros, punkis, corredores de fondo, melancólicos, revolucionarios, necios, ilusos, un mundo queriendo escapar. ¿Hacia dónde? Poco importa, los años no dan matado el romanticismo de acelerar, el motor, las patas, manos arrastradas, el que corre o camina resuelto hacia cualquier otro lugar mira hacia fuera del plano, y nosotros congraciamos, aunque parezca ficticio remendar su corazón. A un lado, la peluquería, enfrente, el hogar paterno (la madre falleció en el parto), cerca, la cafetería, no muy lejos, el pub o discoteca local. Pocas cosas, diría yo, sentimos que no podemos actuar ahí, en esa puñetera circunferencia letal, el reinicio del día resulta insoportable a estas alturas, decae hasta la tierra que pisamos, las miradas derrotadas, la tontería del que vende porque no sabe hacer otra cosa con su tiempo que poner precios a hojas de árboles, chocolatinas, su propio sexo verrugoso. ¿Qué quieren entonces que hagan los protagonistas de semejantes filmes? No se me ocurre otra cosa que recorrer esa línea recta y simular una y otra vez que ahora sí, nos vamos. Angela (Rebecca Miller, 1995), Love Serenade (Shirley Barrett, 1996), Hal Hartley, Aki Kaurismäki, Estrellita (Metod Pevec, 2007)… hasta que llegamos a Herzsprung. Después del distrito, encontramos una ligera estilización, también mueca de sucinto fraseo, acotado gestus, no por ello menos desbocada o pasional, en la cual estos personajes conviven. Misselwitz ha convertido una especie de nada en rituales que súbitamente cobran sentido, adquieren la repetitiva música del que va y vuelve, se para, recuerda, y en el conjunto de su devenir estiliza un porte comunicativo que confiere magia al día, ofusca el desespero mediante la mera alteración mental, luego traspasada al estar levantado, mirar, suspirar, descartar, una ralea de subversión que no importa a nadie ni actúa, pero sin duda permanece y reclama su derecho a existir en la dimensión completa de su inutilidad. Sí, hay algo rematadamente inútil aquí, ocurriría lo mismo al escuchar un concierto con los altavoces confiscados, la belleza estúpida del desafinante que no ha tirado la toalla en asuntos de estilización personal, sigue un sendero luminoso, espera mientras su grito de bellísima reinona ha pasado a ser un susurro para los demás. ¿Cómo hemos llegado a este punto? Siendo expulsados de alguna parte. El desapego tiene nombres. A Johanna la han despedido de la fábrica, toca racionalizar, gestionar. La guerra, poco más que una consecuencia. Luego no se pregunten por qué comenzaron a aterrizar los obuses. Al reducir la ficción a unos términos esenciales, los encuadres pueden permitirse el lujo de poseer una rigidez que se rompe en panorámicas, travellings, o temblores acompañando un vehículo, varios bailes. Una claridad nerviosa proclive a adjuntar acompañantes, descolgándose de los climas diurnos hasta la muerte por insolación de la DEFA, en la cual Herzsprung se enmarca como una de sus últimas producciones, abriendo una puerta hacia el resto de cinematografías, estableciendo filiaciones con inmediatez, espontaneidad y mano firme. Las estatuas también lloran. En estos filmes de superficies planas y sentimientos flechados moviéndose en el curso de un perímetro marcado, el placer concomita con la segunda vuelta de 78 RPM, revisitar las homogéneas superficies allá en páramos sin aliento cobrará sentido a ojos de un obrero que haya dejado de actuar momentáneamente, pues necesita escuchar un clamor que comienza a surgir, con él dar inicio espiritual a un sentimiento que quebrará la paralización secular de su curiosidad. Pero no todos llegan a ese punto. Resulta tentador, sencillo, quedarse atrás, separarse del suelo bajo los pies de Johanna, Jakob ─padre, natural de Polonia, superviviente─, Elsa ─señora pasando por innumerables juventudes aun con seis décadas dejadas atrás, compañera sentimental en la tercera y última edad del progenitor polaco─. Los que ceden rezagados, aquellos que, en consecuencia, no oirán el clamor que clausura el metraje, seguirán actuando día tras día, y siendo inconscientemente la causa de que los demás gritadores no cesen de caminar hacia la línea divisoria. La desolación engrandece sus garras al ser entendida y aceptada por una persona más la cruel banalidad y pesantez social, estructural, arquitectónica, del presente. Así surgen los símbolos funestos, grafitis amenazando con deportaciones dementes, muñecos ahorcados, la adquisición de un imaginario muerto en pos de reafirmar la nada hacia la que ya todos iban de sobra encaminados. Despojados de munición, los restantes habitantes de Herzsprung convocan ligeras rememoraciones incrédulas, imposible compartir pasado con alguien así, cómo se han podido olvidar con un chasquido tantos genocidios, una melancolía que esta vez sí reconozco mía, contrastes fuertes ─el DP Thomas Plenert reavivará estas noches falleras en Nuit de chien (Werner Schroeter, 2008)─, composiciones cuya decibilidad se juega en una mirada llena de conmoción dispuesta a asumir que no tiene más que cinco cosas a la vista, sin embargo llegar a detectarlas quizá le cueste un ligero salto de fe, de cualquier modo, el filme entrega un arsenal de señales claras y artesanales, movimientos trazables, arrebatos latientes, esperanza en dos luces que accidentadas en la autopista nos comunican cual estrella fugaz un sino de los tiempos. La decoración tiñe recuerdos inescapables de un orgullo y calor que incluso llega a atravesar tierras baldías: retratos familiares, tomos enciclopédicos cuidadosamente ordenados, papel floreado en las paredes, cestas donde apoyar los rostros y quizá sonreír, condimentos en la cocina, jabón, relumbrante bola del mundo, aquellos objetos que reclamamos en esta interminable búsqueda de una señalética a título propio que imponga y devuelva aquellos agujeros donde la historia pareció perderse.

Herzsprung Helke Misselwitz 2

Herzsprung Helke Misselwitz 3

POEMAS PARA LAILA

Lisa terminará vendiendo la casa, el negocio, y emigrando a tierras más cálidas. Al lado de Signor Manuel, habita una peluquería acompañada de Sergio. Johanna se podrá adueñar de sus enseres: ropas, discos, mobiliario. Così è la vita. Las nuevas llegan a los compatriotas alemanes en una cinta de vídeo casera.
          Faltan unas cuantas palabras más por escribir. A Johanna le queda poco tiempo para arder. Permanezco rebosando de tormentas e ímpetus hostilizados. No sirvo a nadie. Estas palabras, un simple intento de llenar la nada. 19 de febrero y un tercio de ciclos lunares traspasados, posición incómoda, ciática inflexible, un sueño más y terminaré ahíto, colapsado. Desde la ventana puedo ver la cama y el reloj. Ya no me quedan acciones, fraude inexcusable, harto de predicar, entierro las páginas pasadas y decido unirme con mayor empatía a los minutos finales de Herzsprung. Ventajas de haber perdido autoengaños y ansias de sabotear la opinión pública, no creo en ningún tipo de conquista, intento guarnecer a flote los fragmentos que me componen, detesto la charla, solo tolero a los que ya no creen en el día a día, a los mundanos que han acabado detestando la mundanidad aun siendo parte primordial de la misma. Aborrezco el hedonismo y no perdono regalos de fiesteros que no han visto jamás una madrugada sin relamerse los labios ante lo bien que les sabía el café. Mataría sin lástima el conjunto de mis sonambulismos si con ello pudiese ser excluido del club de la fiesta. La fiesta de los blandos, de los que lloran, de los que no cesan componiendo canciones de amor, reunificación. Las fiestas que acaban fanatizando a los generosos de espíritu. Farsantes. Ante el amor, las palabras ensordecen. Los últimos segundos de Herzsprung no permiten pareja, sucedáneos del sexo, tierras arrodilladas, rechazan la amnesia aun presintiendo que terminará corrompiéndolo todo. Anuncios provenientes del Oeste inundan las televisiones, nos incitan a comprar sujetadores adaptables, los críos miran embelesados estas maniobras; al pie de la cama, Elsa friega el suelo a cuatro patas. Los actos cubren con una ilusión de memoria lapsos yermos. En campos estériles, desgraciadamente, no nos salvarán aquellos que se han resistido al reinicio de los días y abren los ojos viéndose por primera vez desnudos. Curiosos, ajenos a nosotros, comienzan a dar pisadas hacia un posible eternalismo. Vuelta al rubio, ahí llega Johanna, cuando el fin de la RDA empezó a crear monstruos, y así mismo arde. Monóxido de carbono provocando estupor en ridículos actuantes, viendo que superar el aburrimiento de su conciencia no conlleva ningún tipo de altruismo ni conquista, marchan huyendo, no por carretera en línea recta, sino a un idiota e insignificante carajo.

Herzsprung Helke Misselwitz 4

Herzsprung Helke Misselwitz 5

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Half life is over now,
And I meet full face on dark mornings
The bestial visor, bent in
By the blows of what happened to happen.
What does it prove? Sod all.
In this way I spent youth,
Tracing the trite untransferable
Truss-advertisement, truth.

Send No Money, Philip Larkin

***

A Richey James Edwards

A VUELTAS CON EL GRAND STYLE

Inoportunidades – Sam Peckinpah

2.35 : 1, encuadre de prosopopéyicos, o a eso tiende en sus peores manifestaciones.

Existen lapsos históricos evaluados con tal reverencia transgeneracional que uno sospecha si la devoción, al menos aquella heredada por jóvenes chavales, no tendrá algo de convencimiento forzado, a falta de encontrar su propia parcela donde madurar el decurso sincronizado de vidas descoordinadas. Sienta bien acomodarse a las preferencias de los antecesores, decirse a uno mismo “heredo esta jerarquía sin chirrido en la permuta”. Y luego, desenamorarse de aquello que ni siquiera se ha amado supone un doble esfuerzo: mantener la conciencia tranquila asumiendo que nos hemos mentido, y dar sonoro carpetazo con la intención de sustituir estimas. Como casi todos los cinéfilos, nosotros también hemos pasado por este forzado agenciamiento, pudiendo decir ahora que en realidad nunca llegamos a conectar el cable con aquellos filmes, las chispas surgen desde la memoria, a posteriori, engrandeciendo algo que hoy encontramos ajeno. El cineasta Sam Peckinpah, abarcador de pasiones faustas, nos vino a colación, como anillo al dedo, al elucubrar sobre manos ofrecidas que terminan hastiando por aprieto efusivo y entusiasmo engallado. ¿Qué pretendía ese New Hollywood enseñarle al viejo bajo las señas del Grand Style? Todavía no llegamos a comprenderlo. Al volver a Pat Garrett & Billy the Kid (Peckinpah, 1973), nos resultan glaciales esos cuentos de vaqueros crepusculares, retomando la relación de aspecto trabajada por los cineastas más interesantes que albergó Hollywood antes de los años 60, ¿y para qué? Peckinpah intenta llevar adelante una tradición narrativa a la que ya nadie cuestiona ni reevalúa, el corte, el tajo, suponen de por sí una osadía digna de intoxicación laudatoria, los actos de estos toros salvajes enmarcan las emociones en un presupuesto de partida, trabajo soslayado, el actor bastará, Steve McQueen para The Getaway (1972), las arrugas de un Randolph Scott comandando destellos de melancolía ojival ─Ride the High Country (1962)─, imponiendo las reglas de su juego. Peckinpah acopla este camposanto de actores semimuertos al orgullo del espectador que conoce sus héroes, asume que el relevo será doloroso y mira el cuadro desde fuera, apuntando.
          Las acciones no se renuevan, pervive un desacompasado sentido de desorientación melancólica cuyo avance por el cuadro antepone el humor, los subrayados formales, a la consecuencia descomunal pero silenciosa de ondas de pasado restrictivas que terminan convirtiendo la escena más sencilla en un remolino al que le bastan dos planos rebotando entre dos personas colocadas una frente a la otra para prender la emoción y que las naturales verbigracias del montaje dormilón se vayan a hacer puñetas, entrando sustitutas las muecas de actores encontrando su voz en un terreno que les predispone a no cerrar el futuro, las horas del ocaso aquí no preceden al fatalismo, no podría ser tan sencillo, la experiencia de Robert Duvall en Assassination Tango (2002) no es la del actor made in Uncle Sam retomando la traza perdida a causa del declive físico, sino la de un hombre necesitado de encontrar viajando fulgores humanos, off the cuff, que reconfirmen su pervivencia como agraciada, actualizada con pequeños movimientos de los huesos faciales que no percatamos entonces, hace treinta años. Aquí, en el borde fronterizo donde el habla hispana se injiere dentro de los variados acentos de cosmopolitas urbes anglosajonas, o directamente se pasa hacia el sur, renegando de cualquier “adiós muchachos”, se planta cara a la asimilación del falso presente prefabricado, ofreciendo su propio estado social, colocamos los contemporáneos habitantes del continente desde una óptica que se comunica con ellos sin prototiparlos mercantilmente, operación análoga a la de un Victor Nunez en Spoken Word (2009). Duvall y Nunez reclaman su parte del juego desde la esquina, the corner, su falta de hincamiento deja traslucir la en verdad esperanzada siguiente juventud ─jóvenes buscando sus propias formas de expresión, el monólogo free form, la preparación de cócteles de diseño reemplazando al viejo mezcal, sacos de boxeo, hípica sostenida por niñas bravas, Gardel uniendo generaciones─. Tanto Assassination Tango como Spoken Word ofrecen una óptica de cineastas en edad provecta ─Duvall, 71; Nunez, 64─, con arrugas y donaire muestran la parcela de continente más mallada y pisoteada por delirios de sentimentalismo improductivo, desteñida de apegos interesados o inclinaciones de viejo perro cínico, y al término conseguimos congraciarnos con las marcas vigentes, expresiones, de franjas de edades que creíamos ajenas. Vueltas a incrustar en la tradición, sin soslayar el salto, se establece un pacto de diplomacia precisa, sin babazas, el viejo sigue firuleteando, los jóvenes lidian con la vorágine que coarta su palabra hablada: ambos establecen una suerte de consanguinidad encubierta. En ningún plano del filme de Duvall se empotra una intención sofocante. Su tango despierta una luz sobre la América inmovilizada en pósteres clavados con cianoacrilato, hora de levantarse de la cama, los rifles han cambiado de manos, nos persiguen veinte años menos en forma de mujer, y deberemos lidiar con ellos en calidad de mensajeros cabales, la edad no excusa la tristeza.
          De hecho, las virtudes de Pat Garrett & Billy the Kid no son precisamente aquellas de Peckinpah que todo el mundo parece repetir en sugestionado eco, esa morbilidad ágil entre dos polos del control, entre aguantar el plano-contraplano conversacional y la expansividad total de ritmos, zooms, rupturas de eje, encuadres que contestan su energía dilatándose o condensándose, casi de un refinamiento arcaico innecesario, ya estaban en el cine de Corbucci más intuitivamente instaurados, y otro tanto sucede con la tan mentada “mitología crepuscular”, elementos presentes y hasta temáticas recurrentes en multitud de wésterns de los 50 y 60, en pocas palabras, nada de lo que vemos es nuevo (tampoco lo pedimos, solo intentamos quitar las mayúsculas del manifiesto), ni litigia o pacifica. Lo que menos nos seduce en Peckinpah acaba siendo esto, el alargamiento de escenas con el fin de aumentar el efecto exhibicionista de la narrativa sostenida con arcos de hierro en encuadres que realmente no mutan por mucho corte o zarpazo introducidos, esta herencia es la que recoge el peor Tarantino en Reservoir Dogs (1992), las calcomanías de los 90 y 2000 en revivals del New Hollywood, es algo que molesta, porque solo nos permite ver el aparataje de la escena construida por un supuesto director incorruptible y nos es imposible penetrar una emoción, verla evolucionar. La forma más sencilla de epatar, a falta de realidad, pasado de virtuoso. Esa insistencia pesada en hacer al espectador copartícipe del frenesí que produjo al cineasta conseguir sacar adelante la película, controlar la producción, rodar como quiso la escena. Scorsese y lo excesivo, Spielberg y su veta infantiloide, Woody Allen remando y remando por ser cansino. El gesto que inflaría las venas excitables del biógrafo no interesa cuando mandamos mitomanía y filias baratas más allá de Alfa Centauri. Nosotros, que siempre hemos sospechado de cualquier idea que sugiriera un presente suicida, decimos no, en esas escenas no hay pasado. El pasado no está allí aplacado, directamente no hay pasado, y cuando existe se apela a una mitología demasiado mallada o al cuerpo icónico de un actor que de por sí emana historia; una virtud en canalizar más que una voluntad por construir. Las dos mejores secuencias de Pat Garrett & Billy the Kid, al contrario, corresponden a cuando el encuadre y su comparsa eligen no decantarse en ampulosidades, sino sostenerse, sostenerse… los inextricables sentimientos de Pat Garrett, forajido reconvertido en sheriff renqueante, solo brotarán momentaneamente cuando jugando a disparar al borde del río casi acabe a tiros, por un prurito de honor salvaje, idiota, alzamiento del rifle amenazante, contra un desdichado colono asustado velador de su familia. Ellos solo querían proseguir en paz intranquila su camino en barca… Del mismo modo que esta escena, el sostenimiento de otra serie de planos, la muerte lenta de un pobre diablo al que Pat Garrett embaucó para acompañarlo a recibir un disparo, ahí está sentado, mientras se pone el sol, lo sigue su mujer, convocando la absurda metafísica humana de morir por un desierto… el que será Hollywood luego.
          Repetimos, 2.35 : 1.
Cuando Raoul Walsh estrenaba sin pena ni gloria A Distant Trumpet (1964), las posibilidades narrativas de esta relación de aspecto no apuntaban a la disociación dramática por exceso de ampulosidad a la que se llegó en el New Hollywood. Falta de atención y respeto en la continuidad. Incremento de los peores tics ejercitados por los directores menos talentosos de la época clásica.

Oportunidades – Ulu Grosbard

1.85 : 1, encuadre de humildes, o a eso tiende en sus mejores manifestaciones.

Como contracara enterrada de ese New Hollywood, Straight Time (Ulu Grosbard, 1978) ha supuesto en nosotros la confrontación deseada inconscientemente, volver a las cárceles, casas de reinserción, agentes de la condicional, tiempo extra del que pende el resto de nuestra libertad, herida magnífica, el hermanamiento de un belga con un cine de experiencia endeudado a base de tropiezos mudos ─la fábrica ensordece los agravios al orgullo─, transportando latas en bloque, acompañados del ingrato jefe. Este ladrón en provisional libertad, Max Dembo, asfixiador y asfixiado, se topa con un mundo cuya llave, ahora bajo su chaqueta, enfrenta la codicia del propio despeñamiento de actitudes difíciles de atajar, del trueno de un púlpito a los susurros de un amante, entonamos el redescubrimiento de un actor al que no habíamos acabado de cuadrar el trío finiquitando el calabrote que une su porvenir restaurado a cada minuto de tiempo mortal, escapando en la autopista, violentando un círculo social desfallecido, entre la admiración y la mirada ajena. Grosbard deporta camino de ultramar las titulaciones excesivas, incapaz de triturar sus laberintos contemporáneos debido a su cercanía de observador privilegiado, en dos películas, y tras haberlo tenido de ayudante en el proscenio teatral, reposiciona a Dustin Hoffman dentro de la memoria de un nuevo espectador, acordona en un recoveco doloroso el tiempo que aflige la audición de Barbara Harris en Who Is Harry Kellerman and Why Is He Saying Those Terrible Things About Me? (1971), que se pregunta adónde han ido sus años ante unos ojos que quieren pasar a la siguiente cosa, el calado dramático no solo emerge con inusitada madurez descuajeringada, también habla frontalmente a un adulto que ha visto una década pasar en su rostro, sus extremidades, y monologa ahora a un escenario que no quiere ni escuchar sus tres mejores notas, la canción se pierde y resitúa con la sapiencia desesperada de una vida incatalogable, yuxtapuestos los momentos donde nada marcó la historia sin dejar la carta boca arriba, expuesta, secreta, a ojos del jugador cuyo envite rememora desde el derrumbe de todos sus presentes, una inyección letal de la única tristeza por la que, sí, nos acabarán perdonando en limbos foráneos, la misma de Pippa Lee (2009) ideada por Rebecca Miller, indistinguible de los pasos antiguos, del súbito descenso de la temperatura marina, buzos viendo agua en tierra, en adoquinado, el cine de experiencia se hermana con el libro genealógico, estado de dicha, limitación terrena, si tiramos de una cuerda, se vendrán abajo el resto de afectos, quizá quedemos enterrados por una conmoción mortífera.

Straight Time Ulu Grosbard 1

Who Is Harry Kellerman and Why Is He Saying Those Terrible Things About Me? Ulu Grosbard

Cuando se resuelve en Straight Time una escena en un solo plano que altera su apertura al término de no pocos minutos ─la introducción de Harry Dean Stanton─, ni llega la terrible casuística a semejar precocinada, dispuesta a entregar sacrificio y valentonadas al tiroteo final, todavía no pensamos en eso, el lazo que nos ata con el lugar no destensa, si nos ponemos optimistas, arrebatamos poco más de un segundo a la sucesión de acciones que hará emerger los humores subyacentes de los personajes. El contrapunto a esta sobrecarga lo ofrece Theresa Russell, cypher, actriz principiante cuyo mareo proporciona concomitancias de superficie al drama cíclico, claro, la delicadeza de un tiempo derecho que no damos acomodado, y que sin embargo reside menesterosa en el lado inverso de las damiselas en apuros, su hogar, el término central por el que los chicos malos desaguados de oxígeno intentan pactar sin coartadas ni engaños. Russell y Dean Stanton encarnan personajes que imploran ser sacados de allí, de la morosa cotidianidad laboral, del anquilosamiento conyugal, haciéndonos conscientes de que en ninguno de estos ámbitos nos ha sucedido a nosotros tampoco nunca nada singular, que pudiéramos llamar con propiedad “singular”.
          Max Dembo lleva atada a la espalda cual molesta grupa una labilidad producto de enfrentarse a un entorno ingrato desde el cual sentimos cada noqueo a la dignidad, intenta hacer lo correcto, poner cara de cordero, vivir rectamente dentro de la sociedad, pero su código de conducta lo espolea a trabar pactos con tal de no alterar la felicidad general, un amigo que desea pincharse droga en su provisional residencia sería detonante de tres años más entre rejas, y cuesta decirle un sonoro “aquí ni se te ocurra”. Hoffman va incrementando su dosis de tolerabilidad hasta llegar a un punto que lo convierte en falible debido a anteponer la frontalidad sentimental, de principios, al soslayo de las propias intenciones en pos de resultar invisible de cara a las fuerzas que coartan y merman nuestra voluntad. Ese particular peñasco por el que termina resbalando la fachada inicial, bienintencionada, acaba abriendo una rozadura a través de la cual no dejamos de sangrar hasta el final del filme. No se trata, como en tantas intentonas del New Hollywood, de una serie de obstáculos colocados casi a modo de yincana. El desfase con la sociedad, en aquellos filmes, no se gana desde el propio despliegue del mundo en planos; otra vez, se presuponen grietas insalvables desde mitologías de antihéroe, o de loser romántico. Aquí, desde las directrices escénicas de Grosbard, lidiamos con las innumerables descortesías que van desde el más feo ademán individual a restricciones monopolizando continentes: ambas terminan por minar la conciencia y violentar al hombre no solo en arrebatos de clímax final, también, y esto es lo que, de nuevo, realmente lastima, en prácticamente cada mirada y paso dado mientras los segundos mueren. Quien vive en una guerra mental sabe, no se le escapa, que su comportamiento jamás podrá detenerse, no hasta que se reinstaure, o temporalmente encuentre, un sosiego sin fariseísmo. Este dolor vence la paz en los encuadres, y notamos amontonarse los síntomas, contagiados por secuelas de batallas olvidadas: el supervisor en la fábrica de latas mirándonos por encima del hombro, cuales bebés necesitados de brújulas extra, mujeres de exconvictos negándonos el pan y asilo, enredos cínicos que llegan para engrilletar nuestra mano izquierda ─el agente de la condicional─, convencimiento implícito de que todos menos dos nos tratan en calidad de algo mucho más barato que seres humanos. Estirpe atávica de jodientes profesionales y colección inacabable de minúsculos desplantes. Dembo derrocharía afabilidad sin demasiado problema, intuimos, pero los sinsentidos connaturales a los pobres hombres y mujeres de la ciudad americana terminan desesperanzando tanto que, entendemos, a uno le dan ganas de coger la pistola más barata del mercado y plantarse en la partida de póker, saquear el maldito dinero. Aun con todo, a Hoffman no le costará encontrar cómplices en este mundo tan mermado. Deshonor entre ladrones.
          La experiencia literal, haciendo pactos con la ficción, negocia este cara a cara con unos términos ineludibles: a cada vida su particular representación en el desprendimiento de tierra. El calor humano en Straight Time no proviene de incidir una particular reflexión sobre el cuerpo glorioso de unos actores y actrices principales, sino que se nos recoloca en la ciudad, junto a sus gentes, trabajadores de fábrica, existen luego de fondo en los bares, habitaciones de motel sin sábanas limpias que por sus escuetos servicios básicos no se diferencian mucho de una celda en la penitenciaría estatal. Y si durante la fuga en la autopista se daba importancia a una modulación pasmosa de la velocidad, con el objetivo de suponer un cambio de barranco existencial, derrape de forma abrupta, acaban gozando de muchísimo más calado sensorial y transmisión ética aquellas reducciones de marcha que nos permiten apreciar un desfile subyugado de rostros, cuerpos, las pocas pertenencias de que disponemos, nuestras malformadas uñas de los pies, personajes no ya secundarios, por poco tiempo compañeros de celda, con los que ni tenemos ánimos ni se nos permitiría mediar palabra, un triste balido, esto es lo que llanamente entendemos por “vidas cruzadas”, no otra cosa, los silencios que soportaremos hasta que uno de los dos desaparezca cuando le surja ocasión de huir, una melancolía inmensa, la desoladora contemplación del gran rebaño estadounidense siendo reinsertado en los ochenta por ladridos de dóberman no ha lugar a la romantización. El velo ha sido levantado, fuera la gasa, los años no engañan.
          Si nuestra memoria ha tenido a bien desenterrar junto a este filme de Grosbard ─conviene recordarlo, versado director teatral antes que de cine─ ciertas cuestiones que teníamos solo intuidas sobre cómo recibimos el control formal en Peckinpah, quizá haya sido, en un principio, sí, por motivos caprichosos. Difícil no contraponer el romanticismo bajo cero de Straight Time, filme de atracos, huidas, arrestos y prórrogas, con las ensoñaciones de McQueen en The Getaway, secuencias que recuerdan a los más dudosos ensamblajes kitsch de Frank Perry, abusando de zooms y efectos retro. Sin duda, la delicadeza no era el pan de cada día para los moguls del New Hollywood. Esa predominancia, esa insistencia, en una gama de colores poco interesante, marrones, beis o grises feos, hasta el punto de afectar desmoralizando la propia disposición receptiva, el sudor, moscas y frituras de postín, elementos que se encuentran también en el filme de Grosbard, en los filmes del Paul Newman cineasta, pero allí bajo una luz natural, ajada y serena. Luego, seguimos observando, ansiamos entender, nos apercibimos que mientras Grosbard manufactura en dirección, en plano, las informaciones y cadencias, las detenciones en Peckinpah son aceleramientos o bajadas de velocidad muy básicas en comparación, cambios de marcha donde los chavales ─da igual si jóvenes o viejos─ sabrán en todo momento cómo reaccionar, cómo asombrarse, cómo venirse arriba, abajo, Peckinpah se las conoce para con un solo corte malfollado importunar a la vez al espectador y al productor del filme, mareo precocinado, una adrenalina en horas bajas.
          Insistimos, 1.85 : 1. Straight Time.
Un atraco ha faltado a la cita con el exhibicionismo, mas no con la tensión, con el tiempo enajenado que licuándose desfigura los recuerdos, las sirenas reclaman su parte de presencia, los desperdicios no encarnan saltos de eje, remanencia insalvable de ajustarse al decurso, creer que su retrato presto, el obturador más exacto que nunca, sencillo en sus modos, atento a los pasos y no a la sinfonía, a las melodías y no al coro, valdrá al fin para poder librarnos de las luces cegadoras.

Straight Time Ulu Grosbard 2

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Los acontecimientos no son otra cosa que tiempos y lugares inoportunos, uno es colocado u olvidado en el lugar equivocado y entonces se es tan importante como una cosa que nadie recoge.

Tres mujeres, Robert Musil

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Ulu Grosbard (1929-2012); Barbara Harris (1935-2018)