UNA TUMBA PARA EL OJO

INFECCIÓN A BORDO DEL TRANS-SIBERIAN

Eastern Promises (David Cronenberg, 2007)

1. YUXTAPOSICIÓN DE ENCUADRES

Corte tras corte, que al menos algo haya cambiado entre el primer y el último plano: principal anhelo de cualquier espectador. Pero ¿dónde y cómo se inscribe esta permuta? y, sobre todo ¿bajo qué condiciones podría tener lugar? La única pista rastreable, traducible a cambio de inauditos peligros, es el diario rosa en cirílico de una madre muerta; cuando lo encontremos será ya demasiado tarde para resarcirla, todavía demasiado pronto para saber qué pasó, sin embargo, lejos de aceptar el inicuo estado de las cosas, entre temerosos e incautos, perseguiremos su eco, un en off esclavo capaz de avalancharse sobre la mismísima mafia rusa. El trabajo de una colectividad ─Peter Suschitzky, Denise Cronenberg, Steve Knight, Carol Spier, etc.─ se compartimentaría estancamente si no perseverara agrupado bajo una mirada, la de David Cronenberg, encargada de establecer el destino y modo en que cada cual debe enrolar sus fuerzas para lograr inscribir en la implacable sucesión de planos la lenta mudanza de los sentimientos. Desde el otro lado de la pantalla hacia el cuerpo del observador inerme, huésped del arco tensando, el venablo arrojado silbante, la hemoglobina borboteando de una imagen pretéritamente sana. «Filmar como acto criminal». Aunque consciente de las infinitas relaciones cualitativas que es capaz de establecer un encuadre con otro (cercano en el metraje, alejado…), Cronenberg conoce de la ineluctable primera norma del movimiento ensamblado: los trasuntos de la diosa yuxtaposición.
          También, del horror de un cuerpo a traspiés por la arista, el de Viggo Mortensen por ejemplo, de Tom Stall a Joey Cusack (A History of Violence, 2005), de ladrón en la ley a espía encubierto (Eastern Promises), de agente a paciente (A Dangerous Method, 2011); y a cada balanceo una flagelación, con su cicatriz, tatuaje y envilecimiento correspondientes. Por definición, la arista debe su ambivalencia a dos caras que han de ajustar cuentas ─yuxtaposición (plano medio, primer plano, detalle)─, mientras que el vértice ─o encuadre de situación (plano entero, plano general)─ goza aquí de un filo menor al suponer una especie de preparación del delito, armisticio a punto de conflagrar o provisional consenso metaestable entre los ángulos en pugna. La voracidad del espectador choca, es disipada, al encontrarse forzada a percibir los tortuosos parajes de Londres desde el interior de una abolladura.
          Tres espacios para comenzar a negociar el canje: la barbería de Azim, una farmacia y el Trafalgar Hospital, presentados con la inocente limpidez de un juguete precinematográfico, uno detrás de otro, caballo al paso sucesivamente. En cada uno, un pedazo maduro de realidad muere o se precipita al desvanecimiento (Soyka, Tatiana, Ekrem), pero también algo raquítico, necesitado de cuidados, contiende ambivalente por venir al mundo (la verdad, aún oscura, la neonata “Christine”, aún sin nombre). El match cut es canalizado por la sangre afluente, los compartimentos se inundan, y los objetos, anclados de concreción, no llegan a flotar porque no son brillantes extensiones implantadas tras los rostros, más bien órganos por derecho propio del animal que los posee. Corte de escena: de las piernas entumecidas de Tatiana, llenas de rojo, a la camilla del hospital azul en movimiento. En el pasillo solo tendrá lugar un plano, síntesis por eliminación de todo lo superfluo; este, a su vez, estará conformado por tres encuadres: la extracción del diario del bolso, la cara de Anna ─filmada por primera vez─, y el semblante decaído, con respiración asistida, de Tatiana, acariciado con prisa balsámica por la comadrona. Separando los tres encuadres, dos paneos verticales en dirección inversa. Se trata de condensar, en el menor número de planos posible ─y sin ceder a la provocación del exhibicionismo elíptico─, lo que muda en una escena, aquello mínimo que se traspasa, contagia o viraliza. Quince cortes ─la mayoría de ellos primerísimos planos que, no obstante, transmiten una idea fiel del hospital (sirviéndose de un uso preciso del aparataje médico y los atuendos)─ bastan para que en una misma sala Tatiana muera y su hija comience a respirar. Justo después, certificando el fenecimiento de la progenitora, Anna echará una mirada a la recién nacida y en moto se dirigirá volando al riesgo.
          La palabra, por sí sola, no basta para engendrar sentido fílmico. Debe estar inscripta en las fauces de la bestia. Voz, rostro y espacio acústico registrados en su plena articulación temporomandibular ─capaces de hacer presa─, mediante un despliegue de encuadres que oscilando, hermanándose o intercambiando energía irá conformando una suerte de coalición dentada; sistemática abierta donde el menor accidente programado podrá virar el rumbo de la serie. Nada separa el espacio de la bestia, el objeto de su garra. La ustura no es una pieza que pase de Azim a Ekrem, su sobrino, para rebanar el cuello a Soyka. La navaja es Ekrem: una vez encuadrado en plano detalle el traspaso, gestada la incertidumbre previa al gesto asertivo (el letrero de CLOSED, cortinas cerradas, dicción enlentecida), la hoja forma parte de su cuerpo deficiente mental. Una promesa y Ekrem abandona su ser romo, obtuso. Pasa a ser peligroso. De ahí en adelante, lo que quedará será breve, súbito, seco. Lógica condenatoria del traspaso donde alguien queda endeudado en la transacción, quizá, mejor decir manchado, infectado por el microbio inherente a la mano de quien ofrece la oportunidad de redención, el bien.
          Así, dependiendo de la colocación del plano detalle ─por cinegenia, siempre incisivo─, la función de este variará según donde se inserte en la escena. Deberíamos, sin miedo a la obviedad, hacer un pequeño apunte, ya que no es nuestro objetivo ejemplificar el propósito de una pieza-recurso trabajando en el interior de un acoplamiento; no hay aquí una finalidad unívoca, sino el juego continuo donde la recolocación de un elemento propicia que la energía intercambiada comience a circular, se encauce o explote. Alejándonos paulatinamente del encuadre de situación como método de inicio de escena, también el plano detalle puede colocarse como molécula de apertura, por ejemplo, el momento en que la (antigua) tarjeta del Trans-Siberian retorna de Anna a Semyon.
          Obsérvese el desarrollo:
el encuadre comienza con la mano de Anna, en plano detalle, sosteniendo la tarjeta; por la izquierda, se introducen los dedos de Semyon recogiéndola, y la mano de la mujer se retira de campo por la derecha. Interesante contraposición. La escena anterior terminaba con Semyon devolviendo un violín a dos crías, y ahora es él quien recibe de vuelta una cédula que le pertenecía ─«This is and old card, from before the renovations»─. Al cortar, abriendo a primer plano, percibimos la elipsis: hemos ido con ellos del comedor a la cocina (trastienda que incrementa la tensión). La tarjeta, cargada de pasado, vuelve con violencia queda al jefe del restaurante, antes confiable, ahora solo una máscara engañosa para Anna. Algo ha cambiado al cerrar y abrir el campo visual. La yuxtaposición que viene no será ya la misma, pues Semyon se ha tornado silenciosamente severo con un gesto en apariencia invisible, y Anna acusa el espasmo, dudando de la reacción. El siguiente detalle introducido en el découpage pertrechará un campo de fuerza, en forma de falsa calma, a punto de reventar: hablamos del borsch carmesí siendo removido por la cuchara de Semyon ─«Perhaps [Tatiana] she ate here once…»─.
          La inversión en el orden de tales planos detalle habría cambiado por completo el sentido de la escena. Cerrar el campo permite estatuir la yuxtaposición recontando los traspasos efectuados, impidiendo que el plano-contraplano canse, repita, pues asistimos, con cada contacto al detalle que los quiebra, a un aumento de su carga vírica. Los grandes cambios de la serie, entonces, se producirán a nivel microscópico, por una minucia, en un flash. Algo que se renueva o vicia cuando retorna la apertura, el primer plano de la bestia.

Eastern Promises David Cronenberg 1

Eastern Promises David Cronenberg 2

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2. VIOLENCIA DOMÉSTICA DEL PRIMER PLANO

Hay que captar atentamente el instante en que las cosas cambian, y el cineasta canadiense, transparente en su construcción, amable con el espectador, más que hacerle el trabajo al ojo busca disponerle del campo ideal para trabajar. De ahí que todos los cambios súbitos, en principio parvos, puedan captarse al primer golpe de vista.
          Huyendo del sistema, otro tipo de energía puede ser canalizada cerrando el campo que nada tendrá que ver con la violencia más explícita. Yendo en moto por ejemplo, acompañando a Anna, adentrándonos en un circuito lineal donde la presión ambiental es redistribuida por los cortes. El día a día enrarecido, primera víctima del homicidio mudo, contribuyendo a él, logística cotidiana de las relaciones coactivas que tensan la prole. ¿Dónde se emiten, susurran, gritan o lloran las palabras de la fauna acechada por la bestia? En la más absoluta domesticidad. Los estancos comienzan separados, pero, a través del desplazamiento de la materia por las concavidades del mapa, encapsulados los cuerpos en el encuadre (también prisión, nunca lo olvidemos), tenderán obligados a conmensurarse, acechantes, dudosos, desconfiados, sin opción.
          Abordando los quehaceres cotidianos de Kirill, lo sorprendemos hinchando globos con el tierno objetivo de entretener a una niña de la familia (está ayudando en la preparación de una fiesta). Dulcificando al hijo del capo, se nos brinda un conciso plano de la red del techo acogiendo la caída del globo recién lanzado. Acto seguido, un encuadre abre la siguiente escena después del interrogatorio en off a Semyon: es Kirill dando los últimos toques a un pavo relleno. Meras pinceladas de prosaica cotidianidad, ya que la labor diaria no puede quedar en fuera de campo si queremos conocer el avatar de un personaje. La atención a la comida o a los globos hinchables, gestos y labores que de manera natural se superponen a la dureza que trata de fingir Kirill y ensalzan su condición en unos pocos segundos, dándonos a ojear los frutos de sus actividades rutinarias, asuntos insignificantes en el devenir de cualquier trama.
          El terror que preludia la aparición del “siguiente plano”, del “encuadre que vendrá”, lo determina el casi saberlo, intuir el corte, sentirnos inmersos en un corredor de la muerte que transita de un general hacia el primer plano. Cuando se quiebra o prorroga este sistema, es aún peor, porque sabemos que llegaremos (el metraje es implacable), sin conocer el cuándo. La primera vez que Anna aparca frente al Trans-Siberian cruzará miradas con Nikolai y Kirill pero ni una palabra (Nikolai se va, ella llega y Kirill permanece). Antes de subirse al coche, Nikolai tiene tiempo de hacer a Kirill ─en clara superioridad numérica como rubrica el encuadre─ un comentario despectivo sobre la mujer. Llegados a tal punto, cualquier espectador avispado se apercibe, temblará ante la idea ─sentimos desprotegerse el rubio pelo de Anna al quitarse el casco─, de que los tres volverán a encontrarse. Los constantes resbalones de sus personajes nos inclinan a pensar en Cronenberg como un cineasta de drama, pero el conflicto es uno de cuerpos ─acotando el aforismo de George Bernard Shaw al gusto del director─, necesitados de desplazarse, de recorrerse en propagación para comenzar a infectarse, como así lo atestiguan todas las idas y venidas de Anna, de las afueras de Londres al céntrico Trans-Siberian. No interesa aquí mostrar una vista turística de la ciudad, sino tasar de qué manera el movimiento, contrapunteado por el rostro de la mujer comprimido en gafas motorísticas, redirige el drama. El vehículo no tardará en estropearse, desbaratando el recto desplazamiento, introduciendo la oportunidad para el choque de personalidades.
          Después de la paliza de Semyon a Kirill, correctivo aplicado por imprudente, por mal hijo, la salida de Nikolai del Trans-Siberian es acompañada con un travelling ligero, atraído por las exhalaciones de Anna, que le guiarán curioso hasta el callejón aledaño. Una vez situados los cuerpos ─uno a cada lado del vehículo─, expuesto claramente lo que Anna está haciendo ─tratando de arrancar la moto─, los personajes trabarán conocimiento mediante primeros planos escanciados por un par de detalles del pie de Anna, que patea el pedal infructuosamente. Rompiendo el esquema, Nikolai se acercará a la mujer en general para propiciar un corte que los englobe a ambos en plano americano. Le ofrece su ayuda, y aunque tampoco en detalle su pie conseguirá hacer arrancar la moto, algo consigue traspasarse en ese intento de jactancia; el final de su conversación será recogido en planos-contraplanos que reúnen a los dos, adosando en adelante sus suertes. Nikolai, finalmente, la convence para llevarla a casa. Plano desde la luna delantera del coche, Anna sentada detrás: vemos a Nikolai manejar y a ella hablándole de Tatiana, en encuadre frontal que solo se quiebra tres veces para mostrar la nuca de quien remarca su ocupación de conductor ─«I am driver. I go left, I go right, I go straight ahead. That’s it»─, revelando una opacidad inherente al plano subjetivo que pueda tener Anna por lo poco que de él sabe.
          La distancia que mide Cronenberg en su captura de los rostros deja un mínimo de aire por arriba, bastante a cada lado, exponiendo al descubierto el pecho porque al hablar elegantes o encrespados solemos gesticular levantando hasta ahí las manos. La fascinación la otorga el carácter, no la atracción febril de embeberse en un rostro hermoso; parangón osado: los visajes que registra el cineasta son filmados retirando la gasa, en inverso modo al procedimiento del cine clásico consistente en esfumar la luz que entraba por la lente intercediéndola con tejidos. Cabe reparar que en la cuestión del primer plano se juega además cómo registrar a una serie de stars (Viggo Mortensen, Naomi Watts, Vincent Cassel) poniéndolas al mismo nivel que a un director en horas bajas (Jerzy Skolimowski), ahuyentando, a falta de seda, cualquier atisbo de suntuosidad en los rostros y a Apolo de las complexiones, desechando asimismo la procacidad hiperrealista. Todos los cuerpos son víctimas de una misma conmoción más o menos reflejada, mejor o peor llevada, y el primer plano captura diligente los aspavientos antes de que el linde los embellezca o por el contrario el declive absoluto acabe empapando de náusea el gesto.

3. ESPACIOS LIMÍTROFES

Los aledaños de Eastern Promises no se representan exclusivamente en la curva emocional por la que los personajes se deslizan, también por los acordonamientos espaciales que disyuntan la cotidianidad de lo bronco, la bonanza de la tromba. Opuestos desde el momento previsto en que el cineasta opta por mostrar el hogar de los Khitrova casi únicamente desde el interior, sustrayendo cualquier fachada o punto de anclaje situacional; solo presentimos que está lo suficientemente alejado del Trans-Siberian como para que las fauces de la bestia no alcancen a corromper con su sombra la claridad matutina que riega los despertares de Anna, al mismo tiempo, demasiado cerca, pues los tejemanejes de la vor v zakone consiguen permear, enturbiando con un velo claroscuro, las cortinas por las que Helen se empeña en atisbar algún vestigio de la desaparición de Stepan.
          Un pseudoaxioma: no temer la identificación directa del aparato con el estado anímico del momento, siempre y cuando el gesto aplicado para introducir la contraposición no sea en demasía desquiciado. Cronenberg no apuesta a la dualidad basada en el equívoco, más bien se entrega a una simpleza de significación cuando opta por entintar con la luz de un amanecer cálido la última mañana de Anna, y elige, para bañar la muerte en el embarcadero, un viento proceloso. El clima acompasa la emoción, huyendo del artificio posmoderno de contrariar al espectador apilando lo opuesto. Lo limítrofe, el postrero confín, un embarcadero donde Kirill y Nikolai se disponen a tirar a Soyka ─la víctima de la ustura Azim-Ekrem─ al mar, confiados de que la marea lo mantendrá sumergido hasta después de la barrera. Aquí, uno de los planos más elevados del filme se introduce a la altura de una farola, con la cámara temblando ligeramente, dubitativamente fija, como mecida por la brisa de un viento que amenaza con incrementarse. Lo que seguirá a esto será un falso desvanecimiento. Soyka reaparecerá en la playa inglesa con una nota de Nikolai, para que el FSB (nueva KGB), encarnado por Yuri, abra el saco y lea la minuta del por ahora encubierto ─para nosotros─ “chófer”.
          Es necesario apuntar el retorno de este plano elevado en el clímax de la película, antepenúltima escena, cuando la noche ha sustituido al día y Kirill se prepara para arrojar al no difunto bebé, Christine, a las mareas inglesas. Rescate a última hora: Nikolai y Anna convencen al destartalado hijo de Semyon de la maldad del padre, y la intención del infanticidio se fuga de su mente perturbada al no verse capacitada su alma para arrastrar de por vida un crimen demasiado cruel. Kirill llega a esperanzarse, enajenado, columbrando un futuro mafioso al lado de su guardaespaldas que nunca llegará a materializarse. He aquí la reaparición del plano, con un temblor todavía más notorio, sucediendo al primer y último beso entre Nikolai y Anna, un beso que tarda instantes en resquebrajarse. Mostración, mediante el binomio, de lo que se rescata en el transcurso de noventa y nueve minutos: una vigilia infantil a la que se le concede un poco más de tiempo.

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La frontera del filme se pone en escena a través de la brisa, las olas, el mar cuyo último destino es el anonimato de los muertos, las heridas limpiadas por las profundidades del Atlántico, el cerco, la valla, el embarcadero y sus escalones. En la misma ciudad pero al otro lado del mundo, el hogar de Anna, donde tres veces mañanea a lo largo del metraje. La primera, tras la muerte de Tatiana, con el germen de una incertidumbre, luego, pocas horas después de la desaparición de su tío Stepan, cerca del límite, y, para finalizar, Anna en el banco del jardín dando mimos a Christine, nacida sin madre oficial pero con una adoptiva. Al término de la duración (plano que cierra el filme), Nikolai está sentado en el comedor transiberiano jugando, como de costumbre, con la correa de su reloj, mientras el último camarero al fondo adecenta la barra para el día siguiente. A pesar de todo lo que rebota en el cuerpo de Nikolai ─ninguna trampa para escondernos su identidad, todo está ahí desde el primer plano en que aparece (arrojando un pitillo al suelo, con un chucho ladrando, en un breve plano entero… a espaldas suya, es Kirill el que ordena al perro callarse)─, lo desquiciado se ha implantado de forma tan aplacada en su rostro que bien podría pasarnos por una realeza algo trasnochada, en cualquier caso, lejos de la inseguridad de su protegido. Impávido e inquieto, el encuadre final descubre a Nikolai entre dos puntos, sumiso ante el engañoso término medio, en la cuerda floja, suave intermedio entre la dócil seguridad del hogar y el furioso raudal de una realidad abocada al homicidio silencioso. Impetuosidad y marcas tatuadas, cuyo irrevocable hado equivale a pudrirse bajo tierra, retornar al mar junto al resto de alimañas apátridas corrompiendo incluso más cruelmente que el hombre los cuerpos de los finados.
          Un estrellamiento íntimamente relacionado con el reverso oculto de una nacionalidad rusa deseosa por reconquistar algo de aristocracia y magnanimidad, de volver a pisar, legítimos, los pasillos del Hermitage, de vivir demostrando al mundo que con un fajo de billetes y algo de protocolo un gesto puede pasar de patético a imponente. Sin embargo, pocos lo consiguen, y descubrimos que el linaje no se debe únicamente a la relación de sangre, pues Kirill, hijo pródigo, brega durante todo el metraje por avituallarse de unas muecas que, aunque camufladas de espasmos, le vienen dadas a Nikolai, disfrazado de vor que encubre a un miembro de la FSB trabajando bajo la licencia del gobierno británico. Dos opuestos en los que la constitución natural tiene la última palabra. El capo Semyon, aunque pederasta, en comparación no sale tan mal parado, pues para acabar tenemos al cobarde de Azim, la típica rata que salva el pellejo engañando, atrayendo a sus paisanos hacia la picota.
          La trastienda del patetismo ruso amenaza los primeros planos, enfrentando al pasado histórico un presente pragmático: Stepan, tío de Anna, situado en el espectro de los personajes no-violentos, bebe insistentemente de su copita ─acto que ha contagiado a la sobrina (subrepticiamente le desplaza un poco de alcohol cuando lee el diario)─, y aunque de manera risible intente ratificar sus maneras aprehendidas, terminará sometido al reglamento policial de protección de testigos, apartándose en Edimburgo. «He´s old school. He understands situation. Exile or death». Un destierro temporal lacónico, sin traza alguna de romanticismo, despojado de epopeya, como acompañante silencioso de los pasos basculantes de cuerpos por la arista, también filo impalpable, sitiada de convulsiones, insistentemente registrada por la lente de un objetivo que nunca busca la crónica de los estertores en el hampa, sino tentar acercarse al canto más impuro de una serie de figuras antaño invariables, hoy en perpetua conversión ─desprovista de moraleja─, revelando por el camino que basta una rueda dentada para ensamblar de por vida al organismo con el escenario.

TRENT AND DEVON, DEVON AND TRENT

ESPECIAL JOHN DUIGAN

Lawn Dogs (1997)
Winter of Our Dreams (1981)
John Duigan y Winter of Our Dreams – Entrevista
Romero: Dos visiones
Careless Love (2012)

Lawn Dogs (John Duigan, 1997)

Lawn Dogs John Duigan 1

La amistad que enraizándose hace avanzar a este filme atesora algunas características del cine de John Duigan: es intempestiva, secular, intergeneracional, problematizadora y expositora de interferencias. Rescata la forma sobrecogedora, hoy demasiado olvidada, de un cuento infantil cruel. No podríamos sentir sino lástima del pobre adulto que se jactaría de no haber conseguido embriagarse con Lawn Dogs, un equivalente a insinuar el haber madurado lo suficiente como para ya no poder sentirse conmovido hacia lo sombrío por un cuento de Hans Christian Andersen, por los bulbos antropomórficos de una mandrágora. Brotes fascinantes, galletas de jengibre con aderezo de moscas en lugar de pasas…                                        
          …Y es que érase una vez, en una urbanización securitaria bautizada con el nombre de Camelot Gardens, vivía una niña de diez años llamada Devon Stockard, de pelo color heno, rubita y guapa. Su corazón frágil, desacompasado, latía fuerte sin embargo en pos de nuevas aventuras. Una que comenzará a espaldas de sus padres cuando trabe inclinación por Trent, a ojos de todos los vecinos, el desarrapado jardinero. Así inicia Duigan una ensoñación anclada en escapadas, desniveles, bosques, suspicacias, una guerra contra el orden existente cuya anáfora maldita se cifra en la regularidad con que emergen los aspersores. Una suerte de declamación libertaria que encuentra su correlato en la que quizá sea la puesta en forma más elástica de cuantos filmes ha dirigido el australiano; en carrera, planos que en pocos segundos capturan y entregan una situación comprometida, relevándose al calor de intercambios dialógicos o traslaciones espaciales, otros de espera ligera, donde Trent se divierte por lo bajo y titubea sobre la conveniencia de pasar más tiempo con la niña, intimidantes, se nos abalanzan a ocasión los escorzos, las diagonales casi subjetivas, cámara en mano el horizonte temblando, perdiendo su principio rector, cuando el despotismo de clase y la violencia amedrentadora ponen en riesgo la continuidad de sabernos supervivientes. Contribuye a ello Elliot Davis, director de fotografía dotado de una versatilidad consecuente que habíamos apreciado, hace ya algún tiempo, en hasta cuatro de sus trabajos con Alan Rudolph. La flexible generosidad de Duigan para con el guion de Naomi Wallace nos hace intuir, ante el australiano, la figura resuelta de un cineasta nada egoísta, que tras sus primeros años ha ido moteando alternativamente las historias que anhelaba contar con ideas ajenas y propias. También asoma la ninguna reticencia con que Duigan plasma los desnudos, registrando por lo general con igual somaticidad ambos sexos, aquí, camiseta de tirantes resudada, cuerpo sin grasa del jardinero subalterno, fibrado al sol por el trabajo manual concediendo mostrar tras un baño de salto mortal su polla aguileña ─tentación extralímite de hijas e hijos de papás pudientes. Fue en Sirens (1994), película de inspiración prerrafaelita, donde el cineasta se mostraría en mayor grado expansivo a la hora de enmarcar compositivamente su visión de una sexualidad orientada a conmocionar las pasiones chatas, primaveral eclosión de un panteísmo sensual renacentista. Abreviando, aquel rescoldo erótico que calienta por debajo gran parte del cine de Duigan, un borrajo pequeño pero muy incandescente, cuidadoso en su pasional incendio controlado desde donde se evita calcinar los frágiles sustentos del tema.
          Bordeando la explanada de la infancia desatinada se encuentra Devon, muchacha dominada por el insomnio angelical de loba que aúlla descarnada en la madrugada a las puertas del cielo, un rencor soterrado, que ella misma no sabrá desdoblar entero. Nosotros lo olemos a distancia, y es turbulento, genuino, convoca a la entregada platea a odiar un poquito a los niñatos insoportables, dada su impotencia a la hora de escuchar con la complacencia de Trent, sin rodeos para enunciar un “The End, OK?” cuando llega la hora de que Devon ponga una pausa al cuento de Baba Yaga, avanzando a destellados trompicones por los atajos del relato, tiñendo sus entrañas con una advertencia dirigida a los guardianes de los límites del bosque: dejen en paz al que huye o el río y los árboles les cortarán el paso. La vieja eslava se quedará con un tronco estampándole la nariz. Pécora, meiga, pérfida. Algo de esto tiene el mundo de los adultos que rodea a la niña, a los que Duigan suele filmar emparedados con afectaciones de no dar crédito, redichos, aconsejadores hasta el hartazgo. De la cicatriz que parte en dos el torso de la invicta Devon, marca advirtiendo que el latido de su corazón suena singular, dividido en tres notas, ellos se quieren deshacer, eliminar su recuerdo. El padre sugiere cirugía. La idea de tocar dicha marca, pensarla, advertirla, le llena de asco. Al vagamundo Trent, aunque cauteloso al principio, no le importará avistar el cosido. Repite su “That’s cool” curioso, correligionario de compunciones, cuela la tierra más allá de las rejas de Camelot Gardens y llega a despertar eso que Duigan llevaba buscando desde hacía décadas filmando la Australia local que le vio nacer con espíritu de expatriado sentimental, su vanagloria da comienzo en el esquivo instante que surge de una desdicha movediza, tornando en pasatiempo, picardía, bondad, ganas de enseñar la luna mostrando la raja de las nalgas al alguacil.
          El encanto respirado a lo largo de Lawn Dogs proviene de un tinte minúsculo, del cual América no hace gala a menudo, empeñada en resguardarse tras la salita de estar ─risas enlatadas de pesada sitcom eructada, WRKA, colección de oldies─; candorosos, aplicamos este color rojizo a la putrefacción de AstroTurf y la extensión de césped cortado con el sudor de mozos como Trent. Así es, algunos poseen el césped, otros lo cortan. ¿Les suena simplificador? En caso afirmativo, pueden ir pillando el tren que más directamente les lleve a hacer puñetas. Ese es el panorama, y ante los acosadores, las vistas, no se puede hacer más que fabular, retornar al ansia infantil de frotarse entre las piernas con cualquier objeto metálico a disposición, bajar desnuda por la barandilla de casa. Devon no encuentra alivio en los chicos de su edad, dice que huelen a TV, necesita al Capitán Nemo tanto como la muchacha lidiando con la pubertad de una primavera sombría en Les jeux de la comtesse Dolingen de Gratz (Catherine Binet, 1981), incapaz de resistir el encrudelescido devenir de la vida, viéndose morir ardiendo de deseo nigromante ante un ciego argentino: su nobleza transparenta el joie de vivre de la niña Stockard, el descomedirse de Duigan. No hay duda, Devon se mueve en el afecto peleón y a punto de quebrarse, cómo no mostrar empatía, parece enunciar el paso de las horas, el corolario que deberemos aceptar forzosamente, aun con cincuenta años a nuestras espaldas no podremos evitarlo, lanzados hacia el tráiler del gun for hire… sí, huir de él no mostraría más que cobardía desacatada. Admitimos mofletes colorados, algo de pudor, no mucho… en fin, hay que decirlo ya, nos hemos enamorado de una niña de diez años, y figuramos encarnados bajo el guardapolvo más temido del pueblo. Quizá defender este sentimiento sobrevenga condena: ropas al río, consentiremos la condición de tránsfugas sin motosierra, escapando de un universo de hijos de perra que buscan matices en momentos donde un balazo no requiere de sutilezas. Una petición de Devon demanda arrojo, lanzarse a la jungla del desafuero, abrazar la comarca propuesta por E. T. A. Hoffmann en El niño extraño. Sean fieles al crío.
          Tras The Leading Man (1996), Duigan regresa a las barricadas de producción inglesa cambiando radicalmente el campo de acción. Allí, un Londres cuyo paisaje era escamoteado en favor del drama satírico concentrado en pulsiones maritales desgañitándose detrás del mobiliario aburguesado y acariciado por un Jon Bon Jovi esperando ir añadiendo puntos en su salseo primordial, caradura cursi con facilidad en el arte del morreo. Un año después, Trent y Devon enmarcan su amitié fou invocando memorias de hace cuarenta y siete abriles, en esa Guerra de Corea de la que aún no hemos aprendido a quemar la maldita bandera, mejor dicho, o como expresaría otro, el derecho a quemar la maldita bandera, si no, ¿para qué tuvo lugar la batalla? Las cosas siguen igual en el límite de la década confusa que acoge a Duigan filmando, lo escuchamos en las noticias de una televisión espantosamente colocada a bordo de una parrillada-mitin encubierto: cuantos más invitados mayor será la posibilidad de Morton, el papá de la cría, en lo que respecta a hacerse un hueco prominente en la Junta del Condado. Vende galletitas, hija de mi estirpe, sonríe, tu cara es la pianola puesta al día. Desde mitad del siglo XIX hasta hoy no ha dejado de refinarse la patente inicial, significándose en centenares de sucesos de la vida cotidiana continental, todos la reclaman, y apremian la urgencia, cual herencia vitalicia, de figurar en el largo listado confirmando una ligera variación al troquel. Así ha vuelto en jirones lo que tanto gusta a los sentimentales yanquis, entitlement, dengue, los soldados que han ido a Irak sienten la necesidad de llamar a mamá en cuanto se les retira la carabina, un linaje empobrecido progresivamente, lejos del aquí te pillo capaz de ocasionar, en cualquier momento en una soleada tarde, el embrutecimiento presto de un subsahariano traspasando con el dedo ─Trent lo hace con Sean─ un agujero en la camiseta cara ensamblada al cuerpo cobarde de un biennacido.

Lawn Dogs John Duigan 2

El padre de Trent reflexiona de esta forma, ahí está la semilla de la actual mojigatería poblando los nosecuantos últimos cuatros de julio. Solo le falta sonarse los mocos en la bandera, y en cierto modo da algo de pena, no le quitamos un ápice de verdad, aferrado a su trozo de tela, lo único que la nación, según él, cree haberle regalado, nombres en el muro de los futuros difuntos, héroes sin tumba. Años antes los lloraba iracundo el doctor de Route One Usa (Robert Kramer, 1989). Esto no concierne a Devon, y a Trent directamente le espanta. Buen hijo, sigue donando una porción de su sueldo a sus progenitores. Al salir de la casa familiar, las barras y estrellas ondean al viento sostenidas por nuestra chiquilla desde la ventanilla del vehículo, acabando por soltarse, yendo a parar sobre el cemento de la carretera. Duigan entiende que este arrastre de la brisa no constituye un escupitajo sobre la triste memoria del soldado moribundo, desgastado por raciones gubernamentales de queso enlatado lleno de bacterias; con los años, esto ha sido el detonante de la decadencia en el linaje. Se conmina al espectador a ponderar cuál es el semblante del verdadero americano. Retorno de la pianola rota, de las notas emborronadas por la mala tinta de Truman. Si cuando suena Dylan aquí llegamos a conmovernos y a mínimamente entender el drama del americano medio, haremos los honores a la larga tradición de extranjeros que, desde fuera, han emigrado espiritualmente a este continente de tanta grandeza mancillada.
          Mezcla de cuentito y reflexión encandilada esta pequeña película. Unica Zürn y american girls. De las cenizas de la patente surge el sonido mercurial, la música, y de ahí va dejando descendientes como cantos rodados. Springsteen es uno de ellos, y así lo danzan Trent y Devon, Devon y Trent, sí, Dancing in the Dark, sobre la capota del coche, en el contraplano el padre y el alguacil. El paisaje sonoro reclama excitación momentánea al ritmo del country más llano de Dwight Yoakam, las ruedas del motor y los caminos de grava, salto mortal al río, Trent lo goza, detiene el tráfico, suenan las melosas guitarras eléctricas, aquí el americano encuentra su natural redención, bajo el influjo de las ondas ladean barras y estrellas, sí de nuevo, en este breve momento del tiempo en el que nos lanzamos a la carretera del trueno. Y luego una ópera estrafalaria, dislocada, a cargo de la directora de orquesta Devon, musicaliza la tétrica fritura de unos pollos robados, pronto ejecutados. Tambores que resuenan desde el mismísimo centro de la tierra. Tal cantidad de tonos y humores sónicos harían reclinarse a Tom Waits en su sótano. Pero no podrían actuar de otra manera los nativos con el semblante de la emancipación bajo las cicatrices que los acuñan. Reclaman su América, salida momentánea de la veranda, del porche, asomo del rifle. «Los hombres tienen casas, pero son verandas». El filme ve a la pareja peculiar adentrarse en la espesura del Far West, años más tarde, deberán volver al hogar durante unos meses, encontrarse consigo mismos. Mientras tanto, permanecerán sobreviviendo a medio camino entre el desierto y las esencias que les son propias.

ANEXOS

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«Estoy sentada aquí, en el zigurat, sabiendo que bailé porque era la única manera de matar a otro maniquí, cuyo nombre era “Sigo siendo bastante atractiva y moriré si no consigo algo de amor humano. Todos necesitamos amor, no importa la edad que tengamos. Además, si bailo lo bastante rápido, quizá incluso pueda liberarme de los Observadores”».

Mi madre es una vaca, Leonora Carrington

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«detrás de las caras de la gente, a espaldas de cada porche, millares de casas perfectamente ordenadas, y vacías, piensa en el aire, en su interior, los colores, los objetos, la luz cambiante, todo lo que ocurre para nadie, lugares huérfanos, cuando podrían ser LOS LUGARES, los únicos verdaderos, pero ese curioso urbanismo del destino los ha concebido como los agujeros de la carcoma, cavidades abandonadas bajo la superficie de la conciencia, si piensas en eso, qué misterio, qué ha sido de ellos, de los lugares verdaderos, de mi lugar verdadero, dónde he ido YO a parar mientras estaba aquí defendiéndome, ¿nunca se te ha ocurrido preguntártelo?, ¿quién sabe cómo estoy YO?, mientras estás balanceándote ahí, reparando trozos de tejado, sacando brillo a tu rifle, saludando a los que pasan, de repente, te viene a la cabeza esa pregunta, ¿quién sabe cómo estoy YO?, sólo quisiera saber eso, ¿cómo estoy YO? ¿Alguien sabe si estoy bien, o viejo, alguien sabe si estoy VIVO?»

City, Alessandro Baricco

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«Así que, aunque no soy americano, ni ya muy joven, odio los coches y puedo comprender por qué tanta gente encuentra a Springsteen histriónico y grandilocuente (pero no por qué lo encuentran machista o patriotero o tonto: este tipo de juicios ignorantes ha atormentado a Springsteen durante la mayor parte de su carrera, y provienen de unos listos que en realidad son mucho más tontos de lo que él ha sido jamás), «Thunder Road» logra de alguna forma hablar por mí. Esto es, en parte –y quizás para mi bochorno–, porque un montón de canciones de Springsteen de ese período hablan de hacerse famoso, o por lo menos de alcanzar cierto reconocimiento público por medio del arte: si el último verso de la canción dice «Me largo de aquí para vencer», ¿qué otra cosa podemos pensar salvo que ha vencido, simplemente gracias a cantar la canción, noche tras noche, ante una cantidad de gente cada vez mayor? (Y ¿qué otra cosa tenemos que pensar cuando en «Rosalita» canta, con inocente, gracioso, conmovedor regocijo «que la compañía de discos, Rosie, acaba de darme un gran anticipo»?) Este sueño de la fama nunca es objetable ni repelente, porque procede de una impaciencia, un ansia artística incontrolable –sabe que le sobra talento y parece sugerir que la recompensa adecuada para eso serían los medios financieros que lo satisfagan–, más que del interés por la celebridad en sí misma. Presentar un concurso de televisión o asesinar al presidente no calmaría para nada esa comezón».

31 Songs, Nick Hornby

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GRANNY SQUARE

The Whales of August (Lindsay Anderson, 1987)

Al inicio del filme, en el trastero de los ojos, se acumula el sepia. En los muebles, polvo. Escudriñamos el recuerdo, las fotografías, y voces parecen arribar al presente como dobladas. Sin embargo, por experiencia, porque podemos contar una historia, confiamos en la certidumbre de algunos ribetes materiales en virtud de los cuales hemos sido a ráfagas dichosos, los que hacen que todo esto siga permaneciendo unido, y como cada año, que llegue puntual el agosto. Antes de poder el espectador acomodarse en una suerte de repliegue añejo o retrotraída nostálgica ─y, en un mismo movimiento, ahuyentado del encuadre la primacía escópica─, el ribete que en pocos minutos devela ─dando sensación de tiempo, como quien descorre pausado una cortina─ el idealizado sepia en suave color será sonoro: la campana de una boya en Cliff Island, rítmico tolón que acompañará tolón la vida de dos hermanas. Tan vetustas como el cine o el nacimiento de una nación, Bette Davis (Libby) y Lillian Gish (Sarah) balbucean anécdotas, se exculpan viejas instantáneas, encarnan una oración moral sobre las ventajas y las desventajas de mantener, durante la senectud, la práctica de la estereoscopía. Porque, ¿qué amarillea antes, el recuerdo o las fotografías? Libby, ciega y consciente de que pasará lo que le resta en oscuridad, cree que las segundas, mientras que Sarah ─y eventualmente Maranov─ todavía tiene aplomo para tratar de protegerse de la ictericia inherente al primero. Si Libby pudiera ver la luna llena, la puesta de sol, la belleza agreste que prolifera en la costa del Golfo de Maine… lo doloroso es que aún recuerda. Drama epocal repicando en el interior de un cuerpo (Libby basculando, perpetuum immobile, en su mecedora), martirologio de quien no puede evitar deleitarse en la trampa mnemotécnica. De fría y rebosante delicadeza, el espectador sensible comprenderá a la abuela: tampoco él podrá olvidar fácilmente la luz de Portland.
          Cuerpos ancianos, mimbrados, literalmente, sedimentos óseos donde se apila el pasado (la vista, el oído y la vitalidad desfallecen, sumergirse en la veta y reencontrar el camino de vuelta es cada día más penoso). Nunca cementerios andantes, tampoco se trata necesariamente de mecanismos desajustados, o de otra época. La palabra sería atestados, como de objetos lo está su hogar; el espíritu como estantería. En la repisa azabache de Libby, todo son mixturas: apreta la estación cálida, pero sus huesos susurran “noviembre” (el mes en que murió Matthew), y solo vicariamente puede imaginar su pelo cano (a condición de reminiscencear el de mamá). La materialidad de ciertos detalles también ejerce de traviesa para Sarah, pero ella es ordenada, hacendosa, la apreciable decadencia de su hermana la predispone contra el kipple. La segunda y última vez donde el sepia, brevemente, invade el cuadro, se da cuando esta revisa fotografías familiares, describiéndoselas a Libby. Una vez vistas en pantalla completa, completamente agotadas, de nuevo se desactiva, verbalmente, el formalismo melancólico, mesmerizante, del pasado: sin pena, Sarah dice planear venderlas en la subasta, junto al estereoscopio. No quiere dos ventanas con tabique en medio, sino una panorámica. De esto no se desprende, sin embargo, una desesperada huida hacia delante, ni orgullo, ni querer situarse fuera del alcance de la muerte, pues somos testigos de cómo ritualmente ─con un amor desmayado, pero apacible─, con una rosa blanca («for truth»), una roja («for passion») y el retrato de su amante enmarcado en plata, no ha dejado de celebrar anualmente ─lleva 46─ su aniversario con Philip (ausencia irremplazable, funesta Gran Guerra). Finalizado el homenaje, la mesa se recoge y la foto vuelve al anaquel. Al placer de rememorar se le añade la ventajosidad de ocupar cada cosa su sitio. En dos ocasiones se nos mostrará similar plano de las flores enjarronadas sobre la cajonera: la primera, después de una forzosa reconciliación de Sarah y Libby, la segunda, después del avenimiento sincero. Entre uno y otro, pocas horas en términos de tiempo interno al filme (en tiempo externo menos de diez minutos), solo ocurre la aquiescencia de Libby a la propuesta-ruego del carpintero ─«can’t imagine what I’d do if I retired…»─ sobre la ventana panorámica, precedida por un sentido apretón de huesudas manos hermanas en plano detalle. Si las rosas son las mismas, y en la segunda mostración apenas existe un sutil aumento de luminancia (concordante con la claridad del mediodía), ¿porque en el primero parecen tan irremediablemente marchitas, mientras que en el segundo florecen? ¡Ay, cómo afecta a la percepción la disposición del espíritu!

The Whales of August (Lindsay Anderson, 1987) - 1

The Whales of August (Lindsay Anderson, 1987) - 2

LA GRAN CURVA

[1ª PARTE] PASAJE DE KYBER
[2ª PARTE] LA GRAN CURVA
[3ª PARTE] NOT FADE AWAY

Radio On (Christopher Petit, 1979)

Los timoratos del objetivo han estado persiguiéndonos durante lustros, impidiéndonos sacar el vehículo a la carretera y aplastar la imagen con los bajos atronando los tímpanos mientras pisamos el embrague, recelosos por tener que frenar unos pocos segundos. En el Reino Unido, parece inverosímil esa ventilación eufórica al cruzar la autopista, David Beames barrena sobre el asfalto sin la espera de satisfacción cualquiera, en busca por encontrar alguna prueba sobre el reciente suicidio de su hermano, en verdad rastreando una abertura que se estaba cerrando con los ochenta de alambre, casi pisando el celuloide: al otro lado de la autovía, el Aqueronte no mora como desembocadura extática pospuesta a ese creernos los reyes del mundo, y el viajante se tropieza sin la suficiente empatía con familiares de refugiados alemanes, soldados con ganas de soltar su charla desclasada al primero que le conceda abrigo durante cinco minutos, pero Escocia no interesa al conductor, él va husmeando algo arrastrado en la intemperie de las torres de conducción eléctrica, la dama de hierro acechando para sumir a la nación en una sombra con la anchura suficiente como para que Elvis Costello desease echar tierra sobre su futura tumba en 1989 (Tramp the Dirt Down). Entonces, cuando suenan aquellas canciones de los hijos de Fritz Lang y Wernher von Braun, el éxito ha quedado atrás, el encontronazo al entrar en la fábrica también, a las claras están los ya predecibles peones de la calle, que por un par de pelas nos podrán indicar el bar más cercano en el que hacer el idiota en la barra, a la espera del empujón de una chavala, agur a la escrupulosidad, antes transgresión, de escaparse y hallar algo entre rayas discontinuas. En este turno, Rudie va a fallar.
          Con la ayuda de Martin Schäfer tras los aparatos de Ilford y Wim Wenders, productor asociado, uno puede establecer los paralelismos fáciles, tampoco erróneos, y no llegar a tocar ni la superficie del acero. La aparición de Sting aquí es tan anecdótica y carente de énfasis como la de Joe Strummer en I Hired a Contract Killer (Aki Kaurismäki, 1990); ambos directores, Petit y el finlandés, detestarían Miami en un hipotético debate televisivo, pero reconocerían la justicia de los voltajes eléctricos, sin reparo traspasando el Atlántico, concediendo una de las pocas dignidades que EUA puede encomendar a Londres, a Bristol. El gran plano general, receptor de estas ondas sonoras, en blanco y negro con la evocación cortada en el acto, como un coito detenido cuando pensamos que nos vamos a deslizar y cortar la angustia. Petit no nos dispensa esa pequeña muerte, y más perverso que Wenders, confía los sucedáneos de la recámara matrimonial a la conversación incómoda, el sonido de las gaviotas, el parabrisas cuya vista no dura lo deseado, aun durando demasiado.
          La lejanía nos deja velando, habiendo peregrinado los campos del cinismo y el dolce far niente, la probabilidad de respirar indiferente es inadecuada cuando la antena cala en Belfast, chulos de poca monta, tironeros, muelles sin la poesía timorata post-II Guerra Mundial. Los amigos del desafecto podrán seguir haciendo la cruzada contra el permanecer en presente, pero su trinchera se romperá fácilmente entretanto una panorámica nocturna les rebote en sus nefastas frentes, expresándoles que su agonía pronto se triplicará. Maintaining radio silence from now on.

Radio On (Christopher Petit, 1980)

TRAYECTO INTERCONTINENTAL

Poética de los anónimos; por Jean-Claude Biette
Two Portraits (1982)
Universal Hotel (1986), Universal Citizen (1987)
El movimiento (2003)
Lowlands (2009)
Peter Thompson: Itinerario de ruta

Desde que Marie se ha ido, he perdido el ritmo alguna que otra vez, he tomado el hotel por estación, nervioso ante la conserjería he buscado mi billete o a la entrada del andén he preguntado al empleado el número de mi habitación, algo, llámesele casualidad, o lo que sea, me hizo recordar mi profesión y mi situación. Soy un payaso, de profesión designada oficialmente como “Cómico”, no afiliado a ninguna Iglesia, de veintisiete años de edad, y uno de mis números se titula: la partida y la llegada, una larga (casi demasiado) pantomima, en la cual el espectador acaba confundiendo la llegada con la partida; puesto que frecuentemente vuelvo a ensayar dicho número en el tren (consta de más de seiscientos mutis, cuya coreografía naturalmente debo tener presente), es evidente que de vez en cuando cedo a mi propia fantasía: entro precipitadamente en un hotel, busco con la vista el cuadro de salidas de trenes, lo descubro al fin, subo o bajo corriendo escaleras, para no perder mi tren, en tanto que no necesito más que subir a mi habitación y ensayar mi número.

Opiniones de un payaso, Heinrich Böll

LA FORTALEZA Y LA CATEDRAL ─ Universal Hotel (Peter Thompson, 1986)

La conchabanza entre el campo y el fuera de campo nos es revelada al final del trayecto, pues una serie de imágenes siempre requerirá de un hueco para que la dureza del objetivo no la convierta en concupiscente con el ojo, mero bien de cambio donde el iris únicamente ejercería el rol de moneda. El espectador también precisará de vacíos, pero aplicados a su sensación de alarma, impaciencia, exasperación: oquedades en las prisas que el tránsito se encarga de proporcionar. He ahí el comienzo de nuestra historia y la puerta de entrada a la memoria del siglo pasado, la Piazza del Campo de Siena, mostrada sin ningún intertítulo informativo previo, hecha fragmentaria por los cortes que se alejan por completo del jump cut caprichoso. Cada cambio de plano supone una sutil alteración en el estado lumínico del momento, una variación del encuadre, pero también un desafío para nuestra mirada, ahora detective en busca de las mudanzas en el campo y de la nueva posición de la mujer, caminando hacia el otro extremo de la llanura, rodeada de habitantes que crecen en número, inciertamente predispuestos o quizá súbitamente filmados. En cualquier caso, los fotogramas aparecen como destellos, y la renovación del plano ayuda a mantener su estatus de huella, entre el sueño y el recuerdo, moviéndose en quietud, parándose en la circulación. Un motivo al que volveremos al finalizar el díptico, ya reconvertido en conspiración en la que participan el cineasta, su pareja y el espectador.
          Una maquinación puesta en marcha por el propio engranaje del filme se antoja completamente indivisible, y nos es complicado vislumbrar separaciones claras que aíslen la memoria de la Historia, la alucinación de la narcosis. Con el fin de estallar esta corriente de fuerzas que se ha puesto en marcha, es necesario viajar, disponerse a franquear un territorio de una Europa indócil a ser re-filmada, habitando un tren fantasma, jugando a ser hermeneutas, para terminar descubriendo que de la exégesis solo nos quedan los nombres en la piedra, imborrables por el paso del tiempo (Stradzinsky). Ver de frente no basta, igualmente vital se antoja ver a través; deberemos comprender que no todas las imágenes necesitan la ilusión del movimiento y, por lo tanto, en ciertos momentos del relato el negro estará destinado a alternarse con el fotograma fijo. Una serie de elementos se relevan con la no-imagen, como la reordenación de fotografías en blanco y negro, su ampliación que capta con claridad un detalle, la búsqueda del sentido a través del ritmo y los sonidos (disparos de la cámara entreverados con el agua en revulsión). Los fotogramas fijos adquieren la cualidad incierta de la duermevela al combinarse con el ajetreo tendente a la abstracción del que filma en vigilia: la Historia atravesada por el deslumbramiento evita la tenencia a perogrulladas para, en cambio, corte a corte, irnos acercando más a las intuiciones románticas del que vislumbra cómo todos los estigmas son, en mayor o menor medida, materiales, incluso los que provienen de las fases de la somnolencia. El relato se encuentra a medio camino de una fortaleza y una catedral, en un hotel que convendremos en llamar Universal, a la vez catre guatemalteco, sala de pruebas nazi situada en Dachau o zona yerma de nuestro encéfalo ─humildad al reconocer y fundir lo indisoluble de estos habitáculos─. Siglo XX, centuria de carriles crispados.

Universal Hotel (Peter Thompson, 1986)

EXTRANJERÍA: HOTEL

Todo comienza en estasis, pretendidamente dispuestos a tensionar la alienación que nos convierte en nómadas, abocados a las moradas fugaces, secuaces del viaje y la ronda, licenciados sin patentes a la extranjería perpetua. Necesitamos esconder nuestra identidad, desfigurar nuestra filiación en pos de la ansiada metamorfosis con un nuevo clima, ansiosos por arder de incógnitas en conversaciones que se revelarán como primigenias: dar un nombre y una procedencia, el comienzo de la estancia, la fuente de la transformación. Experiencias de asignación metódica nos enfrascan en una particular cabina (el asiento del ferrocarril, la habitación de un hotel, la butaca de la sala de cine). Para viajar es conveniente dar el visto bueno al arresto, limitar el movimiento de las extremidades, hacer sufrir al párpado, mediante un tortuoso sonambulismo o a través de un sueño inquieto, y disponerse al encuentro. Perenne e indisoluble se presenta el vínculo entre el éxodo y la espera; sin los debidos prolegómenos nuestro viaje por el mapa no sería más que una cadena de constataciones ─hace falta suspirar por la futura demarcación, ilusionarse con el continente, lubricar nuestro deseo con el boceto de un ulterior coloquio─. Despedimos, con el cimiento en estos queridos preámbulos, la dureza de los bloques, y damos la bienvenida a la elipsis, el parpadeo y la intermitencia. La cinefilia ha terminado comprendiendo que vive exclusivamente en un presente discontinuo, deudor del paso de la noche al día y ajeno a la petulante autodeterminación; únicamente nos mostraremos ufanos mientras cavilamos sobre lo que podrá ser o lo que ya ha sido. Entonces, seguimos parpadeando, esperando el desvelo del siguiente fotograma, aunque sepamos con claridad que esa ceguera temporal será briosa en el recuerdo y basta. En la dilación que precede a la salida del sol y prorroga la aparición de la luna, atrapados en una prisión acordada previamente, hallamos sosiego encontrando la incógnita en la discontinuidad, el hogar en lo foráneo.
          Anhelada intromisión en el mundo de los otros intentando ser algo más y menos que nosotros mismos, desaparecer, ilusionar(nos) con las efímeras prestidigitaciones (antifaz, embozo), disfraces para falsear las repelentes transacciones que escoltan al viaje o, como último remedio, lo convierten en musical. Sabemos cuáles son los rituales, y las réplicas corren el peligro de caer en la charla, pero aun así nos alienta la idea de que una comisura de labios plegándose sobre sí misma cambie el tono de un acento, despliegue un espacio de opacidad en la significación, capaz de volver a confirmar que el viaje no admite suplentes como catapulta a la vida paralela, o lo inane de trasladarse si la celeridad no va acompañada del deseo indirecto de relatar una historia diferente, quizá empezarla desde la primera línea. El vagabundeo del cinéfilo encuentra su natural acomodo en el hotel, siempre a medio camino de dos puntos, en contacto con una serie de figuras que mutan en su aparente irreversibilidad, pues no hay punto y final al juego de la Commedia dell’Arte que pone en circulación los engranajes de los receptáculos en donde sueña a ser tercero: ruedas, motores, pasillos, gas, butacas plegables, camas, toallas, pastillas de jabón, camarotes… Elementos que conforman los dominios en donde nos embaucamos con el sueño de los justos: un objetivo que lo registre todo mientras nosotros lo filmamos a él.

1022 ─ Morvern Callar (Lynne Ramsay, 2002)

El shock de la defunción premeditada nos empuja a la permuta por defecto, muy distante del arrebato lúdico o de las frívolas ilusiones. Pedir perdón a un cadáver se convierte en el primer paso para abandonarse y recorrer la distancia que separa un pueblo escocés de la costa de Ibiza. Por el camino, también nosotros deberemos aceptar una penitencia y pagar el precio del naturalismo sucio europeo de principios del siglo XXI, ahora ya tan demodé cuando lo visionamos a través del celuloide, en ocasiones quemado. Sin embargo, entramos en el confesionario con un evidente gozo por exponer las pecaminosas remembranzas de unos años donde lo indie no se había convertido aún en apática o desapegada manera de ver el mundo, y vivir enajenado todavía conservaba algo de perplejidad ante miradas deseosas de avistar por primera vez qué le ocurre a un cuerpo cuando se acostumbra a vivir entre marasmos; interrupciones del flujo que truecan la náusea por el embelesamiento con el sonido, temblores de emoción que no encandilan, más bien confirman la dificultad cada vez mayor de mudar de piel. De nada servirán los ingresos imprevistos ni el ridículo tanteo con forasteros en el nuevo país: al final del día siempre nos quedará la retícula de azoteas proporcionada por la terraza, confirmando que, por momentos, la existencia debe fundirse con lo camaleónico, ser invisible, caminar sin rumbo, hacer del sendero una inacabable glorieta. Del frío al calor, de la noche al día, ciclos que se reconstituyen para producir cataratas en nuestras miradas, ofuscando el desconcierto que tanto ambicionamos. No deberíamos desalentarnos, el dispositivo puede ofrecer breves centelleos de esperanza espiritual, como así lo atestigua la última espera, en soledad, a punto de amanecer sobre una estación de tren, de Morvern Callar, heredera de un milenio ya finiquitado sin más testamento que recuerdos rotos.
          Es imperioso realizar en este momento una precisión: no conviene hablar de saltos cuando lo que coexisten son agujeros. E incluso dentro de las cavidades se puede llegar a construir, ya que no nos interesa en absoluto la destrucción por desidia del que fragmenta con la intención de aligerar el tiempo o convertir en visual el movimiento, y sí nos atraen sobremanera aquellos espacios entre plano y plano, dentro de una misma escena, donde un bloque de vida transmutada se pierde en la pantalla pero comienza a erigirse en nuestra mente, con fotogramas extraviados, cortados por la moviola, cuyo destino es el apilamiento en la trastienda de los ojos. En las interrupciones invisibles del plano encontramos otro procedimiento mediante el cual se detiene momentáneamente la falsa transparencia omnisciente de la frontalidad fotográfica y, por consiguiente, logramos habitar, como espectros extenuantes por el empeño de ver la borradura, los intersticios entre el comienzo de un gesto y su consumación. Por eso entramos en la habitación 1022 y confrontamos nuestro cuerpo con el de un extraño (de luto o no), deseosos no tanto de alcanzar algún clímax, sino de interrumpir la pesantez de una cotidianidad que ni las vacaciones en el sur logran quebrantar; éxtasis momentáneo, continuamente entrecortado, sobrecargado de desenfoques y nerviosismo que rompe todos los ejes. Ahora que los hijos de papá han desactivado la insubordinación, vemos este arrobamiento ibicenco con melancólico desencanto.

Morvern Callar

EXTRANJERÍA: ENCUENTRO

Mientras esperamos disfrutando de nuestra intratable impaciencia, vamos cruzando las disyuntivas que emigran del café matutino al paseo nocturno. Por un lado, nos inmiscuimos en la vida privada de los otros, saltando mientras esquivamos anécdotas y chascarrillos, pues no es la cronología de los hechos lo que nos interesa, sino el mapa que constituyen las voces yuxtaponiéndose, las dicciones y su mezcolanza. Por el otro, intentamos profundizar en las zonas salvajes de la ciudad, aquellas vegetaciones agrestes que crecen en medio de esquinas donde los críos todavía enredan pasatiempos y las voces de los pilones se entrecruzan en una cacofonía ininteligible. En ambos flancos, no hacemos otra cosa que filmar con los ojos y aprehender con los oídos la veta encubierta de un mundo encadenado en ceremonias sofocantes. La recompensa final se presentará en forma de conexiones inéditas que, por un breve instante de tiempo, suturen la herida causada por los resortes, creen vínculos que no se habrían hecho entrever si fuésemos incapaces de sostener nuestros cuerpos excitándonos ante el anonimato, y del posterior encuentro que celebraremos en silencio mientras nos desbordamos a hablar quedarán solo recuerdos expuestos a través de las luces y sombras que una cámara venidera intentará escudriñar. El goce del cinéfilo está irrevocablemente unido a la reminiscencia de un ciclo por el que solo fue posible deambular tras un largo sondeo y que nunca recapitularía de no ser por su obsesión de mantener un rastro, quizá una huella, de la dicha. Estos pequeños deleites ajustan una identidad nueva, y convierten el encuentro en el límite de la cinefilia, del incógnito a la ciudadanía en imperecedera reinvención.
          ¿En qué consiste ese encuentro? En la infinidad de signos no codificables que conforman el intercambio de dos cuerpos que se cuentan y van hilando su propia historia, mediante el habla, un ademán o el canto; los ecos de estas alteraciones serán captados por la tierra, retransmitidos por el viento, uniéndose de forma natural a la tela que configura la capa incognoscible del universo. La genealogía no ayudará en estos menesteres, ni la bibliografía o la hemeroteca: habrá que recurrir, en última instancia, al sismógrafo y al espíritu. Sabremos entonces apreciar las vagas canciones de una chiquilla, la invitación al contacto corporal de un extraño o la proximidad de una boca que desea susurrarnos un lugar y un nombre ─creadores de mapas imaginarios, suplentes del enojoso guía turístico─. Nada más lejos de nuestra intención querer convertir la confluencia en asunto de místicos y gurús, unas simples reconstrucciones bastan: una nueva familia (dispar a la de sangre) y, tal vez, un pequeño continente, idóneo para abrazar las corrientes que se van creando a medida que las líneas de fuerza se aligeran y tuercen. De este modo, seremos capaces de abandonar el espacio intermedio entre los baluartes y comenzar a habitar un atlas configurado por el apilamiento de pistas indirectas, juntando Monterey, Guatemala, Ibiza y Siena en un mismo bloque mental; a base de insistir en el rastreo de sus carriles, habremos convertido la fantasía de lo mental en materia, la fábula en Historia. No nos libraremos tan fácilmente de los altos en la imagen, ni deberíamos sentir el ímpetu de llenar todos los espacios en blanco. Nuestra esperanza subsiste transversalmente en el otro lado.

LA HIJA DE NADIE ─ Universal Citizen (Peter Thompson, 1987)

1979 es el año en el que todos los recuerdos se enredan y los tiempos se aturden, la moviola, ejerciendo de tejedora, reúne la Historia con la fábula, la filmación de un viaje familiar a Guatemala con los gélidos recuerdos de Dachau. Conocemos al Ciudadano Universal y entendemos su origen de acertijo al que solo podremos filmar de lejos, sobre el mar, nadando como el sujeto de pruebas del doctor Sigmund Rascher, pero esta vez gozando del calor de los trópicos a los que juró, en tiempos pasados, exiliarse. De la misma manera, el caballo de piedra que los mayas tallaron para Hernán Cortés permanece bajo el océano, síntoma de un doble abandono, el de Tayasal y el del conquistador español, espejándose con el anillo de plata negra, herencia paterna, que al hijo se le escurre del dedo en el lago Peten Itza. La naturaleza entierra la materia y la zozobra de la pesadilla nazi se convierte, un año antes de tiempo, en plácida estancia en el Universal Hotel. Un transcurso de ocho primaveras en la vida de Peter y Mary, suturado por un paseo a ciegas hasta la fuente de la plaza sienesa, fragmentado por investigaciones que recorren Bruselas, Ámsterdam, París, Coblenza y Dachau. Coaliciones de tiempo en soberanía por hendiduras de negro, pues ni las vacaciones conservan la solidez del instante presente, imposible de aprisionar más allá de los rastros de polvo, los mismos que el marido-cineasta persigue, de vuelta a Mary y al Universal Hotel. Restos de entes frágiles pero no destruidos, devueltos a nosotros a través de las pequeñas triquiñuelas, trabazones de relatos (cigarros turcos o cubanos, grabadoras japonesas, discos armenios, proyectores de manivela que exhiben los dibujos animados del Correcaminos), hacen que empecemos a concebir la cronología como una suerte de correspondencias, a base de cartas y pequeños filmes ─la humildad del obrero anubla la excesiva claridad turística de los libros de historia─.
          En medio de los filmadores y de los que rechazan la cámara (el Ciudadano Universal, al menos en primer plano, y Raven, la prostituta de Haití), reside la alegría de María, la pequeña niña maya, hija de nadie, deseosa de que los padres traicioneros mueran de una vez por todas. Al fondo, y acompañando su canto nada inocente, la bandera de Guatemala; una respuesta desde Chicago de Vanessa, la hija adoptiva puertorriqueña del que filma y su pareja, sin sonido, pero igualmente afectuosa. Es irremediable apuntar el retorno del telegrama casi una década después con una nota pesarosa, pues ni el Señor Walter (propietario del ya mencionado hotel) ni María viven en el mismo territorio, y el parador ha sido pasto de las llamas. Todo termina, como vemos, presa de la geología, pero antes maltratado por la guerra, siempre vil, como recalca la nota, encapsulado en celuloide, no solo verificador de los restos y huesos bajo el pavimento, sino de los trazos de energía que acompañaron, durante los años de vida de alguien, una existencia: la alimentación de los loros Isabella y Don Fernando, los despertares de las siestas mediados por la voz de María, los primeros y últimos cafés, la filmada dando la vuelta a la cámara para capturar al filmador y los fotogramas fijos superpuestos, a través de un cristal mugriento, deteniendo a Mary, dos años antes de que camine con una ceguera voluntaria en aceras italianas, ataviada con gafas de sol, sonriendo y poseída ya por la ventura del recuerdo.

Universal Citizen (Peter Thompson, 1987)

BIBLIOGRAFÍA

Los filmes de Peter Thompson, en Vimeo

Chicago Media Works