UNA TUMBA PARA EL OJO

THE WOMAN ON THE BEACH; por Raymond Durgnat

The Woman on the Beach (Jean Renoir, 1947)
por Raymond Durgnat

en Jean Renoir. Capítulo 45. Ed: University of California Press, Berkeley and Los Angeles, 1974; págs. 261-268.

El siguiente filme de Renoir fue “hecho bajo la solicitud de Joan Bennett, que dijo, ‘Me han pedido que haga un filme en RKO, tengo dos o tres guiones, ven y hazlo conmigo’. Al principio, el productor iba a ser Val Lewton… Luego otros proyectos le interesaron más y prácticamente me convertí en mi propio productor… Nunca rodé un filme con tan poco guion escrito y tanta improvisación”.
          Renoir estaba intrigado por “una historia de amor en la que las atracciones eran puramente físicas, en la que los sentimientos no interviniesen en absoluto… La hice y se quedó muy feliz; era bastante lenta quizá (así que)… dispusimos algunos preestrenos. Fue recibida de muy mala manera y retornamos a los estudios bastante deprimidos… Fui el primero en aconsejar cambios y cortes. Pedí a un escritor como colaborador, para no estar solo… El marido de Joan Bennett (Walter Wanger)… vino a las proyecciones y me dio su punto de vista… Volví a rodar numerosas escenas, siendo muy prudente. Cerca de un tercio del filme, esencialmente las escenas entre Joan Bennett y Robert Ryan, y me salió un filme que no era ni carne ni pescado, que había perdido su raison-d’être. Me dejé influenciar demasiado por el preestreno de Santa Bárbara… Temo que estuve muy por delante de la mentalidad del público…”. La versión final corría 5944 pies (71 minutos) y tuvo su première en 1947.
          Cabalgando a través de la playa, el guardacostas Scott Burnett (Robert Ryan) se encuentra a Peggy Butler (Joan Bennett) cortando madera de un barco naufragado. Después de sus primeros intercambios ofensivos, él se suaviza lo suficiente para confesar que, ley y derechos de propiedad aparte, ese navío, para él, es sagrado, como un símbolo de los aterradores, sin embargo hermosos, sueños que le llevan acechando desde que su propio navío fuera torpedeado y tuviera que aceptar el deber del no combatiente. En el sueño revive las explosiones, y se ve a sí mismo yendo a la deriva por los fondos marinos hacia una mujer joven en ropa de playa aireada. La mujer tiene los rasgos de su prometida, Eve Geddes (Nan Leslie), que es demasiado delicada y cautelosa para casarse con él a prisas, como él le pide.
          Después de un segundo encuentro, Peggy presenta a Scott a su marido Tod (Charles Bickford). Este tipo, demacrado, hosco, malhumorado, es un artista celebrado, pero ahora ciego y resentido, particularmente con Peggy. Su presencia persuade al sospechoso Scott de que su ceguera es solamente un fingimiento. Scott lo guía hacia el borde de un acantilado y todavía es incapaz de decidir si sus sospechas son injustificadas, o el nervio del otro imperturbable. Está perplejo por la cordialidad de Tod, y sospecha que tiene alguna extraña estrategia, o placer siniestro, en sus relaciones con un hombre quien pudiera creerle el amante de su esposa.
          En su próxima visita, se abrazan dentro del casco del navío para ser interrumpidos por Tod, golpeteando el armazón de los restos con su bastón. Los otros dos van a pescar y Scott provoca una pelea en el bote. Se da cuenta de que, aunque Tod está de hecho torturando a Peggy con su sarcasmo, también le está pagando de vuelta por haberse casado con él por su fama y dinero, y luego haberlo cegado con un cristal arrojado en celosa ira y apuntado o malamente o demasiado bien. Marido y mujer están atrapados en su ambivalencia y Scott no puede ser más para Peggy que un amigo.
          Confuso, desilusionado, regresa a Eve y al astillero de su padre. Convocado por una llamada urgente de Peggy, se va para encontrar la casa de Tod ardiendo junto con todas las pinturas en ella. Peggy conduce a Tod a salvo, así poniendo un final a las sospechas de ambos hombres, y a las esperanzas de Scott. Scott se despide de ella con afecto en vez de amargura y retorna a Eve.
          The Woman on the Beach comparte varios motivos con La nuit du carrefour (1932) y con La bête humaine (1938). También los comparte con muchos filmes noir de Hollywood de la época. Como su héroe psicológicamente angustiado, torturado y torturador, Robert Ryan se relaciona con su misantropía sadística en Crossfire [Edward Dmytryk, 1947] (donde de nuevo se encuentra atrapado en la desmovilización de la actividad) y en Clash by Night (Fritz Lang, 1952). Joan Bennett, la fulana que hipnotiza al intelectual de mediana edad y al duro ordinario por igual, recuerda a sus roles en Scarlet Street (Lang, 1945) y The Woman in the Window (Lang, 1944). Se pone celosa de un apego desarrollándose entre hombres que tenía pretendido que fueran rivales para ella [como las heroínas de Gilda (Charles Vidor, 1946) y The Outlaw (Howard Hughes, Howard Hawks, 1943)]. La oposición aparente del tipo ordinario y el intelectual megalómano se presenta de nuevo en Laura (Otto Preminger, 1944) y Phantom Lady (Robert Siodmak, 1944). Los sueños amenazan extensamente en la acción, refiriéndola a su pasado (como en Spellbound) pero teniendo un rol profético, empujándola hacia el destino [como en Portrait of Jennie (William Dieterle, 1948)].
          La atmósfera borbotea con sospechas, confusiones y resentimiento. Los tres protagonistas están dominados por recuerdos dolorosos y estériles. Tod se aferra a las pinturas que ya no puede ver. Solo quemándolas puede, con un trazo, librarse de toda la amargura nostálgica y permitir a su mujer que demuestre su amor. El guardacostas está desquiciado por las heridas de guerra que le ha dejado su pesadilla y todo lo que ella representa. A Peggy le ofende ser privada de sus sueños de cazafortunas: fiestas de champán, la vida festiva. Cada ambición frustrada ha engendrado una esperanza espuria. Tod intenta escribir en vez de pintar, pero furiosamente admite que su prosa es sentenciosa. Peggy es tentada por un tipo amable, duro, sin complicaciones. Scott es tentado por la esperanza de que Tod sea culpable de algo ─para que así pueda “rescatar” a Peggy. Tod, destruyendo sus pinturas, destruye los sueños de ambos. Pero a su renuncia y/o liberación se añade la de ella. Scott renuncia a sus esperanzas perversas de culpar a Tod, y a ella. Luego ella pide ayuda, y él llega ─abandonándose al destino, sacrificando su paz mental. Él acepta lo que el héroe del filme americano de los cuarenta aceptaba muy raramente, no solo su propia debilidad (su trauma), sino también la derrota, y una real, sobria, esperanza diaria.

The Woman on the Beach Jean Renoir 1

El pasado es evocado de forma obscura y penetrante en el diálogo, excepto por la recapitulación de los sueños de Scott, que compartimos supuestamente porque es nuestra figura de identificación. El barco naufragado lo atrae del astillero a Peggy, que recoge los restos. Su montón de leña prefigura la llamarada final de los cuadros, de la casa y de la propiedad. Así como lo hace el encendedor que Scott mueve de aquí para allá ante los ojos del ciego.
          Peggy, en cuclillas y abrigada en oscuros ropajes, contrasta con el blanco aireado de la figura del sueño de Scott. Ya que la última es irreal ─una sirena, una fille de l’eau. Scott es un guardacostas, y mancillado, como Lantier, con una violencia secreta. Peggy, descubierta “birlando” leña, es una “fulana” en dos sentidos: cazafortunas y trapera. Como Boudu, se niega a ser agradecida por estar mantenida. La renuncia al arte por un artista autocondenado a la reclusión social recuerda a La chienne (1931), incluso quizá a Octave.
          Lo inexpresivo, ceñido, tenso, que pudiera parecer al principio la antítesis del estilo de Renoir, gradualmente se revela a sí mismo como Renoir en otra tonalidad. Todos los moldes del filme noir son llenados con material a la vez más sutil en su violencia, más fino en su matiz, y más cálido en su tono. Porque es vista a través de los ojos del guardacostas (o, con más exactitud, porque son igualados contra planos de reacción del aparentemente tipo más ordinario), la pareja en su casa en lo alto de un acantilado parece ominosa, incluso monstruosa; el asesinato à la Double Indemnity (Billy Wilder, 1944) está en el aire. Aun así su relación no es tan extraña, sus torturas conyugales no están tan lejos de lo ordinario. Un marido ciego se niega a estar celoso de los flirteos de su mujer y adopta aparentemente la más positiva táctica de acercarse de una manera amistosa pero impositiva en el intruso ─que además, le gusta (“de la misma ralea”). La mujer saborea el flirteo, y estando sola, se desvía hacia un affaire más seriamente. La penumbra es impregnada por un afecto apagado, pero tenaz.
          El típico thriller criminal con un desenlace en el que a su luz cada detalle en la historia cambia su significado. Aparentemente inocentes o enigmáticos u ominosos actos se clarifican con un propósito claramente culpable. The Woman on the Beach es un thriller criminal cuyo giro final es que no había crimen, ni pensamiento del crimen, excepto en la retorcida mente del detective. En Laura, en Phantom Lady, en Kiss Me Deadly (Robert Aldrich, 1955), los artistas, los intelectuales, los sofisticados, son culpables. Contra el animus antiartista, antintelectual con el que el filme noir presagió un aspecto lejos de ser incidental del macartismo, Renoir insiste en que el “trabajo creativo” más siniestro es llevado a cabo por la paranoia retorcida, obsesiva y sádica del tipo ordinario en uniforme. Un trauma de guerra es una excusa discreta, o un atenuante. Scott se enfurece por todo lo que merodea libremente en esa zona transicional donde el día se convierte en noche, la tierra en mar, el sueño en realidad, el pasado en presente, y la madera flotante en leña para el fuego; donde es posible trabar amistad con el amante de tu propia mujer y el sufrimiento se convierte en amargura en vez de ser negado en nombre de un optimismo confiado o avivado en agresión. Él teme aquellas complejidades matizadas, tristes, a veces mórbidas, una conciencia que distingue la dulzura adulta del fundamentalismo infantil.
          Nunca está suficientemente claro si el artista es sabedor de las pruebas del guardacostas, que se quedan a un paso afortunado del homicidio involuntario. Quizá Tod posee, como los ciegos suelen en los mitos y en las películas, clarividencia. Pero su sofisticación no le confiere inmunidad general de las locuras de las que la carne es heredera. A cambio, fue embelesado y frustrado por la hembra que lo destruye como artista y lo medio destruye como un hombre. Es purgado por su renuncia, como Nana por su desfiguración.
          El diálogo es críptico. “Mis pinturas son mis ojos”, insinúa, dado el amplio rango de ironía dramática, “Estaba ciego incluso cuando podía ver”, i.e. “Cegándome ella me obligó a afrontar la realidad”. “Hay un dicho entre los artistas: no eres rico hasta que estas muerto”. La amargura inculpa no solo a la sociedad filistea, más bien insinúa que el autosacrificio de Tod por la inmortalidad es una especie de autoasesinato obstinado (correspondiéndose con el sueño recurrente del guardacostas muriéndose), y que él es tan mundano como la “fulana” sospechosa que amó. Si sus fiestas de champán fueron solo una quebradiza, superficial comensalía, se relacionan tanto con una sociabilidad profunda como con la megalomanía del artista con su arte. La forma espiritualmente falsa de la actividad se parece a la verdadera tan estrechamente que solo la tragedia puede liberar a la segunda de la primera. Todos los personajes están ciegos. El artista, que es la víctima de todos y su propio verdugo, “gana” en el sentido que retiene el amor de la mujer y resuelve la situación.
          Es importante aceptar lo que es americano en los filmes americanos de Renoir, desde que él lo ha aceptado en su propio trabajo. Es tan inseparable de ellos como las cuestiones políticas de los años treinta lo son de Le crime de Monsieur Lange (1936) y La vie est à nous (Jean Renoir, Jacques Becker, Jacques Brunius, Henri Cartier-Bresson, Jean-Paul Le Chanois, Maurice Lime, Pierre Unik, André Zwoboda, 1936). Una vez que uno ha trazado los aspectos americanos del filme, o al menos los hollywoodenses, entonces las similitudes con los filmes tempranos de Renoir emergen más claramente, pero sin reduccionismo. El contraste de escenario y diálogo, la opresiva inmovilidad de la cámara, todo ello contribuye, de acuerdo con Cauliez, a “una interiorización de la forma… para la ventaja de una nostalgia profundamente implícita ─un bovarismo completamente soñado”. Bovarismo en un sentido puramente americano, por supuesto, como las heroínas de Beyond the Forest (1949) de King Vidor y Bonnie and Clyde (1967) de Arthur Penn son Madame Bovarys. Pero cada una de las figuras de Renoir, aprisionada en su sueño obstinadamente solitario, llega a la vida a través de sus pesadillas y escapa hacia una libertad que no es autoafirmación.
          El filme es el negativo espiritual del filme noir americano de la época en otro sentido también. Uno difícilmente puede afirmar que los guionistas de Hollywood o incluso sus críticos sean completamente inocentes del psicoanálisis, y, en estos términos, el pintor es el padre y el guardacostas es el hijo, intentando hurtar cada uno la autoridad espiritual del otro y a su mujer. En su Movies: A Psychoanalytical Study, Martha Wolfenstein y Nathan Leites analizan todos los melodramas de clase-A con un escenario contemporáneo entre la última fase de 1945 y 1949. Pueden encontrar solo dos filmes cuyo contenido manifiesto exprese “la perspicacia de que la figura del padre sea peligrosa solo en la fantasía”. De estos dos filmes, uno, The Web (Michael Gordon, 1947), solo modifica pero no niega el patrón habitual. El otro es The Woman on the Beach. Mientras tanto, “En los filmes franceses tratando con temáticas familiares (que están habitualmente menos disimuladas que en los filmes americanos), el conflicto central tiende a ser una rivalidad amorosa entre un hombre viejo y otro más joven. Los dos hombres se encuentran normalmente en términos amistosos; raramente hay hostilidades violentas entre ellos. Uno o ambos sufren una decepción amorosa severa. Un tipo de trama fundamental muestra al hombre más viejo enamorándose de una mujer joven que quizá haría pareja más apropiadamente con el hombre más joven. Este amor del hombre más viejo es una desgracia para los tres, pero difícilmente se le puede culpar… Los filmes americanos están preocupados con quién debe ser culpado por un crimen de violencia. Los filmes franceses tienden a expresar el sentimiento de que no hay nadie para culpar por los conflictos que surgen del amor inoportuno”.

The Woman on the Beach Jean Renoir 2

Superficialmente uno puede ver a la Peggy de Joan Bennett como una tigresa inexpresiva, menos empática (y por lo tanto menos satisfactoria), que en Scarlet Street y The Woman in the Window, pero la relación gradual de niveles y ambigüedades revela varias actrices en una. Su figura queda, oscura, apagada, recuerda a Simone Simon en La bête humaine. Retiene algo del cinismo valeroso de las heroínas de confesión de los primeros años treinta, como lo hacen otras dos tigresas-víctimas de la misoginia de los años cuarenta, Margaret Lockwood y Jane Russell, cuyo origen común es Hedy Lamarr. Joan Bennett sugiere a la vez a la femme fatale eslava, a la muchacha irlandesa, y a la de sangre fría, dura, sofisticada. Entre Garbo y Novak (a través, de hecho, de los inexpresivos años cuarenta), Hollywood fue extremadamente reticente acerca de los estilos y orígenes no-anglosajones protestantes blancos, y la confianza siniestra de Joan Bennett la dota de una alienación callada más terrenal y más amigablemente astuta que la de Novak. Se relaciona a la vez con una atmósfera campesina preinmigración, y con la crisis sociopsicológica de la que Novak y Brando (con sus apellidos visiblemente no-anglosajones protestantes blancos) son expresiones subsiguientes. Es interesante transponer el filme en términos hitchcockianos: elegir a Kim Novak en vez de Joan Bennett, James Stewart en vez de Robert Ryan, James Mason en vez de Charles Bickford, y Barbara Bel Geddes en vez de Nan Leslie.
          El escenario recuerda a La bête humaine; el salón de madera para la danza del guardacostas, las casas de madera. Peggy roba montones de leña del barco naufragado que es un bateau mort-ivre, varado en una playa de las brumas. La playa, de noche, en la niebla, es agorafóbica a través de su expansión implícita y claustrofóbica en su oscuridad. Como Rivette observa, el filme es la aproximación más cercana de Renoir a Fritz Lang ─que retorna el cumplido con Clash by Night, otro filme acerca de América sin su cromado, la América costera de madera.
          La niebla da a este filme noir una suavidad curiosa, contrastando con las rugosidades de las dunas, de los acantilados, y la fisionomía de Charles Bickford. Con todo, las olas son metálicas, agitadas. Quizá la fisicalidad que Renoir procuró está, al menos en la versión estrenada, un poco demasiado reservada para un público condicionado por el escote de Jane Russell. El efecto global parece menos el de una sensualidad difusa pero insistente que el de un sueño potencial (playa, cayéndose, a la deriva…) y una resistencia rígida al mismo por un núcleo de censores vigilantes dentro del sueño.
          Jacques Rivette: “Es… la conclusión a la que uno no se atreve a llamar el segundo aprendizaje de Renoir… todo el virtuosismo técnico semeja abolido. Los movimientos de cámara, raros y breves, abandonan decisivamente el eje vertical de la imagen de la pantalla hacia un plano continuo y al clásico plano-contraplano”. Uno se podría preguntar cuán lejos esto representa una rendición o una respuesta al estilo de Hollywood. Probablemente representa los dos procesos a la vez. Rivette anota correctamente que forma la base del estilo futuro de Renoir (ya que la celebración de Bazin de los movimientos de cámara de Renoir es del todo retrospectiva). “En lo sucesivo, Renoir expone hechos, uno después del otro, y la belleza, aquí, nace de la intransigencia; hay una sucesión de actos brutos; cada plano es un acontecimiento”. Y esto, debe ser dicho, no es único de Renoir, sino un principio perfectamente consciente de Hollywood permitiendo una cierta variación mientras sigue permaneciendo válido: el principio de “un plano, una razón”. Incluso en The Woman on the Beach, los matices dentro de las actuaciones contrapuntean la sintaxis, dándole una insistencia amenazadora y un ritmo lento, brumoso. Como dice Rivette, los filmes siguientes, “tan ricos en ornamentación como puedan parecer, por contraste con este reducimiento… toman este estilo como su armazón…”.
          Para Rivette, abre una trilogía de obras maestras, y no está más descalificado por su mutilación de lo que está Greed (1924) de Stroheim. Regresa, curiosamente, al esteticismo de la era silente de Renoir, con su artificio de estudio, sus atmósferas, sus sueños y su pathos amargo de confusión, frustración y muerte. Como el trabajo de otros expatriados de Hollywood (Siodmak, Lang, Welles, Dmytryk), despliega las visiones expresionistas detrás de la inexpresividad del filme noir.
          La superposición de la vida y el sueño recuerda a La petite marchande d’allumettes (Jean Renoir, Jean Tédesco, 1928), aunque en un sentido muy diferente ─cerillas/leña, delirio/sueños… Uno piensa también en La fille de l’eau (1925), pero el guardián moral a caballo renuncia a su mujer de ensueño. Es como si Renoir, al final de su carrera americana, hubiera retornado al comienzo de su carrera francesa y ahora mirase hacia atrás con una cierta imparcialidad, resignación, abnegación y calma, a sus preocupaciones de aquel entonces.

The Woman on the Beach Jean Renoir 3

LOS SUBVERSORES; por Manny Farber

The Subverters
por Manny Farber

en Farber on Film: The Complete Film Writings of Manny Farber. Ed: A Library of America Special Publication, 2009; págs. 573-576.

LOS SUBVERSORES

Un día alguien va a hacer un filme que sea el equivalente a una pintura de Pollock, una película que pueda ser verdaderamente encasillada por su efecto, certificada como la operación de una sola persona. Hasta que este milagro ocurra, la enorme tentativa de la crítica de los 60 para traer algo de orden y estructura a la historia del cine ─creando un Louvre de grandes filmes y detallando al único genio responsable por cada filme─ está condenada al fracaso a causa de la propia naturaleza subversiva del medio: la vitalidad de bomba aturdidora que una escena, un actor o un técnico inyecta a través del grano del filme.
          Lo Último en Filmes de Directores, Strangers on a Train (Alfred Hitchcock, 1951), ahora parece en parte debido al talento de Raymond Chandler para crear eróticos excéntricos como la bomba sexual pendenciera que trabaja en una tienda de discos. Nada en el expediente hitchcockiano de retratos femeninos tiene el mordisco realista del rol de esta Laura Elliott, ni ningún otro filme de Hitchcock muestra tal ojo sombrío para el transporte y los suburbios de Los Ángeles.
          Inside Daisy Clover (Robert Mulligan, 1965), una autosátira exhaustivamente blanda de Hollywood, tiene una escena que es dinamita como crítica anti-Hollywood en la cual Natalie Wood, chasqueando sus dedos para sincronizarse con una imagen de ella misma, se mete dentro del papel de Daisy con el nervioso, corruptible, adolescente talento que descubriera años atrás Nick Ray.
          El más grosero de los filmes, The Oscar (Russell Rouse, 1966), alberga una breve intervención de Broderick Crawford, en la que este encapsula efectos de degeneración, vileza. La cursi y arrellanada actuación de Crawford como sheriff rural sugiere una carrera de profesionalismo ganado a pulso, el tipo de técnica cinematográfica interna a lo Sammy Glick que supuestamente esta película debe exudar pero nunca alcanza.
          King and Country (Joseph Losey, 1964) es generalmente acreditado como un filme de Joe Losey, uno que está manchado con su aversión y que arroja al espectador al centro de un horror fangoso infestado de ratas denominado como guerra de trincheras. Puede ser una “muy buena película”, pero, dentro de sus imágenes didácticas y carentes de humor que parecen surgir de una oscuridad rembrandtiana, no hay casi nada fresco en el trabajo de Losey, los actores o Larry Adler, quien compuso la música lacrimógena. Desde el solo de armónica que abre el filme, puramente convencional y sensiblero para ilustrar pequeños personajes aplastados por sus superiores, hasta el freudianismo final de cuando se introduce una pistola en la boca del desertor para concluir lo que el pelotón de ejecución empezó, nos encontramos ante una pieza teatral fotografiada constituida por acotaciones sobreentrenadas, en particular del catálogo loseyano de símbolos masculino-femenino.
          Del mismo modo que Paths of Glory (Stanley Kubrick, 1957) es deudora del sabelotodismo actoral de Tim Carey y del talento de Calder Willingham por las palabras cortantes, el diálogo que bordea la obscenidad, los nuevos filmes de Losey adquieren un notable impulso merced Dirk Bogarde y la tibia intelectualidad que impone al arrastrar sus frases, al enmudecer antes de espaciar sus palabras, sugiriendo así que cierto miedo o sensibilidad las empuja de su garganta. Bogarde es rígidamente interesante, y en menor medida, también lo es Tom Courtenay repitiendo su especialidad, un rostro que tiene la fealdad tiesa y convicta de un criminal en el tablero de anuncios de una oficina de correos, además de un masticado, engullido dialecto en el que a cada cuatro palabras transporta al espectador al hogar.
          Sin embargo, aparte de la interpretación, subyace una pequeña recompensa en la capacidad de Losey por sacar a relucir una intimidad sofocante, evidente hace mucho tiempo en los filmes que Losey rodó en Hollywood sobre un merodeador, un espalda mojada y un niño de pelos verdes. Nadie siente semejante espíritu de vacilación, pero dicha desconcertante frialdad de Losey hace parecer que este no toca material predestinado sino que únicamente se dedica a pulir su superficie.
          The Flight of the Phoenix (Robert Aldrich, 1965) propone como imagen dominante a un grupo de actores de carácter incansable atados como caballos a un pequeño avión o a piezas de uno más grande. Este plano repetido junto a otro también preciso de la misma línea de esforzados actores descansando contra el fuselaje de un aeroplano, cada uno de ellos sofocado por trucos realistas y fervor, sugieren que casi cualquier filme de Robert Aldrich se basa en gran parte en la vida salvaje y desmarañada que un actor de equipo como Dan Duryea puede aportar ejerciendo alrededor del borde, tratando de hacer ceder un guion enorme y fofo.
          Un filme de Aldrich no solo está construido bajo la idea de una interpretación subversiva, esto es únicamente puro entretenimiento que equilibra las carencias del director como un técnico hondamente personal con un instinto infalible para el tipo de electricidad afiligranada que es la base de cualquier filme pero que jamás se discute en las entrevistas de los Cahiers con grandes directores. El tema principal ─que relata llanamente la construcción de un pequeño avión a partir de pedazos de otro mayor─ se encuentra arruinado por coloreados deficientes, tomas del desierto a lo Lawrence of Arabia (David Lean, 1962), algunos errores de casting con dos actores franceses carentes de ese enfoque duro y anti-cinematográfico del típico Homo Aldrichitens, y por el curioso hecho de que Aldrich, capaz de tamizar el paisaje a través del rostro y las emociones de sus actores, se ahoga en cualquier cosa estrictamente relacionada con la configuración del espacio escénico.
          La emoción de la película proviene de un enrejado barroco, fragmentos de acción que parecen escurrirse de entre las grietas de grandes escenas: el monstruoso modo en que el parloteo germánico de Hardy Kruger se despliega sobre un labio inferior agrietado por el sol; la sensación casi laboral de observar los procedimientos de trabajo desde la perspectiva de un envidioso, competitivo colega; Ian Bannen haciendo cabriolas simiescas y bromeando en torno al alemán; una perfecta dosis de odio contra la autoridad por parte de un Ronald Fraser haciendo de sargento mantecoso; el extraño efecto de Jimmy Stewart virando hacia atrás y adelante entre las lentas afectaciones a lo Charles Ray que lo convirtieron en una estrella insoportablemente predecible y un nuevo Stewart con el aspecto de un perro de mediana edad abriéndose paso a lo largo de un momento complicado de una manera engañosa y sin relación con el guion o la interpretación convencionales.
          Viendo a Duryea solventar su endeble papel sin la habitual agresión dureyeana consistente en un cursi efecto de trompeta con su paladar inferior, disfrutando de los extraños saltos pogo-stick de Fraser cuando un motor averiado lentamente vuelve a la vida, un crítico puede albergar la esperanza de que se instituya un nuevo premio al acabar el año: al Actor Más Subversivo. Posiblemente el único medio de hacer justicia a la auténtica vitalidad en el cine.
          Así, en lugar de hegemonizar a gente con proyectos defectuosos ─los Lumet, Steiger, Claire Bloom─, el cinéfilo orientará su atención hacia los fantásticos pormenores de Ian Bannen como un adulador oficial liberal en The Hill (Sidney Lumet, 1965); hacia la vigorosa amalgama de Michael Kane entre el silencio ladino y la astucia taimada de un suboficial como el “Ejecutivo”, en The Bedford Incident (James B. Harris, 1965); hacia el vapuleo actoral de Eleanor Bron, apenas fingiendo interpretar y bordando la ternura enfermiza como una falsa muchacha hindú, en Help! (Richard Lester, 1965).
          Uno de los placeres cinéfilos consiste en preguntarse sobre qué de lo atribuido a Hawks en realidad puede ser debido a Jules Furthman, que detrás de un filme de Godard se cierne el acechante perfil de Raoul Coutard, y que, cuando la gente habla sobre el cinismo sofisticado de Bogart y su estigma como “peculiarmente americano”, realmente está hablando de lo que Ida Lupino, Ward Bond, o incluso Stepin Fetchit proporcionaron en inconfundibles momentos en que robaron la escena.

Julio, 1966

 

Routine Pleasures Jean-Pierre Gorin
Routine Pleasures (Jean-Pierre Gorin, 1986)