UNA TUMBA PARA EL OJO

24/02/2022 – SOBRE PAUL THOMAS ANDERSON Y LA CUESTIÓN DEL REGISTRO

Hace unos diez años comprendí que, reducido a su vertiente de registro-terror, el cine había vivido lo que debía vivir, que no tenía futuro y que perdía lógicamente su público. Que, para que continuase, era necesario que su otra vertiente fuera sólida: la vertiente representada por cineastas como Bergman o Fassbinder. También por eso me gusta el cine de Gus Van Sant (My Own Private Idaho, 1991), un muchacho que viene del teatro y que logra en diez planos todo lo que Zeffirelli intentó durante toda su vida. Hoy prácticamente no doy un centavo por la mística del registro, porque me doy perfecta cuenta de que no podremos arrancarle al teatro los fenómenos ligados al ritual, a la identidad colectiva, a la historia vivida y revivida; es su dominio, puede hacerlo bien o mal, pero este aspecto tiene que ver cada vez menos con el cine. Como su capacidad de dar testimonio, de estar en el presente casi ha desaparecido, se encontró en la obligación de inventar mundos imaginarios, de explorar lo mental. Para mí, Kubrick es el mayor cineasta de lo mental. El problema reside entonces en reconsiderar la cuestión del presente.

Serge Daney, Persévérance (1994)

Licorice Pizza Paul Thomas Anderson 1

Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson, 2021)

1. El respeto naif por el registro ha dado lugar a una pátina de respetabilidad con la que se envuelve a filmes que gozan de características básicas de toma de postura frente al mundo profílmico, por omisión y miedo al corte, mezclado esto con una santurrona asumida bonanza y con un desligamiento de cualquier juicio denigratorio (la crítica nos la sabemos: “el plano general en Apichatpong es polivalente, respira, deja espacio, se transforma; en Haneke mutila, satiriza, mata al mundo”). Dicha coyuntura ha llevado a diferentes posiciones críticas que esperan, por adelantado, al filme de pie, con la mano derecha visera en las sienes, saludándolo militarmente, como a un hermano, un camarada, el filme está de su lado, les interesa, y todo lo que dejaron atrás es cosa del pasado, “superado” dicen. Son la consecuencia natural de ese respeto idiota por el registro que ya en los 90 para Daney olía a vetusto. Basta revisar My Own Private Idaho: comprobamos que existe una verdadera tensión entre el mundo profílmico y el aparato, se pasa continuamente de un desgajamiento de planos cuyos límites espaciales son claros, bendito acomodo para el espectador que no quiere mareos, a la pérdida de la brújula, el rebasamiento de la estabilidad fluctuante. Esto ocurre en especial en todas las escenas que tienen que ver con la adaptación libre de Shakespeare. Cuando aparece Bob Pigeon, en definitiva, el filme le hace el harakiri a lo real. Y es perfectamente normal que tras ver Memoria (2021) de Apichatpong Weerasethakul uno revise las divagaciones de Mike Waters en una autopista hija de mal padre, abriendo y cerrando el filme, o los monólogos serpenteantes de Scott Favor alrededor de edificios en descomposición, y piense: el cine aquí había vuelto a adquirir algo de aliento, los elementos vuelven a estar verdaderamente en juego. Este cine problematizador del registro ─hoy resulta más irreal verse My Own Private Idaho que Gerry (Gus Van Sant, 2002), con sus interminables caminares hacia la nada, curiosa paradoja─ poco tenía que ver con nada de lo que estaba haciendo Paul Thomas Anderson en la década de los 90. Boogie Nights (1997) tiene una tendencia muy clara, no es un filme de escenas, es un filme montado, encapsulado, embutido, envasado, en microescenas que siguen hacia adelante arramblando con todo en pos del retrato de los años que van pasando, la caricatura es algo unidimensional y depende del espectador el verla entrañable o no, forma parte del convenio, nada que objetar. PTA aprisiona al filme bajo una correa secuencial donde el virtuosismo y el gran movimiento claramente chillan collage, debido pago de deudas y demostración desesperada por certificar que un joven cineasta lo sabe hacer “todo”. Sydney (1996), en su relativa contención, no semeja un primer filme en comparación con su segundo. ¿Qué pasaba con Boogie Nights? Cuando este flujo de miniescenas unidas y apelotonadas por barridos scorsesianos se detenía, asistíamos a escenas elásticamente estiradas, donde un cierto tipo de violencia se recreaba, ahí el filme se “detenía”, pero era una falsa detención, pues todo seguía demasiado atado a la estructura, una falla que luego llevaría hasta el paroxismo Magnolia (1999). En Licorice Pizza hay una de esas “detenciones” que puede espejarse fácilmente con Boogie Nights y, no obstante, ver qué ha cambiado en el proceso: todos nos acordamos cuando llega Alfred Molina en Boogie Nights y durante bastantes minutos la tensión de la violencia y el enajenamiento general sirven como una especie de catarsis ante la secuencialidad anterior. Esta violencia escénica precediendo al último acto, aunque no tan cerca del final, la encontramos con Jon Peters (Bradley Cooper) y la tensa secuencia de conducción en su último filme. Sin embargo, aquí la detención posee otro carácter, se imbrica en el drama más allá del mero ejercicio de tensionamiento del espectador bajo signos reconocibles de in crescendo narrativo. En Boogie Nights y Magnolia, PTA pretendía ser un cineasta dramático cuando, precisamente, su narración terminaba por comérselo todo. Si recordamos a Vincent Gallo berreando contra lo retro de Boogie Nights, uno entiende perfectamente el porqué: Buffalo ’66 es precisamente el filme opuesto en todos los sentidos al del californiano. Pero, ojo, una vez entrados en el nuevo siglo, las maniobras de puesta en escena de un filme como Inherent Vice (2014) están más cerca de ese Gallo, incluso son más libres (Buffalo ’66 es una película storyboardizada hasta el último milímetro) y juguetonas. El aspect ratio es del todo clave en este aspecto. The Master (2012) e Inherent Vice cambian por completo la disposición dramática escénica de sus filmes.

2. Hasta ahora, siempre habíamos sostenido que la “primera escena” de Inherent Vice era lo mejor que había hecho PTA. Ese estar ahí, en presente, sin atarse a un falso registro “verídico”, cargado de signos que construyen una rarefacción inmanente ─ya lejísimos de las tensiones y humores arquetípicos de Boogie Nights o Magnolia─ que para nosotros epitomizaban hasta dónde había llegado su cine. Ahora era la escena y su multiplicidad de señales lo que importaba, los lentos zoom ins, el contraste clarificante entre plano y contraplano, las reacciones pesaban, el mundo adquiría relieve. La carga elíptica no se había perdido, pero en esos planos o minisecuencias el acento no se dirigía tanto hacia un montaje secuencial que nos arrastraría hacia adelante con su peso ineludible, más bien se posaba en el propio respirar de ese plano concreto dispuesto a morir rápidamente. Los barridos esquizofrénicos de estudiante de cine con diploma “autodidacta”, salido de la escuela a voluntad, habían dejado paso a otra cosa. Inherent Vice comenzaba así: el choque de la luz natural del exterior con la artificial del hogar, el ligero estado somnoliento de Doc Sportello que se contagia al resto de la escena, donde vemos a Shasta como un fantasma parpadeante, la cámara cercana a los rostros y cuerpos, intentando escrutar una mirada concreta que ilumine cierto sentir de un personaje. O, más o menos, y para quien lo quiera entender de forma simple, didáctica, lo que pensamos al verla por primera vez: las tramas en Inherent Vice se nos presentan de manera abigarrada. El relato ha perdido su aparente cohesión y circula en diversas direcciones que parecen no confluir en un destino común. Lo que se nos presenta son los restos de lo que antes había formado una historia sólida. El último cine de Anderson se mueve entre las diferentes historias fragmentadas por la propia biografía de su nación. Un pasado que ha causado una rotura en el qué y el cómo. Un pasado que nos impide volver a filmar el mundo, sus habitantes y objetos de la misma manera. Así Sportello habita el relato propuesto por el cineasta de la manera más moderna posible: intermitentemente, moviéndose de manera confusa por los restos de la canción. Sportello es el gran héroe moderno de la filmografía de PTA. Quizá junto a Barry Egan en Punch-Drunk Love (2002), su personaje más claramente bienaventurado, aunque en el caso de Sportello esta bondad y ausencia de malas intenciones sea más difícil de captar en un primer visionado. Baste ver una de las escenas finales del filme, en la que Sportello ejerce de intermediario y, en última instancia, benefactor de la familia Harlingen al devolver a Coy al seno familiar y liberarlo solo en apariencia de las raíces del sistema (el Chryskylodon Institute).

3. En el término medio se encuentra Punch-Drunk Love, la película que más se puede espejar con Licorice Pizza. ¿Por qué? Porque sus aceleraciones y detenciones establecen un juego similar que se dirige a una cierta cualidad evanescente del montaje, tal como quedará imbuido el filme en la memoria del espectador, aunque a la vez el cálculo de planos reine, una abstracción más conectada con la mera captación del mundo estallando en breves epifanías absolutamente personales e intransferibles. Los personajes andando, saltando, deslavazando la escena, como Marlowe al final de The Long Goodbye de Altman (1973), como Egan en el supermercado en Punch-Drunk Love. Por lo tanto, en Licorice Pizza y Punch-Drunk Love la secuencialidad importa más que en The Master e Inherent Vice, somos conscientes de la macroestructura, pero esta se ha complejizado y perdido su obvia hoja de ruta. El drama, esta vez, domina los movimientos entre-escenas, y no al revés. Los impulsos caprichosos, ahora toca correr, luego romper los cristales, o dejar de hablarnos, la cámara pegada a la puerta del coche, se cierra con ella, tenemos la sensación de circundar entre dos sentimientos: la fuerza impulsora de un puñetazo o empujón cósmico que nos suelta diligentemente en medio del escenario, en el otro lado, la caricia ligera y tentadora que nos calma la insania y las prisas. Los cambios de ritmo en Peace Frog espejan muy bien los sentires de Licorice Pizza, el goce por la libre asociación a la concreción evocadora, en travelling lateral: para esta última no hace falta más que ver a Alana yendo de derecha a izquierda para recoger el cargamento. Unido a este recargamiento del drama, se encuentra otra de las claves de estos filmes que nos interesan de PTA: la posibilidad de que los personajes, aunque sea ilusoriamente, comiencen a dominar la escena, cosa que de ningún modo podía pasar en Boogie Nights o Magnolia. En Punch-Drunk Love, situándonos en la escena de la habitación del hotel, descubrimos que Lena comparte algunos de los instintos de dulce violencia de Egan y los dos consuman su atracción mientras Anderson los filma con unos encuadres cerrados que denotan bastante intimidad. Es aquí donde Egan ya ha alcanzado plena madurez y consciencia de sus puntos fuertes. Las obsesiones y debilidades que le asolaban y le hacían inestable a ojos de su familia y compañeros de trabajo se transforman en virtudes: armas que utilizará como características genuinas que, acto seguido, le harán fuerte en un mundo que pasará a ser conquistado por su presencia y no al contrario. Mientras el mundo habitaba a Barry Egan hasta este preciso momento de despertar matutino en Hawái, es a partir de aquí cuando Egan pasará a modular cada espacio y a virar en un vuelco de trescientos sesenta grados las relaciones de poder con cada personaje del filme.

4. Por estos motivos nos excitamos con Punch-Drunk Love y Licorice Pizza. Esta última, como decíamos, restablece muchos motivos fotográficos y de découpage de sus últimos filmes, las rugosidades de Inherent Vice, el apelotonamiento irregular de un background insolente, capaz de echar abajo la burbuja de los amantes, más cerca de la paranoia pynchoniana ─aunque aquí muy queda─ que de las disfunciones familiares de Punch-Drunk Love. Aun así, en ambos filmes nos restan disfrutes similares: ese ligero “dejarse llevar” en falso de la cámara, acompañando las carrerillas o súbitos impulsos, evanescencia dulce (último plano) que connota convulsiones internas en unos momentos, embebimiento e hipnotización inocente en otros. La importancia en Licorice Pizza está volcada en lo que sucede delante del aparato, pero dotada de algunos empujes deleitosos que se avienen a la temporalidad extendida y a la melodramática movilidad del relato. PTA controla los recursos, y aun siendo conscientes de que el cine no es un lenguaje, no podemos más que sorprendernos con el modo en que el cineasta hace avanzar normativamente el corredor de encuadres ora para narrar, luego para desenvolver transiciones, más tarde introduciendo una interjección musical que arrebata. Cuando toca en la relación entre Gary y Alana, una serie de planos-contraplanos consistentes afianzan el sentir emocional. Este impeler narrativo no tendría el interés que le concedemos si no fuera en ocasiones sostenido, condicional, ya que los diafragmas del filme, los músculos de oxígeno que le permiten respirar, se encuentran allí donde el corredor narrativo hace esquina, en esas largas secuencias de charlas y sucederes algo chalados, lugares donde la confusión y la conjunción sentimental de los personajes adquieren verdadera relevancia: la detención en falso de Gary y la primera preocupación real de Alana por él; Alana cautivada patéticamente con Jack Holden bajo la atenta mirada de un Gary celoso, un bar donde la pareja se encuentra atestada de equívocos aparentemente insolubles en una situación alargada y farragosa, logrando desviar de sus personas, en ocasiones, el pleno centro de atención; el temor prolongado que logra cernir Jon Peters, peluquero-amante de Barbra Streisand, cuya presencia, como la crisis del petróleo, amenaza incluso la recta continuidad del negocio amoroso. La secuencialidad amatoria esprinta para en momentos posarse, hidratarse, reposar, expandirse, dos movimientos consustanciales que le son necesarios. Los devaneos que implican la diferencia de edad entre Gary y Alana requieren una patentización paciente ─cuando el chico se toma a broma lo peligroso de la bajada sin frenos, contra Alana, que lo sufre, la masturbación que Gary le realiza al pitorro del bidón de gasolina, etc.─, luego nivelarse por medio de la emprendeduría (de él) y una comprensión puesta a distancia (de ella). Aunque sería pertinente una ponderada reflexión sobre el “retiro” de algunos de los grandes cineastas estadounidenses a otra época ─cabe destacar que PTA no emplaza un filme suyo en el presente desde el 2002, Tarantino desde el 2007, dando la sensación de que solo el viejo Eastwood se atreve─, bastémonos con apuntar la notable ausencia de nostalgia en Licorice Pizza, el cero embelesamiento tecnológico setentero: las camas de agua son lo coyuntural, no se filma directamente una mesa de pinball, nada que pueda atrancar la sensibilidad espectatorial en ardides de “otra época”. Tampoco existe ningún afán virtuosista ni coreográfico, como alguien podría pensar que sucedía en Boogie Nights, sino una viveza y una tarea espacial lejos de las elecciones obvias, de las facilidades crónicas y de lo dado de antemano, levantadas, en cambio, encuadre tras encuadre por medio del corte, en un procedimiento que poco tiene que ver con despedazar el espacio, más bien con una creatividad prosaica ganando el pulso tanto a la pureza de una construcción sistemática como al registro (la sabia edificación observacional durante la conversación muda por teléfono). Por un lado, lo acotado del filme, imposible recordar ninguna película tan sumamente repartida y equilibrada entre sus dos protagonistas ─aunque quizá sea Alana Haim quien más devora la pantalla por ser objeto del deseo reincidente de Gary─, por el otro, el bello par de escenas nocturnas con ruido celuloidal que granulan sin camuflaje la ciudad de Los Ángeles ─enclave de constantes inauguraciones─, un contrabalanceo matérico adyacente a los innumerables destellos y oportunidades de medrar que circulan el filme. La cuajada amorosa tarda en solidificarse. Sin embargo, cada grumo y escena le contribuyen, cada paso de acercamiento, alejamiento o doliente pausa aporta al propósito. Cuando suena Let Me Roll It en Licorice Pizza, ya no tenemos nada que ver con Scorsese, estamos mucho más cerca de la moción crucigrama enloquecida y dudosa de Charles Driggs en Something Wild (Jonathan Demme, 1986). La música nos ata a la escena y a las dudas mentales, el deseo insatisfecho. La única posible separación con este anhelo nos la podemos imaginar en un espectador que tenga la piedra del registro tan metida dentro del culo que no sea capaz de bajar la guardia y dejarse llevar por una escena que comunica empatía circundante y desestabilizada. El cine volverá a recuperar algo de asombro cuando se deje de sospechar del tema extradiégetico que se introduce para arrasar con nuestra lógica sentimental.

My Own Private Idaho Gus Van Sant
My Own Private Idaho (Gus Van Sant, 1991)
Punch-Drunk Love Paul Thomas Anderson
Punch-Drunk Love (Paul Thomas Anderson, 2002)

Licorice Pizza Paul Thomas Anderson 2

LOS SUBVERSORES; por Manny Farber

The Subverters
por Manny Farber

en Farber on Film: The Complete Film Writings of Manny Farber. Ed: A Library of America Special Publication, 2009; págs. 573-576.

LOS SUBVERSORES

Un día alguien va a hacer un filme que sea el equivalente a una pintura de Pollock, una película que pueda ser verdaderamente encasillada por su efecto, certificada como la operación de una sola persona. Hasta que este milagro ocurra, la enorme tentativa de la crítica de los 60 para traer algo de orden y estructura a la historia del cine ─creando un Louvre de grandes filmes y detallando al único genio responsable por cada filme─ está condenada al fracaso a causa de la propia naturaleza subversiva del medio: la vitalidad de bomba aturdidora que una escena, un actor o un técnico inyecta a través del grano del filme.
          Lo Último en Filmes de Directores, Strangers on a Train (Alfred Hitchcock, 1951), ahora parece en parte debido al talento de Raymond Chandler para crear eróticos excéntricos como la bomba sexual pendenciera que trabaja en una tienda de discos. Nada en el expediente hitchcockiano de retratos femeninos tiene el mordisco realista del rol de esta Laura Elliott, ni ningún otro filme de Hitchcock muestra tal ojo sombrío para el transporte y los suburbios de Los Ángeles.
          Inside Daisy Clover (Robert Mulligan, 1965), una autosátira exhaustivamente blanda de Hollywood, tiene una escena que es dinamita como crítica anti-Hollywood en la cual Natalie Wood, chasqueando sus dedos para sincronizarse con una imagen de ella misma, se mete dentro del papel de Daisy con el nervioso, corruptible, adolescente talento que descubriera años atrás Nick Ray.
          El más grosero de los filmes, The Oscar (Russell Rouse, 1966), alberga una breve intervención de Broderick Crawford, en la que este encapsula efectos de degeneración, vileza. La cursi y arrellanada actuación de Crawford como sheriff rural sugiere una carrera de profesionalismo ganado a pulso, el tipo de técnica cinematográfica interna a lo Sammy Glick que supuestamente esta película debe exudar pero nunca alcanza.
          King and Country (Joseph Losey, 1964) es generalmente acreditado como un filme de Joe Losey, uno que está manchado con su aversión y que arroja al espectador al centro de un horror fangoso infestado de ratas denominado como guerra de trincheras. Puede ser una “muy buena película”, pero, dentro de sus imágenes didácticas y carentes de humor que parecen surgir de una oscuridad rembrandtiana, no hay casi nada fresco en el trabajo de Losey, los actores o Larry Adler, quien compuso la música lacrimógena. Desde el solo de armónica que abre el filme, puramente convencional y sensiblero para ilustrar pequeños personajes aplastados por sus superiores, hasta el freudianismo final de cuando se introduce una pistola en la boca del desertor para concluir lo que el pelotón de ejecución empezó, nos encontramos ante una pieza teatral fotografiada constituida por acotaciones sobreentrenadas, en particular del catálogo loseyano de símbolos masculino-femenino.
          Del mismo modo que Paths of Glory (Stanley Kubrick, 1957) es deudora del sabelotodismo actoral de Tim Carey y del talento de Calder Willingham por las palabras cortantes, el diálogo que bordea la obscenidad, los nuevos filmes de Losey adquieren un notable impulso merced Dirk Bogarde y la tibia intelectualidad que impone al arrastrar sus frases, al enmudecer antes de espaciar sus palabras, sugiriendo así que cierto miedo o sensibilidad las empuja de su garganta. Bogarde es rígidamente interesante, y en menor medida, también lo es Tom Courtenay repitiendo su especialidad, un rostro que tiene la fealdad tiesa y convicta de un criminal en el tablero de anuncios de una oficina de correos, además de un masticado, engullido dialecto en el que a cada cuatro palabras transporta al espectador al hogar.
          Sin embargo, aparte de la interpretación, subyace una pequeña recompensa en la capacidad de Losey por sacar a relucir una intimidad sofocante, evidente hace mucho tiempo en los filmes que Losey rodó en Hollywood sobre un merodeador, un espalda mojada y un niño de pelos verdes. Nadie siente semejante espíritu de vacilación, pero dicha desconcertante frialdad de Losey hace parecer que este no toca material predestinado sino que únicamente se dedica a pulir su superficie.
          The Flight of the Phoenix (Robert Aldrich, 1965) propone como imagen dominante a un grupo de actores de carácter incansable atados como caballos a un pequeño avión o a piezas de uno más grande. Este plano repetido junto a otro también preciso de la misma línea de esforzados actores descansando contra el fuselaje de un aeroplano, cada uno de ellos sofocado por trucos realistas y fervor, sugieren que casi cualquier filme de Robert Aldrich se basa en gran parte en la vida salvaje y desmarañada que un actor de equipo como Dan Duryea puede aportar ejerciendo alrededor del borde, tratando de hacer ceder un guion enorme y fofo.
          Un filme de Aldrich no solo está construido bajo la idea de una interpretación subversiva, esto es únicamente puro entretenimiento que equilibra las carencias del director como un técnico hondamente personal con un instinto infalible para el tipo de electricidad afiligranada que es la base de cualquier filme pero que jamás se discute en las entrevistas de los Cahiers con grandes directores. El tema principal ─que relata llanamente la construcción de un pequeño avión a partir de pedazos de otro mayor─ se encuentra arruinado por coloreados deficientes, tomas del desierto a lo Lawrence of Arabia (David Lean, 1962), algunos errores de casting con dos actores franceses carentes de ese enfoque duro y anti-cinematográfico del típico Homo Aldrichitens, y por el curioso hecho de que Aldrich, capaz de tamizar el paisaje a través del rostro y las emociones de sus actores, se ahoga en cualquier cosa estrictamente relacionada con la configuración del espacio escénico.
          La emoción de la película proviene de un enrejado barroco, fragmentos de acción que parecen escurrirse de entre las grietas de grandes escenas: el monstruoso modo en que el parloteo germánico de Hardy Kruger se despliega sobre un labio inferior agrietado por el sol; la sensación casi laboral de observar los procedimientos de trabajo desde la perspectiva de un envidioso, competitivo colega; Ian Bannen haciendo cabriolas simiescas y bromeando en torno al alemán; una perfecta dosis de odio contra la autoridad por parte de un Ronald Fraser haciendo de sargento mantecoso; el extraño efecto de Jimmy Stewart virando hacia atrás y adelante entre las lentas afectaciones a lo Charles Ray que lo convirtieron en una estrella insoportablemente predecible y un nuevo Stewart con el aspecto de un perro de mediana edad abriéndose paso a lo largo de un momento complicado de una manera engañosa y sin relación con el guion o la interpretación convencionales.
          Viendo a Duryea solventar su endeble papel sin la habitual agresión dureyeana consistente en un cursi efecto de trompeta con su paladar inferior, disfrutando de los extraños saltos pogo-stick de Fraser cuando un motor averiado lentamente vuelve a la vida, un crítico puede albergar la esperanza de que se instituya un nuevo premio al acabar el año: al Actor Más Subversivo. Posiblemente el único medio de hacer justicia a la auténtica vitalidad en el cine.
          Así, en lugar de hegemonizar a gente con proyectos defectuosos ─los Lumet, Steiger, Claire Bloom─, el cinéfilo orientará su atención hacia los fantásticos pormenores de Ian Bannen como un adulador oficial liberal en The Hill (Sidney Lumet, 1965); hacia la vigorosa amalgama de Michael Kane entre el silencio ladino y la astucia taimada de un suboficial como el “Ejecutivo”, en The Bedford Incident (James B. Harris, 1965); hacia el vapuleo actoral de Eleanor Bron, apenas fingiendo interpretar y bordando la ternura enfermiza como una falsa muchacha hindú, en Help! (Richard Lester, 1965).
          Uno de los placeres cinéfilos consiste en preguntarse sobre qué de lo atribuido a Hawks en realidad puede ser debido a Jules Furthman, que detrás de un filme de Godard se cierne el acechante perfil de Raoul Coutard, y que, cuando la gente habla sobre el cinismo sofisticado de Bogart y su estigma como “peculiarmente americano”, realmente está hablando de lo que Ida Lupino, Ward Bond, o incluso Stepin Fetchit proporcionaron en inconfundibles momentos en que robaron la escena.

Julio, 1966

 

Routine Pleasures Jean-Pierre Gorin
Routine Pleasures (Jean-Pierre Gorin, 1986)

CINE, FRAGMENTOS DE EXPERIENCIA; por Jean-Pierre Oudart

“Cinéma, fragments d’expérience” (Jean-Pierre Oudart), en Cahiers du cinéma (febrero de 1979, nº 297, págs. 64-67). Sección – TRIBUNE.

[1ª PARTE] A PROPÓSITO DE «A CLOCKWORK ORANGE», KUBRICK, KRAMER Y ALGUNOS OTROS
[2ª PARTE] UNA CARTA DE JOHAN VAN DER KEUKEN
[3ª PARTE] CINE, FRAGMENTOS DE EXPERIENCIA

 Oudart3

En lugar de una respuesta a una respuesta que apenas implica, aquí, hay consecuencias.

          Que en A Clockwork Orange (Stanley Kubrick, 1971) haya prensa no es muy sorprendente, en un momento en que muchos sienten el sinsentido de la existencia en lo social, cuyos ideales progresistas y gerenciales tratan de camuflar las brechas. Que este sinsentido se convierta, a través de la eficacia de una dramaturgia burlesca, en un disfrute espectacular, es lo que hace que el tiempo de un filme se sienta como una ópera bufa.

          La cuestión que planteé, la del Dios malvado, no es una trivialidad filosófica. Hay una considerable cantidad de odio social, un peso de la muerte, del que se acumula el gusto actual por las películas de catástrofe, los grandes espectáculos catárticos que ocupan los titulares. Hoy en día, las únicas películas donde las multitudes se sorprenden riendo.

          ¡Pero A Clockwork Orange no es Jaws (Steven Spielberg, 1975)! El resorte de esta dramaturgia no es el poder aterrador de un guion del tipo “asústenme”. Y en su arte de lo sensacional, tambaleante, serruchado y revoloteado, se dice algo, violentamente y de forma menor, no en Hollywood, a lo que se puede denominar sus procedimientos de identificación, sus ideales coreográficos. Las hace añicos, en las mejores secuencias, según un cálculo desproporcionado de las imágenes del cuerpo al que debe su humor.

          Para dar la imagen de lo que se trata en el disfrute de este cine, hablé de un juego de cubos, pues mientras se piense en el disfrute del cine, la cuestión será una de cubos escenográficos. La obra de Kubrick no es tan sutil como la de Eisenstein, pero aun así es bastante agradable estéticamente.

          En ciertas secuencias tienes una imagen de plano medio o lejano sucesivamente, una después de la otra, y un primer plano en la siguiente. Efecto Eisenstein. Esto produce una pérdida instantánea de la impresión de realidad, de la referencia respecto a la posición de las figuras en el espacio escénico. El primer plano no es un detalle de un cuerpo tan grande como la pantalla, sino que, según la fórmula “tan grande como una casa” (en otras palabras, increíble, delirante, divertido), la pantalla es tan grande como un segundo de vuestro cine alucinatorio. ¡Gran golpe para los gigantes de la imaginación! Porque tal vez la pantalla sea tan grande como un dios, pero, como una dimensión humorística de esta experiencia psicótica que todo el mundo disfruta, el dios queda reducido a la nada por el efecto de inclinación (1). Así es como se formula, en A Clockwork Orange, que los grandes malos son ceros, como el escritor fascista que hace plusvalía con su mercancía espectacular.

          Hay aquí una lógica, una matemática de la risa, cuyo argumento por escrito nos pone en condiciones de reconocer que los automatismos maquínicos del cine no son los que creemos (o no solo ellos). La risa en el primer plano de hoy se hace eco de los aparatos electrónicos cuyo éxito está ligado al hecho de que hemos logrado fabricar máquinas que ponen en juego nuestras facultades alucinatorias, y el júbilo que acompaña al ejercicio.

          Pero Kubrick es mucho más que eso. Para mí, un filme como 2001: A Space Odyssey (1968) constituye el punto culminante de una experiencia de imágenes que no tiene equivalente en el cine de Hollywood, y también debemos rendir homenaje a esta gran ópera pacificadora.

          Un poco de diversión se maquina en planos deslizantes y desarticulados. Y para comprender en qué soporte de ficción informática está anclado al dispositivo cinematográfico que lo programa, según la experiencia de los espectadores modernos, habría que saber medir, con no sé qué instrumentos, el trecho entre el estrés-pánico de los EE.UU. ante el anuncio, por la voz de Orson Welles, de una invasión marciana, y la tranquila alegría del cuerpo en este cine.

          Entender cómo el escenario calculado de una pérdida de información, en esta prosopopeya sin sentido, se convierte en alegría para una multitud que, bajo este techo de hielo y noche polar, levantan musicalmente el eco apagado de un pánico.

          Y cómo, desde este techo, el filme es solo el índice repetido de la misma fractura que ya no señala, en el suspenso de una agonía a cielo abierto, sino un inmenso retiro de la libido en el campo de las imágenes.

          En un charco oscuro, después de la tormenta, las estrellas. Mirad pasar los cometas, las máquinas, antes de ser lanzados por un tren loco en la asfixia de una afasia que desde el punto focal brota en rayos de colores, filamentos, océanos que refluyen hacia atrás bajo la presión del techo que ahora da un paso al frente en una mirada que apaga un poco el terror. Pantalla.

          ¡No denoten las imágenes, en su lugar, alucínenlas! Y a cambio, podréis comprender que las historias de mierda en el fondo de los ojos, de escenas primitivas, de secretos perdidos que alimentan la semiología, son sólo artilugios psicoanalíticos, gafas que te hacen ciego a lo que, en el cine moderno, avanza materialmente.

          La pasión de la denotación es algo más serio. Sucede, como sucedió hace unos años en Hollywood, cuando ya no se pudieron ver las imágenes como pintura fresca. El argumento de los desechos, muy en boga hoy día, proviene de esta experiencia histórica. El argumento de la obra ha sido quizá solo la sucesión idealista, a modo de una conversión histérica de este afecto que ha despertado una generación de críticos de cine para producir las pruebas de la obra cinematográfica, las pruebas a la vista, que no deben dejarse escapar.

          Godard es un cineasta que no deja de fabricar imágenes que no puede ver en la pintura. Esta es la paradoja de su trabajo, el trabajo metódico de su odio. Su humor negro, en Six fois deux (1976), consiste en infligir fríamente a su mundo, a su público, una iniciación sádica que, en mi opinión, pone fin a esta época.

          ¿De qué se trata la entrevista con la señora de la limpieza y el joven soldador? Se trata de poner en acto la imposibilidad de gobernar, de ser condescendiente, de educar, y lo que las imágenes nos refieren son muecas de lo real muy poco tolerables. Este acto de cine es una manière de psicoanálisis salvaje de la relación fantasmática del cuerpo burgués con el cuerpo del trabajador, con el cuerpo obligado a trabajar. Y sin duda es la culminación del problema hacia la seducción y la obscenidad a la que las imágenes de Godard siempre nos han llevado. No más allá, lo cual en todo caso no es insignificante, más que reconocer lo enfermos que estamos de nuestra interioridad neurótica burguesa, hartos de su segregación. Y de sus imágenes.

          El hecho es que esta estética de la que tú-viste-bien, escuchaste-bien, admites que te pellizca, no es de mi agrado. A fuerza de saber demasiado bien con quién habla, estandarizando demasiado este conocimiento en sus procedimientos escenográficos, Godard acabará despertando solo pasiones ontológicas.

          En el cine de Kramer, tal vez se active algo como la ontología. A diferencia de Godard, y en el contexto de una experiencia completamente diferente, este cine no convoca al espectador como sujeto de un fantasma. Más bien funciona como una fantasma decepcionante, en la medida en que la obscenidad de las imágenes del cuerpo está, de algún modo, regulada de antemano, escenográficamente, por una exteriorización de los efectos entre bastidores. Por otra parte (y esto, creo, no tiene equivalente en el cine moderno), trabaja al espectador hacia la palabra hablada, con lo cual suscita una rotación del lenguaje en el curso del filme.

          Una película sin público, ni aquí ni en otro lugar, invisible e ilegible, Milestones ciertamente mira, de muchas maneras, al futuro del cine en 16mm. Ilegible no es la palabra adecuada: digamos que entonces no encajaba de tal manera como hoy podemos formular fácilmente el modo en que el programa de la obra aborda, en el cine, algo tan importante como lo que Joyce hacía en escritura.

          El problema no es que el antes y el después estén bien o mal en su lugar, sino que la posición en la que podemos pensar en su relación, en relación con los caminos de la ficción, es absolutamente problemática y enigmática. En cierto sentido es, en la sucesión de pequeños guiones, un cine muy transparente. Todo lo que ocurre, se dice, es fácilmente referible a una situación concreta, con el peso de un antes, abriéndose hacia un incierto después. Está muy claro.

          Lo que ya está menos claro es el proceso de relanzamiento de los personajes (suponiendo que podamos hablar aquí de personajes, hablemos de figuras), en el sentido en que tiramos los dados sin saber de qué lado caerán o si volverán a tirarse. Cuando, por cada figura, los dados han dejado de rodar, uno siente la necesidad de volver y rehacer la ruta en la dirección opuesta  ─¿buscando qué? No, como en la novela tradicional, que no conduce al espectador a ningún viaje retroactivo, sino más bien a lo que vuelve después, en forma de una parada, en forma de la obstinación de una palabra, de un gesto, de una imagen a significar, a partir de la continuación de los escenarios.

          La forma en que en Milestones cada figura viaja como el elemento de una constelación provisional, de una red de pistas semióticas móviles, es absolutamente desconcertante.

          En cierto sentido, estos elementos se condensan en valores constantes, denotando lo que, en esta reserva india, simboliza nuevas relaciones sociales, alianzas, filiaciones, sexualidades, los elementos del discurso y la práctica política, etc. Por otra parte, estos índices se atomizan en valores variables que marcan, en la dialéctica de los escenarios, en sus transformaciones, el incesante retorno de lo que siempre, de alguna manera, había pasado antes al as (2). Algo que siempre es del orden de un encuentro, de un deseo, de una demanda.

          Es llamativo observar hasta qué punto en Milestones solo hay, por una lado, reservas institucionales de socialidad (grupos, parejas), y encuentros solo en el exceso de su consenso. Según este agitado escrito, toda interioridad está destinada a aparecer tarde o temprano como un señuelo.

          No es porque tropezara con el tema del dinero de la comunidad que Terry, el ex G.I., vaya a cometer un atraco y a hacerse matar. Al mismo tiempo, los otros no se dieron cuenta. Y cuando John les dice y les explica que el origen social jugó un papel, es ya demasiado tarde: él mismo está completamente ciego a sus ideales de amar la propiedad.

          No es porque haya estado a la cárcel que Peter vaya a ir, a continuación, a la fábrica. El si rechaza la herencia, la sucesión del padre, tampoco es un movimiento evidente según un ideal de renuncia. Navegue usted de nuevo por el filme, revea otra vez el principio y se apercibirá de esta silueta que cruza la carretera (unas palabras intercambiadas con la chica del coche : «No quiero ver a mucha gente» ─ «Cambiarás de opinión cuando todos la rodeemos»), y, cerca de la aldea india desierta (antes o después de un episodio amoroso en las ruinas, ya no lo sé), la pose del vigilante al borde del acantilado, para entender que lo que camina aquí, es algo así como una carta de la muerte, y lo que aparece allí, felino en la hierba, en esta incandescencia solar, es algo así como el sueño insensato de lo que nunca ha sucedido, excepto en las imágenes del indio, un poco tonto. Algo allí, en la película, se vuelca; un cuerpo se vuelca en una nostalgia indecible. Luego, vuelve a subir la pendiente de una infancia fulminada por un rayo.

          Los dedos de John y Peter tocándose, en la arcilla del estudio, ¿qué significa, más allá de una carga fulgurante, relampagueante, de la imagen? ¿Dónde más tiene lugar el encuentro, si no es en la secuencia con el padre-médico, donde se trata de las cartas y la herencia? “Tus cartas significaron mucho para mí” ─pero él renuncia a la herencia. Hay un increíble cálculo estético en esta secuencia cuando se atisba algo similar al último pasaje del cuerpo de Peter en la ficción, que hace que uno diga una palabra de renuncia a un cuerpo cuya imagen se opone a él. Un tipo, en ropa interior, durante una sacudida, habla con su padre sobre cartas, herencias, fábricas. Y al mismo tiempo, lo que constituye un regreso aquí ─pero en el cuerpo de Peter, sin embargo, por primera vez─ es un estallido de imaginación narcisista.

          Un guion y una imagen, una disyunción y un remanente como contrapuntos a la imagen narcisista: un pequeñoburgués renuncia a la herencia paterna = castración, así es como se formula, en la carne del lenguaje con el que trabaja Kramer, con imágenes destinadas a provocar evocaciones verbales. Aquí, muy exactamente, para enunciar el no-sentido. No es la verdad, pero tal vez esta vestimenta pseudo-sexual del sujeto del capital, este forzamiento a un plus-de-disfrute, a veces no lleva el peso de su existencia. Es exactamente eso, a través los caminos a los que nos lleva esta experiencia de la escritura, entre imágenes y evocaciones verbales, la sexualidad, en su lado masculino, es insignificante, en el sentido de que no está idealizada.

          Como si en el estudio cuasi-etnológico de Kramer de una experiencia de mutación de los escenarios de la socialidad, su escritura produjera, además, el desencadenamiento de las funciones simbólicas que la normalizan, según la ley fálica. Como resultado, las imágenes del cuerpo masculino no-responden, no a su sexualidad, sino a sus ideales imaginarios. Y que, en esta desidealización de las imágenes se activa tanto el fantasma de un cuerpo a-simbólico (no fuera del sexo, sino radicalmente a-simbólico), como la hipótesis de una pérdida simbólica. Entre el cuero y la carne, en un efecto inconsciente del filme que asigna a los cuerpos de la ficción a suspender casi cualquier escenario erótico para realizar un trabajo completamente diferente, uno de relación sexual desescriturada. De lo que nos hace hablar de los “miembros” de una comunidad humana, como si las mujeres no existieran, y que en toda ficción de amor hay una.

          No hay relaciones sexuales en esta ficción cinematográfica, no en el sentido de que no haya sexualidad, o muy poca, sino en el sentido de que la escritura del guion no programa, entre las imágenes y las evocaciones verbales, ninguna versión ideal, a diferencia de lo que ocurre en el cine romántico, de un procedimiento de asignación de cuerpos para que se conviertan en uno. Decir que Hollywood, por ejemplo, nunca deja de programar la hipótesis del coito sexual, significa decir simplemente que al final, en la cuenta atrás de sus ficciones, hay una que tiene sentido, como un amor condensado de dos.

          Kramer no se contenta con filmar parejas en crisis, rebana este nudo, en las imágenes del cuerpo masculino, por una perversión de la escritura que consiste en producir el falo, estrictamente, como una objeción de pensamiento a que sea algo distinto del órgano, por un lado, y por otro lado, la línea disyuntiva que separa, entre imagen y lenguaje, el sexo imaginario, los ideales del cuerpo, del sexo real. Y esto sucede dos veces, en la secuencia homosexual y en la secuencia del padre.

          Hay, en este trabajo de escritura, algunos índices poco naturalistas, y para comprender algo de ello, hay que acostumbrarse a reformular la realidad de los guiones desde su dimensión alucinatoria, en la medida en que es en esta fractura donde se juega la hipótesis de una pérdida simbólica.

          En la secuencia homosexual, una conducta de deseo se bloquea solo para producir, en la siguiente imagen, una especie de concreción corporal a-simbólica, y en la siguiente imagen, el ciego tambaleándose con su bastón. Y, retomadas en su sucesión, las imágenes de Peter son las de un cuerpo que literalmente camina en busca de su sexuación.

          Como si no dejara de marchar, en este filme, la hipótesis de yo perdido, de una brecha indecible que nunca dejaría de escribirse, alegorizada en un guion perverso, trasmutándose en un enigma del deseo de Peter, y, en la extensión del tejido de la película, se tabulara como una multitud de cadáveres, tras el guion militante de Ice (Kramer, 1970).

          Al final del filme, un niño nace frente a la cámara.

          Como si, al final de esta Odisea terrestre, la película dejara de escribirse. Sólo quedaba el recuerdo de este lento trabajo de expulsión de la matriz. La imagen de la generación material de un cuerpo volvió a arder, haciendo retroceder los escenarios ya derrotados. Es, paradójicamente, la única secuencia espectacular del filme, el momento en que la imagen se enfrenta a la apertura de un cuerpo materno.

          Pero como si fuera necesario prolongar esta prueba por un último vértigo, la cascada blanca llega a realizar la alucinación de la caída misma de la pantalla. Este momento de terror extremo se extiende más allá del final de 2001: A Space Odyssey. ¿Qué es lo que te cobija en la ficción cinematográfica? Nada más que un ruido, un murmuro de lenguaje que atraviesa un efecto de escena. Pero cuando la pantalla en sí se vuelve obscena, como aquí, cuando se repite esta caída en blanco, en silencio, el cuerpo que yace en el espectáculo se derrumba.

          Repase el filme de nuevo mientras experimenta imágenes del cuerpo. Algunas anotaciones.

          En Milestones hay un posicionamiento paragramático de las imágenes del cuerpo que afecta a cada escenario, a cada imagen. Esto crea una masa en la memoria del filme, como si las imágenes se dividieran entre la película de una memoria comunitaria actual que se desmorona y la película del retorno alucinado de su pérdida, de la pérdida de su cuerpo de fantasía. Las imágenes de Milestones, según un cálculo permanente de los efectos del esquilmamiento de la materia-cine, son como las páginas de un libro sumergido, que se levantaría desprendido, sobre la superficie de las aguas de un diluvio universal. Un libro-monstruo. El catálogo de imágenes de un cuerpo desconocido, prehistórico, salvaje, cuyas muestras programarían menos la memoria de los cuerpos de ficción que la imaginación de otro cuerpo, de otro lugar. Una multitud de otro tiempo. En esta obra se revive la experiencia paranoica de Ice, tanto depositada fantásticamente en este modo catalográfico como reproducida, escénicamente, según un procedimiento de desprendimiento de los guiones de los raíles del documental, del reportaje, del testimonio, rompiendo concatenaciones secuenciales y situando las figuras en el espacio de manera que cada hoja, al salir de la reserva, parece suspender los cuerpos en la inminencia de una caída. A veces, defraudándolos dejándolos caer.

          A través de la mise en abîme de las imágenes, como también en el espaciamiento y la caída de los índices sonoros, se realizan fantásticos retiros de libido, pruebas de afasia, flashes suntuosos.

          En la memoria, Milestones es una masa de revocación de un cuerpo de multitudes deshecho, recuperado en fragmentos provisionales, en círculos, en nudos, ambientada con un murmullo de lenguaje que señala la presencia de una comunidad viva, separada de este fondo que vuelve a hacerse jirones.

          Como si la memorización del antes y el después se duplicara por el avance de otro recuerdo ─la pérdida de disfrute de una multitud, cuya nostalgia vendría del futuro. De un futuro improbable cuya contingencia la película señalaría el retorno imposible.

          Kramer, desde su reserva india, podría haber hecho un documental, un informe, un testimonio. Hizo algo más, el libro de una experiencia interior. El hecho de que tal energía estética haya sido utilizada para restituir, en el cine, la parte de lo vivo, en imágenes que se despliegan no según la ficción de una interioridad, de un teatro, sino según el arco de una genealogía y la memoria de una especie que conserva un poco de historia y cuenta su mortalidad, me parece hoy inestimable. Lo averiguaremos más tarde. Algo se expresa en este filme sobre una era de mutaciones que es la nuestra, lo que significa que, en el cine moderno, hay un antes y un después de Milestones. Que la palabra nunca se bañe dos veces en un mismo cuerpo, y que el cuerpo sea solo un elevamiento de lo desconocido en una especie. Mutaciones radicales, imágenes, escenarios, imágenes parlantes.

          Volvamos desde tan lejos.

          Para el cine de Straub, habría que encontrar también nuevas palabras, para hablar de su violento silencio, para tenerlo en cuenta materialmente, según sus repercusiones. Decir de Fortini/Cani (Danièle Huillet – Jean-Marie Straub, 1977) que, en el momento del silencio de la voz, no se trata de entender, sino simplemente de mirar, es hacer muy barato lo que luego puede hacer, en los espectadores, el conflicto, y transformar este cine en un acumulador de odio.

          En este violento silencio, en este camino angular-roto de la cámara, en este temblor de las imágenes que afecta al cuerpo con el estrés ─y este imponderable remanente de suavidad, ternura, el verde de las colinas─ y en este descenso en llamas negras de un ciprés atravesando el azul de un cielo italiano, se trata de la invocación. Por los muertos. Como si, en el silencio de la voz, algo llamara la atención, un ruido de lenguaje.

          Y si resuenan dentro de ti como la música (como un eco de Monteverdi) estas imágenes, concretas como el hormigón, cesarán de estar frente a ti.

          De nuevo, la invocación es sólo una parte de la experiencia de estas imágenes. En este camino angular roto, el susto de un clavo crujiendo en la piedra, una montaña levantada, colapsada por un temblor, un despertar de un gigante sacudiendo en su espalda los bloques, los árboles.

          Y en la experiencia alucinatoria, ¡no más invocaciones! «Tú eres la clave, como dijo Artaud del cuerpo del actor, metódicamente traumatizado». Por los bloques, las llamas.

          Imaginemos por un momento que el cine de Straub está desconectado del escenario dogmático que exige el visionado de la obra: la diferencia cualitativa de su escritura, su música estridente, su violencia material lo convertirían en un objeto estrafalario.

          En el contexto de esta posible ficción, el texto psicótico podría declinar su literalidad, la voz que trabaja para extenderse en capas y las colinas que tiemblan, la invocación a los muertos y la ocurrencia que pulveriza la obsesión que yace en lugar de la verdadera inscripción, en lugar de la pérdida de la realidad original de las imágenes. ¡Alucinad la colina gigante! La devoción a los instrumentos de creación colocados delante de la escena no os salvará, espectadores, del inefable pecado de ser bestias de cine fuera de catálogo. Aquel que piensa, en ocasiones, más allá de la pantalla.

 

Milestones (Robert Kramer, John Douglas, 1975)
Milestones (Robert Kramer, John Douglas, 1975)

(1) Cf. el texto de Pascal Bonitzer, «Les Dieux et les Quarks», en el número de diciembre.

(2) [N. del T.]: se denomina “as” al valor más bajo en el juego de los dados y el dominó.
 

A PROPÓSITO DE “A CLOCKWORK ORANGE”, KUBRICK, KRAMER Y ALGUNOS OTROS; por Jean-Pierre Oudart

“A propos d’«Orange Mécanique», Kubrick, Kramer et quelques autres” (Jean-Pierre Oudart), en Cahiers du cinéma (octubre de 1978, nº 293, págs. 55-60). Sección – QUESTIONS À LA MODERNITÉ.
 
[1ª PARTE] A PROPÓSITO DE «A CLOCKWORK ORANGE», KUBRICK, KRAMER Y ALGUNOS OTROS
[2ª PARTE] UNA CARTA DE JOHAN VAN DER KEUKEN
[3ª PARTE] CINE, FRAGMENTOS DE EXPERIENCIA
 
A Clockwork Orange 1 

Cuando volví a ver este ultra-famoso filme después de varios años, temí que me encontraría con un excesivo desfile mitológico violento. No es así y, con el tiempo, el filme de Stanley Kubrick sigue ganando, creo, contra su leyenda, el acento más precioso y raro del cine que se dice que es de gran tema: un humor extraordinario.

          Es, llevada a cabo al modo de una narración picaresca, una meditación desesperada sobre la violencia y su represión moderna. Una meditación que formula algo así: que la violencia solo tiene el poder de sus actos, cuando el poder tiene la autoridad de su discurso. Que esta autoridad se paga con una castración. Que el poder castra en nombre de la castración y no tiene otro argumento, esa es su ley. Con su giro perverso: el poder es seducido por la violencia que reprime. Y también: la violencia es seducida, desviada por el poder, cuando no puede prescindir de la autoridad de la ley.

          El personaje interpretado por el actor Malcolm McDowell lo pone a prueba. El filme cuenta las aventuras de su reeducación un poco como Kafka la historia de Gregorio en La metamorfosis. Es el mismo humor para la aventura de este devenir-educado y para la aventura devenir-cloporte. Lo que da a esta parodia baja de un filme de tesis un acento muy singular: el de una parodia de la justicia. Cuya ganancia en seriedad radica precisamente en el hecho de que no coloca a los espectadores en la posición de árbitros serenos de la causa a juzgar, sino más bien por debajo: el poder, en A Clockwork Orange, es un guiñol aterrador, risible y aterrador. Sus figuras son risibles, pero también son la castración personificada.

          No hay imágenes exactas de esta violencia y represión, nos dice el filme, porque el equilibrio es demasiado desigual entre las dos. No hay un buen cine de esta violencia y represión, porque no es posible ─es el sesgo moral de A Clockwork Orange─ que haya un buen público para este cine. La fuerza del filme, lo que está en juego en su violencia y su comedia, reside en el hecho de que pone al espectador en la posición de un mal público, un poco como se diría: un mal tema. No para tomar el lado imaginario de la violencia, al tono de «todos somos gamberros de music-hall», sino para tomar partido contra su juicio desde arriba, y su liquidación por medio de una maestría elaborada. Al humor del devenir-educado responde el de devenir-mal público: absoluta anti-ficción de izquierda.

          La mise en scène y la actuación del actor juegan un papel importante en este logro: Kubrick ha filmado a Malcolm McDowell como un matón seducido por la escena hollywoodense. Esta figura aporta a la ficción, mucho más allá de la psicología, un acento de verdad que es el del modo de ser menor del personaje, y la forma en que nos hace mirar el cine de la violencia y la represión en cuyo escenario es atrapado. En tanto que él mismo se deja seducir por la mise en scène de su propia violencia, como juega entonces el juego de la seducción castradora del poder, sin dejar nunca de parecer estar fingiendo.

          A Clockwork Orange es un filme que, porque juega sin reserva, en su escritura, este juego de terror y seducción (supongo que para los moralistas del imaginario como Godard y Straub, sería un filme ultra-fascista), y porque lo juega en un registro cómico, en el registro de la fantasía de hacer un filme de tesis de un alumno con mal genio, lleva a los espectadores a una risa muy rara en el cine: no hay imágenes justas, no solo imágenes, sino justamente el tono y los efectos necesarios para que los espectadores estén por debajo de la altura de visión requerida para ver filmes de tesis, y al mismo tiempo por debajo del nivel de su emoción, por debajo del nivel de una fascinación aliada a la alegría de este humor frío y desgarrador. Es decir, también, en algún lugar y conociéndolo, debajo de las máquinas de poder, sus procedimientos y rituales siniestros, el cine de su discurso e imágenes edificantes, y la plusvalía seductora de su perversión institucional. Pero también, dentro de la reanudación de esta perversión por el espectáculo, y junto a él: en la manera en la que esta figura ─cuyo acto asusta, mueve y hace reír a la gente, atraviesa su mitología y desmiente su seducción─ es un poco más que una estrella de marionetas, un poco menos que un verdugo, un poco más que una víctima. Y toda la gravedad de este cine se juega en esta pequeña parcela. Porque el personaje es siempre, en los giros de un guion que lleva al lado opuesto el guion americano de la conversión del forajido en sheriff, aquel cuyo lote está al lado de la seriedad y la legitimidad del poder, así como la interpretación del actor está al lado del cine de la indignación y la autocompasión de los espectadores.

          Los espectadores son libres de disfrutar al máximo de esta máquina de ficción, que es lo que me gustaría decir al pasarme con un reportero al viento, que dijo, “donde Kubrick propuso una ‘tesis’ sobre nuestra sociedad, Toback está esencialmente preocupado por conseguir que su ficción se ficcione” (Ignacio Ramonet, sobre Fingers, en Libération, el pasado 30 de agosto) ─y el referente no cesa de estar ahí, actualizado en la ficción. ¡Eso es un hueso para los fanáticos de la ficción! Esta violencia ilegítima y estos contragolpes legítimos, o legitimados, jamás, en A Clockwork Orange, pueden cambiar papeles ni prestarse al intercambio moralizado de sus lugares ─es decir, al olvido de la realidad de los actos interpretados en el filme. Lo real es el fin de todas las salsas hoy en día, pero en este momento de lo que hablamos es de la repetición, en el gestus del actor, de lo que solía conocer como una fantasía. Hay una verdad en el gestus de Malcolm McDowell, un acento insistente de verdad en el personaje, por el cual el referente es actualizado en la ficción: la verdad de este personaje que siempre parece estar fingiendo, llevada por el actor, orquestada por el cine de Kubrick, y el acento justo de la experiencia de tal sujeto de la autoridad de la ley, por el cual desborda su mitología. Digo sujeto, no secuaz, y si cada uno lo es, un poco más, un poco menos, secuaz y sujeto, la escisión a la que Kubrick se adhiere procede de un acercamiento agudo a lo real que hace de su personaje una figura realista, incomparablemente viva. Los soportes, los títeres de la ficción, activan con ferocidad, religiosamente, histéricamente, científicamente ─¡fíjense qué precisa, qué sabia es esta fábula!─, la negación de la pérdida de autoridad de la ley de la que están investidos, de modo que en tiempos como los nuestros, los escenarios jurídicos se convierten para algunos, e incluso para muchos, un poco más o un poco menos, en el cine de un Otro que no les desea lo mejor, el cine de un dios malvado. Los súbditos de la ley, por su parte, se ocupan de poner en acción, a la manera de simulacros ardientes, este cine que se les pega a la piel, sabiendo que no tienen otro, y también que no valen mucho. El personaje de A Clockwork Orange es uno de ellos, y si termina valiendo oro, su piel sigue sin valer mucho.

          La actualidad del referente, el desiderativo de mito, el retorno de la verdad de esta espectacular mercancía, el realismo de Kubrick: todo esto se escribe e interpreta, rápidamente, con precisión. Literalmente, no hace falta saber leer un filme para pensar en él con esta ficción. Es por la aguda preocupación del referente que esta meditación erudita sobre la violencia y la represión es un acto moral arriesgado en su terreno concreto. Es decir, algo que no sea un mito, algo que no sea una mercancía espectacular. Algo más que un tema y una variación, una ensalada ficticia modernista.

          Por eso este cine es, para mí, absolutamente moderno. Muy lejos del teatro metafísico de un Ferreri, congelado en una postura de artista que atestigua su poco glorioso fin de siglo, encerrado en un gabinete de alegorías humeantes, un esteta intelectualista con guiños y llaves. Muy lejos también de la dialéctica del aquí-y-allá, de esta fantasía planetaria que no tiene otro fundamento que la seducción terrorista de su discurso, su obsesión por las grandes causas y su chantaje a las verdades perdidas.

          E incluso, volviendo al cine de Godard, revisando Week-end, que es un poco como un contemporáneo de A Clockwork Orange, siempre que algo le suceda a esta irrupción del dios maligno, en las mentes y en los cuerpos: es sin embargo el filme de un etnógrafo que es un poco poeta y que solo tendría el humor mortificante de su práctica como etnógrafo, con algunos motivos políticos ocultos. Todo lo contrario de Kubrick, que politiza su relación humorística con los poderes del cine, sin repudiarlos, y con el cine del poder, del discurso y de la moral.

          No hace mucho tiempo, San Jean-Marie y San Jean-Luc, Godard y Straub, fueron en los Cahiers du cinéma el fin del fin de la modernidad cinematográfica. Para mí, la problemática de lo que está en juego en la modernidad es más bien, en sus líneas de mayor tensión, la imposibilidad de conciliar el cine de Milestones y el de Ici et ailleurs, el cine de A Clockwork Orange y el de Nicht versöhnt, y es en el pensamiento de esta conciliación imposible que hay una urgencia de trabajar sobre el cine, incluso teóricamente. Porque esta imposibilidad cuestiona al mismo tiempo los temas teórico-críticos y la política de los autores-Cahiers post-68. Lo que ha prevalecido en los últimos diez años es una valorización ─digámoslo aquí muy rápidamente─ del exceso de trabajo del significante. Según el impensado dogmático de la dialéctica del aquí-y-allá (donde la pérdida de realidad original de las imágenes del cine no debe dejar de ser reconocida, para ser recordada por los efectos del ya-cliché, por los efectos del montaje, para que la hipóstasis de un referente también perdido, en el exilio, en el sufrimiento, pueda ser soportada: Godard, Straub), en el vértigo iconoclasta de la deconstrucción de la impresión de realidad (donde esta pérdida de la realidad debe ser sobreactivada para que el efecto onírico del cine sea negativo, es decir, para que se siga conociendo la relación del espectador con el imaginario escenográfico, para negarse a sí mismo, para que se sepa que es solo cine, con la ganancia de falsa interioridad y pose estética que de él se deriva: Ferreri, Jacquot). Con las consecuencias político-moralizantes del tema del contrato filmador-filmado y su fetichismo entre bastidores, sin mencionar la vieja canción materialista sobre la productividad semiótica del montaje. Todos hemos estado en estos golpes de estado, pero ya es hora de salir de ellos. Porque terminó costándonos demasiada ceguera.

          Preguntémonos qué hace que la obra de Kubrick sea tan singular, un cineasta de Hollywood que no es de Hollywood. Ya había señalado, con respecto a Barry Lyndon, los efectos de la deflación imaginaria que afectaban a esta ficción. Hay en A Clockwork Orange un trabajo muy sistemático y paradójico de socavar la escenografía erótica de Hollywood, la del western, el cine noir y la comedia musical. Hollywood fetichiza el saliente de la figura en la imagen, Kubrick los efectos de la muerte, los asombrosos efectos del plano, del efecto del plano. Hollywood pone a sus figuras en posición de desfile, Kubrick, a través de los efectos de dislocación del encuadre, las desenclavija de este teatro. La escenografía de Hollywood siempre tiende a ganar una impresión de realidad en la continuidad diegética, pero en el caso de Kubrick es lo contrario: un flujo de desconexiones, escalonizaciones, dislocaciones, afecta a la ficción de un efecto de muerte interna. Este es el acento esquizofrénico de esta escritura, agitado por una especie de catastrofismo alegre, tanto planeante como cortante, donde el prestigio de la apariencia es llevado a su paroxismo y negativizado desde dentro de la ficción. Un choque de cubos, juego de construcción que nunca dejaría de desmoronarse, un alboroto de imágenes. Pasa a través de este humor subterráneo de la escritura, y en el tratamiento de las figuras, el recuerdo del burlesco, de este cine decretado desde siempre no serio por las jerarquías estéticas. Pero lo que hay que cuestionar es la histeria de la institución que censura el no tan grave pasaje escenográfico burlesco, tanto como un ataque sacrílego a la perspectiva adoradora del gran espectáculo, al cuerpo narcisista del actor, a la dignidad ontológica del personaje, a la seriedad, a la tragedia de la diegética novelesca. Imposible posar, en el escenario y en la sala, cuando las tablas empiezan a temblar imperceptiblemente. Se produce en el cine de Kubrick como una caída, una liberación sagrada de la escenografía hollywoodense. No tiene nada que ver, en su procedimiento de dinamización interna de la ficción ─insisto─ con la estética del ya-cliché (pérdida de la realidad original y exilio del referente) y del glacis escenográfico (producción de un efecto de sobre-teatro, valorización del volumen como vacío, perseguido por un fantasma de la realidad, un valor añadido de duelo), que envuelve al cine francés y europeo desde hace 20 años, en los cuales Syberberg es uno de los pocos que empuja estos límites alegremente.

          Lo cual puede tener algo que ver con el cine de Kramer, sin embargo. Ambos son escenografías. Una respaldada por el gran espectáculo de Hollywood, la otra por el cine documental, el cine directo. El primero pone en acción la parodia de este espectáculo. Y hay que decir que hay muy pocas ficciones, en el cine capitalista americano, tan anticristianas como Doctor Strangelove, 2001: A Space Odyssey o Barry Lyndon, que digan tranquilamente que los científicos están locos y son fascistas, que la ideología de la comunicación es una gigantesca broma, que el egoísmo del hombre hecho a sí mismo tiene algo que ver con la divinización del capital y la creencia en Papá Noel. En el escenario feudal de Barry Lyndon, el arribista, el hombre de orígenes oscuros, cae en la genealogía aristocrática de los poseedores de riquezas. ¿Pero qué es el mito del hombre hecho a sí mismo si no es, en el apogeo del capitalismo americano en una época de crisis mundial, el advenimiento de la figura milagrosa, la invención radiante del hijo divino del capital, en un momento en el que, en la estratificación jerárquica de las clases sociales, una nueva aristocracia industrial y financiera se dedica religiosamente a su reproducción? Lo que la escenografía del star-system pone en acción no menos religiosamente es la divinización del personal figurativo de su cine, y es la misma cosa. Y es a esta divinidad a la que Kubrick no dejó de enfrentarse con su cine burlesco, acusador, inquieto, menor.

          ¿Qué hace este otro americano, que es el más grande cineasta de nuestra generación, después de Ice, después de la paranoia militante, después del regreso a lo que para muchos nunca será lo que llamamos vida normal, vida normalizada? En Milestones, Kramer literalmente regresa a la tierra, en un gran viaje a través de las genealogías míticas y reales de las personas a bordo. En la superficie, es un documental novelesco en la tradición de la narrativa, del romance americano. De hecho, fílmicamente, es otra cosa. Un renacimiento de la ficción, en fragmentos, en pequeños circuitos más o menos conectados, extrañamente suspendidos, entre la memoria y la presencia, que es en lo que se basa este dispositivo de ficción, por su forma, por la tensión entre el efecto de sincronía del documental (actualidad permanente del espectador-sujeto de la enunciación) y cómo las garras novelescas lo rompen (por un efecto de sueño que inclina este efecto de actualidad permanente): la desconexión de las redes militantes, de su socialidad, de su consenso de palabras, imágenes y sonidos, de su discurso informativo, que algunos han experimentado como una catástrofe, no es necesario haber sido un militante para saberlo. Y hay, en la escritura, en los abandonos de la ficción de Milestones, algo que evoca esta catástrofe y sus secuelas. Como un regreso a la vida después del Diluvio. Hay un realismo del imaginario de Milestones, así como hay un realismo del imaginario de A Clockwork Orange, y eso es bastante raro en el cine de hoy.

          Milestones no es el gesto de recoger un álbum familiar componiendo póstumamente la memoria de una generación, sino la factibilidad de los circuitos biográficos que atraviesan esta memoria, y que no salvan la brecha entre el referente socio-histórico de los personajes y su presente ficticio. En la negación formal del efecto documental. De qué manera este filme, con una escenografía que flota entre Mizoguchi y el filme etnográfico, se inclina efectivamente hacia el cine documental, hacia el cine militante, pero lleva a cabo su resurgimiento de lo novelesco a través del modo de la puesta en acto calculada a partir de su consenso informativo. El referente no es absolutamente pendular, ni regresa fantasmal como un fondo perdido de ficción (como en un álbum familiar), lo hace aquí y allá, resurgente puntualmente, y al mismo tiempo, lo novelesco de Milestones le da la espalda. Esta es la paradoja del personaje de Peter, y si esta figura afecta, no es por nostalgia por no haber estado en Fusine, y es para muchos en el sentido de que no me siento del mismo lado que un amigo como Straub, que llama al filme de Kramer una historia sobre niños ricos, pero no más cerca de aquellos que, hoy en día, no querrían hablar de ello porque no es lo suficientemente jovial o de amiguitos para ellos.

          Este filme dice muy claramente que el antes no es el después, que el hoy no es el ayer, que el antes y el después no es lo mismo para el mundo, y sobre todo que aquí está también allá. Hay cineastas que están obsesionados por el hecho de que aquí no hay otro lugar, que solo se interesan por las mayores brechas entre aquí y allá, y esta es la mejor manera de no estar en ningún otro lugar que en el repaso moralizador de los imperativos de un dogma, a través de los medios de comunicación. Hay otros que también se preocupan por el antes y el después, y que piensan que hacer filmes hoy en día tiene algo que ver con no ser comido por los medios de comunicación. Y que también piensan, como António Reis en el admirable Trás-os-Montes, que aquí y en otros lugares, se trata del aquí y ahora, aunque no sea muy espectacular.

          ¿Cree que estos cines, que no son muy similares, son modernos e importantes para usted? No solo para alimentar el cine que todo el mundo hace con el cine ─pero eso también cuenta, ya que el cine es un signo, tiene sentido, redes, en sus bases de producción, en su circulación, en su escritura-crítica─ sino también por las cuestiones artísticas que plantean, sobre el realismo, sobre la novela, sobre lo cómico, sobre el trabajo cinematográfico? ¿Y no cree que le hacen preguntas completamente diferentes a las de Jacquot o Ferreri, Straub o Godard?

          ¿Es un cine que le da por un segundo el sentimiento de que tiene que trabajar para entender lo que está involucrado? ¿Es un cine que le pone en una posición de lector? ¿Es un cine que le prohíbe soñar, fantasear, escuchar su ficción, emocionarse sin comillas, sin supervisión? No, ciertamente no, y siento la urgencia de ponerme del lado de ese cine.

          En vista del enfoque proclamado, la claridad de la escritura de cineastas como K. y K., la legibilidad y la riqueza de los ecos de sus ficciones, quisiera decir finalmente a los buenos y viejos apóstoles del trabajo cinematográfico, a los partidarios del dogma de la concepción laboriosa del cine asistido por un espectador sufriente, del cine que le hace trabajar, del trabajo del cine que debe conocer, del valor añadido que se le da a quien sabe, es decir, a los críticos de izquierda ─aparentemente muy alejados del discurso académico, de hecho muy cercanos, apenas separados por la pantalla de su institución cinematográfica─ que podrían preocuparse un poco más de lo que se piensa fuera de este círculo. ¡Que trabajen para recuperar algo de estupidez!

          Por supuesto, mi objetivo al escribir estas líneas es también animar a los malos sujetos de este cine, es decir, a aquellos que ya no creen en absoluto en él, que han pasado por lo suficiente como para atreverse a pensar que les están dando una paliza, a dar un golpe metódico contra sus oscuros imperativos. ¡Rechazad, hermanos míos, que se os obligue a trabajar en un cine, como a los escolares! ¡Rechazad la angustia de la búsqueda de significaciones de un filme, con el pretexto de que está sobrecargado con un referente capital! ¡Rechazad el miedo a equivocaros en sus deseos de interpretación con el pretexto de que podría no ser la lectura adecuada, y que entonces no estaría en la posición mental y libidinal correcta! Sed los malos sujetos, los malos espectadores, los malos críticos de este cine anhelado que os obliga a dilucidar la relación entre su guion y su escritura, a una reflexión obligada y vigilada sobre vuestras posiciones como espectadores, a un discurso terrorista sobre lo que debéis saber de él, de lo contrario seréis decretados tontos, idiotas o imbéciles por algunas altas cortes. Nos veremos pronto.

A Clockwork Orange