The Codes [Szyfry] (Wojciech Has, 1966)
Un cineasta continúa una obra de aparente ambición desmesurada con una pieza de ochenta minutos, casi un reflejo de palidez desalentadora, a la vez filmando Cracovia, su lugar de nacimiento, dejando notar que ya han pasado veintiún años desde la II Guerra Mundial, ahora el viaje no nos aleja de Polonia a Francia, como le pasaba a Felicja en Jak byc kochana (1962), esta vez el tren, anómalo, frío, no dado a las confidencias, devuelve el cuerpo desplazado a la zona este de Europa, confronta la desmesurada entropía de los archivos con dos miradas, la del protagonista, Tadeusz, que desea saber si su hijo, Jędrek, murió al terminar la contienda o si sigue vivo, en algún frente perdido, bajo tierra, empujando la lápida, y la de Wojciech Has, que ya no desea saber demasiada cosa porque intuye que la mayor parte de los catorce años que pasó en Cracovia antes de que los tanques arrasaran todo han quedado solo en su memoria, dos miradas que se superponen, dos sentimientos, estupor y melancolía, acompañados de un silencio antepuesto a cualquier mudez, pues aquí, en presente, todos hablan, pesquisan, responden, hacen ejercicios de gimnasia mental, desentierran códigos de guerra, pero no la heroica, la patriótica, sino la que se inmiscuye hasta tal punto en el día a día que llega a ocupar la cama de la habitación de enfrente, retoza en el mercadillo de la calle paralela con dos clientas, pide a gritos una resistencia encubierta, encuentros furtivos entre dos caras muy concretas que dos décadas después olvidaremos, pues podrían ser ya las de cualquiera, pidiéndonos el tique en el tren, pasando desapercibidas en la ciudad como dos paseantes más, el doctor que nos supervisa los dolores, el abogado que defiende sin furor nuestra causa perdida.
Triste destino que tan alta sofisticación de resistencia acabe haciéndonos dudar, al desmantelarse los pelotones, de si el propio hijo desapareció a causa del bando propio. Wojciech Has comenzaba su trayectoria acompañado de otro maestro, Stanisław Różewicz, filmando la reconstrucción de Varsovia en 1947, hoy en día solo se le recuerda en esta parte del continente por dos filmes, el que precede al comentado, Rekopis znaleziony w Saragossie (1965), y la adaptación de Bruno Schulz a la que seguirían diez años de silencio fílmico, Sanatorium pod Klepsydra (1973). Ninguna de estas dos obras es representativa de la filmografía completa de Has, y mucho menos de su mal llamada primera etapa, pues tres cuartas partes de su obra se encuentran en ella, hasta Lalka (1968). Por mera comodidad, los que siquiera recuerdan a estos cineastas, se incluye toda esta gran etapa bajo la anexión cómoda a la Escuela Polaca de Cine, suponiéndole por ello una suerte de coyuntura que la alejaría de las dos obras más singulares y personales, aún proyectadas si la suerte alumbra en determinadas retrospectivas de cine polaco. Qué podemos decir, de qué vamos a sorprendernos, la voracidad cinéfila de aquellos que sí intentan desentrañar los pasos específicos, haciendo honor a la historia, a los códigos, encuentra hoy en este clima de una atmósfera empodrecida unos cuantos motivos para dar freno a su alimento constante de afectos en forma de emulsiones, de la nada pero con no poca razón les surge la pregunta ¿qué hacer con el cine? y luego continúa otra ¿qué lugar ocupa esta sucesión de emplazamientos que acaparan mi noche en relación al mundo, qué correlato obtengo de mi educación ética, humanística, al salir a la calle? Ante el freno de la vehemencia, adquirimos un semblante que intenta huir de la demagogia, los cuestionamientos majaderos que, al observar el cine como el problema contaminado menor, intentan hacer de él la parte por el todo, primero se resolverá el resto, luego, pasando a lo insignificante, llegaremos al cine, ante esto mejor callarse la boca, casi ni se puede hablar, casi ni se puede retrazar, más que no poder, dan ganas de mantener silencio, no hay interés ni del que se ha labrado una carrera de mirador profesional, tan atribulado por fuegos en contra, dejando atrás su pasado genuino donde comenzaba su mundo de cine con cimientos intransferibles pero felizmente compartidos para entregarse a la sucesión nostálgica de festivales y las malas camarillas prescriptoras. Esto es lo que queda de la rebelión, una larga sucesión de quejidos en retirada, la asunción de que comenzamos perdiendo. Un territorio de derrota humanística. Tal circunstancia debería hacer a esta cinefilia, por supuesto también a nosotros, especialmente receptiva a todos los filmes que Has filmó entre 1958 y 1966, pues pocos cineastas europeos se nos ocurren que hayan sabido registrar con mayor entropía revelada los cambios de statuo quo no necesariamente acompañados de cambios de humor, la ocupación alemana sucediendo a una elipsis fatal que nos emplaza directamente en la guerra, como okupas, en Pozegnania (1958), dentro de una casa en la que ni se puede respirar ante el agobio filmado no gratuitamente, ni con un punto intermedio donde es lícito sentir que no estamos ni demasiado cerca ni demasiado lejos, sino con una complejización en presente conculcando el humor y melancolía cracovianas por la sofisticación de un cineasta que contra más pobreza histórica confronta, menos se amilana a la hora de atacar con todos los recursos pesados que el cinematógrafo le proporciona para enlazar el pasado, realmente haciéndolo más claro, límpido, la sensación de que no hemos visto un regreso a casa con una modulación de la soledad, de las luces que alumbran una fiesta provincial, de las oportunidades que quizá nunca lleguemos a ver consumarse, como en Rozstanie (1962). Estos humores del hombre saliendo de la contienda, viéndola rematar o entre dos guerras, entre dos maneras de entender Europa, los ha filmado Has sin cesar, y esta faceta suya, la de cronista marginal del siglo XX ─pequeño por radiografiar siempre radios de acciones microscópicas en lo concerniente a las operaciones sentimentales adheridas a sucesos históricos siempre retomados en diagonal─, es la que no interesa reseñar, simplemente no hay tiempo que perder aquí, tengan en cuenta que el desencanto personal acumulado en forma de autoflagelo será incapaz de dañar en modo significativo alguno el curso de la historia del filme que ustedes olvidan. Otros se ocuparán de alumbrar las estrellas.
Szyfry. 1966. Once fotografías de París. El tráfico incesante, los tirados en la calzada, el foco sobre el guardia con la porra, tenue sensación de calma, en contra nuestra, créditos sobreimpresionados, Penderecki musica, un patrón que no logramos captar a nivel temático aún pero sí sentir rítmicamente, la lente reencontrada, apuntando paciente, sin demora, otra arma. Hacia el final del filme volveremos a estos planos de la calle, ya en Cracovia, en movimiento, sin detenciones, y tras el transcurso de indagaciones en espiral de Tadeusz, el padre, por mucho que sonrían los pequeños seres seguramente todos muertos ya, a pesar de la aparente normalidad, nos encontramos perdidos, ubicados con el cuerpo, varados mentalmente, en un cine sin embargo atado a reglas que Europa se estaba empeñando en romper. Has, a lo largo de los cincuenta y sesenta, incluso en este, su filme más quebrado, nos propone experiencias de movimiento blindadas, refinador extremo de todos los logros del relato narrativo y dramático que se había quebrado al llegar algunos novatos al negocio, expulsados los viejos lobos de mar por puro interés crematístico, la modernidad de Has es reaccionaria a causa de sofisticar por la antigua vía, su empecinamiento extremo con las posibilidades de la profundidad de campo, su respeto ancestral por el raccord en estas obras 1.37 : 1, retorciendo habitaciones, dividiéndolas, creador de diferentes estratos de visión con el uso de dos tabiques, un espejo, dos rostros, incluso al limitarse, sujetarse a una dinámica de plano-contraplano, no desaparecen los pequeños rieles, los súbitos cambios en la apertura del encuadre, la posición del aparato, un cineasta que consigue aquí despojarse de peso muerto, pues el filme acusa sin culpa su condición de artefacto con costes mesurados, aprovecha esta mal llamada pobreza para acercarnos como jamás volvería a hacerlo a esos rostros impúdicos, enfermos, que han olvidado, o que no logran deshacerse de un recuerdo, la tos de Zbigniew Cybulski, el remilgo insoportable de Barbara Krafftówna, teces descompuestas, inmiscuidas en el flujo laboral, haciendo un parón para contarse, contar, recontar, a Tadeusz, algo más de la red de recuerdos que implican a su hijo perdido.
Aquí los personajes reducen el supuesto psicologismo para conformarse en enunciadores de datos históricos repletos de ocultamientos, murmuraciones, desconfianza incluso de lo que uno mismo dice, inseguros del papel que les ha tocado representar al amainar el conflicto o demasiado colocados como para resultar preclaros, y aun con las mejores intenciones dos claridades suelen chocar en una colisión tan violenta que no permanece más que un lívido crepúsculo. Abundan esos momentos casi irreales donde la fuerza de los intercambios anubla el entorno y succiona la palabra en un tren de pensamiento centrípeto, y ahí podemos establecer un paralelismo con Kvarteret Korpen (Bo Widerberg, 1963), con la diferencia de que en la sueca encontrábamos incluso monólogos del proletariado pensándose a sí mismo. Szyfry no llega a ese aislamiento total salvo en la plasticidad de reconstrucción soñada, en la que se establece una pasarela entre dos tipos de fugacidades, la de los diálogos cuando pisamos la tierra y la de la niebla y los iconos al pasar en travelling por territorio sitiado, mientras oímos Anhelli, de Juliusz Słowacki, en recitación. Incluso aquí, el efecto vuelve a ser el de la desnudez, concentrando ladino los signos sustantivos con el mero pasaje tumultuoso entre objetos o fenómenos atmosféricos, figuras anónimas, que traban el primer término del encuadre, dando una ilusión de horizonte, una travesía del niño imaginado, Jędrek, en la que la huida pasa rápido a la pesadilla entrelazada de víctima y padre donde uno ya es objeto de cambio, mercancía entre bandos, sostén de una vela que no se apaga, los ojos como doncellas que cesan de trabajar por carencia de aceite en la lámpara vespertina. Esta superficie dramática convierte al filme en el más palpable de Has, incluso en su condición de duda moral mantiene abierto el ojo de la cerradura, dándonos la sensación de poder incorporarnos como uno más a la escena, lejos aún de la impenetrabilidad austera de los cuatro filmes de su última etapa, con un cálculo cuyo cerrazón y resolución nos expulsará como espectadores empáticos, aun admirando lo incorrupto del entramado. Hará falta la aparición de la metteuse en scène Hanna Mikuć en Nieciekawa historia (1983) para alumbrar la noche y embrujar la apatía tan fielmente chejoviana, dando pie al tozudo profesor, y por ende a nosotros, a desvariar el conjunto de futuros acechantes, y a Has, por supuesto, a flexibilizar sus encuadres, que por el mero influjo de la actriz terminan sacudidos, insuflados de una energía que ni tenía ni buscaba la obra en su parte diurna.
Tropezamos con estos planos de calles cuya tranquilidad nos sorprende y no conseguimos asumir. Antes del malestar moral tipificado en gamas cromáticas de frialdad tacaña, se negociaba en Polonia, en zonas limítrofes, siluetas huyendo de Dios sabe qué ─Nikt nie woła (Kazimierz Kutz, 1960)─, el precio a pagar por ofrecer una tersura que nos invita a mirar a través de una espesa capa de eclipses, cuerpos conquistados. Poniendo en la balanza el descalabro, conseguimos vencer en exiguos fulgores una ansiedad fusiladora.