UNA TUMBA PARA EL OJO

POLVAREDA SIDERAL: PIES SUCIOS

ESPECIAL RUDOLF THOME

Berlin Chamissoplatz (1980)
System ohne Schatten (1983); por Dave Kehr
System ohne Schatten (1983); por Serge Daney
Der Philosoph (1989)
Rot und Blau (2003), Frau fährt, Mann schläft (2004) y Rauchzeichen (2006)

El filósofo [Der Philosoph] (Rudolf Thome, 1989)

Der Philosoph (Rudolf Thome, 1989) - 1

Coronada de palmas
como una diosa recién llegada,
ella trae la palabra inédita,
el anca fuerte,
la voz, el diente, la mañana y el salto.

Mujer nueva, Nicolás Guillén

Conocemos a nuestro filósofo, Georg Hermes, volviendo del paseo matutino, habiendo comprado un bollo, el periódico, comprobando su buzón (vacío) ─luego sabremos que espera las primeras ediciones de su libro─, preparándose el desayuno con ascética aquiescencia de soltero: apenas queda una onza de mermelada y él se muestra muy tranquilo, quizá sereno. A continuación, uno tras otro, se nos presentarán también, sin aparente conexión, los desayunos de tres mujeres tras haber pasado la noche acompañadas. Cada una viste a su manera un irrepetible encanto matinal. Despreocupadas, ostentan su desnudez, comparten una pizca de exuberancia con estos hombres desconocidos, los cuales, sintiéndose recelosamente afortunados por tan gracioso regalo, parecen ellos mismos intuir que ya no volverán a aparecer en el filme una vez cierren las escenas. Así, con modos tácitos, juguetones, comienzan a desplegarse a distancia las contraposiciones entre el decoroso Hermes y las tres chicas que le enredarán. Nuestro filósofo las conocerá en una tienda de ropa, pues él cree necesitar un traje nuevo para su lectura y ellas despachan en el mismo establecimiento. Bienaventurada casualidad. Según lo miran al entrar pareciera que hay algo concertado, un designio, que estuvieran esperando su venida, miradas melosas, sonrisitas, como reconociendo en la envarada persona de Hermes, al instante, la emanación de un aura necesitada, por lo tanto digna, de ser puesta a vibrar confrontándola con una sensualidad próvida. Ellas desprenden una armonía equiparable a saberse poseedoras y alegremente responsables del ejercicio de un don que, generosas, disfrutan dispensando para transformar, sanando.
          Por el poder que atesoran, las tres mujeres se profetizan en las bacantes responsables que enseñarán al filósofo lo polisémico del Eros. Hermes grita necesitarlo cuando circunscribe su libro y la ponencia que imparte a una suerte de tópicos neoplatónicos, por lo que podemos oír, en exceso escorados hacia la reciente muerte de su progenitora, su anatomía de melancólico rematado y la blanquecina funcionalidad sosa que domina su hogar. El placer del espectador se inicia pronto, pues las chicas se afanan por conducirlo rápido hacia el brete, interpelándole de frente la pregunta por el amor terrenal, que si tiene chica… Insinuaciones al aire, oposiciones menos elípticas, donde uno puede acabar siendo engatusado a conciencia, cerco agridulce donde el cine de Rudolf Thome encuentra la felicidad y se hermana con el de Éric Rohmer. La seducción muestra la individualización de sus compuertas cuando las mujeres rompen por él su generalidad triádica, primeros planos en la cena que le hacen prestar atención a cada encantadora en particular: «Esta es Franziska, yo soy Martha y ella es Beate». Sin embargo, los sentimientos que asolan a ráfagas nuestro corazón con luminosa alegría incierta son justo aquellos que alejan al alemán del cineasta francés. Para nuestra perplejidad, reside en las mujeres una total ausencia de crueldad, desunida, extrañísima, a la proporción de su poder sobre el filósofo de frugal pedigrí. Lo invitarán a convivir a su lado. No importará de quién se prende primero, acabará cediendo; someterán a Hermes a una reeducación sentimental. Los fundamentos de la sociabilidad amorosa son contemplados por Franziska, Martha y Beate nada más que para retozar con ellos, comprendiendo preclaramente el efecto desarmante de besar los buenos días a Hermes cerquita de la comisura.
          Si a Georg se le empiezan a tambalear los soportes de su nicho discreto le achacaremos el yerro al oscurantismo de una teoría del conocimiento que, por pusilanimidad o cobardía ─cuando lo que tocaría, en cambio, es enfrentarse a las cosas sencillas─, ha elegido uno empezar a construírsela por el tejado. Craso error cuando el hombre lidia, pensamiento a través, con el arte de durar junto con las entidades vivas e inertes. Tal traspié echa abajo la celdilla mohína del personaje-eje por el traslúcido motivo que se le había venido escapando: hay que comenzar por los cimientos, aclarando, aprender a oler el perfume de una mujer, estimar el júbilo de un desayuno amaneciendo con un extra de dulcería… amontonen esos actos, piedra a piedra, y es posible, la naturaleza lo quiera, caer enamorado, por mero entendimiento amistoso, del prójimo y sus ofrendas. Como no podría ser de otro modo, también Sócrates, el supremo filósofo, debió ser aleccionado en el amor por un alma femenina oracular, Diotima de Mantinea, quien le advirtió que para llegar a practicar el amor por la sabiduría, siendo este el más excelso, primero tendría que aprender a apreciar la belleza erótica de un cuerpo, luego, atisbar que la belleza de este es hermana de la que hay en el otro, y así, aquietando el violento deseo de posesión de uno solo, erigirse, finalmente, en amante de todos, escalando el erotismo mediante cantidad de ellos hasta arribar al dominio de la belleza que habita en las almas. Para el espectador, la satisfacción del filme se abreva en esa suma de reacciones escalonadas entre el gustillo y la culpabilidad. Georg duda de la utilidad de los zócalos, se retrotrae a la isla del Mar Egeo donde años atrás pasó seis meses feliz, satisfecho como un bobo, dándose de cabezazos contra los paradójicos aforismos de Heráclito, El Oscuro de Éfeso, intentando creer en la imagen absorta que suponía como filósofo tenía el derecho a aspirar. Bendito alivio cuando las carantoñas de las tres mujeres se encaraman hacia su figurín rectangular y tieso, lo ablandan, miman, destensan, haciendo que se libre dentro de su fuero una guerra, y Thome, habiendo pasado la mayor parte de los años 80 filmando Alemania sin forzar el gesto, captura su Volksgeist con la airosa suavidad de una línea futura que, dinámica, cascabelera, viene a insuflar una sensualidad benéfica ajustada al naturismo germano (Freikörperkultur), tan sobrada de turgencias como para derramarse sin distinción hacia ambos lados del telón de acero. Beate se las sabe bien a la hora de adornar el nuevo hogar con alchemillas o crisantemos, los corazones de coliflor de Martha aderezarán con lozanos tintes la chata mantequilla matutina, también Franziska, con su Mouton Rothschild del 76 convenientemente decantado, desplegará los aromas propicios para construir, esta vez sí, los sostenes desde donde aprender a ser achuchado; y desde ahí los sabios dirán adónde, quizá el amor nos propulse hacia regiones más allá del mundo sublunar…
          Una pequeña barca servirá de pasatiempo al filósofo y Franziska, el primero no sabe nadar y el equilibrio lo traiciona, diminuto inconveniente, menuda jodedera ¿no? Al agua entonces, y del temor pasamos en sintonía a la risa boba, prendas empapadas y solución presurosa: por fortuna, Georg conjura un fuego con ramitas y madera. Desnudos ambos tras la reticencia inicial del hombre, suspiramos tranquilos al ver que hasta el camarógrafo se ha despojado de indicios pudendos y filma de pasada el badajo del anacoreta, al que le espera un pirético revolcón ─decúbito supino─ bajo la humedad de la tarde y la lumbre que lo celebra en esporádicos avivamientos del fuego. De regreso a la casa comunal, sostiene a su Venus estrellada con dos brazos canijos. Al irse sucediendo los amores y las cucamonas desbordándose por no encallar en una sola emisora, Georg necesitará retirarse un rato. Poco consigue aparte de una fiebre pasajera. A deshora se halla el tipo para volver a su meticulosa existencia anterior, aunque se le atraviesen rememoranzas ocasionales de una madre difunta ocho otoños atrás y el resto de la banda nupcial quiera afinarse hasta el hartazgo. El tipo es así, aletargado. La felicidad le abruma, se arredra instintivamente ante ella. Pero qué vamos a hacerle si de momento el pobre diablo no sabe disfrutar, tengamos paciencia e intentemos curarlo con caricias en vez de con capirotazos. Bondadoso Thome y bondadosa la tríada estelar, no pretendiendo que intercambiemos unas muecas de cruel merecido, enteco castigo, contra el pensador. La labor pasa por compilar un argumentario de sensaciones y no por la dialéctica del reconocimiento. Que no haya amos ni esclavos en el amor, sino sugerencia tras sugerencia, una propositividad dispuesta sobre cómo vivir mejor. Desde habituar al filósofo, medio refunfuñador, a la nueva computadora en sustitución de una máquina de escribir Adler cualquiera, a descubrirle que en los distintos sorbos de una copita de vino se esconde la enseñanza del panta rei; una ráfaga dionisíaca, caritativa y bonancible de tres mujeres que turnándose y volviendo a integrarse en el grupo marcan un compás para seguir construyendo, entre ellas, con él, desde las teas, la humareda del afecto hacia el orbe en su inaprehensible rebuscamiento sensitivo, es más, el trabajo de ir desconchando los hábitos para aprestarse a ser rociado por un oleaje de nuevos sentimientos, ocultos hasta ahora en el estrato inobservado de las capas que conforman la corteza terrestre. Con filmes como Der Philosoph o Tigerstreifenbaby wartet auf Tarzan (1998), el cineasta se acerca al sueño sesentayochista de Jean-Luc Godard cuando afirmaba que al proponerse uno hacer un filme debería hacerlo acerca de todo, concerniente a todas las cosas y a todos los sentimientos del mundo, pues Thome logra alumbrar en nosotros unas afecciones extraterrestres, no obstante próximas y capaces, de insinuarnos que está cercano el calor de la forja, allí donde Vulcano podría fraguarnos, con facilidad divina, un nitescente plano de existencia inédito. Clementes Franziska, Martha y Beate, diosas del olimpo, criaturas de ciencia ficción, provenientes del cielo, del futuro o de otra dimensión: hacia vosotras entonamos los himnos, ofrecemos libaciones, porque conseguís anegar nuestros ojos haciéndonos creer que el mejor de los mundos posibles puede existir realmente. Cuando seres parecidos a ellas vayan saliendo de la penumbra y nos embarguen con su arte, ese ideal llamado libertad estará más cerca de nuestro tejado, ahora sí, cimentado con besos, conservado con el civismo que merece.

Der Philosoph (Rudolf Thome, 1989) - 2

EL SISTEMA SIN SOMBRAS; por Serge Daney

ESPECIAL RUDOLF THOME

Berlin Chamissoplatz (1980)
System ohne Schatten (1983); por Dave Kehr
System ohne Schatten (1983); por Serge Daney
Der Philosoph (1989)
Rot und Blau (2003), Frau fährt, Mann schläft (2004) y Rauchzeichen (2006)

Closed Circuit [System ohne Schatten(Rudolf Thome, 1983)
por Serge Daney

En Libération; 7 de febrero de 1986.

EL SISTEMA SIN SOMBRAS
Tal es el verdadero título del filme que Rudolf Thome realizó en 1983: “La mano en la sombra” es la historia de un atraco informático. Esta fábula no tiene moraleja, pero es terriblemente lógica.

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“Entre ellos, no hay necesidad de una mirada, de un gesto, de un contacto cualquiera”, decía Goethe de los personajes de sus propia Las afinidades electivas (1809). “Estar juntos” les bastaba.
          Por lo tanto no es de extrañar que tras haber filmado (en 1983, en Berlín y en Zúrich) esta extraña Mano en la sombra, Rudolf acabe de llevar a la pantalla (bajo el título de Tarot) la obra maestra goetheana.
          Hay que hacerse a la idea de que los cineastas alemanes, a menudo, suelen ser más contemporáneos que sus colegas franceses. Más románticos (los alemanes), regresan voluntariosos a estas historias de afinidades electivas, de átomos pegajosos, de la química de los sentimientos y de utopías domésticas. De ello resultan tanto Falsche Bewegung (1975) de Wim Wenders como Die flambierte Frau (1983) de Van Ackeren, muchos de los filmes de Kluge, de Fassbinder y todos aquellos ─al menos los que conocemos─ de ese cineasta realmente demasiado poco conocido (en Francia) que es Rudolf Thome.             
          Esto le otorga algunas ventajas. En primer lugar, la abstracción del decorado alemán y en particular de Berlín, esa isla-vitrina que apela al “in vitro” de las experiencias. “Estar juntos”, en Berlín, es a la vez un lujo y un destino, un modo de vida y un ejercicio de estilo. Esto ocurre porque el cine alemán ya no tiene que tener en cuenta un star-system a la americana o incluso un tambaleante vedettariado franco-europeo que dispone de actores tan sólidamente neutros, maléficos o benévolos como Bruno Ganz, Hanns Zischler o Rüdiger Vogler. Así es posible, a causa de ellos, contar historias un poco más complejas que aquellas de polares agitados por el enésimo grado de cine francés.
          Así que, si al ver esta Mano en la sombra, usted se pregunta de dónde viene el ligero “exotismo” del filme ─su encanto─, pregúntese más bien quién, en Francia, podría interpretar a Faber (el informático que bascula) como Ganz, y Melo (el mafioso mundano manipulador) como Zischler. Parece que el cine francés no toma en cuenta a estos cuarentones: cerebritos agradables y chiflados, “naturales” y torcidos. Esto explica sin duda por qué los espectadores franceses pudieron identificarse con la pareja errante vedette de Im Lauf der Zeit (Wenders, 1976). O con Bruno Ganz.
          Este preámbulo no está destinado a preparar al lector para la idea de que La mano en la sombras es un abstruso eslalon (siendo efectivamente una intriga policíaca), pero sí a afirmar que hay filmes de acción sin violencia e historias de suspense (prácticamente) sin histeria. Unas historias en las que lo esencial sucede en la cabeza de los personajes. El de La mano en la sombra, por ejemplo, el cual suelda durante un tiempo a tres de sus personajes en torno a un “golpe” tan limpio, tan irreal, que supone para ellos y para el espectador un vértigo ante “la incalculable verdad de la vida” (Goethe de nuevo).
          Faber, ese es su trabajo, se ocupa de los programas informáticos de ciertas grandes empresas, especialmente de bancos. Al primer indicio de problemas, se lo llama (hay algo del “tengo una urgencia” de la cadena de tiendas Darty). Es suficiente con que Faber conozca a Juliet (de la cual rápidamente se convierte en amante no transitorio) y a Melo (ontológicamente turbio, pero con un encanto metálico) para que le persuadan de montar lo que debe llamarse un “atraco informático”.
          Basta con dos cosas: neutralizar el sistema de seguridad en el interior mismo de los códigos y provocar una avería cortando la corriente que alimenta al ordenador del banco. A continuación, no hay más que esperar a que ella llame a su reparador (Faber) para que este aproveche la situación para “introducir” algunos datos ilegales que se materializarán en una transferencia clandestina de algunos millones en una cuenta en Zúrich que Faber (con unos documentos falsos suministrados por Melo) habrá previamente abierto. Todo va según lo previsto, salvo un detalle: en el momento en que provocaban la avería, los esbirros (también suministrados por Melo) mataron al guardia que los había sorprendido. Ellos se vuelven, de golpe, más codiciosos, y Faber comprende que está atrapado. No obstante, el trío se escabulle a Suiza, y mientras espera que la transferencia haya tenido lugar se esconde en una cabaña más que nevada.

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Como sus personajes, Thome se apremia lentamente y finge admirar de pasada todo un paisaje de pistas medio falsas. Es entonces cuando el espectador histérico corre el riesgo de ser seriamente desconcentrado, como si demasiada limpidez no solo no presagiara nada bueno, sino nada “presagiable”. No es porque los dos hombres hayan empezado jugando al ajedrez (gana Faber) que debamos esperar una metáfora de chichinabo al estilo La diagonale du fou (Richard Dembo, 1984), y no es porque haya una mujer y dos hombres que debamos concluir hacia una psicología de impulsos regresivos y puertas cerradas tipo “juego de la verdad”. Tampoco las partes entreveradas de la “escena berlinesa” implican una mirada sociológica por parte de Thome. A los ojos de Thome, estas pistas solo tienen un interés: preparan al espectador para lo esencial.
          Pero lo esencial no es el clima, ni el desenlace; lo esencial es más extraño. La euforia que el espectador experimenta a través de toda la última parte de la Mano en sombra (entrega del dinero, repartición del botín, separación de los cómplices, escena del aeropuerto, final del filme) se tiñe de inquietud, cuando no de angustia. Es la instrumentalidad del mundo (Zuhandenheit, como diría Heidegger) la que se entrega a nuestra contemplación enervada y a la cámara atenta de Martin Schäfer. Y es la instrumentalidad de los seres la que se le agrega fríamente. Como en Tati, Hawks o Rohmer, hay en Thome una fascinación ante un mundo donde todo, fatalmente, funciona. Con nosotros, contra nosotros, sin nosotros. Estamos lejos de la metafísica del grano de arena (humano) que gripa la máquina (inhumana). Estamos incluso más allá del escarnio del quien-pierde-gana: la risa final de Faber es una reanudación, aún más seca, de la de Mason al final de 5 Fingers (1952) de Mankiewicz.         
          La narración es un cohete portador. Cuanto más fuerte es el punto de partida (este “atraco informático” es una hermosa idea de guion), más rápido se pone el filme en órbita, luego en piñón libre, hasta llegar a la entropía del “cine puro”. Es necesario maravillar al espectador con un plan diabólico (que marcha), para acabar dándole a ver un coche que arranca (y que marcha) como un acontecimiento maravillante. Quien puede lo más puede lo menos.
          ¿Y qué hay de los personajes? Es aquí donde hay que volver a decir que Ganz “el bueno” y Zischler “el malo”, por su actitud irónica y diligente, por su forma de ser ─de todos modos─ inimputables losers, son los actores ideales para esta hermosa fábula. Sin moral.

P.D. Es Dominique Laffin quien interpreta el papel de Juliet y hay que decir con emoción que aquí estuvo también perfecta. El largo plano en el que ella gana en el casino es otro momento de cine puro.

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(7 DE SEPTIEMBRE, 1984); por Dave Kehr

ESPECIAL RUDOLF THOME

Berlin Chamissoplatz (1980)
System ohne Schatten (1983); por Dave Kehr
System ohne Schatten (1983); por Serge Daney
Der Philosoph (1989)
Rot und Blau (2003), Frau fährt, Mann schläft (2004) y Rauchzeichen (2006)

Closed Circuit [System ohne Schatten] (Rudolf Thome, 1983)
por Dave Kehr

en Chicago Magazine; 7 de septiembre de 1984.

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LA ESTRATEGIA DEL SACRIFICIO

Reiner Werner Fassbinder está muerto; Wim Wenders ha hecho sus últimos cuatro filmes en América y Werner Herzog ha hecho sus últimos cuatro filmes en Marte. El Nuevo Cine Alemán, tal como emergió en los 70, ha perdido su liderazgo, y los filmes alemanes que estamos presenciando ahora parecen descuidados, confusos y a menudo estridentes ─como si los cineastas estuvieran intentando compensar una falta de convicción con un incremento del volumen. El cine alemán todavía tiene a sus individualistas valerosos ─directores como Alexander Kluge, Helma Sanders-Brahms, Percy Adlon y Herbert Achternbusch─ pero ellos gozan de estilos demasiado idiosincráticos como para encabezar una escuela. No queda nadie que pueda inspirar una amplia gama de trabajos del modo en que Fassbinder lo hizo ─nadie para atraer seguidores. Quizá el estilo de Fassbinder fue tan influyente porque, en última instancia, era formulaico. Su decisión de tratar los problemas sociales en la forma de amplios melodramas de Hollywood satisfizo tanto el gusto alemán por el didactismo como el gusto alemán por el formalismo, de modo que podía reproducirse fácilmente (aunque rara vez con la misma finura en la ejecución). El ejemplo de Fassbinder estimuló a decenas de jóvenes cineastas: les otorgó un lenguaje que podían usar.
          Pero en los últimos filmes de Fassbinder, su formalismo comienza a devorar su contenido: al final, su trabajo se había tornado gótico, decorativo y vacío. Amigos alemanes me dijeron que justo antes de su muerte Fassbinder se estaba preparando para lanzar un nuevo estilo, tan ferozmente naturalistas como abstractos habían sido sus últimos filmes; quizá algo de lo que tenía en mente puede verse en el frío realismo de Robert van Ackeren en Die flambierte Frau (1983). Pero el melodrama didáctico del penúltimo periodo de Fassbinder sigue siendo el principal modelo para los jóvenes directores de los 80. Nada lo suficientemente fuerte ha venido desde entonces para desalojarlo, pero su potencia ha sido casi agotada.
          Rudolf Thome parece pertenecer a los individualistas. Aunque ninguno de sus ocho largometrajes anteriores ha sido exportado, a todos los efectos pertenecen a la tradición de vanguardia ─de investigación sobre el peso y la textura del lenguaje fílmico─ que el cine alemán no ha tocado a menudo. Closed Circuit (el cual será proyectado este viernes y sábado en el Film Center) representa la primera incursión de Thome en un terreno más comercial: es en color, en 35 milímetros, y cuenta con un trío de estrellas del cine más autoral ─Bruno Ganz, la actriz francesa Dominique Laffin (La femme qui pleure, Jacques Doillon, 1979), y el crítico y actor ocasional Hanns Zischler (Im Lauf der Zeit, Wim Wenders, 1976). También tiene un argumento que suena a comercial: Ganz es un informático experto que consiente ser seducido por Laffin para unirse al plan de Zischler de robar electrónicamente un banco de Berlín. Pero Thome, mientras entrega toda la tensión e ingeniosidad que exige la trama del thriller, también se sirve del proyecto para explotar acercamientos alternativos al enfoque de Fassbinder. Parece haber invertido la fórmula fassbinderiana: en Closed Circuit el melodrama no se usa como un estilo, sino que se aprovecha como contenido, como un tema. Donde Fassbinder observaba las vidas ordinarias a través del filtro de las maneras del melodrama, Thome imagina cómo una vida ordinaria podría ser perturbada, socavada y quizá recargada por una inyección de experiencia melodramática.
          El título alemán del filme de Thome es System Ohne Schatten ─ Sistema sin sombras. El sistema es a la vez el preciso, ordenado, matemático universo que Faber (Ganz) ha construido para sí mismo ─representado por las alternativas “uno u otro” del cerebro digital de sus computadoras y los cuadrados blanco y negro de los tableros de ajedrez que Faber gusta de mantener frente a él─ y el frío, antiséptico, ambiente uniformemente iluminado que Thome ha construido a partir de los edificios de oficinas y apartamentos de la ciudad reconstruida. Faber es un ciudadano perfecto de este nuevo Berlín, el cual ha sido construido con miras a una eficiencia reducida al mínimo: vive solo en un apartamento de paredes blancas, que parece vacío excepto por su metódicamente ordenado escritorio; no tiene conexiones sociales, excepto una vecina del piso de arriba quien le pide una noche que le acompañe a una fiesta en la casa de un marchante de arte. Faber abandona reluctante su computadora (está trabajando en un programa de ajedrez ─tratando de enseñar a la computadora cómo sacrificar una pieza para ganar una partida) y la acompaña. Al principio, la fiesta parece ofrecer solo más de lo mismo ─paredes blancas y mobiliario minimalista─ hasta que ve una mujer de pie en la habitación. La había visto antes, a través del cristal de una librería mientras volvía a casa del trabajo; este segundo encuentro confiere una especie de providencia sobre su relación, y él se le aproxima. Ella, por fin, es algo diferente: una actriz francesa viviendo en Berlín (descubrimos más tarde que protagonizó un filme llamado La femme qui pleure), Juliet (Laffin) es oscura, seductora y energizada; parece emitir un resplandor de intensidad que nadie más en la fiesta posee. También tiene un amigo (Zischler), un exconvicto prósperamente vestido que ahora “compra y vende”. Su nombre es Melo; nunca se nos dice su apellido, pero es fácil de adivinar.
          La primera parte de Closed Circuit sigue la creciente infatuación de Faber por Juliet: una apostadora habitual (Faber la lleva al casino de la ciudad y, con su ayuda, gana), ella representa el riesgo que ha estado ausente en la vida de Faber. La dinámica aquí es puro cine negro ─es el marido obediente Dick Powell cayendo rendido por la sensual cantante de club nocturno Lizabeth Scott de nuevo─ pero Thome no lo filma como un delirio de cine negro. No hay ningún empuje obsesivo en estas imágenes: permanecen nítidas, brillantes y limpidamente enmarcadas, compuestas de una manera sencilla que bordea lo estólido. La confusión en primer término de Fassbinder y el rango de superposiciones de color que utilizó en sus últimos filmes para sugerir un ambiente plagado de peligro erótico han  sido desterrados del mundo pulcro y represivo de Thome; todo y cada personaje aquí ocupa su lugar predestinado. Thome dedica unos cuantos minutos de pantalla en el espectáculo de Faber limpiando y ordenando cuidadosamente su escritorio, guardando los papeles y libretas que pertenecen a su problema de ajedrez antes de sacar el material que necesita para piratear el programa informático del banco. Thome no está burlándose de la melindrería de Faber con esta escena (lo cual sería el reflejo automático de la mayoría de directores); está registrando el extrañamente sensual placer que Faber invierte en su disciplinado orden ─su limpieza del escritorio es como un ritual privado, una suerte de pequeña danza.
          Thome filma la limpieza del escritorio en una toma contínua, y a lo largo del filme corta lo menos posible, prefiriendo registrar las conversaciones en un plano maestro ligeramente distante en lugar de analizarlas en primeros planos rebotados. La cámara no se mueve a menudo, y hay muy poco movimiento entre las tomas, en su mayor parte, los actores permanecen congelados en su sitio. Pero algo extraño sucede con estas largas tomas estáticas: debido a que Thome sostiene sus imágenes un poco más de lo que dictaría una técnica correcta, convencional, adquieren una cualidad sutilmente abstracta. Las tomas cesan de servir al drama, y adquieren una resistencia, una vida independiente, que les es propia. A medida que las tomas continúan, los escenarios cuidadosamente neutros ─las paredes blancas y el mobiliario llano─ adquieren una importancia equivalente a los personajes inmóviles; el fondo se funde con el primer plano en una sola superficie contínua, y el efecto es ligeramente alucinatorio, una especie de vértigo quiescente que atrae a los personajes hacia la muerte. Cuando Faber se siente atraído por Juliet, es menos un anhelo masoquista de autodestrucción (la motivación clásica del héroe de cine negro) que algo emergido de una apreciación por el hecho de que ella puede aún moverse. Juliet es el único personaje que puede escapar de las superficies reptantes, lleva un pintalabios rojo que acentúa su boca ancha, y este parece retar constantemente a los tonos neutros que, por lo demás, definen el mundo de la película. (En un momento dado, aplicará juguetonamente un poco de ese carmín a la boca de Faber). Juliet es una promesa de movimiento, de escape ─un signo de otra vida, de una alternativa.

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Al principio del filme, Melo, que aprendió a jugar al ajedrez en la cárcel, reta a Faber a una partida; Faber gana, sirviéndose de la estrategia de sacrificio que ha estado intentando hacer aprender a su computadora. El cuerpo de la trama es una continuación de esa partida de ajedrez ─una revancha entre Melo y Faber, en la cual Melo intentará utilizar la estratagema de Faber, sacrificando su relación con Juliet para atraer a Faber hacia su plan consistente en atracar el banco. Faber es atraído por el elemento de riesgo que contiene el plan, pero también está determinado a minimizarlo: imagina un atraco al banco in violencia, en el que el ordenador será reprogramado para depositar extrañas sumas de dinero en una cuenta de Zúrich que él y su secuaces han abierto. Es esta alternancia entre seguridad y riesgo, orden y suerte, la que compone el “circuito cerrado” del título en inglés: Faber no quiere abandonarse a ninguno de estos dos elementos, y se mantiene girando entre ambos. Es necesaria una intrusión para introducir el cortocircuito que permitirá a Faber, camuflado bajo su apariencia de técnico informático, entrar en el banco y “arreglar” la máquina a su favor. Pero durante el robo, un guardia es tiroteado, y los dos ladrones profesionales que Melo ha contratado para participar en el golpe demandan una mayor parte del botín. El elegante plan se encuentra en ruinas: aunque el dinero ha sido depositado en la cuenta de Zúrich, Faber, Melo y Juliet deben ahora esconderse de la mafia, así como de la policía, y refugiarse en una cabaña en las montañas suizas.
          Una traza del vanguardismo de Thome permanece en los pasajes musicales que periódicamente interrumpen la acción ─un violonchelista interpreta un solo largo improvisado, la artista de performance Laurie Anderson hace un número en una sala de conciertos de Berlín, una banda de músicos suizos disfrazados para un carnaval local toca una extensa pieza de percusión. Estas piezas improvisadas, con su interacción de estructuras e impulsos, comentan la acción de forma bastante obvia (la canción de Anderson, la cual suena como una mala copia de Ken Nordine, entrega bruscamente una moral a la historia), pero si parecen retóricamente torpes, funcionan en cambio formalmente: imponen un grado extra de distancia en la acción, haciendo manifiesto el detallado plan estructural del director. Lo que más me gusta de Closed Circuit es que es una película ordenada sobre la tentación del caos y la necesidad de caos. Thome, a diferencia de Faber, nunca pierde el control. Sus temas están tan estrechamente anidados dentro de su historia, y su historia tan estrechamente anidada dentro de su estilo, que la película quizá podría parecerle sofocante a muchas personas. Pero el control es tan estrecho, tan intenso, que el filme adquiere algo así como una fuerza centrípeta: todo se precipita hacia el interior, empacado en torno a una idea central. La mayoría de filmes sobre este tema están destinados a explotar, desatando una liberadora ola de energía. Closed Circuit implosiona: la energía se precipita dentro, concentrándose en algún lugar en el fondo tras la mente de Faber. Al final del filme, se queda solo: nada ha funcionado como debiera, y a Faber no le queda nada. Y entonces, mientras está allí, abandonado en el tejado de un aparcamiento, una sonrisa misteriosa toma forma en su rostro. Ha sacrificado todo ─su seguridad, su estabilidad, toda su vida establecida─ y de repente se da cuenta de que, después de todo, ha ganado la partida.

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ANNA ICH LIEBE DICH

ESPECIAL RUDOLF THOME

Berlin Chamissoplatz (1980)
System ohne Schatten (1983); por Dave Kehr
System ohne Schatten (1983); por Serge Daney
Der Philosoph (1989)
Rot und Blau (2003), Frau fährt, Mann schläft (2004) y Rauchzeichen (2006)

Berlin Chamissoplatz (Rudolf Thome, 1980)

En tiempos donde cualquier película, hasta la que se sabe más menor, busca despuntar a cualquier precio, un filme de barrio cotidiano como es Berlin Chamissoplatz, sin caricaturas ni clichés de la histórica capital alemana ─una ciudad que, en honor a la verdad, confesamos no haber pisado─, alcanza a conmovernos, evocando en nosotros un afirmado sentimiento de pertenencia. Rivette aseveraba en 1998 que de todos los filmes recientes con Las Vegas como centro neurálgico, Showgirls (Paul Verhoeven, 1995) era el único real, y jamás había recalado en la zona. Pues bien, nos adueñamos con humildad de las palabras del francés sustituyendo nombre de ciudad y director. Porque hoy, puesta a distancia, esta Berlín filmada por Rudolf Thome puede parecernos la utopía, un ejercicio de conmensuración, casi que la plácida narración de un cuento de hadas. Menuda ironía deja a nuestra vera la intuición arrecha, pues en los ochenta esa ciudad iba ya demacrándose, abundando en quebraduras, especuladores inmobiliarios confundiéndose con buitres de carroña. El bloque amenazando con derrumbarse…
          …aun así, en su encofrado descansan, en pugna apacible con este principio de incertidumbre, preguntas aquietadas que sustentan la probabilidad efectiva de llevar a cabo aproximaciones felices. La unión de idiosincrasias opuestas solo por el libro teórico, puñetero, que hará levantar más de un fruncimiento al dar cuenta del cariño en pisos sucios, relaciones piquitas. La principal, entre Anna Bach y Martin Berger. Ella, estudiante, se encuentra implicada en la lucha vecinal de la Platz donde reside, él, arquitecto, es el encargado de justificar las obras que eventualmente perjudicarán, según Anna, a su comunidad de inquilinos. El contexto urbano, la barriada, no diríamos que acoge ningún drama feroz, sino que inspirando y espirando recolecta el romanticismo pasado ─tres veces adaptó Thome a Goethe, la primera en Stella (1966), causando lágrimas sinceras a Jean-Marie Straub─ adoquinando al tercer personaje, el distrito, que descascarilla matices, aporta el suplemento de calle, actuando en realidad bajo una modalidad de jurisdicción especial, como los antiguos panoramas fotográficos de grandes ciudades, envolventes, gigantescos, inabarcables de un vistazo. Aparte del barrio, reconocemos que la preeminencia del punto de vista se nos concede repartida entre los cortejadores, quienes, partiendo de posiciones enfrentadas en tanto su función económica y social (fastidia si se les da la importancia innecesaria: ellos no lo hacen), se irán arrobando el uno del otro. Ambos tienen cosas que aprender, obligaciones que decidirse a desatender, cosas que ayudarse a olvidar; resumiendo, se escuchan cavilosos, puntito fascinados. ¡Vivan los novios!
          Este cine de Thome, medio ácrata tranquilo cuando aún faltaba más de media década para que abandonase a sus asistentes de guion ─aquí y en dos largometrajes ulteriores Jochen Brunow, Max Zihlmann en ocho de sus proyectos─, participa también en cuanto a formas de la conmensuración: ausculta, atento avizor al paisaje, se posa grácil entre el ramaje del cine de su tiempo, como un gorrión, toma rápido en su pico lo que otros cineastas han conquistado y se pasea a saltitos con el botín, husmeando intemperie, más tranquilo que una mosca posada sobre la comida pal perro. No roba: reúne, ecologiza, deglute. Recorre las cinematografías de los años ochenta de puntillas firmes, sus movimientos recapitulan, avanzan, enmarcándose en tradiciones restañadas.
          Del balance histórico, atendamos al sordo bullicio mesurado con que Thome registra, sin minusvalorar su lucha, un retrato algo otoñal del grupúsculo activista local al que Anna pertenece, concediéndoles la razonable visión paranoica de los vencidos, anegados ya los setenta, mientras que a Berger se lo deja medio en paz, con su bonhomía de clase pudiente y su acomodaticia creencia burguesa en que uno recibirá justicia con solo engalanarse con buenos modales. Ante todo, educación, respeto y conmiseración recta. ¡Cuán crédulos hemos sonado! Pero oíd, en asuntos de dos, un grato silencio previo a la respuesta jactanciosa podría acabar con alguna guerrilla ingrata, dar arranque a la sedición. Con César Vallejo en la pluma, nos dirigimos, en esta forma, a las individualidades colectivas, tanto como a las colectividades individuales y a los que, entre unas y otras, yacen marchando al son de las fronteras o, simplemente, marcan el paso inmóvil en el borde del mundo. Algo os identifica.
          Del balance formal, podríamos embebernos en decenas de detalles que hacen a Berlin Chamissoplatz propender hacia el acotamiento de unos consensos esenciales. Empezando por lo aprehensible y diáfano, resiguiendo una filiación de la que la crítica aguda ya dio cuenta en su momento, se prolonga en este filme, de modo especialmente consecuente, un derrotero Éric Rohmer que en poco participaría del adjetivo “naturalista”, el cual, en demasiadas ocasiones, hemos venido escuchando utilizarse desventurado como calificativo para referir las maneras cinematográficas del galo. Al contrario, siendo más bien el antónimo de lo que se entiende por “espontaneidad” e “impremeditación”, al igual que demuestra Thome, las señales del deseo que los personajes le telegrafían al espectador, en puntos y tiros largos como en morse, se encuentran apuntaladas, en sus escenas, por traslaciones de los cuerpos latiendo en concepciones espaciales muy previstas, mientras que el camarógrafo, persiguiéndolos tan certeramente, nos hace olvidar cómo los mantiene sin escapatoria ni improvisación casi siempre en el puro centro del encuadre. Casi, insistimos: si los vemos en el extremo, el prodigio inverso ha lugar, reparamos en el aparato.
          Jugando a calibrar fantasiosamente la trayectoria de Thome en retrospectiva, se nos antoja divertido imaginar que colocó a sabiendas, para despistar a aquellos críticos que tanto aborrecía ─«los críticos alemanes afirman que intento imitar a Rohmer, o me comparan con él y dicen que soy menos bueno. Esto es completamente estúpido. La mayoría de estos críticos ni siquiera son capaces de ver sus películas, ni las mías, con los ojos adecuados (siguen una moda, y Rohmer está actualmente en boga)»─, a los protagonistas de Berlin Chamissoplatz en la proyección de un filme de Jacques Rivette (Céline et Julie vont en bateau, 1974), a Bruno Ganz y Dominique Laffin enfrente de la emulsión celuloidal made in Doillon, añada 79, La femme qui pleure ─hasta Laffin afirmaba diégesis adentro ser actriz en el filme francés─, mientras que los de Tarot (Thome, 1986) asisten a uno de Rohmer (Les nuits de la pleine lune, 1984). Los vulpinos analistas chiflados conjurarán paralelismos afectados, pero lo único cierto es que a Thome le gustaron las películas, y para alguien como él una pequeña celebración no suele venir nunca mal, el hombre tiene cariño a filmar breves vislumbres de belleza, sean para la sala sagrada o su Vimeo personal (periódicamente cuelga en Internet su vida partida en cientos de vídeos molientes).
          Las conmensuraciones brotan por doquier. Reflejada en un espejo, en la vivienda de Anna, adivinamos de refilón una frase grafiti azul que, aun no pudiéndola leer entera, nuestra asociación-automática-neuronal-cinéfila relacionará con la militancia principios de los setenta Jean-Luc Godard: piso de militantes que militan, viviendo para pintar más militancia en las paredes. ¡Uf! Aquí nos sobra, pensamos. Luego, con el cuadro completo, veremos que se trataba de una bromita de Thome. El tabique no enunciaba algo tipo «une minorité à la ligne révolutionnaire correcte n’est plus une minorité», sino «se reposer comme une fraise» (descansa como una fresa), pintado seguramente por su ex francés, un regalo tierno hacia Anna. Pero bueno, no le pillemos cariño, este chaval tiene prisillas cansinas, a la jovencita Bach le venía de perlas un burgués digno como Berger que abandonase su mierdento trabajo con el fin de verla cuanto antes. Y hablando de Godard, el gran exmarido de la cinefilia despechada, fíjense en la pelín alienante gasolinera, coronada por el letrero publicitario DKV, adonde Berger debe ir a buscar a su exmujer: una pequeña escena de dos encuadres, en la que la percepción se expone al silencio marital pasado, al peso de un armisticio prebélico a punto de quebrarse… Vale, Berger y su antigua pareja intercambian palabritas, hay algo todavía… ¡Ni hablar! La turbulencia no proviene únicamente de esta conversación entre amantes fracasados, sino también del paisaje: es la sensación de guerra fría de una estación de servicio contra la humanidad, una emoción agresiva que se filtra sin pretender por ello soliviantar al espectador por entero, sí bastante, pero sin que tampoco ─sumidos en esta inevitable calma cruenta de batalla mundial en curso─ la intensidad esperanzadora de una vivencia estética popular colores primarios Bauhaus decaiga. Persiguiendo evocaciones similares, Godard no consiguió filmar una gasolinera así hasta bien entrados los ochenta, a retazos en Prénom Carmen (1983), finalmente valiente en Je vous salue, Marie (1984), resarciendo el haberla convertido antes en cómic ─Pierrot le fou (1965)─ o en panfleto ─Week-end (1967)─.  Como escribió Serge Daney, Thome y el cine alemán iban entonces un paso por delante.

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Quelques remarques sur la réalisation et la production du film ‘Sauve qui peut (la vie)’ (Godard, 1979)

 

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Prénom Carmen (Godard, 1983)

 

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Je vous salue, Marie (Godard, 1984)

 

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Film socialisme (Godard, 2010)

 

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Berlin Chamissoplatz (Rudolf Thome, 1980)

 

Ovilladas en la madeja cine, nos rendimos a la percatación de que las filiaciones en Berlin Chamissoplatz podrían anudarse en las aristas de cualquier filme mínimamente materialista, al cual se le permite respirar. Fundidos a negro muy lentos, lentísimos, separan las escenas y secuencias. En lo referente a la sintaxis diegética, estos fundidos riman con la subjetividad deseosa del espectador, resistente como Thome a querer abandonar, a consentir el sueño-despertador-a-las-ocho, a que acabe el día para los personajes. Manténgase erguido el barrio. Amamos la escena, la vida, esta escena, esta vida y, como a Anna, no nos importan las promesas hechas por otros sobre un futuro próximo donde las cosas dicen irán mejor. La sombra de una nube pasajera oscurece lenta durante un segundo la escena y el rostro de Anna, pensamos que el metraje va a cortar. Al volver a bañarla la luz nos cercioramos respecto a que la forma en que la materia infiere en la idea no encapota el propósito ambulante, sino que en cambio, lo hace más bello, al dejarlo ser, incidir, fijando la idea de modo circunstancial, vapor duradero vigoroso a los malos contrastes de copias sospechosas. Pasan las décadas y esa nube ansiada por el camarógrafo (Martin Schäfer) traspone tanto como aquellas ensombreciendo los personajes-obreros-campesinos de Vittorini en los filmes de Huillet-Straub (lección aprendida, aplaudimos).
          Para acabar, el balance político, interpersonal, aglutinador de los sentidos últimos. Lo acompañamos durante la travesía fílmica, permanecemos pizca agitados: es el hado de la relación Anna-Berger. Ambicionamos verlos felices, consumada la conmensuración. Jugando contra nuestra percepción radican las maneras de Thome, donde la utopía se cifra en que la tensión no existe ni las prisas determinan ningún rol. El aparato consecuente, la música meciente y la copa de vino acompañan el ansia templada masculina hacia la mujer joven. Encontramos divertimento con él en desayunar suciamente, donde acabamos de dormir, en atrevernos a pensar, ante el ofrecimiento de la querida, si lavarnos los dientes con el cepillo ajeno. Romántico gorrino. Sumen más, los pretendientes se gustan. Saliendo al mundo exterior con ella tras la apacible, suponemos reflexiva, visita a un museo, un gesto denigrante del novio francés de Anna ─la manía de grabar conversaciones privadas─ podría hacer peligrar nuestro trabajo, pero no nos importa a estas alturas; aceptar en un día de playa italiana tener otro hijo, lo vemos adecuado. El amor nos dota de fuerzas para exponernos, tocar el piano cantando a voz en grito para enamorar o, acaso, por descorchada felicidad; tras haber dormido con ella los motivos se indistinguen. La aventura tierna, rotos los lazos, heridas cicatrizando a paso lento, termina curando discusiones fatuas. Sabemos que es costumbre de los recios doctrinales recelar de la mitigación, lo que conllevaría sustituir el pie de contienda por el coloquio efusivo, bordado en trazos de cariño.
          Aquí, desde puntos geográficos distantes de nuestra desdichada patria, dos amigos fortificamos algunas certezas viendo Berlin Chamissoplatz. Pudimos advertir nocherniegamente los trazos sedosos, lugareños, europeos, y en emoción creciente ─a pesar de la traición final que remata el filme sin echar culpa pesada sobre nadie─, llegando a un pacto: era 10 de junio, y ambos hacía tiempo que no sacábamos las chanclas del armario, cosa poco fina quizá, pensábamos, después de zapatear durante el otoño, el invierno y la primavera con los pies abrigados. Verlas esparcidas o calzadas en los pies de Anna, paseando Alemania a diez años de caer el muro, convenció al dúo del tiempo desperdiciado tanto como la voz de la chica enamoró a Martin. Ese verano entrante airearíamos los pies, ya fuese en masías catalanas o playas gallegas, y juntos, sosegados, pensaríamos en grafitear sobre la pared más inoportuna una declaración de amor. No podía costarnos tanto, eran cuatro palabras y nuestros pies irían ligeros.

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RECLAMANDO LA TIERRA

Strangers in Good Company [The Company of Strangers] (Cynthia Scott, 1990)

Strangers in Good Company Cynthia Scott 1

In my sweet little Alice blue gown,
When I first wandered down into town
I was both proud and shy, as I felt ev’ry eye,
But in ev’ry shop window I’d primp, passing by.
Then in manner of fashion I’d frown
And the world seemed to smile all around.
Till it wilted I wore it, I’ll always adore it,
My sweet little Alice blue gown.

Alice Blue Gown (L. Friedman, B. Whitson)

Autobús varado en medio de la campiña canadiense, un conjunto de siete ancianas más camarada negra, joven en comparación, deben reposar en una casa cualquiera, plantada ahí por vaya Dios a saber, desde luego no era aquella donde Constance pasaba sus veranos, sus ya tan lejanos julios y agostos, de niña, vencido ya el recuerdo pero no agotado. Constance es triste, vive triste, dicen de ella sus accidentadas compañeras. Los personajes adoptan el nombre de las actrices, existencias puestas en diálogo a la candela del relato. Dicha casa funciona de hospicio transitorio, y poco tardan las ocho mujeres en entretenerse con tareas rurales, remembranzas, deseos de futuro, estas siete ancianas disponen su sabiduría y la condimentan con una pizca amarga de recelo y temor, lo vivido no se puede ignorar, retornan fotografías de hace cincuenta, sesenta, setenta años, las vemos en la flor de su vida, nos embarga el enternecimiento, surgen estos registros e instantáneas a la manera de un pétalo cayendo sobre el pelo de las nanas, una corola de néctar posándose sobre la cabellera de Beth, temerosa a quitarse la peluca, la suspicacia candorosa escolta, vergüenza por dejar visibles los signos de un natural apagamiento del cuerpo… No importa, Michelle, la referida muchacha de color, le quita los rubores y la hoja cae sobre las raíces de la hembra, la luz nos permite ver el remanente de sus verdaderos mechones, y casi corremos a aconsejarle que se quede así, con el pañuelo rodeándola. Una ligera gratificación de savia recorre los momentos que pasamos con cada uno de estos seres humanos, Cynthia Scott les proporciona el terreno, los instrumentos ─la frondosidad da oportunidades sin desconfianza─, y ellas agradecen, aprovechan esa congruencia. Princesas perdidas en la niebla de una estación incierta, su fin de siglo será el nuestro.
          En compañía de extrañas, la buena comparsa del aparato, el plano medio cerrado, encubridor de los más sigilosos testimonios. Los epitafios del tiempo se esconden, la tierra les hace la peineta, larga cabalgata de sensaciones al trasluz de los porches y verandas, un tiovivo afeccional cargado de reencuadres yendo a parar al sentimiento bruto a modo de los que nos podemos encontrar en uno de los grandes filmes de Henry King. Este es mi sitio como espectador, me digo al escuchar las ganas que tiene Winnie de volver a enamorarse, rememorando anhelos juveniles, llenándose de dinamismo, aludiendo a una pareja recién vista: tenían apetencia, él y ella, de comerse enteritos, jugarse el destino. Qué poco saben los jóvenes cuando se entregan el uno al otro del plus de lozanía que pueden concederle a una anciana, Winifred hasta pensando en ellos podrá vencer su miedo incunable a las ranas. Este es mi sitio como ser humano, vuelvo a susurrar. La casa estaba ahí, desierta, y durante cien minutos, un huracán social la puso patas arriba, colapsó la proscripción a las zonas vedadas de mi colectividad. Serge Daney lo sentía con Francesco, giullare di Dio (Roberto Rossellini, 1950); actualizo esa generosidad del encuadre hacia mis ansias negadas, agazapadas. La emersión emocional de Alice, Beth, Catherine, Cissy, Constance, Mary, Michelle y Winnie estalla al lado mío, pero no dentro de mí, la visiono con la cerca entreabierta del abuelo que quiere verme entrar a su casa, comer conmigo. Confiado y de buen corazón, encomienda a mis manos libres para hacer el camino en soledad.
          Trenzadas al lado de las alimañas cordiales del riachuelo y noches con ronquidos de desconocida procedencia, ellas se entienden silenciosamente, y no se callan, pero al hablar cambian, sus temas recorren una dialéctica que ha sobrepasado los vanos rencores, ya se instalan los consejos en bocas de las que no sospechamos malicia, desnudan sus ayeres con constancia calmosa, en un lecho de yerbas: el suave orgullo de Catherine, monja, la admisión de homosexualidad echada al aire, como un respiro, de Mary. Alguien las escucha, allí, acullá, eso llega. Cuando olvidan, lo hacen para sí. Constance borra recuerdos y difumina su vida en unos horizontes propensos a deslizarse arriba y debajo del encuadre. Piden nada, esperan lo que pueden. Échame una mano, aguarda conmigo la llegada de la suerte. Al dar fin el estado temporal de abarrancadas, salimos de la ígnea puesta de sol tendidos a los ojos del creador. Recorren el entorno doméstico donde la cinta remata salomas, hachos, embaimientos e intermisiones del presente, que se han esparcido por el mundo arcano trabucando los cuadrienios. Acudiremos a la próxima vendimia.

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Suena The Silky Veils of Ardor (Joni Mitchell)…

ARGUMENTO CINEMATOGRÁFICO DE “DOIS CÓRREGOS – VERDADES SUBMERSAS NO TEMPO”, COMENTADO POR CARLOS REICHENBACH

ESPECIAL CARLOS REICHENBACH

Falsa loura (2007)
Reichenbach filho o el porno tropical; por Louis Skorecki
Dos testimonios de Carlos Reichenbach
Garotas do ABC (2003)
Argumento cinematográfico de «Dois Córregos – Verdades Submersas no Tempo», comentado por Carlos Reichenbach

“Dois Córregos – Verdades submersas no tempo [argumento e roteiro final comentados pelo seu autor]” (Carlos Reichenbach), en Coleção Aplauso Cinema Brasil; (São Paulo, 2004, págs. 5-39)
 
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INTRODUCCIÓN

Así como en la mayor parte de sus filmes, Carlos Reichenbach trabajó el texto de Dois Córregos en dos etapas distintas:
          Primeramente, en forma de argumento. Una descripción detallada de la acción de tratamiento casi literario, donde las situaciones dramáticas aparecen ya explicitadas, pero aún no enteramente resueltas. Los diálogos, en cambio, deben estar apenas esbozados, pues se sabe que exigen un empeño y una disponibilidad de tiempo que a veces pueden, incluso, inhibir la desenvoltura de la trama. En resumen, en el argumento se utiliza el tiempo para elaborar en detalle la acción. Un buen argumento, de un filme de hora y media, normalmente no sobrepasa las doce páginas escritas en espacio simple. Un argumento no pierde el tiempo con terminologías técnicas o firulas “filosóficas”. Se dice popularmente que un buen argumento debe ser comprendido fácilmente (y admirado) tanto por un profesional de cine como por un banquero o inversor que entienda poco del asunto. Finalmente, teniendo el argumento como guía se desarrolla el guion propiamente dicho. Entonces sí, el guionista debe detenerse cuidadosamente en la escritura de los diálogos y en la descripción técnica de las escenas (o secuencias).
          Es obvio que las estrategias de trabajo dependen exclusivamente de cada guionista, pero es posible afirmar que estas dos etapas, trabajadas separada y cuidadosamente, satisfacen las necesidades esenciales de un guionista eficiente.
 
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RESUMEN

Dos adolescentes, burguesas e inexpertas, y Tereza, una joven humilde y mujer apasionada por el hombre equivocado, conviven durante un largo fin de semana con un hombre fascinante y misterioso.
          Él es clandestino en el país. Brasil vive un momento turbulento de su historia. Un “rito de paso” para las adolescentes. Un aprendizaje de vida para Tereza.

Dois Córregos - Verdades Submersas no Tempo (Carlos Reichenbach, 1999) - 1
 

ENTRE LA RENUNCIA Y LA TRANSGRESIÓN
Carlos Reichenbach

Fue en 1960, unas semanas después de la muerte de mi padre, que conocí la ciudad de Dois Córregos, en el interior de São Paulo. Estudiaba en un internado en Rio Claro y un colega me invitó a conocer su ciudad natal. Recuerdo el impacto provocado por la visión de la estación de tren local, una fiel reproducción, obviamente reducida, de la estación de Marsella, Francia.
          Las estaciones de trenes y las plataformas marítimas son imágenes recurrentes en mis filmes. Como metáfora de la percepción de la pérdida, fueron las primeras obsesiones imaginativas que me acercaron al cineasta italiano Valerio Zurlini. Zurlini y Dois Córregos, génesis de mi duodécimo largometraje.
          Desde O Paraíso Proibido (Carlos Reichenbach, 1981), cuyo personaje interpretado por el actor Jonas Bloch es un doble de Alain Delon de La prima notte di quiete (Valerio Zurlini, 1972), vengo persiguiendo exhaustivamente la atmósfera desencantada y existencial, los tiempos ─de un cuarteto de cuerdas─ y los desenlaces sometidos a lo inexorable que tanto caracterizan al cine de sentimientos de Zurlini. Escribí y filmé Dois Córregos teniendo como fuente de inspiración una copia en vídeo de La ragazza con la valigia (Zurlini, 1961), regalo del amigo y escritor Márcio de Souza. Pero, después de ver la copia final por tercera vez, descubro asombrado mi deuda con el filme anterior de Zurlini, el también extraordinario Estate violenta (1959).
          Pocos filmes en la historia del cine mostraron de manera tan intensa y poética el momento histórico y la realidad política invadiendo el cotidiano sentimental de las personas.
          Así como Zurlini, también me intereso por los personajes masculinos a la deriva, a la izquierda de la izquierda, subversivos por su generosidad obscena y que anhelan un orden sin coacción en su fe irrestricta en la utopía. Incomprendidos en su tiempo y fragilizados al máximo, busco trabajar a estos sin la complacencia y la afectividad de mis personajes femeninos.
          En Dois Córregos, entre la transgresión de Hermes y la renuncia de Tereza, transitan la generación del acuerdo MEC-USAID (Ana Paula y Lydia) y las marionetas del Ato Institucional Nº 5.
          Busqué centralizar la acción dramática en la trivial convivencia entre un hombre maduro y angustiado con dos jóvenes inmaduras y una mujer necesitada, inspirándome directamente en los dolorosos días que mi padrino de bautismo pasó escondido en la casa de campo que mis padres tenían al borde de la represa Billings. El proceso de cambiar el sexo de las adolescentes y la toma de partida por la tónica romántica, a diferencia de lo que sucedió en realidad, buscó acenturar la idea del rito de paso y de un proceso de desalienación. Pero fue a partir de una imagen, que me marcó profundamente en la pubertad, que el filme comenzó a existir en el papel y en el celuloide: alguien escribe cartas para sus hijos, justificando sus actos para sí mismo, mas no las consigue enviar…
          Una vez más la música es un personaje fundamental en mis filmes. Es ella la que posibilita el entendimiento entre personajes antagónicos. Fue un privilegio trabajar con Ivan Lins y Nélson Ayres.
          Como acostumbro a filmar con playback, usando canciones conocidas como referencia, el desafío del compositor y el arreglista fue aproximarse al máximo a la sugestión preciosa de versiones personalísimas, trabajadas a partir de Joe Cocker (You Are So Beautiful) en el tema de la escena de amor y del John Lennon póstumo (Free as a Bird) en la secuencia de la lluvia.
          Bajo la tónica musical, Dois Córregos se inspira en César Franck por la búsqueda de una atmósfera melancólica e impresionista. Asumidamente un filme triste, como las felicidades efímeras, pero evitando a toda costa la seducción del chantaje.

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DOIS CORRÉGOS
Argumento cinematográfico de Carlos Reichenbach

Resumen del argumento cinematográfico

1996

Anna Paula, 44 años, acude al interior de São Paulo a recuperar una casa de campo que heredó de sus padres, fallecidos recientemente, y que está ocupada por grilleros. Avergonzada por la indiferencia de su abogado y la rudeza de la actuación policial, rememora la última vez que estuvo allí.

1969

En 1969, a los 17 años, ella trae a su compañera de escuela, Lydia, precoz y experta pianista, para conocer su reducto en “Encontro dos Rios”. Ellas pasan cuatro días en compañía de Tereza ─empleada de confianza, medio paje y hermana de crianza de Ana─ y Hermes, el tío que siempre vivió en Rio Grande do Sul y que Ana Paula ve por primera vez. Ella descubre que su tío tiene problemas con la policía política, que pasó dos años en países sudamericanos involucrado en grupos activistas de extrema izquierda, que está escondido en la casa de campo de su hermana mayor tratando de oficializar su regreso al país; y por lo tanto forzado a permanecer lejos de su esposa y de sus dos hijos pequeños. Joven e inmadura, alienada de lo que está sucediendo en el país, Ana no entiende las razones que hicieron que su tío se separase de la familia. Con Lydia el entendimiento es aún más difícil; ella es hija de un militar de alto rango, habiendo asimilado por completo todos los prejuicios paternos en relación a los activistas. Sin embargo, sus ojos tristes y su belleza austera y clásica, que tanto recuerda a la esposa de Hermes cuando era joven («Ciertas chicas tienen la belleza de las personas que mueren temprano», dice Hermes parafraseando a un poeta francés), y sobre todo la sintonía a través de la música clásica, que Hermes conoce y admira profundamente, acaban acortando las distancia. La efímera conveniencia de las dos ingenuas adolescentes con el angustiado, taciturno, culto y bello clandestino transforma esas vacaciones en un momento capital de sus existencias, casi un “rito de paso”. Mientras descubren lo que realmente está sucediendo en el país, despiertan hacia sensaciones aún sumergidas como la sensualidad, el afecto y la melancolía. Una lección de vida también para Tereza, a los 29 años, y el fugaz descubrimiento de la posibilidad del afecto íntegro, del placer físico, de la entrega absoluta y del amor sin cobros. Un incidente que envuelve a un quinto personaje, el teniente Percival, novio de Tereza, clausura la corta temporada en el lugar paradisíaco, y ocasiona la repentina y desconcertante desaparición de Hermes.

1996

Veintisiete años después, Ana Paula soluciona el misterio que envolvió el destino de la primera pasión platónica de su vida, del hombre que amó en secreto durante muchos años, y de manera sorprendente resuelve sus diferencias con el pasado.
 

LOS PERSONAJES Y LA HISTORIA

Hermes

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En el momento de la acción central del filme, 45 años. Casado, dos hijos pequeños, ha vivido la mayor parte de su vida en Porto Alegre y en la ciudad de Cidreira, en el litoral de Rio Grande do Sul. Ingeniero químico y estudioso de música clásica, opta por involucrarse en la resistencia al gobierno militar cuando su mejor amigo, político de extrema izquierda, es arrestado y obligado a abandonar el país.
          Hermes experimenta la contradicción de ser un pacifista contumaz y verse obligado a aprender el manejo de armas pesadas. Es esta misma contradicción la que le hace abandonar el activismo, prácticamente “huir” de una isla de América Central, e intentar volver a Brasil por el camino más difícil. Mientras amigos influyentes intentan legalizar su entrada en el país, Hermes se esconde en la casa de campo de su hermana mayor, en “Encontro dos Rios”, en el interior de São Paulo. La hermana, madre de Ana Paula, envía a su hija de crianza Tereza a que se ocupe de la casa y atienda a Hermes. Llevan ya quince días en el lugar cuando Ana Paula llega con su amiga Lydia. Hermes, a pesar de aparentar tranquilidad y seguridad, es un hombre fragilizado por la melancolía. Su futuro está en las manos de la buena voluntad de otras personas. La impotencia de no poder actuar directamente, de estar en el país sin poder establecer contacto con sus hijos y de estar viviendo de favores hacen que se refugie en el silencio y la tristeza. Es la poesía de Pablo Neruda de donde saca las fuerzas para seguir vivo.
          Hermes no es un hombre particularmente atractivo. Lo que lo torna fascinante es justamente su apariencia de persona sufrida, la placidez aparente y sus ojos confiables. Estatura mediana, cabellos negros, gestos comedidos y una austeridad masculina. Es en cierta manera el icono del pariente de pasado misterioso, pero de integridad explícita. Es esta integridad la que “seducirá” a los tres personajes femeninos de maneras diferentes. Y es importante subrayar que no es de la sexualidad de lo que trata el filme, sino de aprendizaje de sentimientos triviales como la melancolía, el amor y los celos adolescentes, sensualidad latente, personas fragilizadas que se envuelven afectiva y fugazmente, respeto humano y tolerancia.
          Hermes vive escribiendo cartas para sus hijos aunque nunca las envía. Los únicos bienes que carga consigo son sus cartas, dos libros de Pablo Neruda, algo de ropa y su viejo revólver. Las imágenes de la ciudad de Cidreira, donde murió su familia, son fragmentos que lo atormentan. Varias veces la acción del filme es interrumpida por imágenes a cámara lenta del túnel de bambú que bordea la carretera que une Cidreira y Porto Alegre. Las dunas desérticas de la ensenada de Cidreira son otras imágenes que angustian al héroe. Algunas veces es posible identificar a dos niños pequeños en estas imágenes fraccionadas, ya sea en la carrera o en las dunas, mas es imposible ver sus rostros. Recuperar el pasado parece un acto de penitencia para Hermes. También está la imagen obsesiva de un viejo faro inactivo. Es inevitable que simbolice al propio personaje central. En sus viajes interiores, Hermes puede ver el faro a orillas del río Tuvo en “Encontro dos Rios”, en un delirio esporádico que lo devuelve a la superficie y lo hace despertar. La manera delicada y sensible con que la joven Lydia interpreta los clásicos al piano es suficiente para que él se sumerja en la memoria y la melancolía.
          Casi al final del filme, Hermes, alentado por Ana Paula y Lydia, acaba aproximándose a Tereza. Ella sufre una amarga experiencia con su novio local, el teniente Percival, y entra en una profunda depresión. Las chicas, testigos impotentes de su tragedia personal, piden a su tío que interceda. Las adolescentes creen que ella va a cometer un acto extremo y “empujan” a Hermes hacia la joven. Pero Tereza es mucho más resistente de lo que aparenta, y eso sorprende y fascina a Hermes. La carencia de ambos hace que él se atreva a abrazarla y a besarla en la boca. Y si es posible decir esto, sin parecer idiota o cursi, lo que los dos practican después no es sexo, sino el amor mismo… El más profundo y desesperado acto de pasión y entendimiento. Uno de esos que dejan marcas para el resto de la vida.
          Hermes y Tereza se despiertan con los gritos del teniente Percival, que aparece en la puerta buscándola a ella y la reconciliación. Acude de uniforme, lo que asusta a Hermes. Tereza va hasta la puerta y ambos discuten agresivamente. Todo esto es visto desde lejos por las dos chicas asustadas. Cuando Percival agrede físicamente a Tereza, Hermes no ve otra solución que socorrerla. Revela así que tiene un hombre dentro de casa y pone en peligro su seguridad provisional. Hermes separa a las dos y expulsa a Percival. Indignado, el militar se aleja profiriendo amenazas. Hermes y Tereza se abrazan revelando a las dos chicas lo que sienten el uno por el otro. Hermes explica que es hora de irse; Tereza sabe que él tiene razón.
          Más tarde, cuando Tereza va a llamarlo para el almuerzo, descubre que sus cosas ya no están en el cuarto. Intentando esconder la inmensa tristeza que siente, se comporta de manera educada con las jóvenes, pero Ana Paula la descubre llorando. Respetando el sentimiento de la otra se eleja. Camina por el exterior de la casa al son melancólico de Schumann, interpretado por Lydia al piano, y entonces ve a Hermes debajo de un árbol, a la orilla del río Turvo, enterrando alguna cosa. Ana Paula siente el deseo de aproximarse a su tío, pero consigue contenerse. Respetar al otro es la mayor lección de su “rito de paso”. Tereza y Lydia aparecen en el porche de la casa llamándola. Ella camina en dirección de ellas, y en medio del trayecto se vuelve hacia el río; mas Hermes ya no está allí.
          La revelación, 27 años después, de que Hermes no era el “santo” o el héroe imaginado por la sobrina, no disminuye la fascinación del personaje. Al contrario, lo humaniza más, porque lo torna susceptible a las debilidades del cuerpo y de la carne.

Ana Paula (17 años)

Dois Córregos - Verdades Submersas no Tempo (Carlos Reichenbach, 1999) - 3

Hija única de Isolda, hermana mayor de Hermes. Joven bonita de cabello negro y largo. En contraste con su amiga Lydia, Ana aparenta tener menos edad pues todavía es ingenua, a veces casi infantil. Es alegre y servicial. Su relación con Tereza es más que fraternal. De cierta manera, Tereza suple el cariño que Isolda dispensa homeopáticamente a su hija. Como casi todas las chicas de su generación y condición social en los años 60, ella es completamente ajena a lo que está aconteciendo en el país. En un inicio, el contacto con el misterioso tío hace que la joven se apoye exageradamente en la fantasía. Hermes, al despertarle su curiosidad por la realidad, acaba, sin darse cuenta, haciendo aflorar en ella otros sentimientos. En tres días, Ana Paula madura una vida entera. De la indiferencia a la perplejidad ante los hechos que separan a Hermes de sus hijos; de la cortesía convencional a la ternura platónica con que se relaciona con su tío, Ana Paula completa su “rito de iniciación” a la vida. Las consecuencias de esta convivencia solo se volverán nítidas 27 años después.

Tereza

Dois Córregos - Verdades Submersas no Tempo (Carlos Reichenbach, 1999) - 4

29 años, una mujer llena de energía, y con una acentuada belleza brasileña. Tez morena, cabellos largos y crespos, estatura pequeña y cuerpo torneado. Sensualidad casi agresiva que se mezcla con simpatía irresistible. A pesar de todo, nada hace prever que se relacionará físicamente con Hermes al final del filme. Hija de una antigua empleada de Isolda (madre de Ana Paula), que murió en el parto, fue criada por ella pero no asumida como hijastra. Isolda (que, aunque no aparezca, es mencionada varias veces en la historia) se casó con un aristócrata, asumiendo plenamente su personalidad. Todo lo que hace de justo es en nombre de la benevolencia. La distancia con la que se relaciona con la hija, la “caridad” de criar a Tereza y la complacencia de acoger a su hermano menor en su casa de campo son señal de sus “obligaciones” morales y sociales. A pesar de ello, Tereza la tiene como su “madre de facto”, habiendo cuidado de Ana Paula como una verdadera hermana. Ambas se adoran. Ella sabe todo lo que le pasó a Hermes y, aunque no lo comprenda, lo respeta…

Después de todo, ¡es también su “tío”!

Tereza tiene un novio en el pueblo cercano a “Encontro dos Rios”, Dois Córregos. Es un teniente de la unidad militar local, Percival Oliveira. Su relación es mantenida en secreto por Tereza, ya que él es más joven que ella, sobre todo porque Isolda no admitiría la relación. En el fondo, Isolda espera que Tereza jamás se case.
          Ella no quiere perder la certeza sobre que la cuidará en su vejez. A pesar de ser confidentes, Tereza esconde su noviazgo con Percival a Ana Paula. Está obcecada con la locura sexual del chico, a pesar de nunca haber tenido un orgasmo en su vida. Él representa la fuerza y el poder que ella admira en los hombres, la determinación y la independencia que ella no tiene. Percival es un hombre seductor y salvaje, e incluso sin tener la menor sutileza en el trato físico, ejerce una fascinación absoluta en las mujeres simples. El golpe traumático experimentado por Tereza cuando descubre que Percival está casado y tiene tres hijos, es atestiguado por Ana Paula y Lydia. Esto acontece en el penúltimo día de la estancia de Ana Paula en “Encontro dos Rios”. Ambas jóvenes intentarán aproximar a Tereza al tío Hermes, en una empresa lúdica y juvenil. En ese momento, las dos están “seducidas” por el Dr. Cagliostro (apellido afectivo que le dan al tío misterioso y que ambas mantienen en secreto), y tirarlo a los brazos de Tereza es una manera simbólica de estar con él. La ironía es que el jueguecito adolescente hace efecto. Dos seres fragilizados se enfrentan y acaban descubriendo que están hechos el uno para el otro, que encajan perfectamente y que pueden ser absolutamente felices, aunque solo sea por apenas doce horas…
          De todos los personajes es justamente Tereza quien tiene más razones para salir traumatizada de la experiencia. En apenas un día descubre las villanías y la dignidad de dos hombres, la decepción amorosa y la sorpresa del placer, la gratuidad de uno y la fuerza afectiva de otro, el desprecio y la ternura… Pero Tereza es un personaje excepcional, un ser humano grandioso, capaz de valorar sentimientos profundos aunque fugaces. Ella nunca más verá a Hermes, que amenazado de ser descubierto, desaparece; pero a Tereza le quedará por el resto de su vida la certidumbre de que amó intensamente y que fue amada de la misma manera.

Lydia 

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17 años en 1969, compañera de colegio de Ana Paula (ambas están concluyendo su segundo grau ─en esa época, o clássico ya se había abolido─). Joven bellísima de ojos claros y profundamente tristes que fascinan a Hermes, porque le recuerdan a los de su esposa cuando era joven. Eximia concertista de piano, Lydia no se resiste a descubrir el viejo, pero excepcional piano de pared que hay en la casa de campo en “Encontro dos Rios”. Al contrario que Ana Paula, ella habla y piensa como una joven de veintipocos años. Hija de militar graduado, ella tiene la cabeza muy determinada; en un primer momento, cuando descubre que el misterioso tío de la amiga es un activista político, lo trata de manera ríspida. Es el profundo conocimiento musical de Hermes, y sus modos taciturnos, los que “seducen” a la joven. Lydia tiene un noviazgo firme en São Paulo y por sus actitudes es posible percibir que, al contrario que la otra, ya no es virgen. En relación al sexo, ella parece apática; mas la proximidad de un hombre mayor, lacónico como su propio padre, y de apariencia versada, despierta sentimientos femeninos aún no experimentados. En algunos momentos se sirve de su personalidad competitiva, casi arrogante, para provocar a su amiga. No hay maldad en sus actitudes, pero para pasar el tiempo pergeña juegos y fantasías donde los adultos son las piezas de su ajedrez particular. La «belleza de las personas que mueren temprano» esconde en realidad una enorme voluntad de permanecer adolescente.

Ana Paula (44 años)

Dois Córregos - Verdades Submersas no Tempo (Carlos Reichenbach, 1999) - 6

Bonita, independiente y culta, Ana Paula heredó recientemente todos los bienes de la familia, inclusive la casa de campo en “Encontro dos Rios” que fue invadida por grilleros. Obligada a recuperar la propiedad que no visita desde 1969, ella vive una experiencia amarga al asistir a la expulsión de los conserjes que fueron colocados en casa por los grilleros. Sensible a la rispidez con que su abogado, el agente judicial y los policías ejecutan su trabajo, ella se refugia en la memoria, recordando los días que pasó al lado de su tío Hermes. A los 44 años, Ana Paula vive una crisis existencial profunda. Separada hace unos meses de su marido industrial, se queda con la custodia de su única hija de 15 años. La ironía es que su hermana de crianza, Tereza, es la persona que cuida de su hija. En el flash-forward final, ella cuenta en voz en off lo que les ocurrió a ella, a Tereza y a Lydia después del 69.
          Nos enteramos de que Tereza nunca se casó, y que continúa a su lado, cuidando ahora de su hija mejor que ella misma. Que ella, Ana Paula, dirige una gran agencia de publicidad, y que nunca encontró a un hombre con la misma dignidad que Hermes. Confiesa que nunca lo olvidó, que conoció a su mujer e hijos, y que la prima gaucha trabaja hoy con ella, en la agencia. Habla sobre que Lydia fue a estudiar a Europa, y que no murió pronto. Que vive en Toronto, Canadá, que trabaja en la orquesta sinfónica y da clases de piano, que engordó veintitantos kilos y que nunca se casó.
          Si se encontró con ella dos veces después del 69 sería decir mucho. Finalmente revela que Hermes nunca más fue visto, que fue dado por muerto por el régimen militar y se transformó en un mártir de la lucha armada.
          Cuando el filme retorna a 1996, la cámara descubre a Ana Paula bajo el mismo árbol donde había visto a su tío por última vez. Instintivamente comienza a cavar en la tierra, tratando de desenterrar veintisiete años de su vida. Las imágenes de las visiones de Hermes ─paisajes de Cidreira, el faro inactivo, las dunas desérticas, el túnel de bambú, los niños sin rostro, etc.─ se mezclan con detalles de la mano de Ana Paula en la tierra, de su esfuerzo por descubrir el pasado…
          Finalmente ella encuentra una caja de zapatos en estado de descomposición. En el interior, las cartas que Hermes escribía compulsivamente para sus hijos, dos libros de poesías de Pablo Neruda, algunas fotografías y el viejo revólver. La metáfora es la más trivial posible.
          Sin contener la curiosidad, Ana Paula invade de manera sórdida la intimidad del tío muerto. En el anverso de uno de los sobres ella ve escrito: «Para mis hijos, cuando esté muerto». Ana Paula se siente la más vil de las mujeres del mundo, pero abre la carta de todos modos. Vestigios del guerrero exhausto que entierra los lazos familiares, la lucha armada, la identidad y la poesía.
          El contenido de la carta es más o menos el siguiente: «Queridos hijos… A pesar de todo no me arrepiento de nada de lo que hice en la vida… no sé la imagen que tenéis de vuestro padre, como me inventasteis para vosotros mismos, pero es importante que creáis… nunca he sido capaz de matar a nadie, ni en nombre de mis convicciones ni en nombre de mi honor… en el fondo, nunca tuve talento ninguno para convertirme en un mártir… nunca creí que la fuerza sirviera para cambiar las cosas. Al contrario, solo el respeto a las diferencias y el libre albedrío pueden justificar cualquier causa… Entré en la clandestinidad por admiración de un gran amigo que os bautizó a los dos. Defendí y defiendo sus ideas mas no sus métodos. De alguna manera intenté huir de su influencia, bajo la disculpa de no poder quedarme más tiempo lejos de vosotros… Puede parecer cruel confesar esto, pero es la verdad… y vosotros sabéis cuánto valoro yo la verdad…».
          En ese momento, la lectura es interrumpida por el abogado de Ana Paula, que sale de la casa para comunicar que todo está hecho, que la familia de conserjes ya fue expulsada, que ella puede asumir la propiedad. Ana Paula está llorando. El abogado cree que es por la expulsión de la familia. Intenta consolarla diciendo que ella fue muy generosa al enviar dinero a los pobres conserjes para que se acomodaran en otro lugar. Ella confiesa que eso lo hizo para comprar su propia conciencia. Los dos llegan a casa y el abogado presenta al hombre que va a quedarse tomando cuidado de la propiedad. Parece una broma, pero el hombre es un jagunço descarado, con aspecto alarmante. El abogado muestra también la escopeta que le compró. Ana Paula pregunta si todo eso es necesario. El abogado dice que es solo por seguridad, que puede haber represalias, etc.
          Los dos se dirigen al coche de Ana Paula y parten en dirección a Dois Córregos. “Encontro dos Rios” se va distanciando. El abogado está en esa dirección, y Ana Paula lleva las cosas de Hermes en su regazo. Instintivamente vuelve a hurgar en sus cartas. En voz en off, ella se inquiere: 27 años han pasado y todavía no ha aprendido a respetar la intimidad de los demás. Se dispone a leer el final de la carta, pero su conciencia habla más alto. Comienza a guardar de nuevo los papeles dentro de la caja, y acaba mirando las fotografías. Son fotos en blanco y negro de Cidreira, del túnel de bambú, de las dunas del desierto, del faro inactivo, de niños jugando en la playa… Ahora es posible ver sus rostros nítidamente… Finalmente, ella descubre tres fotos pequeñas en el interior de los sobres, escondidos por una carta… En la primera fotografía puede verse un grupo de jóvenes barbudos y algunas mozas en ropa de campaña posando para el fotógrafo. Obviamente se trata de un grupo de futuros guerrilleros, ya que portan ametralladoras y armas de gran calibre… En la segunda fotografía, Hermes aparece nítidamente, casi en primer plano, abrazado a una joven compañera. Pero la fuerza de la fotografía está centrada en el grupo, dejando bien claro que se trata de un entrenamiento de guerrilla… Finalmente, en la última foto: primer plano de Hermes besando apasionadamente a la linda compañera. En off, la voz de Hermes explica: «La verdad es que no fue solo de mi mejor amigo del que intenté escapar… Estaba Tania, la persona más determinada que conocí en la vida… Si me prohibieran volver a Brasil, si tuviese la certeza de que nunca más los volvería a ver, yo intentaría empezar una vida normal con ella… No me odien por ser tan vulnerable… Su madre ya no me quiere más a su lado y sus razones son sinceras… Tal vez un día ella acepte que vengas a mi encuentro… Con Tania sería feliz, tengo la certeza… en otro lugar de la tierra… en otro estado espiritual… en otras condiciones de vida…».
          En el rostro de Ana Paula la perplejidad es aterradora… Al final, el hombre que por tanto tiempo ella juzgó irreprochable, puede estar vivo en otro país, con otra familia constituida… En este momento ella se vuelve hacia la luna trasera del coche y ve nítidamente una carreta siendo conducida en dirección contraria… Hay dos chicas y una mujer joven en la carreta. La chica de cabellos negros vuelve su cuerpo hacia atrás, y es a ella misma, hace veintisiete años atrás, lo que Ana Paula ve. Los rostros de ambas se funden en un único plano de afecto. La joven Ana Paula sonríe, la adulta, en estado de letargo. En el interior del coche, la Ana Paula mujer guarda las cartas en la caja con los libros y el revólver, y lentamente comienza a romper las tres últimas fotografías. Los vestigios de la vida paralela del hombre amado son arrojados por la ventana del coche en movimiento. Los créditos finales se elevan sobre la imagen fija de la carretera de tierra y el coche de Ana Paula se aleja rápidamente, hasta desaparecer por completo en el paisaje deslumbrante.

 

CONCLUSIÓN

Dois Córregos - Verdades Submersas no Tempo (Carlos Reichenbach, 1999) - 7

El título Dois Córregos es un homenaje explícito al cineasta que mejor filmaba los sentimientos, el italiano Valerio Zurlini ─director de la obra maestra Cronaca familiare (1962)─. Es también el nombre de la ciudad del interior de São Paulo, donde transcurre el grueso de la acción. Y es, sobre todo, la metáfora de vidas en movimiento que en algún momento, e inevitablemente, se van a encontrar.
          Dois Córregos es un proyecto de filme intimista, sobre sensaciones sumergidas, centrado en atmósferas y clima. Importa más lo que no es explicado verbalmente y muchas veces lo que no es ni mostrado. Un filme sobre las secuelas del Ato Institucional Nº 5 y, sobre todo, sobre sentimientos prosaicos como la melancolía, la ternura, el respeto humano y el amor.
          Un desafío en relación a que la acción se centra básicamente en una única localización. La idea es realmente filmar en la localidad del “Encontro dos Rios” (donde tres de los mayores ríos del Estado confluyen: el Tietê, el Piracicaba y el Turvo), municipio de Dois Córregos, próximo a Jaú, en el interior de São Paulo. Un escenario de belleza rústica y bucolismo irresistible; un reducto, casi impenetrable, de tranquilidad y armonía. El proyecto también prevé escenas filmadas en el municipio de Cidreira, en Rio Grande do Sul (escenas fragmentadas del lugar donde Hermes creció y vivió hasta que abandonó el país).

Enero de 1996, São Paulo
Carlos Reichenbach / Guionista y director

 

Dois Córregos - Verdades Submersas no Tempo (Carlos Reichenbach, 1999) - 8
El actor Carlos Alberto Riccelli, la productora Sara Silveira y Carlos Reichenbach en Cidreira

 

REDESCUBRIENDO BRASIL

ESPECIAL CARLOS REICHENBACH

Falsa loura (2007)
Reichenbach filho o el porno tropical; por Louis Skorecki
Dos testimonios de Carlos Reichenbach
Garotas do ABC (2003)
Argumento cinematográfico de «Dois Córregos – Verdades Submersas no Tempo», comentado por Carlos Reichenbach

Garotas do ABC (Carlos Reichenbach, 2003)

«Recuerdo cuando hubo una gran retrospectiva de la chanchada, fue como hace 30 años, en la Universidad de São Paulo, perdí un mes de mi vida en la sala de proyección. En realidad no perdí nada, gané un mes de mi vida. Iba allí todos los días porque no podía dejar de ir […] Creo que es hora incluso de romper muchos tabúes. Esto es lo faltante, creo que hay toda una generación que no se recicló, que no vio filmes de la época de la chanchada. […] Querría ver al tipo ir allí, pasar un mes todos los días viendo filmes de Zé Trindade, de Ronaldo Lupo. Es impresionante, porque de cierta forma, quieras o no, el cine de género precisa de un aprendizaje, exige un cierto aprendizaje. Perder los prejuicios, quebrar tabúes exige un cierto aprendizaje. Creo que tiene un poco esta función, todo eso que Remier Lion está haciendo, es exactamente lo mismo. Existe nítidamente una diferencia entre el llamado cine trash y el cine transgresor. Ed Wood es un horror, es una mierda. Estoy hablando de filmes transgresores y existe una diferencia como del agua al vino, la más mínima inteligencia percibiría eso».

Entrevista a Carlos Reichenbach, 9 de noviembre de 2004

Al comentar las virtudes de una secuencia, uno de los lugares comunes más banales e insulsos con que puede inaugurarse la conversación sería empezar consensuando respecto a su “justicia”, su “imparcialidad”, su “justa distancia” entre el aparato de filmación y los sucesos mostrados. En teoría, afirmarlo equivale a certificar que el crítico está dotado de altura de miras, pero en realidad, suele ocultar un desprecio. Hemos escuchado reutilizarse la palabra “justicia” para evocar cierta idea de ecuanimidad con la que John Ford representaría a los sudistas, el mundo castrense, Douglas Sirk al soldado alemán en A Time to Love and a Time to Die (1958), Frank Capra y el liberalismo. El adagio de la “distancia justa”, además, aparte de suponer un perezoso menoscabo explicativo de las condiciones de puesta en escena, revela también una preconcepción del “comprender” como un “comprender a distancia”, mas huelga decir, no participaríamos, no querríamos participar sino “a distancia”, de aquello. El caso expuesto a continuación, en contraste, es el ejemplo de un cineasta embarrado hasta las trancas, pero que con su personal propositividad termita, logra ir y venir, brincar y correr, varias veces sobre la misma línea, meando fuerte cual manguera para sacar lustre a “la justicia”: de perito experto en el sarcasmo pasa a entregarse indefenso al sentir del enemigo, ahora dignatario sindical, al momento siguiente máximo promotor de la chanchada; en resumidas cuentas, de puro contento ante lo que presenciamos, brota una exclamación: ¡que siga viva por mucho tiempo la práctica del filme-demencia!
          Los productores y distribuidores extranjeros no permitieron a Carlos Reichenbach el montaje de tres horas de Garotas do ABC (2003). En su opinión, los innobles neonazis se robaban la importancia de las mujeres trabajadoras, así que Reichenbach, junto a su editora cómplice Cristina Amaral, tuvo que aligerar, cortando por la mitad las escenas masculinas. Con el montaje que nos ha llegado, no podemos sino intuir hasta dónde pretendió llevar originalmente Reichenbach el estudio chalado de estos caracteres adyacentes. El montaje final supera apenas las dos horas. Rebajando metraje al grupo de brutos conformado por Salesiano, Fábio, Alemão, Ruggero y Nicanor, se volvía a encauzar el proyecto hacia lo que venía concibiéndose en un principio: un filme de alma doble ─el primero de una serie de seis sobre la mujer y la fábrica─, dividido entre el trabajo (Sonhos de Vida) y el tiempo libre (Vida de Sonhos). Lo que nos queda de los machos, no obstante, es una inigualable nobleza en las formas a la hora de acompañar el desespero de sentires en que brota el fascismo.
          Aun cuarteadas, las secuencias neonazis resudan el turbulento disfrute calenturiento de un cineasta desenfrenado, volcando el autobús hacia la conciencia histórica con un satirismo posicionado mortalmente serio sin cuartel. Garotas do ABC se abre delicado, natural, como una flor. El encuadre recorre suave los variopintos pétalos de la habitación de Aurélia, advirtiendo pronto las yuxtaposiciones y los contradíctores: al póster del músico Sam Ray, el “Papa del Soul”, le sigue un cuadro del Papa de Roma, sus fotos de pequeña se mezclan con las de mayor, etc. La chica privilegia el baile a vestirse con calma, y existir se asimila a rehacer un collage. Desde dicho inicio, el filme se compromete a captar los trasvases emocionales de la operaria con alma negra aunque amante de Arnold Schwarzenegger, pero anexándole a Fábio, el neonazi deambulante, y haciéndolo tan anejo a su tendencia vital, Reichenbach se condena alegremente a reseguir también la suya; ¿y por qué no? ¡vengan también las andanzas de sus colegas los bestias! Pareciera que una recóndita parte malvada del cineasta actúa adrede contra su propia película. A Fábio corresponde la vanagloria de ser el renglón torcido de un guion demasiado vasto y, a la vez, demasiado límpidamente resuelto: gracias a su persona, el filme se permite devenir en odioso tránsfuga del cine social, haciéndonos pasar en el truculento bar-billar más tiempo del deseado con unos brutos racistas que no querríamos acompañar ni en pesadillas, las secuencias nos empapan de ginebra junto a una vieja apestosa, y si agotados decidimos dormirnos a la puertas del local, un cliente ebrio recién salido nos echará la papilla encima. Mientras que el limitado drama familiar de Aurélia o la solidaridad condicional de las muchachas obreras hacen por aproximarnos, segundo a segundo, tiento incluido, hacia las adhesiones serenas de Eles não usam black-tie (Leon Hirszman, 1981), la presencia de un nazi en la sala nos embarca de golpe, desprovistos de ancla, hacia un guarro mestizaje que incluye mugre a raudales, languiana redención culpable y orgullosa reyerta gritona de serie B. Relevos cinefílicos, animaladas de distinto calado compensan un proyecto aletargado, finalmente truncado, que consistía en una suerte de Berlin Alexanderplatz para la televisión brasileña carente del apoyo institucional necesario, cuya simiente, ya corrompida, se remontaba a 1987. Los pósters del bar donde se reúnen los canallas atestiguan superficialmente, medio en broma privada, un abstruso legado a reciclar: Die Liebesbriefe einer portugiesischen Nonne (Jesús Franco, 1977), Killing Birds-Raptors (Claudio Lattanzi, 1987), Django (Sergio Corbucci, 1966), Zombi 2 (Lucio Fulci, 1979)…
          A vueltas de campana con nuestros compañeros neonazis, la observación ruidosa de sus desvaríos, escarceos y golpizas se funde con pesares sinceros e incluso con fugaces vislumbres de poesía fascista. Derivas existenciales contaminadas, destinos con final sombrío, demandan manchar al espectador los ojos, antes el cineasta las manos, como Reichenbach aprendió de los bienamados melodramas solteros, desafiliados de cualquier Dios, de Valerio Zurlini. Lo que menos marea nuestras neuronas en Garotas do ABC son las chicas: es cierto que la desfachatez de Aurélia, por ejemplo, cuando reconoce impudorosa a Paula Nélson amar a Fábio sobre todo por ser un hombre fuerte, algo que la encargada nunca entendería si no ha tocado nunca esos bíceps, esos pectorales, esos sartorios, en definitiva, si nunca se ha corrido a chorros, como lo hace un hombre, consigue, en alguna medida cómica, traspasar el envés, volver del revés el guante, del melodrama sirkiano ─recordemos el despecho de la viuda en All That Heaven Allows (Douglas Sirk, 1955) cuando su hijo le reprochaba lo atractivo, por musculoso, que se le hacía a la respetable mamá el jardinero interpretado por Rock Hudson─, pese a que la apuesta reichenbachiana no acabe rebasando la exposición crudenta de una falsa conciencia obrera transmitida al espectador, cargada siempre honrosa y sabiamente, eso debe reconocérsele, con la entera asertividad maestra que consiente una conducta alevosa para con los deseos propios. Frente a un filme como Garotas do ABC, tan poco preocupado por delatar la incomprensión, lo estructural (Sirk), y tan finamente expedito a comprender lo estructurante (los objetos de nuestras identificaciones), es complicado describir lo que impide una eclosión emocional plena. Quizá sería necesario saber un poquito más de cada chica, y quizá saberlo un poquito más peor, con el propósito de aumentar radialmente el perímetro de sus vidas en contacto con aquello que no sabemos, o ignoramos. Opacidades en cambio, por sorpresa, sí presentes en Fábio, el novio irredento, amante de carne mulata, a la vez conquistador de carne despreciada, cuerpo enfermo todo él. Las razones que empujan a Aurélia a seguirlo son límpidas, han sido verbalizadas, pero no alcanzamos a comprender bien el porqué la lleva Fábio a la charca hedionda, localización tenebrosa, nocturna como la pesadumbre que arrastra, relente cargado, lleno el suelo de cadáveres de rata, pescados en descomposición, enigma de la pulsión fascista que preconiza un noviazgo barbitúrico con la muerte.
          La tragicómica figuración del grupúsculo neonazi, alternativamente risible y temible, se encauza hacia profundidades importantes cuando Reichenbach la encuadra en sentimientos remanentes del integralismo brasileño deformado, liga nacional concretizada de una misma intransigencia universal. Rara vez en un filme logran hermanarse, coexistir, convivir, dos visiones enfrentadas sobre un asunto, los neonazis aquí, peleadas inclusive en el tono, sin que la peculiar armonía resultante chirríe cínica. Un carrete reversible de doble sentido: que la preocupación por la vialidad sea un asunto policial; Reichenbach nos seduce con el placer y frenesí del volantazo. Momentos cinematográficos excelsos son aquellos donde el enemigo declarado se torna grandioso en relación al observador, sus objetivos bellos y significantes, mas no loables, ni justos, pero por fuerza cercanos al ansia viva por desentrañar que arde en las pupilas de una mirada atenta. A la Justicia se le hace un mal favor representándola ciega, pues su magnanimidad provendría de observar la instancia a enjuiciar con ojos libres ─adagio caro al cineasta portoalegrense─; tampoco a la Justicia le pertenece la equidistancia, ni la desideologización, sí la comprensión y amplitud de entendimiento. Por estas razones el momento más expresivo del filme corresponde a la desaparición claudicante de Fábio. Desarticulado el grupo de canallas por una serie de movimientos en falso, faltos de estrategia política ─el asalto a la discoteca (único reducto donde se le permite al proletariado soñar), el botellazo a la vieja (progenitora del justiciero sanguinario que dará caza gore a Ruggero y Alemão)─, no llegaremos a saber si Salesiano, mentor privilegiado de Fábio en estas lides nazistas, acaba vivo o muerto. Sin embargo, el desencuentro entre ambos deviene irremediable, certificado por la signalética del sigma integralista estallando, también escrito con tiza traidora en la espalda del líder al estilo vampiro de Düsseldorf. Paralela a la pequeña victoria mujeril, el filme se ensombrece con una tristeza amarga por los machos. ¿Osaremos insinuar que estas alimañas nazis merecen algún tipo de conmiseración? El ancho mar, motivo recurrente en la imaginería del cineasta ─obsesión convergente con Zurlini como «metáfora de la percepción de la pérdida», en palabras de Reichenbach─, supone el destino postrero de Fábio, quien se introduce en tamaño sentimiento oceánico para poner fin a su dolor: un travelling lateral que sobrepasa un ritual funerario crioulo nos lo descubre tragándose una pila de anestésicos, acondicionándose para su definitivo viaje al Valhalla, a pecho descubierto, como un verdadero guerrero antiguo; a continuación, un corte de magnanimidad proverbial sigue su espalda hasta que los andares del desdichado prueban la salazón del agua, el aparato se eleva centímetros, emulando la serena liberación de un alma, Fábio se hunde progresivamente arrullado por melancolía de ultratumba mientras se rememoran las palabras del antaño amado general, primero llega su voz, luego, asombrosamente, el rostro de Salesiano con ojos rojos henchidos de cocaína llorada se superpone a la imagen cual traslúcida fatamorgana, reverberando un discurso fatalista hermoso, que provee de identificación al totalitarismo como una larga marcha militar hacia la pacificación del camposanto. Las olas, rumor constante, tiempo imparable, trabajan haciendo naufragar el libro Porque é que sou integralista escrito en 1935 por Antônio Pompêo, abriendo y cerrando sus páginas en lo que dura un suspiro, que es en realidad lo que dura el poder de cualquier estado-nación si lo comparamos con el acontecer eónico en relación al movimiento incomputable del universo. Rematan la bellísima secuencia dos cortes sobre un esqueleto siendo mecido por la marea, muñeco tan de utilería que podría parecer prestado de un filme baratero de José Mojica Marins.

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«Me siento atraído por la muerte de las sociedades, siento señales de muerte…»
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«Es preciso leer el pasado, comprender el presente, y sufrir el futuro…»
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«Es preciso descubrir y destruir de donde emergen Césares y Virgilios, Cicerones y Augustos…»
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«Es preciso transgredir las limitaciones de reyes, filósofos y capitanes…»
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«Es preciso reconstruir épocas pretéritas, remotas, desconocidas… y todas las culturas del pasado…»

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«Culturas son flores que nacen, florecen y mueren. Flores que se pierden en las entrañas del tiempo, con derecho a raíces provisorias…»
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«Es preciso morir varias veces».

 

En su ABC de la guerra, también Bertolt Brecht combatió con epigramas la poética visual del fascismo, reconociéndole su dominancia estética al lucharle, contracomentándole a pie de foto, sus instantáneas publicitarias, noticias y discursos. Reichenbach hace lo propio con el enemigo cuando alterna su ridiculez furibunda ─a Salesiano drogadote proclamando incoherencias contradictorias del estilo: «La ley por encima del hombre, el orden por encima de la ley, el derecho por encima del orden y Brasil por encima de todo»─ con refulgires de franca belleza o camaradería brusca, pero camaradería al fin y al cabo. Sombras chinescas recortan las siluetas de Ruggero y Alemão apaleando bahianos, sumergiendo al espectador, por diez segundos, en la verdad indiscutible de las soflamas del Dr. Salesiano: existe una guerra mitológica, y ellos, aspirantes a hiperbóreos, cazadores de la inmortalidad de Apolo, son los comandantes, erigiendo a porrazos un hogar remoto donde «solo debería haber espacio para quien produce». Sin participar con ojos libres de aquesto, nunca llegaríamos a comprender por qué el totalitarismo de principios del siglo pasado fue una vez una vanguardia con potencia revolucionaria, dotada de su propia poética terrible, y no meramente una contracorriente reaccionaria. Un integralismo que soñó con unificar música, danza, escultura, arquitectura, pintura y poesía bajo un mismo principio estético, enmoldado por el nacionalismo, incluso anhelando una armonía total de convivencias entre futurismo, cubismo y música clásica, capaz de reivindicar para sí el arte de Carlos Gomes, Almeida Júnior y Vicente de Carvalho. Así, solo merced este respeto encuadrado podremos apreciar correctamente al personaje más rastrero de todo el filme, dotado de una levedad ignominiosa: el sindicalista que intenta llevarse repetidamente a Paula al catre. También al más noble y respetuoso en su particular idiosincrasia, Didão, militar hermano de Aurélia: el desfile en que participa, registrado de bastante cerca ante la preocupada búsqueda visual de su tía Teresa, es tan ecuánime, veraz y revelador de las condiciones armamentísticas necesarias para mantener el ordem e progresso en Brasil como las lejanas panorámicas de ejercicios marciales en The Long Gray Line (John, Ford, 1955). Mirada sostenida que según el temple del cineasta dará lugar a justo una imagen, y no a una imagen justa ideal, pudiendo funcionar igual desde cerca, muy lejos o chapoteando risueña en medio del fango, mientras funcione su verdad.
          Cedamos sin miedo a los aspirantes a general la tarea, vana, de intentar encontrar una imagen de justicia ideal, que como tantas veces demostró la historia, bien puede nacer de reivindicaciones antigualitarias, de profilaxis social. Nos quedamos con la omnicomprensibilidad diagonal del paradigma propuesto por Reichenbach; y si nos parece excesivamente moralizador su intertítulo final, al ritmo de la canción, donde puede leerse “Todo brasileiro tem sangre crioulo”, pensemos en el mayúsculo “QUAND LA LOI N’EST PAS JUSTE LA JUSTICE PASSE AVANT LA LOI” imprimiéndose sobre el aviso del FBI en Film socialisme (Jean-Luc Godard, 2010). Reciclando mi comprensión, transgredo; entonces el territorio, ancho como un fotograma, termina por pertenecerme.

 

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BIBLIOGRAFÍA

Entrevista a Carlos Reichenbach, 9 de noviembre de 2004

POMPÊO, Antônio. Porque é que sou integralista. Ed: Revista dos Tribunais / Núcleos Integralistas do Estado do Rio de Janeiro – Frente Integralista Brasileira; São Paulo​, 1935.

DOS TESTIMONIOS DE CARLOS REICHENBACH

ESPECIAL CARLOS REICHENBACH

Falsa loura (2007)
Reichenbach filho o el porno tropical; por Louis Skorecki
Dos testimonios de Carlos Reichenbach
Garotas do ABC (2003)
Argumento cinematográfico de «Dois Córregos – Verdades Submersas no Tempo», comentado por Carlos Reichenbach

Carlos Reichenbach sobre O Império do Desejo (1981)

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POR QUÉ HICE ESTE FILME

Porque me interesa el cine, la poesía, la música clásica, el rock, el ritmo, la pintura, el texto escrito, el jazz, la política, la danza, la pornografía, la chanchada, el filme de aventuras, de misterio, de terror, la arqueología, la mitología griega, el teatro clásico, Brecht, Artaud, la charada, los anarquistas y los anárquicos, los socialismos utópicos, los juegos acuáticos, los teclados electrónicos, el salto ornamental, los inconformistas, los cíngaros, los outsiders, el vino blanco helado, las ciudades muertas, la prestidigitación, el circo, el exilio voluntario, las apátridas, el ocultismo, la memoria, los laberintos de la mente, el sexo, las minorías eróticas, los preexistencialistas, la metáfora, el tabaco, los presocráticos, el delirio, el péndulo, la risa floja, el suspense, los cómics, el tartamudeo, los travellings, el grafiti, la litografía, los peces de acuario, la hipnosis, los temperamentos fuertes, la generosidad, el ámbar, el marfil, el color del topacio, jugar con los niños, el parque de atracciones, ir a pie, los arrabales de São Paulo, la playa de Varela en Iguape, el litoral sur paulista, la represa Billings, el alto de Tremembé, las revistas de turismo, de vídeo, de mujeres desnudas, los poetas visionarios, el realismo fantástico, el mate con leche, Fuller, Welles, Fritz Lang en América, los stands de cines en el centro, los clichés, las citas, los epígrafes, William Blake, Zurlini, Debussy, César Franck, Kierkegaard, Jorge de Lima, Hitchcock, Imamura, los Cahiers du cinéma, Edgar Varèse, John Cage, Bernard Herrmann, Mário Gennari Filho, Lupicínio Rodrigues, Hekel Tavares, Hatari! de Howard Hawks, Otávio Gabus Mendes, Limite de Mário Peixoto, Persona de Ingmar Bergman, Jean Vigo, la penúltima página de Estadão del domingo, Deus e o Diabo na Terra do Sol de Glauber Rocha, Brian De Palma, los Super-8 de Jairo Ferreira, Italo Svevo, Quarup de Antônio Calado, Memórias de um Estrangulador de Loiras de Júlio Bressane, los jingles de Callegaro, la poesía de Pasolini, las conspiraciones de Claudio Willer, los diálogos de Inácio Araújo, el corte de Eder Mazzini, la sintonía rítmica con el Shintoni, Bang Bang de Andrea Tonacci, A Mulher de Todos de Rogério Sganzerla, el Zé Celso de diez años atrás, la gira brasileña de Víctor Garcia, los tropicalistas, Lélio Telmo de Carvalho, el extinto O Inimigo do Rei, Barbárie, el experimental, el protopunk de Joelho de Porco, Boca do Lixo, Ernesto Lecuona, Fernando Pessoa, John Lennon, los Beatles, Arthur Lyman, Jim Morrison, René Magritte, Nietzsche, Kropotkin, Octavio Paz, Rosa Luxemburgo, Delvaux, Goethe, Antonioni, Poe, Godard antes del Grupo Dziga Vertov, Maurice Ravel, Oswald de Andrade, el planetario, la numerología, Heitor Marçal, la taxidermia, la Colonia Cecilia, Hendrix, Bruce Lee, Arsène Lupin, el 87º Distrito Policial, Walter Franco, Artie Shaw, Curt Siodmak escritor, Nicholas Ray, las amazonas, la alquimia, los libros de segunda mano, O Amigo da Onça, Jerry Lewis, viajar en tren, en avión, en navío, las terminales ferroviarias, los juegos de deducción, las vitrolas de 78 RPM, Max und Mortiz, Hieronymus Bosch, el libro de los levíticos, la misa masónica de Mozart, Spengler, los estructuralistas, los hermanos Campos, el hiperrealismo, el xilófono, los cementerios protestantes, el espejo, los crustáceos, la savia de lavanda, el carpaccio, las enciclopedias, Groucho Marx, Debra Paget, Stalker, Tião Carreiro e Pardinho, Vão Gogo, el Heitor Cony literario, Adolfo Caminha, Peppino di Capri, Oswaldo Sampaio, Wagner, Roberto Inglez, María Antonieta Pons, Slaughter on 10th Avenue (la música, el ballet), PanAmérica de Agrippino, Charles Trenet, Moonlight Serenade, Nino Tempo/April Stevens, J. B. de Carvalho y sus músicas de punto, Dyonélio Machado, Orlando Silva, Dorival Caymmi, Qorpo-Santo, Gounod, Joubert de Carvalho, Rolling Stones, “A Tosca”, Ella Fitzgerald, Noel Rosa, Karl Korsch, el arpa paraguaya, Caligari, la montaña rusa, Aquarela do Brasil, Dave Brubeck, los surrealistas, Elaine Stewart, Otto Cesana, Spirit, el “Eu Sei Tudo”, Franz Waxman, Cesário Verde, Edward Hopper, Luiz Melodia, Goya, Robert Crumb, las Edições Maravilhosas, el Dr. Macarra, Roberto Carlos, Man Ray, la anestesia, el sintetizador, O Despertar da Montanha de Eduardo Souto, Stevie Wonder, Robert Rossen, Gérard de Nerval, Xavier Cugat, Billy Wilder, Marylin Monroe, Ernesto Nazareth, Nat King Cole, la escafandra, Carlos Zéfiro, los Tubarões Voadores, los ocasos, los peces ángel, los ascensores antiguos, la parodia, los Románticos de Cuba, y la orquesta Nilo Sergio, Yma Súmac, Lawrence Durrell, Charles Bund, East of Sumatra de Budd Boetticher, Val Lewton, las araucarias, el rapé, el cantante Dean Martin, Henry Miller, Lamartine Babo, Esopo, Nelson Rodrigues, Malba Tahan, Ketèlbey, Paracelso, Virgilio, Schumann, Wilhelm Reich, The Beach Boys, Penderecki, Laurel/Hardy, el pájaro carpintero, The Dream of Olwen, Lúcio Cardoso, Bach, Victor Young, Jean Cocteau, Tito Madi, Burle Marx, Erich Fromm, Robert Musil, Paul Goodman, R. D. Laing, José Alcides Pinto, José Oiticica, Roberto das Neves, y la banda del Germinal, A Padaria Espiritual, Rosário Fusco, en fin, cualquier música, cualquier filme, cualquier libro, actores brasileños como Célia Olga, Roberto Miranda, Parolini, Cattan, Benini, Patrícia Scalvi, Jonas Bloch, Luiz Carlos Braga, Dino Arino, Vanessa, Wilson Sampson, Liana Duval, Ênio Gonçalves, Ewerton de Castro, Luís Linhares, gente pesada como Zé Manir, Ariovaldo Pereira, Toni Gorbi, Ronaldo, José Valencio, Mário Lúcio, el desaparecido genio musical Guilherme Magalhães Vaz, Oswaldinho do Acordeon, el Varotal 20/120mm, el 24mm, el macro, el aspect ratio 1:66, etalonar con Jurandyr Pizzo de Lider en São Paulo, mi viejo fotómetro Spectra Professional, el Huer para los play backs, y sobre todo los discos que heredé de mi padre, los poetas de cabecera, los amigos cinéfilos, los viejos cines del interior, São Paulo y el Atlántico.

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O Império do Desejo (1981) es la síntesis de estas influencias. Y como en los filmes que realicé antes y después:

a) La construcción de una geografía propia, imaginaria.
b) La realidad a través de mi dioptría.
c) Personajes que están siempre de paso y/o permanencia provisional.
d) Filmes de/sobre cine, sin hablar de/sobre cine.
e) La política entrando por la puerta trasera.
f) Plagiotropía, internacionalismo, carnavalización e inconformismo.
g) Toques liberarios al son de play backs.
h) Tomar en serio, desacreditar.
i) Universos y/o escenarios construidos por lo esencial.
j) La imposibilidad del aislamiento completo. La soledad que enloquece.
k) Las relaciones afectivas a partir de lo improbable.
l) La fe en la utopía. Alguien ya dijo: “Sin utopía, no hay vanguardia”.

O Império do Desejo es todo eso, y más. Es el filme que me dio mayor placer haber realizado. A pesar de su producción pobre, de las 24 latas de negativo, de las lluvias sistemáticas en Ilha Comprida, del precario equipamiento técnico y de la sobrecarga de trabajo. El equipo, el elenco, yo y el joven productor Roberto Galante nos divertimos mucho driblando las dificultades. La falta de condiciones transformándose en elemento de creación. Cuando una tormenta destruyó el magnífico escenario armado por Conrado Sanches para el promontorio de Di Branco, el equipo entero lo reacondicionó en menos de media hora. Estuvimos casi una semana varados en un motel en Ilha Comprida, sin poder filmar nada, y ni así la moral del equipo quedó afectada. Actores yendo y viniendo en autobuses andrajosos. La “eléctrica” trabajando duro para obtener energía de lugares imposibles. El final de Di Branco fue filmado con un mísero sun-gun de batería. Y la nefasta secuencia 51, enorme y fundamental (el Dr. Carvalho presenta a Di Branco a la pareja de hippies), nos llevó más de una semana concluirla. Era solo colocar la cámara en la playa, y la lluvia volvía a caer. Mucha gente criticará la aparición repentina de la vieja camioneta en la película. Me vi obligado a resumir en un solo travelling, cinco secuencias que explicaban la necesidad de este casi personaje. Por eso la viuda desaparece repentinamente. Incluso los defectos se incorporaron a la narración. Un filme hecho con sudor, música y risas. Império do Desejo o la pornochanchada que se enorgullece de exhibir sus estigmas.

 

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Test psicoténico de Carlos Reichenbach

 

“Da foice ao coice”
por Carlos Reichenbach

En Film Cultura (febrero de 1978, nº 28, págs. 19-20).

DE LA HOZ A LA COZ

Cuando Jairo se unió al equipo de rodaje de A Guerra dos Pelados (Sylvio Back, 1970), descubrí las delicias de hacer cine con la máquina de escribir. Como el periódico en que escribía tenía que tener obligatoriamente apenas una pequeña parte de artículos en portugués, el editor hacía la vista gorda y de cierta forma asumía las monstruosidades que escribíamos. Era una entrega interminable. La libertad de vomitar las verdades que nos sacudían en el momento, nunca la encontré produciendo mis propios filmes. Debido al escaso público al que llegaban, tenían la misma fuerza explosiva que los filmes en 8 mm. Con todo, fue la mejor profilaxis mental de aquellos amargos momentos. Fuera del filme de Trevisan (Orgia ou O Homem Que Deu Cria, 1970) prohibido por la censura, el cine paulista pasaba por el marasmo y todos los que formábamos parte de él sufríamos las consecuencias de la desesperación. Cuando fui a filmar una comedia ligera para Renato Grecchi, productor de Boca do Lixo, escribí un lavado cerebral de dos páginas de un solo impulso, que creo, jamás sería publicado por ningún periódico que se precie. El artículo salió, unos amigos lo leyeron, y dos o tres dejaron de hablar conmigo. Nadie estaba entendiendo nada. La reprimenda de Caetano, en el festival de la PUC, se justificó en la grosería de la clase estudiantil de la época. Todo el mundo se conformaba con poco, con lo poco que llegaba a nuestras manos. La mediocridad de la música popular, del teatro de agressão, del cinema novo, alcanzó su cima con la oficialización de la cultura del compromiso político. Realmente libertario, antioficial, maldito, solo el marginalismo redentor. Varios filmes fueron vetados por el órgano oficial de defensa de la producción cinematográfica. Mientras la mayor parte de los elementos ligados al cinema novo iban a disfrutar de las alegrías de la primavera francesa o italiana, cineastas malditos pastaron en las oficinas de registro del 8 de septiembre. Escribir era sinónimo de acabar archivado. Por ese camino, terminabas fuera. Salvo la dignidad de Quarup de Antônio Calado, los únicos documentos reales del momento histórico, de la amargura reinante en los años 68/70, están en media docena de filmes cuyas copias están cogiendo moho en las estanterías de las distribuidoras, en los cortes que la censura guarda en los sótanos de su sede en Brasilia, en algunos manuscritos cuyos poetas o dramaturgos han colgado definitivamente en la finca de algún pariente, o en las críticas de Jairo Ferreira y compañía, que algunos pocos privilegiados aún conservan en su archivo personal.
          En el momento en que el fascismo propio de cada uno explotaba con fuerza total, un proceso muy particular de alienación había alcanzado a las llamadas clases dominadas culturales de São Paulo-Río. Los mitos romántico-revolucionarios importados de una América-Central distante, servían de telón de fondo para las más infantiles actitudes ya tomadas por los intelectuales patricios.
          Por un instante, todos formamos parte y fuimos responsables de las consecuencias de la oba-oba. Las vibraciones de los conturbados años 65/67, murieron en la miseria de los retardados. Era como si quisieran prolongar la alegría del desagravio, patentar la estupidez. Y todo el asunto degeneró. Del tiempo en que era fundamental una toma de actitud, sobró el humo, el misticismo reaccionario y el exilio voluntario. La verdadera magia del ocultismo visionario está reservada solamente para unos pocos iniciados. A los idiotas, el hospicio. El peso de estos días de dolencia, no pueden ser escritos ni filmados. Quien quiera encontrar la verdad de la experiencia vivida en esta época, va a tener que apelar a su propia mediumnidad. Es una cuestión de clima. En el testimonio de los malditos, de los clandestinos, los tiempos difíciles no los verás en sus caras, ni por medio del didactismo imbécil. El descubrimiento deberá ser hecho en la fuente; en la amargura, en el desprecio y en las entrelíneas. La verdad está toda ahí, violenta, calcinante, insoportable. Es gracioso, ver hoy a la mayoría de los portavoces de la oposición, empleados con una excelente remuneración en algunos de los órganos oficiales. Es gracioso, recordar el paternalismo obsesivo con el que miraban las obras marginales; las bribonadas que tanto los divertían. Y es muy aburrido tener que soportar sus lavados de alma.
          Sería importante publicar un número solo con antiguos artículos de São Paulo Shimbun, proporcionando así, a los interesados, una fuente de investigación fundamental sobre los años de la apatía. De ahí, la necesidad de una revista. Escribir sobre cine, puede no ser tan cinematográfico como filmar; pero es mucho más libertario.

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REICHENBACH FILHO O EL PORNO TROPICAL; por Louis Skorecki

ESPECIAL CARLOS REICHENBACH

Falsa loura (2007)
Reichenbach filho o el porno tropical; por Louis Skorecki
Dos testimonios de Carlos Reichenbach
Garotas do ABC (2003)
Argumento cinematográfico de «Dois Córregos – Verdades Submersas no Tempo», comentado por Carlos Reichenbach

“Reichenbach Fils ou le porno tropical”
por Louis Skorecki

En Libération, 10 de febrero de 1985.

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Una docena de filmes de Nelson Pereira dos Santos (que cubre el periodo 1955/84), un raro Carlos Diegues de 1977; la hermosa Um homem marcado para morrer (Cabra marcado para morrer, 1984) de Eduardo Coutinho (que ganó el Gran Premio en el Festival de Río): Brasil estuvo muy bien representado en Rotterdam.
          Pero fueron dos filmes de un cineasta de São Paulo, Carlos Oscar Reichenbach filho, los que dignificaron el acontecimiento. De hecho, si bien es una figura de culto en São Paulo, ni él ni sus filmes habían salido prácticamente de Brasil. Al verlos, uno cae presa de un vértigo: es como si una rama del cinema novo hubiera crecido durante quince años, de la que ignorábamos completamente su existencia.
          En efecto, lejos de Río y de sus cineastas-exportables (vía Embrafilm), una suerte de primos enemigos nacían en el cine, emergiendo por primera vez de una escuela, la primera de Brasil, reclamando para sí a Glauber Rocha, al Fritz Lang del periodo americano, Godard y el cine japonés que se conocen de memoria (Reichenbach vio sus primeros Ozu en 1960 y cita como sus principales influencias, aparte del poeta Oswald de Andrade, a Imamura, Yasuzô Masumura y especialmente Eizô Sugawa).
          Cabe imaginar que la suma de todos estos componentes, a la que hay que añadir la hipertecnicidad (Reichenbach es el director de fotografía de todos sus filmes, firmó la foto de una treintena de otros y trabajó en publicidad) y el retroceso hacia la crítica (ha sido periodista de cine, en particular en el periódico japonés São Paulo Shimbun), todos estos componentes conforman un cine del que, por lo menos, se puede decir que no es nada simple.
          Lilian M.: Relatório Confidencial (1975) se presenta como el relato reventado («un filme sobre el cine que no habla de cine») de la vida amorosa de una chica de campo. De su vida erótica, más bien: follada bestialmente por un marido frustrado, seducida por un representante comercial, deviene sucesivamente la concubina de un rico hombre de negocios, la amante de un alemán sádico (torturas eléctricas, escenas de caza a la hembra), la compañera de un guerrillero-gánster tuberculoso y, finalmente, “la esposa” de un funcionario modélico cuya fantasía es hacer de cada prostituta que conoce una verdadera ama de casa. Pero ella no se detiene aquí, y el filme terminará con un verdadero signo de interrogación. Dividido en capítulos, Lilian M. está también intercalado de confidencias de la heroína-actriz a un operador de sonido negro, y ciertas escenas son reproducidas varias veces, cada vez con una variante. Así, durante la tercera “confesión” del rico, un hombre de negocios obeso, mientras que la heroína está sentada de espaldas al mar (una auténtica “transparencia”), dos o tres bailarines se ponen a invadir progresivamente la escena, al ritmo de una canción de Joe Cocker, mientras que la cámara virtuosamente hace zoom y rezoom desde todos lados.

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Sarcástico, violento, colorido, duro, el cine de Reichenbach se parece al Fassbinder experimental, versión tropical-vulgar. A ello se añade una afición por la cancioncilla cursi (Aznavour en inglés, por ejemplo), y un arte pellizco-sin-risa de la confesión autobiográfica que hace irresistiblemente pensar en el mejor Moullet.
          Reichenbach dice formar parte de un grupo de cineastas de São Paulo (Ana Carolina, João Callegaro, etc.) que integraron (entre 1967 y 1971) un verdadero movimiento, por desgracia poco conocido fuera de Brasil. Mientras se prepara para realizar su primera película para Embrafilm (rueda en marzo por dos/tres veces sus presupuestos anteriores), espera que la presencia en Rotterdam de sus propios filmes incite a los organizadores de festivales curiosos a examinar esta misteriosa Escuela de São Paulo.
          Lo que nos dijo (cosmopolitismo hispano-italo-árabe-nipón, influencia del cine popular brasileño de los años treinta, la chanchada, que dio nombre a una nueva ola de cine porno soft: el propio Reichenbach realizó un filme de este estilo que fue un gran éxito comercial) nos excita mucho. Tanto más cuanto que la evolución de Reichenbach, si uno lo juzga por Amor, palavra prostituta (1982), parece hacerse en el sentido de un rigor casi místico y de una fidelidad delirante a sus propios temas: es el calvario de cuatro personajes, un intelectual que no ceja de reflexionar, un seductor seguro de sí mismo («Mira mi polla, cuán grande es, es la fuerza, es eso lo que amas»), así como sus dos mujeres, aún más perdidas. Una se confabula con un viejo industrial impotente, mientras que la otra aborta con fuertes hemorragias, obligando al dulce intelectual a interpretar a la enfermera doliente y sulpiciana. Todo esto sobre la base de la moralidad ultrajada y de la perversidad pequeñoburguesa sobre-buñueliana: la madre del seductor pobre llega al extremo de encender un cirio mientras su hijo se folla a la rica hija del patrón, en su propia casa.
          Se dicen muchas cosas de O Império do Desejo (1981), pero es evidentemente toda la obra de Carlos Reichenbach filho (ocho largometrajes desde 1971, e innumerables cortometrajes desde 1968) la que necesitamos urgentemente, hoy, traer a Europa. Para nuestro conocimiento, por supuesto, pero sobre todo para nuestro placer.

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LECCIÓN DE CINE

ESPECIAL CARLOS REICHENBACH

Falsa loura (2007)
Reichenbach filho o el porno tropical; por Louis Skorecki
Dos testimonios de Carlos Reichenbach
Garotas do ABC (2003)
Argumento cinematográfico de «Dois Córregos – Verdades Submersas no Tempo», comentado por Carlos Reichenbach

Era algo difuso, se producía una revuelta focalizada en una provincia X de Andalucía que terminaba ocupando un grupo Y de anarquistas. Sonaba mi voz y decía “en mis tiempos, los padres de mis padres de mis padres no enseñaban a sus hijos cómo vivir en las cárceles, les enseñaban a no morir”, y luego la tuya preguntaba “cuéntame cómo continuar esta revolución, solamente sé vaciar las arcas, que no es poco”. Más tarde, inconexamente, estábamos tú, un amigo tuyo y yo en El Corte Inglés. Me sentía rabioso porque iba comprando ropa muy barata y vosotros dos me mirabais mal. Te lo cuento nada más despertarme para no olvidarme. Como tú, no me psicoanalizo, pero lo de Andalucía se ilustraba con imágenes de gente desnuda duchándose en unas cloacas y coches de políticos intentando abandonar la frontera.

Sueño de A. el 16 de julio de 2020, dos días después de ver Falsa loura, retransmitido a N.

 

Falsa loura (Carlos Reichenbach, 2007)

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1. LA MÚSICA DE LA FACTORÍA

Hemos vivido más de año y medio bajo la sombra de Falsa loura. Cada vez que vemos una nueva película construimos un baremo imaginario donde el límite lo constituye el filme de Reichenbach. El metraje de tan bella obra ha circulado más de 500 días sobre la autopista de nuestras vidas uniendo reflexiones y sueños, golpea insospechado en azarosas pausas de la rutina diaria, emocionan como el primer día las alegrías gritadas en el comedero de la fábrica en la cual las protagonistas hacen el turno semanal. Han pasado varias estaciones, repetidose han los días del calendario, y todavía no nos suelta este trozo de celuloide, tan grande pegada supuso que hasta las imágenes de duermevelas menos apacibles o más tormentosas han cambiado su tonalidad. Si The Last Days of Disco (Whit Stillman, 1998) acapara nuestra novelesca memoria como el filme esencial sobre los yuppies en el cambio de siglo, el de Reichenbach supone lo mismo para la clase obrera brasileña a principios del milenio. No aceptaremos oprobio alguno hacia esas supervivencias, estos filmes cimentan la moral extraviada con arraigados tajos. Un mundo roto, São Paulo tristón, de gente medio engañada consigo misma, encarado por el cineasta porto-alegrense luchándose sudoroso al cabo de la acera el respeto que merecen tanto la camisa cara del pijo como las uñas astilladas de una trabajadora de la factoría. No nos extraña la inclusión de revueltas en sueños convulsos al echarnos al colchón y cerrar los ojos tras pasar dieciocho horas revisitando el filme a corazón abierto sobre suelos insolentes, perdiendo amigos, triunfando inconstancias. Son filmes así los educadores reales de la ética, ilusionantes, haciendo inútiles las divisiones entre alta y baja cultura escindidas por flancos oportunistas. Falsa loura, cine popular, sociedad encantada y sufriente.
          La protagonista de este filme, como su título indica, es una rubia teñida. Su nombre aparecerá al principio del siguiente párrafo (confiamos en que el lector lo retenga) porque preferimos terminar este con una pequeña reflexión primeriza, para nosotros esencial. Aquí va: cuando la zalamería del obrero para con sus fantasías se esfuma transformándose en pura devoción hacia ídolos de barro, concordaremos en intuir que el cineasta capaz de captar esa variación ha entendido al menos una idea sobre los sentimientos que residen en la existencia de un asalariado, sentires dulces, presos de una variación incesante, tan ambiciosos como los de cualquier otra clase social. Las disoluciones han hecho de nuestra rubia una mujer suave, cariñosa, atenta, alentadora… y no por ello han eliminado lo infausto de rendir el espíritu hacia una canción afectada o de no poder evitar el subyugo por los fantasmas de una mala noche; al menos conocemos bien el sentimiento del mundo pasando por delante de la luna del coche, o la embriaguez de un guiño cuchicheando de madrugada arrímate a mí. Sí, es la otra vida, donde no cuentan las horas, pero luego viene la sirena, la maldita sirena de la fábrica.
          Silmara, muchacha de sonrisa amplia, pasa los días de la semana creyéndose reina de los confines limitados del trabajo ─allí, ella es la fuente a la que acudir en busca de consejo, anécdotas, templanza de humores─, la entrañable o irritante sabionda de clase, según se la vea; adoptar una postura altiva ante los demás es en ocasiones signo de abatimientos demasiado hirientes, urge esconderlos, ser la más chula de la calle, rutilante estrella de su propia película privada. Si nos emocionamos al volver a Falsa loura, algo de esta exaltación triste nos la convoca el orgullo de la chica teñida: Silmara extiende sus dones por doquier, un instante pícara, otro pasional, de día diligente y animadora, de noche la que une al grupo, se preocupa porque todas consigan pareja. No olvida rencores con facilidad. Es la obrera por excelencia de los últimos veintiún años revueltos de cine, la gloriosa mundana, procacidad invitando a la asonada enclaustrada en tres acordes de balada melosa. Melodrama aligerado, hipérbole clásica sustituida por desenfreno verbal vulgar, una vulgaridad con musicalidad que encandila, hasta el punto de sonar inventivos los diálogos más soeces en el comedor a la hora del descanso. El habla ociosa reemprende su vuelo ligero, plagado de timbres a los que nos gustaría abrazarnos, las voces resultan cálidas, la noria sigue girando, también las cintas mecánicas. Creíamos conocer esos sonidos fabriles por multitud de filmes empeñados en que nos atronen los ruidos con su feroz insistencia, pero la aproximación era errónea, infiel a la armonía de voces que se les superponen en cualquier situación con algo de humanidad. Las chicas no escuchan las cintas maquinales, se ponen cascos y piensan en Luís Ronaldo ─un Julio Iglesias paulista─, sueñan con aquellas princesas lejanas, reemplazando su rostro por el suyo, trabajan desplazando el desplazamiento mecánico a un lado, imponen indirectamente su comedia a la terca insistencia de la máquina que no cesa de funcionar.
          ¡Cuántos años llevábamos esperando escuchar estas voces guasonas! Navegando imaginariamente entre algodones de azúcar, a la par del curro, una resistencia como cualquier otra: si dejamos la mente quieta mientras pasamos la compra ajena por el código de barras, habremos perdido una batalla crucial. El vagabundeo mental de los deseos desairados acaso consista en el primer paso para un futuro incendio, ese que mandará al quinto infierno la fábrica. Sano consejo aplicado con celeridad por Silmara, aquí no cesa el carnaval, a contracorriente, su día a día bien valdría cien canciones de Caetano Veloso, y nos quedamos cortos. Silmara va a donde le conduzca el destino, y aunque el vínculo que la esclaviza por jornadas no afloje, ella destensiona pletórica lo que se le ponga por delante, de un beso a un empujón, en zigzag, en fantasías breves con las que desnuda y encamada imagina karaokes con lona falsa simulando el mar. Ave de paso, no hay monarquía que corresponda más a las clases subalternas que la aristocracia bravucona y tierna de la Silmara. Por defender su moral, romperemos el más robusto armisticio de compromiso. Le regalaremos una entrada para seis conciertos, ni asistiríamos siquiera, pero a ella la queremos ver risueña, sonríe por nosotros, Juana la Loca, escupe a las Malinches de extrarradio con la dicha de los tocados por el pasado, tantas heridas intuidas en la mitad quemada de la cara paterna, antiguo pirómano, condenado a vivir encerrado, una vergüenza social, otro desarraigado; Antero es su nombre, no lo degraden, ella se enfadará.
          La rubia conoce perfectamente la realidad que le ha tocado vivir, pero qué estupendo ver la contracara ofrecida a cambio, no se puede resumir la cuestión capitulando que este es un filme de sueños estrellados, ni siquiera uno que ratifique o condene el ambiguo valor del autoengaño. Preferimos pensar en él como una suite que pasa del rock a la lambada, y luego a los ruidos chirriantes de las puertas mal cerradas del hogar. Silmara no se anda con chiquitas: de las del grupo es la que más se preocupa por Briducha, mujer joven con poca confianza, algo desarreglada, a nuestra heroína no se la ve tranquila hasta que esta no regresa al trabajo ─el plano rapidísimo de la muñeca de Briducha cortada nos hace padecer en un segundo los terrores de mil noches derrochadas malamente al ofrecer pasión y recibir desdén─, y mucho soñar con Bruno, el ídolo del momento en su barrio, pero a la primera que se pone malencarado de verdad le manda a tomar por saco, para luego, en la fábrica, narrar su noche con él como si hubiese sido leyenda ─al igual que la historia universal, Silmara concede por vergüenza o vanidad al pueblo explotado los hechos fabulados que él mismo pide, al estilo del editor del periódico en la conclusión de The Man Who Shot Liberty Valance (John Ford, 1962)─, mientras que en privado le confiesa a Luiza que el tipo fue un desgraciado cabrón. Ninguna debilidad, flaqueza o estupidez en la que pueda incurrir Silmara logra tergiversar la clarividencia que señala que la redención del proletariado se encuentra ahí, entre las trabajadoras de la fábrica, por ejemplo, a la hora de comer haciendo chanzas, confluyendo, por muy escoltadas que estén de bandejas plasticosas, un catering con pinta horrible y plátanos siendo pelados con tirillas que molestan. Los travellings de ágil, solícita atención a la mujer que habla nos comunican que dichas charlas no son adventicias, sino el tuétano del hueso. Constante ir y venir de sentimientos, pueriles o estimables, vivo reflejo de la existencia diaria que nos atañe. Quizá de los momentos más bonitos del filme: ella le dice al padre cómo me ves con este vestido nuevo, y luego de regalarle él un fajo de billetes, Silmara le devuelve algo pal cofrecillo a escondidas, repartiendo el resto en hacer a sus amigas felices en el pub sin remordimientos. El anhelo de Natalia Ginzburg, al dinero no hay que tenerle respeto, debe gastarlo uno sin reparar en ahorros vanos; el filme de Reichenbach nos emociona con la misma facilidad que la prosa de la palermitana, una lección de cine donde las grandes virtudes dejan en calzones a aquellos directores preocupados por rellenar el cupo satisfaciendo un sinfín de pequeñas virtudes derivadas. Diáfano en su descripción de un día a día que se nos había venido escapando, el aparato calienta con sus latidos la indiferencia concurrente.

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2. ENTRETIERRAS, CON DEVOCIÓN

Silmara atraviesa la verja de la fábrica y la sirena la recorre como una ráfaga cruda de viento venido del polo, los dedos de Dios sin clemencia desplegando su pelo teñido en rizos soltados al aire, da pena mirar hacia adelante, Silmara, da pena ver en lo que ha quedado Brasil tras el derrumbe de un régimen dictatorial variable que lo mantuvo preso dividido de facto en una lindera mentirosa, estableciendo una región tercermundista desde donde filmar en plano secuencia el alboroto sin propósito, en números rojos, de la errancia mareante desesperada de aquí hasta el infierno, los filmes de Rogério Sganzerla, la guitarra destrozada contra el otro lado de la línea chiva. Ahora las dobleces sindicales, la ciudad ruina, la prostitución consentida hasta por familiares cercanos si se tercia, los deseos banales, lejos de cualquier utopía, caprichosos, pero con saña, provocan que la pobre Briducha se corte la muñeca izquierda. Hija mía, ningún hombre merece eso, igualmente, si quieres hacerlo bien, rájala completa, contestará Silmara. La falsa loura vistió a Bruxiña para hacerla reina, una pretty woman del arrabal, cubierto de arraclanes y grillos que no calman. La quiso ver deslumbrar en el Alvorada, ella es capaz de eso y más, deleite en transformar al camarada y acto seguido ver cómo admira los esfuerzos el cerco local, conformado por hombres cochinos y mujeres abnegadas. Felicidad sin envidia, superposiciones uniendo el paseo ante escaparates que van hilvanando telares por los lapsus de cualquier experiencia, un paso de segundos donde nos tornamos de jubilosos a enfurruñados en un chasquido de dedos. Se puede ser libre incluso en estos tiempos, reclamar nuestra boca diciendo mío, con los pies bailando, y desconcertar a la cámara de vigilancia; si la vida obrera es ya producto de un escenario vil, actuemos en el traje de los peores actores del mundo, al final, son los que más se divierten con la refriega entre bambalinas. Vamos a darles el show de su vida.
          La mirada fugaz hacia el objetivo por parte de Luiza, efectuada cuando un corte enlaza dos movimientos de cámara a través del tronco de un árbol plantado en pleno asfalto, ilumina en muy pocos segundos el secreto de la película, sella la división transparente que divide el metraje, el paso del trío a la pareja. El trío estalla en la única noche registrada en el club, y se ha filmado constatando los tanteos que en un mismo plano se pueden dar entre tres mujeres: una seduce, otra impone, la última escucha, cambio de roles. Vínculo inescapable con la historia (Hawks, Cukor, Stillman). El dos, por su parte, explota al acabar el filme, con el último dúo propuesto, entre Silmara y São Paulo; ella es la ciudad y nosotros ciudadanos ─volveremos al término del texto a esta cuestión─. Seguimos escribiendo y es tentador recurrir al término “seducción”, el filme lo hace a gusto y lanza un tropel de recursos, los quiera coger o no el receptor, vuelan la pantalla y flechan la univocidad en las caracterizaciones de los personajes… ¡La de filmes que se contentarían ya con eso! La seducción de Falsa loura es cuestionable, va acompañada de una insinuación malvada hacia el espectador ─Regina mirando a cámara mientras baila con Silmara, al comienzo del filme, el plano se superpone con una panorámica entrando y saliendo de la ciudad desmantelada─. «Te estamos seduciendo, amable asistente, sí, pero la seducción forma parte nuestra, no te incumbe a ti en exclusiva». Seducción relativa.
          Por eso avivan la templanza del humor esas horas en el pub Alvorada, quizá la secuencia más polisémica del siglo XXI, desmonopolizando la dictadura de los sentimientos sucedáneos en insania gozosa, lengua de gata latina, meneo ajustado a los cambios de ritmo de Sylvester, el DJ pirado, sabroso, nuestro buen patrón, tan generoso que hasta nos podrá besar la boca mientras meneamos el culo. Caben desde esnifamientos disimulados lo suficiente, rencores de vengo y me voy, hasta la formación del grupo a última hora porque se merece una buena mesa para supervisar el espectáculo de lo social en directo, en medio, brindis a la desventura ya que emborrachándonos no queremos hablar de amor ni perder el tiempo con devaneos insulsos, también habrá carantoñas para todas. Lo palpitante por debajo de los vestidos y corbatas iguala la necesidad de montar la propia dramaturgia de la vida personal, concerniendo a nuestro entorno más inmediato, reclamar para nosotros los tres actos, probar a engañarnos pensando que mañana no sonará la sirena. Quién sabe, quizá nos instalemos en Dois Córregos con el chico de nuestras fantasías, delirios fruto de placeres individuales, pósters cutres, balanceos destinados a romperse pues solo en la antesala de la culminación el obrero puede ser libre mientras el yugo se mantenga flexible. De difícil disimulo, inmiscuidas en sus indudables encantos, relucen también las intransigencias retraídas de la clase obrera, camarillas venenosas, arrebatos de ira mal dirigidos, injustificados, homofobia discrecional, racismos intestinos entre individuos de la misma especie pero pertenecientes a distinta camada: la obrera industrial guarda inquina a la del textil, la frígida a la vagabunda, la blanca desconsidera al crioulo como si el lugar de este correspondiera un peldaño por debajo, el pobre desmereciendo al más pobre aún. Sin embargo, si Brasil va a seguir presa de la zafia democracia y la fragmentación, entended que nos emocione la necesidad de un pequeño revolucionario dando fe de aquellos fuegos en pugna durante un instante en el tiempo quebradizo del pasado presente.

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Reichenbach parece ya tan desligado de cualquier método de producción típico brasileño ─Globo Filmes no le ayuda desde Garotas do ABC (2003)─, como si hubiese hecho su película muy libre pero los recordase todos, y están ahí los melodramas, pesares, esparcimientos, un susurro bajísimo pero importante haciendo que la realidad cobre una fuerza el triple de vasta. En Garotas do ABC, primera entrega de los seis filmes que Reichenbach planeaba sobre el motivo de la fábrica, emocionaba ver cómo su magnitud se mantenía más cerca de lo terrenal, lo paisajístico, lo plural. Satisfaciendo los requerimientos de calma y pulsación, el cineasta congratulaba, a distintas velocidades, todos los niveles de la cajonera, atendiendo por igual muchos destinos protagónicos, consiguiendo afectarnos como lo hace un instructor que desvela generoso y paciente la simplicidad de un orden geográfico cualquiera. La segunda, Falsa Loura, elige dar un paso decidido, descollar, sin por ello dar al traste con dos características que engrandecían la anterior: eficacia y elegancia, dos atributos reanimados por Reichenbach que creíamos patrimonio sepultado del cine clásico estadounidense. Cuando la ficción se aviene a consentir sin miedo que se perciba el registro, cuando se hermana exactamente a él, como la esfera inscrita de un reloj (ficción) trabajando a perpetuidad para dar sentido al movimiento mecánico de las manecillas (registro), sentimos que nos encontramos ante los filmes más escasos y excelsos, aquellos donde se nos expone de cara hacia una falsa construcción, casi invisible, traslúcida, la ilusión pergeñada sin ambages, ganada tan a pulso que no podemos negar que lo que era originariamente dos ha devenido en uno. Nos preguntamos cómo habría sido la tercera entrega si el cineasta no hubiera fallecido en 2012, ¿acaso quedaba alguna instancia por restituir? Avanzan los minutos, persiste la narración calmadita, cuchicheada, mientras detrás de ella alucinamos los restos anegados y traicioneros, querientes, en fin, de afiliaciones a las que la mala coincidencia de un país deshilachado arrebató su cataviento. Sueltos, salvajes incluso bajo dominio, los besos y empujones existen en su turbulenta celebridad confusa. Un cuento leído a medianoche por la nana, con su excedente de realidad cadenciada, variando pasos, corriendo, arrastrándose, muta su caminar y así no extermina nuestras quimeras, ni las asedia o conquista, al contrario, las suelta, las deja volar, el drama de la vida moderna proyectado al charco de la vacilación, aquel en el que pasamos de héroes a villanos con el canto del gallo.
          El último filme de Reichenbach supone la muerte de la codificación, el desligamiento de estructuras visibles en donde encasillar la experiencia con sus estraperlos y acatamientos. El Alvorada parece tener vida propia. La película ha derrotado por completo a su guion e inventado un espacio social, cumplidor de una labor significante: redime a gente como nosotros, y a otras tantas personas más allá de las fronteras, de sus pecados y faltas.

Ana Cristina Cesar coloreará esta pausa, como la mujer ataviada con unas bragas entretanto lee Sócrates de J.C. Ismael, aligerando en el filme de Reichenbach la resaca mañanera:

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bar central

Na falta do leite que me deixa à míngua
nem a cerveja do Raul,
materno.
Escrevo até arder a boca, depois
saio, espio os cachorros distraídos no passeio,
sinto horrores variados.
À noite escapo pelas letras dos
anúncios, faço propagandas de calcinhas,
me deito com o funcionário
dos correios.
De madrugada vem o último garçom
com a razão da sede nos músculos;
estranho o ritmo dos versos,
minha pança chora, chora,
ainda não saí.
O garçom não serve mais pra minha fome; me
deito é fora, enroscada nos três gargalos da esquina.

De vuelta, pisando con los pies la alfombrilla rellanera, encendemos el altavoz para Gilberto Gil.

3. FERVIENTE Y AFANOSA INGRATITUD

Trava com o destino uma batalha cega
Pega da navalha e retalha a barriga
Fofa, tão inchada e cheia de lombriga
Da monstra miséria da Bahia

Jubiabá, Gilberto Gil

Al contrario que la deshonesta moraleja impuesta en montaje, desde los despachos, a las chicas de Jonathan Demme en Swing Shift (1984) ─obligadas a reternerse junto a los maridos vueltos de la II Guerra Mundial, dos veces robada su libertad─, esta historia de la fábrica no es monógama, y si con el paso de los minutos uno termina trastocado por la maldita sirena, el agradecimiento convendría otorgarlo al escurrimiento que Reichenbach, portador de la mayor dádiva, ha conseguido impresionar; franqueado el mayor error, el que supone una distancia cero entre la cadena de montaje y el obrero, intuimos ya mejor lo del medio, a la vez oposición y complemento de la pesantez de los minutos: es un pequeño deseo el que desplaza la pala, la tortura de unos años no dispuestos a abandonar, como el de Antero pidiendo a su hija que tome un poco de champán por él.
          La fábrica merece ser filmada como otro emplazamiento cualquiera, aprisiona, claro, pero no lo suficiente como para impedir que los semidesnudos iniciales en los vestuarios resulten tan connaturales a la vista, no destacan, no molestan, los aceptamos como parte integral de la lógica belleza que el ser humano inconsciente arrulla a lo cargante de las estructuras más rígidas y recargadas de pesadumbre. Los desnudos de Falsa loura aparecen vertidos sobre el metraje, cada uno con su propia luz, un deseo, un momento pasajero, iluminación, remiendo a la serenidad diaria, en donde ─no vamos a mentir─ a las cinco de la tarde nos quedamos ligeros de ropa a causa del sol tórrido, nos dormimos y ni pensamos en nuestro cuerpo, luego, a las dos de la madrugada, con suerte, y si hay ganas, somos conscientes del poder que este irradia, y jugamos con el desprendimiento de las prendas con alevosía, señor juez, y declararemos que nos gusta. Somos las putas orgullosas del fin de siglo. Disfuncionales, ardorosos y aburridos. Haga la mezcla, el resultado, no podría sorprendernos a día de hoy, posee la diversidad de un paisaje pampero visto desde las alturas de un avión aterrizando.
          Prostitución frágil. Ha estado en Reichenbach desde Lilian M.: Relatório Confidencial (1975). Allí era Maria la que salía de casa e inventaba el amor, una explotación a la que se sometía bien diferente de la travesía falsalouriana. En un paisaje tercermundista, tropical, chutándonos la cara con tan poca galantería estúpida que uno podría pensar también en los interminables planos de Sem Essa, Aranha (Rogério Sganzerla, 1970), filme libre de cualquier gobierno de imágenes, sin más rumbo ni objetivo que errar hasta vomitar, ahí les dejo el caos, descifren ustedes el orden dentro suyo (Saramago). Aquí los proxenetas, chulos, sombras detrás del vestido nuevo de Silmara, dan más miedo, acarician a primera vista con palabras cuales cortejos de pana y seda. Rodeada y sitiada por el espectáculo de sus ensueños, Silmara recorrerá el sendero hacia el torreón del príncipe azul y no habrá excepción, cuando pise la última escalera, tornará en gris el objeto de su antojo. Bruno y su banda, maleducados, cocainómanos. Poco ostenta el musculado cantante terminado el repertorio, veinticuatro horas de sexo, ofrecidos sus prolegómenos por Reichenbach mediante caminares por el litoral, superposiciones mareándonos ola a ola extasiados de contentos, el arreglo romanticón previo al contacto con la estúpida verga sin prepucio del guarro frontman. Se presenta en su casa para recogerla con menos tacto que un adolescente reaccionando a un chupón, pero el doble de engreído, echándose unas risas gorileras con la banda a costa del castigado Antero, con lo descompuesto del hogar familiar. Luego, terminadas las horas de lujuria, el ridículo metrosexual piensa que puede aliviar el desasosiego de Silmara con algo de dinero, se lo restregaríamos por la cara hasta hacérsela sangrar. Silmara tiene ya la mente en otra parte, pues una emisión televisiva anuncia reciente incendio en São Paulo. Papá, ¿has vuelto a hacer de las tuyas? ¿Ese trabajo nuevo en qué consistía? Un gesto de suave respeto nos niega las causas del incendio, cortesía hacia el trabajador, insinuación turbulenta para con la vida lícita.
          Redes cuya identidad final se nos escapa van estrechándose y envolviendo a Silmara. Maniobras de fuerzas latentes, personajes como el doctor Vargas o la madame Cassandra, gentes que sabemos con certeza se negarían a trabar contacto con los humildes de no ser por el rédito que sacan; pero aun así… ¿no tendrán algo para nosotros? ¿dinero fácil, quizá un trabajo? Espera, ¿cómo llegaron a contactarnos? ¿quién me malvendió pensando en mi supuesto bien?
          El desengaño de Silmara con Bruno tenía la ganga de la noche loca, plena de inconsecuencias. Una ventaja de salida al inscribirse en su biografía con escasa severidad. Catalogable como aventura traviesa, era el pastelito de la juventud derritiéndose en vivo, manchando, aunque al menos un día pudimos decir que nos chupamos los dedos, que fue comprensible ese enamorarse del más fardón: sus abdominales, ay Dios, eran para nosotros chocolate. Sin embargo, conducida a su última cita sorpresa como escort secreta de Luís Ronaldo, el maduro galán, los velos telenovelescos que arrobaron a Silmara tenían que caer entonces, después de abrazarla, arrullarla, hacerle un bis, arder con todo el conjunto de la pasamanería. Sublimados, los encantos susurrados de Leonardo Ronaldo ─que no Luís (Luís es su nombre de artista)─ mientras se la come entera a besos acaban por convencerla, tras tres intentos, de perpetrar lo que ella nunca hubiera hecho si una imagen, en su mente, desalojara a la subsiguiente de modo consecuente con la limpidez quirúrgica de un corte empalmador. Pero el cuerpo de Silmara está copado de fundidos gozosos, extasiantes, que desconciertan y dan placer. Con Ronaldo vuelve al mar. Del recorrido de la ola, ella es la espuma. Afanoso por introducirse, por metaforizar una suerte de subjetividad intensa y maleable, Reichenbach filma el sexo buscando encontrar la puesta en forma que dé cuenta de la experiencia personal. No un supuesto sexo en sí, tampoco el sexo exteriorizado, pues eso ya no sería dar con el sexo, ni siquiera con lo sexual, sino meramente con una pareja teniendo sexo siendo observados por un tercero. La cámara sujetada por el chaval proporciona a Silmara el aliciente de estrellato casero, acompaña, legitimando, la experiencia aterciopelada de acariciar caballos y brindar comida cara, mansiones de experiencia que la alejan del comedor fabril…

4. SALIDA DE SILMARA DE LA FÁBRICA

…pero luego, sin perdón, vuelve la sirena, la maldita sirena de la fábrica…
          Al final, nuestra rubia no está derrotada, sino momentáneamente confiscada, a la vuelta otra vez con el viento en contra. El sucinto interludio entre su cita con Ronaldo y la postrera entrada a la fábrica, donde aparecen, como malignos fuegos de San Telmo, el doctor Vargas fumando puro, Cassandra con una chica nueva, certifican que aquí no hay necesidad de pintar el cuadro geosocial de la época, solo de acuarelarlo en sus pinceladas más hirientes o libertarias. Rememoramos el tema sonando extradiégetico, una relectura de la tonada tocada por la banda de Bruno en el Alvorada, allá dentro pegajosa y digna de after sudoroso radioformulero, acá con un nuevo arreglo de Marcos Levy y solo de guitarra de Webster Santos, “leitura bárbara e nossa” del estilo The Who. Antes los acordes llamaban al embebecimiento churrallero, ahora aturden cuales campanas repicando por la sedición. Silmara deja atrás al chófer, vestido ya de civil ordinario, hechizo roto, vuelta al colegio, la rubia camina bajo cirros y cúmulos, aviso de futura tromba en el paisanaje, ella no se detiene, una superposición enlentece el segundo plano de la escena, los metros van muriendo al son de las pisadas mudas de la chica, su pelo lo machaca el aire hacia el este, dan ganas de llorar, casi podemos ver una lágrima asomar, el mal resfriado tras la resacosa andanza por los abismos del delirio, una segunda superposición encaja el tercer plano poquito a poco, tranquilo, resoluto, São Paulo, ciudad derruida, vuelta al comienzo, panorámica inmovilizadora, en ella se disuelve el rostro dorado de Silmara, los cielos paulistanos la enmarcan ingrávida, emancipada de su prisión temporal. Algo dilapida la sirena, creemos, y lo topamos al divisar de cerca pero desapareciendo la faz de la rubia en la bóveda celeste, ya no semeja a punto de plañir, la insurrecta esboza rabia, secreciones escupiendo fuego interno, la fábrica está en peligro, el instante donde el obrero entremezcla la desesperación con la sublevación, final de párrafo, nuevo capítulo, la explotación quizá arda en mil pedazos. Termina la panorámica posándose la cámara en una arbolada, ramaje tapando los techos desmantelados, sumergidos en la mala historia del cincuentenio. Intuición: ese árbol seguirá allí cuando la fábrica caiga abandonada, presa de las llamas, de las turbulencias económicas o de la deslocalización, la manufactura podrá irse al carajo, pero los vencejos no cesarán su vuelo alrededor del tronco, bordeando las hojas, anidándolo. Lección aprendida a base de reducir la velocidad y fusionar dos imágenes. Hace un tiempo, el cine era capaz de hacer esto, hermanar las miserias y ratificar la paradoja, sugerir el mañana con aparente sencillez. Ahora, tras recuperar ese chico ademán, sabemos con certeza que Brasil no pertenece a nadie. Los mechones rubios de Silmara, tampoco. Boa viagem, Carlão.

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