The Terrorizers [Kong bu fen zi] (Edward Yang, 1986)
Quizá cuando vagabundeamos sintiéndonos extranjeros podemos llegar a ilusionar una perspectiva de identificación, cónica o cenital, entre la urbe y sus calles. Por diversión, nos permitimos olvidar que el sentimiento no se arquitectura en la fachada. En cambio el oriundo, quien hace vida allí de punto A a punto B, la imagina, recorre, sufre, habita y prevé más bien como una colección de interiores. Estancias donde se trabaja y se es servil a la vez que suspicaz, otras introspectivas, de recogimiento privado, la mayoría compartidas ni tuya ni mía, algunas fugaces donde se busca practicar el amor; habitáculos proclives a rebosar de expectativas, parálisis y deseos como un balde ciego.
En Kong bu fen zi, tercer filme de Edward Yang en solitario, el imaginario de extrarradio de Taipéi está conformado, en su mayor parte, por estos espacios interiores, acaparadores de mentes. La percepción de la calle, incesantemente amenazada por el drama incubado entre cuatro paredes, hace temer la puerta, girar la esquina, la siguiente parada ¿somos los perseguidores o nos están persiguiendo? Salimos terrorizados de casa. De hecho, los pocos planos generales mostradores del asfalto, de los edificios muro que configuran el paisaje arrabalero taipeiano se nos abren desde una óptica tan periférica que logran ocultar la soberbia vastedad de la ciudad que, aunque lejos, sabemos se yergue ahí detrás maquinando el futuro. Así, el extrarradio mapeado por Yang es también una pieza relativamente cerrada de la ciudad (es difícil salir de allí), no perteneciente ni a ella misma (dependiente de la autopoiesis del centro), todo lo contrario a los valores de identidad nacional a los que aquella Taiwán de mediados de los ochenta aspiraba.
«2000 años de pobreza y luchas después… a una ciudad llamada Taipéi solo le llevó 20 años llegar a ser la más rica de las ciudades del mundo» (A Confucian Confusion, Yang, 1994). Para ello, primero debieron resignificar la isla como algo más que un puesto de avanzada militar japonés, luego proyectar una especificidad chino-taiwanesa desde cero. Durante algún tiempo, de Estados Unidos obtuvieron protección y subvención, inglés y béisbol, de Japón, la publicidad, lentes Canon, Fujifilm y Nikon. En trueque por renunciar a sus pretensiones de retomar militarmente la China continental, al Taiwán del Kuomintang se le concedió el estatus de pequeño laboratorio insular donde se gestarían los cambios que luego estudiaría aplicar la República Popular China. Transformaciones de un país en perpetuo estado de reconocimiento limitado, abierto discrecionalmente al exterior, pretendiendo cerrarse a sí mismo.
Dadas las circunstancias que le tocó registrar, es natural que Yang se imponga y nos proponga una relación con los planos analógica al limbo diplomático. Durante los 70, el aún no cineasta permaneció lejos de su terruño cursando estudios avanzados en EUA, y se siente coherente con su propia experiencia vital la necesidad de recuperar el retraso, algo de motilidad respecto a los sucesos patrios, por medio del cine. Sin remedio, partiendo del entumecimiento, el cineasta escoge recrearse en las duraciones interiores del espacio urbano, campo de dispersión para el ojo circunscripto al paso de las horas, donde leer en la cama o evanescerse al sueño con lámpara encendida y el libro en las manos; pero de repente un despabile, el pequeño trastorno que aupándonos veloz los párpados reintegra la pregunta consecuente: ¿qué ha sucedido mientras yacíamos hacia dentro y no estábamos?
En cualquiera de esas, el espectador reconocerá, a golpe de sucederse los minutos, la mala elección, adoptar respecto a estos planos una disposición en demasía neutral o pasiva, pues a cada rato se nos airea la percepción por la ventana, despanzurrándonos contra los intercambios fraguados en interior ─de limpidez engañosa─ pero arrojados a estrellarse en la acera. Entonces, forzosamente, los espectadores de hoy nos repensaremos el haber equiparado más veces de las debidas lo moderno con la permisividad de una alteridad lo suficientemente generosa como para consentir al que ojea un dejarse llevar: si uno se duerme, pronto será despertado por una conmoción decimal, debiendo recapitular los segundos donde la atención, desafiada perceptiblemente en un primer vistazo, acabó arrellanada entre causalidades de signos que comenzaron a hacerse la guerra bajo ella. Las duraciones donde en apariencia gobernaba una premeditada serenidad cotidiana tenían un extra de miedo infundado, huellas atisbables solo en retrospectiva, cuando la desembocadura nos arroja exhaustos; el espanto pasado que no supimos identificar rompe contra la percepción actual como oscuras olas del mar en santiamenes de desfase.
Si de buen principio el espectador se previene ─o, mejor dicho, si se afana por terrorizarse junto con los personajes─, volcará su visión actual en cada detalle sospechoso, acaudalando motivos, proyectando elipsis y fueras de campo, indagando las conexiones oficiosas entre los extrarradios de las distintas historias. Sin embargo, por tal camino comprometido ─el cual desde luego es el que quiere Yang que tomemos─ nos aguarda un peligro aún mayor, revelado en el último minuto del filme, con el que nublarnos el entendimiento por nuestra esforzada audacia.
Es así como la pareja principal del filme, Zhou Yufang y Li Lizhong, no consiguen pisar el mismo suelo sin rasparse ligeramente; los pequeños goteos de sangre derivados del roce en casa y el trabajo puertas afuera no los conseguirá borrar ni el tesonero lavado de manos del marido. Acompañando a la escritora en pleno bloqueo, presenciándola mirando hacia obreros de la limpieza suspendidos quitando imaginada mugre de ventanales ya limpios, o repasando desganada las páginas de sus libros anteriores, recogiendo repentinamente el cenicero con la llegada del cónyuge, etc. el espectador ideal equiparará la colmada premeditación de los planos con un lleno hasta el borde de dramaturgia y narración, existiendo solo aledaños huecos en lo referente a la cantidad de información pasada que se nos ha sido entregada. Las preocupaciones espirituales de la novelista llegan a adquirir materialidad, y en la vacilación sobre la siguiente línea a escribir, su gestus se muestra inquebrantable, de una intranquilidad pudiente, a patente trecho de la desesperación del marido. Usualmente, la transformación taiwanesa relatada por el cine de Yang es una revolución mixta donde los hombres lo tienen todavía más difícil que las mujeres.
Se atropellan dos sensibilidades, siendo el de la novelista Zhou el segundo despertar del filme, con todo, el primero plenamente registrado dentro del campo fílmico, acompañado, después del corte, de una panorámica hacia la izquierda, en cuya primera parada observamos a su marido Li haciendo unas flexiones comodonas en el balcón, relación puesta en escena a través de un movimiento que une el dormitorio con el salón y la puerta de entrada, a ella sentada en la cama y a Li “calentando” a punto de salir hacia el trabajo. Es el ligero reencuadre al marido, sin cortar el plano, mediante la traslación del aparato, el que da pie a un ligero quiebre; se inicia el contraplano que conduce al tanteo matrimonial: el ponme esto a lavar, inquisiciones repelentes, la insinuación de una avalancha de dudas… a Li se le acumulan las perplejidades sobre cómo interpretar la desidia de la esposa.
Una disincronía segunda que prosigue la línea del primer despertar del filme, el del fotógrafo junto a su novia (ella parece no haber dormido por haberse quedado pegada soñando en las páginas de una novela). El único plano que los muestra a los dos, antes de la chica caer rendida y que él se levante, enmarca principalmente a la lectora atenta repechada en la cama quedando el medio rostro del fotógrafo estirado confinado a la mínima esquina derecha del encuadre. Al levantarse este, recoger su chaqueta, botas, los útiles de fotografía e irse de casa, solo su sombra roza a la dormida mal amada. Hasta casi el minuto cinco no veremos a dos personas enteras juntas en cuadro, y cuando lo hagamos será para contemplar brevemente a un policía de paisano teniendo que desistir de ayudar a un compañero caído ante la superioridad de fuego de los delincuentes.
Ha sido expuesta la discrepancia, el comienzo del proceso de terrorización que acabará intoxicando las relaciones del círculo de clases conformador del metraje.
En este circuito de insinuaciones, retaguardias y pánico comprobamos que cada personaje pasa por la experiencia de relatarse ostensiblemente aislado del interlocutor, forzado a hacerlo incluso aunque la crónica sea secuestrada en el hogar familiar y acallada, obligada a condensarse en una mirada fútil de desdén de un rebelde del Dios Neón hacia sus padres. Se terroriza desde el patético recogimiento, detestado a base de reencontrarlo cuando se querría revolotear en zigzag, pues es en el desamparo de la irremediable frontalidad ─Shu An en arresto domiciliario por parte de mamá, resentida institutriz abandonada con su malcriada primogénita, tropezando frustrada con obstáculos cotidianos interpuestos por la tutora con el objetivo de impedir el torrente terrorizador de sus fuerzas (la puerta bloqueada, el teléfono con candado, llaves confiscadas)─ donde uno entiende que si no puede avanzar porque el muro es demasiado talludo, al menos le resta la posibilidad de agujerear algunos ladrillos; la falsa ilusión de progreso personal en un país tan sobradamente encaminado como para sentir la necesidad de echar atrás la mirada.
La confesión de Zhou hacia su exnovio, futuro amante, sobre la inestabilidad de su matrimonio y su crisis creativa, arrimados ambos contra un agradable paisaje primaveral, da testimonio del paso previo al asalto frontal, una frivolidad implícita en el despliegue de incertidumbres, filmada de modo que, de izquierda a derecha, veamos una porción ínfima del brazo zurdo del editor, a la mujer en plano medio y, ocupando la mitad del encuadre, un árbol del que no alcanzamos a ver las hojas. Confesión terminada, un corte por movimiento de la novelista que se voltea compungida no logra camuflar la agresividad del reencuadre que no cambia el tamaño, pero sí la posición, ahora lo suficientemente adyacente hacia la izquierda como para que el hombre pueda ser encuadrado, dejando, por el contrario, una leve fracción de su brazo derecho fuera. En el primero de los planos, él no había ni siquiera pronunciado palabra, y es en el segundo cuando todas las condescendientes y babosas réplicas saldrán de su boca y de ninguna otra. El espacio se ensancha, pero el afecto no es recibido, la terrorización extramarital que debiera ser dulce no cuaja, más bien choca, cae dispersándose en la escena siguiente: ambos recogidos como motivo principal sobre la cama del varón, en lo que entendemos como los momentos posteriores al coito, retomado tras tantos años separados. Al terminar una breve charla de pasados contrapuestos, cada uno se pondrá en marcha en sus respectivas composiciones, para culminar con un plano-contraplano totalmente frontal donde la mirada de ella, muda, posterior a la temporal negativa con respecto a la oferta de trabajo brindada por su amante, se derrama secamente sobre el semblante del hombre. Periodo de equívoca unión, alcanzado desde el piélago insular, prólogo a todo el ciclo de arrumacos y violencia.
Horadar la estabilidad del prójimo cercano, o de cualquier fulano encontrado en la encrucijada de una zona comercial, tanto da; no se trata de filmar casualmente un abanico de posibilidades desde donde venirse abajo, sucumbir al fantasma del florecimiento económico o resistir estoicamente, sino de, en primer lugar, estar ahí, para luego volver sobre los propios pasos dando a conocer la pisada en sus zancadas hacia adelante, a la zaga. Así se llega a contemplar un tráfico en presente de signos titubeantes y resueltos, que tan pronto hacen el amor como acuchillan en el mismo hotel, una y otra vez; estos personajes se han enclavado en la carretera ─en Taipei Story (Yang, 1985) aún podíamos subir a la azotea y darnos el lujo momentáneo de percibir la ciudad como un hormiguero, mientras que en The Terrorizers la luz que entra por la ventana quema, pero una vez en la calle es gris, no acompaña─, y en un atasco uno empieza a familiarizarse demasiado con el volante, se transforma en alguien seguro de más al centrarse en su subjetividad persecutoria, vulnerable, sin embargo, ante la miríada de chasis que querrían chocar con él por el mero colmarse de su deseo indefinible: asegurarse un puesto de trabajo, publicar la siguiente novela de bolsillo, evitar el servicio militar, enamorarse de la cautiva coronando la trivialidad de niño rico con piscina y dinero ajeno que malgastar…
No obstante, dichos personajes no podrían aparecérsenos como síntomas de un tiempo, pues ellos forman las cuatro estaciones, albergan una porción no cuantificable pero completa que, puesta al lado de todas las demás, no podría darnos más que una pequeña idea, una noción ruda, de lo que está en juego en una calle de Taipéi a las siete de la mañana. La conclusión de un proceso de terrorización, también preludio del siguiente, suerte de despertar al que afluimos sin previo aviso, procedimiento que nos concierne; si nos dejamos llevar, estamos perdidos.
BIBLIOGRAFÍA
ASSAYAS, Olivier. Edward Yang y su época en “Presencias, escritos sobre cine”. Ed: Monte Hermoso; Buenos Aires, 2019.
LIU, Catherine. Taiwan’s Cold War Geopolitics in Edward Yang’s The Terrorizers en “Surveillance in Asian Cinema Under Eastern Eyes”. Ed: Routledge; Nueva York, 2017.