UNA TUMBA PARA EL OJO

LA FRAGILIDAD DEL SENTIDO: TRES FILMES DE PAUL COX; por Michael Dempsey

“THE FRAGILITY OF MEANING: THREE FILMS BY PAUL COX” (Michael Dempsey) en Film Quarterly (primavera de 1986, vol. 39, nº 3, págs. 2-11).

Lonely Hearts Paul Cox 1

Lonely Hearts Paul Cox 2
Lonely Hearts (1982)

En voz queda, casi oblicuamente, durante los dos últimos años, mientras que tres de sus filmes, Lonely Hearts, Man of Flowers y My First Wife se han estrenado aquí, el director holandés-australiano Paul Cox ha estado revelando su talento desconcertantemente inclasificable a las audiencias americanas. Por turnos mordaces, poéticas, hilarantes, gnómicas y airadas, estas producciones a pequeña escala (cada una según se dice fue filmada por un millón de dólares o menos en tan solo tres semanas) se adentran en esas viejas perplejidades, soledad y aislamiento, pero desde ángulos sesgados y con un espíritu de una idiosincrasia vigorizante, a la altura de los peculiares, a veces pasmosos, serpenteos, obsesiones e iras de sus personajes.
          En Lonely Hearts, Peter, un soltero de 50 años afinador de pianos, se lanza a vivir su propia vida al morir su madre. Conoce a Patricia, una miedosa solterona treintañera casi victoriana, a través de una agencia de citas, y los dos caen en picado en un laberinto de comunicación malentendida, tragicómica, mientras cada uno trata de desprenderse de un pasado amortiguador y enfrentarse al miedo y deseo mezclados. Man of Flowers nos lleva al bizarro mundo privado de Charles Bremer, un esteta envejecido, nuevo rico, profundamente excéntrico, y la relación extravagante que surge entre él y una joven modelo a la que paga para que se desnude enfrente suya una vez a la semana al ritmo de la música de Donizetti. En contraste, My First Wife comienza en una total convencionalidad con un matrimonio duradero pero rápidamente tuerce hacia las variedades y extremos de la pérdida, la vergüenza y la autodestrucción cuando el matrimonio se desintegra abruptamente. “¿Por qué deberíamos estar solos en una sociedad que posee todos los medios para comunicarnos tan bien?” Cox se ha preguntado en voz alta. Y ha ofrecido un par de respuestas: “En la sociedad moderna, me deja perplejo cuánto anhelamos el calor, el amor, y cómo dentro de esta sociedad generalmente estamos condicionados a desear, lo que nos convierte en consumidores, para que queramos otro coche o un vestido nuevo. Estoy bastante seguro de que la gente preferiría ser amada antes que adquirir un coche o vestido nuevos… Creo que la mayoría de la gente desea realmente algo que les haga dejar de desear cosas y pensar por qué viven como viven, incluso si esto conlleva que solo se encojan de hombros y decidan que les gusta todo tal y como es”. Dignos sentimientos, pero enteramente engañosos si hacen a cualquiera esperar disecciones resueltas, de orientación marxista, del capitalismo tardío. Porque el trabajo de Cox (o estos ejemplos del mismo, en todo caso, los únicos que he visto) ha aprehendido algo más allá de la sociedad como la causa de la soledad y el aislamiento. Idiosincrasia, solipsismo, excentricidad ─estos son los rasgos salientes de la gente que dispara la imaginación de Cox, ya que no importa cuál sea su contexto social, para él estos son los elementos fundamentales de todos los sentimientos y enredos humanos.

My First Wife Paul Cox 1

My First Wife Paul Cox 2

My First Wife Paul Cox 3
My First Wife (1984)

Nacido Paulus Henrique Benedictus Cox en Venlo, Holanda, el 16 de abril de 1940, el futuro cineasta, cuyo padre dirigía una empresa de producción que hacía documentales, creció en una Europa perturbada por la guerra, “en una atmósfera muy similar a la casa de las flores. Mi infancia estaba impregnada de recuerdos temperamentales, tristes, amargos”. Algunos de estos, ha dicho, proceden de un ático donde de niño pasó muchas horas solitarias jugando en la oscuridad con un viejo proyector de cine ─una circunstancia curiosamente similar a las propias descripciones de Ingmar Bergman de sus primeros contactos con el cine. “Siempre me impresionó lo claro que se veía todo en la oscuridad”, diría Cox años después.
          Un programa de intercambio con el extranjero lo llevó primero a Australia como estudiante en 1963. Dos años después, retornó como colono, abriendo un estudio fotográfico cuyo éxito ayudó a financiar experimentos tempranos como aficionado al cine. (“Siempre digo que si quieres hacer algo realmente en serio, hazlo como una afición… No soy un cineasta nacido de la ambición. Nunca pensé que sería un cineasta. Es compulsión pura. No tengo otra opción”).
          Empezando en 1965 con cortometrajes personales y documentales, finalmente Cox hizo su primer largometraje, Illuminations (1976), que ha sido descrito como “una historia de pesadillas surrealista acerca de un hombre australiano y una mujer húngara viviendo juntos en una relación de amor volátil”. Junto a otros cortometrajes, siguieron otros dos filmes, Inside Looking Out (1977), otra examinación de un matrimonio en colapso, y Kostas (1979), una historia acerca de un periodista griego del régimen de derechas que llega a Australia y se enamora de una divorciada de clase media-alta. Más recientemente, Cox ha completado Cactus, un estreno de 1986 acerca de una francesa (Isabelle Huppert) que visita Australia y se ve involucrada con un hombre ciego (Robert Menzies, nieto del antiguo primer ministro Robert Menzies).
          Viéndose a sí mismo como un outsider (con sede en Melbourne) en el establishment del cine australiano con sede en Sidney, Cox ha forjado un grupo de colaboradores frecuentes, entre ellos los actores Norman Kaye y Wendy Hughes, el cinematógrafo inmigrante ruso Yuri Sokol, el guionista Bob Ellis (que recientemente se ha convertido en director), el editor Tim Lewis, el productor asociado Tony Llewellyn-Jones y la productora Jane Ballantyne, que le han permitido trabajar a un ritmo constante, barato e independiente. “El dinero no hace buenos filmes”, Cox ha afirmado. “Cuanto más dinero hay, más tiempo es malgastado… Puedes hacer un muy buen filme con siete personas ─un equipo básico. Cuanta más gente hay, mayor la amenaza para la tranquilidad de la producción”. Según se dice, quiere hacer un filme sobre Vincent van Gogh a continuación.

Si una palabra puede resumir My First Wife, esa palabra es “implacable”. Pocos de los muchos filmes que han abordado el agitado torbellino emocional cuando un matrimonio explota pueden igualar su inmersión frontal en el bochorno, la laceración y la comedia adusta de las emociones primarias de repente despojadas y desolladas fuera de todo control. John (John Hargreaves), un compositor con una pieza coral en ensayo y un programa próspero de música clásica en la radio, ha estado tan absorbido en sus búsquedas que sin darse cuenta ha perdido el amor de su esposa Helen (Wendy Hughes), una profesora de inglés para inmigrantes y miembro del coro en los ensayos. Cuando ella termina una noche su unión de diez años con casi ninguna advertencia, la ira y la pena le consumen inmediatamente y de forma estridente, para su conmoción y mortificación, ya que todo lo relacionado con su aspecto, movimientos y las cosas que dice en las tersas escenas de apertura iniciales sugieren a un hombre sereno, razonable, “calmado”. Ahora, mientras fragmentos de memorias durmientes comienzan a pasar destelladas a través de sus sueños y sus pensamientos en vigilia, prácticamente pierde los estribos intentando ganar a Helen de vuelta: rompiendo una puerta cuando la encuentra con un amante casual, invadiendo el hogar de los padres de ella para aullar en un suspiro que el matrimonio es sagrado para él a la par que la denuncia en el siguiente como una zorra mentirosa que le ha engañado y matado. Una vez, ruega a Helen con miserabilismo crudo que le haga el amor, pero luego de que ella lo haga, su revulsión al contacto de él, que simplemente no puede enmascarar, le apuñala tan fuerte que la golpea. Antes, Helen le había acusado (y justamente, parece) de descuidar a su joven y tímida hija Lucy (Lucy Angwin), pero ahora John, como parte de su campaña para recuperar a Helen, comienza a prodigar una devoción extravagante, desorientadora, a su hija pequeña. Y como si esto no fuera suficiente, también está resistiendo el reloj de la muerte con su padre hospitalizado (Robin Lovejoy).
          Todo suena, ineludiblemente, como una telenovela en el peor sentido, y algunas personas ─tanto críticos como espectadores─ han acusado a Cox de simplemente vomitar Angustia en todas las direcciones, completamente incapaz de darle una forma artística. Pero perspectiva y control es precisamente lo que ha aportado a esta disección despiadada de un hombre luchando por ambas, con todo estrepitosamente, humillantemente incapaz de encontrarlas en sí mismo o en cualquier otro lado. Parte de la razón reside en una contradicción cultural que lo atrapa. Hoy en día, todo el mundo desde feministas a editores de manuales de autoayuda continuamente urge al hombre adulto emocionalmente constipado a expresar sus emociones en libertad. Aunque My First Wife no muestra este consejo influenciando a John de forma explícita, él ciertamente lo toma, y los resultados son de todo menos bonitos. Como el héroe de Smash Palace, no se guarda nada. Incluso los espectadores más empáticos sentirán una indudable grima frente a este espectáculo al menos una parte del tiempo (yo definitivamente la sentí), y también se sentirán obligados a condenar a John como un capullo autocompasivo, santurrón, cuyo “amor” es simplemente posesión egoísta. Helen misma dice esto, extendiendo convencida la acusación a los hombres en general. De hecho, Cox nunca evade la responsabilidad de John por su situación. Sin embargo, este tipo de culpabilización es finalmente irrelevante para el tema esencial de My First Wife, que es la fragilidad de un sentido que soporte la vida. Para John, sus fuentes son el matrimonio, el arte y los sueños; Cox socava cada una de ellas.
          En su retrato de un compañero de matrimonio de repente abandonado, My First Wife inevitablemente sugiere un Kramer vs. Kramer más crudo o An Unmarried Woman, pero sin el foco de ambos en el nuevo comienzo de la persona despojada o su trasfondo social. En cambio, Cox observa la transitoriedad del amor. Vemos a Helen en la cama con un amante (David Cameron) en la primera secuencia, intercalados con John retransmitiendo en su estudio. De este modo, cuando ella niega que involucrarse con otro hombre motivó su decisión, podemos sospechar que miente. Pronto, no obstante, se vuelve obvio que no lo estaba haciendo; su compañero de cama prueba ser solo un semental ocasional. El asunto es la misteriosa, perturbadora, desaparición del amor ─por todas estas razones y por ninguna de ellas. Simplemente se desvaneció, tiempo atrás, y su ausencia se ha convertido finalmente en demasiado desmoralizante para ella. Cuando su madre, nuestro espejo, la presiona por un motivo particular, Helen simplemente dice: “La pérdida del amor es muy real. Lo extraño”. O, como uno de sus estudiantes dice muy claro: “Han pasado siete años, diez meses y dos días desde que dejé de querer a mi hombre una noche”.
          Cox contrasta a John y Helen mientras tratan de regenerar el sentido existencial. Helen incierta pero abiertamente se libera de la relación muerta aunque no tenga sustituto a mano. Incluso cuando su madre pregunta, horrorizada: “¿Mientras su padre está muriendo?”, la determinación de Helen se mantiene. No obstante, a pesar del descuido de su matrimonio, John lo ha hecho una parte tan integral de su identidad que su colapso semeja algo más que otro matrimonio roto. “Mi vida, mi esposa, mi matrimonio, mi música”, grita con egoísmo desvergonzado, pero pronto añade, forzado a elegir, que abandonaría su música y mantendría su matrimonio.
          Pero no existe tal opción, y John debe buscar otras fuentes de percepción y consolación. Cox ha llenado la banda sonora del filme (que es también la banda sonora personal de John) con música clásica, principalmente fragmentos del Orfeo de Gluck, Carmina Burana y Grandfather’s Birthday Party de Franz Süssmayr, junto con la expresamente titulada canción de Anne Boyd, “As I Crossed a Bridge of Dreams”. Musicalmente, John deambula en el pasado; está cómicamente fuera de lugar en un coche donde resuena rock y un borracho excéntrico, con sombrero holgado, canturrea una balada de blues. Su propia composición suena serenamente tradicional, como un canto gregoriano tardío, y Cox a veces corta directamente de la ira marital dolorosa a una pista suave, tranquilizadora, en la que ensayan los cantantes, proyectando una calma que, en este contexto, se siente casi como de otro mundo.
          Gradualmente, intuimos que la música clásica importa de modo tan profundo a John en parte porque esta belleza “como de otro mundo” le transporta más allá de lo que considera como la mundanidad amortiguadora de la mayor parte de la existencia diaria, transformándola en vida genuina, que para él significa un estadio donde un sentido de coherente, resonante, continua totalidad con el cosmos es posible. John nunca usa este de lenguaje grandioso ni analiza este lado de sí mismo; aun así, sus acciones indican el tipo de romántico para el que esta noción no es una mera una abstracción idealista, que se desprenderá de uno con sentido común a medida que madure y se “encare a la realidad”, sino un grial genuino para ser perseguido con todo el fervor que se pueda comandar.
          El precio que esto supone es una sensación continua de decepción con la vida cuando es poco más (como suele ser) que existencia rutinaria. En una escena conmovedora, cuando acepta el solaz de una noche con una compañera de trabajo amigablemente compasiva (Anna Jemison), una perspectiva nueva de repente se abre: tal vez John se esté tomando sus problemas demasiado en serio; quizá, después de todo, pueda desprenderse de su agonía y descubrir intimidad renovada o simplemente algo de diversión tranquila con otro ser. Pero rechaza esta oportunidad gravemente. John no puede, no tomará simplemente lo que la vida ofrece; virtualmente, cada instante debe estallar con alguna medida de muy ferviente intensidad, o se sentirá persistentemente insatisfecho, inseguro de que está realmente vivo.
          Pero esta búsqueda de la intensidad lo aísla. Cuando, por ejemplo, recuperándose de un intento de suicidio, tiene una vívida recolección de sueños de un instante preciado de los pasados compartidos, el suyo y el de Helen (una imagen reluciente, brumosa, de la luz del amanecer en el agua de un lago), y luego trata de hacer compartir su reacción describiéndosela a ella, nosotros (y él) nos damos cuenta de cuán devastadoramente inadecuadas son sus palabras para comunicar lo que significa para él. Cuando presiona más fuerte, derramando una fantasía sobre el desvanecimiento en el útero de Helen, ella solo le puede esquivar con una pregunta deliberadamente banal acerca del almuerzo. Cox da lo suyo a la desesperación angustiosa de John pero nunca la hace glamorosa ni devalúa la sospecha de Helen sobre la misma. Comparada con sus estallidos extravagantes, el comentario casual de ella a su amante cuando él tiembla ante la perspectiva de confrontar a John (“Te las arreglarás, todos nos las arreglaremos, ¿vale?”) puede parecer una trivialidad fría. Sin embargo, las lecturas de frases de Wendy Hughes están tan vivas que podemos sentir inmediatamente la pasión menos chillona pero igualmente real debajo de su superficie quebradiza. Ella y Hargreaves (que también aparecen como una pareja atribulada en Careful, He Might Hear You) forman un estudio fascinante en estilos interpretativos, ella jugando con la tensión reprimida contra su elegante porte, él estallando con arrojo pero sin perder nunca un control inflexible. My First Wife mezcla sus estilos brillantes con la sutileza formal de Cox para mantenernos igualmente conscientes del poder y la demencia del romanticismo de John.
          El manejo de Cox de las memorias de John es particularmente fascinante ─por ejemplo, planos recurrentes de Helen esponjando un fleco de encaje en su vestido de novia, Helen irradiada con dolor y luego éxtasis en el instante del nacimiento de Lucy, vistazos abiertamente eróticos de su seno y su ingle, o imaginería a lo home movie de ella y una Lucy más pequeña jugando en un columpio, por citar solo unas pocas. Aunque estos montajes no empiezan hasta que la conmoción de la deserción de Helen se hace sentir, Cox nos prepara para sus excursiones en el mundo de los sueños de John incluso durante los momentos de apertura del filme, con un plano estroboscópico de las ventanas parpadeantes del tren por la noche debajo de los créditos. Más tarde, con John a bordo de ese tren, Cox comienza a insertar otra recurrente imagen subliminal, ramas de araña retorciéndose borrosamente en el exterior, que junto a otras como esta actúa como un catalizador para las estelas de imágenes más personales que asaltarán a John luego. “Asalto” es la palabra adecuada, ya que estos montajes de sueños entran en erupción por cuenta propia, y lejos de ofrecer confort o reconciliación a su pérdida, solo intensifican su dolor.
          Cox usa este dispositivo para cristalizar su preocupación con la evanescencia del sentido. He oído a algunos espectadores criticar estas imágenes como confusas, “simbolismo” que distrae la atención. Pero no son símbolos; son las memorias reales, distorsionadas, pertenecientes a John, de momentos cuando él se sentía perfectamente feliz ─más que eso, armónicamente fusionado con la vida. Pero, además, la cuestión esencial de estos montajes (comunicados tácitamente por su estilo de corte agitado, deliberadamente crudo, y trabajo de cámara tembloroso, borroso) es que se están desvaneciendo, perdiendo su poder para conmoverlo, incluso mientras se reproducen y vuelven a reproducir obsesivamente en su mente. El estado de ánimo que crean es uno desesperado, un anhelo ridículo por recrearlos de alguna manera, o por lo menos de preservarlos en resonancia completa. Es el opuesto directo al mono no aware de filmes como Tokyo Story [Tôkyô monogatari], en el que la tristeza ante la transitoriedad de la vida se sombrea al final como un elemento esencial de belleza. Para John, no obstante, sus sueños son un recordatorio insoportable de que él ha construido una vida elaborada sobre literalmente nada.
          Por un rato, el paralelismo de la lucha de John para recobrar a Helen con el declive final de su padre parece intencionado para fomentar un torpe sesgo de “aprovecha el día” al metraje. Ignorante de los problemas de su hijo, el padre de John incluso afirma: “Al final, la familia es importante… La familia al final lo es todo”. En conjunción con una historia que John le cuenta a Helen acerca de cómo su madre, cuando era joven, tuvo un affaire extramarital que prendió fuego a otra rama de pasión loca en su padre, esta línea parece presagiar la llegada de un acuerdo sobre la tumba del anciano. Pero después de que muera, la atmósfera no se quiebra a la fuerza. La hermana de John aparece por primera vez, su llegada tardía a la pantalla socava discreta el himno del padre a la familia. En el funeral, John intenta estar a la altura con panegírico sabio, elocuente, pero todo lo que puede producir es una invocación trillada de la talla y honestidad de su padre, y luego una cita torpemente amarga: “La farsa casi ha terminado”. Durante el entierro, la madre de John cae en un ataque de dolor agitado, a pesar de sus propias memorias de otro amor, pero la cámara de Cox, mirando con serenidad desde una distancia, lo hace parecer casi grotesco. Y mientras John abandona el cementerio, mano a mano con Lucy y Helen, la cámara se eleva grandiosa hacia arriba, acompañada por música de la orquesta de niños en la que Lucy toca. Aun así, estos dispositivos nos dejan no con la sensación de serenidad que comunicarían ordinariamente sino con un malestar palpitante y una sensación de perdición que persistirá para John mucho después del último fundido. (Como ha señalado Stanley Kauffmann, el optimismo de la película reside por entero en su título).
          El rigor inflexible de My First Wife me llevó de vuelta a Lonely Hearts y Man of Flowers para revaluar mi inicial tibieza hacia ellos. Lonely Hearts me había parecido lo que a muchos otros ─un divertido, conmovedor, pero finalmente insignificante filme de “gente común”, en la línea de Marty, distinguible de este principalmente por su atención plena a los deseos sexuales bloqueados de la pareja y por sus dardos de humor impredecible y excéntrico, como enseñar a Peter, que ha pretendido travieso pasar por ciego en una de sus rondas afinando pianos, meterse en su coche con aire indiferente después de terminar y alejarse mientras su clienta confundida se queda boquiabierta. Man of Flowers parecía claramente más rica y ambiciosa, pero también semejaba estar jugando un juego muy difícil con perversión al límite, de puntillas al borde de explorarlo seriamente haciéndolo al final meramente encantador, incluso mono. Pero revisar estos filmes a la luz de My First Wife me mostró que estaba equivocado acerca de ambos.
          No del todo. Lonely Hearts todavía me parece menor, humanista pero al final demasiado compasivo hacia sus dos pequeñas almas buscando a tientas un lugar en un mundo frío. Pero ahora posee claramente semillas que han germinado exuberantemente en sus dos sucesores. La más destacada de ellas es la excentricidad, que Peter Thompson (Norman Kaye) parece decidido a ejemplificar en momentos como su broma del hombre ciego, aunque (y esta es la limitación severa del filme) nunca se desarrolla verdaderamente más allá de su perfil de “Tipo Solitario”. Como Man of Flowers, en el que el incluso mayor, más loco, Charles (también interpretado por Norman Kaye) escribe cartas remitidas a él mismo dirigidas a su madre muerta, Lonely Hearts retrata la excentricidad como un rasgo liberado por parte de hombres tímidos, reprimidos, durante la mediana edad, cuando sus madres mueren, aunque ningún filme hace de las madres dragones castradores, asfixiantes. Peter comienza a espabilar incluso durante la extremaunción de su madre, poniéndose un traje a la moda y una peluca que hace que la parte superior de su cabeza, por lo menos, aparente veinte años menos, luego siguiendo al cortejo hasta el cementerio en una pequeña persecución automovilística. Pronto se ha unido a la agencia de citas, conocido a la asustadiza Patricia (Wendy Hughes), y hecho su propia incursión en el arte, un rol en una producción local de El padre, de August Strindberg, presidida por un director gay alegremente burlón. Pero, a medida que vemos más de Peter y Patricia (cuya inexperiencia sexual hace de cada respiro una agonía de mortificación y miedo) y conocemos a otros en su vida (los padres intrusivos de ella, el cuñado bromista de él, así como su padre institucionalizado, entre otros), surge gradualmente el pensamiento de que Cox quiere algo más que un simple derivativo australiano de estilo sobrecargado a lo Ealing.
          Este sentimiento emerge más claramente durante tres escenas que, en medio del tono fantasioso que las rodea, parecen tanto más cargadas con dolor incongruente. Mientras Peter y Patricia, al que el director ha atraído al reparto de El padre (irónicamente, ya que el propio padre de ella es su tormento mayor), ejecutan líneas juntos en el apartamento de él, ella, todavía aterrorizada del sexo pero nerviosamente fascinada también, decreta que dormirán juntos platónicamente. Pero cuando Peter no se puede contener de intentar hacer el amor con ella, la escena se convierte en un paradigma cómico y espantoso de una desastrosa primera vez, al tener él que espantar su perro salchicha, con el culo al aire, y perder ella su compostura temblorosa y huir. Luego, funden su propio psicodrama con el de Strindberg durante una secuencia de ensayo escrita con destreza, mientras él ruega en vano por una reconciliación con una intensidad desnuda que inesperadamente revela su profundidad sentimental (y presagia el dolor desnudo de John en My First Wife). En el acto, le pillan robando en el supermercado de forma mortificante, luego regresa a casa y descubre que su perro ha cagado en el suelo. Describiendo estas meteduras de pata de esta manera las debe hacer sonar ridículas y así son ─hasta que la ira repentina e incipiente de Peter le lleva a una denuncia áspera de todo lo humillante de la ronda diaria patética, indistinguible, de la vida. Como también muestra el filme (de una manera más ligera) durante una visita inoportuna del cuñado de Peter mientras este está intentando negociar sin éxito con una amistosa prostituta a domicilio llamada Raspberry, la vida rara vez nos permite tener emociones de una claridad satisfactoria; la banal cotidianeidad de la existencia normalmente las adultera; aun así, de modo desconcertante, también puede acrecentar su humanidad.
          En Man of Flowers, la excentricidad se convierte casi en exuberancia tropical. Gracias a una abundante herencia de su madre, Charles puede ahora construir y vivir en su propio mundo encerrado; el dinero le permite, como dice a Lisa (Alyson Best), la modelo de desnudos, “coleccionar belleza y poseerla”. Para él, esto significa, junto a su hogar elegante, música clásica, desnudez femenina, y (por encima de todo) flores, que compra en suntuosos buqués para sí mismo, cultiva laborioso y las prensa en libros. Tampoco separa estos elementos de su vida: forman la substancia de su sexualidad, que uno visualiza como una húmeda selva tropical asfixiada de vegetación exótica. Sin embargo, Charles parece el prototipo típico de soltero refinado, conservador, seco como una galleta de soda; por momentos, en su sobretodo negro y fedora, se parece inquietantemente al Buster Keaton de Film (Samuel Beckett).
          Norman Kaye extrae continuamente comedia desconcertante del contraste entre el exterior de sacristán de Charles y su tranquila e imperturbable condición estrafalaria. Cuando Charles, en una clase de arte, retrata a Lisa cubierta de tallos tuberosos y flores a pesar de las amonestaciones de la profesora para que pinte como un estricto realista (“La imaginación es la palabra que la gente usa”, dice gruñona, “cuando no sabe lo que está haciendo”), él amenaza con “golpearla en la nariz y alegar por la libertad artística hasta llegar al consejo privado”. Más tarde, permanece desnudo en su espaciosa bañera empotrada preguntando con toda naturalidad al sexólogo en un coloquio telefónico por radio si uno puede considerar propiamente a las flores como “seres excitantes, tiernos, amorosos”. Cuando un vendedor de estatuas (Patrick Cook) le balbucea acerca de un plan para salvar la tierra del cementerio revistiendo los cadáveres de cobre, Charles escucha sobriamente, y cuando propone que Lisa y su amante Jane (Sarah Walker) se desnuden y besen, todo con la esperanza de curar su eyaculación precoz, su voz mansa, sin inflexiones, realza la atmósfera de perversidad como el ozono. No extraña que el gurú telefónico, aunque un colgado por derecho propio, solo pueda columbrar que Charles tiene “un sentido del humor que no comparto” y la profesora de arte (Julia Blake) se quede mirándolo en completa perplejidad y murmurando: “Qué extraña personita eres”.
          Charles se adentra aún más en la rareza del invernadero (una sesión entre él y su psiquiatra, interpretado por el coguionista del filme, Bob Ellis, los acoge compartiendo manías y cambiando roles tan fluidamente que el término disparatado no empieza ni a describirlo ─alienígena, más bien). Pero Cox no está realmente interesado, como creí equivocado, en hacer de Charles alguien muy vistosamente “chiflado” en algún modo sentimental-divertido. Gente como la profesora de arte y el anfitrión telefónico quizá se queden satisfechos al tacharlo en la lista de chalados, pero otros se asombran al verse atraídos hacia Charles. Su excentricidad termina siendo extraordinariamente liberadora para ellos, no solo porque da coraje a sus propias posibilidades congeladas sino porque coexiste con una tolerancia y amabilidad profundamente arraigadas. Por ejemplo, el joven cartero de Charles (Barry Dickins) ni siquiera puede entregar la factura del gas sin recitar de un tirón una descabellada arenga acerca del estado del universo (“El mundo entero está completamente jodido” es su divisa, pero el entusiasmo que le insufla resulta exultante). La mayoría de la gente le rechazaría o evitaría sin ningún tipo de duda, pero Charles reconoce a un espíritu afín, y cuando el joven parlotea feliz un día acerca de “¿hasta dónde llega tu compromiso con el obsceno mundo que te rodea?”, Charles añade con sarcasmo: “O que te habita”. Porque Charles cree en verdad que “la gente más inesperada tiene mucha sabiduría”, está siempre preparado cuando esa sabiduría se presenta, no importa cuán improbable sea la fuente.
          Más importante aún, su influencia refresca la vida de Lisa. Inicialmente, ella está atrapada en una relación estéril con David (Chris Haywood), un antiguo pintor de moda que gasta ahora el dinero de ella en dulces para la nariz. Pero, antes de eso, la vemos desnudarse para Charles mientras el “Love Duet” de Lucia di Lammermoor baña su figura dorada. Seguramente, no ha habido jamás un striptease más líquidamente sensual en la historia del cine. Iluminado suavemente por Yuri Sokol (que en otras escenas de los tres filmes usa una paleta muy apagada con el propósito de crear un contexto para el comportamiento bizarro de sus protagonistas), Lisa está tan atrapada en la fantasía erótica como Charles, usando esta pieza embriagadora de teatro sexual para aprovechar su propia sexualidad (aunque Charles nunca la toca e incluso se opone cuando ella besa su mejilla una vez) de una manera que ella no tiene ninguna esperanza de hacer con David. A diferencia de la mayoría (incluyendo a David, que llega a un final cómico-horrible cuando trata de chantajear a Charles), ella se deja a sí misma ver la humanidad caballerosa detrás de la fachada extravagante de Charles, y esta perspicacia (que el filme deja sin explicitar) la anima con sencillez a dejar a David por fin y luego a aceptar la longeva proposición de Jane de intentar iniciar una relación lesbiana ─un desarrollo que el filme trata como una mezcla atractiva de despreocupación, bochorno y calidez que es típica de la franqueza inteligente de Cox sobre todo tipo de encuentros sexuales.
          Pero Man of Flowers también muestra cómo la excentricidad atrapa a Charles. Como John, vive parcialmente en un estado de fijación ensoñadora con su pasado. (“Los sueños ocupan casi la mitad de mi vida entera”, medita, equivocado literalmente pero correcto poéticamente). Sus ensueños se enfocan en su infancia, cuando era, ateniéndonos a su propia visualización, una criatura suave, rolliza, revoltosa, obsesionada con estatuas desnudas en parques, los escotes y espaldas descubiertas de damas invitadas a las fiestas del té de sus padres, pero sobre todo con su madre (Hilary Kelly) y el almizcle de nutrición primal e intimidad que sus recuerdos de ella todavía exudan. A diferencia de John, las imágenes queridas por Charles no están perdiendo su poder, pero este poder es también tan frustrante como el de la transitoriedad del mundo de los sueños de John. Cox ha filmado estas imágenes, como los montajes de sueños en My First Wife, con paneos temblorosos, cortes abruptos, manchas desvanecientes de color y fragmentos de ópera en lugar de efectos de sonido naturales. La diferencia es que también las ha hecho exquisitamente divertidas ─y su toque más hilarante es la elección de nada menos que Werner Herzog como el padre mojigato, flaco, de Charles, que está siempre frunciendo sus labios en señal de aborrecimiento hacia el chico sucio y retorciendo su oreja mientras lo arrastra después de que Charles haya trastocado el té por mirar con descaro la carne afelpada de una dama o acariciándola abiertamente. (Kaye, Ellis y Cox trabajaron en el filme australiano de Herzog, Where the Green Ants Dream, donde los fragmentos rebeldes de humor típicos de Cox son lo único destacable). Nunca he visto imágenes de la infancia en la pantalla tan ricamente permeadas de una distorsión de memorias mezcladas, entrañable emoción profunda perdida, y eufórica locura, todas en suspensión milagrosamente perfecta. Entendemos totalmente por qué Charles se siente tan embrujado por ellas y por qué escribe: “Mi imaginación me aterra”.
          Peter y Patricia se asientan en la domesticidad y John permanece a la deriva al terminar Lonely Hearts y My First Wife. Pero Charles encuentra una enigmática zona que le pertenece. Después de despachar el plan de chantaje de David con un descaro típicamente seco, luego declarando que puede ser un amigo pero no un amante a Lisa, Charles camina hacia una herbosa ladera, virtualmente una silueta en su sobretodo. Dos figuras similares ya están ahí, y otra entra en el encuadre mientras la cámara se alza para revelar un vasto paisaje marino. Las cuatro sombras contra el verde iridiscente contemplan inmóviles el océano durante muchos momentos, mientras suena Donizetti y Charles entona: “Hay personas tan indefensas en este mundo, algunas están tan solas”. Claramente, Charles no se considera una de ellas, y al principio esto parece de una ironía plúmbea. Después de todo, antes había admitido a Lisa y Jane que “es difícil verte a ti mismo como te ven los otros, o simplemente verte a ti mismo”. Pero mientras la imagen mágica se sostiene y la música irradia este paisaje de ensueño, la ironía se desvanece, y nos damos cuenta de que Charles tiene toda la razón ─es cualquier cosa menos un alma perdida.
          My First Wife contiene un motivo igualmente conmovedor, más humilde, más propenso a pasar desapercibido. Dos veces, John ajusta gentilmente los brazos de Lucy mientras ella lucha con su violonchelo. La primera vez, al comienzo John parece que la ignora, exactamente como dijo Helen, trabajando ensimismado en su escritorio mientras ella forcejea. La segunda vez, una pelea potencialmente desagradable empieza a llamear entre él y Helen durante un recital para la orquesta de niños. Dándose cuenta de repente de que quizá arruine la interpretación y avergüence a su hija, John queda en silencio y luego se desliza hacia ella. El modo en que alza el brazo de ella le concede la paz que de modo tan enfebrecido ha estado buscando, aunque solo sea por un momento ─inesperada y misteriosamente, como una de las infusiones de gracia divina de Robert Bresson. En cada caso, la cámara permanece atenta a Lucy mientras acepta la corrección silenciosa y sigue tocando. Seguir tocando es toda la paz que el trabajo de Cox hasta ahora tiene que ofrecer; en sus mejores momentos, no obstante, sabe hacerla más que suficiente.

Man of Flowers Paul Cox 1

Man of Flowers Paul Cox 2

Man of Flowers Paul Cox 3

Man of Flowers Paul Cox 4
Man of Flowers (1983)

POÉTICA DE LOS ANÓNIMOS; por Jean-Claude Biette

ESPECIAL PETER THOMPSON

Poética de los anónimos; por Jean-Claude Biette
Two Portraits (1982)
Universal Hotel (1986), Universal Citizen (1987)
El movimiento (2003)
Lowlands (2009)
Peter Thompson: Itinerario de ruta

“Poétique des anonymes” (Jean-Claude Biette), en Cahiers du cinéma (julio – agosto de 1986, n° 386, págs. 6-7). Sección ─ Le journal des Cahiers du cinéma.

Podríamos acometer la tentativa de recomponer una historia del cine prodigiosa, una historia que dejaría de lado todos los grandes filmes reconocidos, que dejaría de lado también la mayoría de filmes marginales o de vanguardia que obedecen más o menos a una estética visual o sonora que afirma una búsqueda de estilo, en resumen, todos aquellos que llegan a concluirse y en cierto modo son perfectos. Esta historia estaría hecha principalmente de filmes inacabados: los que quedan de Eisenstein, de Welles, I, Claudius de Sternberg, etc.: los filmes abandonados por falta de dinero, desinterés del cineasta, decisión del productor o muerte de uno u otro. También incluiría filmes híbridos: aquellos realizados solamente en parte por un gran cineasta. El ejemplo más bello sería Mr. Roberts (1955) de John Ford, donde este, bastante harto de reñir pugilísticamente con Henry Fonda, fue reemplazado unos días por Mervyn LeRoy; así como Viva Villa (1934) de Jack Conway, filme desafiante con quienquiera que intente encontrar en él un solo plano tirado por Hawks, o The Thing from Another World (1951), de Christian Nyby (para consolarse de la sensiblería del anterior) que contiene una o dos secuencias habitadas por Hawks.
          Dentro de esta historia paralela del cine que daría cabida a lo inacabado, a lo no logrado y a los híbridos, pueden caber también los fragmentos, los ejercicios, los filmes “amateurs” de Nicholas Ray, los ejercicios en escuelas de Douglas Sirk, los restos inclasificados de tal o cual filme del que solo existe el título (habría suficiente con las películas de cineastas de todos los países y de todas las épocas para no divertirse planteando la hipótesis teórica de introducir en ella por principio todo lo que está inacabado, fragmentado o abandonado), de vez en cuando podríamos contar con contribuciones inesperadas, como las admirables tomas reportadas por George Stevens que filmaron la Liberación en color. Esta sucesión de planos rodados en 16 mm nos muestra a los vivos ─vivos intimidados por la cámara (aún no trivializados por la televisión)─ y a los muertos ─los muertos descubiertos apilados en los campos─ a pesar de un montaje aleatorio (uno podría montar estos planos en un orden completamente diferente sin disminuir lo más mínimo su fuerza documental, ficcional y poética), a pesar de adición de un ruido de proyector de película muda y de una música inútilmente dramática, constituyendo un conjunto arriesgado, no premeditado, nacido de una urgencia estrictamente personal ─perteneciente al género de filmes que muchos, tanto en Hollywood como en Europa, habrían dicho que están hechos para permanecer en los cajones─, esta sucesión de planos ─tal vez quizá porque el color despierta e ilumina una realidad demasiado familiar en blanco y negro, pero sobre todo porque el conjunto no está destinado a comercialización ninguna, ni siquiera a ninguna distribución─ del filme de George Stevens encontrada por George Stevens Jr., su hijo, después de la muerte del cineasta, quien también pudo haber obedecido al chantaje del cajón que no debía de ser abierto, ocuparía un lugar ejemplar en esta historia anexada ideal del cine. Desde dicho descubrimiento, George Stevens no sería el mismo cineasta: hizo este diario sin otra intención que la de registrar a los vivos y a los muertos (los de la calle y los de los campos de exterminio) y lo que pudo captar de los acontecimientos, y a pesar de sí mismo, lo hace cambiar, sobre las perspectivas que teníamos sobre el conjunto más bien académico que es la suma de sus filmes. No es que Stevens, hoy día, deje por ello de ser académico (estos filmes solo sufrirán repercusiones indirectas, contragolpes ligeros, por este descubrimiento), pero, si debemos atenernos a lo esencial, George Stevens es ahora, por el hecho mismo de su muerte que hizo posible la difusión de este filme, el hombre que, con su experiencia como cineasta, osó capturar esas imágenes.
          En una época en la que solo los operadores de noticias de actualidad tenían en potencia los medios virtuales para hacerlo, pero debían obedecer a un jefe que era quien seleccionaba (y sigue seleccionando) qué iba a difundirse: en este dominio, y ateniéndose a aquellos años de guerra, asumiendo que se podía encontrar, desenterrar y reunir lo que se podía mostrar con lo que se mantenía en secreto, o se proclamaba insignificante, el punto de vista de los operadores en el momento en que dirigían su cámara a tal o cual realidad no podía ser puro de ninguna ideología del destinatario o del consumidor. Estas tomas, emitidas por Cinéma Cinémas en Antenne 2, con sus colores contemporáneos a pocos meses de los de Iván el Terrible (Serguéi Eisenstein), y rodadas en 1944, aparecen, con su total ausencia de toda búsqueda de efectos, en su absoluta ignorancia de cualquier constreñimiento dramatúrgico, como una especie de borrador cándido e involuntario de Roma, città aperta (Roberto Rossellini, 1945). La realidad esperaba el despertar de Rossellini que sabrá, desde Paisà (1946), exigirle al espectador la adquisición del don de la paciencia, equivalente a la de un artista que sabe hasta qué punto es ilusoria la libertad de la que dispone para realizar su filme. También es moral reconocer la posibilidad de que el azar y la ausencia total de premeditación permitan que, un bello día, en un filme de uno de los cineastas menos apasionados brote la capacidad de sugerir cosas que le hagan parecer estar en ciertas cimas del cine.

poetica-de-los-anonimos

Esta antología histórica de las ruinas del cine, cuyo proyecto se esboza aquí por sí solo, tendría la ventaja de llamar la atención de los aficionados a los filmes sobre películas desconocidas o descuidadas, de acercar filmes aparentemente muy distantes, de hacer aparecer, gracias a una puesta a distancia de los detalles del contenido explícito de un filme como de los temas recurrentes que concluyen en verificaciones formalistas, el movimiento que da forma y vida a un filme, en resumen, para evidenciar cómo un cineasta se acerca a esta esencia impersonal ─y desgraciadamente nunca anónima─ del cine. En Mr. Roberts (1955) de John Ford y Mervyn LeRoy, uno casi puede señalar con el dedo lo que fue filmado por uno y lo que fue filmado por el otro: no es cuestión de juzgar por los detalles de la progresión dramatúrgica (ambos cineastas tuvieron que filmar el mismo guion) y es igual de peligroso confiar en los temas fordianos (los temas de LeRoy no son los más visibles). Resta una cosa: cómo uno y otro filmaron al mismo actor. Por suerte filmaron, uno tras otro, tomas de la misma secuencia. Justo en el momento en que el espectador está familiarizado con la majestuosa lentitud que solo un filme tal puede tomarse para llegar al punto donde quizá, de una sola vez, consuma todas sus fuerzas. The Night of the Hunter (1955) nos agita mucho más allá de la personalidad del actor Charles Laughton: apartándolo de los lejanos recuerdos de su vida pública para que solo tenga que pensar en la conversión de sus culpas individuales en capítulos de un cuento de hadas que remonta el curso de su origen bíblico. Laughton no tuvo la oportunidad de realizar otros filmes o de ver el nacimiento, crecimiento y tal vez muerte de un arte que le habría sido algo propio. Fue principalmente (¿cómo decirlo?) un actor o comédien. John Ford tuvo que realizar una cincuentena de filmes antes de descubrir que sus espectadores podían pasar de la estima al entusiasmo y luego del entusiasmo a la decepción. En esta antología histórica de las ruinas, su contribución no extrajo ningún provecho particular de las sublimes películas que jalonan los últimos treinta años de su existencia donde los espectadores lo van abandonando lentamente. Mr. Roberts o Young Cassidy (Jack Cardiff, John Ford, 1965) sufren tanto por la mayor o menor ausencia de Ford en su trabajo como los filmes de otros cineastas menos dotados. Los filmes deben hacerse antes que los cineastas, aunque los medios de comunicación a menudo sostengan lo contrario. La búsqueda de ese anonimato, que John Ford alcanzó de forma tan natural y formidable, no es quizá otra cosa que el deseo de escuchar al mundo y respetar el desequilibrio que nace entre él y los medios que tenemos a nuestra disposición para expresar su canto. Hoy en día, el cinismo frente al sexo y las invocaciones a Dios son signos de renuncia a la retórica del espectáculo así como a la del juicio (fueron lentos en aprender). Merced estos planos nacidos al azar de los acontecimientos y encontrándose, como ellos, de un extremo a otro, Stevens nos recuerda, irónica y póstumamente, que el cine ─como cualquier arte que busca su punto de mayor fuerza expresiva─ puede (y quizá debe) tender hacia el anonimato. Ciertamente, el autor de estos planos no obtiene dicho anonimato esencial a través del arte, sino por el efecto de un conjunto de circunstancias en las que su voluntad secreta de registrar y testimoniar actúa con la determinación moral de la tensión de un actor de John Ford, así somos impresionados por la aparición de una repentina banalidad en la performance actoral de Henry Fonda: liberado por la cámara poco cooperativa de Mervyn LeRoy, Fonda se propone expresarse, deviene feo por unos instantes, antes de ser espléndidamente repescado por John Ford.
          En esta búsqueda esencial del puente que lleva al anonimato en el arte, como lo atestiguan las películas inacabadas, no logradas o híbridas que llevan la marca de su autor así como un defecto inesperado y conmovedor de la coraza con la que casi todos hoy se protegen, debemos incluir a aquellos a los que les bastaba con insistir en que ciertos cineastas, a veces estimables, dejaran de escuchar al mundo para identificarse con aquel cine devenido en Becerro de Oro; este cine donde las imágenes del sexo y los sonidos de Dios, listos para el consumo “cultural”, son las metáforas totalitarias más aparentes que ponen, hoy en día, a los espectadores en guardia para ir al cine, no para ver el mundo, sino su procesión de comisarios políticos o estéticos, todas las confesiones admitidas. “El mundo ─dirán─, ya existe la televisión para eso”.

DISIDENCIA CONTROLADA

Kong bu fen zi (The Terrorist) 4

The Terrorizers [Kong bu fen zi] (Edward Yang, 1986)

Quizá cuando vagabundeamos sintiéndonos extranjeros podemos llegar a ilusionar una perspectiva de identificación, cónica o cenital, entre la urbe y sus calles. Por diversión, nos permitimos olvidar que el sentimiento no se arquitectura en la fachada. En cambio el oriundo, quien hace vida allí de punto A a punto B, la imagina, recorre, sufre, habita y prevé más bien como una colección de interiores. Estancias donde se trabaja y se es servil a la vez que suspicaz, otras introspectivas, de recogimiento privado, la mayoría compartidas ni tuya ni mía, algunas fugaces donde se busca practicar el amor; habitáculos proclives a rebosar de expectativas, parálisis y deseos como un balde ciego.
          En Kong bu fen zi, tercer filme de Edward Yang en solitario, el imaginario de extrarradio de Taipéi está conformado, en su mayor parte, por estos espacios interiores, acaparadores de mentes. La percepción de la calle, incesantemente amenazada por el drama incubado entre cuatro paredes, hace temer la puerta, girar la esquina, la siguiente parada ¿somos los perseguidores o nos están persiguiendo? Salimos terrorizados de casa. De hecho, los pocos planos generales mostradores del asfalto, de los edificios muro que configuran el paisaje arrabalero taipeiano se nos abren desde una óptica tan periférica que logran ocultar la soberbia vastedad de la ciudad que, aunque lejos, sabemos se yergue ahí detrás maquinando el futuro. Así, el extrarradio mapeado por Yang es también una pieza relativamente cerrada de la ciudad (es difícil salir de allí), no perteneciente ni a ella misma (dependiente de la autopoiesis del centro), todo lo contrario a los valores de identidad nacional a los que aquella Taiwán de mediados de los ochenta aspiraba.
          «2000 años de pobreza y luchas después… a una ciudad llamada Taipéi solo le llevó 20 años llegar a ser la más rica de las ciudades del mundo» (A Confucian Confusion, Yang, 1994). Para ello, primero debieron resignificar la isla como algo más que un puesto de avanzada militar japonés, luego proyectar una especificidad chino-taiwanesa desde cero. Durante algún tiempo, de Estados Unidos obtuvieron protección y subvención, inglés y béisbol, de Japón, la publicidad, lentes Canon, Fujifilm y Nikon. En trueque por renunciar a sus pretensiones de retomar militarmente la China continental, al Taiwán del Kuomintang se le concedió el estatus de pequeño laboratorio insular donde se gestarían los cambios que luego estudiaría aplicar la República Popular China. Transformaciones de un país en perpetuo estado de reconocimiento limitado, abierto discrecionalmente al exterior, pretendiendo cerrarse a sí mismo.
          Dadas las circunstancias que le tocó registrar, es natural que Yang se imponga y nos proponga una relación con los planos analógica al limbo diplomático. Durante los 70, el aún no cineasta permaneció lejos de su terruño cursando estudios avanzados en EUA, y se siente coherente con su propia experiencia vital la necesidad de recuperar el retraso, algo de motilidad respecto a los sucesos patrios, por medio del cine. Sin remedio, partiendo del entumecimiento, el cineasta escoge recrearse en las duraciones interiores del espacio urbano, campo de dispersión para el ojo circunscripto al paso de las horas, donde leer en la cama o evanescerse al sueño con lámpara encendida y el libro en las manos; pero de repente un despabile, el pequeño trastorno que aupándonos veloz los párpados reintegra la pregunta consecuente: ¿qué ha sucedido mientras yacíamos hacia dentro y no estábamos?
          En cualquiera de esas, el espectador reconocerá, a golpe de sucederse los minutos, la mala elección, adoptar respecto a estos planos una disposición en demasía neutral o pasiva, pues a cada rato se nos airea la percepción por la ventana, despanzurrándonos contra los intercambios fraguados en interior ─de limpidez engañosa─ pero arrojados a estrellarse en la acera. Entonces, forzosamente, los espectadores de hoy nos repensaremos el haber equiparado más veces de las debidas lo moderno con la permisividad de una alteridad lo suficientemente generosa como para consentir al que ojea un dejarse llevar: si uno se duerme, pronto será despertado por una conmoción decimal, debiendo recapitular los segundos donde la atención, desafiada perceptiblemente en un primer vistazo, acabó arrellanada entre causalidades de signos que comenzaron a hacerse la guerra bajo ella. Las duraciones donde en apariencia gobernaba una premeditada serenidad cotidiana tenían un extra de miedo infundado, huellas atisbables solo en retrospectiva, cuando la desembocadura nos arroja exhaustos; el espanto pasado que no supimos identificar rompe contra la percepción actual como oscuras olas del mar en santiamenes de desfase.
          Si de buen principio el espectador se previene ─o, mejor dicho, si se afana por terrorizarse junto con los personajes─, volcará su visión actual en cada detalle sospechoso, acaudalando motivos, proyectando elipsis y fueras de campo, indagando las conexiones oficiosas entre los extrarradios de las distintas historias. Sin embargo, por tal camino comprometido ─el cual desde luego es el que quiere Yang que tomemos─ nos aguarda un peligro aún mayor, revelado en el último minuto del filme, con el que nublarnos el entendimiento por nuestra esforzada audacia.
          Es así como la pareja principal del filme, Zhou Yufang y Li Lizhong, no consiguen pisar el mismo suelo sin rasparse ligeramente; los pequeños goteos de sangre derivados del roce en casa y el trabajo puertas afuera no los conseguirá borrar ni el tesonero lavado de manos del marido. Acompañando a la escritora en pleno bloqueo, presenciándola mirando hacia obreros de la limpieza suspendidos quitando imaginada mugre de ventanales ya limpios, o repasando desganada las páginas de sus libros anteriores, recogiendo repentinamente el cenicero con la llegada del cónyuge, etc. el espectador ideal equiparará la colmada premeditación de los planos con un lleno hasta el borde de dramaturgia y narración, existiendo solo aledaños huecos en lo referente a la cantidad de información pasada que se nos ha sido entregada. Las preocupaciones espirituales de la novelista llegan a adquirir materialidad, y en la vacilación sobre la siguiente línea a escribir, su gestus se muestra inquebrantable, de una intranquilidad pudiente, a patente trecho de la desesperación del marido. Usualmente, la transformación taiwanesa relatada por el cine de Yang es una revolución mixta donde los hombres lo tienen todavía más difícil que las mujeres.
          Se atropellan dos sensibilidades, siendo el de la novelista Zhou el segundo despertar del filme, con todo, el primero plenamente registrado dentro del campo fílmico, acompañado, después del corte, de una panorámica hacia la izquierda, en cuya primera parada observamos a su marido Li haciendo unas flexiones comodonas en el balcón, relación puesta en escena a través de un movimiento que une el dormitorio con el salón y la puerta de entrada, a ella sentada en la cama y a Li “calentando” a punto de salir hacia el trabajo. Es el ligero reencuadre al marido, sin cortar el plano, mediante la traslación del aparato, el que da pie a un ligero quiebre; se inicia el contraplano que conduce al tanteo matrimonial: el ponme esto a lavar, inquisiciones repelentes, la insinuación de una avalancha de dudas… a Li se le acumulan las perplejidades sobre cómo interpretar la desidia de la esposa.
          Una disincronía segunda que prosigue la línea del primer despertar del filme, el del fotógrafo junto a su novia (ella parece no haber dormido por haberse quedado pegada soñando en las páginas de una novela). El único plano que los muestra a los dos, antes de la chica caer rendida y que él se levante, enmarca principalmente a la lectora atenta repechada en la cama quedando el medio rostro del fotógrafo estirado confinado a la mínima esquina derecha del encuadre. Al levantarse este, recoger su chaqueta, botas, los útiles de fotografía e irse de casa, solo su sombra roza a la dormida mal amada. Hasta casi el minuto cinco no veremos a dos personas enteras juntas en cuadro, y cuando lo hagamos será para contemplar brevemente a un policía de paisano teniendo que desistir de ayudar a un compañero caído ante la superioridad de fuego de los delincuentes.
          Ha sido expuesta la discrepancia, el comienzo del proceso de terrorización que acabará intoxicando las relaciones del círculo de clases conformador del metraje.
          En este circuito de insinuaciones, retaguardias y pánico comprobamos que cada personaje pasa por la experiencia de relatarse ostensiblemente aislado del interlocutor, forzado a hacerlo incluso aunque la crónica sea secuestrada en el hogar familiar y acallada, obligada a condensarse en una mirada fútil de desdén de un rebelde del Dios Neón hacia sus padres. Se terroriza desde el patético recogimiento, detestado a base de reencontrarlo cuando se querría revolotear en zigzag, pues es en el desamparo de la irremediable frontalidad ─Shu An en arresto domiciliario por parte de mamá, resentida institutriz abandonada con su malcriada primogénita, tropezando frustrada con obstáculos cotidianos interpuestos por la tutora con el objetivo de impedir el torrente terrorizador de sus fuerzas (la puerta bloqueada, el teléfono con candado, llaves confiscadas)─ donde uno entiende que si no puede avanzar porque el muro es demasiado talludo, al menos le resta la posibilidad de agujerear algunos ladrillos; la falsa ilusión de progreso personal en un país tan sobradamente encaminado como para sentir la necesidad de echar atrás la mirada.
          La confesión de Zhou hacia su exnovio, futuro amante, sobre la inestabilidad de su matrimonio y su crisis creativa, arrimados ambos contra un agradable paisaje primaveral, da testimonio del paso previo al asalto frontal, una frivolidad implícita en el despliegue de incertidumbres, filmada de modo que, de izquierda a derecha, veamos una porción ínfima del brazo zurdo del editor, a la mujer en plano medio y, ocupando la mitad del encuadre, un árbol del que no alcanzamos a ver las hojas. Confesión terminada, un corte por movimiento de la novelista que se voltea compungida no logra camuflar la agresividad del reencuadre que no cambia el tamaño, pero sí la posición, ahora lo suficientemente adyacente hacia la izquierda como para que el hombre pueda ser encuadrado, dejando, por el contrario, una leve fracción de su brazo derecho fuera. En el primero de los planos, él no había ni siquiera pronunciado palabra, y es en el segundo cuando todas las condescendientes y babosas réplicas saldrán de su boca y de ninguna otra. El espacio se ensancha, pero el afecto no es recibido, la terrorización extramarital que debiera ser dulce no cuaja, más bien choca, cae dispersándose en la escena siguiente: ambos recogidos como motivo principal sobre la cama del varón, en lo que entendemos como los momentos posteriores al coito, retomado tras tantos años separados. Al terminar una breve charla de pasados contrapuestos, cada uno se pondrá en marcha en sus respectivas composiciones, para culminar con un plano-contraplano totalmente frontal donde la mirada de ella, muda, posterior a la temporal negativa con respecto a la oferta de trabajo brindada por su amante, se derrama secamente sobre el semblante del hombre. Periodo de equívoca unión, alcanzado desde el piélago insular, prólogo a todo el ciclo de arrumacos y violencia.

Kong bu fen zi (The Terrorist) 1

Kong bu fen zi (The Terrorist) 2

Horadar la estabilidad del prójimo cercano, o de cualquier fulano encontrado en la encrucijada de una zona comercial, tanto da; no se trata de filmar casualmente un abanico de posibilidades desde donde venirse abajo, sucumbir al fantasma del florecimiento económico o resistir estoicamente, sino de, en primer lugar, estar ahí, para luego volver sobre los propios pasos dando a conocer la pisada en sus zancadas hacia adelante, a la zaga. Así se llega a contemplar un tráfico en presente de signos titubeantes y resueltos, que tan pronto hacen el amor como acuchillan en el mismo hotel, una y otra vez; estos personajes se han enclavado en la carretera ─en Taipei Story (Yang, 1985) aún podíamos subir a la azotea y darnos el lujo momentáneo de percibir la ciudad como un hormiguero, mientras que en The Terrorizers la luz que entra por la ventana quema, pero una vez en la calle es gris, no acompaña─, y en un atasco uno empieza a familiarizarse demasiado con el volante, se transforma en alguien seguro de más al centrarse en su subjetividad persecutoria, vulnerable, sin embargo, ante la miríada de chasis que querrían chocar con él por el mero colmarse de su deseo indefinible: asegurarse un puesto de trabajo, publicar la siguiente novela de bolsillo, evitar el servicio militar, enamorarse de la cautiva coronando la trivialidad de niño rico con piscina y dinero ajeno que malgastar…
          No obstante, dichos personajes no podrían aparecérsenos como síntomas de un tiempo, pues ellos forman las cuatro estaciones, albergan una porción no cuantificable pero completa que, puesta al lado de todas las demás, no podría darnos más que una pequeña idea, una noción ruda, de lo que está en juego en una calle de Taipéi a las siete de la mañana. La conclusión de un proceso de terrorización, también preludio del siguiente, suerte de despertar al que afluimos sin previo aviso, procedimiento que nos concierne; si nos dejamos llevar, estamos perdidos.

Kong bu fen zi (The Terrorist) 3

BIBLIOGRAFÍA

ASSAYAS, Olivier. Edward Yang y su época en “Presencias, escritos sobre cine”. Ed: Monte Hermoso; Buenos Aires, 2019.

LIU, Catherine. Taiwan’s Cold War Geopolitics in Edward Yang’s The Terrorizers en “Surveillance in Asian Cinema Under Eastern Eyes”. Ed: Routledge; Nueva York, 2017.

TRAYECTO INTERCONTINENTAL

Poética de los anónimos; por Jean-Claude Biette
Two Portraits (1982)
Universal Hotel (1986), Universal Citizen (1987)
El movimiento (2003)
Lowlands (2009)
Peter Thompson: Itinerario de ruta

Desde que Marie se ha ido, he perdido el ritmo alguna que otra vez, he tomado el hotel por estación, nervioso ante la conserjería he buscado mi billete o a la entrada del andén he preguntado al empleado el número de mi habitación, algo, llámesele casualidad, o lo que sea, me hizo recordar mi profesión y mi situación. Soy un payaso, de profesión designada oficialmente como “Cómico”, no afiliado a ninguna Iglesia, de veintisiete años de edad, y uno de mis números se titula: la partida y la llegada, una larga (casi demasiado) pantomima, en la cual el espectador acaba confundiendo la llegada con la partida; puesto que frecuentemente vuelvo a ensayar dicho número en el tren (consta de más de seiscientos mutis, cuya coreografía naturalmente debo tener presente), es evidente que de vez en cuando cedo a mi propia fantasía: entro precipitadamente en un hotel, busco con la vista el cuadro de salidas de trenes, lo descubro al fin, subo o bajo corriendo escaleras, para no perder mi tren, en tanto que no necesito más que subir a mi habitación y ensayar mi número.

Opiniones de un payaso, Heinrich Böll

LA FORTALEZA Y LA CATEDRAL ─ Universal Hotel (Peter Thompson, 1986)

La conchabanza entre el campo y el fuera de campo nos es revelada al final del trayecto, pues una serie de imágenes siempre requerirá de un hueco para que la dureza del objetivo no la convierta en concupiscente con el ojo, mero bien de cambio donde el iris únicamente ejercería el rol de moneda. El espectador también precisará de vacíos, pero aplicados a su sensación de alarma, impaciencia, exasperación: oquedades en las prisas que el tránsito se encarga de proporcionar. He ahí el comienzo de nuestra historia y la puerta de entrada a la memoria del siglo pasado, la Piazza del Campo de Siena, mostrada sin ningún intertítulo informativo previo, hecha fragmentaria por los cortes que se alejan por completo del jump cut caprichoso. Cada cambio de plano supone una sutil alteración en el estado lumínico del momento, una variación del encuadre, pero también un desafío para nuestra mirada, ahora detective en busca de las mudanzas en el campo y de la nueva posición de la mujer, caminando hacia el otro extremo de la llanura, rodeada de habitantes que crecen en número, inciertamente predispuestos o quizá súbitamente filmados. En cualquier caso, los fotogramas aparecen como destellos, y la renovación del plano ayuda a mantener su estatus de huella, entre el sueño y el recuerdo, moviéndose en quietud, parándose en la circulación. Un motivo al que volveremos al finalizar el díptico, ya reconvertido en conspiración en la que participan el cineasta, su pareja y el espectador.
          Una maquinación puesta en marcha por el propio engranaje del filme se antoja completamente indivisible, y nos es complicado vislumbrar separaciones claras que aíslen la memoria de la Historia, la alucinación de la narcosis. Con el fin de estallar esta corriente de fuerzas que se ha puesto en marcha, es necesario viajar, disponerse a franquear un territorio de una Europa indócil a ser re-filmada, habitando un tren fantasma, jugando a ser hermeneutas, para terminar descubriendo que de la exégesis solo nos quedan los nombres en la piedra, imborrables por el paso del tiempo (Stradzinsky). Ver de frente no basta, igualmente vital se antoja ver a través; deberemos comprender que no todas las imágenes necesitan la ilusión del movimiento y, por lo tanto, en ciertos momentos del relato el negro estará destinado a alternarse con el fotograma fijo. Una serie de elementos se relevan con la no-imagen, como la reordenación de fotografías en blanco y negro, su ampliación que capta con claridad un detalle, la búsqueda del sentido a través del ritmo y los sonidos (disparos de la cámara entreverados con el agua en revulsión). Los fotogramas fijos adquieren la cualidad incierta de la duermevela al combinarse con el ajetreo tendente a la abstracción del que filma en vigilia: la Historia atravesada por el deslumbramiento evita la tenencia a perogrulladas para, en cambio, corte a corte, irnos acercando más a las intuiciones románticas del que vislumbra cómo todos los estigmas son, en mayor o menor medida, materiales, incluso los que provienen de las fases de la somnolencia. El relato se encuentra a medio camino de una fortaleza y una catedral, en un hotel que convendremos en llamar Universal, a la vez catre guatemalteco, sala de pruebas nazi situada en Dachau o zona yerma de nuestro encéfalo ─humildad al reconocer y fundir lo indisoluble de estos habitáculos─. Siglo XX, centuria de carriles crispados.

Universal Hotel (Peter Thompson, 1986)

EXTRANJERÍA: HOTEL

Todo comienza en estasis, pretendidamente dispuestos a tensionar la alienación que nos convierte en nómadas, abocados a las moradas fugaces, secuaces del viaje y la ronda, licenciados sin patentes a la extranjería perpetua. Necesitamos esconder nuestra identidad, desfigurar nuestra filiación en pos de la ansiada metamorfosis con un nuevo clima, ansiosos por arder de incógnitas en conversaciones que se revelarán como primigenias: dar un nombre y una procedencia, el comienzo de la estancia, la fuente de la transformación. Experiencias de asignación metódica nos enfrascan en una particular cabina (el asiento del ferrocarril, la habitación de un hotel, la butaca de la sala de cine). Para viajar es conveniente dar el visto bueno al arresto, limitar el movimiento de las extremidades, hacer sufrir al párpado, mediante un tortuoso sonambulismo o a través de un sueño inquieto, y disponerse al encuentro. Perenne e indisoluble se presenta el vínculo entre el éxodo y la espera; sin los debidos prolegómenos nuestro viaje por el mapa no sería más que una cadena de constataciones ─hace falta suspirar por la futura demarcación, ilusionarse con el continente, lubricar nuestro deseo con el boceto de un ulterior coloquio─. Despedimos, con el cimiento en estos queridos preámbulos, la dureza de los bloques, y damos la bienvenida a la elipsis, el parpadeo y la intermitencia. La cinefilia ha terminado comprendiendo que vive exclusivamente en un presente discontinuo, deudor del paso de la noche al día y ajeno a la petulante autodeterminación; únicamente nos mostraremos ufanos mientras cavilamos sobre lo que podrá ser o lo que ya ha sido. Entonces, seguimos parpadeando, esperando el desvelo del siguiente fotograma, aunque sepamos con claridad que esa ceguera temporal será briosa en el recuerdo y basta. En la dilación que precede a la salida del sol y prorroga la aparición de la luna, atrapados en una prisión acordada previamente, hallamos sosiego encontrando la incógnita en la discontinuidad, el hogar en lo foráneo.
          Anhelada intromisión en el mundo de los otros intentando ser algo más y menos que nosotros mismos, desaparecer, ilusionar(nos) con las efímeras prestidigitaciones (antifaz, embozo), disfraces para falsear las repelentes transacciones que escoltan al viaje o, como último remedio, lo convierten en musical. Sabemos cuáles son los rituales, y las réplicas corren el peligro de caer en la charla, pero aun así nos alienta la idea de que una comisura de labios plegándose sobre sí misma cambie el tono de un acento, despliegue un espacio de opacidad en la significación, capaz de volver a confirmar que el viaje no admite suplentes como catapulta a la vida paralela, o lo inane de trasladarse si la celeridad no va acompañada del deseo indirecto de relatar una historia diferente, quizá empezarla desde la primera línea. El vagabundeo del cinéfilo encuentra su natural acomodo en el hotel, siempre a medio camino de dos puntos, en contacto con una serie de figuras que mutan en su aparente irreversibilidad, pues no hay punto y final al juego de la Commedia dell’Arte que pone en circulación los engranajes de los receptáculos en donde sueña a ser tercero: ruedas, motores, pasillos, gas, butacas plegables, camas, toallas, pastillas de jabón, camarotes… Elementos que conforman los dominios en donde nos embaucamos con el sueño de los justos: un objetivo que lo registre todo mientras nosotros lo filmamos a él.

1022 ─ Morvern Callar (Lynne Ramsay, 2002)

El shock de la defunción premeditada nos empuja a la permuta por defecto, muy distante del arrebato lúdico o de las frívolas ilusiones. Pedir perdón a un cadáver se convierte en el primer paso para abandonarse y recorrer la distancia que separa un pueblo escocés de la costa de Ibiza. Por el camino, también nosotros deberemos aceptar una penitencia y pagar el precio del naturalismo sucio europeo de principios del siglo XXI, ahora ya tan demodé cuando lo visionamos a través del celuloide, en ocasiones quemado. Sin embargo, entramos en el confesionario con un evidente gozo por exponer las pecaminosas remembranzas de unos años donde lo indie no se había convertido aún en apática o desapegada manera de ver el mundo, y vivir enajenado todavía conservaba algo de perplejidad ante miradas deseosas de avistar por primera vez qué le ocurre a un cuerpo cuando se acostumbra a vivir entre marasmos; interrupciones del flujo que truecan la náusea por el embelesamiento con el sonido, temblores de emoción que no encandilan, más bien confirman la dificultad cada vez mayor de mudar de piel. De nada servirán los ingresos imprevistos ni el ridículo tanteo con forasteros en el nuevo país: al final del día siempre nos quedará la retícula de azoteas proporcionada por la terraza, confirmando que, por momentos, la existencia debe fundirse con lo camaleónico, ser invisible, caminar sin rumbo, hacer del sendero una inacabable glorieta. Del frío al calor, de la noche al día, ciclos que se reconstituyen para producir cataratas en nuestras miradas, ofuscando el desconcierto que tanto ambicionamos. No deberíamos desalentarnos, el dispositivo puede ofrecer breves centelleos de esperanza espiritual, como así lo atestigua la última espera, en soledad, a punto de amanecer sobre una estación de tren, de Morvern Callar, heredera de un milenio ya finiquitado sin más testamento que recuerdos rotos.
          Es imperioso realizar en este momento una precisión: no conviene hablar de saltos cuando lo que coexisten son agujeros. E incluso dentro de las cavidades se puede llegar a construir, ya que no nos interesa en absoluto la destrucción por desidia del que fragmenta con la intención de aligerar el tiempo o convertir en visual el movimiento, y sí nos atraen sobremanera aquellos espacios entre plano y plano, dentro de una misma escena, donde un bloque de vida transmutada se pierde en la pantalla pero comienza a erigirse en nuestra mente, con fotogramas extraviados, cortados por la moviola, cuyo destino es el apilamiento en la trastienda de los ojos. En las interrupciones invisibles del plano encontramos otro procedimiento mediante el cual se detiene momentáneamente la falsa transparencia omnisciente de la frontalidad fotográfica y, por consiguiente, logramos habitar, como espectros extenuantes por el empeño de ver la borradura, los intersticios entre el comienzo de un gesto y su consumación. Por eso entramos en la habitación 1022 y confrontamos nuestro cuerpo con el de un extraño (de luto o no), deseosos no tanto de alcanzar algún clímax, sino de interrumpir la pesantez de una cotidianidad que ni las vacaciones en el sur logran quebrantar; éxtasis momentáneo, continuamente entrecortado, sobrecargado de desenfoques y nerviosismo que rompe todos los ejes. Ahora que los hijos de papá han desactivado la insubordinación, vemos este arrobamiento ibicenco con melancólico desencanto.

Morvern Callar

EXTRANJERÍA: ENCUENTRO

Mientras esperamos disfrutando de nuestra intratable impaciencia, vamos cruzando las disyuntivas que emigran del café matutino al paseo nocturno. Por un lado, nos inmiscuimos en la vida privada de los otros, saltando mientras esquivamos anécdotas y chascarrillos, pues no es la cronología de los hechos lo que nos interesa, sino el mapa que constituyen las voces yuxtaponiéndose, las dicciones y su mezcolanza. Por el otro, intentamos profundizar en las zonas salvajes de la ciudad, aquellas vegetaciones agrestes que crecen en medio de esquinas donde los críos todavía enredan pasatiempos y las voces de los pilones se entrecruzan en una cacofonía ininteligible. En ambos flancos, no hacemos otra cosa que filmar con los ojos y aprehender con los oídos la veta encubierta de un mundo encadenado en ceremonias sofocantes. La recompensa final se presentará en forma de conexiones inéditas que, por un breve instante de tiempo, suturen la herida causada por los resortes, creen vínculos que no se habrían hecho entrever si fuésemos incapaces de sostener nuestros cuerpos excitándonos ante el anonimato, y del posterior encuentro que celebraremos en silencio mientras nos desbordamos a hablar quedarán solo recuerdos expuestos a través de las luces y sombras que una cámara venidera intentará escudriñar. El goce del cinéfilo está irrevocablemente unido a la reminiscencia de un ciclo por el que solo fue posible deambular tras un largo sondeo y que nunca recapitularía de no ser por su obsesión de mantener un rastro, quizá una huella, de la dicha. Estos pequeños deleites ajustan una identidad nueva, y convierten el encuentro en el límite de la cinefilia, del incógnito a la ciudadanía en imperecedera reinvención.
          ¿En qué consiste ese encuentro? En la infinidad de signos no codificables que conforman el intercambio de dos cuerpos que se cuentan y van hilando su propia historia, mediante el habla, un ademán o el canto; los ecos de estas alteraciones serán captados por la tierra, retransmitidos por el viento, uniéndose de forma natural a la tela que configura la capa incognoscible del universo. La genealogía no ayudará en estos menesteres, ni la bibliografía o la hemeroteca: habrá que recurrir, en última instancia, al sismógrafo y al espíritu. Sabremos entonces apreciar las vagas canciones de una chiquilla, la invitación al contacto corporal de un extraño o la proximidad de una boca que desea susurrarnos un lugar y un nombre ─creadores de mapas imaginarios, suplentes del enojoso guía turístico─. Nada más lejos de nuestra intención querer convertir la confluencia en asunto de místicos y gurús, unas simples reconstrucciones bastan: una nueva familia (dispar a la de sangre) y, tal vez, un pequeño continente, idóneo para abrazar las corrientes que se van creando a medida que las líneas de fuerza se aligeran y tuercen. De este modo, seremos capaces de abandonar el espacio intermedio entre los baluartes y comenzar a habitar un atlas configurado por el apilamiento de pistas indirectas, juntando Monterey, Guatemala, Ibiza y Siena en un mismo bloque mental; a base de insistir en el rastreo de sus carriles, habremos convertido la fantasía de lo mental en materia, la fábula en Historia. No nos libraremos tan fácilmente de los altos en la imagen, ni deberíamos sentir el ímpetu de llenar todos los espacios en blanco. Nuestra esperanza subsiste transversalmente en el otro lado.

LA HIJA DE NADIE ─ Universal Citizen (Peter Thompson, 1987)

1979 es el año en el que todos los recuerdos se enredan y los tiempos se aturden, la moviola, ejerciendo de tejedora, reúne la Historia con la fábula, la filmación de un viaje familiar a Guatemala con los gélidos recuerdos de Dachau. Conocemos al Ciudadano Universal y entendemos su origen de acertijo al que solo podremos filmar de lejos, sobre el mar, nadando como el sujeto de pruebas del doctor Sigmund Rascher, pero esta vez gozando del calor de los trópicos a los que juró, en tiempos pasados, exiliarse. De la misma manera, el caballo de piedra que los mayas tallaron para Hernán Cortés permanece bajo el océano, síntoma de un doble abandono, el de Tayasal y el del conquistador español, espejándose con el anillo de plata negra, herencia paterna, que al hijo se le escurre del dedo en el lago Peten Itza. La naturaleza entierra la materia y la zozobra de la pesadilla nazi se convierte, un año antes de tiempo, en plácida estancia en el Universal Hotel. Un transcurso de ocho primaveras en la vida de Peter y Mary, suturado por un paseo a ciegas hasta la fuente de la plaza sienesa, fragmentado por investigaciones que recorren Bruselas, Ámsterdam, París, Coblenza y Dachau. Coaliciones de tiempo en soberanía por hendiduras de negro, pues ni las vacaciones conservan la solidez del instante presente, imposible de aprisionar más allá de los rastros de polvo, los mismos que el marido-cineasta persigue, de vuelta a Mary y al Universal Hotel. Restos de entes frágiles pero no destruidos, devueltos a nosotros a través de las pequeñas triquiñuelas, trabazones de relatos (cigarros turcos o cubanos, grabadoras japonesas, discos armenios, proyectores de manivela que exhiben los dibujos animados del Correcaminos), hacen que empecemos a concebir la cronología como una suerte de correspondencias, a base de cartas y pequeños filmes ─la humildad del obrero anubla la excesiva claridad turística de los libros de historia─.
          En medio de los filmadores y de los que rechazan la cámara (el Ciudadano Universal, al menos en primer plano, y Raven, la prostituta de Haití), reside la alegría de María, la pequeña niña maya, hija de nadie, deseosa de que los padres traicioneros mueran de una vez por todas. Al fondo, y acompañando su canto nada inocente, la bandera de Guatemala; una respuesta desde Chicago de Vanessa, la hija adoptiva puertorriqueña del que filma y su pareja, sin sonido, pero igualmente afectuosa. Es irremediable apuntar el retorno del telegrama casi una década después con una nota pesarosa, pues ni el Señor Walter (propietario del ya mencionado hotel) ni María viven en el mismo territorio, y el parador ha sido pasto de las llamas. Todo termina, como vemos, presa de la geología, pero antes maltratado por la guerra, siempre vil, como recalca la nota, encapsulado en celuloide, no solo verificador de los restos y huesos bajo el pavimento, sino de los trazos de energía que acompañaron, durante los años de vida de alguien, una existencia: la alimentación de los loros Isabella y Don Fernando, los despertares de las siestas mediados por la voz de María, los primeros y últimos cafés, la filmada dando la vuelta a la cámara para capturar al filmador y los fotogramas fijos superpuestos, a través de un cristal mugriento, deteniendo a Mary, dos años antes de que camine con una ceguera voluntaria en aceras italianas, ataviada con gafas de sol, sonriendo y poseída ya por la ventura del recuerdo.

Universal Citizen (Peter Thompson, 1987)

BIBLIOGRAFÍA

Los filmes de Peter Thompson, en Vimeo

Chicago Media Works