UNA TUMBA PARA EL OJO

A VUELTAS CON EL GRAND STYLE

Inoportunidades – Sam Peckinpah

2.35 : 1, encuadre de prosopopéyicos, o a eso tiende en sus peores manifestaciones.

Existen lapsos históricos evaluados con tal reverencia transgeneracional que uno sospecha si la devoción, al menos aquella heredada por jóvenes chavales, no tendrá algo de convencimiento forzado, a falta de encontrar su propia parcela donde madurar el decurso sincronizado de vidas descoordinadas. Sienta bien acomodarse a las preferencias de los antecesores, decirse a uno mismo “heredo esta jerarquía sin chirrido en la permuta”. Y luego, desenamorarse de aquello que ni siquiera se ha amado supone un doble esfuerzo: mantener la conciencia tranquila asumiendo que nos hemos mentido, y dar sonoro carpetazo con la intención de sustituir estimas. Como casi todos los cinéfilos, nosotros también hemos pasado por este forzado agenciamiento, pudiendo decir ahora que en realidad nunca llegamos a conectar el cable con aquellos filmes, las chispas surgen desde la memoria, a posteriori, engrandeciendo algo que hoy encontramos ajeno. El cineasta Sam Peckinpah, abarcador de pasiones faustas, nos vino a colación, como anillo al dedo, al elucubrar sobre manos ofrecidas que terminan hastiando por aprieto efusivo y entusiasmo engallado. ¿Qué pretendía ese New Hollywood enseñarle al viejo bajo las señas del Grand Style? Todavía no llegamos a comprenderlo. Al volver a Pat Garrett & Billy the Kid (Peckinpah, 1973), nos resultan glaciales esos cuentos de vaqueros crepusculares, retomando la relación de aspecto trabajada por los cineastas más interesantes que albergó Hollywood antes de los años 60, ¿y para qué? Peckinpah intenta llevar adelante una tradición narrativa a la que ya nadie cuestiona ni reevalúa, el corte, el tajo, suponen de por sí una osadía digna de intoxicación laudatoria, los actos de estos toros salvajes enmarcan las emociones en un presupuesto de partida, trabajo soslayado, el actor bastará, Steve McQueen para The Getaway (1972), las arrugas de un Randolph Scott comandando destellos de melancolía ojival ─Ride the High Country (1962)─, imponiendo las reglas de su juego. Peckinpah acopla este camposanto de actores semimuertos al orgullo del espectador que conoce sus héroes, asume que el relevo será doloroso y mira el cuadro desde fuera, apuntando.
          Las acciones no se renuevan, pervive un desacompasado sentido de desorientación melancólica cuyo avance por el cuadro antepone el humor, los subrayados formales, a la consecuencia descomunal pero silenciosa de ondas de pasado restrictivas que terminan convirtiendo la escena más sencilla en un remolino al que le bastan dos planos rebotando entre dos personas colocadas una frente a la otra para prender la emoción y que las naturales verbigracias del montaje dormilón se vayan a hacer puñetas, entrando sustitutas las muecas de actores encontrando su voz en un terreno que les predispone a no cerrar el futuro, las horas del ocaso aquí no preceden al fatalismo, no podría ser tan sencillo, la experiencia de Robert Duvall en Assassination Tango (2002) no es la del actor made in Uncle Sam retomando la traza perdida a causa del declive físico, sino la de un hombre necesitado de encontrar viajando fulgores humanos, off the cuff, que reconfirmen su pervivencia como agraciada, actualizada con pequeños movimientos de los huesos faciales que no percatamos entonces, hace treinta años. Aquí, en el borde fronterizo donde el habla hispana se injiere dentro de los variados acentos de cosmopolitas urbes anglosajonas, o directamente se pasa hacia el sur, renegando de cualquier “adiós muchachos”, se planta cara a la asimilación del falso presente prefabricado, ofreciendo su propio estado social, colocamos los contemporáneos habitantes del continente desde una óptica que se comunica con ellos sin prototiparlos mercantilmente, operación análoga a la de un Victor Nunez en Spoken Word (2009). Duvall y Nunez reclaman su parte del juego desde la esquina, the corner, su falta de hincamiento deja traslucir la en verdad esperanzada siguiente juventud ─jóvenes buscando sus propias formas de expresión, el monólogo free form, la preparación de cócteles de diseño reemplazando al viejo mezcal, sacos de boxeo, hípica sostenida por niñas bravas, Gardel uniendo generaciones─. Tanto Assassination Tango como Spoken Word ofrecen una óptica de cineastas en edad provecta ─Duvall, 71; Nunez, 64─, con arrugas y donaire muestran la parcela de continente más mallada y pisoteada por delirios de sentimentalismo improductivo, desteñida de apegos interesados o inclinaciones de viejo perro cínico, y al término conseguimos congraciarnos con las marcas vigentes, expresiones, de franjas de edades que creíamos ajenas. Vueltas a incrustar en la tradición, sin soslayar el salto, se establece un pacto de diplomacia precisa, sin babazas, el viejo sigue firuleteando, los jóvenes lidian con la vorágine que coarta su palabra hablada: ambos establecen una suerte de consanguinidad encubierta. En ningún plano del filme de Duvall se empotra una intención sofocante. Su tango despierta una luz sobre la América inmovilizada en pósteres clavados con cianoacrilato, hora de levantarse de la cama, los rifles han cambiado de manos, nos persiguen veinte años menos en forma de mujer, y deberemos lidiar con ellos en calidad de mensajeros cabales, la edad no excusa la tristeza.
          De hecho, las virtudes de Pat Garrett & Billy the Kid no son precisamente aquellas de Peckinpah que todo el mundo parece repetir en sugestionado eco, esa morbilidad ágil entre dos polos del control, entre aguantar el plano-contraplano conversacional y la expansividad total de ritmos, zooms, rupturas de eje, encuadres que contestan su energía dilatándose o condensándose, casi de un refinamiento arcaico innecesario, ya estaban en el cine de Corbucci más intuitivamente instaurados, y otro tanto sucede con la tan mentada “mitología crepuscular”, elementos presentes y hasta temáticas recurrentes en multitud de wésterns de los 50 y 60, en pocas palabras, nada de lo que vemos es nuevo (tampoco lo pedimos, solo intentamos quitar las mayúsculas del manifiesto), ni litigia o pacifica. Lo que menos nos seduce en Peckinpah acaba siendo esto, el alargamiento de escenas con el fin de aumentar el efecto exhibicionista de la narrativa sostenida con arcos de hierro en encuadres que realmente no mutan por mucho corte o zarpazo introducidos, esta herencia es la que recoge el peor Tarantino en Reservoir Dogs (1992), las calcomanías de los 90 y 2000 en revivals del New Hollywood, es algo que molesta, porque solo nos permite ver el aparataje de la escena construida por un supuesto director incorruptible y nos es imposible penetrar una emoción, verla evolucionar. La forma más sencilla de epatar, a falta de realidad, pasado de virtuoso. Esa insistencia pesada en hacer al espectador copartícipe del frenesí que produjo al cineasta conseguir sacar adelante la película, controlar la producción, rodar como quiso la escena. Scorsese y lo excesivo, Spielberg y su veta infantiloide, Woody Allen remando y remando por ser cansino. El gesto que inflaría las venas excitables del biógrafo no interesa cuando mandamos mitomanía y filias baratas más allá de Alfa Centauri. Nosotros, que siempre hemos sospechado de cualquier idea que sugiriera un presente suicida, decimos no, en esas escenas no hay pasado. El pasado no está allí aplacado, directamente no hay pasado, y cuando existe se apela a una mitología demasiado mallada o al cuerpo icónico de un actor que de por sí emana historia; una virtud en canalizar más que una voluntad por construir. Las dos mejores secuencias de Pat Garrett & Billy the Kid, al contrario, corresponden a cuando el encuadre y su comparsa eligen no decantarse en ampulosidades, sino sostenerse, sostenerse… los inextricables sentimientos de Pat Garrett, forajido reconvertido en sheriff renqueante, solo brotarán momentaneamente cuando jugando a disparar al borde del río casi acabe a tiros, por un prurito de honor salvaje, idiota, alzamiento del rifle amenazante, contra un desdichado colono asustado velador de su familia. Ellos solo querían proseguir en paz intranquila su camino en barca… Del mismo modo que esta escena, el sostenimiento de otra serie de planos, la muerte lenta de un pobre diablo al que Pat Garrett embaucó para acompañarlo a recibir un disparo, ahí está sentado, mientras se pone el sol, lo sigue su mujer, convocando la absurda metafísica humana de morir por un desierto… el que será Hollywood luego.
          Repetimos, 2.35 : 1.
Cuando Raoul Walsh estrenaba sin pena ni gloria A Distant Trumpet (1964), las posibilidades narrativas de esta relación de aspecto no apuntaban a la disociación dramática por exceso de ampulosidad a la que se llegó en el New Hollywood. Falta de atención y respeto en la continuidad. Incremento de los peores tics ejercitados por los directores menos talentosos de la época clásica.

Oportunidades – Ulu Grosbard

1.85 : 1, encuadre de humildes, o a eso tiende en sus mejores manifestaciones.

Como contracara enterrada de ese New Hollywood, Straight Time (Ulu Grosbard, 1978) ha supuesto en nosotros la confrontación deseada inconscientemente, volver a las cárceles, casas de reinserción, agentes de la condicional, tiempo extra del que pende el resto de nuestra libertad, herida magnífica, el hermanamiento de un belga con un cine de experiencia endeudado a base de tropiezos mudos ─la fábrica ensordece los agravios al orgullo─, transportando latas en bloque, acompañados del ingrato jefe. Este ladrón en provisional libertad, Max Dembo, asfixiador y asfixiado, se topa con un mundo cuya llave, ahora bajo su chaqueta, enfrenta la codicia del propio despeñamiento de actitudes difíciles de atajar, del trueno de un púlpito a los susurros de un amante, entonamos el redescubrimiento de un actor al que no habíamos acabado de cuadrar el trío finiquitando el calabrote que une su porvenir restaurado a cada minuto de tiempo mortal, escapando en la autopista, violentando un círculo social desfallecido, entre la admiración y la mirada ajena. Grosbard deporta camino de ultramar las titulaciones excesivas, incapaz de triturar sus laberintos contemporáneos debido a su cercanía de observador privilegiado, en dos películas, y tras haberlo tenido de ayudante en el proscenio teatral, reposiciona a Dustin Hoffman dentro de la memoria de un nuevo espectador, acordona en un recoveco doloroso el tiempo que aflige la audición de Barbara Harris en Who Is Harry Kellerman and Why Is He Saying Those Terrible Things About Me? (1971), que se pregunta adónde han ido sus años ante unos ojos que quieren pasar a la siguiente cosa, el calado dramático no solo emerge con inusitada madurez descuajeringada, también habla frontalmente a un adulto que ha visto una década pasar en su rostro, sus extremidades, y monologa ahora a un escenario que no quiere ni escuchar sus tres mejores notas, la canción se pierde y resitúa con la sapiencia desesperada de una vida incatalogable, yuxtapuestos los momentos donde nada marcó la historia sin dejar la carta boca arriba, expuesta, secreta, a ojos del jugador cuyo envite rememora desde el derrumbe de todos sus presentes, una inyección letal de la única tristeza por la que, sí, nos acabarán perdonando en limbos foráneos, la misma de Pippa Lee (2009) ideada por Rebecca Miller, indistinguible de los pasos antiguos, del súbito descenso de la temperatura marina, buzos viendo agua en tierra, en adoquinado, el cine de experiencia se hermana con el libro genealógico, estado de dicha, limitación terrena, si tiramos de una cuerda, se vendrán abajo el resto de afectos, quizá quedemos enterrados por una conmoción mortífera.

Straight Time Ulu Grosbard 1

Who Is Harry Kellerman and Why Is He Saying Those Terrible Things About Me? Ulu Grosbard

Cuando se resuelve en Straight Time una escena en un solo plano que altera su apertura al término de no pocos minutos ─la introducción de Harry Dean Stanton─, ni llega la terrible casuística a semejar precocinada, dispuesta a entregar sacrificio y valentonadas al tiroteo final, todavía no pensamos en eso, el lazo que nos ata con el lugar no destensa, si nos ponemos optimistas, arrebatamos poco más de un segundo a la sucesión de acciones que hará emerger los humores subyacentes de los personajes. El contrapunto a esta sobrecarga lo ofrece Theresa Russell, cypher, actriz principiante cuyo mareo proporciona concomitancias de superficie al drama cíclico, claro, la delicadeza de un tiempo derecho que no damos acomodado, y que sin embargo reside menesterosa en el lado inverso de las damiselas en apuros, su hogar, el término central por el que los chicos malos desaguados de oxígeno intentan pactar sin coartadas ni engaños. Russell y Dean Stanton encarnan personajes que imploran ser sacados de allí, de la morosa cotidianidad laboral, del anquilosamiento conyugal, haciéndonos conscientes de que en ninguno de estos ámbitos nos ha sucedido a nosotros tampoco nunca nada singular, que pudiéramos llamar con propiedad “singular”.
          Max Dembo lleva atada a la espalda cual molesta grupa una labilidad producto de enfrentarse a un entorno ingrato desde el cual sentimos cada noqueo a la dignidad, intenta hacer lo correcto, poner cara de cordero, vivir rectamente dentro de la sociedad, pero su código de conducta lo espolea a trabar pactos con tal de no alterar la felicidad general, un amigo que desea pincharse droga en su provisional residencia sería detonante de tres años más entre rejas, y cuesta decirle un sonoro “aquí ni se te ocurra”. Hoffman va incrementando su dosis de tolerabilidad hasta llegar a un punto que lo convierte en falible debido a anteponer la frontalidad sentimental, de principios, al soslayo de las propias intenciones en pos de resultar invisible de cara a las fuerzas que coartan y merman nuestra voluntad. Ese particular peñasco por el que termina resbalando la fachada inicial, bienintencionada, acaba abriendo una rozadura a través de la cual no dejamos de sangrar hasta el final del filme. No se trata, como en tantas intentonas del New Hollywood, de una serie de obstáculos colocados casi a modo de yincana. El desfase con la sociedad, en aquellos filmes, no se gana desde el propio despliegue del mundo en planos; otra vez, se presuponen grietas insalvables desde mitologías de antihéroe, o de loser romántico. Aquí, desde las directrices escénicas de Grosbard, lidiamos con las innumerables descortesías que van desde el más feo ademán individual a restricciones monopolizando continentes: ambas terminan por minar la conciencia y violentar al hombre no solo en arrebatos de clímax final, también, y esto es lo que, de nuevo, realmente lastima, en prácticamente cada mirada y paso dado mientras los segundos mueren. Quien vive en una guerra mental sabe, no se le escapa, que su comportamiento jamás podrá detenerse, no hasta que se reinstaure, o temporalmente encuentre, un sosiego sin fariseísmo. Este dolor vence la paz en los encuadres, y notamos amontonarse los síntomas, contagiados por secuelas de batallas olvidadas: el supervisor en la fábrica de latas mirándonos por encima del hombro, cuales bebés necesitados de brújulas extra, mujeres de exconvictos negándonos el pan y asilo, enredos cínicos que llegan para engrilletar nuestra mano izquierda ─el agente de la condicional─, convencimiento implícito de que todos menos dos nos tratan en calidad de algo mucho más barato que seres humanos. Estirpe atávica de jodientes profesionales y colección inacabable de minúsculos desplantes. Dembo derrocharía afabilidad sin demasiado problema, intuimos, pero los sinsentidos connaturales a los pobres hombres y mujeres de la ciudad americana terminan desesperanzando tanto que, entendemos, a uno le dan ganas de coger la pistola más barata del mercado y plantarse en la partida de póker, saquear el maldito dinero. Aun con todo, a Hoffman no le costará encontrar cómplices en este mundo tan mermado. Deshonor entre ladrones.
          La experiencia literal, haciendo pactos con la ficción, negocia este cara a cara con unos términos ineludibles: a cada vida su particular representación en el desprendimiento de tierra. El calor humano en Straight Time no proviene de incidir una particular reflexión sobre el cuerpo glorioso de unos actores y actrices principales, sino que se nos recoloca en la ciudad, junto a sus gentes, trabajadores de fábrica, existen luego de fondo en los bares, habitaciones de motel sin sábanas limpias que por sus escuetos servicios básicos no se diferencian mucho de una celda en la penitenciaría estatal. Y si durante la fuga en la autopista se daba importancia a una modulación pasmosa de la velocidad, con el objetivo de suponer un cambio de barranco existencial, derrape de forma abrupta, acaban gozando de muchísimo más calado sensorial y transmisión ética aquellas reducciones de marcha que nos permiten apreciar un desfile subyugado de rostros, cuerpos, las pocas pertenencias de que disponemos, nuestras malformadas uñas de los pies, personajes no ya secundarios, por poco tiempo compañeros de celda, con los que ni tenemos ánimos ni se nos permitiría mediar palabra, un triste balido, esto es lo que llanamente entendemos por “vidas cruzadas”, no otra cosa, los silencios que soportaremos hasta que uno de los dos desaparezca cuando le surja ocasión de huir, una melancolía inmensa, la desoladora contemplación del gran rebaño estadounidense siendo reinsertado en los ochenta por ladridos de dóberman no ha lugar a la romantización. El velo ha sido levantado, fuera la gasa, los años no engañan.
          Si nuestra memoria ha tenido a bien desenterrar junto a este filme de Grosbard ─conviene recordarlo, versado director teatral antes que de cine─ ciertas cuestiones que teníamos solo intuidas sobre cómo recibimos el control formal en Peckinpah, quizá haya sido, en un principio, sí, por motivos caprichosos. Difícil no contraponer el romanticismo bajo cero de Straight Time, filme de atracos, huidas, arrestos y prórrogas, con las ensoñaciones de McQueen en The Getaway, secuencias que recuerdan a los más dudosos ensamblajes kitsch de Frank Perry, abusando de zooms y efectos retro. Sin duda, la delicadeza no era el pan de cada día para los moguls del New Hollywood. Esa predominancia, esa insistencia, en una gama de colores poco interesante, marrones, beis o grises feos, hasta el punto de afectar desmoralizando la propia disposición receptiva, el sudor, moscas y frituras de postín, elementos que se encuentran también en el filme de Grosbard, en los filmes del Paul Newman cineasta, pero allí bajo una luz natural, ajada y serena. Luego, seguimos observando, ansiamos entender, nos apercibimos que mientras Grosbard manufactura en dirección, en plano, las informaciones y cadencias, las detenciones en Peckinpah son aceleramientos o bajadas de velocidad muy básicas en comparación, cambios de marcha donde los chavales ─da igual si jóvenes o viejos─ sabrán en todo momento cómo reaccionar, cómo asombrarse, cómo venirse arriba, abajo, Peckinpah se las conoce para con un solo corte malfollado importunar a la vez al espectador y al productor del filme, mareo precocinado, una adrenalina en horas bajas.
          Insistimos, 1.85 : 1. Straight Time.
Un atraco ha faltado a la cita con el exhibicionismo, mas no con la tensión, con el tiempo enajenado que licuándose desfigura los recuerdos, las sirenas reclaman su parte de presencia, los desperdicios no encarnan saltos de eje, remanencia insalvable de ajustarse al decurso, creer que su retrato presto, el obturador más exacto que nunca, sencillo en sus modos, atento a los pasos y no a la sinfonía, a las melodías y no al coro, valdrá al fin para poder librarnos de las luces cegadoras.

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Los acontecimientos no son otra cosa que tiempos y lugares inoportunos, uno es colocado u olvidado en el lugar equivocado y entonces se es tan importante como una cosa que nadie recoge.

Tres mujeres, Robert Musil

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Ulu Grosbard (1929-2012); Barbara Harris (1935-2018)

EL ÁRBOL DE LA CIENCIA

L’albero degli zoccoli (Ermanno Olmi, 1978)
por Roberto Amaba

En pleno sur bergamasco, en el sur más septentrión, seis kilómetros separan la granja comunal de la escuela más cercana. Este es el camino que el pequeño Minec cruza cada día por obra y gracia de un sacerdote que acertó a verlo espabilado. Sin prestar atención a las necesidades familiares y confiando en las buenas piernas del zagal, la autoridad decretó el estudio y Dios proveerá. Pero lo cierto es que Él ni proveerá ni despojará porque, como todos sabemos, su reino y su oficio, al igual que los de su hijo, no son de este mundo. Ahora, en mitad de una travesía donde los relejes simpatizan con el barro, Minec tiene que detenerse para arreglar su zueco. Ya lo había hecho al salir de la escuela, después de que un salto terminara por desbaratar el calzado. Este primer apaño tuvo lugar a hurtadillas, cuando las voces de los compañeros se desvanecían. Un acto donde se intuía el pudor no aprendido que guardan los niños y que solo pierden con la alborada hormonal. La lógica humana siempre tiene presente su amparo, pero rara vez advierte la capacidad innata del menor para ser a su vez protector. Cuando un niño disimula su zueco roto, lo hará con un deje indiscutible de vergüenza, pero también con una firme convicción de auxilio hacia los progenitores.

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La distancia focal es larga. El plano es breve y de mera transición, pero incorpora y comparte ese pudor visual. La hipótesis principal es que Ermanno Olmi era el cineasta pudoroso por excelencia, la hipótesis complementaria es que toda la fotografía en exteriores seguía idéntico patrón. Equipo ligero, un lugar que no consiente grandes infraestructuras y actores no profesionales que se desenvuelven así con mayor naturalidad. La cámara, en estas circunstancias, permanece a una distancia prudente, acercándose y alejándose con la ayuda del zoom a demanda de la acción. El resultado en nada se parece a otras obras de los años setenta que optaron por técnicas similares. Aquí, el peculiar contraste desvaído entre figura y paisaje que proporciona el teleobjetivo, valida la integración de la una en el otro. Una imagen que no olvida la crueldad del medio, pero tampoco la indisoluble pertenencia al mismo. Esta última condición, esencia misma de los contadini, será la que otorgue sentido dramático a la última acción de la película: el destierro. Acto final donde comprendemos que aquel ademán del niño ha evolucionado hasta alcanzar el brillo de una redención. La luz que pende de la carreta mientras esta se aleja en la oscuridad es, en palabras del director, una antorcha de voluntad, de lucha y esperanza.
          Minec (el no-actor Omar Brignoli) odiaba acudir al rodaje. No le gustaba, y si cumplía era por los regalos interesados que le hacía algún miembro del equipo. El niño también precisaba de ese aire que la logística del cine es experta en consumir. Por lo tanto ahí tenemos al niño, seguro que a regañadientes, encuadrado con, a ojo de buen cubero, un objetivo de 85mm. El sol perezoso, las sombras alargadas, la lluvia que ha sido, los árboles calvos y nudosos, los haces de leña apilados en la cuneta y el verde medroso de los campos no anuncian su catástrofe particular, solo la paciencia de los hielos. El camino dibuja una curva en ascenso que a nuestra vista queda distorsionada por la lente. No parece un obstáculo insalvable, pero en este momento donde las piedras parecen colmarse de maldad, la subida que nos ciega su salida adquiere una magnitud legendaria. Para un niño, aquella revuelta podría esconder el mismísimo fin del mundo.

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La cámara salta a un plano cercano. La ropa le viene holgada por pura previsión crecedera. Sin embargo, no se discute la pulcritud. Lo cierto es que este desajuste entre la ropa y la anatomía despierta una simpatía espontánea. Gracias a ella, Minec puede recordarnos a un pastorcillo del belén o a un pícaro de Murillo. Ninguna prueba respalda esta filiación, aunque diríase que estamos ante una supervivencia estética de la infancia menesterosa. Este acercamiento del plano no era necesario para conocer la circunstancia, pero sí para contemplar su desenlace. El remiendo ha cedido, la suela del zueco se ha emancipado y Minec debe descalzarse para realizar el resto del trayecto con el pie izquierdo desnudo. Nobleza obliga, el calcetín de lana es convenientemente recogido en otra muestra mínima pero admirable de esa conciencia infantil que contempla la protección de los suyos. Porque en casa, sin él saberlo, hay otra boca que alimentar. Minec se levanta con el morral al hombro y comienza a caminar. Lo hace primero de puntilla, con el tiento y el miedo de la piel sobre la tierra, pero enseguida planta el resto de la extremidad. Un nuevo gesto de resolución, como el que tuvo para convertir el cinturón –una tira de esparto– en la materia prima del remiendo. Todo en Minec es propio de un niño con ojos grandes, por mucho que en el trance olvide la correa multifunción.

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Acompasado con el movimiento ascendente del niño, la cámara retrocede y se dispone a seguirlo con una suave panorámica. Desplazamiento, pues, óptico, no mecánico. El pudor no regresa, es que nunca se ha ido. El campo de visión queda suspendido de manera intermitente por dos de los seis plátanos que delimitan la orilla izquierda del camino. En los quince segundos transcurridos entre que Minec echa a andar y el fin de la secuencia, su figura desaparece, reaparece y vuelve a desaparecer engullido y expulsado por el tronco de los árboles. Un atraer y un repeler del cuerpo como si el mundo estuviera imantado, como si la polaridad de la carne cambiara a cada paso del pequeño. Es esta intermitencia la que nunca ha dejado de generarme una emoción indescifrable. Escribir sobre este magnetismo es el último intento de conceder sentido a lo que tal vez no lo necesite. Esta imagen o esta serie de imágenes es, para mí, una evidencia y un misterio. Es corteza y duramen, es el apogeo de lo obvio y de lo obtuso. Es el árbol de los zuecos en su desnuda literalidad, es el título en la marquesina y el neón que no deja de parpadear en la oscuridad.
          Y es ella, la oscuridad, la necesidad de su existencia para hacer sensible el parpadeo, la que parece succionarme. En esta situación, escribir se vuelve un mirar con los dedos y mirar un palpar con los ojos. Un lugar incómodo donde la escritura es la extensión sincrónica de la mirada, nunca un complemento o una actividad diferida. Ante la peripecia de Minec, se trata de escribir dispuesto a recibir un tajo en el rostro, con la mirada al tiempo desplegada (percepción) y replegada (cognición). Teclear de manera atlética, jadeante, aporreando la corteza decadente de los plátanos como un picapinos, aleteando alrededor hasta dar con el lenguaje nativo de quienes vivan en su interior.
          Al invocar la oscuridad en el reino de la luz, la dialéctica sube al escenario. Y no me refiero a una oscuridad del orden de lo simbólico, ni siquiera de lo estructural (nervio del fotograma), mas de su preludio tangible: la penumbra. Augurio andante, Minec es atravesado por la sombra del árbol de acuerdo a una sucesión donde la naturaleza, las figuras, los objetos y los astros se han distribuido con lógica celeste. Terra madre, campesinos al albur de la intemperie. A partir de este razonamiento llegaríamos a una explicación ortodoxa del sobreencuadre como prisión o, en términos más abstractos, como facilitador de una semántica reconcentrada; y estaríamos simplificando. No podemos congelar a Minec, el sobreencuadre no miente y sin duda que ejerce su influencia en la imagen, pero tampoco nos dice toda la verdad. Hablamos de zuecos, hablamos de caminar y de hacerlo descalzos. La acción –prolongación de la materialidad de la película– invalida tanto la detención como cualquier estética de la demora que construyamos a partir de ella. Decía que el cuadro sugiere una dialéctica porque no admite detención, síntesis o conciliación. El devenir de Minec es una suma de conflictos donde los elementos de la imagen adquieren el carácter de una fulguración. Con Walter Benjamin en el recuerdo, esta imagen relampagueante tiene la capacidad de recuperar el pasado, de presentar un dilema y de anunciar una salvación que solo podrá ser consumada sobre lo perdido.

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Minec desaparece en dos ocasiones, la primera para reaparecer y la segunda para clausurar la escena. El acto de la desaparición establece, al menos, dos correlatos que conviven en riguroso desacuerdo: la amenaza y la identificación. El árbol que devora al niño, el árbol que adopta al niño. Secuestro y liberación, providencia y expolio, crianza y abandono. No hay apaciguamiento posible en una imagen que lo es todo a la vez, que muestra lo oculto en lo visible, que contiene una desaparición al tiempo que la da a ver. La primera desaparición habilita entonces la creencia. La materia ausente dispara este mecanismo evolutivo, esta suerte de narración biológica alimentada por el ansia cerebral de consuelo y predicción.

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La segunda desaparición sella el destino. El corte último, ejecutado cuando el volante del blusón se funde en color y en forma con el perfil del árbol, es el momento decisivo de la secuencia. Lo es porque esta no concluye con Minec saliendo de cuadro. Entre el segundo árbol y el segmento izquierdo del encuadre, aguarda un nuevo espacio para la aparición que no será transitado. Y en la vida, de suyo tan poco inclinada al regalo, cuando algo sobra es obligatorio preguntarse el porqué. Así, en lugar de aprovechar las migas de esa polenta, saltamos a una imagen del padre surgiendo de entre las sombras para traspasar –para quebrantar– el umbral físico y alegórico de la granja. Con este vínculo recién arrojado a los ojos, solo cabe hablar de un afán, de un propósito orgánico y de parentesco, es decir, de montaje. En concreto, del montaje como ejercicio capaz de engendrar “la vida fisiológica no ya de la película, sino de la obra entendida como criatura”. Cuando Olmi habla tan a las claras sobre la dimensión biológica de la estética, sobre el poder ejecutivo del corte o cuando hace referencia a los peligros de “sucumbir ante la belleza”, debemos escucharle.

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Todo esto ha sido posible porque el cineasta ha permitido una serie de libertades que, de no mediar, habrían limitado los acontecimientos. Olmi aseguraba no mirar por el objetivo, y que de hacerlo debería dejar abierto el ojo desocupado para contemplar la realidad aludida; la más amplia. Ver solo a través del objetivo, privilegiar la mirada sobre la visión o el cuadro sobre el campo, era la principal alienación del cine: “No preparo el encuadre, dispongo la acción, dejo que eche a andar y solo entonces comienzo a rodar”. Esta declaración contiene una mentira y una verdad. Olmi preparaba los encuadres, pero también permitía que la acción echara, de nuevo con literalidad, a andar. Lo que nunca se permitió, y aquí tenemos una muestra radiante, fue convertir el encuadre en un fin en sí mismo, y por lo tanto, en una frustración.
          Antes de fallecer (se acaban de cumplir dos años), Olmi era uno de los cineastas vivos que más me interesaban y de los que más esperaba. Otro de ellos es Eugène Green, con el que el italiano guarda no poca relación. En uno de sus escritos, esa prosa poética, irónica y en última instancia precisa que parece mezclar con total confianza el animismo del primer Jean Epstein y la severidad de Robert Bresson, Green incide en la idea de presencia real, esto es, en la capacidad del cine para iluminar el fondo espiritual de la materia, para tornar aprehensible la energía interior de los seres y para transformar, en definitiva, la imagen en icono. Se podría decir que Green es monista en el aspecto de considerar materia y energía dentro de una misma unidad, el “uno en sí mismo” o principio unificador donde el cine, en tanto forma mística, juega un papel determinante. Pero en el fondo no deja de ofrecer una vuelta al dualismo esotérico de la revelación que tanto ha marcado la teoría del cine desde los años veinte del siglo pasado. Así, cuando Green habla de filmar un árbol, destaca la necesidad de liberar su realidad. Solo entonces el retrato se convertirá en imagen, y esa imagen se convertirá en plano integrante de un filme que deviene icono.
          “Al filmar un árbol, el cineasta puede dar a ver la corteza, y la savia, y la dríada”. A partir de esta sentencia de Green, podemos deducir que Olmi consiguió filmar la presencia real del árbol. Pero lo hizo con la ayuda inestimable del niño y del espectador. Es bastante probable que Olmi no hubiera leído los versos de Rilke en la primavera tardía de Muzot, pero descubrió una enseñanza similar. En aquella estrofa, el poeta hablaba de que el espacio “empieza en nosotros y traduce las cosas”, y que “para lograr la existencia de un árbol” era necesario compartir nuestro espacio interno, el más íntimo, el esencial, siendo generosos y arrojándolo sobre él sin perder el recato. Cuando Olmi planifica esta escena parece ser consciente de este poder anímico del árbol siempre y cuando cuente con nuestra colaboración, pues como apostillaba Rilke: “sólo en la forma dada en tu renuncia se hace árbol verdadero”. Olmi, además de creer en las personas con cierta altura espiritual, también creía en Dios, pero añadía que sería una irresponsabilidad “aceptarlo incondicionalmente”. La secuencia viene a ilustrar esta postura cristiana condicionada, es decir, la de una profunda espiritualidad atravesada por una sensualidad panteísta.
          Lo que quiero conseguir tirando de la lengua a los tres poetas, es averiguar si es factible filmar la realidad anímica, la metafísica de los árboles por la que se preguntaba Alberto Caeiro. En sintonía con el pastor portugués, considero que se debe aceptar la posibilidad no ya del fracaso, ni siquiera de su imposibilidad, mas de su inutilidad. Tener fe y volcarla sobre la imagen no es la cuestión, el Papa podría filmar un árbol y nadie de los presentes sería capaz de apreciar su alma en forma de ninfa o de arcángel. Si Olmi logró traspasar la corteza de los plátanos para vislumbrar al dios en las cosas, fue porque manipuló universales narrativos, grandes arquetipos y metarrelatos. El cineasta hurgó en la biología ancestral de la memoria. Al paso del pequeño Minec sale, primero, la religión y el relato adscrito a las sagradas escrituras. El árbol de la ciencia que no contiene la necesidad, pero sí la tentación, el pecado y el castigo. El destierro final en la ficción no dejaría de ser nuestra enésima expulsión del paraíso. Segundo, el relato mitológico, aquel donde los seres también responden a los deseos de la imaginación. Aquel donde el árbol se despliega como axis mundi reciclando su fecundo pasado ritual y totémico. A su lado, Minec debería jugar un papel ambivalente respecto a la protección de las dríades y a la tragedia de las ninfas. Espacio mítico donde al padre le sería impuesto el castigo de, por ejemplo, un Eresictón. Tercero, el relato sociopolítico donde la lucha y la conciencia de clase, la fraternidad, la propiedad, la desigualdad, el dominio y la explotación de los unos por los otros, devuelven el mensaje oportuno.

En conclusión, si estas imágenes siempre me han conmovido, quizá no fuera por su celo a la hora de guardar un secreto. Porque Olmi desconfía de cualquier atisbo de fascinación y disuelve el instante épico en la exposición de la historia. Así, el presunto arcano termina siendo presentado “con la claridad cegadora del mediodía”. El criterio que, según Green, distingue a los misterios verdaderos.

 

PS.: Mientras escribía, me pregunté en varias ocasiones qué habría sido del pequeño Minec. Busqué una fotografía actual y me fijé en sus zapatos. Los mocasines de ante apenas podían retener unos pies gruesos y fuertes. Como en la película, su vecina de imagen era la viuda Runk, encanecida y apuntalada sobre una muleta, pero con la misma determinación en el gesto que en sus días de lavandera. Dispuesta a resucitar, si es menester, a cuantas vacas lo necesiten.

 

IMÁGENES

L’albero degli zoccoli (El árbol de los zuecos, Ermanno Olmi, 1978)

BIBLIOGRAFÍA

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BENJAMIN, Walter, La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre historia, Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2009.

DIDI-HUBERMAN, Georges, Cortezas, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.

GREEN, Eugène, Presencias. Ensayo sobre la naturaleza del cine, Valencia: Sangrila Textos Aparte, 2018.

GREEN, Eugène, Poética del cinematógrafo. Notas, Valencia: Shangrila Textos Aparte, 2020.

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PESSOA, Fernando, Poemas de Alberto Caeiro, Madrid: Visor, 1984.

RILKE, Rainer Maria, Uncollected poems, Nueva York: North Point Press, 1996.