UNA TUMBA PARA EL OJO

LA REPÚBLICA DE LOS SUEÑOS

Schwestern oder Die Balance des Glücks (Margarethe von Trotta, 1979)

Schwestern oder Die Balance des Glücks Margarethe von Trotta 1

Estamos pasando una época de enmiendas vitales. Nuestra propia historia acorrala las decisiones que debemos tomar sin demora para ajustar, de cualquier manera, la cotidianeidad circundante a los ideales que tanto ansiamos proteger, alcanzar. Años de grandes épicas privadas, ideas batiéndose en el terreno inmenso que separa a varios amigos ─manchegos, catalanes, gallegos─, intentando atenerse, ser fieles, a una palabra que ellos creen de posibilidades metamórficas inagotables: el tiempo, más bien el verbo, emitirá el último juicio sobre las contradicciones que nos cercan. Drogadictos de un diletantismo suicida, sabedores de los límites de humanismos cada vez más idealistas, perdiendo contacto la puesta en juego de valores estéticos con la trampeada realidad inmediata, manifiestos insobornables que no logran traspasarse a la construcción escaparatista del yo, de cara a los transeúntes, tirados en la calle, caminando por la acera, una voluntad de poder que finalmente no tendría otro remedio que pregonar a la indiferente ciencia, estamparse contra el vencimiento de una sociedad cuyas depresiones ni siquiera guardan el encanto romántico del malditismo, tan rodeadas como están ahora de electrodomésticos en miniatura con los que matarse la vista mientras se cosecha un enorme desamparo.
          Anna vive así, sumida en Hamburgo, ciudad idónea para encallar, revivir eternamente el libro de cuentos de la infancia, volver una y otra vez en travelling de avance incesante hacia el espesor del bosque mientras el diafragma se cierra, vertiendo las prosecuciones del pasado en rechazos convulsivos que enclaustran la violencia mental en páginas de diario. Uno quiere estar donde las cosas pasan. Al verse acorralada entre un innombrable deseo no cumplido, un sueño innúmero de noche extranjera, se corre el riesgo de tan solo conseguir ver belleza en tiznes de aquello que no sucedió, en las fotografías que conservamos en las cuales observamos aquellos primeros meses de feliz ignorancia, mirada de miedo dulce, sin pañales, cerrando los párpados ante el agua que nos echan sobre la cabeza, temerosos, curiosos ante el giro de la historia que no conocemos. En este Hamburgo surge un paisaje eminentemente nocturno, tendente hacia las horas plenas de la madrugada, aquellas que disfruta Klausen, portero de la empresa, bajo un trozo de cielo germano que divisará desde su retaguardia, ante él pasa Anna, mas solo en contadas ocasiones, pues es su hermana, Maria, la que horada el horario de oficina, secretaria constante, espléndida con la línea jerárquica, sobrepasando sus más inmediatas obligaciones. El drama comienza al colisionar los climas consanguíneos, la que obedece de día y la que se rebela de noche, la que intenta escapar a las cinco de la mañana en un suicida noctambulismo, haciendo caso omiso de consejos resabiados, fríos, los de la hermana intachable. El sacerdocio del trabajo, las monjas del sermón laboral, conscientes de que en un mundo de hombres no todas tendrán la misma predisposición, una vez acabada la tirana educación, a salir a la sociedad haciendo valer, desde cero, sus principios. ¿Y si con ello debemos olvidarlo todo? ¿No resulta insoportable recomenzar el andamiaje de veintiún años utópicos encauzados desde la segunda edad de la vida a desbaratar lo que más en secreto velábamos?
          Después de tantos filmes polacos y húngaros vistos en invierno y primavera coetáneos al que nos concierne, esta encrucijada de carácter europeo la sentimos más que nunca desde las posibilidades mediadoras del 1.66 : 1, cuesta apartar de uno la condición de espectador, de distancia insalvable ante una frontalidad quebrada, una relación de aspecto ideal en la que el cine de Europa Occidental ha intentado saldar su cuenta con el teatro, lejana la posibilidad de extender el curso de una experiencia sin corrosión de registro, sin temor a embellecer el mundo y ser fiel a sus vaivenes mentales, también leales a esa confianza en el cuello movedizo como único posible movimiento del cuerpo humano, manifestado en panorámicas rústicas, engarzados los planos unos a otros con empalmes donde casi logramos ver las junturas. La autarquía tan cultivada en los años 70, intentando reclamar para el cine el pedazo de realidad insobornable y terca, que supuestamente sus orígenes y estatuto merecían; hoy en día esos fueros de rigor por omisión, estatuas petrificadas viendo un plano desarrollarse de silencio a espasmo espontáneo, ya no guardan relación con el mundo recobrando significantes perdidos, ni con la instauración de una contrapolítica, más bien son ejercicios de ajados cinéfilos que han olvidado, tan seguros como están en su círculo de Cineclub Europeo, que una autarquía no es para siempre, que los términos de la batalla hay que reconsiderarlos, jugar a tricotar como Duras, a corrosionar como Pasolini, a dilatar como Akerman, pasados cuarenta otoños, ya semeja una adherencia a tiempos tan precocinados como los de cualquier gran cadena televisiva, una connivencia desagradable, cines vacíos donde esperar la próxima panorámica de 360 grados que rompa el insoportable sometimiento a una duración inexplicable, de un egoísmo tal que incapaces son de establecer un mínimo juego con los tamaños del plano, aunque sea para volver a concedernos, tan derrotados que estamos, la posibilidad de ver un rostro hermoso gesticular a algo más que apatía en profundidad de campo chata. Sí, “contra la ciencia”, dirán ellos, “al suicidio”, corregiremos nosotros, al seppuku, de un lado, la imposición, del otro, la autoimposición, en el medio, Von Trotta, a dos mundos, Anna.
          Volvemos a esta relación de aspecto, 1.66 : 1, porque es sencillo observar lo que de mediatizante puede alcanzar en potencia, manteniendo un proscenio desde el que nos situamos como espectadores, por lo tanto no abandonando una frontalidad que nos hace conscientes de la imposibilidad de escabullirnos por completo dentro de la escena, las posibilidades limitadas de los cuatro lados del rectángulo, del encuadre, ventana de luz, la tensión surge al comprobar la habilidad, querencia, de Von Trotta al mover el aparato, a través del entorno, entre los cuerpos, estableciendo relaciones que rebasan el sustantivo cambio unilateral, inclinación de cuello, una máquina introduciéndose en la representación, tirando de ella, alcanzando un punto intermedio de volubilidad de formas que lleva un paso más adelante lo que luego Raymonde Carasco no consiguió apuntalar en Rupture (1989), filme de mimbres dramáticos afines, de sonambulismos agrupables, que terminaba haciéndose pequeño en sus limitaciones, un facsímil de tiempos mejores, herencias sadianas puestas en escena quejumbrosamente, opacidades a medio cocer, y bastaba con desarrollar algo más la escena, deseo sincero de Pialat, convencido de la tozudez francesa en mantener ángulo, frontalidad, sin variaciones, no tomando el riesgo de recorrer el espacio, aun con la conciencia de la hosquedad muy presente. Von Trotta y Franz Rath ─director de fotografía─ acompañan, relacionan, avanzan, retroceden, varían la relación de los personajes con el objetivo en una misma toma, y a la vez su posición con respecto al fondo desenfocado o no, toman a los cuerpos de los pies a la cabeza tanto como de la testa a la cadera, y de una posición a otra viajamos en el transcurso de una escena, no necesariamente desde fuera, pero sí con esa pequeñísima conciencia de una frontalidad no desechada, un registro que sigue a flote, tanto es así que al ausentarse del apartamento, la oficina, pub, el exterior parece provenir del sueño más vívido, los colores adquieren una vibración evidente, y el contraste beneficia, connota el acuario precedente, hermanándose con la materia negra de otros filmes bien amados: cuando irrumpe el mar, la arboleda, el mal sueño, la pesadilla, huimos del teatro problematizado, del registro contravenido, entramos ya con ambages en la mente de un cine que nos subyuga y propulsa hacia un nuevo tiempo aun por ocupar, el tiempo que en los noventa hollaron Patricia Rozema, Rebecca Miller, Elaine Proctor, un poco antes Ann Turner, la filmación de una naturaleza brava que, luego de agotar todas las relaciones posibles entre cuatro paredes, aquí alemanas, urbanas, con olor a modernidad desfalleciente, invernadero asfixiante, protesta con su mero movimiento, su necesidad de ser filmada simplemente sucediéndose. Schwestern oder Die Balance des Glücks escapa por minutos a sus jaulas de cristal y madera, y permite pasar las olas, el aire, los árboles, la hierba, todo aquello que tras las ventanas impide ser colonizado bajo una cámara fija aumentando esta insoportable orfandad.
          Las épocas cambian, personas indecisas seguirán viendo la vida a través de los ojos de otros, hijas, amigas, proyectando el pasado que no tuvieron intentando manchar las quimeras del ser próximo, criando casi sin darse cuenta un matadero de embalsamados destinos en parálisis. Procuramos olvidar, seguir adelante, aun a riesgo de deslizarnos todavía más allá de un entorno que ya no soporta ver otra cosa que su propia imagen vomitada en espejos eléctricos, ay lo que haríamos, lo que llegaríamos a hacer, lo que llegaría Anna a hacer, lo que continúa haciendo, después del fin de su existencia, todavía actriz peligrosa dentro de una escena inacabada, el sobrante de la función no rematada, es ya la pesadilla de los otros, el rostro que aparece en noches con soga recordando que la cuenta todavía no se ha saldado.

Schwestern oder Die Balance des Glücks Margarethe von Trotta 2

Schwestern oder Die Balance des Glücks Margarethe von Trotta 3

Schwestern oder Die Balance des Glücks Margarethe von Trotta 4

***

A la cabeza de mis propios actos,
corona en mano, batallón de dioses,
el signo negativo al cuello, atroces
el fósforo y la prisa, estupefactos

el alma y el valor, con dos impactos
al pie de la mirada; dando voces;
los límites, dinámicos, feroces;
tragándome los lloros inexactos,

me encenderé, se encenderá mi hormiga,
se encenderán mi llave, la querella
en que perdí la causa de mi huella.

Luego, haciendo del átomo una espiga,
encenderé mis hoces al pie de ella
y la espiga será por fin espiga.

Marcha nupcial, César Vallejo

***

A Bruno Schulz

BIBLIOGRAFÍA

Police – Dossier: The Zebra’s Stripes

ABIERTO A INTERPRETACIÓN: NOTAS CONTRA EL CAMP; por Andrew Britton

For Interpretation: Notes Against Camp (1979)
por Andrew Britton

en Britton on Film: The Complete Film Criticism of Andrew Britton. Editado por Barry Keith Grant. Con una introducción de Robin Wood. Wayne State University Press, Detroit, Michigan, 2009; págs. 388-393.

“Genet no quiere cambiar nada en absoluto. No cuentes con él para criticar a las instituciones. Las necesita, como Prometeo necesita su buitre”.

─Jean-Paul Sartre, Saint Genet

Uno. En ocasiones casi parece que se ha convertido en un asunto de aceptación común que el camp es radical, y la obra de teatro Men de Noel Greig y Don Milligan proporciona un ejemplo conveniente del proceso por el cual me imagino que eso sucede. Men se presenta a sí misma como una polémica contra la “izquierda recta” ─ una abstracción que encarna en uno o dos de sus personajes gay centrales, un enlace sindical en una factoría de las Midlands y, en secreto el amante de Gene, un macho gay masculino y camp para el cual la obra intenta solicitar una reverencia atontada y falta de sentido crítico. Su relación se ve como continuista con los patrones dominantes de las relaciones heterosexuales, y es presentada como sinónimo de ellas, aunque no hay ningún intento de considerar, o incluso reconocer, las presiones sociales que han ido en producir la similitud. La obra concluye que la lucha política con la que Richard, el enlace sindical, está comprometido en el trabajo, puede ser asimilada por los propulsores de poder “fálicos” (no se nos permite olvidar que él es conocido por sus compañeros de trabajo como Dick), y ofrece, en el quejumbroso gemido de Gene de “Socialism is about me”, lo que se necesita para ser el énfasis correctivo. Cómo el “socialismo” debe definirse o en qué manera, exactamente, puede decirse acerca de Gene que no son asuntos que la obra encuentre adecuados para discutir, aunque queda claro que las actividades de Richard (de las que las mujeres trabajadoras son enfáticamente excluidas excepto, en una instancia, como las “víctimas” de una acción huelguista) están más allá de lo burdo. En efecto, la relación íntima de Gene con el socialismo es en gran medida dada por sentada. Su ignorancia de, e indiferencia hacia, la política, es repetidamente acentuada, aún así está de algún modo instintivamente en línea con los medios adecuados de acción política; en la escena final, Gene se convierte en el medio no solo para una serie de aforismos vagos y tendenciosos acerca del patriarcado (“el Hombre como la Naturaleza aborrece un vacío”) portentosamente pronunciados bajo el foco de atención, sino también para los ejercicios de chivo expiatorio salvajes, crueles y santurrones de Richard, que está dotado con la responsabilidad moral para su opresión. Men concluye que Richard debería permitirse convertirse en nervioso, sensual y afeminado ─un conjunto tan dudoso de Conductas Morales Positivas como el que cualquiera podría razonablemente demandar─ y se permite un final a lo Casa de muñecas en el que se nos demanda que lo tomemos como un triunfo de inteligencia radical. La confusión, desesperación y auto-opresión de Richard no están ni aquí ni allá. Todo es “su culpa”, y podemos tomar debida satisfacción en su castigo: su secreto culpable ha sido descubierto por sus compañeros de trabajo, y sus justos merecidos están al alcance de la mano.
          El argumento que estoy intentado elaborar es que el camp de Gene es tomado como una validación automática del personaje. No tiene nada por lo que se le pueda recomendar más allá de un cierto carisma superficial y unos pocos epigramas astutos, con todo, su monólogo telefónico tour de force de cinco minutos al final del primer acto es considerado lo suficientemente imponente para “situar” el retrato, en los treinta minutos precedentes, de la participación política de Richard. Men arriba a su evaluación del camp por un simple proceso de elisión. La relación Richard-Gene es “como” una relación hombre/mujer. Por tanto, el camp de Gene es continuista con la identificación-mujer: o sea, es “como” un discurso feminista contra el patriarcado. Consecuentemente, el camp son los medios por los que los hombres gay se pueden convertir en mujeres-identificados = radicales = socialistas, y podemos continuar acampando y “siendo nosotros mismos” con perfecta ecuanimidad (el camp, por supuesto, se trata siempre de “ser uno mismo”) en la serena garantía de que estamos en la vanguardia de la marcha cara el futura socialista. La obra no busca en ningún momento demostrar la validez de su espurio conjunto de proposiciones. Son simplemente datos, y como tales, se relacionan de manera significativa con ciertas asunciones características del feminismo burgués. Juliet Mitchell ha argumentado, por ejemplo, que las luchas “políticas” e “ideológicas” son conceptual y prácticamente distintas, una para ser luchada por la clase trabajadora y la otra por el movimiento de las mujeres. Incluso va tan lejos como para sugerir en Woman’s Estate que la revolución debe venir ahora desde dentro de la burguesía. Gene, supuestamente clase trabajadora, es en gran medida un vocero de aspiraciones burguesas,  y Men agrava la falacia de Mitchell tanto en su asimilación acrítica del camp al feminismo como en su aserción implícita de que no hay forma concebible de actividad política organizada que no reitere subrepticiamente las estructuras de poder patriarcales.
          Dos. El camp siempre connota “afeminamiento”, no “feminidad”. El hombre gay camp declara, la “Masculinidad es una convención opresiva a la que rechazo conformarme”, pero su inconformidad depende a cada instante de la preservación de la convención que supuestamente rechaza ─en este caso, una aceptación general de lo que constituye “un hombre”. El comportamiento camp es solo reconocible como una desviación de una norma tácita, y sin esa norma cesaría de existir; le faltaría definición. En ningún momento propone o puede proponer una crítica radical de la norma misma. Siendo esencialmente un mero juego con signos convencionales dados, el camp simplemente reemplaza los signos de masculinidad con una parodia de los signos de feminidad y refuerza las definiciones sociales existentes de ambas categorías. El estándar de “lo masculino” sigue siendo el punto fijo en relación con el cual los hombres y mujeres gay emergen como “aquello que no es masculino”.
          Tres. El camp requiere del escalofrío de la transgresión, el sentido de la perversidad en relación con las normas burguesas que caracterizan la degeneración del impulso romántico en la segunda mitad del siglo XIX y que culmina en Inglaterra con el esteticismo y en Francia con la decadencia. El camp es una versión domesticada de la épica de transgresión aristocrática, anarquista, una brecha en el decoro que ya no conmociona y que ha servido para confirmar la existencia de una categoría especial de persona ─el macho homosexual. El propio término “un homosexual” (del cual, finalmente, el término “ una persona gay” es solo la recuperación, aunque una progresiva) define no un objeto de elección del cual cada individuo es capaz, sino un tipo con modos de comportamiento y respuesta característicos. Sartre ha analizado, en relación con Genet, el proceso por el cual un determinado imperativo social (“He sido emplazado en tal-y-tal rol”) puede ser transformado en una elección existencial (“Por lo tanto tomaré la iniciativa de adoptarlo”); ese proceso describe la complicidad fundamental  de lo que puede semejar ser un acto de autodeterminación. El camp es colaborativo en ese sentido.
          Cuatro. La “subversión” necesita ser evaluada no en términos de una cualidad que es supuestamente apropiada para un fenómeno sino como una relación entre un fenómeno y su contexto ─esto es, dinámicamente. Ser Quentin Crisp en los años treinta es un asunto muy diferente al de ser Quentin Crisp en el año 1978. Lo que una vez fue una afrenta ahora se ha convertido en parte del rico espectáculo de la vida. La amenaza ha sido desactivada ─y desactivada porque siempre fue superficial. El camp es individualista y apolítico, e incluso en sus momentos más perturbadores, pide poco más que una sala de estar. La observación de Susan Sontag de que “los homosexuales han apuntalado su integración en la sociedad promocionando” la sensibilidad camp me parece exacta y, en su exactitud, bastante condenatoria. Es necesario, al hacer tal juicio, disociarse uno mismo de cualquier forma simple de moralismo.
          Claramente, hasta hace muy poco, las maneras de ser gay han estado tan extraordinariamente limitadas que la posibilidad de ser radicalmente gay simplemente no ha surgido en la mayoría de los casos. Pero en un contexto contemporáneo, el camp gay parece poco más que una especie de anestésico, permitiendo a uno permanecer dentro de relaciones opresivas mientras disfruta de la ilusoria confianza de que las está desobedeciendo.
          Cinco. La creencia en algún tipo de homosexualidad “esencial” produce, lógicamente, el concepto de Jack Babuscio de “la sensibilidad gay”, del cual el camp es supuestamente la expresión. “Defino la sensibilidad gay como una energía creativa reflejando una conciencia que es diferente del mainstream; una conciencia elevada de ciertas complicaciones humanas del sentimiento que brota del hecho de la opresión social; en resumidas cuentas, una percepción del mundo que está coloreada, moldeada, dirigida y definida por el hecho de la homesexualidad de uno”. Esta formulación contiene dos proposiciones falsas: (a) Que existe algún tipo de “conciencia mainstream” indiferenciada de la que los gays, por el mero hecho de ser gays, son absueltos; y (b) que una “percepción del mundo que es… definida por el hecho de la homesexualidad de uno” necesariamente involucra una “conciencia elevada” de cualquier cosa (excepto, por supuesto, de la homosexualidad de uno). Ciertamente aceptaría que la opresión crea el potencial para una distancia crítica de (y acción en contra) la sociedad opresora, pero uno solo tiene que considerar las varias formas de la “conciencia negativa” para percibir que la realización de ese potencial depende de otros elementos de la situación específica de uno.
          No es el caso claramente que el hecho de la opresión implique un entendimiento conceptual de la base de la opresión, o que el hecho de pertenecer a un grupo oprimido implique una conciencia ideológica. La “conciencia” (que es, en sí misma, un término poco útil) no está determinada por la orientación sexual, ni hay una “sensibilidad gay”. El lugar ideológico de cualquier individuo en cualquier momento es el sitio de la intersección de cualquier número de fuerzas determinantes, y el sentido de uno mismo como “gay” es un producto determinado de esa intersección ─no un determinante del mismo. Parece extraño, en cualquier caso, citar como ejemplar de una sensibilidad gay un fenómeno que es característicamente masculino y con el que muchos hombres gay sienten poca simpatía.
          Seis. El fracaso para concebir una teoría de la ideología es continuista con una teoría insostenible de la elección. Sontag, adoptando un modelo conductista resumidamente crudo, señala que “el gusto gobierna toda respuesta humana libre ─en tanto opuesta a maquinal─”, y asocia “gusto” con una individualidad etérea que transciende la “programación” social. Babuscio desarrolla la misma línea argumental: “Las prendas y el decorado, por ejemplo, pueden ser medios para afirmar la identidad de uno, así como una forma de justificación en una sociedad que niega la validez esencial de uno… Por medios como estos uno intenta convertirse en lo que quiere, ejercitar algún control sobre su entorno”. Ningún escritor parece consciente que, tal y como están usadas aquí, “identidad” y “libertad” son términos problemáticos. Para explicar el hecho de que los hombres gay gravitan hacia ciertas profesiones uno tiene que aducir la “identidad social desacreditada” de los gays como el factor determinante de la elección en vez de sugerir que la elección alivia la identidad social desacreditada. Las profesiones en las que la homosexualidad masculina ha sido tradicionalmente tolerada (el teatro, la moda, decoración de interiores, entre otras) son también aquellas en las que las mujeres han sido capaces de comandar un grado de autonomía personal sin amenazar la supremacia masculina en lo más mínimo, desde que los “hombres reales”, por definición, menospreciarían estar involucrados en ellas. Es escasamente permisible explicar la asociación del hombre gay con las profesiones de “lujo” en términos de una colección de individuos que descubren, por alguna coincidencia milagrosa, que la aserción de su identidad les conduce a una personalidad singular.
          Siete. Cualesquiera que sean las diferencias en sus argumentos, los tres discursos sobre el camp más elaborados hasta la fecha (Sontag, Babuscio, Richard Dyer) están de acuerdo en que el gusto camp es una cuestión de “estilo” y “contenido”, ignorando el hecho de que el estilo describe un proceso de significado. La actitud camp es un modo de percepción por el cual los artefactos se convierten en el objeto de un escrutinio detenido, o fetichista. No lo “ve todo entrecomillado”, sino entre paréntesis; es un solvente del contexto. Lejos de ser un medio para la desmitificación de los artefactos, como afirma Dyer, el camp es un medio por el que ese análisis es pospuesto perpetuamente. (“Being”) El pasaje del “objeto determinado” al “fetiche” preserva al objeto a salvo y tranquilizadoramente en un vacío.
          Ocho. Todos los analistas del camp llegan eventualmente al mismo dilema. Por un lado, el camp “describe aquellos elementos en una persona, situación o actividad que expresan, o son creados, por una sensibilidad gay” (esto es, el camp es un atributo de algo). Por el otro, “el camp reside en gran medida en el ojo del que mira” (esto es, el camp es atribuido a alguien). (Babuscio). Esto último me parece correcto en la mayoría de los casos y la tendencia generalizadora indica muy claramente la facilidad esencial del camp. El camp intenta asimilar todo como su objeto y luego reduce todos los objetos a un conjunto de términos. Es un lenguaje de empobrecimiento: es a la vez reductivo y no analítico, los dos yendo de la mano y determinando el uno al otro. Como un fenómeno gay, el camp es un medio de traer al mundo al alcance de uno, de acomodarlo ─no de cambiarlo o conceptualizar sus relaciones. Los objetos, imágenes, valores, relaciones de opresión pueden ser recuperados adoptando el simple expediente de redescribirlos; el lenguaje del camp casi sugiere, a veces, una forma de censura en el sentido freudiano. Hay, por supuesto, un cierto modo de esteticismo contemporáneo que es consciente del concepto de camp y cuyos objetos son construidos desde dentro de esa competencia; como regla, no obstante, la concepción del camp como una propiedad o plantea la pregunta o produce esas periódicas enajenaciones mentales del ensayo de Sontag, en las cuales Alexander Pope y Mozart pueden ser reclamados para el patrimonio camp como maestros del formalismo rococó.
          Nueve. De acuerdo con Dyer, John Wayne y Richard Wagner pueden ser camp. Percibir a Wayne como camp es, en un nivel, simplemente demasiado fácil, y no produce ningún argumento acerca de la masculinidad que no ganaría instantáneamente la concurrencia de cualquier lector con amor propio de Daily Telegraph. Por supuesto, la “manera de ser un hombre” de Wayne es un constructo social, como lo son todas las “maneras de ser un hombre” ─incluyendo la manera camp─ e indicar eso no parecer particularmente significativo. En otro nivel, ¿qué “John Wayne”? ¿El Wayne que aboga, dentro y fuera de la pantalla, por la política de Lyndon Johnson en Vietnam  y el macartismo, o el Wayne de los wésterns de John Ford? Wayne “significa” cosas muy diferentes en los dos casos, y aunque esos significados están íntimamente relacionados no pueden ser reducidos el uno al otro. Percibir a Wayne meramente como un icono de “virilidad”, de la que puede ser desacreditado desde, aparentemente, una posición de neutralidad ideológica es o complaciente o filisteo. Similarmente, considerar a Wagner como camp es, en un nivel, solo tonto, y no se puede tolerar más que otros tipos de tonterías porque se enmascare como análisis crítico. En otro nivel, previene la discusión de problemas reales levantados por la música de Wagner y el culto de Bayreuth (la discusión iniciada por Friedrich Nietzsche) y culmina corroborando la vulgar crítica burguesa del “romanticismo exagerado” de Wagner. La “perspicacia camp”, en este y otros muchos casos, es poco más que el otro lado de una variante del peor tipo de liberalismo derechista.
          Diez. En su ensayo, Babuscio intenta construir una relación entre el camp y la ironía que, transpira, se convierte en la misma contradicción sin resolver como aquella que aflige la definición del camp mismo. “La ironía es la materia del camp, y se refiere aquí a cualquier contraste altamente incongruente entre un individuo o cosa y su contexto o asociación”. Al final del párrafo, la ironía se ha convertido en un asunto de la “percepción de la incongruencia”. Se debe observar, primero, que la ironía es malamente definida: no involucra la incongruencia, y no es, y no puede ser, “sujeto de estudio”. La ironía es una operación del discurso que establece un complejo de tensiones entre lo que es dicho y varias calificaciones o contradicciones generadas por el proceso del decir. Además, es difícil ver en qué manera cualquiera de los “contrastes incongruentes” ofrecidos como ejemplares de la ironía camp se relacionan ya sea con el camp, con la ironía, o con “la sensibilidad gay”. ¿Debemos asumir que, porque “sagrado/profano” es una pareja incongruente, una gran cantidad de literatura medieval es camp? Más importante, Babuscio ignora la distinción crucial entre el tipo de escrutinio que disuelve las fronteras para demostrar su insustancialidad ─o los sistemas de valores que las refuerzan─ y el tipo de escrutinio que meramente busca confirmar que están allí. Como una lógica de la “transgresión”, el camp pertenece a la segunda clase. Si la transgresión de las fronteras alguna vez ha amenazado con producir la redefinición de las mismas, el estremecimiento se perdería, la excitación del “algo equivocado” desaparecería.
          Once. Babuscio cita a Oscar Wilde ─”Es a través del Arte, y a través del Arte solo, que nos podemos escudar de los sórdidos peligros de la existencia real”─ y añade, con aprobación, “El epigrama de Wilde apunta a un aspecto crucial de la estética camp: su oposición a la moral puritana”. Al contrario, el epigrama es una expresión suprema de la moral puritana, que puede ser casi definida por su revulsión del peligro y miseria de lo real. El puritanismo encuentra su cláusula de escape en la aspiración del alma individual hacia Dios, en una relación con la que el mundo es como mucho irrelevante y, en el peor de los casos, hostil, y Wilde simplemente redefine la salida de emergencia en términos estéticos. Sartre observa de Genet que “La Belleza del esteta es maldad disfrazada de virtud”. Lo reformularía para que se lea: “El aislamiento del estilo es el truco sucio del esteta sobre el concepto de valor, y la necesidad constante de analizar y reconstruir conceptos de valor”.
          Doce. El camp es crónicamente reacio a los juicios de valor, en parte por elección (la evaluación se siente que involucra la discriminación entre varios contenidos, y así pertenecer al reino de la “Alta Cultura”, “Seriedad Moral”, etc.), y en parte por defecto: la obsesión con el “estilo” entraña tanto una asombrosa irresponsabilidad con el tono como un rechazo a reconocer que los estilos son necesariamente los portadores de actitudes, juicios, valores y asunciones de las cuales es necesario ser consciente, y entre las cuales es necesario discriminar. “El género de terror, en particular, es susceptible a la interpretación camp. No todos los filmes de terror son camp, por supuesto; solo aquellos que aprovechan al máximo las convenciones estilísticas para expresar sensaciones instantáneas, entusiasmos, personalidades definidas agudamente, escandalosos e “inaceptables” sentimientos, y así sucesivamente”. (Babuscio)
          ¿Qué es la “sensación instantánea”? O, por ende, ¿la sensación que no es instante? ¿Y qué son las “convenciones estilísticas”? Las convenciones de una película de terror son complejas y significativas, y no pueden ser discutidas en términos de un apéndice chic a un contenido que es de algún modo separable de ellas. Ciertamente, los filmes de terror expresan “sentimientos inaceptables“ ─en efecto, existen para hacer eso─ pero leerlos como “escandalosos” en el sentido camp es protegerse a uno mismo de su extravagancia real, recuperarlos como objetos de “buen-mal gusto” (que es lo que los críticos burgueses hacen de todos modos). Una vez que uno ha efectuado la distinción imposible e insignificante entre las “consideraciones morales y estéticas” (Babuscio), se convierte en perfectamente factible asociar la inteligencia crítica de las películas de Josef von Sternberg con lo coqueto, vulgar, fantasías sexistas de los musicales de Busby Berkeley, o confundir la complicidad grotesca de la personalidad de Mae West con el “exceso” de la interpretación de Jennifer Jones en Duel in the Sun (King Vidor, 1946) o de Bette Davis en Beyond the Forest (Vidor, 1949), donde el exceso es una función de una crítica activa de los roles de género opresivos. Aunque aparentemente demande nuevos criterios de juicio, el camp está mientras tanto consintiendo silenciosamente los antiguos. Meramente se apodera de estándares existentes de “mal gusto” e insiste en que gusten.
          Trece. El camp tiene un cierto valor mínimo, en contextos restringidos, como una forma de épater le bourgeois, pero el placer (en sí mismo genuino y suficientemente válido) de escandalizar a ciudadanos firmes no debería ser confundido con el radicalismo. Todavía menos debería “la muy ajustada convivencia que hace tan bueno ser una de las reinas”, en la frase de Dyer, ser ofrecido como un modelo constructivo de “comunidad en opresión”. (Dyer, “Being”). Las connotaciones positivas ─una insistencia en la otredad de uno, un rechazo de pasar como straight─ están tan irremediablemente comprometidas por la complicidad en las formulaciones tradicionales, opresivas, de esa otredad, que “camping around” es a menudo poco más que ser “uno de los chicos” en la marquesina rosa. No deberíamos, al rebufo de Dyer, sentirlo incumbente en nosotros defender el camp bajo los cargos de “defraudar al flanco” o querer ser John Wayne. El camp es simplemente una manera en la que los hombres gays han recuperado su opresión, y necesita ser criticado como tal.

Frantz Fanon Black Skin White Mask Isaac Julien 1995
Frantz Fanon: Black Skin, White Mask (Isaac Julien, 1995)

LA GRAN CURVA

[1ª PARTE] PASAJE DE KYBER
[2ª PARTE] LA GRAN CURVA
[3ª PARTE] NOT FADE AWAY

Radio On (Christopher Petit, 1979)

Los timoratos del objetivo han estado persiguiéndonos durante lustros, impidiéndonos sacar el vehículo a la carretera y aplastar la imagen con los bajos atronando los tímpanos mientras pisamos el embrague, recelosos por tener que frenar unos pocos segundos. En el Reino Unido, parece inverosímil esa ventilación eufórica al cruzar la autopista, David Beames barrena sobre el asfalto sin la espera de satisfacción cualquiera, en busca por encontrar alguna prueba sobre el reciente suicidio de su hermano, en verdad rastreando una abertura que se estaba cerrando con los ochenta de alambre, casi pisando el celuloide: al otro lado de la autovía, el Aqueronte no mora como desembocadura extática pospuesta a ese creernos los reyes del mundo, y el viajante se tropieza sin la suficiente empatía con familiares de refugiados alemanes, soldados con ganas de soltar su charla desclasada al primero que le conceda abrigo durante cinco minutos, pero Escocia no interesa al conductor, él va husmeando algo arrastrado en la intemperie de las torres de conducción eléctrica, la dama de hierro acechando para sumir a la nación en una sombra con la anchura suficiente como para que Elvis Costello desease echar tierra sobre su futura tumba en 1989 (Tramp the Dirt Down). Entonces, cuando suenan aquellas canciones de los hijos de Fritz Lang y Wernher von Braun, el éxito ha quedado atrás, el encontronazo al entrar en la fábrica también, a las claras están los ya predecibles peones de la calle, que por un par de pelas nos podrán indicar el bar más cercano en el que hacer el idiota en la barra, a la espera del empujón de una chavala, agur a la escrupulosidad, antes transgresión, de escaparse y hallar algo entre rayas discontinuas. En este turno, Rudie va a fallar.
          Con la ayuda de Martin Schäfer tras los aparatos de Ilford y Wim Wenders, productor asociado, uno puede establecer los paralelismos fáciles, tampoco erróneos, y no llegar a tocar ni la superficie del acero. La aparición de Sting aquí es tan anecdótica y carente de énfasis como la de Joe Strummer en I Hired a Contract Killer (Aki Kaurismäki, 1990); ambos directores, Petit y el finlandés, detestarían Miami en un hipotético debate televisivo, pero reconocerían la justicia de los voltajes eléctricos, sin reparo traspasando el Atlántico, concediendo una de las pocas dignidades que EUA puede encomendar a Londres, a Bristol. El gran plano general, receptor de estas ondas sonoras, en blanco y negro con la evocación cortada en el acto, como un coito detenido cuando pensamos que nos vamos a deslizar y cortar la angustia. Petit no nos dispensa esa pequeña muerte, y más perverso que Wenders, confía los sucedáneos de la recámara matrimonial a la conversación incómoda, el sonido de las gaviotas, el parabrisas cuya vista no dura lo deseado, aun durando demasiado.
          La lejanía nos deja velando, habiendo peregrinado los campos del cinismo y el dolce far niente, la probabilidad de respirar indiferente es inadecuada cuando la antena cala en Belfast, chulos de poca monta, tironeros, muelles sin la poesía timorata post-II Guerra Mundial. Los amigos del desafecto podrán seguir haciendo la cruzada contra el permanecer en presente, pero su trinchera se romperá fácilmente entretanto una panorámica nocturna les rebote en sus nefastas frentes, expresándoles que su agonía pronto se triplicará. Maintaining radio silence from now on.

Radio On (Christopher Petit, 1980)