UNA TUMBA PARA EL OJO

POCO SE HABLA DE FILIPPO BRUNELLESCHI

L’età di Cosimo de Medici (Roberto Rossellini, 1973)

Acostumbra la naturaleza, cuando crea a una persona muy excelente en alguna profesión, no producirla sola sino hacer en el mismo momento y en un lugar cercano, a otra rival de aquella, para que puedan ayudarse mediante sus respectivos talentos y su emulación. Y esto, aparte de constituir singular asistencia para los que compiten de tal manera, inflama los ánimos de los que vienen después de esa época y los impulsa a esforzarse con todo empeño e industria para alcanzar la misma distinción y reputación gloriosa que oyen alabar altamente, todos los días, en sus predecesores.

La vida de los más destacados arquitectos, pintores y escultores italianos, desde Cimabue hasta nuestros días [entrada sobre Masaccio, pintor de San Giovanni di Valdarno], Giorgio Vasari (1550 – 1568)

L'età di Cosimo de Medici (Roberto Rossellini, 1973)-1

¿Sabía usted…? Hace poco estuve en Florencia. Para mí, la preparación de cara a un viaje resulta completamente indispensable, un asunto esencial. Espiritualmente hablando, digo. Y en el caso concreto de un viaje a Florencia, ninguna experiencia iniciática mejor que la serie L’età di Cosimo de Medici de Roberto Rossellini, dividida en tres capítulos, emitida entre el 26 de diciembre de 1972 y el 9 de enero de 1973 en la Radiotelevisione Italiana.
          Viendo comenzar y acabar las películas no dejamos de evocar en nosotros la sensación del viaje interrumpido. ¿Quién no tuvo alguna vez el deseo de quedarse a vivir para siempre en una película, de que ojalá nunca acabara este viaje, para caer inmediatamente luego en la cuenta de la necedad infantil de semejante deseo, de que si este filme, este viaje, no finiquitaran jamás sería imposible recomenzar ninguna otra experiencia, ojalá distinta e inédita? Gracias a esta pugna de emociones contrarias quizá logremos entrever que una vida rica, dichosa, pasa por aprender algo nuevo cada día, sin abonarnos a la estasis; demarcamos los hitos que vamos conquistando, un punto y aparte necesario, en pos de la siguiente frase. Viajar con el propósito de volver, leer con vistas a escribir, ahora cambiados, hacia la aurora que acuarela un horizonte futuro. Nos preparamos sin acaudalar certezas sobre lo que encontraremos, razón de más para permanecer abierto (me gustaría suponer que asimismo entendía Rossellini su misión para con el cine). Ya en mi segundo día en la ciudad de la flor de lis, visito el Palazzo Vecchio y siento una profundísima tristeza por los adolescentes a quienes su profesor pasea arreando como ganado, sin dirigirles ni explicarles palabra, ellos tontean por las salas, siento que la visita les aprovechará entre poco y nada, mientras, yo y mi compañera, rememorando L’età di Cosimo de Medici, agradeciendo al cineasta su propedéutica exposición ordenada de tan serenísimos linajes, aprovechamos en descifrar durante horas las pinturas que llevan siglos ornando los artesonados del techo: en escenas sucesivas, ilustran los momentos privilegiados de la vida de Cosme el Viejo que él mismo elegiría para glorificar sus dones, gestas y consecuciones. Los museos están careros en Europa como para paseárselos al tuntún. Señor docente, enseñen a los alumnos a aprovechar la entrada, por ahí debería empezarse si queremos adoctrinar algunas nociones básicas de economía doméstica en la escuela. Y de paso, de economía no tan doméstica, pues mucho podríamos aprender de los Médici como emprendedores y mecenas lato sensu de invaluables riquezas, conocimientos técnicos, científicos, que vienen siendo, y seguirán, provechosos durante milenios. Muy poco, y muy mal, se habla de economía en las escuelas.
          Poco se habla también de este Rossellini televisivo tardío, donde la madurez intelectual del cineasta alcanza su esplendor en lo que atañe al refinamiento comunicativo de las formas, un puente salvado sobre el presente hacia aquellos periodos con su particular colección de genios que hicieron avanzar la historia de la civilización humana: en el caso que nos ocupa, se inicia el 21 de febrero de 1429 con el funeral de Giovanni di Bicci, progenitor de Cosimo, a quien legará una enorme fortuna, acabando con la ancianidad de Leon Battista Alberti reminisciendo en las evocadoras ruinas del Forum Magnum la consciente grandeza de su época. Entre uno y otro punto temporal, varias distorsiones que Rossellini, junto a sus fieles guionistas y asesores, Marcella Mariani y Luciano Scaffa, introducirán sin reñir con una idea profunda y meditada de fidelidad histórica.
          Por su parte, Rossellini cree que se habla poco de los Médicis, de Giorgio Vasari, de Leon Battista Alberti, de Masolino, de Masaccio. Es un hecho obvio, opina Rossellini, que si olvidáramos las sencillas directrices que nos legó Filippo Brunelleschi para realizar una perspectiva cónica la humanidad retrocedería, por lo menos, dos mil años de golpe. ¿Cómo explicar que el género humano, habiendo levantado los más sublimes templos de la Antigüedad ─el Panteón de Agripa, la magnificencia de las catedrales góticas─, habiendo esculpido decenas de miles de esculturas con precisión finísima ─Laocoonte y sus hijos─, no supiera proyectar a conciencia, con coherencia, en una superficie de dos dimensiones los volúmenes, puntos de fuga, perpendiculares, de espacios y cuerpos tridimensionales? ¿Podría acaso este truco que ingenió Brunelleschi no haberse “descubierto” nunca y seguiríamos todavía en la Edad Media? Quizá ocurre que somos desagradecidos y olvidamos con premura. «En efecto, la condición de la mente humana es de tal modo, que si no es continuamente estimulada por las referencias que a ella llegan desde el exterior todos los recuerdos se desvanecen con facilidad», escribía Galileo Galilei en la introducción a su Mensajero sideral (1610) ─en dedicatoria al serenísimo Cosme II de Médici─, justificando «las efigies esculpidas en mármol o fundidas en bronce» de nuestros egregios antepasados, que lograron crear, y transmitirnos, los más diversos conocimientos esenciales formateadores de nuevas herramientas para la especie.
          Durante el conjunto de los tres capítulos ─El exilio de Cosme, El poder de Cosme y Leon Battista Alberti, el Humanismo─, Rossellini nos conduce con la deferencia que merece la vuelta pródiga de un comerciante que ha pasado demasiado tiempo haciendo negocios fuera de su propia ciudad, y cuando vuelve, la encuentra gozosamente cambiada. La cúpula octogonal diseñada por Brunelleschi para cerrar Santa María del Fiore avanza a buen ritmo, las calles pertenecen al comercio, los gremios, y a pesar de los dogmas católicos sobre la usura, los prestamistas serán tolerados al cambio de una pequeña multa. No obstante la fragmentación política de la península itálica, la época le pertenece al mar Mediterráneo, a las ciudades de Pisa, Milán, Venecia; como se enuncia de viva voz en la película, a principios del siglo XIV la ciudad de Londres en comparación a Florencia era poco más que una pocilga. Hierven unas cadencias muy particulares, muy coordinadas, en esta ciudad, manejada por unas clases altas dominadas por el acometimiento empresarial, los concursos públicos, el cálculo, el mecenazgo, el estudio, la escucha. Qué importante el papel de la escucha en este último Rossellini televisivo. Volveremos a ella. Tan importante como el uso del zoom, una utilización particular del recurso que no suele asociarse al cineasta por haberse preferido la historiografía caprichosa hacia el cuerpo de sus películas para el formato cine, cuando fue él como inventor (modificando el pancinor de Roger Cuvillier) uno de sus agitadores técnicos. La continuidad espaciotemporal que dibuja el uso del zoom en L’età di Cosimo de Medici, en planificación de elaboradas escenas basadas en aproximarse y retractilar, concuerda con la acumulación de capas históricas que como espectadores vamos atravesando, similares a la alucinación de profundidad, movimiento, en juegos de láminas y espejos, que produciría una caja catóptrica, o como observando en regalía los quehaceres de los hombres por medio de un catalejo desde el campanile más sobresaliente de la villa, sorprendidos por la eficacia del invento, sus capacidades, en última instancia un instrumento artesanal ─como la pascalina─, pero una maravilla cuando lo acoplamos al intelecto y curiosidad humanas, a las facultades de Galileo, por ejemplo. ¿Y qué descubriremos si lo enfocamos a la Luna?
          Mi principal hipótesis es que se trata del cine, el que fuera el último gran medio de expresión que el ser humano ha tenido a bien inventar y regalarse, como el arte sin duda más adecuado para transmitirnos pasado e historia, de un modo vívido, aprehensible, pues es aquí cuando uno mismo percibe con los ojos a los grandes hombres de carne y hueso, apresurándose lentamente ─festina lente, según el lema de la casa Médici─, a cumplir sus designios autoportantes como benefactores de la raza, lo que desgalvaniza y devuelve al instante presente los monumentos, la letra inscripta en piedra a su condición vernácula, haciendo descender del pedestal el cenotafio del sabio sin restarle un ápice de su condición venerable, como cuerpo casual, cercano, en el cual mediante el trabajo continuado fermentó una inspiración divina. Rossellini, al igual que los grandes cronistas que sin prejuicios, ni miedos, han elegido enfrentarse a la historia in nuce, advierte que el devenir cultural no es teleológico, sino sinuoso y extraño a cualquier concepción lineal, y que el hecho de que solo una pequeña fracción de las grandes masas humanas esté capacitada para hacer frente a las poderosas ficciones de su tiempo y a las amenazas que irradian de ellas es más una prueba de la libertad que una refutación del determinismo; será siempre con su suplemento insobornable de libertad, precisamente, con lo que el espectador otorga un estilo nuevo a lo determinado y necesario. «Esto es lo que establece una diferencia entre que los hombres y los pueblos den satisfacción a su tiempo o perezcan a causa de él» (Ernst Jünger). Tan estúpido sería comprender el paso de la Antigüedad al Medievo como una caída en corte, obliterando la profundísima complejidad de sus transiciones, o entender el renacimiento artístico compendiado por Vasari, el humanismo antropológico de Pico della Mirandola, como una mera recuperación de los laureles del pasado clásico. En el momento de acuñarse para sí y a su época los términos de renacimiento y humanismo concebíanse los propios florentinos como sus más orgullosos superadores, capaces de medirse con la Antigüedad, de ponerla como testiga ante sus logros  ─la descripción de Giotto por parte de Vasari como el primer artista que, extrayendo de la naturaleza sus leyes de una forma cuasi empírica, superó con la intuición de sus perspectivas la platitud de la torpe maniera bizantina.
          Para aprender, nos conmina Rossellini, es condición el escuchar atentamente hasta el final, solo después podremos formarnos con legitimidad un juicio y afirmar la nuestra. Una tesis presente en todos sus filmes para televisión, también aquí, donde estos personajes florentinos parecen caminar, vivir, con el centro de gravedad en las orejas. Es una ilusión óptica demasiado extendida que la comunicación humana se fundamentaría en el intercambio dialógico de pensamientos, nociones, ideas, «una conversación democrática occidental entre amigos jamás ha producido concepto alguno» (Guattari, Deleuze), cuando lo que en realidad acontece y funciona como maquinación fundadora de conceptos es el puro monólogo, enfrentado ardorosamente a lo escuchado con atención mostrándose en fundamental desacuerdo según principios intempestivos, nunca antes expuestos ni vislumbrados [1]. Asistimos con fruición intelectual a enunciaciones diccionarias que van hilvanándose, iluminando los discursos, dando forma a una etapa vitalísima, allá donde se produjo una revolución copernicana ─el inicio de Cartesius (1974)─, y no es de extrañar que todo lo encontremos relevante, cargado de sentido, porque aunque a primera vista pudiera parecerlo, la vía rosselliniana no transige en el expolio característico de esa economía cinematográfica que obligaría a eliminar los intersticios, centrándonos en lo significativo, por el contrario, aquí la relación es harto más compleja, similar a la labor desimplificadora pero abarcable que exigiría un compendio de referencia en las universidades que todavía esperamos estén por venir.
          Seremos testigos de cómo Masaccio y Masolino decoran la Capilla Brancacci con la ligera reticencia de estar asistiendo a una simplificación clarividente del espacio, los frescos no están donde corresponden ─con mis propios ojos los constaté, veinte minutos hasta que nos echaron─, pero también Florencia en la distancia la vemos representada como sacada de un cuadro que ensayase los inicios del gusto renacentista por el panorama de ciudad, sirviéndose de unos efectos especiales de una sensibilidad atemporal en conjunto que hacen en comparación parecer los de L’Anglaise et le duc (2001) de Éric Rohmer como excesivamente torturados y manieristas. En una sola escena, Brunelleschi explica a Leon Battista Alberti su proyecto para la linterna que coronará la Cúpula de Santa María del Fiore, luego le mostrará el perspectógrafo ─incorrectamente utilizado─ y finalmente un ejemplar de reloj pionero por incorporar un novedoso dispositivo de caracol. Resulta harto de seguidillo que asistamos a Pascal presentándole a un amigo su solución al problema del cálculo de la cicloide y en pocos segundos hacia la nueva idea que acabará materializándose en la primera empresa de transporte público en carruaje.

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Como se ha dicho, estas distorsiones obedecen, en primer lugar, al programa rosselliniano de compendiar, amalgamando, la profusión de creatividades y fuerzas que pugnan un mismo tiempo y que sobrepasan por mucho la corta vida de un hombre. Se comprende así que pueda aparecer Niccolò Polo en el filme, padre de Marco Polo, por la influencia para la imaginación comercial, descubridora, que supusieron los relatos de sus fantásticos viajes, en verisima fidelidad histórica, aunque Niccolò debiera encontrarse muerto desde hace un siglo circa 1300, también se incluye una especie de predicador Savonarola a señal de las fuerzas religiosas futuras que acabarán conjurándose contra la descendencia Médici. Una auténtica fidelidad histórica concibe los hechos como sucesos de largo alcance, albores ígneos, entramados expansivos, en contraposición a la fría y aislada fidedignidad del dato. Arremolinadas las eras, se sucede el vértigo. El espectador puede llegar a sentir una verdadera inquietud, por la insignificancia de una vida humana, por lo poco que él aprovecha el tiempo. Tampoco ayuda la predilección que tiene Rossellini por demostrarnos a los más poderosos reyes, brillantes científicos, agudos filósofos, encamados sin querer salir de la cama, Cristo en la cama, Sócrates en la cama, René Descartes en la cama, Blaise Pascal en la cama, el padre Étienne Pascal en la cama y su criado que duerme en un cojín en el suelo como un perro, Luis XIV con su gran comitiva palaciega que viene a darle los buenos días antes de que salga de la cama, la cama, la cama, con una obsesividad, y una frecuencia, desacostumbradas para cualquier espectador (no así para el pedestre ser humano), sí, esa angustia, el espanto de la cama para la eternidad, la inquietud de estos personajes como rebelión intelectual contra la certeza de nuestra futura propia muerte en la cama, por favor, si pudiera ser en la cama, no ayuda, tampoco, otra macabra predilección rosselliniana que consiste en exponernos, en cada recreación histórica, a cómo de lento acontecen los avances de la medicina y en cómo su aplicación estará siempre atravesada por las supersticiones e ilusiones particulares de su tiempo.
          Terminando el ciclo, se nos vienen a la cabeza algunas objeciones. La primera es elemental y se relaciona con la predominante heterosexualidad del cine de Rossellini, lo que impidiole concebir una biografía televisiva con protagonismo de mujer. La segunda enlaza con la romantización pulcra de la ciudad mediante la cual se busca prendar, resarcir constantemente, la inteligencia ordinal del espectador: solo en una escena, comprometida por argumentos que versan sobre la necesidad de restaurar la paz, se nos sugiere la contracara vengativa y ávida de Cosme, quien, desoyendo a su arzobispo, elegirá no interceder ante la posible ejecución de cuatro cabecillas rebeldes que conspiraran por exiliar a su familia. Guarecidos en Florencia, nos encontramos lejanos, a salvo, de las cruentas campañas militares, fratricidas, impulsadas contra ciudades vecinas con el único objetivo de incrementar las opciones de negocio, poder, conquista. De los inventos, se omite indagar demasiado en sus aplicaciones bélicas, aterradoras. La tercera objeción se ramifica, tiene que ver con el enfoque hacia el pasado que elige inquebrantablemente el cineasta, uno que preeminencia la biografía de los grandes hombres, diferenciales, exclusivos, cuya grandeza, cuya diferencia, excluyen la microhistoria, es más, incluso cuando no aparecen, no dejarán de servírsenos pequeños detalles que hacen cambiar de órbita la Historia Monumental para que esta acabe girando en torno a aquellos. Como guionistas, Marcella Mariani, Luciano Scaffa y Roberto Rossellini dotan la escritura de un anclaje histórico fortísimo, pincelando recorridos de escenas donde sí vemos intervenir sucintamente a criados comentando en voz baja la última noticia, sirvientes vaciando el orinal, monjas dudando si representar a Jesús a escala humana podría suponer un acto impío, sí, hace acto de presencia la leva campesina acaudillada por el señor, y la masa populacha enfebrecida, pero lo hace como propicio fondo de paisaje, no acaba de interesarle a Rossellini lo que nos pudieran decir uno a uno. Se podría objetar a la objeción que el italiano ya nos legó, con varias de sus mejores películas para el cine, suficientes lecciones de microhistoria, y la objeción tendría plena validez, sin embargo, esa objeción no obstará que el proyecto televisivo de Rossellini sobre algunos grandes reformadores se fundamente sin excepción sobre un molde formal, por lo tanto espiritual, muy similar, reiterativo.
          La casuística de este molde como proyecto educativo televisivo en concreto hace que Il messia (1975), su último filme en estos términos, se trate de una aportación inofensiva, complaciente con los valores propios del director, acabando por sorprender a nadie. El punto de vista de un Jesús redistributivo, amigo de los pobres, milagrero en cuanto al planteamiento revolucionario de un nuevo concepto social, en realidad, ya lo conocíamos en Rossellini por medio de sus filmes cinematográficos, tornándose prescindible esta vieja lectura del año cero. En el resto de producciones televisivas, el cineasta y su equipo veíanse obligados a reconstruir, seleccionar, contextualizar, recortar meticulosos las altas vidas de altos hombres con alta obra, catalizando una ingente bibliografía gloriosa, en cambio en Il messia parece demasiado claro adivinar qué episodios míticos elegiría Rossellini para explicarnos lo que a él le interesa de la vida de nuestro Señor, con el trabajo ya hecho, quedándonos aquí en refutar la objeción y no expandiendo en concreto las virtudes que comparte Il messia con el resto de películas del molde. Se le hace a uno extraño, porque si se visiona el ciclo muy seguido, el molde de las biografías resulta en un continuum tan congruente que el espectador casi podrá creer estar viendo los fragmentos de una sola y misma película, con minúsculas concesiones formales a la época o el personaje por allí y por allá, como montando en una máquina del tiempo, no perfeccionada todavía, que salta bruscamente, no obstante con intención y coordenadas, entre los párrafos adyacentes de una misma enciclopedia. Si llegamos hasta Anno uno, ambientada entre 1944 y la década siguiente, el mismo molde austero, que tan justamente rimaba con épocas menos tecnificadas, al estarnos cercano nos chirría y se muestra poco dúctil. En Blaise Pascal coinciden una entrevista con Descartes ─de quien todavía no había hecho película, será dos años después─, menciones a los incidentes de la Fronda y el gran papel jugado por Luis XIV, el jansenismo de Pascal, o sea San Agustín de Hipona, el socratismo en diálogo, el sentido de la Fe que reveló Jesucristo, etc. Quizá hubiera sido más consecuente y económico para el proyecto televisivo rosselliniano amalgamar La prise de pouvoir par Louis XIV, Blaise Pascal y Descartes en un solo compendio, como se hizo con L’età di Cosimo de Medici, vista su fijación por Francia en la época de las primeras intuiciones ilustradas en el seno de un régimen que se perfecciona espectacularmente del autoritarismo al absolutismo, en metáforas de concomitancia con algunas fuerzas que el particular humanismo de Rossellini identificaba pugnando asimismo en su presente.
          Quizá la naturaleza declaradamente serial, empero unitaria, de L’età di Cosimo de Medici nos deja imaginar cómo podría ser realmente un proyecto educativo global para la televisión, una serie que explicara las épocas a la época, porque el cineasta ambicionaba para la televisión un papel epocal, que sobrepasase en complejidad e intrincamiento a lo que pudiera calificarse como lo que mayormente hizo, una serie de biografías. Estas biografías debieran ser probablemente, en un mundo ideal televisivo, una parte escindida de un gran proyecto general, un complemento necesario y delicioso, en posibilidades infinito. Ahora bien, me sería imposible imaginar el proyecto general ensalzado en L’età di Cosimo de Medici sin imaginar también estas muestras simples, centradas en el sujeto, imposible renunciar a esta genuina serie de biografías que lleva la caracterización filosófica hasta el límite del terror metafísico, dulce y total, del individuo, no solo de la época ─el final de Cartesius, con la duda imponiéndose sobre la certeza─; imposible olvidar las últimas respiraciones extradiegéticas de Pascal mientras recibe unos dubitativos sacramentos ─ni remotamente se intentará una escena con un recorrido de tensión comparable en la serie de los Médici.
          Para Rossellini, según explicaba su hijo Renzo, los más funestos males que achaca la humanidad ─obviando las enfermedades, pandemias, difíciles de combatir con las armas de la cultura y causantes por su naturaleza misma del exterminio de millones de personas─ eran básicamente el hambre y la pobreza, en última instancia, ambas subsidiarias del mal mayor significado por la ignorancia, creyendo Rossellini que liberándose el hombre de su ineducación natural podría liberarse también de todos los demás males. Una estimada educadora, quien tengo el gusto de contar me introdujo a fondo en Rossellini, nos explicó que a la semana siguiente de emitirse por televisión el filme sobre Pascal las bibliotecas declararon agotados en préstamo los Pensées. Quien quiera que lo crea quien no pues que lo guarde de leyenda. Otro profesor, siendo yo menor de edad, no estando preparado, me introduciría antes con Socrate (1971) en una proyección en clase, animándonos a sospechar con los ojos la Grecia clásica. Una cadena cultural que recuerdo, agradezco y retomo. Se podría decir que Rossellini llegó hasta mis aulas. Era tal el nivel de ambición del italiano que rodaría L’età di Cosimo de Medici en inglés, con posibilidad de doblarlo a cuantos idiomas se requiriese ─no consiguió su distribución allende, y sin duda el doblaje para la televisión italiana quedó mejor que el redoblaje original en inglés─, traicionando por ejemplo cómo hubiera sido reconstruir el dialecto de su propia tierra como se hablara quinientos años antes, cifrándose sus mayores esperanzas en proyectar un programa comprensible y exportable, en cuanto a su función social, sería una mayéutica catódica, en cuanto a su vertiente ética, un abismante tratado moral sobre el temperamento melancólico que subyace en las pasiones geniales, franciscano, o sea pobre, autosuficiente, sencillo y certero, en lo que concierne a cuestiones estilísticas, en razón de minusvalorarse como pronta herramienta de alfabetización universal sobre reflexiones e ideas sutilísimas.

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En aquel tiempo juvenil el apetito me empujó a recorrer Francia y la Germania. Y aunque se pretendieron otras razones para que mis mayores aprobaran mi partida, la verdadera razón era el ardor y el afán por ver tantas cosas.

A la posteridad, Francesco Petrarca

NOTAS:

[1] Como excepción que confirma la regla, Alcide De Gasperi, en Anno uno (1974), atestiguará justo lo contrario, era el momento de pasar del monólogo al diálogo si Italia quería superar la reconstrucción post-Segunda Guerra Mundial y emanciparse por fin de la tutela extranjera. La urgencia en aquel entonces, conmensurar, hallar el islote constitucional que nos permita salir del estado de excepción, garantías sobre que la circulación de monólogos será respetada aunque siendo democristianos nos tachen de comunistas por el mero hecho de garantizarles partidos, libertad de palabra. La preocupación rosselliniana por la intolerancia, la censura de la libertad de pensamiento y del monólogo individual, no ceja de reaparecer, domina como tematización caudal en todas sus producciones para la televisión.

POLVAREDA SIDERAL: PIES SUCIOS

ESPECIAL RUDOLF THOME

Berlin Chamissoplatz (1980)
System ohne Schatten (1983); por Dave Kehr
System ohne Schatten (1983); por Serge Daney
Der Philosoph (1989)
Rot und Blau (2003), Frau fährt, Mann schläft (2004) y Rauchzeichen (2006)

El filósofo [Der Philosoph] (Rudolf Thome, 1989)

Der Philosoph (Rudolf Thome, 1989) - 1

Coronada de palmas
como una diosa recién llegada,
ella trae la palabra inédita,
el anca fuerte,
la voz, el diente, la mañana y el salto.

Mujer nueva, Nicolás Guillén

Conocemos a nuestro filósofo, Georg Hermes, volviendo del paseo matutino, habiendo comprado un bollo, el periódico, comprobando su buzón (vacío) ─luego sabremos que espera las primeras ediciones de su libro─, preparándose el desayuno con ascética aquiescencia de soltero: apenas queda una onza de mermelada y él se muestra muy tranquilo, quizá sereno. A continuación, uno tras otro, se nos presentarán también, sin aparente conexión, los desayunos de tres mujeres tras haber pasado la noche acompañadas. Cada una viste a su manera un irrepetible encanto matinal. Despreocupadas, ostentan su desnudez, comparten una pizca de exuberancia con estos hombres desconocidos, los cuales, sintiéndose recelosamente afortunados por tan gracioso regalo, parecen ellos mismos intuir que ya no volverán a aparecer en el filme una vez cierren las escenas. Así, con modos tácitos, juguetones, comienzan a desplegarse a distancia las contraposiciones entre el decoroso Hermes y las tres chicas que le enredarán. Nuestro filósofo las conocerá en una tienda de ropa, pues él cree necesitar un traje nuevo para su lectura y ellas despachan en el mismo establecimiento. Bienaventurada casualidad. Según lo miran al entrar pareciera que hay algo concertado, un designio, que estuvieran esperando su venida, miradas melosas, sonrisitas, como reconociendo en la envarada persona de Hermes, al instante, la emanación de un aura necesitada, por lo tanto digna, de ser puesta a vibrar confrontándola con una sensualidad próvida. Ellas desprenden una armonía equiparable a saberse poseedoras y alegremente responsables del ejercicio de un don que, generosas, disfrutan dispensando para transformar, sanando.
          Por el poder que atesoran, las tres mujeres se profetizan en las bacantes responsables que enseñarán al filósofo lo polisémico del Eros. Hermes grita necesitarlo cuando circunscribe su libro y la ponencia que imparte a una suerte de tópicos neoplatónicos, por lo que podemos oír, en exceso escorados hacia la reciente muerte de su progenitora, su anatomía de melancólico rematado y la blanquecina funcionalidad sosa que domina su hogar. El placer del espectador se inicia pronto, pues las chicas se afanan por conducirlo rápido hacia el brete, interpelándole de frente la pregunta por el amor terrenal, que si tiene chica… Insinuaciones al aire, oposiciones menos elípticas, donde uno puede acabar siendo engatusado a conciencia, cerco agridulce donde el cine de Rudolf Thome encuentra la felicidad y se hermana con el de Éric Rohmer. La seducción muestra la individualización de sus compuertas cuando las mujeres rompen por él su generalidad triádica, primeros planos en la cena que le hacen prestar atención a cada encantadora en particular: «Esta es Franziska, yo soy Martha y ella es Beate». Sin embargo, los sentimientos que asolan a ráfagas nuestro corazón con luminosa alegría incierta son justo aquellos que alejan al alemán del cineasta francés. Para nuestra perplejidad, reside en las mujeres una total ausencia de crueldad, desunida, extrañísima, a la proporción de su poder sobre el filósofo de frugal pedigrí. Lo invitarán a convivir a su lado. No importará de quién se prende primero, acabará cediendo; someterán a Hermes a una reeducación sentimental. Los fundamentos de la sociabilidad amorosa son contemplados por Franziska, Martha y Beate nada más que para retozar con ellos, comprendiendo preclaramente el efecto desarmante de besar los buenos días a Hermes cerquita de la comisura.
          Si a Georg se le empiezan a tambalear los soportes de su nicho discreto le achacaremos el yerro al oscurantismo de una teoría del conocimiento que, por pusilanimidad o cobardía ─cuando lo que tocaría, en cambio, es enfrentarse a las cosas sencillas─, ha elegido uno empezar a construírsela por el tejado. Craso error cuando el hombre lidia, pensamiento a través, con el arte de durar junto con las entidades vivas e inertes. Tal traspié echa abajo la celdilla mohína del personaje-eje por el traslúcido motivo que se le había venido escapando: hay que comenzar por los cimientos, aclarando, aprender a oler el perfume de una mujer, estimar el júbilo de un desayuno amaneciendo con un extra de dulcería… amontonen esos actos, piedra a piedra, y es posible, la naturaleza lo quiera, caer enamorado, por mero entendimiento amistoso, del prójimo y sus ofrendas. Como no podría ser de otro modo, también Sócrates, el supremo filósofo, debió ser aleccionado en el amor por un alma femenina oracular, Diotima de Mantinea, quien le advirtió que para llegar a practicar el amor por la sabiduría, siendo este el más excelso, primero tendría que aprender a apreciar la belleza erótica de un cuerpo, luego, atisbar que la belleza de este es hermana de la que hay en el otro, y así, aquietando el violento deseo de posesión de uno solo, erigirse, finalmente, en amante de todos, escalando el erotismo mediante cantidad de ellos hasta arribar al dominio de la belleza que habita en las almas. Para el espectador, la satisfacción del filme se abreva en esa suma de reacciones escalonadas entre el gustillo y la culpabilidad. Georg duda de la utilidad de los zócalos, se retrotrae a la isla del Mar Egeo donde años atrás pasó seis meses feliz, satisfecho como un bobo, dándose de cabezazos contra los paradójicos aforismos de Heráclito, El Oscuro de Éfeso, intentando creer en la imagen absorta que suponía como filósofo tenía el derecho a aspirar. Bendito alivio cuando las carantoñas de las tres mujeres se encaraman hacia su figurín rectangular y tieso, lo ablandan, miman, destensan, haciendo que se libre dentro de su fuero una guerra, y Thome, habiendo pasado la mayor parte de los años 80 filmando Alemania sin forzar el gesto, captura su Volksgeist con la airosa suavidad de una línea futura que, dinámica, cascabelera, viene a insuflar una sensualidad benéfica ajustada al naturismo germano (Freikörperkultur), tan sobrada de turgencias como para derramarse sin distinción hacia ambos lados del telón de acero. Beate se las sabe bien a la hora de adornar el nuevo hogar con alchemillas o crisantemos, los corazones de coliflor de Martha aderezarán con lozanos tintes la chata mantequilla matutina, también Franziska, con su Mouton Rothschild del 76 convenientemente decantado, desplegará los aromas propicios para construir, esta vez sí, los sostenes desde donde aprender a ser achuchado; y desde ahí los sabios dirán adónde, quizá el amor nos propulse hacia regiones más allá del mundo sublunar…
          Una pequeña barca servirá de pasatiempo al filósofo y Franziska, el primero no sabe nadar y el equilibrio lo traiciona, diminuto inconveniente, menuda jodedera ¿no? Al agua entonces, y del temor pasamos en sintonía a la risa boba, prendas empapadas y solución presurosa: por fortuna, Georg conjura un fuego con ramitas y madera. Desnudos ambos tras la reticencia inicial del hombre, suspiramos tranquilos al ver que hasta el camarógrafo se ha despojado de indicios pudendos y filma de pasada el badajo del anacoreta, al que le espera un pirético revolcón ─decúbito supino─ bajo la humedad de la tarde y la lumbre que lo celebra en esporádicos avivamientos del fuego. De regreso a la casa comunal, sostiene a su Venus estrellada con dos brazos canijos. Al irse sucediendo los amores y las cucamonas desbordándose por no encallar en una sola emisora, Georg necesitará retirarse un rato. Poco consigue aparte de una fiebre pasajera. A deshora se halla el tipo para volver a su meticulosa existencia anterior, aunque se le atraviesen rememoranzas ocasionales de una madre difunta ocho otoños atrás y el resto de la banda nupcial quiera afinarse hasta el hartazgo. El tipo es así, aletargado. La felicidad le abruma, se arredra instintivamente ante ella. Pero qué vamos a hacerle si de momento el pobre diablo no sabe disfrutar, tengamos paciencia e intentemos curarlo con caricias en vez de con capirotazos. Bondadoso Thome y bondadosa la tríada estelar, no pretendiendo que intercambiemos unas muecas de cruel merecido, enteco castigo, contra el pensador. La labor pasa por compilar un argumentario de sensaciones y no por la dialéctica del reconocimiento. Que no haya amos ni esclavos en el amor, sino sugerencia tras sugerencia, una propositividad dispuesta sobre cómo vivir mejor. Desde habituar al filósofo, medio refunfuñador, a la nueva computadora en sustitución de una máquina de escribir Adler cualquiera, a descubrirle que en los distintos sorbos de una copita de vino se esconde la enseñanza del panta rei; una ráfaga dionisíaca, caritativa y bonancible de tres mujeres que turnándose y volviendo a integrarse en el grupo marcan un compás para seguir construyendo, entre ellas, con él, desde las teas, la humareda del afecto hacia el orbe en su inaprehensible rebuscamiento sensitivo, es más, el trabajo de ir desconchando los hábitos para aprestarse a ser rociado por un oleaje de nuevos sentimientos, ocultos hasta ahora en el estrato inobservado de las capas que conforman la corteza terrestre. Con filmes como Der Philosoph o Tigerstreifenbaby wartet auf Tarzan (1998), el cineasta se acerca al sueño sesentayochista de Jean-Luc Godard cuando afirmaba que al proponerse uno hacer un filme debería hacerlo acerca de todo, concerniente a todas las cosas y a todos los sentimientos del mundo, pues Thome logra alumbrar en nosotros unas afecciones extraterrestres, no obstante próximas y capaces, de insinuarnos que está cercano el calor de la forja, allí donde Vulcano podría fraguarnos, con facilidad divina, un nitescente plano de existencia inédito. Clementes Franziska, Martha y Beate, diosas del olimpo, criaturas de ciencia ficción, provenientes del cielo, del futuro o de otra dimensión: hacia vosotras entonamos los himnos, ofrecemos libaciones, porque conseguís anegar nuestros ojos haciéndonos creer que el mejor de los mundos posibles puede existir realmente. Cuando seres parecidos a ellas vayan saliendo de la penumbra y nos embarguen con su arte, ese ideal llamado libertad estará más cerca de nuestro tejado, ahora sí, cimentado con besos, conservado con el civismo que merece.

Der Philosoph (Rudolf Thome, 1989) - 2

ANNA ICH LIEBE DICH

ESPECIAL RUDOLF THOME

Berlin Chamissoplatz (1980)
System ohne Schatten (1983); por Dave Kehr
System ohne Schatten (1983); por Serge Daney
Der Philosoph (1989)
Rot und Blau (2003), Frau fährt, Mann schläft (2004) y Rauchzeichen (2006)

Berlin Chamissoplatz (Rudolf Thome, 1980)

En tiempos donde cualquier película, hasta la que se sabe más menor, busca despuntar a cualquier precio, un filme de barrio cotidiano como es Berlin Chamissoplatz, sin caricaturas ni clichés de la histórica capital alemana ─una ciudad que, en honor a la verdad, confesamos no haber pisado─, alcanza a conmovernos, evocando en nosotros un afirmado sentimiento de pertenencia. Rivette aseveraba en 1998 que de todos los filmes recientes con Las Vegas como centro neurálgico, Showgirls (Paul Verhoeven, 1995) era el único real, y jamás había recalado en la zona. Pues bien, nos adueñamos con humildad de las palabras del francés sustituyendo nombre de ciudad y director. Porque hoy, puesta a distancia, esta Berlín filmada por Rudolf Thome puede parecernos la utopía, un ejercicio de conmensuración, casi que la plácida narración de un cuento de hadas. Menuda ironía deja a nuestra vera la intuición arrecha, pues en los ochenta esa ciudad iba ya demacrándose, abundando en quebraduras, especuladores inmobiliarios confundiéndose con buitres de carroña. El bloque amenazando con derrumbarse…
          …aun así, en su encofrado descansan, en pugna apacible con este principio de incertidumbre, preguntas aquietadas que sustentan la probabilidad efectiva de llevar a cabo aproximaciones felices. La unión de idiosincrasias opuestas solo por el libro teórico, puñetero, que hará levantar más de un fruncimiento al dar cuenta del cariño en pisos sucios, relaciones piquitas. La principal, entre Anna Bach y Martin Berger. Ella, estudiante, se encuentra implicada en la lucha vecinal de la Platz donde reside, él, arquitecto, es el encargado de justificar las obras que eventualmente perjudicarán, según Anna, a su comunidad de inquilinos. El contexto urbano, la barriada, no diríamos que acoge ningún drama feroz, sino que inspirando y espirando recolecta el romanticismo pasado ─tres veces adaptó Thome a Goethe, la primera en Stella (1966), causando lágrimas sinceras a Jean-Marie Straub─ adoquinando al tercer personaje, el distrito, que descascarilla matices, aporta el suplemento de calle, actuando en realidad bajo una modalidad de jurisdicción especial, como los antiguos panoramas fotográficos de grandes ciudades, envolventes, gigantescos, inabarcables de un vistazo. Aparte del barrio, reconocemos que la preeminencia del punto de vista se nos concede repartida entre los cortejadores, quienes, partiendo de posiciones enfrentadas en tanto su función económica y social (fastidia si se les da la importancia innecesaria: ellos no lo hacen), se irán arrobando el uno del otro. Ambos tienen cosas que aprender, obligaciones que decidirse a desatender, cosas que ayudarse a olvidar; resumiendo, se escuchan cavilosos, puntito fascinados. ¡Vivan los novios!
          Este cine de Thome, medio ácrata tranquilo cuando aún faltaba más de media década para que abandonase a sus asistentes de guion ─aquí y en dos largometrajes ulteriores Jochen Brunow, Max Zihlmann en ocho de sus proyectos─, participa también en cuanto a formas de la conmensuración: ausculta, atento avizor al paisaje, se posa grácil entre el ramaje del cine de su tiempo, como un gorrión, toma rápido en su pico lo que otros cineastas han conquistado y se pasea a saltitos con el botín, husmeando intemperie, más tranquilo que una mosca posada sobre la comida pal perro. No roba: reúne, ecologiza, deglute. Recorre las cinematografías de los años ochenta de puntillas firmes, sus movimientos recapitulan, avanzan, enmarcándose en tradiciones restañadas.
          Del balance histórico, atendamos al sordo bullicio mesurado con que Thome registra, sin minusvalorar su lucha, un retrato algo otoñal del grupúsculo activista local al que Anna pertenece, concediéndoles la razonable visión paranoica de los vencidos, anegados ya los setenta, mientras que a Berger se lo deja medio en paz, con su bonhomía de clase pudiente y su acomodaticia creencia burguesa en que uno recibirá justicia con solo engalanarse con buenos modales. Ante todo, educación, respeto y conmiseración recta. ¡Cuán crédulos hemos sonado! Pero oíd, en asuntos de dos, un grato silencio previo a la respuesta jactanciosa podría acabar con alguna guerrilla ingrata, dar arranque a la sedición. Con César Vallejo en la pluma, nos dirigimos, en esta forma, a las individualidades colectivas, tanto como a las colectividades individuales y a los que, entre unas y otras, yacen marchando al son de las fronteras o, simplemente, marcan el paso inmóvil en el borde del mundo. Algo os identifica.
          Del balance formal, podríamos embebernos en decenas de detalles que hacen a Berlin Chamissoplatz propender hacia el acotamiento de unos consensos esenciales. Empezando por lo aprehensible y diáfano, resiguiendo una filiación de la que la crítica aguda ya dio cuenta en su momento, se prolonga en este filme, de modo especialmente consecuente, un derrotero Éric Rohmer que en poco participaría del adjetivo “naturalista”, el cual, en demasiadas ocasiones, hemos venido escuchando utilizarse desventurado como calificativo para referir las maneras cinematográficas del galo. Al contrario, siendo más bien el antónimo de lo que se entiende por “espontaneidad” e “impremeditación”, al igual que demuestra Thome, las señales del deseo que los personajes le telegrafían al espectador, en puntos y tiros largos como en morse, se encuentran apuntaladas, en sus escenas, por traslaciones de los cuerpos latiendo en concepciones espaciales muy previstas, mientras que el camarógrafo, persiguiéndolos tan certeramente, nos hace olvidar cómo los mantiene sin escapatoria ni improvisación casi siempre en el puro centro del encuadre. Casi, insistimos: si los vemos en el extremo, el prodigio inverso ha lugar, reparamos en el aparato.
          Jugando a calibrar fantasiosamente la trayectoria de Thome en retrospectiva, se nos antoja divertido imaginar que colocó a sabiendas, para despistar a aquellos críticos que tanto aborrecía ─«los críticos alemanes afirman que intento imitar a Rohmer, o me comparan con él y dicen que soy menos bueno. Esto es completamente estúpido. La mayoría de estos críticos ni siquiera son capaces de ver sus películas, ni las mías, con los ojos adecuados (siguen una moda, y Rohmer está actualmente en boga)»─, a los protagonistas de Berlin Chamissoplatz en la proyección de un filme de Jacques Rivette (Céline et Julie vont en bateau, 1974), a Bruno Ganz y Dominique Laffin enfrente de la emulsión celuloidal made in Doillon, añada 79, La femme qui pleure ─hasta Laffin afirmaba diégesis adentro ser actriz en el filme francés─, mientras que los de Tarot (Thome, 1986) asisten a uno de Rohmer (Les nuits de la pleine lune, 1984). Los vulpinos analistas chiflados conjurarán paralelismos afectados, pero lo único cierto es que a Thome le gustaron las películas, y para alguien como él una pequeña celebración no suele venir nunca mal, el hombre tiene cariño a filmar breves vislumbres de belleza, sean para la sala sagrada o su Vimeo personal (periódicamente cuelga en Internet su vida partida en cientos de vídeos molientes).
          Las conmensuraciones brotan por doquier. Reflejada en un espejo, en la vivienda de Anna, adivinamos de refilón una frase grafiti azul que, aun no pudiéndola leer entera, nuestra asociación-automática-neuronal-cinéfila relacionará con la militancia principios de los setenta Jean-Luc Godard: piso de militantes que militan, viviendo para pintar más militancia en las paredes. ¡Uf! Aquí nos sobra, pensamos. Luego, con el cuadro completo, veremos que se trataba de una bromita de Thome. El tabique no enunciaba algo tipo «une minorité à la ligne révolutionnaire correcte n’est plus une minorité», sino «se reposer comme une fraise» (descansa como una fresa), pintado seguramente por su ex francés, un regalo tierno hacia Anna. Pero bueno, no le pillemos cariño, este chaval tiene prisillas cansinas, a la jovencita Bach le venía de perlas un burgués digno como Berger que abandonase su mierdento trabajo con el fin de verla cuanto antes. Y hablando de Godard, el gran exmarido de la cinefilia despechada, fíjense en la pelín alienante gasolinera, coronada por el letrero publicitario DKV, adonde Berger debe ir a buscar a su exmujer: una pequeña escena de dos encuadres, en la que la percepción se expone al silencio marital pasado, al peso de un armisticio prebélico a punto de quebrarse… Vale, Berger y su antigua pareja intercambian palabritas, hay algo todavía… ¡Ni hablar! La turbulencia no proviene únicamente de esta conversación entre amantes fracasados, sino también del paisaje: es la sensación de guerra fría de una estación de servicio contra la humanidad, una emoción agresiva que se filtra sin pretender por ello soliviantar al espectador por entero, sí bastante, pero sin que tampoco ─sumidos en esta inevitable calma cruenta de batalla mundial en curso─ la intensidad esperanzadora de una vivencia estética popular colores primarios Bauhaus decaiga. Persiguiendo evocaciones similares, Godard no consiguió filmar una gasolinera así hasta bien entrados los ochenta, a retazos en Prénom Carmen (1983), finalmente valiente en Je vous salue, Marie (1984), resarciendo el haberla convertido antes en cómic ─Pierrot le fou (1965)─ o en panfleto ─Week-end (1967)─.  Como escribió Serge Daney, Thome y el cine alemán iban entonces un paso por delante.

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Quelques remarques sur la réalisation et la production du film ‘Sauve qui peut (la vie)’ (Godard, 1979)

 

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Prénom Carmen (Godard, 1983)

 

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Je vous salue, Marie (Godard, 1984)

 

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Film socialisme (Godard, 2010)

 

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Berlin Chamissoplatz (Rudolf Thome, 1980)

 

Ovilladas en la madeja cine, nos rendimos a la percatación de que las filiaciones en Berlin Chamissoplatz podrían anudarse en las aristas de cualquier filme mínimamente materialista, al cual se le permite respirar. Fundidos a negro muy lentos, lentísimos, separan las escenas y secuencias. En lo referente a la sintaxis diegética, estos fundidos riman con la subjetividad deseosa del espectador, resistente como Thome a querer abandonar, a consentir el sueño-despertador-a-las-ocho, a que acabe el día para los personajes. Manténgase erguido el barrio. Amamos la escena, la vida, esta escena, esta vida y, como a Anna, no nos importan las promesas hechas por otros sobre un futuro próximo donde las cosas dicen irán mejor. La sombra de una nube pasajera oscurece lenta durante un segundo la escena y el rostro de Anna, pensamos que el metraje va a cortar. Al volver a bañarla la luz nos cercioramos respecto a que la forma en que la materia infiere en la idea no encapota el propósito ambulante, sino que en cambio, lo hace más bello, al dejarlo ser, incidir, fijando la idea de modo circunstancial, vapor duradero vigoroso a los malos contrastes de copias sospechosas. Pasan las décadas y esa nube ansiada por el camarógrafo (Martin Schäfer) traspone tanto como aquellas ensombreciendo los personajes-obreros-campesinos de Vittorini en los filmes de Huillet-Straub (lección aprendida, aplaudimos).
          Para acabar, el balance político, interpersonal, aglutinador de los sentidos últimos. Lo acompañamos durante la travesía fílmica, permanecemos pizca agitados: es el hado de la relación Anna-Berger. Ambicionamos verlos felices, consumada la conmensuración. Jugando contra nuestra percepción radican las maneras de Thome, donde la utopía se cifra en que la tensión no existe ni las prisas determinan ningún rol. El aparato consecuente, la música meciente y la copa de vino acompañan el ansia templada masculina hacia la mujer joven. Encontramos divertimento con él en desayunar suciamente, donde acabamos de dormir, en atrevernos a pensar, ante el ofrecimiento de la querida, si lavarnos los dientes con el cepillo ajeno. Romántico gorrino. Sumen más, los pretendientes se gustan. Saliendo al mundo exterior con ella tras la apacible, suponemos reflexiva, visita a un museo, un gesto denigrante del novio francés de Anna ─la manía de grabar conversaciones privadas─ podría hacer peligrar nuestro trabajo, pero no nos importa a estas alturas; aceptar en un día de playa italiana tener otro hijo, lo vemos adecuado. El amor nos dota de fuerzas para exponernos, tocar el piano cantando a voz en grito para enamorar o, acaso, por descorchada felicidad; tras haber dormido con ella los motivos se indistinguen. La aventura tierna, rotos los lazos, heridas cicatrizando a paso lento, termina curando discusiones fatuas. Sabemos que es costumbre de los recios doctrinales recelar de la mitigación, lo que conllevaría sustituir el pie de contienda por el coloquio efusivo, bordado en trazos de cariño.
          Aquí, desde puntos geográficos distantes de nuestra desdichada patria, dos amigos fortificamos algunas certezas viendo Berlin Chamissoplatz. Pudimos advertir nocherniegamente los trazos sedosos, lugareños, europeos, y en emoción creciente ─a pesar de la traición final que remata el filme sin echar culpa pesada sobre nadie─, llegando a un pacto: era 10 de junio, y ambos hacía tiempo que no sacábamos las chanclas del armario, cosa poco fina quizá, pensábamos, después de zapatear durante el otoño, el invierno y la primavera con los pies abrigados. Verlas esparcidas o calzadas en los pies de Anna, paseando Alemania a diez años de caer el muro, convenció al dúo del tiempo desperdiciado tanto como la voz de la chica enamoró a Martin. Ese verano entrante airearíamos los pies, ya fuese en masías catalanas o playas gallegas, y juntos, sosegados, pensaríamos en grafitear sobre la pared más inoportuna una declaración de amor. No podía costarnos tanto, eran cuatro palabras y nuestros pies irían ligeros.

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CITA E INTERROGANTE

«Nadie guarda su propio secreto». Es el error de Narciso en el texto de Ovidio. No hay que conocerse a uno mismo. Todo lo que desposee de uno mismo es secreto. No podemos distinguir entre el secreto y el éxtasis.

El sexo y el espanto, Pascal Quignard

PRETTY WOMAN

Conformado por multitudes de pasados aprehendidos en el acto, uno se sigue paseando por las avenidas, intentando atrapar en el aire las variadas estrellas, admitiendo el posible fallo como alegre recaída en el exceso. Soy seleccionador, caprichoso, no me conformo con cualquier régimen, desde luego tampoco atisbo anhelos de falaz pureza ni descarto la corrupción de las presas futuramente mordisqueadas; esas aves son mías desde el momento en el que me atravesaron con su pico en los tempranos años de la infancia, me pertenecen. Persisto abierto a las futuras acusaciones, sigo desplazándome, no obstante, con un deseo subrepticio innegable: llegar a la fuente, descubrir de dónde surgió el primer impulso, terrorismo dulce y agradecido de la mirada. Desde ese contacto, de la mano de Vivian Ward, viví asido, acariciado por las extremidades de las dobles (fragmentación toqueteante del ansia), ensoñándome las sucesivas noches con botas de tacón y cuero negro, deseando repetir el trayecto de Hollywood Boulevard al Regent Beverly Wilshire Hotel cada crepúsculo, antes de cerrar los ojos, terminando vencido por el sueño al cruzar la puerta, pues lo de después se me escapaba, me contentaba con un masoquista in crescendo desactivado por la somnolencia y el desconocimiento.

Pretty Woman Garry Marshall

EN CUALQUIER MEDIANOCHE DEL MUNDO ─ Les paumées du petit matin (Jean Rollin, 1981)

De la ternura…

Michelle y Marie han huido y tullido el régimen diurno que las atrapaba bajo excusas de expedientes contaminados de traumas, autismos, inestabilidades. El manicomio campestre, sol abrasador calcinando la piel de las mozas, dejado atrás. Llega el peligro y la excitación contagiada entre las muchachas, de la hiperactiva a la tímida, a ambas las deseamos ver corriendo sobre el mar, cogiendo el primer barco rumbo a las Islas de Sotavento; les ponemos un nombre cuando Rollin, rollo tras rollo de celuloide, ha borrado el destino específico de nuestra lontananza romantizada en sueños infantes. Cada ser en vigilia caminando por las sempiternas variaciones de ensenadas, cementerios, psiquiátricos, subsuelos, se funde con su confraterno hermano, y se procede entonces a la jerarquización de un ejército: el que persigue, la perseguida, la cazadora, el cazado. El itinerario fluctuante entre estos arquetipos, pasar de una entidad a la siguiente. ¿A qué viene tal insistencia en volver a estas frágiles y medio derrotadas chiquillas? Comienzo a pensar, acompañado de amigos, lo pertinente de concretar hasta la más mínima arruga el rostro de una mujer, un capitán, para llegar al encuadre que, juntos, nos haga trasladarnos a cualquier medianoche del mundo. La concisión tozuda del cineasta por retornar a una puerta, tinaja de agua derramándose sobre cabellos ajados o, caso presente, plano medio de dos compañeras cuyo vínculo no hace otra cosa que crecer, mezclada con ese encuadre tan fijo y seguro cual mirada de rapaza curioseando ensimismada el tiovivo de la mano de mamá, en las circunstancias receptivas adecuadas, da lugar a eso tan confuso que conocemos como universal. Marie patina a través de una pista de hielo durante plena preparación portuaria hacia la emancipación, y el reencuadre donde, al fin, la sentimos desenganchada de las malas hierbas, podría estar siendo filmado aquí, allá, 1981, a comienzos de siglo, antes de que el lenguaje cuajara en significado alguno. La lección, por supuesto, no es pedagógica, no existen reglas para desplazarnos, ilusos, cara este y otro lugar. Con todo, uno sospecha que la ubicuidad de un gesto callejeando por la línea del tiempo requiere de noches tranquilas. Y quizá, al filmar Francia a altas horas previas a la alborada, un deslizamiento sobre la escarcha, un edificio, un acuario, fuente en Lèvres de sang (1975)… ahí recordamos Duelle (Jacques Rivette, 1976): la levedad de la noche tampoco radiografiaba una estación de enajenados y aburridos, al contrario, sumaba una multitud de puertas, posibilidades de entender mejor lo atemporal de una piedra atisbada a las tres de la madrugada. Esta película comentada no es capital, ningún filme de Rollin se gana ese injusto apelativo, importa ir sumándolos.

… al descoco

Lèvres de sang, filme con un componente romántico exacerbado, controlado sin arrebato remilgado, ya nos deja ver dispares variantes. Comenzamos casi con un tipo en una fiesta, y allí dirige su desorientación a la foto de un castillo en el que había tenido una vivencia muy intensa de niño con una vampiresa, pero está la escena, el instante, en un interrogante… una necesidad inmediata de dirigirse allí lo consume ahora. Y en esa misma fiesta o banquete o llámelo como quiera, bajo el comedor, una fotógrafa de inquietante parecido a PJ Harvey, con pintas de haber pasado por el 68 habiéndose metido la mayor variedad de drogas posible ─salida bien parada del asunto─, haciendo una sesión a una tipa rubia, pelo castaño. Mientras la fotografía, la excitación adiciona fogosidad al posado hasta el punto de querer masturbarse, tocarse de más para ojos pudorosos, pero entra el protagonista en escena. La sesión de fotos no aporta ningún detalle a la narración de la película; a este espectador no se le antoja gratuita. La chica no puede satisfacerse del todo porque la interrumpe el actor, y luego, hablando con la fotógrafa, posible informadora del castillo incógnito, ella le dice de esperar un segundo. Al volver, sus prendas han desaparecido. Lo burdo y obsceno se confina de este acto. En el universo de Rollin, los personajes pueden aparecer desnudos, vestidos, da lo mismo. Es una forma de vivir inventada, liviandad atractiva deseando verse traspasada al día a día. Que pudiese aparecer alguien desnudo porque sí y diese igual, tenía calor y hace falta quitarse la ropa de tanto en tanto.

Marie no juega

Dicho esto, la moral de Rollin es puesta a prueba, demostrada ante el jurado, cuando uno de sus personajes se niega a participar en el desfase general. Retomando Les paumées du petit matin, ese ser mostrando rechazo, asco, por la invitación a la perversión, es Marie. Acompañada de pudientes decadentes la noche antes de partir con Michelle hacia mares más calmos, permanece sola ya que su compañera medio disfruta la demostración de risible poder de un excombatiente en la Guerra de Argelia, armas colgadas en triste museo personal. Seducida a formar parte de un posible trío con dos féminas, Marie explota de rabia, esta no es su fiesta, el pasaje se le pierde con retraso baladí. La hoja cortante de una daga actuará de respuesta en la carne de las libidinosas asediándola. El arranque del río de sangre, código deontológico del cineasta: una criatura no puede ser tocada como las otras. El descaro de atemorizarla retorcerá el tercer acto en carnicería funesta.

Les paumées du petit matin Jean Rollin

ANGIE

He aquí una superposición de comillas, tras tantas imágenes retornando en trance. Dentro de esas coordenadas persevero distanciado de la evocación en pos de buscar, en cada retorno, un resquicio en el itinerario, una doblez singular en la chaqueta atada a la cadera, de lo contrario, tales maniobras de seducción no merecerían de mi parte más que simple desprecio. Y es que la edad va madurando en uno la perversión que lo habita, y esta se refina, se endurece, vive combatiendo la finura de los casticistas, enunciadores de moral desde el otro lado de la cómoda, intentando convencerme de las bondades de sus edredones, ningún interés, eliminación del juego. Por eso hago el camino de retorno e intento recorrer marcha atrás, dada la vuelta, un filme como The Rapture (Michael Tolkin, 1991). Allí Sharon peregrinaba el trecho del vacío moral hacia la duda religiosa, y honestamente creí ver un error al divisar semejante espiral de incertidumbres acumuladas. Quería llegar hasta las puertas del purgatorio postrero para decirle a la no-desvanecida protagonista del filme lo errado de su odisea, en tanto intentó aislarse de la forma del tatuaje encontrado en la espalda de Angie, poseída por la lujuria, y en vez de perderse en el interrogante de sus líneas, procuró encajarlo en una conspiración falsaria merecedora de poca atención. No, lo tensante, religioso, acechante, desazonado, era el supuesto nihilismo de Vic, verdadero conductor de pasados, encarnado en las pieles de un Patrick Bauchau experto en esos terrenos, curtido en disfraces bajo los cuales se esconden miradas que se pierden pero no miran (Éric Rohmer, Alan Rudolph), y al alejarse de él tan vilmente, dejándolo como mera nota a pie de página, la película y el personaje se condenan a la coyuntura, pero al comienzo, entre sombras, bajo la sutil inquisición de los extraños, yace un gobierno de imágenes, y en los minutos precedentes al éxtasis medio o mal filmado, se encuentran las escaladas de tensión de siempre, también renovadas, actualizadas, la patrulla de la noche, la honestidad de las ojeadas suspendidas, el punto justo de obscenidad elegante.

The Rapture Michael Tolkin

A Laura, por sonreír ante las virtudes de la desvergüenza y enfurecerse cuando esta cerca su libertad

LA CRÍTICA, VIEJA LENGUA FRANCA

EPISTEMOLOGÍA:

I. LA VÍA TEÓRICA: LA CRÍTICA, VIEJA LENGUA FRANCA
II. LA VÍA MÍSTICA/ROMÁNTICA/NAIF: “OBRA MAESTRA”: CONCEPTO INDESEABLE Y DUDOSO

«La fama de este su Herr Profesor me llena de alegría, quiero decir que para nosotros, los que vivimos, es de gran importancia aprender a perder el antiguo miedo que nos obliga a creer que los privilegios de los otros suponen un obstáculo en nuestro propio camino, lo que no es así en modo alguno. La distinción de un conciudadano es antes un permiso que no una prohibición para que también yo consiga algo bueno. Y luego, por lo que sabemos, ni las ventajas ni las desventajas se apoyan en la continuidad, sino que, de vez en cuando, en éste o en otro lugar dejan de ejercer su influencia. A menudo lo perjudicial empieza cuando se ha agotado lo que es provechoso. Con ello quiero decir que cualquier provecho puede transformarse en perjuicio y que de cualquier perjuicio puede surgir un provecho. El privilegio de otro no va en mi detrimento, porque la excelencia no es duradera. Las cosas de importancia se suceden las unas a las otras. La gente habla un día de una cosa y al día siguiente de otra. Lo que perturba la alegría de seguir adelante es nuestra sensibilidad. En muchos aspectos nuestros sentimientos son nuestros enemigos; no así nuestros rivales. Los llamados adversarios son solo nuestros adversarios cuando recelamos de una importancia, la suya, que tiene sin embargo que renovarse siempre y ser adquirida de nuevo si no quiere extinguirse».

El bandido, Robert Walser

 

Escribiendo parte uno de muy lejos. De mar antiguo. Mediante el modo en que se estructura la frase, un razonamiento, cierto hilo conductor, se quiera o no, milenios de preguntas han sido ya dominadas, planteadas y respondidas, la mayoría por alguien anterior al escritor. Porque el tiempo apremia, ha de lucharse. Especialmente cuando se escribe sobre cine, la vocación escritural desmemoriada, urgente y bastarda por excelencia.
          Tal como nosotros la entendemos, practicar la crítica cinematográfica no sería más que una vuelta a los orígenes de la teoría. Roberto Rossellini nos recuerda, convenientemente, que la palabra “teoría” «viene del latín theoria, tomada a su vez del griego filosófico. El término griego theoria significa, en sentido lato, “acción de observar, de contemplar” (el sentido que muchos atribuyen a esta palabra, a saber, “meditación, especulación”, es incorrecto: no surgió hasta finales del siglo XVI)». Más precisamente, Theoreo (θεωρέω) provendría de la conjunción de thea (θέα), que significa “vista”, y de horao (ὁράω), cuya traducción aproximada sería “yo veo”; sin embargo, la raíz de ὁράω remite a una modalidad del espectar muy especial: la que pone atención en ello. Entonces, la pregunta: ¿qué divorcio se ha efectuado en el seno de la escritura sobre cine para que Serge Bozon llegue a afirmar tajante que «la teoría del cine no sirve para nada, la crítica de cine basta»? Según su visión ─que nos gustaría expandir, matizar y en definitiva compartir─, la cuestión de cómo la escritura se mantiene aneja, amando el objeto particular del cine ─esto es, los filmes uno a uno─ es el factor que determina; o sea, a grandes rasgos, la enseñanza general que Bozon vendría defendiendo podría formularse así: a más nominalismo, más venturosos serán los esponsales entre pensamiento, palabra y cine.
          La contracara perversa de este modo de dirigirse a los filmes, lo que Bozon llama despectivamente “teoría”, consistiría en escribir sobre cine pero traicionando incluso su propia esencia perceptiva. Aquí nos estamos refiriendo, primero, a la naturaleza del dispositivo cine como aparato y arte condenado a registrar la pulpa material del mundo, y segundo, al papel del espectador, cuyo agradecimiento por tan inestimable dádiva debería ser una apertura dispuesta, lo contrario a imponerse. Por otro lado, creemos provechoso a la cuestión evitar el camino demasiado fácil de entregar las armas, cediendo la palabra “teoría” al enemigo ─aun seguros de que desde el monte conseguiríamos un mejor ángulo de tiro─, porque uno, los malos amantes no merecen hacerle la corte, siendo como ella es de vetusta y respetable, y dos, rememorar el lapidario consejo de Freud sobre que «se empieza cediendo en las palabras y se acaba cediendo en las cosas» nos convence definitivamente para alistar, del lado de la crítica, dicho concepto.
          No creemos estar diciendo nada nuevo, ni son dudas que nos asolen únicamente a nosotros; la historia de la cinefilia, como impulsada íntimamente por un deber moral, no ha cejado nunca de plantear inquietudes similares a través de las décadas. Pensando en algunos de los mejores críticos que ha tenido este país ─Miguel Marías, José María Latorre, José Luis Guarner─ retornamos siempre a la misma cuestión, y no es otra que aquella que se pregunta dónde ha quedado el placer por la palabra a la hora de escribir sobre cine, sin por ello renunciar a las imágenes, al contrario, yendo hacia ellas, remendando los vínculos que antaño ─Serge Daney, Manny Farber─ u hoy ─Raymond Bellour─ han permitido y siguen permitiendo salvar felizmente el abismo que separa una palabra de un plano. Un corte, un cambio de párrafo. La propia escritura entrelazada con la rueda de imágenes, instrumento de evocación del filme. Todo aquello que Chris Fujiwara había resumido en réplica a un conocido teórico del cine; Criticism and Film Studies: A Response to David Bordwell. No «buscar causas», sino «exaltar la efectividad de ese efecto». El filme «no es un objeto, sino un proceso del que el crítico también forma parte. Y esto ni puede llamarse análisis textual ni tampoco evaluación». Es en este sentido que Farber hablaba de una relación push-pull entre la experiencia cinematográfica y la escritural, de la palabra precisa que permitiera al texto convocar el erotismo de Nagisa Ôshima.
          Como la amiga de la amiga de Adrien en La collectionneuse (Éric Rohmer, 1967), el cinéfilo puede consentir de buena gana que se le llame superficial, pues responderemos: «teniendo donde elegir, ¿para qué cenar con feos?». Sin embargo, al igual que ella, no aceptaremos, discutiremos hasta el final, que se nos achaque amar nada más que la belleza vaciada de todo movimiento, la mariposa en el alfiler: «Yo no me refiero a la belleza griega, la belleza absoluta no existe. Para que alguien sea bello a veces basta con una pequeñez. Podría bastar con algo entre la nariz y la boca… por ejemplo, la nariz se mueve o envejece según la forma de pensar, de hablar. Cuando hablo de belleza, no me refiero a la belleza inmóvil. Los movimientos, la expresión, cómo andas…». En realidad, cualquiera puede imaginarse a qué se refiere Bozon cuando menta la palabra “teoría”. Sabemos ─pues en ocasiones algunos filmes han tenido a bien deflagrar nuestras coordenadas─ que reside una evidente ingratitud en anteponer unas premisas de partida lanzándolas a modo de alud, o en su defecto, sirviéndose de ellas cual brida, para hacer violencia sobre los diferentes objetos considerados dignos de amar y de estudio, como si a la hora de juzgar o desgajar la belleza uno estuviese atado a patrones de análisis lineales o apriorísticos. Cabe resaltar entonces la vanidad del sentado cuando descarta el simple moverse de un cuerpo de su noción de virtuoso, grácil, delicado hacia los ojos del receptor. Al descalificar la cualidad respiratoria de los objetos se tiende a conmensurar e igualar regímenes de imágenes disímiles, opuestos, contradictorios, y no deberíamos hablar simplemente de “imagen” (la fórmula de Rohmer: «el cine no son las imágenes, son los planos»), pues si nos centramos en ella cuando está congelada, detenida, y la aislamos del conjunto de píxeles, fotogramas o bloques de negro que la escoltan, correremos el riesgo de convertirnos en coleccionistas del esplendor inmóvil, el más vano de los fetichismos, la forma más egoísta de amar algo.
          Si seguimos pensando en el cine como esa eterna noche en la que no todas las vacas son grises (Hegel, Bozon), deberemos acompañar a los animales en sus andares, siestas, despertares, abrevares, mugidos… y no centrarnos en la postal pastoral. Es preciso dejar al animal caminar, descansar, pacer, manteniendo la distancia necesaria para contemplarlo sin entorpecer su paso, y no coger el hacha, deshuesarlo y concluir, en una fraudulenta autopsia de noche americana, que así habremos “entendido” lo que animaba el ánima de la fiera. Esto denota cobardía, la misma del solitario que, por miedo a vivir, renuncia a los placeres y peligros de establecer vínculos con los demás, lealtades duraderas. Nada más avaro que negarse a acompañar al otro y, en un intento por detenerlo con una excusa indigna, olvidarnos del porqué de su marchar; sobra mencionar ─y aun así lo haremos porque es necesario recordar lo oportuno de los tópicos (Whit Stillman), repetir las cosas una y mil veces (André Gide)─ la pertinencia del seguimiento a la hora de averiguar adónde se dirige una bestia, un ser humano, sin por ello ser sus huellas acechadas traicioneramente por un perseguidor silencioso, un reclutador al estilo Tío Sam, su futuro coleccionista, ya que la revelación buscada no se producirá en aquel que escribe para iluminar en palabras parte del sentimiento que le alienta acosando los pasos de alguien o algo. Alumbrar la llama del que no se sabe fugitivo supone, a la larga, lidiar con él, mantenerlo en presente a través del lápiz o la tecla, entrenarse uno mismo como moviola, un ejercicio de velocidad y destreza adaptativa entendedor del requisito de toda galopada: las pezuñas tocarán la tierra, pero la pisada variará con el paso de los días, la nieve hará de suyo para esfumar el rastro, y deberán reajustarse las condiciones de la batida, según el filme, del vals.
          Con estas prerrogativas, quizá consigamos contradecir los agüeros de Daney: «La gente no hace nada con el cine, pero se aferra a él como a una prehistoria». Es tal prehistoria de becerros de oro, de ídolos de barro pergeñados a la fuerza, la que erige en instituciones y revistuchas unos requerimientos epistemológicos basados en sociólogos y teóricos cuestionables, algunos relacionados tangencialmente con el cine, otros ni eso, igualados a presión tras el peso de cualquier gimp coyuntural bajo la base de emplear su plano de trascendencia para acrecentar nuestra colección con cualquier cuerpo. El cenizo aguafiestas, Herr Profesor, susurrando en la oreja del joven redactor: “O la cita o la defunción académica”. Estas siete palabras, pronunciadas con infundada seguridad, son el escollo de la escritura, la mina que hace explotar las patas del caballo, la cerca que separa el filme de su comentarista. Nadie negará que categorías como género, símbolo, metáfora o arquetipo operan en el cine, pero si lo hacen es por una cuestión puramente material, de economía, muy rivettiana: en lo poco que suele durar un filme, la misión del cineasta es ganar tiempo, poner el tiempo de su parte. Los conceptos universales no explican nada, es la universalidad de los conceptos ─su hegemonía─ la que debe ser explicada, obligada a rendir cuentas.
          Lejos de ansiar un afán prescriptivo, reconocemos palmario el acto de escribir crítica como una especie de cacografía; un movimiento orgullosamente privado, por derecho de nacimiento, de adecuación o motivaciones claras. Dotado, eso sí, de una ambición que parece loca: pretende dar réplica a deseos percibidos en presente pero hogaño esparcidos por la brisa, electricidad estática, recuperar un retraso, calcando la butaca de pasiones adolescentes resistentes, amorfas y difíciles a las palabras, una vez la proyección se ha finiquitado. Casi sin aliento, y a la postre, escribir intentaría rendir tributo a un objeto móvil ─el filme─ el cual se condensa en una serie de intensidades mentales difusas que, por su particular pregnancia, traicionan en su escisión la totalidad de la que formaban cuerpo ubicuo (el del filme, el mío): «esa ligera flotación de imágenes nunca recompone una película completa ni la duración íntegra de una historia, sino que se inmoviliza definitivamente en su verdad». ¿Adivináis quién dijo eso? ¿No? ¿Sí? Es divertido escribir así, marear un poco. Al igual que existen filmes que se divierten a costa nuestra arrojándonos hacia un dédalo de signos indecisos, esquivos, quebradizos, y bien está que así sea; la ofensa prende en el interior del valiente como un desafío que desembota, demanda echar el espolón de tinta al océano incierto. ¿Qué diantres podría mover a un crítico a escribir sobre películas pacificadoras, malas, o que directamente no le gustan? ¿Es posible consensuar una nueva aproximación, una nueva koiné crítica? ¿Tal vez estuvo delante de nuestras narices siempre? ¿Qué podríamos decir que sería entonces, o dónde ha quedado, la “crítica cinematográfica” como el más esencial llamamiento a comprender? ¿Acaso un poco de torpeza, la ingenuidad, conservan todavía en la escritura la eficacia y la gratuidad de lo bello? Y lo más importante aquí: ¿desde cuándo una pizca de incertidumbre ha perdido ─en la vida, en el cine, en la indistinción entre el cine y la vida─ lo que tenía de natural refinamiento? (Walser)
          El sentido, la unidad y la expresión de un filme, o sea, la multitud de sus gestos criminales, sobrevivirán imperecederos adelantando por la derecha, incluso, a lo que un día fueron nociones audaces, como la de mise en scène, en tanto no buscan prolongar en ningún caso el «privilegio» de las «operaciones de filmación» (Santos Zunzunegui) o cualesquiera otros. El principio de conmoción de un filme puede encontrarse delante de la cámara, a los lados, detrás; dirigiendo o recibiendo el influjo del aparato; puede provenir de un actor o del paseante súbitamente filmado, indudablemente también del director, del productor, del guionista, de la sagacidad del montador o de una idea del encargado de fotografía; claro que, una vez dispuestos a franquear la transmisión de uno a otro régimen ─del cinematográfico al escritural─, dejando que la palabra por sí sola medie, habrá de referirse además el «malestar del destino del cuerpo que las encarna» (Jean-Louis Schefer), la condición espectatorial, cuyas dudas deberían versar, creemos, sobre lo expuesto anteriormente. Basta comprender cualquier secuencia de movimiento como una modalidad de algo expresándose, entendido esto en su dimensión más abierta y general, previo desembarazo de la ilusión completista donde dicha expresión se revelaría como un bofetón, bajo ropajes transparentes o polarizada sobre solamente un punto; sin cercenar tampoco la condición de todo gesto en proyección: su carácter de abierto y unitario. La necesidad malesterosa de un espectador activo sería la tarea de encontrarle un sentido sin totales garantías. Así, la hipótesis nunca más devendría la extracción de un significado, como quien extrae sangre o petróleo, menos aún basaría sus éxitos en la cincelación de un frontispicio donde las imágenes abstraídas, después de haber batallado ferozmente con los dioses, descenderían heroicas a inscribirse, ya que tal hipótesis de sentido confiaría la dignidad de su ser en la coherencia de los distintos elementos que la componen, en la armonía con que estos se desarrollan, en su contribución a las conversaciones pasadas y presentes sobre el cine, en sus capacidades explicativas, comunicativas, morales, etc., siendo su evaluación un trasunto hermenéutico con el que asaltar el presente y junto a él al resto de los tiempos.
          Entonces, más que constatar la inutilidad de un método, arribamos dichosos al desenlace, tercer acto, revelador de la condición más justa a la hora de acercarse a una secuencia, a un filme, a un cineasta: el uso de un método maleable, tendente a  metamorfosearse humildemente con las obras a tratar y buen entendedor de su carácter voluble en el momento en el que el objeto a deliberar varíe. El filo de Farber perdería su aguijón si no estuviese dispuesto a adaptar su hoja a las cadencias del momento, a las diferentes movilidades de un encanto en singular. Se trata, por lo tanto, de un cara a cara entre el texto y el filme sin coartadas; pero en este abandono, también resta la seguridad de que no habrá nadie al otro lado del teléfono a quien llamar por la noche cuando tengamos miedo de no saber aclimatar nuestro verbo al fotograma, la oración a la secuencia, espanto por perder de vista, para el futuro lector, el juego de letras que le harán delirar el filme, antes o después de verlo. Ahí y no en otro lugar se juega el pergamino del cine, y sí, hubo fechas concretas en que los axiomas se revelaron falsos, incompletos, deshonestos, pero el movimiento, a pesar de todo, consiguió deslizarse por debajo de las acaparadoras faldas del archivo, la burocracia de las imágenes, estrellándose contra las pretensiones de burbujas oficinescas, camelando al espectador más astuto, aquel que, a costa de no caer en los filmes fáciles, testarudo en su calendario cinéfilo, se ha ido construyendo, transversalmente, su propia teoría del cine, convirtiendo su olfato rastreador en la hipótesis más luminosa. Nos ata a ese receptor una deuda, más amplia e íntima que los supuestos lazos y reverencias, postraciones con el sombrero fuera de la testa, debidos al paper de la Universidad de Berkeley o a un filósofo alemán de los años veinte. Ese espectador ha hecho el trabajo, su principio de placer es el que deberemos retornar en forma de párrafos para completar y expandir sus perspicacias, atrevimientos, ocurrencias diarias carentes de marco lustroso, consiguiendo que un texto que departe sobre cine se parezca lo máximo a lo que se parece un filme: un mensaje náufrago en una botella, lanzado a ciegas hacia un mar de ojos. Llegará la aurora en que no existan puntos de vista trascendentes desde donde atalayar las imágenes, traicionando su inmanencia, y comprenderemos así que nuestro deber no era hacer el análisis, pues el filme ya lo hizo de sí después de registrarse (Jean-Louis Comolli), sino participar de la síntesis en que consiste la proyección, hacer la serenata, el cortejo, y bailar los fotogramas sucediéndose, levantarse de la silla sudorosa y ponerse a deambular el zarzoso camino que separa un encadenamiento de planos de una progresión de palabras.
          Con algo de suerte podremos decir que salvamos ese peñasco y vimos la cortina rasgada hilarse de nuevo.

 

1- Filme Demência (Carlos Reichenbach, 1986)

22- Filme Demência (Carlos Reichenbach, 1986)

3- Filme Demência (Carlos Reichenbach, 1986)
Filme Demência (Carlos Reichenbach, 1986)

 

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Patricia Patterson and Manny Farber

OUR CRITICAL PRECEPTS

(1) It’s primarily about language, using the precise word for Ôshima’s eroticism, having a push-pull relationship with both film experience and writing experience.

(2) Anonymity and coolness, which includes writing film-centered rather than self-centered criticism, distancing ourselves from the material and the people involved. With few exceptions, we don’t like meeting the movie director or going to press screenings.

(3) Burrowing into the movie, which includes extending the piece, collaging a whole article with pace changes, multiple tones, getting different voices into it.

(4) Not being precious about writing. Paying strict heed to syntax and yet playing around with words and grammar to get layers and continuation.

(5) Willingness to put in a great deal of time and discomfort: long drives to see films again and again; nonstop writing sessions.

(6) Getting the edge. For instance, using the people around you, a brain like Jean-Pierre Gorin’s.

(7) Giving the audience some uplift.

 

BIBLIOGRAFÍA

Manny Farber y Patricia Patterson entrevistados por Richard Thompson en 1977.

FARBER, Manny. El Gimp. Revista Commentary; junio de 1952. Disponible en castellano en Comparative Cinema ─ nº 4.

FUJIWARA, Chris. Crítica y estudios cinematográficos. Una respuesta a David Bordwell.  En Project: New Cinephilia (EIFF & MUBI); mayo de 2011. Disponible en castellano en Détour ─ nº 5.

GANZO, Fernando. Un buen trago de bozonada. Filmar con el proyector: Una entrevista con Serge Bozon. Revista Lumière, nº 5.