UNA TUMBA PARA EL OJO

“OBRA MAESTRA”: CONCEPTO INDESEABLE Y DUDOSO

EPISTEMOLOGÍA:

I. LA VÍA TEÓRICA: LA CRÍTICA, VIEJA LENGUA FRANCA
II. LA VÍA MÍSTICA/ROMÁNTICA/NAIF: “OBRA MAESTRA”: CONCEPTO INDESEABLE Y DUDOSO

LANZAMIENTO DE LA PROPOSICIÓN “CIMA”

“Cima”. Esa es la palabra. De primeras, sonará ridícula. Muéranse con la carcajada, les damos permiso; incluso les dejaremos creer que parten con ventaja. Ya lo hemos vivido. La risa condescendiente de algunos amigos cercanos y otros indeseables seres con variados grados de resentimiento ejerce un soniquete tan, tan repetitivo que ha terminado convenciéndonos, urgencia, cita obligatoria, a aclarar el significado, más bien alcance pragmático, de la hermosa palabra a través de la cual canalizan su malbaratado sentido del humor. Los seguimos amando intensamente, incluso a enemigos claros, y nos proporciona más placer enunciarles como distinguidos diletantes por qué dicho término, su influencia en medianoches imparables, nos concierne, lo creemos digna causa, untuosa insolencia de dos personas, las aquí presentes, haciendo malabarismos al encarar los bostezos sedentarios de una horda de inapetentes. Intentaremos expandir su deseo, excitarles la sesión de titulares y exabruptos matutinos con los que ocupan su despreciado tiempo. La palabra en cuestión sale de nuestras bocas en un momento bien concreto: sucede que, habiendo acabado de presenciar un filme que nos ha entusiasmado, proferimos extasiados que acabamos de ver una “cima”. La tuerca no admite vuelta por ahora, el contrapelo tardío lo reclamaremos nosotros mismos cuando creamos conveniente ponernos contra las cuerdas, acto que planearemos con fruición y disfrute, prestos a saltar de nuevo al cuadrilátero con renovadas fuerzas para volver a enfrentar el propio reflejo.
          A continuación, aclararemos para propios y extraños lo que queremos invocar al colocar en nuestros labios el vocablo maldito.
          Alcance pragmático del sentido de la palabra “cima”: sería un filme en alguna medida necesario para reinterpretar la historia del cine, abordar la escritura de un canon paralelo o problematizar el existente. Hablamos de filmes que pueden ejemplificar, expandir, una tendencia o intuición, pero siempre enriqueciéndolas por algún flanco inesperado, nunca confirmándolas de plano (sesgos). Un filme obtendría este estatuto si logra problematizarnos como espectadores, en ocasiones demandando más de un visionado para augurar su calado, si respecto a nuestra percepción el filme nos ha pasado por encima o se nos ha escurrido por debajo. Un “filme-cima” es aquel que nos obliga a reajustar nuestras conexiones de percepción (todos los buenos filmes lo hacen). No nos referimos a una complicación superficial, sino a un efecto de efervescencia y guerra receptiva. Obra yendo más-allá de sucedáneos que recorren la vida de arriba abajo, con principio y fin, agotables, llenos de cualidades perfectamente adjetivables por cualquier bienintencionado espectador cuya capacidad de ver sigue aún esclavizada a la maldición de inmovilizar los acontecimientos de frontera, detener los fotogramas que perciben, y esto lo hacen en sus pensamientos, escritos, buscan una finalidad a las imágenes que acaban de espectar. La “cima” se lo impide, ante ella se sienten incómodos, la belleza de una cima ─quitamos ya las comillas, la representación del texto ha pasado al campo de la veracidad terrenal─ no es fácilmente captable si se busca superficial complejidad.
          La inmutabilidad de ciertas instancias debe combatirse hasta la misma muerte, no solo centrándonos en la recepción del filme en presente por parte del espectador, sino en los filmes que elegimos, cine de experiencia en el que se enmarcan muchas cimas, donde el devenir, que combate sin tregua la monocausalidad y el aplastamiento de lo nuevo por lo viejo, tiene un papel fundamental en el índice de la historia expandiéndose sin cesar en una escritura de perfusión hacia el pasado y futuro de la vida hallada en cualquier mirada. Sabemos quiénes sois.
          Nos atrevemos a afirmar que hay cientos y cientos de cimas, pues son cientos los filmes que se les escapan a la(s) historia(s) del cine y deberían estar ahí. No todos los filmes buenos, ni dignísimos, ni necesarios, acreditan la condición de cimas; por ejemplo, creemos que todos los largometrajes de Rohmer a partir de Ma nuit chez Maud (1969) lo son (aunque también “obras maestras”), y quizá Hal Hartley o Benoît Jacquot (entre 1990 y 2010) representan buenos ejemplos de cineastas contemporáneos sin ninguna película-cima transparente, pero aun así, su exquisita filmografía amerita serlo en su conjunto. A contrapelo de esto, escapando a su propia manera del vetusto polvo del archivo, nos encontramos con los huecos vacíos de la historiografía crítica, que ya no sabe ni quiere enfrentarse a filmes que no le conciernen, como todos aquellos realizados por James Bridges en los años 80.
          “Obra maestra” nos parece una fórmula terrible, draconiana, porque soterradamente semeja presuponer cosas como que hay pocas y que un creador suele, con suerte, hacer solo una en su vida. En lo atañente al despliegue del concepto de cima y subrayando lo caduco de la “obra maestra”, no pretenderemos nunca ordenar ni enumerar las cimas obligatorias del séptimo arte, sino tratar de clarificar un itinerario personal, el nuestro ─e invitamos a que cada uno se construya el suyo, es gratis─, que desemboque en una existencia cinéfila alternativa y más feliz. Pensamos que quien encuentra, por fin, la “obra maestra”, sufrirá a su vez una parálisis balsámica: ensimismado como se halla con ese filme, podría darse el lujo de no ver cine por semanas, o lo mismo da, ver cine mediocre ─si puede ser actual─, a sabiendas, ya que desde entonces a esta parte goza de un tiempo regalado por la “obra maestra”, la sensación de haberlo visto ya todo, al menos hasta que la gran “obra maestra” haya sido efectivamente digerida. Más que pereza, de algún modo se tiene miedo de sentir demasiado con cada nuevo filme que se ve, miedo de labrarse uno mismo su propio camino de sentimientos. Así, para algunos, resultará tentador apartar la vista de la frontera y desembarazarse de la cima, ya que no colmó ni llenó las páginas de los conceptos que tenían apuntados en la libreta de la mesita de estar, ahí había poco que decir, escasa materia que apuntalar, decían. No son las cosas del filme considerado cima las que necesitan denominación, sino el propio movimiento intempestivo en el que aboca su transitar y, por ende, el nuestro, a un remolino que nos hunde en una espera de sentimientos aplacados, los allí filmados: estos irán resurgiendo y conversando cara a cara con aquel que quiera escuchar. Quizá se dé cuenta al prestar atención de la frágil impermanencia, peligro fatídico, inherente a la constitución de aquellos fotogramas; no deberá rendirlos al terrible rumbo del olvido, si pace las imágenes y las aloja en un acaecer que sobrepase la contingencia de ideas fijas, quizá salga rehabilitado. Palpamos al pasar las semanas la existencia de la cima en pasados que vagamente recordamos, su reformulación incesante en un futuro que deberemos conquistar o dejarlo invisible para el resto de la humanidad. Somos generosos, pretendemos instalar al mundo en un no-perentorio estado de disoluta inmortalidad, siendo las cimas aquellas instancias que le impedirán dividir en dos, multiplicar productivamente argumentos, hacer carrera, alejarse de las miles de intuiciones que rechazan convertirse en epígrafe de página con sangría.

La-fille-seule-(Benoît-Jacquot,-1995)
La fille seule (Benoît Jacquot, 1995)
Bright Lights, Big City James Bridges 1988
Bright Lights, Big City (James Bridges, 1988)

Una cima provoca la sensación perceptiva de que, efectivamente, en ese filme está produciéndose algo que lo desliga de la coyuntura, una especie de fricción, similar a estar sucediéndose un movimiento tectónico en la base misma del cine. Quizá esto tenga que ver con estar abierto hacia un asombro primigenio, a poder uno llegar a creer en la sensación de estar viendo una y otra vez a True Heart Susie reencarnarse en cientos de películas. Divisar que la historia del cine, como la vida, no está hecha del todo para ser escrita, ni para teorizar sobre ella, siendo más bien un asunto de navegar y dejar que las olas del mar nos lleguen a la cara. Lo sabemos, la percepción actual, presente, y la memoria sobre el pasado son dos cosas bien distintas. Tanto lo son que mientras vemos un filme malo nos aburrimos, el tiempo pasa más lento, pero luego, en la memoria, aparte de un vago recuerdo fatigoso, pronto enterrado, será casi como si nada hubiera sucedido. Un mal filme es aquel que pasa por nuestras retinas sin hacernos un solo rasguño, como el sol cuando atraviesa el cristal. Igual de “fácil” que entró, el filme poco interesante es desalojado, imposible encontrarle anclaje en nuestra existencia terrena. Si durante una hora de nuestra vida nada nos ha conmovido, problematizado o absorbido, de esa hora en el futuro, simplemente, no recordaremos nada. Lo reflexionaba así John Steinbeck en East of Eden (1952), “de nada a nada no existe ningún tiempo”. En cambio, estos filmes que se atrincheran, que defienden una posición en nuestra mente, se conforman como apuntalamientos de la memoria, garitas abiertas con telescopio apuntando a la inmensidad del cosmos invitando a compartir la felicidad. Puestos de avanzada en medio de nuestras cronologías, acontecimientos en los que durante una hora y media o dos nuestras emociones se vieron trasquiladas, calentadas, heladas, intranquilizadas… Un lapso de tiempo donde supimos que intuíamos todo sobre ese filme y que nadie más podría presentir más clarividencias que nosotros mientras estábamos enfrente de la pantalla, en todo caso igualarlas. No se trataba de retórica, sino de una isla, como decíamos, avistada en el mar de la nada, que alumbró nuestra travesía lúgubre por un océano de rutina plana, la vimos y nos consumió la necesidad de decir a nuestros amigos, hermanos, amores, a todos aquellos con ganas de seguir dando brazadas hacia adelante, que tenían ahí un tesoro, un trozo de experiencia para ser habitada, un capítulo más en el curso de una vida que ambiciona apercibirse con plenitud.
          Creemos haber exagerado pocas veces, ya sea con filmes como Falsa loura (Carlos Reichenbach, 2007), el cual estamos dispuestos a pelear tan convencidamente como si hablásemos de la obra más inspirada de William A. Wellman, o con otros como Somebody’s Xylophone (Yôichi Higashi, 2016), una película que mira a la cara de la gran tradición del mejor cine japonés, instituyéndose más vital en nuestra epistemología que cualquier otra de Hong Sang-soo, una zona esta última que con el tiempo nos proporciona demasiadas confirmaciones que deseamos ver ampliadas. Las formas evolucionan de forma extraña en la mente del espectador receptivo y reabsorben lo precedente sin jerarquizarlo, en pos de orillas nuevas. Por último, Dunia (Jocelyn Saab, 2005), otros filmes de Higashi, los de Hitoshi Yazaki, Peter Thompson, Rudolf Thome, Adoor Gopalakrishnan, y un buen número de obras de Alan Rudolph, Noah Buschel, Joan Micklin Silver, John Duigan, Victor Nunez, Jonathan Demme, Strangers in Good Company (1990) de Cynthia Scott, por decir algunas, son para nosotros de una grandeza tal que negarles la posibilidad de ser cimas indiscutibles del cine, a la altura del mejor filme de John Ford, indicaría un dogmatismo irremediable. Un acomodamiento en un Shangri-La cinéfilo demasiado contento de conocerse a sí mismo y sin disposición por cuestionarse más que dentro de sus estrechos márgenes. Traición descarada a Manny Farber, primero escribiendo en solitario y luego con Patricia Patterson, del cual sonsacamos un espíritu inconformista y problematizador tras leer sus obras completas, y no solo Negative Space, adquiriendo así las armas pertinentes para poner en tela de juicio filmes supuestamente intocables.
          Trabajar y escribir de cara a estos incidentes de secuelas oceánicas en nuestros espíritus conlleva un método, una falta de método, muy diferente a cuando uno se enfrenta con aquello denominado “obra maestra”. Michael Almereyda hablaba de Happy Here and Now (2002) como un filme argumentando “en contra de cualquier idea de desolación absoluta”. Sostenemos que dicho filme también hace de las suyas para oponerse a cualquier idea de lucidez absoluta. Este oficio requiere no tener miedo hacia las revoluciones internas que uno pueda experimentar durante el trazado de su biografía, libro intransferible solapándose con las páginas derramadas de convulsiones de tantas otras personas que pudieron, en una etapa de su periplo, caminar, hacer el amor, respirar, perder alma y corazón por un filme. Solicita mantener las defensas bajas ante el derribo de evidencias, admitir que se ama la existencia y que se desean buscar cortocircuitos día tras día, huyendo de falsas intensidades, de adonismos… esta invitación náutica constituye un sellado a la carta que unifica estos guardacantones: el cine es, debería ser, el reino de la libertad (Francisco Umbral), el único donde podemos existir y derribar edictos, cuestionarlo todo, es solo un juego, decía Rivette, pero un juego donde apostamos lo que ni siquiera tenemos, un cara a cara nefasto en el que sonreímos ante la pseudorretórica de escritos que no entienden esta cosa como un ente vivo, perteneciente su cuerpo al que lo visiona, su transposición en palabras, una retribución tardía, un “he estado aquí, esta tierra les será grata”. En esa tierra, la totalidad del mundo está ocurriendo y a la vez nada es capturado. Una vez azotados por sus raíces, queremos seguir navegando hasta la siguiente parada, ansiosos por continuar apuntalando el año, densificándolo, llenándolo de visajes, balizas, colores que acompañen nuestra pesantez cotidiana haciéndola grandiosa. Nuestras cimas particulares llenan las páginas en blanco de un diario fatal, destrozan los espejos en los que los obramaestrados se miran, no dejan de mirarse, destruyendo con esas ojeadas cualquier atisbo de albedrío, empalando sus confirmaciones sobre ideas escupidas a los filmes, no afectándoles estas más que una ráfaga de viento a la Gran Pirámide de Guiza.
          Nuestra memoria pesa a costa de haber construido, a la manera de falaces conquistadores poscolombinos, un mundo de instancias temporales donde supimos, y no olvidamos, que en un día cualquiera de un mes al azar, fuimos cambiados. Cima, sensación incesantemente perseguida, su crítica, una mera tentativa de sacar, despertar, las revoluciones que se nos pasaron por el estómago, haciéndolo arder, tras haber respondido a la llamada de lo salvaje.

Dunia-Jocelyne-Saab-2005
Dunia (Jocelyn Saab, 2005)

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«El recuerdo de una cima alcanzada en el pasado ─el prado de margaritas, que era toda la naturaleza para tu infancia─ te conmueve hoy tan a fondo porque resulta símbolo de una gran experiencia, de toda aquella infinita suma de posibles experiencias que se anunciaba en la cima de entonces. Tú disfrutas ahora, al recordarlo, de un símbolo de todas las posibles experiencias, respiras la atmósfera de cima, y lo haces fácilmente, dada la comprensibilidad y la disponibilidad de este pequeño recuerdo. Símbolo significa esto. Objetivarse ante uno mismo, como en un anteojo invertido un vasto paisaje; disponer de él como de algo enteramente poseído e implícitamente alusivo a infinitas posibilidades.
          Esto es válido para las creaciones fantásticas arcaicas, que son sencillas, humildes, infinitamente menos complejas que la vida que hoy vivimos y, sin embargo, arrebatan como genuina experiencia de cima».

Il mestiere di vivere, Cesare Pavese

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«Bueno, es que yo parto de que la literatura es el reino de la libertad. Y veo que hoy reproduce mi frase un joven escritor de no sé qué periódico, y a mí me gusta mucho ver que los jóvenes me leen y me reproducen, lo cual sí ocurre con mucha frecuencia… Y, entonces, la literatura es el reino de la libertad y no es una religión. Y es que hay gente que se aterroriza si uno dice que no le gusta Azorín o que no le gusta Baroja o que no le gusta Galdós, como si fueran santos. Es decir, que cada uno tiene su urna ya para siempre… los del 98 para atrás, incluso del 27 para atrás y ya son intocables. ¡No! Esto es la literatura, el único reino en el que podemos ser libres. Mucho más incluso que en la democracia, en estas democracias que estamos conociendo, ¿no? En toda Europa, en Estados Unidos con eso que han tenido ahora […]. La novela es un compromiso burgués que viene del XIX. Un compromiso con el lector para que compre y le guste y se divierta, un compromiso con el editor para que se haga rico, un compromiso con los grandes públicos, un compromiso con la sociedad del momento, con la situación (para expresarla a favor o en contra)… La novela es un compromiso burgués y eso hay que romperlo en la novela, que era uno de los objetivos de Mortal y rosa, para decirlo todo. Y creo que en Mortal y rosa se dice todo. En Las ninfas, que usted ha citado ─se lo agradezco mucho─ como libro que le gusta, todavía los personajes están muy comprometidos con la sociedad, con la pequeña sociedad burguesa de la pequeña ciudad. En Mortal y rosa ya no hay compromiso. Hay una ruptura absoluta con todo, con el cielo y con la tierra. Ahí debe llegar la novela y llegan algunas novelas como todos recordamos y como todos sabemos, desde Dostoyevski hasta Henry Miller».

Entrevista a Francisco Umbral (10 de enero de 2001)

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Dunia-Jocelyne-Saab-2005