Una tumba para el ojo

SEMPER FIDELIS

House of Games (David Mamet, 1987)

Ante la escenificación de la futura representación de una farsa, conviene predisponer de un proscenio diáfano para poder ver con minuciosidad las diferentes señales de los jugadores citados, se requiere calcular los balanceos elaborados por las extremidades, a la larga delatoras, retozando con objetos: la psicología se evalúa en el inserto, a modo de rápida tasación de conducta, el atisbo eficiente del chantajista. Pugnar, en consecuencia, se transforma en un modo de habitar el mundo, y a costa de este modus operandi metamorfosea indeseablemente lo íntimo con la defraudación. Si el espectador ha sido capaz de ver en medio del alboroto, cabría culpar gozosamente al continuo desplume de líneas sobrantes ante las cuales la dirección de los ojos terminaría enfangada, y también dar los honores al triángulo formado por tres ejes volubles, cuya enumeración no responde a la jerarquía y sí a la necesidad dramática, asociada irrevocablemente al aprendizaje corporal. Tríada de puntos desde donde observar la muerte de la pasividad, comenzando por la identificación rápida de un escenario acotado merced a una decoración espartana captada de una vez, siguiéndole los destellos de carácter ─el dedo acariciando el anillo─ y culminando con los movimientos unificando la figura, trasladándola hacia el volumen adyacente o aproximándola al objetivo. El placer reside en la capacidad de síntesis, obtenida al unirse los ejes mediante líneas, y la cámara, entonces, debe hacer el recorrido, caminar lentamente en sintonía con el ruido, a veces ínfimo, producido al superponerse el cuerpo ─en las antípodas de dispensar emoción sin filtro─ con las dispares etapas del procedimiento.
          La anécdota, el juego, lo incierto, asoman entre la superficie del tablero cuando el amateur, observando incesantemente, como nosotros, termina aseverando la lógica de la falsa tragedia y, empujado por una perversión sabia, se armoniza, en un periodo muy corto de tiempo, en tahúr a batir. El perfil de Margaret Ford, inicialmente reencuadrado sin proporcionar ni un solo rasguño al temeroso raccord, acostumbrado a las malas partidas, sufre una alteración, y en la continua interacción de los ojos y los detalles vislumbramos un cambio de moral, sin constituirse el filme en fábula. El metraje ha sido un trámite lícito, exigente, sinuosamente cristalino, a través del cual aprender un par de disciplinas: la acusación de anacrónico no ha lugar si en el transcurso de su despliegue el calumniado ha decidido meditar el tiempo de una frase, la vida de un plano, como si la eficacia de sus quehaceres pulcros estuviese a prueba; tampoco se antoja válido tildar a este ejercicio de laboriosidad presuntuosa, pues unos cómputos tan exactos provienen de la virtud del tacto, rezagada del exceso. Los tientos, sí, donde dos pieles se entrecruzan en el núcleo de una charada, y el cerco es una estratagema, la conducta una simulación, pero el marco del mirador externo respeta las reglas del pasatiempo, nuestros requisitos silenciosos en guisa de invitados empachados de riesgos pretéritos encubiertos por vértigo de postín. El arrebato no es cosa de arrojo en la sucesión de planos, sino de separaciones lo suficientemente intensas en su callada modulación como para primero entender, luego sentir, lo inminente del farol a punto de ser destapado, lo lejano del gesto prontamente hecho inerte por seis disparos vehementes. La jactancia del desenmascarado se ha ganado nuestro desprecio.

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AMÉRICA. EL MUNDO

Heartbreakers (Bobby Roth, 1984)

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Por mal que les pese a los yanquis, Norteamérica no es sinónimo del mundo, y sin embargo, el pequeño universo que consigue capturar Bobby Roth en Heartbreakers no nos importaría que fuera el nuestro. He aquí un filme para reconciliarse con el cine americano. Con la grandeza engañosa que puede suponer para la existencia del ser humano el simple acaparar diariamente una serie de espacios, pocos, pero suficientes para él: la cafetería predilecta donde recomenzamos el nuevo día con el resto de insatisfechos parroquianos, un apartamento en las afueras donde gozar nuestra individualidad desordenada, por fuerza un ámbito creativo, también lugar privado en el que invitar a relaciones esporádicas o en el cual sentirnos solos cuando nos haya abandonado la mujer de nuestra vida, en una calle secundaria, la galería de arte donde con algo de suerte expondremos cada cuatro años y quizá de carambola hasta vendamos algún cuadro, solo un puñado de espacios para uno, repetimos, pero que nunca nos alcanzarían a alienar. Junto a Blue, el pintor abandonado, y Eli, quien no sabe qué diantres ha hecho tanto tiempo malgastado en el negocio declinante de papá, apreciamos esta cualidad, neto patrimonio del cine americano, que nos otorga con recreación y limpiamente una colección de varios espacios medidos, en una serie de despliegues que nos hacen percibir lo que supone lidiar con los tránsitos de uno a otro con más facilidad de lo que sabemos por experiencia en realidad es. Nos encontramos a mediados de los ochenta, pervive aún la vaga sensación de un mundo hilado, ciudades en subjetiva tensión donde todavía se podía afrontar con dignidad la feliz e inconsecuente paradoja de estar vivos, cargados de deseo. Blue y Eli son dos personajes que se exponen al espectador, del mismo modo que entre ellos, sin ambages evidentes, en cambio, conforme avanza el metraje, vamos percibiendo, cuanto más tiempo pasamos en su compañía, que un velo de misterio que antes no habíamos percatado y que los envolvía va tornándose cada vez más tenue. “I’ve gotta change my life”, se repiten constantemente Blue y Eli. La cámara es arrostrada por los cuerpos; hasta que no acompañemos a nuestros protagonistas un buen rato durante sus escarceos, no sabremos hasta dónde están dispuestos a llegar en las lides del placer, la pillería y en sus divertimentos afrontados con un deje de ligero desespero.
          En Urban Cowboy (1980) o Perfect (1985) de James Bridges encarábamos con incorruptible ambivalencia y seriedad esos años ochenta donde el mundo del aeróbic, las liposucciones, los últimos días de la música disco y el embeleso country iban a cuestionarse con crueldad denostando el sostén existencial de millones de norteamericanos. Filmes misericordes en el buen sentido, radiografías equilibradas por la cruz y la cara, el soberbio e inmaculado cutis de Travolta, Bridges como el cineasta aventajado que disfruta haciendo malabares evitando que esa ambivalencia decaiga en ningún tipo de mirada que afeara su campo de estudio o hiciera tambalearse su objetivo. En Heartbreakers, por el contrario, ese disfrute neumático adquiere presencia no como prerrogativa de partida sino de modos más casuales, en el momento en que Blue y Eli intiman con Candy, le ayudan a cargar la compra, aceptan su invitación a cenar, dudamos con sinceridad sobre quién de los dos será capaz de aventurar más pujas con tal de llevarse el gato al agua. Al final, seremos los espectadores quienes nos llevemos la sorpresa: Candy ambiciona montárselo esta noche con los dos, y descubrimos que entre Blue y Eli las barreras de su masculinidad no estaban tan alzadas como creíamos, aceptan sin forzosidad el trío, intercambiando saliva con una mujer que alterna con procacidad los morreos, en un espacio más íntimo y menos aséptico que un gimnasio, tenue luz modulada, se introduce Transformation de Nona Hendryx y ahora sí nos dejamos invadir por el afecto sexual softcore de una pista electro-funk que se deja volar libre, un hombre aceptando el desnudo de otro, haciendo valer destrabado su erotismo, e inevitablemente nos surge la pregunta sobre por qué siempre ha costado tanto al cine americano y de allende poner en juego semejante situación entre dos machos y una hembra, cuando al contrario fuera muy común, habiendo existido los efervescentes años sesenta, los rabiosos años setenta, las ínfulas del amor libre, por qué se les antojó imposible, aunque fuese momentáneamente, llegar a semejante solución de conveniencia a los intelectos libertarios de Jules et Jim. Problematizando el fetiche, abundan en Heartbreakers los pechos sobredimensionados, las botas de tacón y la falsa inmovilización de la pin-up girl reseguida, perseguida, en los lienzos de Blue con cuidadosa artesanía, apetito inagotable, movimiento perpetuo y trance, como el que embarga a Eli, dos personajes a los que el filme priva durante un rato de gozo, de placer y de libertad para insinuarles que acaso la sociedad ha cubierto con falsos problemas materiales los verdaderos problemas del hombre, para evitarle que reconozca la melancolía de su destino o la desesperación de su impotencia, constante bregar la realidad que ambos afrontan con travesura, como el cineasta Bobby Roth, sin pizca de zafiedad, ni cursi, ni camp, más bien dotado de un romanticismo que tildaríamos de beso en la boca. Incluso un sentir nostalgia por un decoro que probablemente nunca existió, como el que añoraba Fred en Damsels in Distress (Whit Stillman, 2011).

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A nivel sentimental, habitamos un mundo eminentemente nocturno, en el cual las transacciones o los sucesos realmente importantes tienen lugar durante la noche. Jugando a ráquetbol tras un reenganche al salir de la discoteca, para saldar cuentas, pues las horas de la madrugada hinchen el reborde de las cosas no dichas ni expresadas, acumulándose hasta un hipotético amanecer donde la luz, siempre invasora, fuente de dolor, crea efluvios de conturbaciones finalmente manifestadas físicamente: a golpizas entre amigos, confesiones a lágrima viva. Y es que estos biorritmos con los que el mejor cine americano consigue engañarnos, impregnando de convicción-acción sintética lo que entendemos por esa esfera incólume y dorada formada por la celestial mitad de la vida en acomodo con la semicircular cáscara de la existencia (Rilke), precisan también de un ligero cuestionamiento; los cineastas que más nos interesan no rompen del todo el embrujo ─asumimos la paradoja─, terminan cediendo a su particular elementalidad vital, días marcados, engarces de contagiosa consecución. Herencia del wéstern, incuestionable sensación de la vida como campo de batalla, uno puede enamorarse, sufrir las suficientes traiciones o requiebros amicales, acumular la cantidad pertinente de alcohol en el hígado, en fin, participar de la sociedad en tanto que potenciales moldeadores concernientes del juego de sus ímpetus. En esto Norteamérica ha perdido ya al rey, la dama y las torres, malvive ahora malvendiendo idiotas sentimentales en un paisaje de batallas que quedan lejos, y el drama no se traba entre el saloon y el diner, autopista mediante; la posibilidad de una vida cerrada, autárquica, ejemplarizante incluso en cuanto acción completa, ha borrado sus huellas, dejando a su público persiguiendo espejismos, quimeras, de una ilusión de conducta que ni en sueños conseguirán aprehender. Educada la juventud de los ochenta en esta ley de la calle, los desperdicios de dicha praxis escolástica los notamos chocando contra el asfalto cada vez que entablamos conversación con alguno de estos hijos bastardos de Norteamérica, europeos desbaratados.

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NOSOTROS

ESPECIAL ALBERT BROOKS

Lost in America (1985); por Dave Kehr
Lost in America (1985)
Defending Your Life (1991)

Defending Your Life (Albert Brooks, 1991)

Si crees complicitar enteramente con una persona, date a ver en su compañía un filme de Albert Brooks: si se da el caso que lográis anticiparos mutuamente cuándo el otro va a reír, o va a dudar de si reírse, pues muchas felicidades, os es concedido a ambos el morir en paz, casi que suicidaos, ya que en adelante podréis abrigar la certeza de que al expirar abriréis de la mano unidos las puertas del cielo. En cambio y afortunadamente, planos de una hechura tan diáfana como los de Brooks siempre incitarán al espectador a tomar partido por su propia individualidad terrenal, carnalidad perceptiva. Al modo de un jurado popular, se espera que cada cual haga regir su opinión, se aferre al mimbre que crea más conveniente, lance el suyo, una vez arrojado desde las alturas hacia encuadres de ancha llanura emocional pero sin pistas de aterrizaje apreciables. Sonrisas y lágrimas saltarán a destiempo, no enlatadas, irreconciliables. Por cada gozo privado, un prurito de temor compartido. Contra menos te conozco más te quiero conocer, más te amo (la risita pilla de Meryl Streep). Cine purgante, romances sincréticamente modernos. Según Brooks, tampoco será culpa nuestra del todo no habernos llegado nunca a conocer (yo a ti, uno a uno mismo), pues aquí en la Tierra median tapias como la publicidad, la posición social, indigestiones por comer, el crudo dinero. Así, cada espectador se calzará su propio running gag, las dos condiciones son hacerlo solo (sin ayuda) y a la pata coja (imitando los humores del gag). Decía “afortunadamente” porque esta carrera de sacos desigual, consistente en gozar en presente juntos pero según el temperamento a destiempos, certifica un desajuste que nos recorre en tanto espectadores probándonos contingentes, distintos, inconmensurables, aún por conocer, en una palabra: redivivos.
          Para lograr esta espaciosa temida libertad, este acomodo embarazoso, ¿qué carencia constitutiva abraza el montaje de Brooks? Yo diría: la falta casi total de descargas. Ordenados los comediantes de más a menos electrizantes, dichas descargas se encuentran por igual repartidas en Jerry Lewis, Buster Keaton, Pierre Étaix, Charlie Chaplin… incluso, es forzoso admitirlo, en Jacques Tati ─aunque tal descarga languidezca como lento pierde el aire un cojín que se pee. Lost in America (Brooks, 1985) tienta medirse con The Long, Long Trailer (1954) de Vincente Minnelli pero a voltaje negativo, es decir, sin echar al barro a Julie Hagerty y sin la canción de la cucaracha. Como en las demás, en Defending Your Life las sorpresas que achaca Daniel nunca llegarán al desastre, pues suelen caer, en el peor de los casos, del lado de la decepción absoluta, tratándose en el mejor de una especie de alivio ansiolítico. Mientras el cuerpo intenta a duras penas recomponerse, los cortes, los travellings de seguimiento, los múltiples paralelepípedos que conforman el mundo perseveran en su geométrica solidez. Aquí, los insertos sucintos que se introducen del rostro de Brooks al acusar un chasco inopinado funcionan como verdaderos pillow shots. Su cara hace las veces de almohada hundida por un puñetazo. Muy breve, se nos da a ver esta superficie mullida y desbravada intentando rehacerse ególatra, defendiendo su vida, pretendiendo volver a su forma; pero ante el estupor, Brooks siempre corta antes.

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Defending Your Life Albert Brooks 2
Defending Your Life (Albert Brooks, 1991)

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The Long, Long Trailer (Vincente Minnelli, 1954)

MISCELÁNEA EN FAVOR DE UNA CRÍTICA EXCÉNTRICA

 

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Manny Farber (1979) Birthplace: Douglas Ariz [Óleo sobre tabla]

 

(16/03/23) Fui a la proyección Werner Nekes / Paul Sharits. Por un cine vibrante en el Xcèntric…
 

…y llegué tarde, salía de trabajar, y cuando entré al Auditorio subterráneo del CCCB, Francisco Algarín, programador y curador del ciclo, estaba ya finalizando la habitual explicación leída de amable cálida carrerilla con datos interesantísimos, sobre cómo la exactitud técnica de una proyección puede conseguir volcar en la pantalla multitud de efectos abstractos, Algarín va recitando las instrucciones precisas que Sharits demanda para su proyección, si acaso los lúmenes de la bombilla fuesen demasiado fuertes, puede aplicarse a la lente del proyector un filtro de 0.X densidad neutra, lo más importante es que el haz de luz no quede trapezoidal, no me acabo de enterar de nada, porque estoy buscando sitio, la sala rebosa, está casi llena, llevo tiempo sin ver la Filmoteca de Catalunya así de repleta ratio asientos/gente, y que recuerde nunca vi algo semejante en un cine comercial, incluso, recolecto de pasada, hay un tipo con pelo largo y pinta arty mal pillada repicando un boli bic sobre la libreta abierta, como pretendiendo que tomará apuntes, es un joven estudioso, hay bastantes de ellos, coleguitas retraídos, susurrantes, desocupados de la vida en general, cinéfilos empedernidos como el que escribe y grupos que conversan pareciendo escucharse, resumiendo, varios estratos de los colectivos más marginados culturalmente del sistema, menos el típico gilipollas que va allí solo para ligar sin nunca conseguirlo, todo el mundo refleja buena peña; uno me aparta su chaqueta mosqueado, murmuro que perdón y yo me siento.

Comienza la proyección de Spacecut (1971) de Werner Nekes, 16 mm, 41 minutos, yo solo he leído suelto que podía ser entendido como «un wéstern para los ojos», para mí, mejor no leer nada antes de la película, todo lo posible después, empieza el filme, dos intertítulos ocres en inglés, me muestran el desierto, casas de adobe, tuaregs, no sé ni dónde coño están, si me están mostrando Estados Unidos, Australia o el maldito Oriente Medio, si esto viene de una lucha colonial no creo, esto es rollo Michael Snow no vi nada derivas estructurales en las que me gustaría introducirme. Viendo cosas de este estilo sin contexto refresca uno aquello que decía Noël Burch sobre que lo comunicativo en la imagen cinematográfica y su ensamblaje era siempre de naturaleza indicial, puras pistas. Un plano nos muestra a una chica arreglándose, suena el telefonillo, y al siguiente corte la misma chica está ya saliendo por el portal y saludando a su amiga, entonces, es lícito que el espectador se pregunte: “¿cuánto tiempo pasó hasta que salió, o en las escaleras? Ah, debió haber sido un par de minutos, aún es de día y la amiga parece alegrarse de verla, no impaciente…”. El primer plano de cierto filme de Ermanno Olmi consiste en un mar y al fondo una pequeña embarcación a vela, casi indistinguible, navegando solitaria a contraluz; hasta que no se nos proporcione más información nos será imposible adivinar si este filme está ambientado en el anteayer o en el dos mil antes de Cristo. Habiéndome mostrado Nekes solo a estos bereberes, azeríes o amigos suyos disfrazados de los cuales, puedo preguntarme rebotando en un solipsismo por horas en qué año de la humanidad estarán. Esto mismo lo sentía mucho más concentrado, sintético y en menos tiempo, recuerdo, en un wéstern serie B de Edgar G. Ulmer: es simplemente una escena donde una criolla se lava el pelo arrojándose agua desde una tinaja. Una muchacha lavándose el pelo en cualquier momento del mundo, como diría mi amigo A. Creo recordar que alguien me explicó que William James describía lo que él entendía por “índice”, por un “conocimiento indicial”, como una presión de algo desconocido tras la puerta mientras nosotros sujetamos el pomo. El paso de los minutos arrastra la arena del desierto en Spacecut, la cámara en mano, una distancia implicadora como la que practicaban la dupla Straub-Huillet de forma inquebrantable en Trop tôt, trop tard (1981), consiguen calar mi percepción, ciertos cortes inestables, centran o arrinconan a los caminantes de espaldas, sus turbantes sufren al viento, la arena les golpea, las secuencias se alargan, nos preguntamos: ¿qué vendrá?; unos intertítulos ocres inéditos, y enseguida los espectadores contemplaremos en la negrura de la sala cómo los horizontes arbolados que registra Nekes nos destellan por recorrerse cada vez más rápido, entra en juego el suelo, su empedrado, que ensucia la imagen, la raya, consigue realmente hacer la pantalla vibrar (el aparato se sacude), se relevan suelo y cielo, arriba y abajo, izquierda y derecha y a los lados, es una declaración que anhela moverse sin resistencias más que centrarse en erigirse como una experiencia plástica (al menos para mí) [1], esto es el cine del todo o nada, me digo, trajinándonos a unas velocidades que cualquier otro tipo de cine ni siquiera se atrevería a soñar ─constato, solo en sesiones del Xcèntric he podido ver en vivo y en directo al cine recuperar una velocidad que se aproximara a la célebre prontitud del montaje soviético de los años 20─, sufrimos esa sucesión de horizontes destellantes, nos rendimos ante un cineasta que consigue dominar un rigor expresivo y de planificación ardua, dura y consistente, en sus geometrías, prestezas y efectos, no pretendiendo tanto el cortarnos las retinas merced las líneas de horizonte que desfilan, se prolongan, pugnan, se desencajan, brillan rotas y quebradas cual celuloide intervenido, raudas como cuchillas, sino que la alucinación se consigue con los parpadeos de colores, un plano viajando mientras lo corta otro estallando por un lado el cielo azul, en otra diagonal la tierra marrón, es un tangram de luces y materia, si bien los colores son parcos, su profundidad engañosa nos devuelve al territorio sumergiéndonos y desenterrándonos hacia cosmogonías ancestrales. Acaba siendo un asunto biológico, atañente a las ciencias de la física, el quid eternamente descifrable de cómo las leyes del universo hacen moverse u ondear la luz cuando en la lona de proyección rebota, quemando nuestros ojos, hemos de reconocerlo, venimos aquí sabiendo que nos quemaremos los ojos, o secretamente pretendiéndolo, a veces tengo que apartar la vista, pestañear fuerte, porque duele la sucesión de fogonazos y oscuridades que nos estresan y maltratan el iris, su capacidad para cerrarse y abrirse en el acto de intentar recibir la luz adecuada ante los inasumibles cambios que nos convierten en cinco grados más fotosensibles ¡vaya si estamos sintiendo estar viendo una película, si hasta nuestros ojos pican…! Se acumulan los efectos ópticos, pretendidos o no, como cuando Jean-Luc Godard nos confrontaba en tres dimensiones con un espejo, dos cámaras sustituyendo a nuestros ojos, en Adieu au langage (2014), escoramientos de las perspectivas que nos hacen dudar de tener nuestras retinas correctamente situadas, el cristal de la percepción se resquebraja, la ubicación es geocéntrica, cabezarriba, cabezabajo, Nekes nos esclaviza a montar en sus preconcebidas vueltas de campana. En el momento álgido de congestión perceptiva, que estoy seguro a cualquier ser humano puede llegarle pronto con este filme de Nekes, se arriba a sentir, paradójicamente, una serenidad abrumada por descubrir ciertos límites de la percepción como los que exploraba Stan Brakhage en Scenes from Under Childhood (1967-1970), monumental estudio sobre las casi infinitas gradaciones de discernimiento perceptivo y cognoscitivo que es capaz de acaparar un aparato técnico delicadamente manejado, solo una inerte cámara de cine, y la bendita luz, los ojos de los niños, junto a Mati Manas (1985) de Mani Kaul, de lo mejor que un servidor del extrarradio de Barcelona pudo haber visto siendo un ocasional visitante del Xcèntric. Entretanto, la gracia del experimento de Nekes se acaba, para mí, bastante pronto, supongo antes de que la duración del filme lleve recorrido un tercio: cuando se ha alcanzado el máximo de velocidad, solo quedaría rebajarla, pues tras haber alcanzado el espectador el summum de congestión perceptiva, o sea, después del máximo de alucine, este espectador no verá ya nada, es curioso, vuelvo a pensar en los soviéticos, en los ideales del joven Vértov, defendiendo un cine que quería creer poder verlo todo; es una afirmación bastante fuerte, decir, “en este punto no veo ya nada”, quizá lo que había que ver ya lo vi cuando mi percepción llegó a su punto álgido de enrarecimiento ─quizá haberse pegado una buena fiesta se cifre en el hecho de que la resaca es siempre el triple de larga que el disfrute─, quizá, los demás aún no han llegado al disfrute, y siguen disfrutando un poco el devenir del filme, a mí solo me queda aguantar, sujetándome los párpados con pinzas, consigo volver a sumergirme muy de vez en cuando pero el metraje es tan centrípeto que me expulsa rápido de su abrigo. Aquí las culpas se reparten. Si el cineasta solo hubiera detenido de golpe, unas cuatro o cinco veces, la celeridad, para luego retomarla, quizá podríamos habernos reconstituido y congraciado en mejores términos con los briosos alerones del filme… Una pareja se levanta haciendo ruido de forma bastante desconsiderada y se pira.

 

Tres tiras de celuloide de Spacecut (Werner Nekes, 1971)
Tres tiras de celuloide de Spacecut (Werner Nekes, 1971)

 
INTERLUDIO PEDAGÓGICO 

El filme termina. Se encienden las luces durante un brevísimo intermedio, el tiempo necesario para preparar la sincronización de los dos proyectores a pie de sala como demanda la correcta ejecución de la obra de Sharits. Un espectáculo mitad cine mitad leer un manual de instrucciones. Al menos el dorso del champú lo puedo leer mientras me limpio el pelo. Aprovecho la pequeña pausa para sacar de la mochila el papel que pillé en la entrada, solo me da tiempo a leer unas primeras líneas sobre la película que acabamos de ver, donde Nekes dice algo así como que Spacecut era demasiado nueva para su tiempo, que hasta algunos espectadores, por ser un filme “sin historia”, le tenían miedo, y que si muestras este tipo de películas a los niños, que no están tan distorsionados por la cultura, para ellos les es mucho más fácil. Para empezar, la niñez es la edad donde más distorsionados estamos por la cultura, y solo creciendo podemos intentar comprenderla, enmendarla, a no ser que nos distorsionemos aún más. De diferentes películas del Xcèntric, de boca de los propios creadores, se da la coincidencia he creído escuchar esta misma intuición como radiodifundida por distintos cineastas bajo similares fórmulas. Vamos a ver, mi experiencia en la enseñanza con niños se limita a las edades de 8 a 11 años, no puedo hablar con especial conocimiento de causa de más franjas de edad ─así como supongo que la misión del cine no será nunca exclusiva y seriamente la de hacernos volver al parvulario─, pero estoy seguro de que a la entera totalidad de los niños a los que les he dado clase les pongo Spacecut y a los tres minutos ya están quejándose, jaleándote, mandándote a tomar por culo, cosa que no sucede si los confrontas con la rabia tiroteada de los cuerpos del pueblo siendo masacrados por los cosacos en el El acorazado Potemkin. A ellos se lo digo en castellano, no les cito el título original reconvertido en alfabeto latino, son niños leñe, o mejor se lo digo en catalán, por lo de la inmersión lingüística,  “avui veurem El cuirassat Potemkin”, no les voy a decir “hoy vamos a ver Князь Потёмкин-Таврический”, pero sí que les explico que el filme es de 1925, que hay países que surgen para luego desaparecer, intentando por el camino hacerles atractivos mediante ideas imaginativas, domésticas y sencillas los gloriosos principios de la revolución permanente y el bolchevismo. Cayendo por las escaleras de Odessa sí que sienten miedo, pavor, terror, de verdad los niños, viendo a otro niño como ellos caer abatido, siendo pisoteado por la masa desorganizada y despavorida, la madre hombretona con bigote siendo fusilada sin clemencia por la policía, por cualquier policía en cualquier parte del mundo, se les nota en las caras, lo sufren, el montaje de atracciones sigue funcionando diegéticamente a las mil maravillas, como cuando se acelera la película porque comienza un nuevo día en Moscú, la capital del mundo, en El hombre de la cámara, ojos como platos, “¡que lo atropella el tren!”, no, niños, no, Vértov no estaba bajo el tren para capturar el plano, si os fijáis, él mismo luego os lo muestra: operaba la cámara por ese agujero cavado junto a la vía, el muy rapaz. No es una captura de un manual de instrucciones, sino lecciones de técnica e ideología.
 
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Estoy convencido sobre que si estos niños siguen en el futuro quiéralo Dios en la senda del cine, considerarán que la historia de El acorazado Potemkin, a diferencia de los mierdentos dibujos por ordenador que ven usualmente, que pasado mañana no recordarán, un día les miró la infancia. Sintieron en sus propias carnes la diferencia entre un registro inesquivable y los dibujitos sosainas realizados a mano o por ordenador que les ponen diariamente frente a la cara. Serge Daney, tras ver una y otra vez, una y otra vez, las pilas de judíos gaseados que un concernido profesor llamado Henri Agel les proyectaba mediante el celuloide quemado de Nuit et brouillard (Alain Resnais, 1956), no pudo luego volver a ver, este pequeño niño con seriedad, unos dibujos animados: «Ninguna imagen bella, y menos aún dibujada, compensaba la emoción ─el miedo y el temblor─ frente a las cosas registradas». De hecho, es realmente extraño que teniendo el Xcèntric semejante archivo de cine mirable por los niños, del que los niños serían los espectadores privilegiados, según se oye, las sesiones de “cine familiar del CCCB” sean al contrario sesiones de media hora de cortos la mitad de animación maximísimo 9 minutos, mejor programadles Spacecut y luego hacemos un especial con lo que nos expliquen esas “familias”. No es broma. A estas alturas del texto, creo se nota estamos hablando en tono totalmente en serio. Sin embargo ─y solo me vengo a referir a nivel discursivo─, detecto un grado más de impostura en este cuestionamiento de la narratividad y en el empecinamiento de licuar el mundo material acogiéndonos a las estúpidas prerrogativas teóricas derivadas de la desmaterialización y la fuga histórica: no es necesario haber leído el excelente ajuste de cuentas de Roberto Amaba sobre estas cuestiones, contenidas en su tesis doctoral Narración y materia (Shangrila, 2019), para atisbar lo estúpidos que parecemos dándonoslas de místicos o ingenuos mientras el Capital pone cámaras apuntando hacia nuestras propias calles, cuantificando con softwares de Inteligencia Artificial el recorrido, cuánto tiempo y hacia qué puntos del escaparate se pasea la historia de nuestra mirada. Hasta en la distribución espacial del escaparate de la tienda de ropa más plana existe una historia, sin cursivas, una narrativa, no fastidiemos, Godard nunca renegó de la pintura, al contrario, llegó a ensalzar el cine con ella, porque una fotografía, una pintura, a pesar de ser aglomeraciones fijas, también contienen una narrativa y un tiempo para ser miradas, hasta cuando estoy cara a la pared mirando una pared blanca estoy haciendo algo, estoy, al menos, mirando una pared blanca, esa es mi historia, decía un filósofo, creo. Hollis Frampton nos mostraba algo parecido simplemente con la luz de un proyector encendida, hablando en una conferencia de sus consignas, solo ayudándose de sus manos para provocar los negros haciendo teatro de sombras con un limpiador de pipa. No dejéis que nadie os diga que no hacéis nada porque solo a sus ojos lo parezca. Y no hace falta invocar las filosofías de Paul Virilio o Henri Bergson para reparar en el tiempo que necesitamos para recorrer un cuadro ─esto lo sabía bien Godard, recuérdense los paulatinos travellings sobre las obras de los grandes maestros reconstruidas en carne y hueso en su Passion (1982)─, sea un cuadro inmóvil, sea en movimiento, con los ojos, buscando, reconstruyendo o imaginando a través del tiempo que me lleva mirarlo, rebuscar detalles, una narración ineludible de la que apropiarme. La máquina de visión, el espíritu es una cosa que dura. La historia de quien mira el cuadro de Fragonard titulado Les hasards heureux de l’escarpolette (1767) será el tiempo que lleve al espectador encontrar al amante, descifrar la historia, al ángel de piedra pidiendo discreción ante ella. Les digo a los niños: “aquí hemos venido a aprender a mirar las imágenes”, me responden, “eso es muy fácil, una imagen se mira y ya”, “¿sí, así que para ti es tan fácil? Pues venga, niñito resabidillo, ahora en este caos, a ver si logras decirme rápido dónde está Wally”.

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Y esa carrera por encontrarlo, ese juego que no conduce a ningún lado ─excepto quizá a agilizar los procesos de la mente y agudizar la mirada─, se convierten en la historia de la clase. Que no es lo mismo que decir que no hay historia. La primera producción de nuestra conciencia sería su propia velocidad en su distancia temporal, por lo que la velocidad se convierte entonces en idea temporal, por lo que la velocidad se convierte entonces en idea causal, idea anterior a la idea; es decir, la duración de la percepción como la primera historia. Eliminemos de nuestros discurso las palabras desmaterialización y desnarrativización de una vez por todas. La última palabra que deberíamos ceder es la palabra “historia”. Que nos la arranquen de nuestras manos frías muertas. Y esta invectiva no iba exactamente por el Xcèntric, cuyos estudios algunos volcados en la revista Lumière son denodadamente serios, obreros e informados, metafóricos y técnicos a la vez, así que al resto de críticos, les advierto, esto iba más bien por vosotros. Andad con mucho ojo.

Apagan las luces y comienza la segunda proyección, Declarative Mode (1976-1977), 16 mm, 40 minutos, del estadounidense Paul Sharits ─ahora mismo leo en Internet que Werner Nekes era alemán, nacido en Érfurt, considerado también un apreciado coleccionista de objetos ópticos históricos─, de esta película solo he visto alguna foto de lo que supongo son los storyboards, probablemente dibujados en las mismas islas polinesias en las que acabó estableciendo Paul Gauguin su descendencia: consisten en una especie de mapas preciosos pintados con colores de madera y rotuladores sobre hoja cuadriculada, Nekes respeta, Nekes vulnera, la imposición de la cuadrícula, desde lejos sus dibujos podrían parecer las montañas de un Cézanne cartesiano, primitivo y divisionista. Entre estos storyboards y los de Rose Lowder, no sé con cuáles quedarme, ambos hacen gala de una ecología loable, de un embebimiento, de niño grande, en un proyecto que los incumbe más allá del proceso primero idea, luego esbozo, por último la pieza final, el proceso creativo es un caleidoscopio, probablemente porque soy un analfabeto en la terminología cinéfila, contemplar con placer estos storyboards, los escaneos de fotogramas, es lo único que entiendo por disfrutar del “cine expandido”. La película de Sharits comienza y entiendo que consiste en un recuadro que enmarca perfectamente a otro rectángulo más pequeño, cada uno de un color, fogoneando, otra vez los fotorreceptores y lo que la inteligencia cromática de un ser humano puede asimilar se resienten pero también disfrutan, se disfruta el desafío, creo haber apreciado un color ultravioleta y luego otro por debajo del infrarrojo, los parpadeos contínuos provocan que no sepas exactamente cómo se combinan los colores, en cuántos matices estalla ese púrpura doloso que pasa en un suspiro al verde Fairy estallido, los espectadores somos incapaces de saber cómo se corresponde lo que vemos con el juego de tinto este y luego tinto el otro fotograma, quizá Sharits no lo supo tampoco hasta que vio su película, los patrones del ritmo son indiscernibles, y como en la anterior proyección llega un momento en que funciona en su más absoluta gravitacional inmanencia de minúsculo sistema solar, es un filme que consiste en contemplar a dos metros sobre el cielo de noche los estallidos de un espectáculo pirotécnico. Nunca había visto realmente nada así, pero me imaginaba que podía existir perfectamente. Como estoy en la penúltima fila puedo girarme hacia atrás e investigar de dónde proviene el engaño: creo poder distinguir que los proyectores, os recuerdo, a pie de sala, solo expelen los tres colores primarios, amarillo, azul, rojo, quizá vi mal y había más colores, da igual, no lo entiendo, no soy experto en cómo se descompone la luz, tuvo que nacer Isaac Newton para clarificarlo, hasta Goethe se equivocó, solo me gusta el cine, no soy Newton, pero ojalá ponerme a entender mejor, casi hasta las últimas consecuencias, cómo funciona la luz y sus espectros. Lo explican profesores de primaria, debería poder entenderlo. “Al menos esta proyección me está dando ganas de hacer algo, ponerme a estudiar esto de la luz”, me digo. Más o menos a la misma altura en que el filme de Nekes me expulsaba, lo lúdico en la obra de Sharits empieza ya a cansar, miro las cabezas de la gente, imposible saber si están como yo, mejor o peor, al menos ninguno mira el móvil. Se pira otra pareja, haciendo más ruido que la anterior. Mira, los que exhibimos de vez en cuando hemos de hacernos a la idea de que en cualquier representación hay más de dos personas que se piran nada más empezar, no dando ni una oportunidad, cinco minutos, a lo que se les ofrece, así que no ha de encogérsenos el corazón cada vez que alguien se levanta. Quizá le acaben de mandar un mensaje de que murió su abuelo, quizá sean unos turistas despistados que han entrado creyendo que allí iban a ver el Cirque du Soleil. Cuanto antes se levanten mejor, que se piren cuanto antes coño (¿han ido ahí sin saber a lo que iban? ¿pa qué pierden el tiempo, pa qué entran?). Pues de toda una sala llena es un orgullo que solo se piren cuatro, más si estás proyectando una picnolepsia fotovoltaica cuyo objetivo declarado es el de escocernos los ojos. Vuelven a picar, tengo que apartar la vista de vez en cuando. Desvío mi mirada esta vez hacia delante, hacia la sala, para descansarla, veo muchas cabezas, somos muchos, y parecemos imbéciles tanta gente viendo un rectángulo dentro de otro rectángulo restallar mientras prenden nuestras pestañas. Luego les digo a mis niños que con nueve años ya son demasiado grandes para ver la Peppa Pig, hasta la imitan, vergüenza ajena por sus padres, con nueve años, que vean cosas de personas, les digo, y nosotros estamos viendo estos colores que son casi nada y quieren significarlo todo. Ahora leo en Internet gracias a una traducción de Algarín que lo que Sharits pretendía con este filme era adaptar la Declaración de Independencia de uno de los más grandes padres fundadores de la nación, el deísta Thomas Jefferson. Me pregunto qué sería mejor, que los niños vieran Peppa Pig o 40 minutos al día de esto. Parecemos una secta extraña todos allí sentados, cegándonos con los rectángulos restallar. Daney decía aquello de larga vida a la secta, a la camarilla, en oposición al democratismo basurero de la televisión y las posturas anti-intelectuales. Pero también hablaba de que solo el cine le permitía devolver al César de lo social lo que le correspondía. Los Cahiers du cinéma eran una secta, y consiguieron cosas, tengo un amigo curtido en la lucha política callejera que cuando le pregunto cómo se podría convencer a la gente de algunas de las ideas que tengo para transmutar los valores me responde que eso solo podría llevarse a cabo mediante un movimiento religioso. Seguimos contemplando los rectángulos parpadeantes, el mensaje de un extraterrestre, estas debieran haber sido las luces con las que intentaban comunicarse la humanidad y los alienígenas en Close Encounters of the Third Kind. Aguantamos estoicos hasta el final de la proyección. Soy el único que no aplaudo porque estoy pensando. Faltó un cinefórum. Ah, espío por encima del hombro de la gente antes de irme, el de la libreta amarillenta al final no escribió nada… Quizá, como a mí, le dé por escribirlo luego.

 

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El «cine expandido» de Declarative Mode (Paul Sharits, 1976-1977)

 

Me levanto y camino rápido, evito encontrarme con nadie conocido. En realidad tengo ganas de volver pronto a mi casa y pasar un buen rato con mi mujer. Pues sí que ha dado de sí la proyección, reflexiono sonriendo. Estoy subiendo la rampa y veo a Toni Junyent que va con un amigo, lo saludo, hemos hablado un poco, pero no en persona, es un primer contacto, hacemos camino y charlamos sobre lo que nos ha supuesto la proyección. Yo le comento algunas dudas, los filmes me han problematizado nutritivamente, y él me responde que hoy es que tenía un buen día, Spacecut y Declarative Mode le han dado espacio para pensar, se las ha disfrutado, “Toni es que es un genio”, pienso, “eres el ideal de cinéfilo omnívoro, si hubiera uno como tú en cada pueblo, ciertas tradiciones nunca morirían”, hace gestos, parece que tiene prisa, pasa Gloria Vilches feliz en bici con una bufanda “Adiós Toniii”… en ese momento, podría parecer una peli de Rohmer invernal si Toni y yo no nos viéramos a la legua tan jodidamente desclasados. Luego me dirá por WhatsApp que la prisa la tenía porque quería intentar llegar a ver Lazybones (1925) de Frank Borzage en la Filmo. Que no se atrevió a decírmelo en persona para que yo no pensara que estaba loco.
          Nos despedimos, y camino a la Renfe, le mando un audio de once minutos a A. del cual el presente texto es solo una proclive extensión.

 

Dedicado a Francisco Javier Fernández, espero que a la siguiente puedas venirte al Xcèntric

 

Film socialisme (Jean-Luc Godard, 2010)1

Film socialisme (Jean-Luc Godard, 2010)2

Film socialisme (Jean-Luc Godard, 2010)3

Film socialisme (Jean-Luc Godard, 2010)4

Film socialisme (Jean-Luc Godard, 2010)5
Film socialisme (Jean-Luc Godard, 2010)

 

NOTAS:

[1] Una experiencia plástica, al menos para mí, debe contener, al menos, cinco colores subsumibles, esenciales a la obra ─el filme de Nekes solo tenía cuatro: azul acero, marrón ceniza, verde abeto y gradaciones lejía de blanco─, algún Mondrian perezoso, ciertas composiciones del Godard periodo maoísta, amenazan estar en el límite de lo que pueden ser consideradas plásticamente como composiciones sublimes. Hacia el final de Spacecut el celuloide se sobreexponía y solo emergían los ocres luchando el blanco, los efectos eran magníficos, pero en ningún caso plásticos. Cinco colores es lo mínimo aceptable para que el espectador reciba una experiencia plástica, exceptuando audacias, agotables en sí mismas, como las obras azul eléctrico de Yves Klein.

 

MATERIAL PARA LEER

‘Spacecut’, de Werner Nekes. Por Paul Sharits, Stephen Dwoskin y Birgit Hein

Propuesta al New York State Council on the Arts para un Proyecto de Película por el Bicentenario titulado ‘Declarative Mode’ (1975)

HUDSON VALLEY, THE BIG NOTHING

Angela (Rebecca Miller, 1995)

Angela Rebecca Miller 1

─ I mean, no play is finished; plays are abandoned. And they’re abandoned because you can only get so close, and then it doesn’t allow you to come any closer.
─ Close to…?
─ To the hidden narrative, hidden truth of what’s goin’ on.
─ It reminds me a little bit of the idea of Kabbalah, even.
─ Yeah. I think that’s a– there is a resemblance. It’s almost as though the human being is a work of the imagination, of somebody’s imagination, maybe God’s imagination.
─ So do you think that a play is a great play because it reflects something deeply about human nature, or that it has some little bit of what you would call, in this case, «God» in it?
─ I’m not sure what it’s saying about human nature, I think it’s the process of approaching the unwritten and the unspoken and the unspeakable.

Conversación entre Arthur y Rebecca Miller, extraída de Arthur Miller: Writer (2017)

Persiste una particular calaña solariega al criarse apartado del mundo urbano, habituado a escuchar paredes crujir, suelo manchando de corpúsculos las plantas de los pies, una inclinación, eso es, estar aclimatado a prácticamente todo lo que pueda venírsenos encima. Algunos hacen de la situación la desventura de su biografía, suelen venir de otros horarios, y desbravan el orden de la tierra intentando acordarlo a sus patéticos mareos mundanos. Lo primero que sorprende de Angela lo hallamos en la capacidad adaptativa de la protagonista homónima, no solo es cuestión de poseer diez años de vida y, en consecuencia, cierto dominio inconsciente del frágil reinado que le incumbe, achacar dicho avezamiento a la infancia no haría más que infravalorarlo: su hermana, Ellie, cuatro años menor, desea en mayor grado que domina, en especial cuando se trata del anhelo de volar sin alas. La estirpe de Rebecca Miller domina este filme desde los mismísimos saltos de bobina, imprimiendo círculos avisando de su remate en la parte superior derecha del encuadre, y no representaría nada particular si no fuese porque los empalmes aquí suponen una derivación rupestre connatural a la supervivencia de las crías, apreciamos unas dotes innatas para el reparo temporal de enseres caseros, la rápida domesticación de animales monteses, lo repentino con que el conjunto de nuestras guaridas de madera puede desplomarse si un arrebato nos conmina a asestar un puñetazo a la puerta corredera, rejilla por la cual observar a los padres, ventanas, incluso el finiquito del insecto, tenues manivelas sobre las que giramos el destino de las fabulaciones en las que incrustamos un segundo sentido al marchar cavernario de los días. Angela supura un encanto de buena muerte, como bien observó C.S. Lewis al comentar la obra de George MacDonald, su maestro, rebajando en este caso el optimismo, pero sin descompensar la dulzura que supone encontrar lo que de dormido, paralizado, marmóreo, nublado, posee el atavío de la zona noreste de los Estados Unidos de América, Valle Hudson, para las hermanas limen, espejo de entrada, a esa zona papel carbón en la que nada está ahí. Deberán testear la experiencia iniciática aquellos que indirectamente intenten juntar palitos de madera esperando que de su roce salgan algo más que chispas.
          Acostumbrada Rebecca a ver las cosas repararse bajo la mano humana, a cohabitar un respiro de apartadero donde aquellos que tocaron hasta quemarse el inconsciente colectivo ─Arthur Miller, padre─ escriben obras que los críticos tachan de “irrelevantes”, no mina tal circunstancia su vitalidad tranquila, el pasado, la historia, han quedado atrás, no acosan como demonio, pero tampoco se han fugado a un Edén ficticio. Cuando la hija recibe cuentos e historias de esa antigüedad mítica, su ojo futuro captará, retendrá, las almadías en las que viajar a salvo, sin perder de vista faros, costas, rutina de navegante con sus horas marcadas, política de escritora, virtud de cineasta ─dos de sus siete filmes están basados en libros propios, los demás también guionizados por ella. El desarrollo de viviendas es un cuento de hadas. Desde pequeña, Rebecca Miller percibió la poesía adaptativa de aquellos momentos que por sugerentes y sobrenaturales no pierden ni un ápice de severidad natural. Dos caras de la moneda: nos dejamos llevar en Angela sin demasiado esfuerzo de plano en plano, ninguno nos tonsura hasta hacernos escarbar en detritos, condensando, viajar aquí implica carácter lúdico, curioso, abanicar posibilidades. Cara. Colgados en lomos ajenos, no podemos dejar de sentir irritación ante la negativa de mutar proferida por las criaturas más heridas del bosque: la madre, fantasma de Marilyn Monroe, obsesión agonista lidiando con la sombra del abuso multidireccional, liposucción sentimental, falta de amor, llenura de pasión, al chocar, cae de costado, cuesta, molesta, dura, se engorra; estupidez arquetípica de variados anónimos encontrados en el trayecto, su trazo marcado molesta, pesa, papel de lija, obstáculo, predicadores citando versículos del Apocalipsis. Cruz. Cuestión de coste, lo que debemos pagar, legar, a cambio de atravesar el desleal paganismo hosco, no podrá evitarse; en la propia historia, la fotógrafa, esposa de Arthur Miller ─Inge Morath, madre─ vino después de.
          El luto termina enredando las eras, introduce mitologías, repeticiones, dualidades judías, lo notamos en apariciones fugaces, prestas a desaparecer con un corte, de Lucifer y la Virgen María, ¿quién sangra cuando se desea hacer feliz a una madre?, ¿cuántos pecados purgar si queremos volver a encarnar el recuerdo de un baño en tinaja?, maestra y aprendiz, Angela y Ellie, un verdadero marcaje de reglas aprendidas sin dilación, velocidad de carrusel, se intuyen separadas de Dios, el camino de vuelta lo reconstruirá la buena marquetería de los afanes, el juego bien jugado, la trampa ingeniosa. Si encontramos levedad en estos ritos de paso, pensamos en la montadora ─Melody London, único trabajo con Rebecca─, también en la directora de fotografía ─Ellen Kuras, compañera leal─, ambas, junto a la autora y un nada desdeñable equipo ─tres asistentes de dirección, tres asistentes de cámara, dos asistentes de edición─, como responsables de imprimir esta aclimatación desde las lentes en la que los personajes llegan a tener una relación con el fondo desenfocado retornante, y no solo con el resabiado fuera de campo, alejarse o acercarse, tanteo que nos relaja e incomoda sin trascendencia fastuosa, lejos del derroche de recursos, sin por ello no poder permitirse giros de trescientos sesenta grados, un cambio a lente deformante ojo de pez, grandes planos generales donde el horizonte ejerce un papel de sostén del sol, techo de gusanos, pequeños movimientos que traspasan la mera corrección del encuadre, escenifican las buenas intenciones, amor y respeto por un set construido con las manos, día tras día, en el que se coexiste tanto como se rueda, fijarlo constituiría tremenda descortesía al relojero, que nos ha dado las manecillas, saciado el tiempo, desenrollado nuestros resortes, al tiempo hay que plantarle cara, esto lo sabe bien la Miller, que rechaza cerrar la puerta al incesante baño, perfusión de signos que abalanzados o en fila india derraman sus virtudes y pecados ante los débiles seres de la Tierra que una vez fue Santa, la cámara captará al danzar algo más que paneos correctivos de artesano americano al servicio de la gran y única industria moral del entretenimiento que ya no es ni moral ni industria, y que encima apenas entretiene, algo menos que un cambio sustantivo en la latitud espacial. Cualquier lector con juiciosas fullerías sabrá que en los cuentos de hadas al pararse la música resta la exigua variación de una flor que ha perdido su dríade, unos pétalos de menos, prímula triste. Condición inestable, síntoma de vida.
          Un filme cimentado en torno a estas interferencias cerebrales, provenientes del cielo o infierno, tanto da, construye su propia capacidad perceptiva, ese cine que nosotros acordamos en llamar mental ─semilla Daney─ incrusta una irrealidad coherente en la forma de mirar y prensar las dimensiones, los afectos. De tan carnales que aparecen las propuestas de mudanza, juegos de manos, círculos de peluches, cables, pañuelos, piso inferior destartalado, comienzan a confundirnos, el ritmo que las conforma lo conjuran mentes inestables, escapan a la luz del día, se contentan con asociaciones egoístas, rasguean la tela y no aterrorizan a la platea formando coro griego, sazonan triquiñuelas subterráneas que comienzan a embrujar y fragmentar el otrora espacio teatral, fuera del drama, espantados los asistentes al verse en el espejo tirando a viragos, deberán volver a casa, apagar la luz y dejar interrelacionar caprichos e imperecederos pudores, culpas paganas, con la poco sagrada mirada de Anna Thomson que dice hola, mi amor al ser sacudida como una jodida ramera por un marido poco paciente, harto de cosas que ni llegamos a comprender en plenitud. Así, los cuerpos infantiles crecerán desvariando, fermentando en confusiones. Sensación de desgobierno adherido a la piel. Se les infligen toques de queda, acecha un ancestral miedo cavernoso, los niños aprenden a base de zonas de exclusión, piso de arriba desde donde espiar a los progenitores por la rendija, les hemos hecho madurar ejercitando el don de la reserva, en constante ayuno cerebral, sí, percibiendo las dubitaciones de los adultos el niño se construye luego su mundo interior de respuestas, los particulares disimulos o resistencias que ejercita el que se sabe ya crecido, el que sabe fingirse enfermo, simular desentendidos, sin embargo el adulto no puede captar en línea recta cómo mediante nuestros secretismos, rencillas, sucesos familiares y sociales que tampoco supimos transmitir en grata herencia, se ha logrado injerir en la conciencia del niño una remota idea de culpa, de pecado, incluso de insana perversidad. Perciben nuestra dubitación y nuestra impotencia ante la objeción atenazante que nos plantean: ¿por qué estamos siendo a cada momento castigados? Con los balbuceos que obtengan por réplica es lícito que se hagan sus cábalas.

Angela Rebecca Miller 2

EN LOS MÁRGENES DEL SENTIMIENTO

Something, Anything (Paul Harrill, 2014)

nything (Paul Harrill, 2014)

Sin siquiera pretenderlo, filmes pequeños pueden constituir verdaderas enmiendas a nuestro presente desangelado. Todo comienza con una sacudida, aunque si conseguimos hacer subsistir en nosotros una disposición serena, por frágil y minúscula que esta sea, quizá logremos alumbrar una pequeña curiosidad, en verdad, la mayor de las virtudes humanas, la única que nos salvará, disposición entretierras que mueve e inmoviliza a Margaret en Something, Anything a prestar oídos a su marido, amigos, clientes, en definitiva al resto de los demás, pero también a aquella voz desconocida que emana del mundo o quién sabe si del interior cuando un afán inteligente busca traspasar los velos, acaso la misma voz que resiguió Paul Harrill al ir concibiendo su película.
          No solo el aspect ratio 2.00 : 1 contribuye a la cualidad del filme como una fotonovela para la generación indie, junto a duraciones que se mantienen devotas al reposo apaisado de los planos, la música acompaña la búsqueda espiritual de Margaret mediante abrazos prolijos, insistentes, lastimeros sin pasarse pero queriendo pasarse un tanto, embargos sonoros densos, deseables, en los que si se presta atención puede casi escucharse dónde, en la mesa de edición, se eligió disolver el corte, notas de piano dejadas caer de forma tosca y penetrante en contraposición a la total blandura de la luz sobre el rostro solícito de bendición de la protagonista, son intensidades concomitantes, interior, exterior, pero que chocan como golpeándose el hombro, obligadas a transitar juntas, sin detenerse a comulgar; este caracter apaisado, su acumulación, acaba propiciando que los encuadres se sucedan con la pulcritud hojeante de los cambios de viñeta, se tratará, una vez más, de sublimar el folletín convencional, de afinar ciertos acordes que suelen desarmonizar en otros filme-canción, con modos insidiosamente dulces, Harrill domestica una falsa bidimensionalidad sentimental de correa, el plano enfrentando con grotesca naturalidad el exagerado pelucón parduzco de Ashley Shelton, así la mente del espectador es puesta a trabajar sobre una cohorte de personajes y escenarios tropo conscientemente manipulados, expuestos al ojo en una planicie mucho menos extática que la flatness de un Hal Hartley ─cineasta actualizando disposiciones escénicas provenientes de Mark Rappaport en los EUA, y no solo del Godard ochentero─, y es que en Something, Anything, reflexionamos, nos encontramos ante una platitud diferente, hoy bastante inusual, subsiste una especie de recato a ahondar demasiado en una composición, por la fugaz vida a la que aparecen abocadas todas, y sin embargo es limpia, clarividente y, de nuevo, obviamente manipulada, la lógica fotonovelesca dada la vuelta por su reverso no malvado, más bien de canto, haciéndose perceptible en su perfecta conjuntación translúcida.

nything (Paul Harrill, 2014)

Como apuntábamos, tenemos a Margaret por una de las grandes escuchadoras del cine de este siglo, nos interesa verla escuchar, su receptividad candorosa pero parcialmente juzgadora, cuando sonríe por una ligera seña del destino, nunca tomado como un vuelco absoluto, sino en pasajero solazarse, nos transmite a la par ganas de escucharnos también, escuchemos un instante en silencio, porque existe solapado en los EUA un cine de murmullos, allende los grandes estudios, cuando no contra ellos, en cualquier caso, son filmes que suponen diversos ajustes de cuentas, principalmente del director consigo mismo, y así es como se fragua el germen de un autor, luego un ajuste de cuentas del autor con su tiempo, y así podría nacer un cineasta, encapsulando sus impresiones concretas del continente, sensación de ruta, el síndrome de guerra mental encubierta que recorre el alma yanqui, la filmografía al completo de Noah Buschel, por fuerza, proyectos autosuficientes, o de otras latitudes que sin embargo concurren en semejante contemporaneidad y anhelos de independencia, como Trigger (2010) del canadiense Bruce McDonald o la tetralogía Tolstói (2000-2012) del inglés Bernard Rose. Siempre habrá otra América, varias, incontables. Se levantan dualidades para luego derribarlas. Estos filmes acaban siendo cuentitos apache, netamente americanos, que cuestionan incluso el cuestionamiento de lo pulp, susurrando que la contracultura también puede ser delicada. Durante décadas, nos atiborramos de discursos, cuestionamientos y propuestas materialistas, y finalmente, la realidad no fue trocada. Tanta materia solo acrecentó nuestra pesantez diaria. Bajo nuestra piel confraternizamos similares malestares, pero como observadores foráneos que somos, participaremos con cierta desubicación, por otro lado seductora, a este resurgimiento de una espiritualidad bastarda que le subyacería a los Estados Unidos de América, nutrido de certezas budistas, con sus propias tradiciones literarias y obsesiones patrias sobre cabildeos que les impedirían avanzar espiritualmente. En algo tienen razón: si no nos hemos aburrido ya, nos acabaremos aburriendo pronto de sostener con los ojos y defender con la mente un monismo materialista. Para nosotros, para nuestros hijos. Something, Anything registra el polvo como lo que es mientras Margaret escoba el suelo, pero en distinta secuencia, a la luz del sol filtrándose por la ventana, los corpúsculos de polvo flotarán por el aire brillantes, como si fueran astros relucientes, no átomos, sino motas que sugieren probabilidades sobre otras constelaciones de destino. Es desde los márgenes que la contemporaneidad concede ser filmada, un poco más acá del mundo material, así Harrill se cuenta entre los pocos cineastas capaces de significar la inmiscuida ambivalencia que en nuestra vida representan hoy los aparatos electrónicos, darse el tiempo necesario para responder una carta, empacar una mudanza, rellenar una aplicación de trabajo, peor aún, lidiar con ingentes regalos de boda, ¡a cuantos “cineastas marxistas” les hubiera gustado aproximarse así a la cuestión de la mercancía! El precio que ponemos a nuestras necesidades básicas, cuáles son esas necesidades básicas. Embarcados en estas fábulas, nos encontramos navegando un meandro donde llegan a confluir las enseñanzas del trascendentalismo norteamericano, los restos de un presente sulfúrico y buscavidas alumbrado por la generación beat y el rabioso abatimiento underground de finales de los setenta. Acogiendo, persiguiendo, oraciones inconclusas.
          Cinco años después, en Light from Light (Harrill, 2019), nos situaremos ya ante otra cosa. La espiritualidad seglar ha dado lugar a una historia de fantasmas, el aspect ratio 1.66 : 1, más cercano a la equilibrada elegancia de los cuatro tercios, propicia encuadres más cuidadosos, grávidos y respetables. Sin embargo, al menos nosotros, por nuestra parte, estamos algo aburridos también de la supuesta coherencia fílmica que aprecian los festivales, tiempos de plano meditabundos, esparcimiento moroso de las conversaciones, obcecamientos en pequeños momentos trascendentes de una cotidianidad abstracta que hacen cuña junto a una música un nivel más refinada y pseudocósmica. La sustracción de elementos residuales en Something, Anything casaba con su condición de regurgitar los tropos fotonovela, devolviendo el género a sus capacidades elaborativas de muestreo popular, mediante estas sustracciones, el filme puede permitirse hablar a mucha gente ─«I want it to reach not only the Peggys of the world ─the seekers─ but also the Hollys and Jills» [1]─, domina un despojamiento curioso donde el escoramiento de las personalidades no se pisa con la sátira, mientras que en Light from Light esa sustracción de elementos residuales, partiendo de formas tan grávidas, reconocibles y respetables, transmite la sensación de faltarle varias cosas, existe en una especie de limbo inocuo, no problematizando a los ojos ni un diez por ciento en comparación al primer largo de Harrill. Something, Anything es un filme que consigue escapar de la burbuja mumblecore donde todas las personalidades parecen hablarse dentro de una cámara acolchada en la que el aire es denso ─Quick Feet, Soft Hands (Harrill, 2008), The Phenom (Buschel, 2016)─. Su imbricación es total, y dramática, pero de manera escorada, un escoramiento sin embargo inscripto en la vida, donde recibimos el mensaje y lo ojeamos en diagonal, no atendemos demasiado a quién diantres nos llama o mensajea, un arrebato nos hace activar el GPS, donde una y otra vez volvemos a la carta y a la dirección postal, sostenida en nuestra mente, ese dato casi sin valor, como un aliento que calienta el día a día, pensando que quizá mañana vayamos hacia allá, esa ha sido en muchos momentos la única esperanza del trabajador, incluso del trabajador inmobiliario con derecho a plus, negociando en urbanizaciones impecables, nada se compara a la posibilidad de una postal a la que quizá hagamos caso, un destino confuso, no una ilusión fatua, sino labrarse en los pocos tiempos donde se puede estar a solas y pensar, mientras dejamos un libro y cogemos el siguiente, que una nueva manera de vivir quizá sea alcanzada en poco tiempo, allí donde poder matar la insuficiencia vital, quizá mañana, pasado, el mes que viene; la película es popular no por olvidarse del cine pretérito ni por comenzar la historia de cero, sino por redirigir los signos existentes a contrapelo, cargarlos en contrasentido, paradójicamente terminando con el filme probablemente más cercano a nuestra propia vida, algo fotonovelizada también, pasando por las diferentes instituciones y estaciones de paso común acaudalando, en momentos casi invisibles, una viruta incendiaria por cada día inolvidable, unas clases de inglés, el repentino trasvase del dinero privado al fondo bibliotecario, uno de los planos detalle que tendremos a partir de entonces por imborrables. No es la pretensión de naturalismo a la americana, ni el olor a madera, o la cita hindú del final de los créditos de Light from Light, lo que atañe a la verdadera mostración de rituales hechos de menos por multitud de hijos de puta que no entienden que en un cine de autopsia ─etimológicamente del griego: ver con los propios ojos─, no todo tiene que arrastrar lugubridad forzada, epifanía continua o maquinidades insoportables. Cuando llegamos al monasterio de Gethsemani, se impone un respeto solemne que hasta llega a crearnos incertidumbre espiritual, a Peggy se la observa llegar con el aparato casi a ras de suelo, la habitación ascética donde se la sugiere alojarse, la filmación del canto, la vida monástica contemporánea captada perfectamente en su piedad, un sentimiento de extranjería, de estar fuera del mundo, tan bien fijado, tan exacto, en esencia cabal, que cuesta encontrarle parangón en el cine de los últimos veinte años, no caben lamentos, permanece un ligero alegrarse, la posibilidad de figurarnos una nueva vida… para ver luego que faltaba algo en esa vieja figuración, caminamos hacia el fondo del pasillo, sentimos que en ningún otro lugar hemos estado más solos, retroceder, reconectar en un pub, intentar encontrar encarnada, vuelta del recuerdo, la imagen pospuesta de alguien que podría inspirarte. Margaret, su camino, una serie de ligazones entre todos los aspectos que conforman la vida seglar, fotonovelizados y transplantados al movimiento serio, firme, decidido, de una enfermedad emocional en vías de curación en la que el paciente coopera.

nything (Paul Harrill, 2014)

nything (Paul Harrill, 2014)

nything (Paul Harrill, 2014)

[1] “Something, Anything”: A Conversation with Paul Harrill

THE WOMAN ON THE BEACH; por Raymond Durgnat

The Woman on the Beach (Jean Renoir, 1947)
por Raymond Durgnat

en Jean Renoir. Capítulo 45. Ed: University of California Press, Berkeley and Los Angeles, 1974; págs. 261-268.

El siguiente filme de Renoir fue “hecho bajo la solicitud de Joan Bennett, que dijo, ‘Me han pedido que haga un filme en RKO, tengo dos o tres guiones, ven y hazlo conmigo’. Al principio, el productor iba a ser Val Lewton… Luego otros proyectos le interesaron más y prácticamente me convertí en mi propio productor… Nunca rodé un filme con tan poco guion escrito y tanta improvisación”.
          Renoir estaba intrigado por “una historia de amor en la que las atracciones eran puramente físicas, en la que los sentimientos no interviniesen en absoluto… La hice y se quedó muy feliz; era bastante lenta quizá (así que)… dispusimos algunos preestrenos. Fue recibida de muy mala manera y retornamos a los estudios bastante deprimidos… Fui el primero en aconsejar cambios y cortes. Pedí a un escritor como colaborador, para no estar solo… El marido de Joan Bennett (Walter Wanger)… vino a las proyecciones y me dio su punto de vista… Volví a rodar numerosas escenas, siendo muy prudente. Cerca de un tercio del filme, esencialmente las escenas entre Joan Bennett y Robert Ryan, y me salió un filme que no era ni carne ni pescado, que había perdido su raison-d’être. Me dejé influenciar demasiado por el preestreno de Santa Bárbara… Temo que estuve muy por delante de la mentalidad del público…”. La versión final corría  5944 pies (71 minutos) y tuvo su première en 1947.
          Cabalgando a través de la playa, el guardacostas Scott Burnett (Robert Ryan) se encuentra a Peggy Butler (Joan Bennett) cortando madera de un barco naufragado. Después de sus primeros intercambios ofensivos, él se suaviza lo suficiente para confesar que, ley y derechos de propiedad aparte, ese navío, para él, es sagrado, como un símbolo de los aterradores, sin embargo hermosos, sueños que le llevan acechando desde que su propio navío fuera torpedeado y tuviera que aceptar el deber del no combatiente. En el sueño revive las explosiones, y se ve a sí mismo yendo a la deriva por los fondos marinos hacia una mujer joven en ropa de playa aireada. La mujer tiene los rasgos de su prometida, Eve Geddes (Nan Leslie), que es demasiado delicada y cautelosa para casarse con él a prisas, como él le pide.
          Después de un segundo encuentro, Peggy presenta a Scott a su marido Tod (Charles Bickford). Este tipo, demacrado, hosco, malhumorado, es un artista celebrado, pero ahora ciego y resentido, particularmente con Peggy. Su presencia persuade al sospechoso Scott de que su ceguera es solamente un fingimiento. Scott lo guía hacia el borde de un acantilado y todavía es incapaz de decidir si sus sospechas son injustificadas, o el nervio del otro imperturbable. Está perplejo por la cordialidad de Tod, y sospecha que tiene alguna extraña estrategia, o placer siniestro, en sus relaciones con un hombre quien pudiera creerle el amante de su esposa.
          En su próxima visita, se abrazan dentro del casco del navío para ser interrumpidos por Tod, golpeteando el armazón de los restos con su bastón. Los dos otros van a pescar y Scott provoca una pelea en el bote. Se da cuenta de que, aunque Tod está de hecho torturando a Peggy con su sarcasmo, también le está pagando de vuelta por haberse casado con él por su fama y dinero, y luego haberlo cegado con un cristal arrojado en celosa ira y apuntado o malamente o demasiado bien. Marido y mujer están atrapados en su ambivalencia y Scott no puede ser más para Peggy que un amigo.
          Confuso, desilusionado, regresa a Eve y al astillero de su padre. Convocado por una llamada urgente de Peggy, se va para encontrar la casa de Tod ardiendo junto con todas las pinturas en ella. Peggy conduce a Tod a salvo, así poniendo un final a las sospechas de ambos hombres, y a las esperanzas de Scott. Scott se despide de ella con afecto en vez de amargura y retorna a Eve.
          The Woman on the Beach comparte varios motivos con La nuit du carrefour (1932) y con La bête humaine (1938). También los comparte con muchos filmes noir de Hollywood de la época. Como su héroe psicológicamente angustiado, torturado y torturador, Robert Ryan se relaciona con su misantropía sadística en Crossfire [Edward Dmytryk, 1947] (donde de nuevo se encuentra atrapado en la desmovilización de la actividad) y en Clash by Night (Fritz Lang, 1952). Joan Bennett, la fulana que hipnotiza al intelectual de mediana edad y al duro ordinario por igual, recuerda a sus roles en Scarlet Street (Lang, 1945) y The Woman in the Window (Lang, 1944). Se pone celosa de un apego desarrollándose entre hombres que tenía pretendido que fueran rivales para ella [como las heroínas de Gilda (Charles Vidor, 1946) y The Outlaw (Howard Hughes, Howard Hawks, 1943)]. La oposición aparente del tipo ordinario y el intelectual megalómano se presenta de nuevo en Laura (Otto Preminger, 1944) y Phantom Lady (Robert Siodmak, 1944). Los sueños amenazan extensamente en la acción, refiriéndola a su pasado (como en Spellbound) pero teniendo un rol profético, empujándola hacia el destino [como en Portrait of Jennie (William Dieterle, 1948)].
          La atmósfera borbotea con sospechas, confusiones y resentimiento. Los tres protagonistas están dominados por recuerdos dolorosos y estériles. Tod se aferra a las pinturas que ya no puede ver. Solo quemándolas puede, con un trazo, librarse de toda la amargura nostálgica y permitir a su mujer que demuestre su amor. El guardacostas está desquiciado por las heridas de guerra que le ha dejado su pesadilla y todo lo que ella representa. A Peggy le ofende ser privada de sus sueños de cazafortunas: fiestas de champán, la vida festiva. Cada ambición frustrada ha engendrado una esperanza espuria. Tod intenta escribir en vez de pintar, pero furiosamente admite que su prosa es sentenciosa. Peggy es tentada por un tipo amable, duro, sin complicaciones. Scott es tentado por la esperanza de que Tod sea culpable de algo ─para que así pueda “rescatar” a Peggy. Tod, destruyendo sus pinturas, destruye los sueños de ambos. Pero a su renuncia y/o liberación se añade la de ella. Scott renuncia a sus esperanzas perversas de culpar a Tod, y a ella. Luego ella pide ayuda, y él llega ─abandonándose al destino, sacrificando su paz mental. Él acepta lo que el héroe del filme americano de los cuarenta aceptaba muy raramente, no solo su propia debilidad (su trauma), sino también la derrota, y una real, sobria, esperanza diaria.

The Woman on the Beach Jean Renoir 1

El pasado es evocado de forma obscura y penetrante en el diálogo, excepto por la recapitulación de los sueños de Scott, que compartimos supuestamente porque es nuestra figura de identificación. El barco naufragado lo atrae del astillero a Peggy, que recoge los restos. Su montón de leña prefigura la llamarada final de los cuadros, de la casa y de la propiedad. Así como lo hace el encendedor que Scott mueve de aquí para allá ante los ojos del ciego.
          Peggy, en cuclillas y abrigada en oscuros ropajes, contrasta con el blanco aireado de la figura del sueño de Scott. Ya que la última es irreal ─una sirena, una fille de l’eau. Scott es un guardacostas, y mancillado, como Lantier, con una violencia secreta. Peggy, descubierta “birlando” leña, es una “fulana” en dos sentidos: cazafortunas y trapera. Como Boudu, se niega a ser agradecida por estar mantenida. La renuncia al arte por un artista autocondenado a la reclusión social recuerda a La chienne (1931), incluso quizá a Octave.
          Lo inexpresivo, ceñido, tenso, que pudiera parecer al principio la antítesis del estilo de Renoir, gradualmente se revela a sí mismo como Renoir en otra tonalidad. Todos los moldes del filme noir son llenados con material a la vez más sutil en su violencia, más fino en su matiz, y más cálido en su tono. Porque es vista a través de los ojos del guardacostas (o, con más exactitud, porque son igualados contra planos de reacción del aparentemente tipo más ordinario), la pareja en su casa en lo alto de un acantilado parece ominosa, incluso monstruosa; el asesinato à la Double Indemnity (Billy Wilder, 1944) está en el aire. Aun así su relación no es tan extraña, sus torturas conyugales no están tan lejos de lo ordinario. Un marido ciego se niega a estar celoso de los flirteos de su mujer y adopta aparentemente la más positiva táctica de acercarse de una manera amistosa pero impositiva en el intruso ─que además, le gusta (“de la misma ralea”). La mujer saborea el flirteo, y estando sola, se desvía hacia un affaire más seriamente. La penumbra es impregnada por un afecto apagado, pero tenaz.
          El típico thriller criminal con un desenlace en el que a su luz cada detalle en la historia cambia su significado. Aparentemente inocentes o enigmáticos u ominosos actos se clarifican con un propósito claramente culpable. The Woman on the Beach es un thriller criminal cuyo giro final es que no había crimen, ni pensamiento del crimen, excepto en la retorcida mente del detective. En Laura, en Phantom Lady, en Kiss Me Deadly (Robert Aldrich, 1955), los artistas, los intelectuales, los sofisticados, son culpables. Contra el animus antiartista, antintelectual con el que el filme noir presagió un aspecto lejos de ser incidental del macartismo, Renoir insiste en que el “trabajo creativo” más siniestro es llevado a cabo por la paranoia retorcida, obsesiva y sádica del tipo ordinario en uniforme. Un trauma de guerra es una excusa discreta, o un atenuante. Scott se enfurece por todo lo que merodea libremente en esa zona transicional donde el día se convierte en noche, la tierra en mar, el sueño en realidad, el pasado en presente, y la madera flotante en leña para el fuego; donde es posible trabar amistad con el amante de tu propia mujer y el sufrimiento se convierte en amargura en vez de ser negado en nombre de un optimismo confiado o avivado en agresión. Él teme aquellas complejidades matizadas, tristes, a veces mórbidas, una conciencia que distingue la dulzura adulta del fundamentalismo infantil.
          Nunca está suficientemente claro si el artista es sabedor de las pruebas del guardacostas, que se quedan a un paso afortunado del homicidio involuntario. Quizá Tod posee, como los ciegos suelen en los mitos y en las películas, clarividencia. Pero su sofisticación no le confiere inmunidad general de las locuras de las que la carne es heredera. A cambio, fue embelesado y frustrado por la hembra que lo destruye como artista y lo medio destruye como un hombre. Es purgado por su renuncia, como Nana por su desfiguración.
          El diálogo es críptico. “Mis pinturas son mis ojos”, insinúa, dado el amplio rango de ironía dramática, “Estaba ciego incluso cuando podía ver”, i.e. “Cegándome ella me obligó a afrontar la realidad”. “Hay un dicho entre los artistas: no eres rico hasta que estas muerto”. La amargura inculpa no solo a la sociedad filistea, más bien insinúa que el autosacrificio de Tod por la inmortalidad es una especie de autoasesinato obstinado (correspondiéndose con el sueño recurrente del guardacostas muriéndose), y que él es tan mundano como la “fulana” sospechosa que amó. Si sus fiestas de champán fueron solo una quebradiza, superficial comensalía, se relacionan tanto con una sociabilidad profunda como con la megalomanía del artista con su arte. La forma espiritualmente falsa de la actividad se parece a la verdadera tan estrechamente que solo la tragedia puede liberar a la segunda de la primera. Todos los personajes están ciegos. El artista, que es la víctima de todos y su propio verdugo, “gana” en el sentido que retiene el amor de la mujer y resuelve la situación.
          Es importante aceptar lo que es americano en los filmes americanos de Renoir, desde que él lo ha aceptado en su propio trabajo. Es tan inseparable de ellos como las cuestiones políticas de los años treinta lo son de Le crime de Monsieur Lange (1936) y La vie est à nous (Jean Renoir, Jacques Becker, Jacques Brunius, Henri Cartier-Bresson, Jean-Paul Le Chanois, Maurice Lime, Pierre Unik, André Zwoboda, 1936). Una vez que uno ha trazado los aspectos americanos del filme, o al menos los hollywoodenses, entonces las similitudes con los filmes tempranos de Renoir emergen más claramente, pero sin reduccionismo. El contraste de escenario y diálogo, la opresiva inmovilidad de la cámara, todo ello contribuye, de acuerdo con Cauliez, a “una interiorización de la forma… para la ventaja de una nostalgia profundamente implícita ─un bovarismo completamente soñado”. Bovarismo en un sentido puramente americano, por supuesto, como las heroínas de Beyond the Forest (1949) de King Vidor y Bonnie and Clyde (1967) de Arthur Penn son Madame Bovarys. Pero cada una de las figuras de Renoir, aprisionada en su sueño obstinadamente solitario, llega a la vida a través de sus pesadillas y escapa hacia una libertad que no es autoafirmación.
          El filme es el negativo espiritual del filme noir americano de la época en otro sentido también. Uno difícilmente puede afirmar que los guionistas de Hollywood o incluso sus críticos sean completamente inocentes del psicoanálisis, y, en estos términos, el pintor es el padre y el guardacostas es el hijo, intentando hurtar cada uno la autoridad espiritual del otro y a su mujer. En su Movies: A Psychoanalytical Study, Martha Wolfenstein y Nathan Leites analizan todos los melodramas de clase-A con un escenario contemporáneo entre la última fase de 1945 y 1949. Pueden encontrar solo dos filmes cuyo contenido manifiesto exprese “la perspicacia de que la figura del padre sea peligrosa solo en la fantasía”. De estos dos filmes, uno, The Web (Michael Gordon, 1947), solo modifica pero no niega el patrón habitual. El otro es The Woman on the Beach. Mientras tanto, “En los filmes franceses tratando con temáticas familiares (que están habitualmente menos disimuladas que en los filmes americanos), el conflicto central tiende a ser una rivalidad amorosa entre un hombre viejo y otro más joven. Los dos hombres se encuentran normalmente en términos amistosos; raramente hay hostilidades violentas entre ellos. Uno o ambos sufren una decepción amorosa severa. Un tipo de trama fundamental muestra al hombre más viejo enamorándose de una mujer joven que quizá haría pareja más apropiadamente con el hombre más joven. Este amor del hombre más viejo es una desgracia para los tres, pero difícilmente se le puede culpar… Los filmes americanos están preocupados con quién debe ser culpado por un crimen de violencia. Los filmes franceses tienden a expresar el sentimiento de que no hay nadie para culpar por los conflictos que surgen del amor inoportuno”.

The Woman on the Beach Jean Renoir 2

Superficialmente uno puede ver a la Peggy de Joan Bennett como una tigresa inexpresiva, menos empática (y por lo tanto menos satisfactoria), que en Scarlet Street y The Woman in the Window, pero la relación gradual de niveles y ambigüedades revela varias actrices en una. Su figura queda, oscura, apagada, recuerda a Simone Simon en La bête humaine. Retiene algo del cinismo valeroso de las heroínas de confesión de los primeros años treinta, como lo hacen otras dos tigresas-víctimas de la misoginia de los años cuarenta, Margaret Lockwood y Jane Russell, cuyo origen común es Hedy Lamarr. Joan Bennett sugiere a la vez a la femme fatale eslava, a la muchacha irlandesa, y a la de sangre fría, dura, sofisticada. Entre Garbo y Novak (a través, de hecho, de los inexpresivos años cuarenta), Hollywood fue extremadamente reticente acerca de los estilos y orígenes no-anglosajones protestantes blancos, y la confianza siniestra de Joan Bennett la dota de una alienación callada más terrenal y más amigablemente astuta que la de Novak. Se relaciona a la vez con una atmósfera campesina preinmigración, y con la crisis sociopsicológica de la que Novak y Brando (con sus apellidos visiblemente no-anglosajones protestantes blancos) son expresiones subsiguientes. Es interesante transponer el filme en términos hitchcockianos: elegir a Kim Novak en vez de Joan Bennett, James Stewart en vez de Robert Ryan, James Mason en vez de Charles Bickford, y Barbara Bel Geddes en vez de Nan Leslie.
          El escenario recuerda a La bête humaine; el salón de madera para la danza del guardacostas, las casas de madera. Peggy roba montones de leña del barco naufragado que es un bateau mort-ivre, varado en una playa de las brumas. La playa, de noche, en la niebla, es agorafóbica a través de su expansión implícita y claustrofóbica en su oscuridad. Como Rivette observa, el filme es la aproximación más cercana de Renoir a Fritz Lang ─que retorna el cumplido con Clash by Night, otro filme acerca de América sin su cromado, la América costera de madera.
          La niebla da a este filme noir una suavidad curiosa, contrastando con las rugosidades de las dunas, de los acantilados, y la fisionomía de Charles Bickford. Con todo, las olas son metálicas, agitadas. Quizá la fisicalidad que Renoir procuró está, al menos en la versión estrenada, un poco demasiado reservada para un público condicionado por el escote de Jane Russell. El efecto global parece menos el de una sensualidad difusa pero insistente que el de un sueño potencial (playa, cayéndose, a la deriva…) y una resistencia rígida al mismo por un núcleo de censores vigilantes dentro del sueño.
          Jacques Rivette: “Es… la conclusión a la que uno no se atreve a llamar el segundo aprendizaje de Renoir… todo el virtuosismo técnico semeja abolido. Los movimientos de cámara, raros y breves, abandonan decisivamente el eje vertical de la imagen de la pantalla hacia un plano continuo y al clásico plano-contraplano”. Uno se podría preguntar cuán lejos esto representa una rendición o una respuesta al estilo de Hollywood. Probablemente representa los dos procesos a la vez. Rivette anota correctamente que forma la base del estilo futuro de Renoir (ya que la celebración de Bazin de los movimientos de cámara de Renoir es del todo retrospectiva). “En lo sucesivo, Renoir expone hechos, uno después del otro, y la belleza, aquí, nace de la intransigencia; hay una sucesión de actos brutos; cada plano es un acontecimiento”. Y esto, debe ser dicho, no es único de Renoir, sino un principio perfectamente consciente de Hollywood permitiendo una cierta variación mientras sigue permaneciendo válido: el principio de “un plano, una razón”. Incluso en The Woman on the Beach, los matices dentro de las actuaciones contrapuntean la sintaxis, dándole una insistencia amenazadora y un ritmo lento, brumoso. Como dice Rivette, los filmes siguientes, “tan ricos en ornamentación como puedan parecer, por contraste con este reducimiento… toman este estilo como su armazón…”.
          Para Rivette, abre una trilogía de obras maestras, y no está más descalificado por su mutilación de lo que está Greed (1924) de Stroheim. Regresa, curiosamente, al esteticismo de la era silente de Renoir, con su artificio de estudio, sus atmósferas, sus sueños y su pathos amargo de confusión, frustración y muerte. Como el trabajo de otros expatriados de Hollywood (Siodmak, Lang, Welles, Dmytryk), despliega las visiones expresionistas detrás de la inexpresividad del filme noir.
          La superposición de la vida y el sueño recuerda a La petite Marchande d’allumettes (Jean Renoir, Jean Tédesco, 1928), aunque en un sentido muy diferente ─cerillas/leña, delirio/sueños… Uno piensa también en La fille de l’eau (1925), pero el guardián moral a caballo renuncia a su mujer de ensueño. Es como si Renoir, al final de su carrera americana, hubiera retornado al comienzo de su carrera francesa y ahora mirase hacia atrás con una cierta imparcialidad, resignación, abnegación y calma, a sus preocupaciones de aquel entonces.

The Woman on the Beach Jean Renoir 3

A VUELTAS CON EL GRAND STYLE

Inoportunidades – Sam Peckinpah

2.35 : 1, encuadre de prosopopéyicos, o a eso tiende en sus peores manifestaciones.

Existen lapsos históricos evaluados con tal reverencia transgeneracional que uno sospecha si la devoción, al menos aquella heredada por jóvenes chavales, no tendrá algo de convencimiento forzado, a falta de encontrar su propia parcela donde madurar el decurso sincronizado de vidas descoordinadas. Sienta bien acomodarse a las preferencias de los antecesores, decirse a uno mismo “heredo esta jerarquía sin chirrido en la permuta”. Y luego, desenamorarse de aquello que ni siquiera se ha amado supone un doble esfuerzo: mantener la conciencia tranquila asumiendo que nos hemos mentido, y dar sonoro carpetazo con la intención de sustituir estimas. Como casi todos los cinéfilos, nosotros también hemos pasado por este forzado agenciamiento, pudiendo decir ahora que en realidad nunca llegamos a conectar el cable con aquellos filmes, las chispas surgen desde la memoria, a posteriori, engrandeciendo algo que hoy encontramos ajeno. El cineasta Sam Peckinpah, abarcador de pasiones faustas, nos vino a colación, como anillo al dedo, al elucubrar sobre manos ofrecidas que terminan hastiando por aprieto efusivo y entusiasmo engallado. ¿Qué pretendía ese New Hollywood enseñarle al viejo bajo las señas del Grand Style? Todavía no llegamos a comprenderlo. Al volver a Pat Garrett & Billy the Kid (Peckinpah, 1973), nos resultan glaciales esos cuentos de vaqueros crepusculares, retomando la relación de aspecto trabajada por los cineastas más interesantes que albergó Hollywood antes de los años 60, ¿y para qué? Peckinpah intenta llevar adelante una tradición narrativa a la que ya nadie cuestiona ni reevalúa, el corte, el tajo, suponen de por sí una osadía digna de intoxicación laudatoria, los actos de estos toros salvajes enmarcan las emociones en un presupuesto de partida, trabajo soslayado, el actor bastará, Steve McQueen para The Getaway (1972), las arrugas de un Randolph Scott comandando destellos de melancolía ojival ─Ride the High Country (1962)─, imponiendo las reglas de su juego. Peckinpah acopla este camposanto de actores semimuertos al orgullo del espectador que conoce sus héroes, asume que el relevo será doloroso y mira el cuadro desde fuera, apuntando.
          Las acciones no se renuevan, pervive un desacompasado sentido de desorientación melancólica cuyo avance por el cuadro antepone el humor, los subrayados formales, a la consecuencia descomunal pero silenciosa de ondas de pasado restrictivas que terminan convirtiendo la escena más sencilla en un remolino al que le bastan dos planos rebotando entre dos personas colocadas una frente a la otra para prender la emoción y que las naturales verbigracias del montaje dormilón se vayan a hacer puñetas, entrando sustitutas las muecas de actores encontrando su voz en un terreno que les predispone a no cerrar el futuro, las horas del ocaso aquí no preceden al fatalismo, no podría ser tan sencillo, la experiencia de Robert Duvall en Assassination Tango (2002) no es la del actor made in Uncle Sam retomando la traza perdida a causa del declive físico, sino la de un hombre necesitado de encontrar viajando fulgores humanos, off the cuff, que reconfirmen su pervivencia como agraciada, actualizada con pequeños movimientos de los huesos faciales que no percatamos entonces, hace treinta años. Aquí, en el borde fronterizo donde el habla hispana se injiere dentro de los variados acentos de cosmopolitas urbes anglosajonas, o directamente se pasa hacia el sur, renegando de cualquier “adiós muchachos”, se planta cara a la asimilación del falso presente prefabricado, ofreciendo su propio estado social, colocamos los contemporáneos habitantes del continente desde una óptica que se comunica con ellos sin prototiparlos mercantilmente, operación análoga a la de un Victor Nunez en Spoken Word (2009). Duvall y Nunez reclaman su parte del juego desde la esquina, the corner, su falta de hincamiento deja traslucir la en verdad esperanzada siguiente juventud ─jóvenes buscando sus propias formas de expresión, el monólogo free form, la preparación de cócteles de diseño reemplazando al viejo mezcal, sacos de boxeo, hípica sostenida por niñas bravas, Gardel uniendo generaciones─. Tanto Assassination Tango como Spoken Word ofrecen una óptica de cineastas en edad provecta ─Duvall, 71; Nunez, 64─, con arrugas y donaire muestran la parcela de continente más mallada y pisoteada por delirios de sentimentalismo improductivo, desteñida de apegos interesados o inclinaciones de viejo perro cínico, y al término conseguimos congraciarnos con las marcas vigentes, expresiones, de franjas de edades que creíamos ajenas. Vueltas a incrustar en la tradición, sin soslayar el salto, se establece un pacto de diplomacia precisa, sin babazas, el viejo sigue firuleteando, los jóvenes lidian con la vorágine que coarta su palabra hablada: ambos establecen una suerte de consanguinidad encubierta. En ningún plano del filme de Duvall se empotra una intención sofocante. Su tango despierta una luz sobre la América inmovilizada en pósteres clavados con cianoacrilato, hora de levantarse de la cama, los rifles han cambiado de manos, nos persiguen veinte años menos en forma de mujer, y deberemos lidiar con ellos en calidad de mensajeros cabales, la edad no excusa la tristeza.
          De hecho, las virtudes de Pat Garrett & Billy the Kid no son precisamente aquellas de Peckinpah que todo el mundo parece repetir en sugestionado eco, esa morbilidad ágil entre dos polos del control, entre aguantar el plano-contraplano conversacional y la expansividad total de ritmos, zooms, rupturas de eje, encuadres que contestan su energía dilatándose o condensándose, casi de un refinamiento arcaico innecesario, ya estaban en el cine de Corbucci más intuitivamente instaurados, y otro tanto sucede con la tan mentada “mitología crepuscular”, elementos presentes y hasta temáticas recurrentes en multitud de wésterns de los 50 y 60, en pocas palabras, nada de lo que vemos es nuevo (tampoco lo pedimos, solo intentamos quitar las mayúsculas del manifiesto), ni litigia o pacifica. Lo que menos nos seduce en Peckinpah acaba siendo esto, el alargamiento de escenas con el fin de aumentar el efecto exhibicionista de la narrativa sostenida con arcos de hierro en encuadres que realmente no mutan por mucho corte o zarpazo introducidos, esta herencia es la que recoge el peor Tarantino en Reservoir Dogs (1992), las calcomanías de los 90 y 2000 en revivals del New Hollywood, es algo que molesta, porque solo nos permite ver el aparataje de la escena construida por un supuesto director incorruptible y nos es imposible penetrar una emoción, verla evolucionar. La forma más sencilla de epatar, a falta de realidad, pasado de virtuoso. Esa insistencia pesada en hacer al espectador copartícipe del frenesí que produjo al cineasta conseguir sacar adelante la película, controlar la producción, rodar como quiso la escena. Scorsese y lo excesivo, Spielberg y su veta infantiloide, Woody Allen remando y remando por ser cansino. El gesto que inflaría las venas excitables del biógrafo no interesa cuando mandamos mitomanía y filias baratas más allá de Alfa Centauri. Nosotros, que siempre hemos sospechado de cualquier idea que sugiriera un presente suicida, decimos no, en esas escenas no hay pasado. El pasado no está allí aplacado, directamente no hay pasado, y cuando existe se apela a una mitología demasiado mallada o al cuerpo icónico de un actor que de por sí emana historia; una virtud en canalizar más que una voluntad por construir. Las dos mejores secuencias de Pat Garrett & Billy the Kid, al contrario, corresponden a cuando el encuadre y su comparsa eligen no decantarse en ampulosidades, sino sostenerse, sostenerse… los inextricables sentimientos de Pat Garrett, forajido reconvertido en sheriff renqueante, solo brotarán momentaneamente cuando jugando a disparar al borde del río casi acabe a tiros, por un prurito de honor salvaje, idiota, alzamiento del rifle amenazante, contra un desdichado colono asustado velador de su familia. Ellos solo querían proseguir en paz intranquila su camino en barca… Del mismo modo que esta escena, el sostenimiento de otra serie de planos, la muerte lenta de un pobre diablo al que Pat Garrett embaucó para acompañarlo a recibir un disparo, ahí está sentado, mientras se pone el sol, lo sigue su mujer, convocando la absurda metafísica humana de morir por un desierto… el que será Hollywood luego.
          Repetimos, 2.35 : 1.
Cuando Raoul Walsh estrenaba sin pena ni gloria A Distant Trumpet (1964), las posibilidades narrativas de esta relación de aspecto no apuntaban a la disociación dramática por exceso de ampulosidad a la que se llegó en el New Hollywood. Falta de atención y respeto en la continuidad. Incremento de los peores tics ejercitados por los directores menos talentosos de la época clásica.

Oportunidades – Ulu Grosbard

1.85 : 1, encuadre de humildes, o a eso tiende en sus mejores manifestaciones.

Como contracara enterrada de ese New Hollywood, Straight Time (Ulu Grosbard, 1978) ha supuesto en nosotros la confrontación deseada inconscientemente, volver a las cárceles, casas de reinserción, agentes de la condicional, tiempo extra del que pende el resto de nuestra libertad, herida magnífica, el hermanamiento de un belga con un cine de experiencia endeudado a base de tropiezos mudos ─la fábrica ensordece los agravios al orgullo─, transportando latas en bloque, acompañados del ingrato jefe. Este ladrón en provisional libertad, Max Dembo, asfixiador y asfixiado, se topa con un mundo cuya llave, ahora bajo su chaqueta, enfrenta la codicia del propio despeñamiento de actitudes difíciles de atajar, del trueno de un púlpito a los susurros de un amante, entonamos el redescubrimiento de un actor al que no habíamos acabado de cuadrar el trío finiquitando el calabrote que une su porvenir restaurado a cada minuto de tiempo mortal, escapando en la autopista, violentando un círculo social desfallecido, entre la admiración y la mirada ajena. Grosbard deporta camino de ultramar las titulaciones excesivas, incapaz de triturar sus laberintos contemporáneos debido a su cercanía de observador privilegiado, en dos películas, y tras haberlo tenido de ayudante en el proscenio teatral, reposiciona a Dustin Hoffman dentro de la memoria de un nuevo espectador, acordona en un recoveco doloroso el tiempo que aflige la audición de Barbara Harris en Who Is Harry Kellerman and Why Is He Saying Those Terrible Things About Me? (1971), que se pregunta adónde han ido sus años ante unos ojos que quieren pasar a la siguiente cosa, el calado dramático no solo emerge con inusitada madurez descuajeringada, también habla frontalmente a un adulto que ha visto una década pasar en su rostro, sus extremidades, y monologa ahora a un escenario que no quiere ni escuchar sus tres mejores notas, la canción se pierde y resitúa con la sapiencia desesperada de una vida incatalogable, yuxtapuestos los momentos donde nada marcó la historia sin dejar la carta boca arriba, expuesta, secreta, a ojos del jugador cuyo envite rememora desde el derrumbe de todos sus presentes, una inyección letal de la única tristeza por la que, sí, nos acabarán perdonando en limbos foráneos, la misma de Pippa Lee (2009) ideada por Rebecca Miller, indistinguible de los pasos antiguos, del súbito descenso de la temperatura marina, buzos viendo agua en tierra, en adoquinado, el cine de experiencia se hermana con el libro genealógico, estado de dicha, limitación terrena, si tiramos de una cuerda, se vendrán abajo el resto de afectos, quizá quedemos enterrados por una conmoción mortífera.

Straight Time Ulu Grosbard 1

Who Is Harry Kellerman and Why Is He Saying Those Terrible Things About Me? Ulu Grosbard

Cuando se resuelve en Straight Time una escena en un solo plano que altera su apertura al término de no pocos minutos ─la introducción de Harry Dean Stanton─, ni llega la terrible casuística a semejar precocinada, dispuesta a entregar sacrificio y valentonadas al tiroteo final, todavía no pensamos en eso, el lazo que nos ata con el lugar no destensa, si nos ponemos optimistas, arrebatamos poco más de un segundo a la sucesión de acciones que hará emerger los humores subyacentes de los personajes. El contrapunto a esta sobrecarga lo ofrece Theresa Russell, cypher, actriz principiante cuyo mareo proporciona concomitancias de superficie al drama cíclico, claro, la delicadeza de un tiempo derecho que no damos acomodado, y que sin embargo reside menesterosa en el lado inverso de las damiselas en apuros, su hogar, el término central por el que los chicos malos desaguados de oxígeno intentan pactar sin coartadas ni engaños. Russell y Dean Stanton encarnan personajes que imploran ser sacados de allí, de la morosa cotidianidad laboral, del anquilosamiento conyugal, haciéndonos conscientes de que en ninguno de estos ámbitos nos ha sucedido a nosotros tampoco nunca nada singular, que pudiéramos llamar con propiedad “singular”.
          Max Dembo lleva atada a la espalda cual molesta grupa una labilidad producto de enfrentarse a un entorno ingrato desde el cual sentimos cada noqueo a la dignidad, intenta hacer lo correcto, poner cara de cordero, vivir rectamente dentro de la sociedad, pero su código de conducta lo espolea a trabar pactos con tal de no alterar la felicidad general, un amigo que desea pincharse droga en su provisional residencia sería detonante de tres años más entre rejas, y cuesta decirle un sonoro “aquí ni se te ocurra”. Hoffman va incrementando su dosis de tolerabilidad hasta llegar a un punto que lo convierte en falible debido a anteponer la frontalidad sentimental, de principios, al soslayo de las propias intenciones en pos de resultar invisible de cara a las fuerzas que coartan y merman nuestra voluntad. Ese particular peñasco por el que termina resbalando la fachada inicial, bienintencionada, acaba abriendo una rozadura a través de la cual no dejamos de sangrar hasta el final del filme. No se trata, como en tantas intentonas del New Hollywood, de una serie de obstáculos colocados casi a modo de yincana. El desfase con la sociedad, en aquellos filmes, no se gana desde el propio despliegue del mundo en planos; otra vez, se presuponen grietas insalvables desde mitologías de antihéroe, o de loser romántico. Aquí, desde las directrices escénicas de Grosbard, lidiamos con las innumerables descortesías que van desde el más feo ademán individual a restricciones monopolizando continentes: ambas terminan por minar la conciencia y violentar al hombre no solo en arrebatos de clímax final, también, y esto es lo que, de nuevo, realmente lastima, en prácticamente cada mirada y paso dado mientras los segundos mueren. Quien vive en una guerra mental sabe, no se le escapa, que su comportamiento jamás podrá detenerse, no hasta que se reinstaure, o temporalmente encuentre, un sosiego sin fariseísmo. Este dolor vence la paz en los encuadres, y notamos amontonarse los síntomas, contagiados por secuelas de batallas olvidadas: el supervisor en la fábrica de latas mirándonos por encima del hombro, cuales bebés necesitados de brújulas extra, mujeres de exconvictos negándonos el pan y asilo, enredos cínicos que llegan para engrilletar nuestra mano izquierda ─el agente de la condicional─, convencimiento implícito de que todos menos dos nos tratan en calidad de algo mucho más barato que seres humanos. Estirpe atávica de jodientes profesionales y colección inacabable de minúsculos desplantes. Dembo derrocharía afabilidad sin demasiado problema, intuimos, pero los sinsentidos connaturales a los pobres hombres y mujeres de la ciudad americana terminan desesperanzando tanto que, entendemos, a uno le dan ganas de coger la pistola más barata del mercado y plantarse en la partida de póker, saquear el maldito dinero. Aun con todo, a Hoffman no le costará encontrar cómplices en este mundo tan mermado. Deshonor entre ladrones.
          La experiencia literal, haciendo pactos con la ficción, negocia este cara a cara con unos términos ineludibles: a cada vida su particular representación en el desprendimiento de tierra. El calor humano en Straight Time no proviene de incidir una particular reflexión sobre el cuerpo glorioso de unos actores y actrices principales, sino que se nos recoloca en la ciudad, junto a sus gentes, trabajadores de fábrica, existen luego de fondo en los bares, habitaciones de motel sin sábanas limpias que por sus escuetos servicios básicos no se diferencian mucho de una celda en la penitenciaría estatal. Y si durante la fuga en la autopista se daba importancia a una modulación pasmosa de la velocidad, con el objetivo de suponer un cambio de barranco existencial, derrape de forma abrupta, acaban gozando de muchísimo más calado sensorial y transmisión ética aquellas reducciones de marcha que nos permiten apreciar un desfile subyugado de rostros, cuerpos, las pocas pertenencias de que disponemos, nuestras malformadas uñas de los pies, personajes no ya secundarios, por poco tiempo compañeros de celda, con los que ni tenemos ánimos ni se nos permitiría mediar palabra, un triste balido, esto es lo que llanamente entendemos por “vidas cruzadas”, no otra cosa, los silencios que soportaremos hasta que uno de los dos desaparezca cuando le surja ocasión de huir, una melancolía inmensa, la desoladora contemplación del gran rebaño estadounidense siendo reinsertado en los ochenta por ladridos de dóberman no ha lugar a la romantización. El velo ha sido levantado, fuera la gasa, los años no engañan.
          Si nuestra memoria ha tenido a bien desenterrar junto a este filme de Grosbard ─conviene recordarlo, versado director teatral antes que de cine─ ciertas cuestiones que teníamos solo intuidas sobre cómo recibimos el control formal en Peckinpah, quizá haya sido, en un principio, sí, por motivos caprichosos. Difícil no contraponer el romanticismo bajo cero de Straight Time, filme de atracos, huidas, arrestos y prórrogas, con las ensoñaciones de McQueen en The Getaway, secuencias que recuerdan a los más dudosos ensamblajes kitsch de Frank Perry, abusando de zooms y efectos retro. Sin duda, la delicadeza no era el pan de cada día para los moguls del New Hollywood. Esa predominancia, esa insistencia, en una gama de colores poco interesante, marrones, beis o grises feos, hasta el punto de afectar desmoralizando la propia disposición receptiva, el sudor, moscas y frituras de postín, elementos que se encuentran también en el filme de Grosbard, en los filmes del Paul Newman cineasta, pero allí bajo una luz natural, ajada y serena. Luego, seguimos observando, ansiamos entender, nos apercibimos que mientras Grosbard manufactura en dirección, en plano, las informaciones y cadencias, las detenciones en Peckinpah son aceleramientos o bajadas de velocidad muy básicas en comparación, cambios de marcha donde los chavales ─da igual si jóvenes o viejos─ sabrán en todo momento cómo reaccionar, cómo asombrarse, cómo venirse arriba, abajo, Peckinpah se las conoce para con un solo corte malfollado importunar a la vez al espectador y al productor del filme, mareo precocinado, una adrenalina en horas bajas.
          Insistimos, 1.85 : 1. Straight Time.
Un atraco ha faltado a la cita con el exhibicionismo, mas no con la tensión, con el tiempo enajenado que licuándose desfigura los recuerdos, las sirenas reclaman su parte de presencia, los desperdicios no encarnan saltos de eje, remanencia insalvable de ajustarse al decurso, creer que su retrato presto, el obturador más exacto que nunca, sencillo en sus modos, atento a los pasos y no a la sinfonía, a las melodías y no al coro, valdrá al fin para poder librarnos de las luces cegadoras.

Straight Time Ulu Grosbard 2

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Los acontecimientos no son otra cosa que tiempos y lugares inoportunos, uno es colocado u olvidado en el lugar equivocado y entonces se es tan importante como una cosa que nadie recoge.

Tres mujeres, Robert Musil

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Ulu Grosbard (1929-2012); Barbara Harris (1935-2018)

EL FIN DE LOS INDIES, «DEATH OF THE SAYLES MEN»; por Jon Jost

«End of the Indies, Death of the Sayles Men» (Jon Jost), en Film Comment. Vol. 25, n° 1, enero-febrero de 1989, págs. 42-45.

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Plain Talk & Common Sense (uncommon senses) (Jon Jost, 1987)

Ha pasado casi una década desde que el Independent Feature Project proclamó la existencia de un “nuevo cine americano”, una etiqueta colocada al lado de una cosecha de películas off-Hollywood que por entonces estaban siendo estrenadas: Alambrista! de Robert M. Young, Gal Young ‘Un de Victor Nunez, Northern Lights de Rob Nilsson [con John Hanson], y Return of the Secaucus Seven de John Sayles. Desde entonces, una larga lista de títulos ─que van desde los exitosos excéntricos Chan Is missing de Wayne Wang y Strangers Than Paradise de Jim Jarmusch a las iniciativas más tradicionales de Paul Bartel (Eating Raoul), o Young─ se han apretujado con una incluso más larga lista de productos salidos directamente de Hollywood (aunque “off-studio”) para reunirse bajo el mágicamente consagrado paraguas de lo “independiente”.
          Diez años después, compilados bajo la bandera indie, uno es más propenso a encontrarse con una lista de ejecutivos de estudio, abogados, distribuidores, y expertos en spin-off televisivos que a hacerlo con un verdadero cineasta, mientras que las discusiones circulan alrededor de variantes del tema preferido en las comilonas de poder de Hollywood ─la financiación creativa─ en vez de tratar la una-vez-importante estética, o ─Dios no lo quiera─ arte. Mientras nos acercamos a 1990, podríamos preguntarnos dónde se sitúan las preocupaciones indie a lo largo del continuum que va de los dólares y centavos al sentido fílmico.
          Mirando hacia atrás, la situación actual podría ser fácilmente predicha: la mayoría de los filmes promocionados por los abanderados y partidarios de la IFC fueron, desde el comienzo, filmes sólidos con un presupuesto modesto, inclinaciones liberales y mínimo estiramiento de alas artístico. Acumularon ─algunos de ellos─ un box office modesto, elogios liberales y palmaditas críticas en la espalda proporcionales a su atrevimiento artístico: solo tibiamente maravillosas. A la merced de estos filmes, el indie americano se habría esfumado, rápida y despiadadamente, a la manera del nativo americano.
          En cambio, una serie de peculiaridades ocurrió, interrumpiendo este guiso de papilla con sabor a PBS y convirtiendo a la escena indie en algo tan bizarro como la física de partículas subatómicas: en el espacio de unos pocos años, un puñado de filmes, cada uno con su propia historia encantada, emergió para obtener no solo reconocimiento crítico ─sobre todo en la América de Reagan─, también una distribución decente y un saneamiento del box office.
          Secaucus Seven de Sayles (1980), 75000 dólares en el presupuesto, se encontraba entre las iniciadoras que exitosamente conectaron con la nostalgia sesentera e hicieron vibrar el box office. Los magnates tomaron nota: Sayles iba viento en popa. Chan Is Missing de Wayne Wang, una comedia étnica de 25000 dólares, tuvo suerte de encajar en un espacio en la serie de New York’s New Directors, y recibió elogios del decano de la crítica, Vincent Canby. Conquistado el New Yorker, Wang estaba en su camino.
          En 1982, la sitcom tristona del SoHo Smithereens, de Susan Seidelman, dio resultado, y en la ola de interés que puso atención en esta New Wave, varios distribuidores nuevos tomaron cuerpo. En 1985, Jim Jarmusch, con apoyo financiero y crítico de Europa, intervino con Stranger Than Paradise, una comedia parboiled (1) formalmente refinada de pose hip Nueva York años ochenta. De nuevo, Canby derramó elogios, y Paradise recaudó 1.25 millones de dólares, ni hablar de las ganancias complementarias extraterritoriales y a causa de su lanzamiento en video. Esto para un filme que unos pocos años antes se habría languidecido en el marchito gueto de la universidad y el museo reservado para los “off-beaters” [“excéntricos”], como Variety invariablemente los etiquetaba. El indie estaba In, con el balance final ajustándose al ethos ochentero: ¡este rollo da dinero! Al tintineo de la pasta seria, los oídos y ojos del negocio giraron al sector indie.
          Naturalmente, la premisa de la expresión “filme independiente” adquirió un nuevo significado, del tipo que no solo atraía a los escritorzuelos hambrientos de tendencias de los medios, sino también a los profundos bolsillos de la industria. De repente, Seidelman viró de una autoproclamada “filmación de guerrilla” a tráileres de doce metros con Desperately Seeking Susan. La apuesta de Jarmusch fue aumentada de los 125000 dólares de Paradise al casi un millón y medio de Down by Law. Wang dio un salto desde las modestas proporciones de Dim Sum al lustre pulido hollywoodense de Slam Dance. Y con ellos, nuevos nombres, cada uno cuidadosamente envuelto en la bandera indie, acodado en las candilejas: Spike Lee y Robert Townsend, Alex Cox y Oliver Stone. De Hollywood al Lower East Side, del Bayou al Puget Sound, los filmes salían a chorros.
          Los presupuestos florecieron, y en iguales proporciones, asimismo los hurras promocionales. Uno difícilmente podía pasar una página impresa sin encontrarse con una descripción resplandeciente de otro “independiente” más en camino. Incluso las indigestas columnas del The Wall Street Journal asumieron la causa. Robert Redford, usando su estatus de estrella de alto perfil, osciló el foco hacia su Sundance Institute, que ofreció la hechicería técnica y profesionalismo de Hollywood al iniciado indie (así como una oportunidad de codearse con los hombres del dinero).
          Irónicamente, en el mismo momento que toda esta noción de “independiente” estaba mutando hacia un abrazo total de todas las cosas relacionadas con Hollywood, empezaron los cuervos antaño criados a sacar ojos. Incluso el dinero corporativo no fue suficiente para compensar guiones débiles y los proyectos de Lee, Seidelman y Wang cayeron en picado en el box office. Atravesados por los críticos y abandonados por las audiencias que ahora esperaban más a cambio de su dinero, los indies se tambalearon. Distribuidores cautelosos retrocedieron. La “independencia”, deformada y torcida por la Neolengua de la industria, se había convertido, en realidad (y usando jerga de Hollywood), en High Concept. Inflada con generalizaciones y vaguedades, su significado recayó en poco más que el corta y pega del artista del timo.
          Desde el comienzo, con su bautismo artificial bajo la égida de la IFP (que, en la mejor tradición de los mediocres de la publicidad, reconoció de forma bastante explícita la utilidad en cuanto a Relaciones Públicas en el uso de una etiqueta), se volvió evidente que el American Independent Feature ha sido poco más que un hijo bastardo de Hollywood, de pie ante las puertas, ansiando legitimidad. Mientras que sus formas embrionarias no han sido más que imitaciones enanas de los estudios, los partos más exitosos fueron enseguida arrebatados por los padres magnates. Demasiado rápido optaron Seidelman, Wang, Lee, Amos Poe, los hermanos Coen, et al. por el brillo de Sunset Strip, cediendo la jugada: la rúbrica de esta etiqueta manufacturada no era sino otra campaña de marketing del artificio inflado del legado Reagan, una farsa en la tarjeta de crédito cultural. Excepto en el más venal de los sentidos, poca de la ola indie americana circundó algo que pudiese legítimamente reclamar cualquier tipo de independencia con respecto al modelo estético hollywoodense, o la preponderancia de abogados, negociadores, y la charla del dinero, que llena aquellos seminarios salpicando el paisaje del mundo del cine.

1988: The Remake Rick Schmidt
1988: The Remake (Rick Schmidt, 1977)

A la moda de los últimos años ochenta, el tema real es el dinero: cómo recaudarlo, pedirlo prestado, gastarlo, ganarlo. Dejada muy atrás en la fiebre de este discurso está cualquier inquietud por el tipo de filme, estética o contenido. En el mejor de los casos, un murmullo tembloroso de las lenguas de la IFP menciona “humanismo”, esa palabra-vacía cajón de sastre para sentimientos que no se atreven a hablar en su nombre: liberalismo de izquierdas higienizado. No debe sorprender, entonces, que los filmes emanando de esta confluencia sean virtualmente inseparables de sus contrapartidas hollywoodenses. La envoltura “independiente” no es más que un subterfugio, un ángulo de Relaciones Públicas para los oscuros magos de la prensa, haciendo valer una diferencia que no está ahí. Excepto, quizá, en los dólares, el reclamo por la independencia comprará de Siskel & Ebert un guiño, que la MGM pagará con regalitos.
          ¿Y qué, entonces, más allá del alboroto del circo mediático del cine americano (incluso si está circunscrito al criterio “feature”), puede hacer un reclamo razonable por la “independencia”? Para aquellos que eligen no sucumbir al atractivo de los grandes billetes y su economía de mercado concomitante de ética y estética, el mural ─con un sentido ominoso de facilidad “natural”─ se ha oscurecido considerablemente. Mientras los 70 vieron la emergencia de un pequeño cuerpo de trabajos construidos tanto en el experimentalismo americano como en el “art film” europeo, y que circundó un espacio más allá de Hollywood (Yvonne Rainer, Jim Benning, Rick Schmidt, Mark Rappaport, yo mismo… pronto seguidos por Bette Gordon, Charles Burnett, Andrew Horn, Lizzie Borden, Jim Jarmusch, y Sara Driver, entre otros), los ochenta han sido testigos de su declive.
          Aunque esto pueda ser en parte atribuible al natural flujo y reflujo de las oleadas creativas, hay también más factores definibles. En el nivel más prosaico, el cambio drástico en la industria del filme de 16 mm, en la que el trabajo para subsistir de noticiarios de televisión, filmes industriales y educativos que han pasado a vídeo, ha resultado en la restricción de los materiales y servicios fílmicos disponibles. Por otro lado, los precios han aumentado, y la calidad del servicio se ha desplomado, todo esto dejando a los independientes con menos lugar en la habitación para maniobrar, tanto estética como fiscalmente. (Por ejemplo, efectos que son conseguidos fácil y económicamente  en reversal stocks ─como títulos sobreimpuestos en las imágenes─ se convierten en mucho más complejos y costosos en negativos originales). E incluso parece probable que en años cercanos los 16 mm colapsen como un medio viable.
          Simultáneamente, ha habido cambios en el circuito de exhibición con efectos negativos. La lista de museos, universidades y sociedades fílmicas que habían estado abiertos a tales trabajos se ha visto recortada por lo menos a la mitad. Y con el encogimiento incluso de este mercado marginal, los pocos distribuidores y cooperativas han clausurado o han sido reducidos a una presencia simbólica. Asimismo, aquellos mecanismos culturales que anteriormente habían acogido semejantes obras ─aunque solo fuese por el aliento de la copia en celuloide─ han cambiado sus atenciones. Así, James Benning lanzó Landscape Suicide (quizá su mejor filme), e Yvonne Rainer estrenó The Man Who Envied Women con apenas un aliento de comentario crítico fuera de las páginas de las más esotéricas revistas especializadas. Críticos antiguamente favorables se ocupan ahora con clichés retorcidos alrededor de la última basura de Hollywood o ensalzando la última carta de presentación hollywoodense como si se tratase de un verdadero genio creativo.
          La mentalidad del dinero que domina la producción fílmica ha afligido también a los Pooh-Bahs de la prensa, que presume de mantener la guardia en las puertas de la cultura. Un fiasco de 30 millones de dólares salido de Hollywood exigirá columnas de explicación en las páginas de The Village Voice, The New York Times o American Film, mientras que una obra maestra de 20000 dólares pasará completamente sin notificación previa. Y el mural solo parece empeorar: The National Endowment for the Arts, por ejemplo, en línea con la política Reagan, anunció recientemente una nueva subvención de 25000 dólares restringida a productores de trayectoria probada, ¡destinada a ayudar en la completitud de un paquete de producción de un filme para el lanzamiento en salas ─léase “comerciales”─! Un independiente real podría hacer un filme entero con ese dinero.
          Y así el viento sopla. Mientras los laboratorios eliminan gradualmente los 16 mm o en el mejor de los casos lo reducen a un formato solo-para-masoquistas, la elección pasa a 35 mm, con sus incrementos en costes y presiones en pos del “go commercial”, o, para bien y para mal, con el fin de trabajar en vídeo de nivel-consumidor donde los avances tecnológicos ofrecen ahora virtualmente estándares técnicos de nivel-profesional a precios humildes. Salvo que ocurra un cambio súbito en el clima cultural nacional parece seguro predecir que el pequeño nicho previamente ocupado por el cineasta verdaderamente independiente se reducirá a un punto de apoyo insostenible, con la producción dejándose caer en el filme ocasional de financiación europea ─como Down by Law de Jarmusch─ o el extraño producto típicamente americano hecho contra toda lógica.

The Man Who Envied Women Yvonne Rainer
The Man Who Envied Women (Yvonne Rainer, 1985)
Landscape Suicide James Benning
Landscape Suicide (James Benning, 1986)

Es probablemente justo, entonces, escribir en el muro el obituario del independiente americano en cualquier forma distinguible de Hollywood ─si no es hoy, mañana. Las energías que encontraron expresión allí tendrán que inclinarse ante las demandas del “mercado” o, más bien, trasladarse a otras formas más dispuestas para el artista-outsider. Mi propia apuesta estaría en una combinación de síntesis vídeo-ordenador, hecha con equipo doméstico como Super VHS, Beta ED, o formatos en vídeo 8 en interfaz con Amiga o Atari o la nueva generación de ordenadores Macintosh para gráficos y música. Estas herramientas, utilizadas con la misma mentalidad iconoclasta que distingue a los verdaderos independientes, ofrecen la misma elasticidad estética y espacio para creativos recortes de coste que antiguamente hicieron del filme en 16 mm un formato tan ventajoso. A medida que se produce este giro, indudables presiones para canales en desarrollo de distribución y exhibición darán lugar a equivalentes electrónicos a las cooperativas fílmicas de los sesenta. Y en el cambio hacia este formato diferente, la naturaleza de la relación entre el artista y el espectador también virará, con el artista genuino encontrando avenidas interesantes muy alejadas de la rutina de las cadenas de televisión o el flash de la MTV.
          Pensar que tal desarrollo ocurrirá autónomamente con respecto a la deriva general de nuestra cultura sería naif: el arte raramente se materializa desde un vacío. Y aunque pueda ser prematuramente optimista, uno intuye un cierto desaliento, una inquietud con las ofertas culturales (por no mencionar las sociales/políticas) de los años pasados y el presente. Todavía desenfocado e inseguro, esto promete no obstante una erupción futura de ideas y energías acumuladas. La acción, cuando llegue, se encontrará en algún lugar lejano de los cañones cínicos de L.A. O eso espera uno.

Nota de los traductores:

(1) Juego de palabras con hardboiled. Hardboiled como subgénero literario, a la vez ligado a la acepción “duro”. Parboiled, por lo tanto, “precocido”.

 

DESHINCAR LA BASTARDA SUSTANTIVACIÓN DE LA EXPERIENCIA

Perfume (Michael Rymer, 2001)

Perfume Michael Rymer 1

As pine, beech, birch, ash, hackmatack, hemlock, spruce, bass–wood, maple, interweave their foliage in the natural wood, so these mortals blended their varieties of visage and garb. A Tartar–like picturesqueness; a sort of pagan abandonment and assurance. Here reigned the dashing and all–fusing spirit of the West, whose type is the Mississippi itself, which, uniting the streams of the most distant and opposite zones, pours them along, helter–skelter, in one cosmopolitan and confident tide.

The Confidence-Man: His Masquerade, Herman Melville

1. UNA NUEVA FORMA DE CONTROL

En su característica línea de parábolas dialécticas, Jean-Luc Godard distinguía entre dos formas de llevar a cabo el acto de creación de imágenes: por un lado, estarían aquellas imágenes que han venido al mundo para plasmar un pensamiento, quizá pretendiendo reflejar cierta “idea de justicia”, por el otro, estarían aquellas imágenes que, lejos de pretender ser la plasmación de un pensamiento, llegan a pensar por ellas mismas, nunca aspirando a ser un espejo pulido que manifestaría exactamente las distancias de un concepto, sino una superficie en movimiento que busca significarse en sus pretensiones de dar alcance a aquella “imagen justa”, precisamente por ser pensante, que introducirá asimismo en el espectador el germen del pensamiento.
          La dirección chata, nociva, improductiva, de creación que señalaba Godard (ir desde un “pensamiento justo” hacia lograr su pretendida imagen) la distinguimos claramente de la otra, afirmativa, transitiva, valiente, que reivindicaba: un pensamiento trabajando en acto que por el mero hecho de su estar en marcha, su mecha como fuerza inteligente, conciba, dadas las debidas gracias a la realidad material, un conjunto de imágenes que ya no lo representan unívocamente, a él, el coartífice, más bien comienzan a pensar, como decíamos, por ellas mismas, sea por una probable dispersión bien entendida de signos, sea por contraposición fortuita en forma de choque, reflexión esta última de Pierre Reverdy ─el poeta surrealista tan influyente en la práctica de Godard─:

«La imagen es una creación pura de la mente. No puede nacer de una comparación sino de una yuxtaposición de dos o más realidades diferentes. Cuanto más distante y verdadera sea la relación entre las dos imágenes yuxtapuestas, más fuerte será la imagen ─mayor será su poder emocional y su realidad poética».

En cualquier caso, en este terreno fértil donde la imagen comienza a crear signos propios, también el espectador encuentra un espacio para pensar con ella, divergente o confluentemente. Pocos filmes hemos encontrado en el cine americano independiente, entendido este término en las decenas de acepciones que se le han venido dando desde los tempranos años noventa, que nos hayan hecho circular el pensamiento de un modo más inopinado que Perfume, de Michael Rymer.
          Pero sabemos que nada de lo que existe ha sido creado ex nihilo. Sin embargo, en una primera recepción, tras un impacto demasiado fuerte, hay algunos filmes que pueden parecerlo. Regímenes de imágenes cuyos atributos, semejanzas, previsiones, no podremos capturar al vuelo, hasta diríamos no haberlos visto nunca, entonces, ¿de dónde diantres han salido?, ¿cómo habrían logrado, simplemente por medio de su fuerza motriz, espiritual, llegar a la existencia?, ¿acaso la intempestividad puede retomarse? Son preguntas que nos surgen, por desgracia, ante pocos filmes, y este ha sido el caso de Perfume, perteneciente a un hoy desconocido cineasta, según los escasos datos, desde hace once años realizador trabajando exclusivamente en episodios de TV. Hablamos de una película cuyo movimiento tendencial creemos inclasificable en dos categorías que han venido subyaciendo, más o menos teóricas, en la crítica y ensayos cinematográficos. Centrípeta y centrífuga. Otorgando las más de las veces, inconscientemente, unas cualidades de fortaleza moral, incluso de bienestar cerebral, mente limpia, al segundo de los términos. Lo centrífugo asociado a apertura de signos, planos y cortes generosos con sus aledaños, posibilidades expansivas de filmes desatados de un centro neurálgico caprichoso, el mismo que concentraría en la ordenación opuesta fuerza centrípeta suficiente como para hacer sentir que todo oscila hacia su dirección. Nosotros hemos encontrado filmes cuyo suceder hemos tenido a bien categorizar, lidiando retos cinéfilos introducidos en conversaciones encendidas, de “guerras receptivas”, un desacomodo de la percepción en la que el truncamiento, hincadura del diente en estrategias “a contrapelo”, nos abocaba a estar bien incómodos hasta pasado un rato de metraje, donde comenzábamos a distinguir los signos y al fin podíamos pensar en consecuencia. Entonces, tampoco los filmes de guerras receptivas centrípetas eran algo desconocido para nosotros, incluso queriendo problematizarlos en aras de un mayor entendimiento del aparato cinematográfico, podíamos llegar a conclusiones precarias pero idealmente sólidas. Quizá se trataba de un movimiento a medias intencional, tendencial, constante pero quebradizo, hacia un centro que irradiaba ruptura. Pensamos en algunos filmes de Andrzej Żuławski, tales como Mes nuits sont plus belles que vos jours (1989) o Cosmos (2015), con grandes angulares, Steadicam, recursos sustantivados en su hincapié que atesoran un acercamiento interesante al desacomodo del espectador, incluso logran captar en ciertos momentos, separando algunos planos de la sucesión artificial que los engloba a todos, perspectivas forzadas de urbanismo europeo que a nuestros ojos les resultan desafiantes. Su cine funciona, grosso modo, por adición, un suma, suma y suma donde al final nos acostumbramos a estar desacostumbrados. Y no es poco. Estos filmes de Żuławski, o Longing for the Rain (Tian-yi Yang, 2013), construyen una congruencia bien adjetivable, de una entereza resolutiva, solapados a la corriente de un río bravo. La revelación y, por tanto, el conjunto de imágenes resultantes del choque, tenderán a circular en una dirección que inmediatamente nos intentará traer de vuelta a su sucesión encomiable, rarificada.
          Destensemos entonces esta sofocante situación, demos las cámaras a un australiano llamado Michael Rymer y pidámosle que sea algo menos polaco, algo menos desesperado, llevémoslo a los Estados Unidos de América, sacado de su Melbourne natal, con casi tres semanas de rodaje, un reparto hormigueado de nombres aún por conocer, otros bien conocidos pero lejos de su esplendor, algunos en un punto intermedio donde su avidez les colocaba en una situación de entrega a proyectos sui generis. Veamos el resultado. El atrevimiento inicial consiste aquí en colocarnos in medias res de escenas salteando, retornando, sobre personajes a los que les une un hilo muy tenue: dedicarse al negocio de la moda en la ciudad de Nueva York. Fotógrafos, diseñadores, incluso estrellas del rap. La mayoría de situaciones, entenderéis, se encuentran concernidas por la charla empresarial, adulta, en tesituras movedizas, avezadas, donde la identificación protagonística no acaba de clarificarse. Varios personajes copan, reclaman el encuadre, y este a veces concede, a veces ignora, en planos perceptivamente asequibles que pronto se revelarán contenedores de demasiadas cosas. Atravesados, se nos otorga ver encargos laborales, relaciones fuera del trabajo, cargas imponderables de pasado, nada supone una ofuscación o congestión receptivas más de lo que puede serlo la pedestre realidad. No acaba de caber el histerismo, y si procede, se presenta, como queríamos, destensado, hay ruido de voces, pero de unas cuatro o cinco, las mismas que pueden encontrarse en cualquier sala de espera u edificio de oficinas. Su centro sigue para nosotros, de todas las maneras, difuso, nebuloso.
          Pasados los minutos tras el visionado del filme, y con algunos derrumbes demasiado cerca, recapturamos como podemos el conjunto de pensamientos que han ido anejados y aún no desprendidos de la obra. El entusiasmo confuso es considerable, no por ello despojado de señales clarividentes de apoderamiento emocional, dejadas tras la estela de un número de escenas fugaces cuyo recuento necesitaría menos dedos de los contenidos en una sola mano. Sentimos en Perfume la consecución de un giro epistemológico en nuestra manera de entender el medio. No menos revolucionario por no hacer ningún decoro a todos esos “en consecuencia” del cine que ansiábamos ver derrumbados. Semejante arrojo lo presentimos también con The Voice of Water (Masashi Yamamoto, 2014), esa posibilidad de ver desbaratado el curso natural de la sucesión de planos con un filme de una cualidad prolija, entendida en el sentido de una variabilidad de decisiones atañederas a la puesta en forma que fuese mutando los ritmos, velocidades, humores y, por extensión, la comunicabilidad certera de la obra con el espectador. No intuir o adivinar el curso del filme, su respiración y fisiología, una vez vistas las tres primeras escenas, pero tampoco meternos en la cabina de una noria descarriada con rumbo a ninguna parte, sudando y alcanzando la extrema rarefacción acaparadora de la propuesta al completo. Dicho filme japonés no lo conseguía aunque el intento se atisbaba. Sospechábamos que un metraje desligado de esos “en consecuencia” ya solo podríamos encontrarlo en producciones con unos medios tan mínimos como para que incluso nos chocase dulcemente el etalonaje de un plano tras pasar el corte. Perfume no opera bajo estas prerrogativas: con respecto a su presupuesto y unidad fotográfica, el filme entra sin hacer ruido en una tanda de obras bien afortunadas en lo que incumbe a momentos lumínicos, horas del día cuidadosamente sopesadas por cineasta y director de fotografía, Rex Nicholson. Su trabajo en estas lindes nos es grato y familiar. Nuestros ojos no luchan aquí en el sentido de “giro”.
          En los demás apartados, encontramos replanteamientos epistemológicos tan frontales, en parentesco con los problemas fundamentales de la ficción cinematográfica y su consecución en una sucesión de planos, que no podemos hacer más que delimitarlos y explorarlos. Replanteamiento, sí, de la relación de la cámara con los personajes, de la relación del tiempo del plano con el drama, de la forma en la que un grupo puede vivir este drama sin desligarse del conjunto pero conservando su individualidad. Perfume no es un filme caótico ni desordenado, al contrario, conforma su propio ruido, su propio orden, su propia jerarquía de personajes dentro del plano, y por tanto dentro de su comunicabilidad con los otros restantes y con nosotros mismos. El filme se unifica en una cierta música cuya amplitud de onda, expandiéndose o concentrándose, avistamos, incluso disfrutamos, a distancia, concedida por el pasado vivido, redefinida por el futuro. Esta amplitud, retomando un pensamiento anterior, a veces se concreta en momentos de fuego interno donde creemos, ahora sí, poder aprehender el filme, ser la ciudad, ser la puesta en forma, experimentar esos momentos de instancias emocionales singulares que nos ofrecen los filmes buscados sin pausa; a la larga, han sido concreciones localizables difusamente en un metraje que se dispersa y descentra con el paso de los minutos, sin embargo, y he aquí una de las características innatas e intransferibles, a escala humana.
          Perfume cambia su lógica emocional por completo en su transcurso, nos es difícil otear su tendencia (a nivel de escalas de plano, de temas, de grupos), y hace todo esto manteniéndose fiel a una trabazón subterránea y limpieza de planos que ligan estos cuerpos poblando el filme, sus aplacamientos emocionales, con un cine de experiencia salido de su mismo vientre.

2. «ALL DIALOGUE IMPROVISED BY THE ACTORS»

Pasemos ahora a la cuestión del grupo y el relato coral, afirmando, ya de entrada, que en ningún otro filme americano del siglo XXI creemos más pertinente hablar de polifonía. Voces conversando unas por encima de las otras, tropezando, mascullando; si uno ve el filme con subtítulos, llegará un momento en el que percibirá imposible ir a la par, no por una falta de sincronización, esta será perfecta y las palabras incluso podrán ser casi exactas, pero el diálogo improvisado ─siempre dentro de un marco general, una inteligencia que lo enmarca y delimita, acompasa─, la posibilidad de centrarnos en uno u otro personaje, la mayor atención que nos convocará uno u otro, hará que captemos las palabras y cosas enfrente del aparato hasta un cierto punto y basta. Nuestra percepción da sentido y emoción a un rango de elementos delimitado. Fuera de este rango, unos cuantos acordes suenan y nos llevan límpidos, mejor aún, poseídos de una gradación coherente, de personaje en personaje. En la gradación de Perfume nosotros encontramos, trasplantada desde otro paraje, un correlato directo con algunos filmes de Godard como Détective (1985), Nouvelle Vague (1990) o, mismamente, Hélas pour moi (1993), obra donde Alain Bergala veía en su corrillo o coro de no menos de ochenta personajes unas historias particulares desarrollándose a la par del eje principal: todos y cada uno de los secundarios, aunque contenidos en una frase, gozaban de su propio destino. En Perfume hay algo de esto: aparecen personajes que salen tres veces o cinco minutos ni siquiera en el término principal del plano: si vemos las tres escenas de un determinado actor o actriz que figure en la película habitando unos pocos planos, sin permanecer aislado de otros cuerpos interactuando con él o acompañándolo, seremos capaces de sacar algo de su presencia incluso aunque la totalidad de su charla haya tenido que ver con aspectos coyunturales del mundo de la moda, citas a las que no se podía faltar, talles que perfeccionar.
          Estos referentes están en la sombra. Latentes, inconscientes, si se los quiere llamar así. Hasta en el filme más ex nihilo hay algo rastreable. Una narrativa, unos arcos, distendidos, desligados de la congruencia. Primeramente, aquí no podemos encontrar a un Gérard Depardieu como ancla a la que volver, y negaremos que Jared Harris haga la función del actor francés, no hay un eje principal pero, y esto es lo verdaderamente sorprendente, tampoco una polifonía controlada en cuanto a histerismo modulado, algo que nos hace tener en estima insoslayable filmes tardíos de Robert Altman como Dr. T & the Women (2000). Recordemos la presión ambiental de este filme de Altman, totalmente opuesta a la distensión de Perfume: atendiendo al plano de entrada en la consulta del ginecólogo Richard Gere con cola interminable, créditos superponiéndose a medida que transcurre el incidente, encontramos el control a contrapelo característico del cineasta americano. Extras desmonopolizando el ingrato control supervisor de la escena por las estrellas. Al contrario que Daney ─aunque entendamos su postura y nos ayude a clarificar su encomiable itinerario como cinéfilo─, nosotros creemos ver más en los filmes de Altman que la mera dirección, y es que en ese histerismo modulado, pillándonos de improviso, torciendo las formas académicas hegemónicas, de las que se apropia y rarifica o hiperboliza rarificando, el cineasta llega a una suerte de sinceridad emocional en la que se establece como legítimo continuador de formas y tradiciones del cine de su país ─Jean-Marie Straub sobre Dr. T & the Women─, estableciendo verdaderos rompecabezas sentimentales, desasociando el zoom de su uso bastardo, mezclando una cantidad ingente de recursos cuyo uso y avance en lo que respecta a técnica y drama habían sufrido un parón en el frente más industrial de Hollywood una vez llegados los años sesenta, con los viejos clásicos siendo expulsados del sistema de estudios. Altman los retoma, y recoge con ellos un itinerario donde incluso llegamos a avistar en un filme la polisemia completa, innumerada, que resulta de recoger, compendiar y expandir el zoom con respecto a la mirada dentro y fuera del campo, caso de Come Back to the 5 and Dime, Jimmy Dean, Jimmy Dean (1982). Altman, también Alan Rudolph, traspasaron la modernidad cinematográfica como testarudos estudiosos, enamorados, de la historia que la precedió, difuminando taxonomías, haciendo avanzar las cosas. A finales de los años noventa, incluso el de Kansas City se podía permitir establecer su propio corro de celebrities divergentes, surcando la raya pseudolibertaria del país natal, estableciéndose transnacionales, en productos-semilla de los mamotretos endogámicos con los que la Costa Este iba a inundar en pocos años el vertedero hollywoodense. La culpa, evidentemente, la cargarán los sucesores. Las caras desconocidas y los extras seguían rebajando la dictadura del rostro icónico, Altman no atenuó jamás su particular democracia del plano, dictadura del director haciendo trastadas.
          Perfume, batallando en otras lides, no necesita a un figurante que nos haga desviar la mirada de Jeff Goldblum ─productor ejecutivo del filme─, encuentra en su disposición escénica polifónica un desbalance que inquieta de por sí el estatuto de la estrella, haciéndola vulnerable en su transitar por el plano, convirtiéndola en algo más que un cuerpo-función, algo menos que un modelo de altas miras, cada intérprete afina aquí una relación exclusiva con sus diversas contrapartidas, viéndose obligado a negociar el tiempo que le es concedido, saliendo fuera de sí mismo, redefiniendo incluso su intransferible modo de caminar, mirar y escuchar, una llamada sosegada a participar en un ejercicio que deberá distinguir del juego por la fuerza, de la yincana. El plano comienza y termina con el actor portando una disposición mental renovada, la democracia ha tenido lugar en un pacto previo, quizá susurrado, y el estupor, claro, nos lo llevamos nosotros al ver esta superación del viejo teatro, pavor vocinglero, aquí el espectador entra en contacto con un nuevo orden, estado de cosas, y la duda acechará; ante una balsa de aceite tomada con disimulo, las bambalinas no podrán vislumbrarse con facilidad, concernidas encontrará las alertas al escuchar una nota esperando tres, un silencio ansiando grito, una cesión extemporánea elucubrando ruptura. Las voces y cuerpos pivotan dentro de escenas cuya médula no requerirá aprender a ver en vez de leer, ese punto lo teníamos asimilado, ahora toca escuchar con los ojos y democratizar nuestras rígidas expectativas, jerarquías de atención perceptiva inhabituadas a que las cosas no se le contrapongan todo el rato, a que el despilfarro requiera otro término al no derrocharse las palabras una vez masculladas o entregadas.
          Convenimos pertinente clarificar un equívoco, y es que dentro de todas esas características asociadas a una malentendida modernidad, creemos ya demasiadas veces en un a priori donde la imagen de este cine nuevo, de signos trastocados, está por naturaleza desustantivada, y esto no ocurre aquí. El territorio del cine de experiencia, donde los signos existen en un territorio fronterizo habitado por verbos que arrastran con ellos al devenir y su tren de acontecimientos, nos atrevemos a decir, llega connatural con la explosión en el mundo de ciertos acontecimientos limítrofes, no tanto tras la II Guerra Mundial, sino con la expansión de la sensación Guerra Fría y la creciente ansiedad encarnada en desesperación, melancolía o estoicismo frente a los indicios de unas décadas solo un poco más acá de la historia oficial, allí donde se anotarán las causas de la siguiente gran barbarie inhumana. Perfume se encuentra rebasada esta tesitura, y su polifonía, por lo tanto, si bien incrustada a la fuerza en los anales del cine, estalla como una redefinición, desembocadura de río, una confidencialidad adulta que no todo espectador estará dispuesto a aceptar, quizá víctima de un egoísmo perceptivo. Nosotros batallamos su metraje con gusto. Esta charla empresarial que parece dominarlo todo está cargada de un pasado intimista indirecto, cuyo trazado sentimental no atraviesa una dinámica grupal encapsulable, acotable con el paso de los minutos. Este habla imparable puede replantearse sus velocidades, pasar de cinco a dos, y de repente las cuestiones a reconsiderar serán otras, sobre cómo afrontar un intercambio dual en el cine americano, con respecto a qué arquetipos deberemos trabajar, hasta dónde podemos llevar la noción de arquetipo, de dramatis personae, y con cuánta relevancia estos términos están imbuidos en relación a la propia biografía y existencia en presente del actor, la situación a tratar, también en tamaños de plano, ¿una ida y vuelta entre él y ella, con algún inserto en detalle por el medio?, ¿un recorrido más complejo donde juguemos con una serie finita de angulaciones? Trazado emocional de planos donde será complejo avistar su despliegue dentro de la escena, intuir, adivinar, dónde empieza y termina el siguiente, descentramiento que puede recordarnos a algunos filmes de Abel Ferrara como ‘R Xmas (2001), un no deber nada a la historia del cine, al menos un deber de boquilla, aunque sabemos que el cineasta del Bronx la tiene bien compartimentada en su memoria, sus planos bailan en una periferia extraña, y transmiten al espectador una sensación de anarquía controlada. Preguntas que ambos cineastas parecen hacerse a sí mismos. Los filmes de Ferrara, debemos decirlo, nos resultan aprehensibles hasta el extremo si los contraponemos al de Rymer. Así de osada resulta la apuesta con que estamos tratando.
          En Perfume, no obstante, recibimos una respuesta unitaria, en bloque, en un solo filme, a la vez, y su decibilidad compositiva, con un principio de exclusión claro, problematiza frontalmente este acercamiento inesperado al drama grupal. Hablando de cine, venimos recibiendo una respuesta dualista al sopesar la importancia del cuerpo del personaje en relación a la escena: identificación dramática o distanciamiento, y entre medias todos los niveles posibles. Es falsa. Solo una escala de relaciones como cualquier otra. El filme de Rymer niega estas dos posibilidades, al igual que la disgregación, aunque pase de grupo a grupo, de grupo a dúo, de dúo a actor, de actor a actriz, su confluencia tiene que ver más con una purificación que se articula a la manera de un relevo godardiano, polifónico, no tan francés, que afirmativamente se pronuncia: somos americanos, somos independientes, podemos probar que nuestra radicalidad es tanto más asertiva que la vuestra, camaradas franceses, en John Cassavetes tenéis la prueba del algodón, nos encontraréis dispuestos a batallar, como país de ciudadanos belicosos que somos, sobre cuál es la verdadera nacionalidad del cine. Love Streams (1984) resuena aquí cuando Robert Harmon vacía su casa de huéspedes, no tanto el comienzo con el corro de invitados, aunque cabe notar la confusión inicial en ambos filmes, que da paso en el caso de Cassavetes a una revelación sentimental mucho más acotada que en Perfume. Ya en un primer visionado, no obstante, e incrementándose en la rememoración,  existen momentos en la segunda mitad de ambas obras donde los lazos sentimentales empiezan a atravesarnos sin coartadas de cuerpos inundando el plano ─si bien en Perfume nunca lleguen a desaparecer─, difuminando lo que deseábamos ver arrasar la escena en decenas de pequeñas presas.
          Si el filme de Cassavetes se dirigía hacia el individuo desafiando en la noche lluviosa más intempestiva el caos emocional que le circundaba, el de Rymer se va conformando como una sinfonía de una ciudad, repetimos, a escala humana, con una asistematicidad abrumadora a la hora de presentarnos una escena, incluso a la hora de elegir cuál será la siguiente. No se trata del lugar común de imbricar una historia en la otra o de ejercer un virtuosismo sobre una narrativa de historias cruzadas, su paisaje no lo requiere, aunque todos aportan sentimentalmente algo al collage que no se sabe collage desde su propio trabajo, sin salirse de sus límites, aunque logremos ver, jerga mediante, algo de su modus operandi, cuestión hakwsiana. Abstengámonos de esperar encontrarnos aquí uno de esos finales-milagro donde la ficción, después de cogernos desprevenidos con su desbarajuste señalético, termina impensada a recogernos en una grata colchoneta, el personaje vuelve y lloramos. Era el caso de Love Hotel (Shinji Sômai, 1985). Si Perfume introduce a un nuevo actor en el plano, este podrá desaparecer cinco escenas más tarde y ni siquiera nosotros nos habremos dado cuenta de que esa era su última vez, solo al terminar el metraje, si lo repensamos, caeremos en la cuenta. Las idas y venidas no responden a una lógica narrativa de equilibrios argumentales, su orden se piensa, pero el fin que lo remata no puede ser remachado, solo terminar en corte abrupto, sus espejamientos nos hacen entrever una distancia tan grande como entre Marte y Júpiter.

3. PREGNANCIAS EN LA MECHA

No nos encontramos ante un manifiesto premeditado ─aun cuando sus raíces se remonten a las teorías de Sanford Meisner, bien aprendidas por Rymer a través de su actriz y acting coach Joanne Baron, ya puestas en práctica en Allie & Me (1997) junto a ella, filme rodado en nueve días, con 80000 dólares y ningún guion. Predecesor cuyo destino quedó incluso más fuera del radar que Perfume─, el deseo por apuntalar una nueva manera de entender el cine de ficción sobrepasa cualquier guerrilla o experimento contingente. Su propositividad bulle en alto grado. No ha tenido solución de continuidad, la falta habrá de recaer en el curso inclemente de la industria. Caso muy extraño, entonces, el de este proyecto, el de este cineasta, cuyos filmes anteriores ni posteriores explican o se miden en formas, espíritu, clemencia, y mucho menos en calidad ─nos hemos tomado la molestia de comprobarlo─ con la existencia intempestiva del que nos ocupa. Caso singularísimo. Si hemos visto, entonces, aquello que separa a Perfume de otros filmes, encontraremos con los minutos, y dejando la obra calar, un poso de experiencia desustantivada, respondiendo a un deseo de registrar relaciones, cuerpos, urbanización, en sintonía con los pellizcos de inconsciencia bruta de la vida. Y esta brutalidad posee su propio código. Recordemos la situación temporal, una ciudad neoyorquina en un mes cualquiera de principios de siglo. Veintiún días, quizá. Vistos ahora tras pasar por la moviola y el polvo del tiempo, se redescubren ante nosotros con una confidencialidad inaudita, que deberemos aprender a ver una vez acabado el filme, o a medida que se amontonen los minutos, y es probable que cada espectador se quede con tres momentos pregnantes a los que desee volver, en los que el filme se hizo translúcido a sus ojos. Perfume no nos enuncia un dato perdido en la cronología, nos descubre espacios contra-efectuados en los que tuvieron lugar unos cuantos intercambios de superficie, con un grupo de actores dispuestos a arriesgarse, pasar por ahí y ponerse a prueba, entregarse a las lógicas emocionales, reactivas, del otro. En ese enclave la emoción salpicará con una particular energía a cada espectador, siendo este el miembro faltante del círculo, el conminado indirectamente para dar una respuesta sensitiva al pase dialógico que le lanzan tres actores. La mecha del filme prende en un momento del visionado y desde ahí el ser humano receptor empezará a recopilar su propio circuito de sentimientos, traerá a la tierra lo que deambulaba en la sinfonía, vivirá su propio arco de cine de experiencia en un prendimiento cuyo fin no atisbará en profundidades ni alturas, sino en una parcela que le permitirá incluso relajarse observándola, repensándola, volviendo a ella, pero para esto primero debió de pasar por el necesario desaprendizaje, malas costumbres inculcadas. Y así se desvirtúan los linajes, se mezclan las clases, edades, el filme posibilita captar el movimiento legítimo de una actriz y apercibirse de esta captación en retrospectiva. Cuán acostumbrados estamos a trasladarnos dentro de las normas tácitas de un cierto tipo de ficción que necesitaremos una buena dosis de pensamiento extra para retornar al vientre del filme, de donde surgen esos sentimientos en arquetas que poco a poco se van distinguiendo de cualquier tipo de cacofonía, término que no debe nada a este metraje, ni interesa perseguir a sus miembros.
          Ejemplificamos: Perfume tiene a las estrellas, pero estas no han coagulado, incluso ahora, vistas tras su estallar dentro de la mutilada cultura contemporánea, nos siguen dando la sensación de atraparlas en un momento de confidencia pasmosa, pasado hecho carne de estudios culturales, con las Torres Gemelas a punto de caer; esta es la contingencia dichosa: recreación en el talle, etiqueta y esas pequeñas manías que dan al que pasea por Nueva York un aire de mágico absorbido. A Monica ─Morena Baccarin─ le sostenemos la mano, alcánzandola memoria mediante, y sentimos asistir a unos vídeos confiscados de hace veintiún años, donde todavía era la becaria de alguien, necesitaba llevar unos cuantos cafés, no conocía su lugar de más o menos preponderancia dentro del plano, estaba por allí, una más, perdida en su tímida gracia, cuatro seres humanos rodeándola, hablando cada uno de sus tareas, ella tenía varias misiones en la mente, y como ella otros tantos, en ese momento, no obstante, ella todavía no pertenecía al plano, el plano no le pertenecía a ella, nosotros todavía no contábamos con ella y ella no contaba con nosotros. Ubicados en tal circulación de insospechadas desposesiones, terminamos aprendiendo a ver y oír un desbalanceo cuyo principio y final no podremos tajar en una sucesión localizable traspasados diez minutos de metraje: la cualidad en bruto sobresale, no remacha, Monica desaparece y ni siquiera se enciende la sombra de una duda, no debe su retirada al arte del resabido del que luego decenas de discípulos harían gala indigestamente, véanse las entradas y salidas de plano en multitud de filmes corales con pacata moraleja. Monica abandona el taxi, entra en el ascensor, mira y tropieza sus palabras, intuimos, lo más cerca posible de Morena, y Morena debe tanto a Monica como Monica a la película. La cuestión del director en relación al personaje, por tanto, se destensa. Si efectuamos cinco brazadas más, cabe la probabilidad de retrotraer nuestra mirada al vídeo de una antigua graduación, quizá una fiesta de jóvenes actores abriéndose camino bajo algún Luxury Apartment. Ni siquiera el nombre de Jared Harris ─Anthony─ aparece en el afiche principal del filme. En este momento, la relación del actor con su nombre imaginario se ha convertido en intangible. El entusiasmo y la incertidumbre se lograrán captar detrás de las cámaras, e incluso corroborar si uno es lo suficientemente curioso. La pertinencia del fluir de Perfume nada debe a una congruencia rígida.
          El corte en esta hora cuarenta seis minutos treinta y cuatro segundos procede abruptamente sin querer constituirse abrupto, no disuelve, no enlaza, no concatena, sus emparejamientos nos dan la señal y luego caemos en un muelle avistado desde un ángulo en el que pocos norteamericanos pensarían comenzar una escena. Así, Halley ─Michelle Williams─ señala los habitáculos de la empresa donde trabaja su madre, como quien no apuntala el gesto, ni siquiera estamos seguros de que su apuntamiento tuviese un destino concreto, después de la pregunta pertinente de “¿por qué tanto tiempo separadas?”, el corte llega como si no quedase más metraje que añadir, la inteligencia residirá en otra cuestión, qué vendrá luego, y en esta confluencia la respuesta requerirá un pensamiento ágil, diligente, otra vez, el mosaico que no se sabe mosaico. La inteligencia infinitesimal de la que hace gala el filme supera al cineasta y equipo, el filme es más inteligente que su cineasta.

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La grabadora con las Torres Gemelas de fondo redefine la clásica entrevista godardiana, el ángulo que abre esta escena deslocaliza la congruencia rematada made in Żuławski, hinca el diente, pero unos segundos, no hace del hincamiento la clave de la sucesión de planos, es solo el cuadro inicial. Caben jump cuts ─planos saltarines─, un zoom in empezando y terminando que casi ni avistamos, un travelling… Escenas como esta desemplazan el espacio hegemónico de la entrevista de trabajo y convocan un sentimiento nuevo, propio del cine de experiencia. Aquí, los personajes se graban deseosos de preguntar y responder. Un nuevo tipo de corte, desacoplado de la sustantividad europea, repetimos, más congruente, lógica aun en su momento más ilógico ─Żuławski─, así Leese ─Mariel Hemingway─ y Darcy ─Mariska Hargitay─ conversan sobre un tejido de pashmina sobrevolando una tarde aireada, preguntas relamidas asimismo llevadas por el viento a transmutarse en algo así como huroneo grato, que se sinceren aún más bajo esta charla casual, también conocemos ese preciso instante en medio de la más bochornosa entrevista de trabajo, todas las entrevistas son de trabajo, ese segundo, redirección de intenciones, donde creemos y hasta nos concedemos el lujo de ser espontáneos, nos embarga la dudosa emoción de que el intercambio es sincero y terminamos siendo genuinos, con un pelotón de cuerpos militares circundando los cielos y subsuelo. Pocas emociones retornan con más fuerza en este filme, después de prostituirla bajo explotaciones de qualité [Star 80 (Bob Fosse, 1983)], Mariel reclama su independencia. Pañuelo verde al viento, la grabadora no logra incrustarse en la dinámica ochentera de frontalidad limítrofe, calculada con números de acero, intercambios profesionales encapsulados en montajes picados, engañosos y peligrosos en su frontalidad. Otra cualidad del cine de experiencia: registrar en movimiento los cuerpos ejerciendo una especie de revancha sobre el tiempo que los congeló.
          Retornamos a Godard en otra entrevista, esta vez con un plano-contraplano variable en escalas, cuya cualidad de fusil frontal interroga cara a cara, de ser viviente a ser viviente, en una relación de añorado (¡ay!) amour fou, cinco minutos de gloria donde, por una vez, la erección vehemente del entrevistador se termina contagiando a la fotografiada, así circulan las confesiones con todo el maldito staff fuera, entre Anthony y Leese/Jared y Mariel. Cuero sojuzgado, despachado, dando paso a la vestimenta natural, de andar por casa, y obviamente, más envidiable la apostura de Mariel que en cualquier otro filme previo, las venas de los pies cruzados circulando en el espacio acordonado de las vivencias laborales, al final terminando nosotros viendo el trasvase sin haberse realizado ninguno, a fuerza de amar la libre circulación de signos, esa que el cine americano tiene a bien recolocar unas pocas veces cada década: en 1980 lo había hecho Dennis Hopper con Out of the Blue.

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Perfume_(Michael_Rymer,_2001)

Aquí, ahora, después, ya familiarizados aunque analfabetos con la jerga y medio acondicionados al refinamiento rupestre del sucederse ex nihilo, un posado nocturno en Times Square de Estella Warren ─Arrianne─, visto o no visto por Halley, terminará funcionando como uno de los plano-contraplano más desarmantes que todo el cine anglosajón nos ha regalado en lo que lleva de centenario. Fuera de las oficinas, rechazada la oferta high standing por desmesurada procacidad, esta nadadora canadiense triangula el nacimiento de una nueva cultura, que ahora pervive en el disfrutar mirándose, la autoconsciencia desmesurada, embaucadora unión de expresión personal con intereses crematísticos. Solemne atrevimiento, el derrumbe de América comenzó al confundir un abrazo con la emancipación. El momento mantiene su emoción indefinible, desnudar la avenida, montar la sesión pública, depender de la fe ajena al posar, cientos de ojos queriendo desnudar el rojo. Todavía había una señal de Stop. Aquí la cámara sí se permite reflejar ligeras gotas de lluvia sobre el objetivo, deslizarse como en un photoshoot. El daño o su posible cantidad de desperfectos lo recibimos directo al corazón cuando pensábamos que no sabíamos casi nada de Estella, de Arrianne, y sí un poco más de Michelle, de Halley, la desposesión final, Times Square con respecto a nosotros, enfrente de la basura, vileza, los ojos y el fotógrafo fortuito. El saber-quererse de Estella activa el influjo terminal de poder femenino dentro del circuito de la moneda americana sobre los ojos de aquellos que todavía buscaban enjuagarse las carnosidades. Una última escaramuza ante los flashes en el centro de la ciudad.

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En nombre de la situación histórica de nuestro tiempo, que es quizá el único criterio que tenemos aquí para saber a quién nos enfrentamos, para establecer lo que somos, lo que debemos evitar ser de nuevo, en lo que somos capaces de convertirnos.

Roberte ce soir, Pierre Klossowski

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BIBLIOGRAFÍA

Behind the Scenes of Perfume