UNA TUMBA PARA EL OJO

RECLAMANDO LA TIERRA

Strangers in Good Company [The Company of Strangers] (Cynthia Scott, 1990)

Strangers in Good Company Cynthia Scott 1

In my sweet little Alice blue gown,
When I first wandered down into town
I was both proud and shy, as I felt ev’ry eye,
But in ev’ry shop window I’d primp, passing by.
Then in manner of fashion I’d frown
And the world seemed to smile all around.
Till it wilted I wore it, I’ll always adore it,
My sweet little Alice blue gown.

Alice Blue Gown (L. Friedman, B. Whitson)

Autobús varado en medio de la campiña canadiense, un conjunto de siete ancianas más camarada negra, joven en comparación, deben reposar en una casa cualquiera, plantada ahí por vaya Dios a saber, desde luego no era aquella donde Constance pasaba sus veranos, sus ya tan lejanos julios y agostos, de niña, vencido ya el recuerdo pero no agotado. Constance es triste, vive triste, dicen de ella sus accidentadas compañeras. Los personajes adoptan el nombre de las actrices, existencias puestas en diálogo a la candela del relato. Dicha casa funciona de hospicio transitorio, y poco tardan las ocho mujeres en entretenerse con tareas rurales, remembranzas, deseos de futuro, estas siete ancianas disponen su sabiduría y la condimentan con una pizca amarga de recelo y temor, lo vivido no se puede ignorar, retornan fotografías de hace cincuenta, sesenta, setenta años, las vemos en la flor de su vida, nos embarga el enternecimiento, surgen estos registros e instantáneas a la manera de un pétalo cayendo sobre el pelo de las nanas, una corola de néctar posándose sobre la cabellera de Beth, temerosa a quitarse la peluca, la suspicacia candorosa escolta, vergüenza por dejar visibles los signos de un natural apagamiento del cuerpo… No importa, Michelle, la referida muchacha de color, le quita los rubores y la hoja cae sobre las raíces de la hembra, la luz nos permite ver el remanente de sus verdaderos mechones, y casi corremos a aconsejarle que se quede así, con el pañuelo rodeándola. Una ligera gratificación de savia recorre los momentos que pasamos con cada uno de estos seres humanos, Cynthia Scott les proporciona el terreno, los instrumentos ─la frondosidad da oportunidades sin desconfianza─, y ellas agradecen, aprovechan esa congruencia. Princesas perdidas en la niebla de una estación incierta, su fin de siglo será el nuestro.
          En compañía de extrañas, la buena comparsa del aparato, el plano medio cerrado, encubridor de los más sigilosos testimonios. Los epitafios del tiempo se esconden, la tierra les hace la peineta, larga cabalgata de sensaciones al trasluz de los porches y verandas, un tiovivo afeccional cargado de reencuadres yendo a parar al sentimiento bruto a modo de los que nos podemos encontrar en uno de los grandes filmes de Henry King. Este es mi sitio como espectador, me digo al escuchar las ganas que tiene Winnie de volver a enamorarse, rememorando anhelos juveniles, llenándose de dinamismo, aludiendo a una pareja recién vista: tenían apetencia, él y ella, de comerse enteritos, jugarse el destino. Qué poco saben los jóvenes cuando se entregan el uno al otro del plus de lozanía que pueden concederle a una anciana, Winifred hasta pensando en ellos podrá vencer su miedo incunable a las ranas. Este es mi sitio como ser humano, vuelvo a susurrar. La casa estaba ahí, desierta, y durante cien minutos, un huracán social la puso patas arriba, colapsó la proscripción a las zonas vedadas de mi colectividad. Serge Daney lo sentía con Francesco, giullare di Dio (Roberto Rossellini, 1950); actualizo esa generosidad del encuadre hacia mis ansias negadas, agazapadas. La emersión emocional de Alice, Beth, Catherine, Cissy, Constance, Mary, Michelle y Winnie estalla al lado mío, pero no dentro de mí, la visiono con la cerca entreabierta del abuelo que quiere verme entrar a su casa, comer conmigo. Confiado y de buen corazón, encomienda a mis manos libres para hacer el camino en soledad.
          Trenzadas al lado de las alimañas cordiales del riachuelo y noches con ronquidos de desconocida procedencia, ellas se entienden silenciosamente, y no se callan, pero al hablar cambian, sus temas recorren una dialéctica que ha sobrepasado los vanos rencores, ya se instalan los consejos en bocas de las que no sospechamos malicia, desnudan sus ayeres con constancia calmosa, en un lecho de yerbas: el suave orgullo de Catherine, monja, la admisión de homosexualidad echada al aire, como un respiro, de Mary. Alguien las escucha, allí, acullá, eso llega. Cuando olvidan, lo hacen para sí. Constance borra recuerdos y difumina su vida en unos horizontes propensos a deslizarse arriba y debajo del encuadre. Piden nada, esperan lo que pueden. Échame una mano, aguarda conmigo la llegada de la suerte. Al dar fin el estado temporal de abarrancadas, salimos de la ígnea puesta de sol tendidos a los ojos del creador. Recorren el entorno doméstico donde la cinta remata salomas, hachos, embaimientos e intermisiones del presente, que se han esparcido por el mundo arcano trabucando los cuadrienios. Acudiremos a la próxima vendimia.

Strangers in Good Company Cynthia Scott 2

Strangers in Good Company Cynthia Scott 3

Suena The Silky Veils of Ardor (Joni Mitchell)…

UN RESERVORIO DE FE

La carta que nunca fue enviada [Neotpravlennoye pismo] (Mikhail Kalatozov, 1960)

La carta que nunca fue enviada (Mikhail Kalatozov, 1960) 1

Siglo pasado, a diez años rebasado su ecuador (’60), de las esperanzas del cine, a este lado del charco, ¿qué quedaba? Por un lado, el espejismo de un renacimiento europeo post-Segunda Guerra Mundial acusando resquebrajamientos visibles: el neorrealismo con respiración asistida, como diría Pier Paolo Pasolini, «muerto de hambre», la necesidad impuesta por la destrucción de las bombas vuelta virtud insuficiente, «ningún filme del que hablar»; en resumen, una pena (la reconstrucción, la mercancía y la libertad sexual se revelaron como estéticas más veloces, más seductoras). Hacia el Este, el pacto de Varsovia: oficialmente, un realismo socialista casi siempre infame, incapaz de soñar como se sueña verdaderamente. El cine volverá cuando se recupere la fe, aunque se trate en un primer momento de tener exclusivamente como religión la conjunción entre lo social y el cine (Free cinema, los cahieristas debutando tras la cámara, Antonioni, etc.), la sabiduría de los viejos, la inocencia de los jóvenes, a debate. A contracorriente, en el interior de esa archialternativa que fue la URSS, todavía quedaba alguien para quien la frialdad polar de la sabiduría y el linde ardiente que es la inocencia podían subsumirse en una matemática común, minerales de distinta composición pero cristalizados en el mismo estrato. Simplemente una fe sostenida, dura como el diamante, irrecuperable por nunca perdida, en el peor de los casos, enterrada, a la espera de ser hallada por algún pionero. Travellings imparables, montaje stajanovista, el cine que ─gustaría suponer a los ilusionados─ hubiera amado Lenin. Hablo del georgiano Mikhail Kalatozov, para muestra, un filme: La carta que nunca fue enviada.
          En lo concerniente al plano del discurso, desde el principio se nos advierte que el revisionismo, la vuelta a un hipotético comunismo primitivo, ni cabe ni es deseable. Según el canon marxista, la salida de la Pre-Historia supondría el abandono por el hombre del «reino de la necesidad», y el comienzo de la Historia, una suerte de inauguración del «reino de la libertad», al menos teóricamente posible. Adoptando esta perspectiva, en verdad, a poco que tratemos de imaginar, Thoreau a solas en su cabaña desastrada debía componer un cuadro bien risible. La procesión soviética, gozosa, va por fuera: Andrey se pregunta cómo podría ser vivir en Siberia siempre (no le gusta el «ruido de las ciudades», donde todo el mundo corre), Tanya, su amor, le contradecirá contagiándole el baile, su ardor por el «loco y exuberante Moscú» hasta debajo de la lluvia. Andrey le pregunta si le ama y Tanya ─cabrioleando en el agua enfebrecida─, sin responderle, cantará sus amores al instituto de Geología, a las Colinas de Lenin, a la calle donde vive, a su casa, a los helados. Hacia la mitad del filme, cuando el fracaso de la logística expedicionaria se le aparezca al moribundo como muy real, Andrey se sacrificará para salvar el mapa sin dudarlo, dejando escrito que se trata de «simple aritmética». Y nosotros, espectadores, nos preguntamos: ¿cómo es posible que, siendo tan total la adherencia al espíritu, al discurso oficial del partido ─a la «línea dura»─, el filme se sienta tan libérrimo? Y nosotros, como espectadores de hoy, gastaríamos saliva, palabras, energía mental, la poca vida que nos queda inútilmente si insistiéramos en sacar a colación términos como “inocencia” y “sabiduría” ─de aquel cine ruso, de aquella época…─, cuando haríamos mejor en fijarnos en cómo se mueve la cámara: anclada a los personajes pero con desenvoltura.

La carta que nunca fue enviada (Mikhail Kalatozov, 1960) 2

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La estepa que a duras penas llegaremos a atravesar es la de la fe, la del ritual, la del instinto. La Gran Guerra Patriótica habrá acabado cuando pasen las cigüeñas (el augurio). No lo social, sino la colectividad, la tierra de Dovzhenko. Son ejemplos sencillos, cotidianos, ni siquiera de dignidad: el echarse a la calle, ir a votar, el hecho de reciclar, etc., cuando la Historia se mueve por cualquier movimiento en masa, es evidente que la contribución individual de cada uno de los individuos no ha hecho la diferencia, cosa que presuponemos cada vez que nos planteamos la magnitud de lo que ha de moverse y si vale la pena que gastemos un esfuerzo vital costoso en una contribución inapreciable. La fe en el progreso es la mayor fe (y si no, es al menos la nuestra); en el trabajo sóviet: emulación socialista contra competitividad capitalista. A este grupo de geólogos les mueven sentimientos del todo contrarios al de los buscadores de oro que pueblan los relatos de Jack London. Nadie prioriza en el filme sobrevivir, su única preocupación es entregar el plano que localiza las piedras preciosas. Cinemáticamente, la partenogénesis de la individualidad se nos presentará entonces como producto de una frágil resonancia interna, modulada por el timbre de la fábrica, de la escuela, de la publicidad, de la familia, etc., convicción lanzada como un desafío contra todos aquellos fementidos que ya no saben de desindividuación, de esa emancipación que otorga el solidarizarse tan suicida y premeditadamente con un dogma. Para comprender este punto ningún filme mejor que Francesco giullare di Dio (Rossellini, 1950), donde la comunión es con el mundo ─hermano Sol, hermana Luna, hermano viento, hermano fuego, hermana muerte corporal─, el comunismo más sincero. ¿Cómo podría loarse, por otra parte, un documental de Riefenstahl sin hablar del modo en que la masa es representada a la vez que se le muestra el camino, de lo sensual que se nos aparece el efebo noreuropeo al inicio de Olympia (1938), del prurito de totalitarismo que despierta en todos nosotros esto?
          El hecho cristalino, el que nos enfulgece, es que en Kalatozov el ego de los primeros cineastas soviéticos está ausente: bajo el pretexto de poner el cine a trabajar al servicio del lenguaje de la revolución, ellos habrían puesto la revolución a trabajar al servicio del lenguaje de su cine. Stalin, siempre perspicaz, apreció rápido esta inversión en el caso Eisenstein. En otro orden de cosas no sin conexión, adivinaremos que la epistolaridad en épocas pasadas debía aparecérsele al entendimiento como un asunto desesperante, fuente de mil tribulaciones para el alma. Confiar en el arribo exitoso de una carta enviada lejanamente, un asunto de fe ─recuérdese el mensajero imperial en Kafka─; de ahí el absoluto abigarramiento de lo real, del mundo en su integridad que se interpone: árboles, fuego, nieve, cada palada de tierra, la naturaleza en definitiva, hermana cuando caiga en las manos del hombre. La frágil resonancia, el débil tintineo que constituye al ser individuado no podría concretarse sin estas resistencias, solo en fatiga (en trabajo) la colectividad permite y desea ser aquilatada. La necesidad previa para alimentar a tamaño leviatán sin fondo será guardar en el corazoncito un reservorio de fe, inagotable, crepitante, el cual permita a los cuerpos arrastrarse un poco más antes de morir congelados. No importará que los espectadores de hoy no entendamos o no queramos entender, a pesar de esta y otras dificultades parece que los diamantes llegaron a Moscú: al año siguiente la URSS puso en órbita el Vostok 1.

Mikhail Kalatozov