La carta que nunca fue enviada [Neotpravlennoye pismo] (Mikhail Kalatozov, 1960)
Siglo pasado, a diez años rebasado su ecuador (’60), de las esperanzas del cine, a este lado del charco, ¿qué quedaba? Por un lado, el espejismo de un renacimiento europeo post-Segunda Guerra Mundial acusando resquebrajamientos visibles: el neorrealismo con respiración asistida, como diría Pier Paolo Pasolini, «muerto de hambre», la necesidad impuesta por la destrucción de las bombas vuelta virtud insuficiente, «ningún filme del que hablar»; en resumen, una pena (la reconstrucción, la mercancía y la libertad sexual se revelaron como estéticas más veloces, más seductoras). Hacia el Este, el pacto de Varsovia: oficialmente, un realismo socialista casi siempre infame, incapaz de soñar como se sueña verdaderamente. El cine volverá cuando se recupere la fe, aunque se trate en un primer momento de tener exclusivamente como religión la conjunción entre lo social y el cine (Free cinema, los cahieristas debutando tras la cámara, Antonioni, etc.), la sabiduría de los viejos, la inocencia de los jóvenes, a debate. A contracorriente, en el interior de esa archialternativa que fue la URSS, todavía quedaba alguien para quien la frialdad polar de la sabiduría y el linde ardiente que es la inocencia podían subsumirse en una matemática común, minerales de distinta composición pero cristalizados en el mismo estrato. Simplemente una fe sostenida, dura como el diamante, irrecuperable por nunca perdida, en el peor de los casos, enterrada, a la espera de ser hallada por algún pionero. Travellings imparables, montaje stajanovista, el cine que ─gustaría suponer a los ilusionados─ hubiera amado Lenin. Hablo del georgiano Mikhail Kalatozov, para muestra, un filme: La carta que nunca fue enviada.
En lo concerniente al plano del discurso, desde el principio se nos advierte que el revisionismo, la vuelta a un hipotético comunismo primitivo, ni cabe ni es deseable. Según el canon marxista, la salida de la Pre-Historia supondría el abandono por el hombre del «reino de la necesidad», y el comienzo de la Historia, una suerte de inauguración del «reino de la libertad», al menos teóricamente posible. Adoptando esta perspectiva, en verdad, a poco que tratemos de imaginar, Thoreau a solas en su cabaña desastrada debía componer un cuadro bien risible. La procesión soviética, gozosa, va por fuera: Andrey se pregunta cómo podría ser vivir en Siberia siempre (no le gusta el «ruido de las ciudades», donde todo el mundo corre), Tanya, su amor, le contradecirá contagiándole el baile, su ardor por el «loco y exuberante Moscú» hasta debajo de la lluvia. Andrey le pregunta si le ama y Tanya ─cabrioleando en el agua enfebrecida─, sin responderle, cantará sus amores al instituto de Geología, a las Colinas de Lenin, a la calle donde vive, a su casa, a los helados. Hacia la mitad del filme, cuando el fracaso de la logística expedicionaria se le aparezca al moribundo como muy real, Andrey se sacrificará para salvar el mapa sin dudarlo, dejando escrito que se trata de «simple aritmética». Y nosotros, espectadores, nos preguntamos: ¿cómo es posible que, siendo tan total la adherencia al espíritu, al discurso oficial del partido ─a la «línea dura»─, el filme se sienta tan libérrimo? Y nosotros, como espectadores de hoy, gastaríamos saliva, palabras, energía mental, la poca vida que nos queda inútilmente si insistiéramos en sacar a colación términos como “inocencia” y “sabiduría” ─de aquel cine ruso, de aquella época…─, cuando haríamos mejor en fijarnos en cómo se mueve la cámara: anclada a los personajes pero con desenvoltura.
La estepa que a duras penas llegaremos a atravesar es la de la fe, la del ritual, la del instinto. La Gran Guerra Patriótica habrá acabado cuando pasen las cigüeñas (el augurio). No lo social, sino la colectividad, la tierra de Dovzhenko. Son ejemplos sencillos, cotidianos, ni siquiera de dignidad: el echarse a la calle, ir a votar, el hecho de reciclar, etc., cuando la Historia se mueve por cualquier movimiento en masa, es evidente que la contribución individual de cada uno de los individuos no ha hecho la diferencia, cosa que presuponemos cada vez que nos planteamos la magnitud de lo que ha de moverse y si vale la pena que gastemos un esfuerzo vital costoso en una contribución inapreciable. La fe en el progreso es la mayor fe (y si no, es al menos la nuestra); en el trabajo sóviet: emulación socialista contra competitividad capitalista. A este grupo de geólogos les mueven sentimientos del todo contrarios al de los buscadores de oro que pueblan los relatos de Jack London. Nadie prioriza en el filme sobrevivir, su única preocupación es entregar el plano que localiza las piedras preciosas. Cinemáticamente, la partenogénesis de la individualidad se nos presentará entonces como producto de una frágil resonancia interna, modulada por el timbre de la fábrica, de la escuela, de la publicidad, de la familia, etc., convicción lanzada como un desafío contra todos aquellos fementidos que ya no saben de desindividuación, de esa emancipación que otorga el solidarizarse tan suicida y premeditadamente con un dogma. Para comprender este punto ningún filme mejor que Francesco giullare di Dio (Rossellini, 1950), donde la comunión es con el mundo ─hermano Sol, hermana Luna, hermano viento, hermano fuego, hermana muerte corporal─, el comunismo más sincero. ¿Cómo podría loarse, por otra parte, un documental de Riefenstahl sin hablar del modo en que la masa es representada a la vez que se le muestra el camino, de lo sensual que se nos aparece el efebo noreuropeo al inicio de Olympia (1938), del prurito de totalitarismo que despierta en todos nosotros esto?
El hecho cristalino, el que nos enfulgece, es que en Kalatozov el ego de los primeros cineastas soviéticos está ausente: bajo el pretexto de poner el cine a trabajar al servicio del lenguaje de la revolución, ellos habrían puesto la revolución a trabajar al servicio del lenguaje de su cine. Stalin, siempre perspicaz, apreció rápido esta inversión en el caso Eisenstein. En otro orden de cosas no sin conexión, adivinaremos que la epistolaridad en épocas pasadas debía aparecérsele al entendimiento como un asunto desesperante, fuente de mil tribulaciones para el alma. Confiar en el arribo exitoso de una carta enviada lejanamente, un asunto de fe ─recuérdese el mensajero imperial en Kafka─; de ahí el absoluto abigarramiento de lo real, del mundo en su integridad que se interpone: árboles, fuego, nieve, cada palada de tierra, la naturaleza en definitiva, hermana cuando caiga en las manos del hombre. La frágil resonancia, el débil tintineo que constituye al ser individuado no podría concretarse sin estas resistencias, solo en fatiga (en trabajo) la colectividad permite y desea ser aquilatada. La necesidad previa para alimentar a tamaño leviatán sin fondo será guardar en el corazoncito un reservorio de fe, inagotable, crepitante, el cual permita a los cuerpos arrastrarse un poco más antes de morir congelados. No importará que los espectadores de hoy no entendamos o no queramos entender, a pesar de esta y otras dificultades parece que los diamantes llegaron a Moscú: al año siguiente la URSS puso en órbita el Vostok 1.