UNA TUMBA PARA EL OJO

DE UNA JUVENTUD A OTRA: CLASIFICACIÓN BÁSICA DE ALGUNOS CONCEPTOS E HITOS; por Michel Delahaye

“D´une jeunesse à l´autre: classement élémentaire de quelques notions et jalons” (Michel Delahaye), en À la fortune du beau – Editado por Capricci, colección dirigida por Emmanuel Burdeau (2010, págs. 170-183). Originalmente publicado en Cahiers du cinéma (enero de 1968, nº 197, págs. 78-81).

1. PEQUEÑO BALANCE DE LO DE ANTES

En los primeros tiempos del cine, todo estaba permitido. La costra llegó más tarde: paradójicamente, después de que la adición del sonido hiciera del cine un arte completo. El lisiado prodigioso iba a convertirse en un atleta perezoso.
          En los años 40-55, el encostramiento estaba en su punto álgido. En Europa, al menos, porque en América (todo sucede como si las mismas limitaciones se hubieran convertido allí en fructíferas restricciones) el cine se había superado a sí mismo ─que, además, se había convertido en el medio de expresión por excelencia de toda una civilización. En Europa, pues, solo siguen apareciendo algunos de los grandes (pocos, de hecho, o con dificultades). Para el resto, el cine es cuestión de ingresos. Trucos y astucias. Socialmente: una mafia de técnicos-funcionarios. Soberana. Impenetrable.
          Pero ya en los 45-50 se produjo una primera conmoción con el neorrealismo italiano (independientemente de sus cualidades intrínsecas), y Rossellini, que se desmarcó de él, tuvo cierta influencia. Añadan, en nuestra casa, dos golondrinas solitarias: el Farrebique de Rouquier y Les dernières vacances de Roger Leenhardt.
          También en esa época, un crítico escribió como ningún otro lo había hecho: nuestro padre para todos, André Bazin. Y bajo la dirección de Bazin, los ya jóvenes Cahiers comenzaron (1951) su trabajo. Ellos serían los impulsores de la segunda y mayor conmoción: la Nouvelle Vague, que floreció en el 59 con Rivette, Godard, Truffaut, Rohmer, Chabrol, de Givray, a los que se sumaron Rozier y Demy.
          Mientras tanto, algunas aves raras han sobrevolado la escena en formación desmarcada: Antonioni, Bergman, cuyos primeros filmes fueron descubiertos entre 1950 y 1955, Varda (La pointe courte, 1954), Astruc (Les mauvaises rencontres, 1955). Franju y Resnais, por su parte, dominaron el cortometraje.
          En 1958, aparece también un catalizador capital: Jean Rouch, del que se descubren Les maîtres fous y Moi, un noir. Capital, porque es el producto y el motor de una determinada técnica. Digámoslo brevemente: miniaturización y refinamiento (cámara en mano, película sensibilizada, sonido captado con Nagra), que fue el primero en manejar por completo. Poco a poco, uno se da cuenta de que el tiempo se ha alargado (se puede filmar antes y después), el espacio también (uno puede desplazarse mejor), mientras que la impedimenta, y por tanto los precios, se han reducido. El material y el equipo preceden o siguen a la sensibilidad del momento: queremos rodar lo que nos plazca, cómo y cuándo nos plazca.
          Pero Rouch es también el producto y el motor de una cierta moral. Como etnólogo, estudia a la gente, luego utiliza el cine como medio de este estudio, y el medio se convierte en un medio de expresión: una técnica y un arte. Ahora bien, como etnólogo, Rouch era ya un hombre para quien la técnica del acercamiento era necesariamente una moral del acercamiento. Porque si actúas de forma sesgada con las personas que quieres estudiar, pronto no habrá más estudio posible. La moral, la eficacia y la belleza se garantizan mutuamente.
          No es casualidad que la naciente Nouvelle Vague se reconociera en este etnólogo y este Rouch: les ayuda a descubrir o redescubrir una serie de cosas relacionadas con la naturaleza y el buen uso del cine.
          También íbamos a descubrir o redescubrir que la expresión de la realidad no posee belleza-verdad (y universalidad) si no aceptamos esta realidad como datada, situada, en definitiva: particularizada. Otro cuestionamiento de este cine de esclerosis basado en toda una jerarquía de convenciones, categorías, figuras que definen la pseudouniversalidad de un cierto realismo y un cierto «lenguaje».
          Una película anterior que acaba de reestrenarse nos da un buen ejemplo: La Marseillaise (1937) de Renoir, de la que varios críticos han lamentado hoy que en ella se hable un idioma extraño: el «cómico-marsellés». Toda una concepción traiciona aquí su supervivencia, y otra revela su permanencia: la que quiere que respetemos a los seres en su verdad humana, histórica y geográfica. En resumen: toda una moral y toda una técnica de la vida ─y del sonido en particular, elemento decididamente explosivo, que encontramos siempre en primera línea (obsérvese cómo dos tercios de las «Entrevistas» publicadas por los Cahiers se superponen con el sonido) en todas las aventuras del cine vivo.
          Además, Renoir y Dreyer (por poner solo unos ejemplos) supieron jugar muy pronto con el sonido, la improvisación y la interpretación no profesional. Esto nos lleva a comentar que, si efectivamente existen el cine nuevo y el viejo, hay sobre todo (como decía el otro, en este caso Boulez, hablando de música) lo bueno y lo malo. Y por lo tanto, debe tenerse en cuenta que la Nouvelle Vague no pretendía tanto romper como renovar (por encima de la esclerosis) con lo viejo. Simplemente, la aparición en 1959 de un cine que estaba en el mismo estado en el que se habría encontrado si hubiera habido una evolución gradual, esta aparición repentina debía ser vista no como una evolución sino como una revolución.
          Resulta que con Rouch y Godard fue realmente una revolución.

2. PEQUEÑO BALANCE DE AHORA

El Cine Joven de hoy es el heredero y el continuador de los movimientos mencionados, tanto en su técnica como en su moral (incluido el respeto a la realidad). Y quiere abrir o reabrir el cine a toda la realidad, y a todos los modos o técnicas de aprehensión de la realidad. Así, la voluntad de reflexionar, cuestionar o violentar este mundo va mano a mano. Por supuesto, dentro de esta voluntad común, cada uno (más o menos vinculado a ciertas corrientes o afinidades nacionales o culturales) sigue su propio genio.
          Para intentar una clasificación, podríamos decir que existen, a grandes rasgos, los realistas, por un lado, y los metafóricos, por otro. Pero se halla el riesgo de involucrarse en una operación interminable si seguimos este camino. Por lo tanto, me limitaré a citar algunos nombres por orden, realistas, metafóricos o ambos:
          Bernardo Bertolucci, Věra Chytilová, Shirley Clarke, Juleen Compton, André Delvaux, Adrian Ditvoorst, Jean Eustache, Gilles Groulx, James Ivory, Claude Jutra, Jean Pierre Lefebvre, Francis Leroi, Dušan Makavejev, Luc Moullet, Pier Paolo Pasolini, Pierre Perrault, Glauber Rocha, Evald Schorm, Jerzy Skolimowski, Jean-Marie Straub, István Szabó.

Stranded Juleen Compton 1965
Stranded (Juleen Compton, 1965)
Age of Illusions István Szabó 1965
Age of Illusions [Álmodozások kora] (István Szabó, 1965)
Courage for Every Day Evald Schorm 1964
Courage for Every Day [Každý den odvahu] (Evald Schorm, 1964)

Además, esto se trataba, de hecho, de un intento clasificatorio. Y un intento clasificatorio es, en cualquier caso, mejor (como decía el otro, en este caso Claude Lévi-Strauss) que ninguna clasificación.
          Pero habremos transformado esta prueba si encontramos entre estas personas aunque sea un punto común. Parece que todos ellos, en sus muy diferentes maneras, expresan algo en común: un cierto malestar de la incomodidad (divididos, tensos como estamos hoy entre dos estados y dos mundos), un segundo estado en el que nos definimos por nuestra impotencia para poder conectar las cosas, y por tanto para dominarlas. De este cine de ansiedad e impotencia, Antonioni y Bergman fueron los heraldos.
          Ahora bien, el cine viejo (ese del que a veces somos nostálgicos ─otra forma de incomodidad) era un cine de acuerdo. En la aceptación de este mundo, pero también e incluso en la denuncia de sus imperfecciones. Porque en este mundo (orientado, provisto de ejes y faros, donde uno podía reconocerse), uno podía expresarse, incluso en desacuerdo, en función de ciertas certezas, lo que llevaba a una cierta plenitud, a una cierta euforia. A veces se dice de este cine viejo (en una expresión que pretende captar a la vez su técnica y su moral) que era un cine de la transparencia (contrapuesto, por supuesto, a las diversas opacidades de hoy, incluida la del azogue unidireccional que transforma las ventanas en espejos), y también se dice que era un cine de la inocencia ─y, en efecto, todo pasa hoy como si no pudiera hacerse ninguna obra que no pusiera en juego el porqué y el cómo de este hacer y de este trabajar.
          Pero precisamente porque las cosas se enroscan o se desenvuelven según principios malignos que siempre nos sorprenden y cogen desprevenidos a los desatentos y a los indiferentes, también vemos nacer, por un lado, un cine de malestar fácil, en el que se expresan todos aquellos que se acomodan a los signos exteriores de la modernidad, que siguen las calles de sentido único del progresismo y que tienen una mala conciencia un poco demasiado bondadosa (véase Loin du Vietnam); y, por otro lado, vemos surgir otro cine que, ya atravesando el malestar, anuncia la época de su superación. De esta edad, aquí hay quizá algunas señales. Está el caso Demy. Es como si Demy solo actuara en función de la posibilidad de que el cine sea (¿de nuevo?) un arte eufórico y naturalmente popular. Pero la realidad (el aquí y el ahora) en la que este cine debe tratar de encajar, pone de manifiesto una contradicción entre los propios términos con los que trata de definirse. Así, en esta segunda incomodidad en la que se halla, y al final de un proceso opuesto al del cine moderno, el cine-Demy se encuentra asumiendo tanto la modernidad como la superación (¿clasicismo?) de esta modernidad.
          Está el caso de Eustache. Con él (desde los sólidos cimientos de aquellos que parten con sus espaldas a la pared), la conciencia de una realidad pesada, compleja e incómoda se ve filtrada por un objetivo absolutamente puro de cualquier doble juego reluciente. Como por casualidad, este cine se considera generalmente muy provocador y muy perturbador.
          Y luego está el caso de Moullet, cuyo campo de acción es considerable. Partiendo del borrón y cuenta nueva de los valores rotos, desarrolla una especie de euforia del aplanamiento, que florece en un cine altivo, ubicuo y familiar. En un mundo deformado, la mirada aviesa tiene todas las posibilidades de ser la más acertada. Y la mirada de Moullet captó, entre otras cosas, que este mundo de la acumulación (de la riqueza, de la pobreza, de los problemas) se construyó simplemente sobre el modelo del más explosivo de los gags. Así, por un lado, una vez superado cierto umbral, la suma de todos estos absurdos se vuelve cómica. Por otro lado, y a la inversa, lo cómico será la «cuadrícula» más adecuada para descifrar este mundo. Pero más allá de esta primera etapa de doble filo, que Brigitte et Brigitte define muy bien, acabamos en un mundo (Les contrebandières) en el que todo puede pasar como si ya no tuviéramos problemas y nos encontráramos frente a la obligación, simplemente para vivir un poco, de reinventarnos.
          También ocurre que el sistema Moullet (que escribió un artículo sobre el cine como reflejo de la lucha de clases) representa, económicamente hablando, otro caso curioso.

3. UNA CIERTA ECONOMÍA

El Cine Joven está hecho por una generación para la que el cine es la mejor y más normal forma de expresarse. Pero si la idea de hacer filmes es patente, hacerlos no lo es. Para ello, hay que ser prácticamente (y especialmente en Francia) beneficiario de la «Herencia». Ya sea en el sentido preciso del término (riqueza personal), o en el sentido amplio (todas las ventajas directas o indirectas de las que disfruta la persona que tiene la «familia» detrás). Dado que este tiempo de seguridad material es también el tiempo de la vacante mental durante el cual se puede, entre otras cosas, estudiar, llegamos aquí al componente cultural de dicha «herencia» que reside esencialmente (independientemente de la naturaleza y el nivel de los estudios) en las posibilidades de contactos e impregnación cultural y social de las que uno se beneficia.
          La razón por la que mencioné esto es que hoy los propios «herederos» (en un esfuerzo ciertamente generoso aunque naif y desordenado) no paran de hablar de estas cosas. Sigamos, pues, en este peligroso terreno para señalar una curiosa concordancia. A saber, que de todos los que hacen un cine expresamente político (se entiende que esta es una de las dimensiones fascinantes de toda una parte del cine joven), no hay ninguno que no sea un «heredero», al menos en el sentido amplio y a veces preciso. Por el contrario, entre los «no-herederos» (si por ello entendemos a los que participaron en la herencia de manera fortuita, más los que no participaron en absoluto, de los cuales hay dos en todo el cine reciente), no hay ninguno que se haya comprometido con este camino.
          Pero una vez hecha la observación, a efectos prácticos y por diversión, es mejor abandonar este terreno. En cualquier caso, a ambos lados de la brecha que separa a los herederos de los no-herederos (ambos tuertos, pero no del mismo ojo), unos carecen de la lucidez y otros de la serenidad que les permitiría hablar de estas cosas con propiedad.
          Dicho esto, ocurre que, comparado con los países del Este por un lado (donde cualquiera que haya ido a la escuela de cine tendrá todas las facilidades pero donde quien no lo haya hecho no tendrá ninguna posibilidad de entrar en el cine), comparado con ciertos países de Occidente por otro lado (Alemania, Inglaterra, y ahora América, donde, a pesar y gracias a un sistema ricamente perfeccionado, cualquier actividad dentro o fuera del sistema queda finalmente esterilizada), resulta que en Francia, donde en general es más difícil hacer algo que en otras partes, es por el contrario, en conjunto, más fácil que en otras partes hacer filmes. Esto se debe a que nuestro sistema ha alcanzado tal grado de anarquía, incoherencia y vetustez que ya no tiene la fuerza necesaria para desempeñar plenamente su función esterilizadora. Por tanto, es posible, como mínimo, darle la vuelta. Así es como los comandos decididos o los francotiradores (y son más numerosos y más decididos que en otras partes, ya que Francia está lo suficientemente desarrollada como para que tengan algunos medios, lo suficientemente subdesarrollada como para que hayan adquirido el hábito de hacer mucho con poco) están en condiciones de llevar a cabo sus acciones subversivas, ya sea desde dentro o desde fuera. (Pensemos aquí en Godard, el más activo y activista, que hizo mucho en palabras y hechos por todo el cine joven).
          Así, el cine joven como estado de cosas tiende a socavar todo el sistema tradicional de producción, distribución y explotación. En lo inmediato, es probable que esto lleve al desastre tanto al sistema como al «antisistema» (aunque solo sea por esa «inflación» que ya se siente galopar), pero no es menos probable que, en una etapa posterior, se produzca una «reestructuración».
          Queda por ver hasta qué punto el «cine joven» podría contribuir también a la ruptura de un determinado sistema cultural.

4. UNA CIERTA CULTURA

Que el cine apenas sea reconocido y aún no sea respetado es a la vez su gloria y su cruz. Mientras que ante una obra de teatro, un libro, un cuadro (artes respetadas porque son viejas), generalmente reconocemos de entrada que se trata de objetos culturales que hay que examinar como tales con benevolencia, ante el cine, en cambio (combinando el miedo a ser engañados y el complejo de superioridad), surgen falsas preguntas.
          Ante un cuadro como el de los zapatos de Van Gogh, nadie se hace preguntas incongruentes como: «¿Por qué los zapatos?» o «¿Son los zapatos arte?» ni pretende examinar los problemas técnicos, psicológicos o políticos de la fabricación de zapatos. En cambio, frente al cine, esto es exactamente lo que todo el mundo dice hacer.
          Pero cuando digo «todo el mundo», me refiero en realidad al semimundo, o mundo de los semicultivados (como el otro, en este caso Pascal, decía los «semihábiles»), una tajada social que va desde los estudiantes hasta los jefes de Estado, pasando por los agregados, los premiados literarios y los redactores de Tel Quel. Este mundo solo admite el cine, a grandes rasgos, a partir de la operación de “parecido” (afinidades con tal o cual proceso de la narración literaria) o de la operación de «recuperación», que consiste en cortar el cine en rodajas para digerir mejor los trozos. Divide y vencerás. Antes era el análisis basado en la famosa «gramática», hoy es el análisis basado en una cierta lingüística ─mientras que el cine, precisamente, no es un lenguaje, en el sentido preciso que la verdadera lingüística se ha tomado la molestia de dar a este término. Por último, señalemos la categoría de los «masoquistas» que, resignados a todo, te dicen que sí, por supuesto, el cine es el futuro, ya que la civilización moderna es (suspiro) la «civilización de la imagen». Y es curioso ver cómo este falso respeto por la imagen va de la mano, aquí como en otras partes, de una verdadera ignorancia del sonido.
          Despreciado por estos Kulturels (pero tal vez sería necesario indagar seriamente sobre si los factores adquiridos o innatos son responsables de tales incompatibilidades), el cine, en cambio, no plantea ningún problema a quienes están por debajo o más allá de las formas tradicionales de la cultura.
          Por un lado, estaban todos los que aceptaban el cine como espectáculo (y por tanto aceptaban, sin saberlo del todo, un arte que no se sabía plenamente como tal), y por otro lado, estaba el pequeño grupo de los que lo aceptaban simplemente por el arte que es. Hoy, el primer grupo, en su desconcierto, está en plena y fértil evolución, mientras que el segundo se ha extendido a toda una generación que ha llegado a la vida a través del cine o al cine a través de la vida, y para la que no hace falta decir que el cine es cultura y la cultura es cine, en definitiva: que el cine es la expresión por excelencia de las formas, los conocimientos y los sentimientos de este mundo. (Esto se puede comprobar ─si es que hay que comprobarlo─ en el nivel más inmediato: basta con ver y relacionar los filmes de los autores nombrados anteriormente para ver que ninguna otra disciplina podría ofrecer una visión más completa y profunda de todo lo que se hace, se piensa y se forma hoy en día).
          En este caso, el cine joven como estado de cosas es uno de los muchos factores que hoy tienden a poner en cuestión el sistema cultural aceptado, fundado en la supremacía del hecho literario, y del que todos los conservadores, ya sean de derechas o de izquierdas, son los feroces guardianes. Estos conservadores, además, al reconocer que su cultura ha fracasado (de forma bastante grave, ya que es como si el pueblo no hubiera podido o no hubiera querido acceder a ella), proclaman ahora (en un esfuerzo igualmente generoso pero quizá naif) la necesidad de conceder al pueblo la cultura en cuestión. Pero ¿es esto posible? ¿Es deseable? ¿Lo desean los interesados? Podemos volver a la situación paradójica de que, como resultado de la escisión entre una cultura de élite y una cultura de masas (constituida por las formas degradadas de la primera), los alfabetizados de hoy están más aislados del mundo circundante (y, en última instancia, son menos cultos) que los analfabetos de antaño, que tenían la riqueza de poder aprovechar y enriquecer el tesoro colectivo (que sobrevivió durante algún tiempo en la palabra escrita) de las artes y los mitos populares. Tal vez sea imposible responder, pero hay que plantear la pregunta, y hay que constatar que, desde entonces, solo el cine se ha mostrado capaz de conmover de forma inmediata y general a todo el mundo, de un lado a otro de la brecha entre las dos culturas.
          Mas podríamos imaginar a partir de ahí una utopía seductora de un mundo universalmente sintonizado con la imagen-sonido, en el que las presentes agitaciones nos harían salir de ella, a través de las cuales se producen modificaciones (del cine, del público ─y de todo lo demás), desde las que no podemos augurar razonablemente una armonía cercana.
          El hecho es que la imagen-sonido ─la disciplina que apela a las facultades dejadas en barbecho y responde a las necesidades no satisfechas por la cultura tradicional─ sigue siendo el vehículo por excelencia que todos ─más allá de los inevitables cambios de fase─ siempre podrán y querrán utilizar. La otra cultura ya está ahí ─un aspecto de esta mutación, «tan importante como el de la imprenta», del que habla Claude Jutra en una película sobre la educación titulada Comment savoir.

Nota para otros hitos valiosos

Hay alguien que fue y sigue siendo una piedra de toque para el cine y la crítica francesas: Jean Renoir, cuyos filmes siempre han contenido todo lo mejor del cine viejo y todo lo mejor del nuevo.
          Pero no fue menos víctima del sistema y del tiempo de la esclerosis. En efecto, cuando regresó a Francia para realizar French Cancan (tras el periodo americano, seguido a su vez por un filme en la India, The River, y otro en Italia, Le carrosse d’or), se encontró, como sucedería más tarde para Le caporal épinglé, con la inmensa fuerza de inercia de la máquina y de los maquinistas, aumentada por la acción deliberada de un cierto número de pedantes. Porque tenían que mantener a raya a este insostenible Renoir, para enseñarle por fin a distinguir entre lo que «se hace» y lo que «no se hace». Y si quería divagar, era sencillo, eficaz: bloqueaban la máquina. Pero mientras tanto, Elena, más esquiva, había conseguido colarse. En cualquier caso, Renoir, decidido a encontrar un terreno mejor, abandonará repentinamente el sistema y encontrará otro: este fue el sorprendente golpe maestro de Déjeuner sur l’herbe y, sobre todo, de Docteur Cordelier.
          No un golpe maestro para todos, por supuesto. El público, desconcertado, se abstuvo, mientras que la crítica (que nunca defendió a Renoir salvo por razones extrínsecas ─su “progresismo”─ y que, chovinismo añadido a incomprensión, había despreciado sistemáticamente sus películas americanas) se lanzó, más juguetona que nunca, al ataque. El último episodio de esta lucha: C’est la révolution!, que imposibilitó a Jean Renoir rodar. La cuestión Renoir, en fin, había quedado zanjada.
          En resumen: todo lo que en Francia estaba de alguna manera vinculado al sistema lo odiaba y lo vomitaba, desde los productores hasta los críticos, pasando por todo tipo de intelectuales y oligofrénicos.
          Sin embargo, a partir del nº 8, y hasta los recientes 181 y 196, a ambos lados de los capitales 34, 35 y 78 (especial Renoir) en los que Rivette y Truffaut hicieron la mayor parte del trabajo, los Cahiers iban a explorar al hombre y a la obra por su lado y cosechar así la más asombrosa serie de opiniones sensatas sobre la vida y sobre el cine, acción que continuaron magistralmente los tres Rivette televisados sobre Renoir le patron.
          Pero la aventura de Renoir no ha terminado, y más aun porque, dentro de esas nuevas ortodoxias que siempre corren el riesgo de crearse, dentro o fuera del cine joven (¿qué campo está a salvo de la eterna amenaza del anquilosamiento?), Renoir es siempre el que choca y provoca, y hoy más que nunca, donde la gente vuelve a querer que los caballos sean todos negros o todos blancos. Porque Renoir es siempre el hombre de la progresión contradictoria. Y desde este punto de vista, los dos renoirianos de asalto, que también son campeones de este tipo de equilibrio, que consiste en sorprenderse constantemente en el error y en el acierto (hasta encontrar el equilibrio provisional de la corrección, base desde la que se partirá de nuevo en busca del mismo y más elevado nivel), son sin duda Jacques Rivette y Jean-Marie Straub.
          Pero para terminar este mismo apartado, hay que mencionar también a Georges Sadoul, un segundo padre después de Bazin, el único crítico que supo poner su inmensa bondad y ciencia al alcance de cualquier ser y causa que lo necesitara.
          Y hay que mencionar a Henri Langlois, el hombre que hizo de la  Cinémathèque Française el más extraordinario centro de influencia cinematográfica del mundo, al unísono con todos los cines viejos y jóvenes. Y el hecho está allí: la Cinémathèque es hoy el único organismo que Francia puede decir que no tiene un equivalente en el extranjero.
          Por otra parte y para terminar, la lista que he hecho antes de jóvenes cineastas corresponde a una cierta elección que es mía (y en gran parte nuestra) de los que hasta ahora han dicho más y lo han dicho mejor.

Elena et les hommes Jean Renoir 1956
Elena et les hommes (Jean Renoir, 1956)

EL CÍRCULO SE HA CERRADO

Final Report [Zárójelentés] (István Szabó, 2020)

Zárójelentés (István Szabó, 2020)-1

Al margen de cualquier régimen sociopolítico que pueda sobrevenirle a un país, existen algunos cineastas cuyos nombres debieran esculpirse, sin reparos ideológicos, como hijos predilectos de su orgullosa madre patria. Sobran en nuestras ciudades esculturas, monumentos y homenajes destinados a exaltar dirigentes, estadistas, políticos de profesión, mientras se echan en falta las dedicadas a la obra realizada por fotógrafos, por cineastas. Aunque, pensándolo mejor, quizá no resultaría tan fácil saber dónde situarlas. Tomemos como ejemplo al director húngaro István Szabó: si prestamos una especial atención a su filmografía, a la evolución de sus temas y figuras, si reparamos, adentrándonos pausadamente, en las vastas extensiones del territorio histórico y social que ha logrado abarcar con su trabajo ─décadas y décadas actualizando una lúcida comprensión de lo que alrededor ocurrió y sigue sucediendo─, probablemente acabaremos arribando a una conclusión desordenada sobre que los débiles cimientos de un Estado nación son, en la gran mayoría de los casos, demasiado coyunturales, mapas fechados, documentos avejentados, en definitiva, una burocracia sostenida sobre legajos, insuficientes para dar cuenta del dilatado alcance de su mirada: el devenir de un territorio siempre será más importante, preclaro y desconsolado que una idea de país, este último, siempre vulnerable como pura idea a las ideas armadas de los otros, vulnerable a la ocupación, a la revolución y a la explotación natal del hombre por el hombre; pocas cosas duran, las banderas que ayer lo coronaban triunfantes pasado mañana arderán frente al parlamento.
          Porque cuando pensamos en Jan Troell no solo pensamos en Suecia, sino que la rebasaremos, en harta medida, hacia más allá de la península escandinava, incluso hacia el Polo Norte, resiguiendo la fatídica travesía de Salomon August Andrée ─en Ingenjör Andrées luftfärd (Troell, 1982)─, o acompañando el siglo XIX junto a un grupo de colonos que abandonan Småland, Noruega, para arribar a colonizar Minnesota, EUA, así el espectador tentará haber vislumbrado una porción emigrante de la deriva espiritual del viejo territorio y sus herencias afluyendo hacia las orillas del Nuevo Mundo, en un filme dúplice  ─Los emigrantes (1971) y La nueva tierra (1972)─, hamsuniano, característico del mejor ojo documental de Troell cuando es aplicado a una ficción, conllevándonos hacia una experiencia crónica allende los mares de aproximadamente siete horas. Similarmente, las preguntas que en su cine Manoel de Oliveira se plantea sobre el destino de su país contemporáneo no podrían ser comprendidas si obliteráramos de la biografía del antiguo Imperio portugués su fundamental conexión con las Américas, África, el Océano Atlántico. Al mismo tiempo, filme tras filme, Im Kwon-taek no dejará de exponer, bajo diferentes aspectos, a su partida patria, Corea del Sur, como un territorio funestamente enclavado entre dos potencias imperialistas, Japón y China, para, durante el ínterin, seguir sirviendo a los intereses vencedores de una tercera, los Estados Unidos, potencia sufragando la zona sur de la península coreana en régimen de brutal prostitución ─véase Chang (1997). Asimismo Ermanno Olmi, al igual que Roberto Rossellini, no teme sumergirse en cualquier momento de un territorio que siente como propio a pesar de que la tardía unión italiana, que anhelándola Maquiavelo para el siglo XVI, podría decirse que no se dio fundamentada hasta aproximadamente 1870. Un país, un Estado, son solo muescas en el territorio para quien tiene la mirada larga, cataleja. Hay que mirar, como los susodichos cineastas, con lentes de aumento, atrás en la historia, si de verdad queremos llegar a comprender dos o tres cosas sobre el terreno inmediato que pisamos. Finalmente, contribuyendo al argumento con una paradoja, ¿cómo no admitir que cineastas como Hou Hsiao-Hsien, o Edward Yang muy a pesar de su escueta filmografía, lograron arrojar una mirada de lo que significa el territorio insular taiwanés mucho más maciza que la idea que un “país” como Taiwán pueda tener de sí mismo?
          En Centroeuropa, concretamente en Budapest, capital de Hungría, István Szabó se erige, con permiso de Zoltán Fábri, como uno de los cineastas maestros que acaudalan la región magiar, por desgracia, menos cacareados hoy día, cuando antaño, como algunos de los citados arriba, Troell, Olmi, Kwon-taek, sí tuvo la oportunidad de serlo por una buena temporada. Sí, algunas de sus películas rebasaron fronteras, ganaron festivales, las alabó la prensa, luego dejaron de llegar, o quizá algunos críticos que no tenían el día dijeron que su nuevo filme no cumplió las expectativas, y tristemente, por la acuciante desmemoria del cine, ergo de los espectadores, no distribuir durante un pequeño lapso de años a un cineasta supone condenarlo directamente al olvido. En lo que atañe a Szabó, no obstante, podría hablarse de un realizador que desde sus inicios tendría bastante suerte, demostrando capacidad, llegando sus filmes de los 70 a conectar con la sensibilidad occidental de festivales, salas, a la busca de construir un circuito europeo, de vanguardia, encontrándose además el cine húngaro predispuesto a explorar con hazaña sus metáforas históricas más reflexivas, locales, calurosas y alambicadas. Su consagración allende Hungría vendría con lo que acabaría apodándose como la trilogía de Mitteleuropa: Mephisto (1981), Coronel Redl (1985) y Hanussen (1988), protagonizadas las tres por el reptiliano rostro camaleón Klaus Maria Brandauer. István Szabó, director con mediana carrera internacional a partir de ahí. Pero, hace muchos años ya de Being Julia (2004), y pocos “críticos de festivales” pudieron apreciar la hondura literaria y sentimental que se ocultaba Tras la puerta (2012).
          ¿Dónde ubicar entonces Zárójelentés (2020), su último filme hasta la fecha en el conjunto?
Si el espectador de su filmografía ha practicado una mirada atenta, podrá haber observado que Szabó lleva desde sus cortometrajes de finales de los cincuenta lanzando mimbres, dialécticas, estilemas e ideogramas que bifurcan, o tiran del hilo, persiguiendo una serie de imágenes; por varios atajos, los filmes de Szabó se contienen los unos en los otros, expandiendo el territorio de significaciones, resonancias, como Padre (1966) contenía escindido en subjetividad el tranvía porteado de Budapest Tales (1977), o como el cortometraje Koncert (1962) contenía la cuidadosa pasión de Szabó por el sonido, las musicalidades posibles que puede impresionar la cámara o disponer el director, la división melódica que estructura el corte, y avanzando, se podrá apreciar su tendencia al refinamiento de todos estos elementos en el artista wagneriano desastrado por las circunstancias en Meeting Venus (1991). Cuestión de pertenencia y feligresía.

Zárójelentés (István Szabó, 2020)-2

Zárójelentés (István Szabó, 2020)-3
Padre [Apa] (Szabó, 1966)

Zárójelentés (István Szabó, 2020)-4

Zárójelentés (István Szabó, 2020)-5
Budapest Tales [Budapesti mesék] (Szabó, 1977)

En consecuencia Zárójelentés, coproducido por Pál Sándor, fotografiado esta vez en digital pero templado, de nuevo, por el experto en el arte de exprimir la luz Lajos Koltai ─reincidiendo con Szabó en una colaboración creativa que se perpetúa ya por más de cuarenta años─, recoge de forma concisa en un pequeño pueblo de provincias varias de las perspectivas que el cineasta venía por décadas escrutando. Szabó superando los ochenta años, escribiendo y concibiendo el guion, volviendo a dirigir a Brandauer, personaje Iván Stephanus, de profesión y condición médico, especialidad cardiología. Un par de datos circunstanciales: también el cineasta se crió en una familia de doctores, e interpretaría el papel de uno en Túsztörténet [Stand Off] (Gyula Gazdag, 1989). Zárójelentés se inaugura con la clausura de un hospital. El doctor Stephanus no sabrá qué hacer, planean jubilarlo. Ha dedicado toda su vida al juramento hipocrático, como su padre antes que él. Así, a modo de una seña del destino, por el cumpleaños de su madre, Stephanus debe volver al pueblo donde su progenitor fundara tiempo atrás su propia clínica de cabecera. La pasión de Stephanus por la ópera y las armonías no pasan de un diletantismo aristocrático pero entregado, el doctor cantará cuando surja la oportunidad, sin embargo, él desea seguir curando pacientes, se aventurará a reabrir la clínica, su independiente mujer le anima, no pudiendo el espectador al inicio determinar cuánto de genuino, cuánto de puro miedo a no querer aprender a retirarse, tiene el comportamiento dubitativo sincerado de este testarudo matasanos. Un sujeto verdaderamente poliédrico este doctor Stephanus, sí, poliédricos, esa es la palabra que buscamos cuando querríamos calificar a los personajes principales de Szabó, el enigma especulativo de la conjunción amorosa entre János y Kata ─Bizalom (1980)─, el aroma de la dulce Emma, querida Böbe…
          Desde el primer momento en que pisamos la villa, nuevo hogar de Stephanus, ya antes de asentarnos, empezamos a juzgar como acertadas las preferencias de Koltai y Szabó por los objetivos de lente gran angular, muy adecuados para la fotografía arquitectónica. Respiramos la calzada, percibimos a lo ancho. Dotados de un campo de visión generoso, se logrará dar fe de la humildad del pueblo. Seríamos capaces de trazar, en un vistazo tirado desde la intersección, el sucinto croquis del pueblo: son dos calles principales y basta, escuela, bar, iglesia, y hoy reabriendo la vieja clínica. Un grupo de curiosos vecinos permanece durante todo el filme de fondo como lienzo secando al fresco, mientras que otra ristra de ellos goza de sus anécdotas y momentos de pequeño encumbramiento en la historia. Hay un lago apacible. Se puede remar en barca. El viejo amigo de Stephanus resulta ser un cura que semeja haberse prestado del universo Nanni Moretti, o quizá resulte ser, retomado lustros después, el perturbable cura protagonista del primer cortometraje del Szabó estudiante: A hetedik napon (1959). Además, en concepto de bellísima excentricidad desacatada, el municipio cuenta con un coro de niños angelicales que entonan himnos espirituales a canon. En la apoteosis del canto, la cámara se elevará en plano cenital montada sobre dron, invocando una perspectiva eterna, inconcebible, piadosa, atreviéndonos a afirmar que Zárójelentés supone el único filme que hemos presenciado donde este tipo de encuadres aéreos, imágenes imposibles, no parecen capturados por una cámara de seguridad u obligándonos a montar sobre globo aerostático espectacularizador, sino en consonancia total con la mostración escénica del instante. Nos extraña la sutil ausencia, en el pueblo, de habitantes de mediana edad, abunda una absurda cantidad de abuelas y nietos, pareciera casi como que los padres de esos niños se marcharon al frente o emigraron, tiempo atrás, por periodo indefinido y todavía no volvieron. Huérfanos carentes de palabra dialogada, parecieran transmitirnos que nuestras decisiones caerán directas sobre los nietos. Entonan odas al país, Hungría es tu patria, tu cuna, también será tu lecho de muerte, por mucho que pretendas distanciarte, heroico hungarito mío, nunca llegarás a partir.
          Semejante pueblecito como este, meditamos, transpira una búsqueda elevada como la que nos planteaba Jean-Luc Godard en aquellas islas de espacios limbo que constituían Hélas pour moi (1993), donde la distensión protagonística en la que cada secundario gozaba su escena, su pequeña línea, su trama, contradecía agonísticamente el tiempo continuista del relato incorporado por Gérard Depardieu y Laurence Masliah. Al cine maduro de Szabó, en cambio, le es connatural dicha distensión protagonística no por la vía de dialectizar con ella en anfiteatro, pues el húngaro arbitra unas estrategias diametralmente opuestas a las artimañas de dilatación dramática del Godard ochentero y noventero, donde la honda concepción a nivel dramático de cada escena o golpe de montaje godardianos contribuyen constantemente a suspender la fuerza narrativa, en trueque por sobrepujar enormemente la fuerza del proyecto formal y la fuerza del drama en los filmes pertenecientes a su tercera etapa. Szabó, sin embargo, conquista la distensión protagonística por un exceso de narratividad, y es que la maestría del cineasta reside en ejercer una narración combustionante que nunca lo aboca a un tránsito superficial a la hora de recorrer las escenas con lo cual se acabaría por conseguir una especie de collage de avanzadilla estúpido donde finalmente nada cala o nada importaría, muy al contrario, al igual que en los filmes de Zoltán Fábri, persiste durante la completitud del metraje szaboziano, y por ende de Zárójelentés, un esfuerzo narrativo muy intenso que conduce a una vertiente de dramatividades contenidas nunca interesadas en destronar el todo por la parte aislada. Prestemos oído a cómo el sonido de la siguiente escena entra unos segundos antes de cortar la anterior, situándonos en cómodo precipitado dispuestos a la que viene. En ninguno de sus filmes, ni Szabó ni Fábri podrían contentarse, por ejemplo, con entregarnos el gran drama autárquico con solo dos personajes, no, han pasado y están pasando demasiadas cosas en Hungría, incluso en una perdida aldea recién colectivizada en las montañas de Hungría, como para circunscribirse a solo un par de subjetividades recíprocas, porque el innumerable tropel de violencias objetivas asedian el día a día; coexiste en estos cineastas la conciencia de un pueblo en sentido amplio. Incluso en una obra tan de dos, tan conversacional, tan parca en espacios, como es Taking Sides (2001), donde Szabó se ofrenda habitacionalmente a las actuaciones de Harvey Keitel y Stellan Skarsgård, los parones en seco por minutos en escenas de interrogatorio podríamos decir que se sustentan solo el tiempo necesario para que podamos afirmar que nos encontramos ante una película de una intrínseca cualidad narrativa, ilusión dialogada, coherente y sucesoria, que comandando con prosaico intelecto el relato recoloca a los hombres entre aquellas presiones que lo conducían a ignorar, aquiescer, interrogar, enfrentar, su difuminado papel como colaboracionistas en una historia que los arbitra y excede, sin embargo, concediéndoles una eventual posición prominente en el desarrollo de acontecimientos.
          El énfasis narrativo del húngaro arranca para establecerse en los ochenta, culminando en Sunshine (1999), filme catedralicio que ambicionaba recapturar en un solo relato los vaivenes de un siglo funesto a punto de finiquitar, abierto entonces el futuro, disuelto el bloque del Este hace menos de ocho años, hace diez eliminada la palabra “Popular” de la definición de Hungría quedando el país como una escueta “República”. Precisamente, en los modos con que Sunshine despacha los obligados insertos de material de archivo es donde podemos tasar esta prontitud, apremio, por instaurar el relato que caracteriza a Szabó: la función primera del material de archivo descansa en el ámbito de lo contextual, varios montajes en blanco y negro ampliado ─Hitler inaugurando los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, más tarde estallará la Revolución húngara de 1956…─, siempre cortados a los pocos segundos, con la intención de volcarnos inmediatamente sin dilación sobre los hechos posteriores, hacia la memoria en color ahora ficción por el cineasta entregada reconstruida.
          Este viraje, que a partir de los ochenta observamos en el Szabó director, guionista, como identificable y cierto, a partir del cual acabará circuscribiéndose a esquemas en lo referente a la captura del mundo profílmico y la edición del material cuya fuerza narrativa no dejará de acrecentarse, conducir, dominar su filmografía, intuimos debe también gran crédito al conmutar su predilección por Lajos Koltai como director de fotografía a partir de Bizalom, puesto designado en Padre (1966), 25 Fireman’s Street (1974) y Budapest Tales a Sándor Sára, asimismo prolífico coetáneo a la obra de Szabó. Pudiendo incluirse Lovefilm (1970) en la ecuación, valoriza para siempre a esta primera tirada de cine su condición intricada, efusiva, combustible, ejemplificando el final de La edad de las ilusiones las indagaciones de vanguardia nuevaoleras pero renacidas hacia al existencialismo precario del Este, como en otro marco geográfico y social escandinavo podríamos aseverar de Ole dole doff (Jan Troell, 1968). Para los ojos de quienes escriben, es obvio que los tanques soviéticos aplastando la revolución de 1956 en Budapest calan, asolan, devastan en más medida en Padre que en Sunshine. Llegados a este siglo emergen obvias también las razones. Una de ellas guarda relación con el distanciamiento temporal, atendiendo que la obra del año 66, absolutamente genuina y fijadora en presente de su tiempo (Padre es considerada todavía como un filme muy querido por el pueblo húngaro), se apegaba al niño perteneciente a aquella generación desmantelada hacia la confusión material y de linaje ─al menos la mitad de los críos que asisten a clase alzarán la mano significando que perdieron a su progenitor en algún momento entre los últimos diez años, agolpándose las preguntas, el juego de los espejos rotos, ¿a qué bando pertenecía mi padre?, ¿fue muerto por ser un nacionalista húngaro, comunista, fascista, acaso… era judío?, ¿fue mi padre héroe, mártir o enemigo de la patria, un traidor?”─, mientras la retrospectiva genealógica del 99, encomendando la herencia tríptica  ─abuelo, padre, nieto─ al cuerpo y rostro internacional de Ralph Fiennes, coproducción Europea, alude las virtudes razonadas y expositivas del retablo. Szabó supo transitar con su cinematografía hacia una estabilización, conciencia sabias, sin perder un ápice de su natural tendencia a la implicación, tampoco su creencia en la unión entre intelectualidad, forma y sentimiento. Que por cierto, el niño de Padre solo sabía de su progenitor que era médico, y en Tras la puerta, el respetado papel de cirujano recaerá sobre un colega, en admiración mutua, elegido para el caso el director checo Jiří Menzel.
          En Zárójelentés es la detestable figura del alcalde, el apoderado del pueblo, quien ponga el rubro de la opresión estatal, primero local, atenazando la mente de los mayores, que le rinden respeto, fidelidad, loa, su voto cada cuatro años entregando la voluntad, el derecho a reflexión. Basándose en datos cocinados, en estudios precomprados, el alcalde será capaz de las artimañas necesarias que logren convencer a gentes en la última etapa de su vida que lo conveniente para ellos y el pueblo es construir un balneario derruyendo una clínica. Szabó nunca temió enfrentar el territorio social, personal, histórico, político, y nuestra existencia que habitamos, como una aberrante paradoja de opresión, conveniente conformismo, asechanzas y superchería, engatusamientos al principio blandos, con patíbulo a inaugurar reorganizándose al fondo. El doctor Stephanus, el cura Moretti, como la profesora acercadiza ─voluntariamente, no hemos tratado aquí ni una palabra del amor y las mujeres en el cine de Szabó, asunto que tras la crónica del devenir histórico es el segundo tema que más preocuparía al húngaro, y para el cual deberíamos abordar otras películas y otras escenas en un escrito, calculamos, el doble o el triple de largo─, los disidentes, recuperan en el pueblo su natural condición de exiliados, y de allí no se querrán mover, resulta un placer aceptar el desafío, devolver con poca importancia las miradas pérfidas que los idiotas nos dirigen sin cesar. Aquellos cineastas que de una u otra forma se han mantenido fieles a una extensión de territorio van desarrollando una sensibilidad alerta para con las injerencias, calles que mudan demasiado rápido de lealtad con los nombres, Szabó nunca amistó con metáforas exageradas o estrambóticas, recalculó el enfoque de su cine en esperanza de dirigirse al grano, con figuras, sí, arquetipos transformativos, ardores y signos que de tan fuertemente anclados en la imaginería territorial, por ende en su propia obra que trabajó por espejarla, concentran el círculo en Zárójelentés descargando sobre los puntos exactos, tornándolos identificables a la contemporaneidad, quizá, ya lo descubriremos, constantes no tan distintas a las que atenazaban al siglo XX, el Siglo por excelencia del cine, también el más belicoso y catastrófico para la humanidad, y un territorio difuso, Europa Central, cuya tumultuosa biografía pocos cineastas como Szabó lograron apuntalar para los restos con tal limpidez y comunicativa vehemencia.

Zárójelentés (István Szabó, 2020)-6

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en efecto pasen ustedes a mi despacho cuéntenme
háblenme de sus enfermedades enumeren sus medicinas […]
habéis invadido la ciudad sois la ciudad venís
llorando vuestros muertos recordando vuestras torturas
contando calderilla inclinados como ancianas espigadoras
y vais subiendo los cinco pisos de escalera
y pasáis con dificultad por el corredor de mi casa
circulando despacio avanzando como un corrimiento de tierra
paquita por favor llévate de aquí el sillón y la radio
falta espacio nos lastimamos con los codos
tengan la bondad hagan un esfuerzo permítanme abrir la ventana

IMÁGENES, Blanco spirituals, Félix Grande

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ISTVÁN GAÁL Y THE FALCONS [Magasiskola] (1970); por Graham Petrie

“István Gaál and ‘The Falcons’” (Graham Petrie) en Film Quarterly (primavera de 1974, vol. 27, nº 3, págs. 20-26).

The Falcons [Magasiskola] 1

The Falcons [Magasiskola] 2

Los últimos diez años han presenciado un florecimiento asombroso de talento en el cine húngaro que lo eleva a la posición del país con la cinematografía más consistentemente interesante de Europa del Este. Para las audiencias norteamericanas este desarrollo es casi sinónimo con el nombre de Miklós Jancsó, pero sus filmes, por muy exóticos que puedan parecer a las audiencias occidentales casi totalmente ajenas a la tradición cinematográfica húngara, se vuelven mucho más comprensibles cuando son vistos en el contexto que se remonta en algunos aspectos al periodo inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial hasta un puñado de filmes extraordinariamente buenos de los cuarenta y cincuenta ─People of the Mountains [Emberek a havason] (István Szőts, 1942), It Happened in Europe [Valahol Európában] (Géza von Radványi, 1947), The Soil Under Your Feet [Talpalatnyi föld] (Frigyes Bán, 1948), For Whom the Larks Sing [Akiket a pacsirta elkísér] (László Ranódy, 1959). En todos estos una orientación explícitamente política es combinada con el tipo de localización y paisaje (especialmente las casas encaladas y las inmensas llanuras estériles) e incluso las ropas y fisonomía que las audiencias han venido asociando solo con Jancsó.
          Del mismo modo, Jancsó, aun con toda su originalidad y la brillantez de su trabajo, no es tanto un genio aislado como el más conocido de al menos media docena de otras figuras de talento comparable. Algunas de estas, como Imre Gyöngyössy, Zsolt Kézdi-Kovács y Ferenc Kósa han estado influenciadas claramente por el estilo visual de Jancsó (aunque Gyöngyössy, en su magnífica The Legend About the Death and Resurrection of Two Young Men [Meztelen vagy] (1972), ha desarrollado una técnica y método que son deslumbradoramente suyos), mientras otros, más notablemente István Szabó e István Gaál, han manifestado desde sus primeros filmes en adelante un estilo y temperamento que son extraordinariamente individuales.
          Gaál tiene cuarenta años y ha hecho hasta ahora cinco largometrajes; llegó a la madurez durante el periodo Rákosi de los tempranos cincuenta cuando el país se encontraba paralizado por un sistema de terror estalinista: el miedo y el interés propio combinados para provocar la denuncia y traición de amigos y vecinos, mientras el arresto arbitrario y el encarcelamiento injusto eran lugar común. La atmósfera mental de este periodo es brillantemente evocada en dos de sus filmes, Green Years [Zöldár] (1965) y Baptism [Keresztelő] (1967), y parece, vista desde una perspectiva diferente, que también es el fundamento bajo el cual Lilik organiza su campo de entrenamiento en The Falcons [Magasiskola] (1970). Cuando Gaál y los cineastas de su generación comenzaron a trabajar en los tempranos sesenta estaban determinados en que sus filmes deberían formar parte de una examinación rigurosa de ese periodo terrible y las razones que lo habían hecho surgir; al mismo tiempo estaban preocupados en ayudar a establecer una sociedad socialista humana y justa. Desde esta perspectiva, el otro tema principal que emerge en el trabajo de Gaál ─forma la base de Current [Sodrásban] (1964) y Dead Landscape [Holt vidék] (1972)─ es el problema del ajuste a una sociedad que cambia rápido mientras los aldeanos se alejan en cada vez mayor número del establo y del patrón tradicional de la vida rural bajo el que han estado arraigados durante generaciones, y se encuentran con que no pueden ajustarse psicológicamente a su nueva existencia o que enfrentándose a ella arrojan barreras invisibles entre ellos y las familias que han dejado atrás.
          Gaál, que viene de un ambiente campesino, ha vivido este problema también, y las preocupaciones políticas y sociales de su trabajo están por lo tanto lejos de ser las abstracciones, deseos insatisfechos, o juegos de moda en que terminan convirtiéndose puestas en las manos de tantos directores occidentales. Aunque sus filmes son comprometidos, están lejos de ser dogmáticos o mera propaganda para un particular conjunto de creencias políticas: resiente fuertemente, de hecho, los intentos de leer significados políticos específicos en su trabajo y, en una visita reciente a Canadá con Magasiskola, se volvió cada vez más impaciente con aquellos que, ignorando la estructura visual y aural del filme, intentaban imponer en el mismo una denuncia simplista de la “tiranía” del comunismo (o fascismo) que venían esperando al filme para revelar. La preocupación principal de Gaál reside en la defensa de la integridad individual y la dignidad humana contra la represión y el autoritarismo de todos los tipos, y un tema importante de sus filmes es el intento de preservar valores morales básicos de humanidad y justicia en circunstancias diseñadas para suprimir o intimidar estos.
          Aunque sus filmes han sido a menudo llamados “austeros” y “severos”, Gaál mismo es un hombre de personalidad cálida y extrovertida y hay una vena de humor astuto corriendo por entre incluso el más sombrío de sus trabajos. Cuando habla de sus filmes prefiere, como la mayoría de los directores, tratar cuestiones de técnica y estilo, la enorme dificultad de registrar estas imágenes en filme, en vez de cuestiones de intención o significado. Es él mismo un camarógrafo plenamente competente y fotografió el famoso cortometraje Gypsies [Cigányok] de Sándor Sára (1962), también manejó una segunda cámara en algunas de las escenas más complejas de Magasiskola, mucho de su propio material aparece en el filme completado. Aparte de escribir o colaborar en todos sus guiones, insiste en llevar a cabo el montaje él mismo, manejando físicamente y cortando el filme en vez de meramente supervisar esto, como hacen la mayoría de directores. Su actitud hacia el cine es inmediata, sensual y táctil: dice que ama el olor del material de celuloide en bruto. Supervisa cada detalle de la dirección de arte de sus filmes, y siempre ha trabajado con el mismo compositor, András Szőllősy, una de las principales figuras de la música húngara contemporánea.
          Todos estos factores deberían hacer algo para matizar la impresión de un cineasta asceta y altamente intelectual que emerge de la mayoría de consideraciones de su trabajo. Gaál es básicamente un poeta visual y el sentido de sus filmes emerge de la naturaleza y yuxtaposición de sus imágenes, y de la relación entre estas y la música, sonidos naturales, o el silencio que los acompaña, en vez de diálogos explícitos o debates. En particular, tiene un apego muy grande por la interacción entre el personaje y el paisaje y una habilidad para crear escenas que emergen como metáforas visuales, cristalizando sutilmente la esencia del filme de manera mucho más efectiva que las palabras. Aunque todos sus filmes, especialmente Holt vidék y el injustamente olvidado Keresztelő, muestran estas cualidades en mayor o menor medida, se reúnen quizá de manera más completa en Magasiskola.
          Este fue el primer largometraje de Gaál en color y, con su típica meticulosidad, aseguró que el color se convirtiese, como el paisaje, en un elemento expresivo dentro del filme, y no solo mera decoración. La localización del filme ─llanuras desnudas, planas, interrumpidas solo por grupos de árboles─ ha sido inevitablemente comparada con la del trabajo de Jancsó: ciertamente Gaál, como Jancsó, hace uso del paisaje como metáfora para la desapacibilidad y frialdad del comportamiento moral de sus personajes; pero Gaál mantiene constantemente una interacción entre las pertenencias humanas y su localización, el tono del paisaje va cambiando a medida que ellas cambian, mientras Jancsó, habiendo establecido un tipo de relación, procede a explotar las posibilidades formales de esta, jugando con los movimientos verticales y diagonales de su gente contra el horizonte vasto e inalterable.
          Magasiskola es un filme que demanda ser interpretado en más de un nivel a lo largo de su metraje, con la acción de la superficie apuntando constantemente a otra dimensión metafórica más allá de ella. Aunque se hable de él por lo general como una alegoría, esto es de algún modo engañoso, porque sugiere que, como en la mayoría de las alegorías, la historia básica es artificial, vaga o irreal, y tiene significancia solo como pasadera para el significado “superior” o “verdadero” que reside al otro lado. De hecho, Gaál se toma grandes cuidados para dar a la acción central del filme una autenticidad detallista casi documental, para que pueda adquirir una legítima fascinación propia; su método es aquel que él mismo ha llamado “abstracción realista” ─manteniendo una base firme en la realidad física, pero asumiendo, a través de las imágenes o el montaje, una dimensión más.
          Un joven llega a un campamento en el que halcones están siendo entrenados para mantener la población de pájaros local bajo control. El jefe de la estación, Lilik, ve su tarea en términos místicos, casi religiosos, y ha impuesto un sistema de autoritarismo rígido para asegurar que es llevada a cabo con la máxima eficiencia: divide sus pájaros en categorías “superiores” e “inferiores” e impone un vasto abismo entre ellos y las criaturas que están entrenados para cazar; ensalza constante las virtudes de la obediencia, orden, control, el mantenimiento  de una jerarquía estrictamente establecida en la que todos conocen su lugar y sus deberes. Al joven le fascina al principio la habilidad de tanto los entrenadores como la de los halcones, la belleza fría, severa, que resulta de la disciplina impuesta sobre ellos; se queda estupefacto, no obstante, luego disgustado y repelido por la crueldad metódica y el sufrimiento que se da por sentado como parte del patrón total, y estos le conducen finalmente a abandonar la estación.
          Es obvio que incluso un resumen del filme que intente ser tan neutral como sea posible debe sugerir que se trata tanto de la mentalidad del totalitarismo como del entrenamiento de halcones. Lo que le da su cualidad ambigua y única, sin embargo, es que no hay ningún punto en el que un elemento expulse o descompense con peso descarado al otro: el estudio del autoritarismo es llevado a cabo por medio de un análisis de la técnica del entrenamiento de halcones, y el filme permanece inmediato, físico y concreto desde su primer fotograma hasta el último. El crecimiento del joven hacia la consciencia moral paraleliza el de los héroes de los tres largometrajes previos de Gaál y, como en ellos, es presentado a través de una acumulación de incidentes específicos, a través de lo que le ocurre, en vez de servirse de la discusión o del análisis explícito.
          El movimiento del filme es constante y controlado de cabo a rabo e incluso las escenas climáticas son examinadas con gravedad y moderación, son discretas en vez de enfatizadas. Los personajes son definidos constantemente, y modestamente, por las localizaciones en las que están emplazados o que ellos mismos crean: Lilik, por ejemplo, ha construido una estación de entrenamiento de modo que los edificios adopten la disposición de un campamento o una fortaleza, con sus propios cuarteles situados aparte en una posición desde la que pueda supervisar a los otros. El esquema de color dominante del filme es uno de azules y amarillos apagados y fríos, con el verde desvaneciente del paisaje como una alternativa diurna a la oscuridad y la parpadeante luz de la lumbre del campamento por la noche. A través del filme los personajes se visten de amarillo, azul o blanco: la única excepción la encarnan los forasteros ─un grupo de granjeros en vaqueros rojos─ y Teréz, la mujer de Likik, que comparte generosamente con sus compañeros en las noches que no tiene necesidad de ella. Ella es el personaje arquetípico de Gaál, consciente de que está cooperando con algo malvado, con todo creyendo que realmente no es asunto suyo y que puede permanecer distanciada de todo ello; aunque permanezca en el campo luego de que el joven se marche, ha sido afectada por su ejemplo y, la última vez que la vemos, viste una blusa de un rosa apagado en vez de su blanco familiar.
          La música es usada para acrecentar nuestra percepción de la dimensión moral que reside detrás de la acción física: un tema suave y evocador acompaña la mayoría de apariciones de Teréz; mientras tiene lugar la primera escena del entrenamiento de los halcones, el comienzo de la escena en donde son puestos a trabajar para echar a unas urracas de su escondite en un pajar, y la escena bizarra en la que Lilik dispone un nocturno funeral militar cuando su halcón favorito muere, a todas estas escenas les es concedido un ritmo bélico, de marcha, basado en toques de tambor. El tema asociado con el joven mezcla instrumentos de viento-madera y batería, sugiriendo la tensión dentro de él entre la humanidad potencial que alberga la mujer y la inhumanidad de Lilik. La mayor parte del filme, no obstante, despacha la música para crear una inquietante atmósfera aural de las campanas tintineantes de los halcones, los gritos ásperos de las órdenes, el zumbido de las alas, el balido de las ovejas, el ronroneo misterioso de los cables telefónicos que abre y cierra el filme. El silencio también es usado para un efecto emocional poderoso, especialmente en la escena en que Teréz llega por primera vez a la habitación del joven para ofrecérsele: la quietud de sus relaciones sexuales acentúa su extrañeza y lo remoto entre ellos.
          Como es habitual, Gaál obtiene algunos de sus efectos más llamativos a través del montaje, pero también mueve la cámara más libremente que en otros filmes, y un patrón distintivo de amplios movimientos circulares emerge mientras el filme avanza. La cámara merodea dentro del círculo de los entrenadores mientras se preparan para la primera demostración de su habilidad; explora los contenidos de la habitación de Lilik con el joven; circunda los pajares dentro de los cuales se han escondido las urracas atemorizadas; se abalanza sobre el joven y Lilik mientras el primero sostiene una garza real tullida sobre la que un halcón debe ser perfeccionado en el arte de matar; sigue al joven mientras mientras camina alrededor del fuego en el que los entrenadores se reúnen por la tarde; un paneo de 360 grados inspecciona el campo yermo en el que Lilik y el joven se han escondido en un intento por atraer de vuelta a un halcón fugado; mientras Lilik se apura frenético para salvar a sus preciosos pájaros durante una tormenta, la cámara circunda el patio con él; y le sigue mientras, como un antiguo guerrero germánico, insta a su caballo a dar vueltas sobre un halcón muerto mientras yace en estado.
          Además de esto, Gaál hace hincapié en cortar de modo enfático en movimiento tanto como sea posible a través del filme, creando un ritmo de avance que es tanto fluido como implacable. Los objetivos largos son usados con frecuencia, tanto para distanciarnos de los personajes como para asimilarlos a su fondo: Lilik y el joven galopando silenciosamente a través de la llanura para salvar a un halcón que está siendo golpeado a muerte por granjeros indignados (había entrado en su territorio y estaba torturando a la presa); y a través de la escena final en la que el joven abandona el campo. Solo una escena, sin embargo, emplea una distorsión visual obvia: la pesadilla del joven, donde un objetivo gran angular extremo exagera monstruosamente la forma y el movimiento de Lilik mientras avanza hacia él, los pájaros posados en sus brazos y hombros.
          Un análisis breve de un par de escenas clave en el filme debería servir para ilustrar cómo Gaál combina el movimiento de cámara, el montaje, la música y el color para crear un efecto que es simultáneamente concreto y metafórico. Poco después de su llegada el joven observa mientras tres jinetes, dispuestos en círculo, perfeccionan su total control y dominación sobre sus halcones. Los pájaros son arrojados de la muñeca de uno de los hombres a la de su compañero y nos les es dada una oportunidad para detenerse o descansar antes de ser arrojados al próximo hombre: les es enseñada la virtud de la sumisión y que no tienen voluntad más allá de la de su maestro; el paralelismo con los métodos por los cuales los estados policiales derriban la resistencia de sus oponentes está ahí para aquellos que deseen percibirlo, pero nadie en el filme lo traza y permanece implícito en la construcción física y movimiento de la secuencia. Es construida a partir de decenas de cortes rápidos: los pájaros en vuelo, el momento del lanzamiento, el momento de la receptación, repetidos una y otra vez. Al principio los planos son bastante largos y siguen un segmento de la acción en su completitud; gradualmente se vuelven más y más cortos hasta que el efecto es la de una continua moción de azote en el que no se permite ningún respiro en absoluto a los pájaros: una persecución física incesante e interminable (Gaál dice que se imaginó esta escena en la forma de una espiral, con amplios movimientos circulares para comenzar, estrechándose mientras alcanza la cima). Los únicos sonidos son las pisadas de los caballos, las campanas tintineantes y el batir de alas de los pájaros. Cortes ocasionales a la cara admirativa del joven muestran que, por ahora, solo percibe la dimensión estética de lo que está sucediendo y que sus implicaciones morales se le escapan.
          La educación moral del joven es llevada un paso adelante en la caza de las urracas donde el entrenamiento de los halcones es puesto a prueba por primera vez. Una vez más el efecto proviene en la mayor parte del montaje mientras un par de urracas aterrorizadas son incesantemente acosadas en su escondite; se refugian entre un rebaño de ovejas y brincan con perplejidad entre los pies de los animales; finalmente, después de un gasto desproporcionado de energía, una de ellas es asesinada. Luego al joven le es dada la tarea de sostener una garza real encapuchada contra el suelo mientras Lilik dispone de un halcón para atacarla una y otra vez; la música disonante espeja la confusión moral, las campanas del halcón, el aleteo de las alas de la víctima mantienen una presión constante sobre él; finalmente le dice a Lilik que el pájaro ha sufrido suficiente y que ya no puede más. “Es necesario”, responde Lilik gravemente, y la cámara se acerca lentamente al rostro ansioso del joven.
          La escena que proporciona al chico una consciencia completa de su complicidad con algo brutal es aquella en la que él y Lilik se proponen recapturar a Diana, un halcón fugado que ha adquirido una significación mítica en la mente de Lilik y se ha convertido en un símbolo para él de algo fiero e independiente que debe ser admirado y aun así domado. Cada hombre se oculta dentro de una fosa poco profunda, agarrando en su mano una paloma cuyas alas batientes deberían atraer a Diana lo suficientemente cerca como para ser capturada. El joven espera y espera, el pájaro se remueve sin fuerzas en sus manos, él busca el intenso cielo azul por una señal de vida, la cámara hace zoom in sobre él a través del campo yermo, y al final Diana aparece: la cámara hace zoom cara abajo en la paloma revoloteando, aterrorizada, en una serie de violentos cortes de impacto, y el joven libera al pájaro. Sale tambaleándose de su escondite, desgarrando las vendas protectoras de sus manos, se agarra su estómago como si estuviese a punto de vomitar, su respiración pesada, el único sonido. La cámara hace zoom out, lejos de él, haciendo hincapié en su aislamiento en el vasto paisaje, y el ruido de un tren corta bruscamente al silencio.
          Su partida del campo es retrasada un rato más, aunque este incidente lo hace consciente de que puede preservar su cordura moral, su autoestima, solo si abandona (nada de esto es declarado en palabras y de nuevo es la progresión visual del filme la que nos cuenta lo que le está ocurriendo). A primera hora de la mañana se va, los pájaros susurran y gorjean en los árboles. La cámara se aleja de él a un ritmo constante mediante zoom mientras se adentra en un bosque, creando un efecto casi de blanco-y-negro mientras lo esboza contra los árboles. Hay un corte al campamento donde Teréz, en su blusa rosa, comienza la tarea de alimentar a los halcones, abriendo otro día en la fría rutina de la estación: “carne y dos palomas”. La cámara retorna a la niebla, al joven, luego se aleja de él mientras comienza a correr; queda el zumbido de los cables telefónicos, la canción de los pájaros; otro zoom out y abandona el encuadre; luego un zoom in, lentamente, hacia los cables telefónicos hasta que llenan la pantalla; su zumbido se hace más fuerte, hay un ritmo constante de tambores. Es un final misterioso y ambiguo y, como ocurre a menudo en los filmes de Gaál, el paisaje sobrevive a los personajes. Es mejor, creo, por no ser explícito, por mantener la sutileza del resto del filme, y si se argumenta que la fuga es una solución demasiado pasiva, por lo menos es mejor que la colaboración consciente o inconsciente, y más útil que una resistencia valiente pero fútil contra obstáculos arrolladores. Los personajes y filmes de Gaál trabajan constantemente de cara al conocimiento de sí mismos y un entendimiento del trabajo preliminar para la acción, en vez de complacerse en gestos románticos o rebeldía.
          No todo el filme procede solo mediante la sugestión visual y aural que hace a estas escenas particulares tan memorables. Lilik es muy elocuente acerca de su filosofía de vida, a veces más bien demasiado, como cuando, al haberse estrangulado a sí mismos varios de los halcones en sus correas intentando escapar de la inundación de sus cajas en la tormenta, advierte que esto es lo que resulta de demasiada libertad de movimiento y que por lo tanto tendrá que mantenerlos en una correa más apretada. Pero generalmente el filme se mueve por medio de la implicación en vez de la declaración directa, creando la necesidad obsesiva de orden, dominación, unanimidad ritual y planificación rígida (Lilik necesita conseguir un cierto cupo de pájaros asesinados para justificar su trabajo, y conserva las patas de sus víctimas para proporcionar estadísticas exactas) que caracterizan la mentalidad autoritaria en todas sus manifestaciones. Es una mentalidad basada en el miedo, y Lilik traiciona esto en su insistencia de que la gente del campo colindante está conspirando contra él; el peligro externo, por supuesto, justifica un control incluso más estricto dentro del campamento. La gente es tratada como no más que objetos. Teréz satisface la necesidad de Lilik de poder y le permite hacer gestos benevolentes hacia sus subordinados; el sexo es un medio de control, no de comunicación. La crueldad y la tortura son inevitables e incluso bienvenidas como medios esenciales de cara a la consecución del gran diseño. Esto, y mucho más, emerge, sin presión o énfasis excesivo, de un filme que es también, a todos los efectos y propósitos, un documental sobre la crianza de halcones, y una meditación lírica y poética de figuras en un paisaje.
          Repetidas veces, Gaál retorna en voz baja en todos sus filmes a una insistencia de que los seres humanos deben asumir responsabilidad por sus acciones, que incluso las circunstancias más restrictivas o deprimentes no ofrecen excusa para la inercia moral. Su filme más reciente, Holt vidék, aunque quizá no el mejor, es en el que trata de presentar a sus personajes y sus dilemas de forma más oblicua, confiando en la melancolía del pueblo moribundo y el paisaje otoñal para que tomen el lugar del diálogo y el análisis verbal. Dice que ve a este filme como un punto de inflexión en su carrera, la conclusión lógica a los temas y el desarrollo estilístico llevados a cabo hasta la fecha. Sus planes inmediatos, al menos en lo que concierne a un largometraje, son inciertos: ha sido invitado para hacer un filme para la RAI y ha preparado un guion basado en la historia corta Saul de Miklós Mészöly (el autor de la historia original de Magasiskola). La cancelación súbita del imaginativo programa de producción fílmica de la RAI, no obstante, ha hecho esto imposible, y la insistencia de Gaál de que las localizaciones y los rostros del filme posean un auténtico carácter mediterráneo, junto con el relativo alto coste del proyecto, hacen improbable que el filme se pueda realizar en Hungría.
          La situación de Gaál refleja en miniatura los problemas del cine húngaro en general así como los de muchos otros países pequeños con producciones fílmicas: a pesar de la calidad de sus filmes y del hecho de que se haya escrito y hablado sobre ellos extensamente, por ahora aún siguen siendo demasiado poco vistos. La reticencia de distribuidores y audiencias de filmes extranjeros para arriesgarse con algo que no provenga de Francia, Italia o Suecia, junto con la incapacidad de la mayoría de los países pequeños para montar campañas de publicidad extensas para sus filmes, deja a varios de los directores más talentosos del mundo en una especie de limbo, con la única oportunidad de llegar a una audiencia internacional viniendo de coproducciones que demasiado a menudo suavizan o destruyen las características individuales y nacionales que hicieron a los filmes interesantes en primer lugar. Gaál mismo tiene demasiada integridad para comprometerse a sí mismo a algo en lo que no crea de todo corazón, y preferiría permanecer un cineasta pequeño, desconocido, en un país pequeño, desconocido, que alcanzar un reconocimiento más amplio haciendo concesiones que podrían llegar a ser destructivas: sería una pena, sin embargo, si estas permanecieran como las únicas alternativas que tiene.

The Falcons [Magasiskola] 3

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CON EL DEBIDO RESPETO

Bálint Fábián Meets God [Fábián Bálint találkozása Istennel] (Zoltán Fábri, 1980)

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Cada noche, entregarnos al visionado de un filme, esa es la ley que nos gustaría sostener de por vida.
          Tenemos el filme preparado. Se acerca la hora. Temblamos. El deseo se lubrica y aguza. De nuevo, asoma la luna, llega el momento en que volvemos a querer trascender las particulares condiciones del paisaje socioeconómico que nos han cercado durante el día. Aquellos condicionantes que alientan la desaparición de lo que el paisaje, previamente amañado, tildaría como películas de fondo de catálogo, proporcionando así olvido, nulos puntos de referencia al observador habitual gustoso de merodear la urbe con la casi inconsciente perspectiva de hallar en su deriva un signo que le sitúe, a unos centímetros más acá de su entendimiento, el particular trazo que abarca la completa dimensión física y espiritual que el propio paseante arrastra consigo a cuestas. Tristemente, no nos extrañamos al cotejar que en el cine de hoy la consecución estética del logo ha ganado la batalla a la responsabilidad de conquistar la crónica, estamos ya muy lejos de los eslóganes rusos de 1918, año en el que da comienzo Fábián Bálint találkozása Istennel; otra noche juiciosa, merced un filme de Zoltán Fábri, objetivamos las oportunidades de toparnos con algo más que ejemplares destinados a un corto tiempo de supervivencia en el mercado de la “cultura”. Sobreviene entonces una sensación de malestar didáctico si uno quiere ir al encuentro del mentado cronista ─apenas existe algún estudio crítico sobre su obra, una puesta en contexto de sus filmes (la información resulta escasa)─, ahondar en la historia aneja que terminará concerniendo al futuro espectador y rebajará su implícito chovinismo que no alcanza siquiera a rebasar una penosa invasión exacerbada del mal gusto yanqui o nipón inundando las cuatro paredes del espacio doméstico, cada vez más lleno de aparatos, sucedáneos, juguetitos con los que matar un aburrimiento que quizá en otra época te habría conducido a preguntarte qué narices estaba sucediendo en Hungría al término de la I Guerra Mundial. Tal y como están las cosas, si uno quiere ir al encuentro, no le quedará más remedio que escarbar. Con este ejemplar de Fábri, nosotros lo hemos hecho, así que tal vez podamos sugerir algunas indicaciones precarias al astuto espectador que se interese por su filmografía, tan excelsa como poco estudiada:

Un soldado magiar terminaba su paso por la Gran Guerra a orillas del Isonzo, asesinando a un italiano, valiéndose del cuchillo de caza prestado por su amigo József, sargento fiel, hombre mesurado y cabal. En un pantano verdoso, húmedo, durante una emboscada que llega hasta la refriega con bayoneta, tiene lugar el asesinato, que retornará cada vez más demacrado y enlentecido durante las cuatro estaciones de 1919 en las que Bálint Fábián, el soldado, verá derrumbarse su entorno y su entera concepción del mundo. Reconocemos al actor que lo encarna, Gábor Koncz, debido a que lo habíamos visto ya con similares composturas en Magyarok (Zoltán Fábri, 1978). Ambos filmes adaptan obras literarias de József Balázs. Sin embargo, la intención de Fábri siempre fue comenzar desde el principio, y no con la narración de Magyarok, donde un grupo de húngaros durante la II Guerra Mundial son trasladados al norte de Alemania para ejercer diferentes trabajos cultivando la tierra mientras el conflicto mundial les pasa primero por al lado para luego sucederse enfrente de sus propias faces. Los estudios creyeron que la historia de este filme poseía connotaciones más universales, una avería en los circuitos de la comunicación y el pensamiento paradójico se toma por enseñanza, ya que en Magyarok choca, sorprende, cabrea, el que no se llegue a producir una verdadera sedición entre los campesinos en ningún momento, lo que quizá nos conduzca a la asunción de un entendimiento sobre la gravedad de una situación que no podría parecer más ambigua. Al cineasta no podía bastarle con esto. Con el éxito del filme, Fábri pudo retroceder en la historia y ascender en el linaje de la familia, pasando del hijo András que centralizaba Magyarok al padre Bálint, convirtiéndose Fábián Bálint találkozása Istennel, estrenado dos años después, en una verdadera precuela. El eslabón adicional en la crónica genealógica, pero también en la obra de un cineasta que no ha cesado de matizar, remachar, señalizar, trifurcar, la mayor parte de conflictos individuales y colectivos que asolaron la historia de su propio país desde comienzos del siglo XX hasta la implantación del comunismo goulash. Aun considerándose persona tendente a la seriedad y el drama, Fábri no descarta la inclusión de otros humores en su obra, y ciertamente observamos una tendencia, llegada la mitad de los años 60, a un deje satírico que alcanza en ocasiones un refinamiento de noble crueldad asociada al deshonroso decoro de noblezas, raleas, o incluso sin excluir las demás, el fascismo de salón. Construido su particular paisaje mitológico enraizado en un clima autóctono que conoce de sobra por biografía y experiencias, instala sus primeros filmes en diferentes periodos históricos donde algo está a punto de mutar o ha cambiado el pelaje ─1 de agosto de 1919 anunciando el final de la República Soviética Húngara al mismísimo inicio de Édes Anna (1958), situación enfermiza de contrarrevolución que comienza a excitar la sangre de los acaudalados cabrones que volverán loca a la criada protagonista homónima en los minutos sucesivos; la aviación rusa sobrevolando un campo de trabajos forzados en Ucrania, por ejemplo, al final de Két félidő a pokolban (1961), obligando a parar un partido de fútbol organizado por los germanos, escondiendo la esvástica y agachando cada cuerpo en estupor ante el ruido de los motores en el aire. Un intento de conseguir vislumbrar los vaporosos mecanismos que subyacen en el interior de una persona en esos instantes donde algo cambia, pero cambia madurando, golpes de estado que poco a poco dan la vuelta a las manecillas de la moral individual y confunden sentimientos, afectos y ética. El cine de su compatriota István Szabó también es uno de conciencia, pero en Szabó, al contrario, la conciencia se despierta usualmente de forma explosiva y catastrófica, perplejizante, suele devenir como la conciencia vertiginosa sobre nuestro relevo colaboracionista en la opresión. Los filmes de Fábri en cambio son más encubiertos, ninguno escapa a esta tenue, ligera, subrepticia, pérdida de valores calamitosa enfrentada al devenir histórico inaprehensible de un tiempo que acaba ejecutando sin demorarse derrotas lentas, implacables, silenciosas. Del otro platillo de la balanza, acompañaremos con la mirada una ligera felicidad de pintor impresionista, la otra gran pasión de Fábri, que terminaría declinando una vez asentado firmemente su rumbo alrededor del cinematógrafo, una felicidad que permea no pocas secuencias de sus primeros trece años de filmografía. La acotación espacial precisa, otorgando a la mirada un prendimiento fuerte de gentes y ambientes, deuda reconocida de Marcel Carné, al que Fábri contrarresta con fervor subversivo, incluso alegría e ilusión por el desarrollo del régimen que le era coyuntural, aun comentándolo bajo varias capas de subtexto problematizante excusado por las condiciones pretéritas de un periodo semiolvidado, al menos inofensivo.
          Desde 1965, e incrementándose su predilección hacia 1971, Fábri empieza a tocar cada uno de los palos de eso tan difuso que denominamos modernidad, estableciendo una doble distancia con respecto a los temas y tersura del mundo, las velocidades, detenciones, que la máquina-cine puede imprimir sobre la realidad, acompañadas de adquisiciones que llevará adjuntadas ya hasta el final de su obra, emparentando filmes como 141 perc a befejezetlen mondatból (1975) o Requiem (1982) con la vanguardia más puntera, no solo cinematográfica sino también literaria, permitiéndose aparte una melancolía satírica de cronista ganada a pulso tras insistir e insistir sobre periodos de entreguerras o contiendas finalizadas agridulcemente. Adaptando a Tibor Déry en el susodicho filme de 1975, el vínculo se hace claro, notorio. De ahí, retrazar la cronología nos llevaría a meter demasiados nombres dentro del saco, y uno podrá sentir concomitancias, afiliaciones, con apellidos tan dispares como Joyce, Cela, o el grupo OuLiPo, sin perder nunca de vista un cierto costumbrismo mitológico de crianza propia, volviendo a autores de notoria importancia nacional, como Ferenc Sánta o el que nos ocupa para el filme presente, József Balázs.
          Tras un punto de no retorno adaptando La frase inacabada de Tibor Déry hacía cinco años, habiendo probado y llevado más lejos las posibilidades del cine moderno y la capacidad dialéctica de este para representar la inacabable lucha de clases y adormecimiento de ricos, vesania singular y violenta de proletarios, Fábri retorna casi sin saltos en la cronología a un paisaje que ya se alejaba bastante de influencias francesas poético-realistas en Dúvad (1961) ─un importante filme bisagra de distancias límpidas y patetismo húngaro, en este caso manifestado bajo las figuras de una cooperativa relativamente amable en contraste con el irredimible enseñoreamiento de Ulveczki Sándor, otrora granjero independiente─. Allí Fábri aunque no renunciaba a la fragmentación, estilizaba su visión en una secuencia más continuada de acontecimientos, menoscabando algo la enorme especificidad de sus primeros filmes, la cual les daba un humor particularismo, en aras de una visión más contundente de las tierras labradas y gentes pateándolas sin demasiada escapatoria. El cineasta había pasado de los cuentos a la crónica, del retrato peculiar de una circunstancia melodramática o pseudocómica completa al consabido episodio nacional. Es esta particular inclinación la que retoma y anexa todos los descubrimientos expandidos en sus filmes anteriores durante el metraje de Fábián Bálint találkozása Istennel.

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Vuelta a casa, el soldado Bálint Fábián ha matado en la guerra, a sangre fría, a un italiano que murió mirándole fijamente a los ojos mientras se descomponía en las aguas del pantano, lo último que pasó por sus pupilas, ni su familia, ni su mujer, ni una flor demacrada, sino el rostro del embrutecido soldado Bálint Fábián, su asesino. Qué ridículo de refriega, preparación solemne, en el presente se nos escamotea con el terror de un enlentecimiento precedente a la carga del contingente enemigo, luego volveremos a ella a modo de diafonía, el recurso predilecto, bien mimado por Fábri, llevado a sus máximas consecuencias de disrupción narrativa en 141 perc, aquí delimitado sobriamente llegando a violentar casi con pobreza estilística, inútil condecorar con boato una acometida tan idiota, dos pobres hombres jugando a la muerte, victoria de absolutamente nadie. En este pueblo al que el soldado Bálint Fábián retorna se huelen las tumbas en el ambiente, balas en el esófago, cementerio de magiares, les robaron a todos los corazones, sobreimpresionando el camposanto unos versos de Attila József, de la misma manera que hacían acto de presencia en Magyarok o mientras un travelling acompañaba a los prisioneros dormidos bajo la supervisión nazi en Két félidő a pokolban. Pueblo fantasma donde Fábri reencuentra el amor por la estabilidad del aparato y las posibilidades de la panorámica o el zoom no necesariamente apresurado, pero sí demarcando la fuerza de un objeto o enfilando para el visionador poco a poco una conversación que va centrándose en plano medio. La crónica necesita en este particular episodio una sosegada calma, la sensación de que a la vuelta nos encontraremos con algunos seres humanos que poco a poco consumen la escasa vitalidad que les queda, caso de Anna, mujer del soldado Bálint Fábián, a quien sus dos hijos han tenido a buen favor no pedido por nadie asesinar al párroco con el que había mantenido relaciones tres años. Lo ahogaron en el río. Poco más que un cerdo insolente sin amor sincero, una afrenta al padre, cuando este vuelva la esposa no dejará de borrar las huellas sobre la tierra del rellano, huellas de sus propios pies, del soldado y cónyuge Bálint Fábián, huellas de cualquiera, borrar huellas compulsivamente, oír las campanas pensando que tocan por el amante. Pero no tañen bajo este pretexto, sino por la muerte de la madre del barón Ughy. Un breve periodo de tiempo alienta a los pueblerinos a llevar flores en la solapa, repartirlas incluso, algo se respira en el aire aparte de la putridez de los cuerpos bajo tierra, un cambio, otro de esos intervalos de ridícula duración donde otra idea de lo común comenzará a dominar los campos de cultivo, quizá de esta algunos aprovechen y saqueen harina, vino, vinaza, de la reserva privada del noble. El soldado Bálint Fábián ahora ha pasado a ser cochero del barón, y la revuelta de la brevísima República Soviética Húngara le aventaja por los ojos y el resto del cuerpo sin saber muy bien qué hacer con ella, con el debido respeto, no parará de proclamar en voz demasiado alta. ¿Ser sumiso? Parece un adecuado precio a pagar con el pretexto de que no se apilen más cadáveres. Sabemos lo último que vieron los ojos del soldado italiano asesinado: el rostro de Bálint Fábián. ¿Pero qué vió exactamente Bálint Fábián en el expirante rostro del soldado italiano? Una visión torturante que en última instancia le proporcionará algunas preguntas que según afirma solo puede responderle Dios. Fábri construye así un carácter fluctuante, apesadumbrado, y retoma desde la modernidad una estética consumida a mano de peores cineastas por la sobrecarga de ambientación de época, el peso muerto del diseño de producción, o la tacañería desagradecida que deja todo el trabajo a la imaginación del espectador. Los remanentes estéticos de un difunto imperio austrohúngaro y la mezcolanza de ideologías en conflicto permanente dan lugar al diseño exacto del ethos y el pathos húngaro en el que no podemos evitar ser seducidos por la variedad de banderas, eslóganes, de un pueblo excitado, paralizado o borracho por infringir alevosamente la propiedad de los toneles del terrateniente recientemente fermentados. Vuelta al barón y a su hermana menor, cuya condescendencia de compadecida una vez que irrumpa el Terror Blanco para cobrarse la venganza sobre el pueblo recuerda a los dejes de idiosincrática exageración y noble afectación burguesa de 141 perc. Terminada la época del realismo más lato, Fábri proporciona un triple fondo a los elementos del mundo, insertando una capa opaca de hermetismo no cambiarás este trozo de historia en cada habitáculo y tierra yerma o fértil, la crónica requiere un paisaje ligeramente imperturbable a revisionismos históricos. El estatuto de los cuerpos y objetos nos recordará al mejor cine de Manoel de Oliveira. Ya sabemos, el espacio reclama su independencia, impone su propia narración, y una ligera estilización puntuada, en verdad pura sensualidad sentimental, como luego comprobaríamos en Requiem, Fábri remata embrujando desde el presente unas tierras que no habíamos tenido ocasión de vislumbrar, rodeados de tantos eslóganes y tapaderas-subterfugio del poder renovando representantes. Estallan en llamas estos contrastes que han venido a definir la primera mitad de siglo en Hungría, y bajo una síntesis de elementos encomiable, llegamos a un refinamiento de un purismo nada dogmático, sintiendo más fuerte incluso la distancia insalvable del teatro que en los filmes históricos de Bresson que tanto amamos, donde llegamos a escuchar al autor más que la Historia, el peso cargante del estilo sobre la pura y simple crónica ─Lancelot du Lac (1974)─.
          No conviene infravalorar el peso de las cosas retornando. Magyarok (historia del hijo) y Fábián Bálint találkozása Istennel (historia del padre) son dos historias de retornos, ambos filmes, letanías circulares. El aparato completando el recorrido de una siniestra panorámica. Retorno al memento, a la fotografía funeral, el tren vuelve a cargarse con otra generación hacia la guerra. Del formato 1.85 : 1 se regresa al 1.37 : 1 tras trece años, con la excepción de Plusz-mínusz egy nap (1973) y Az ötödik pecsét (1976). Los húngaros como pueblo semivivo son retornados a su condición de perdedores. Desde su formación como país, la historia se repite. Un campesino magiar, cuando escuchó que Hungría había entrado en la guerra del lado del Reich, aseguró saber inmediatamente que los alemanes iban a sucumbir ante los Aliados. Quien ose acompañar a Hungría en su historia, también él perderá. Finalmente, un actor retornando sobre su rol, rebajando su importancia en ligazón a ese idealizado modelo, el rostro y cuerpo de Gábor Koncz, prolijo bigote siendo empapado de vinaza, la relación ambigua pero en última instancia de entendimiento amargo que mantiene con aquellos que lo gobiernan y sustentan subyugado… Un cuerpo que retorna al pasado tras Magyarok y adquiere de repente un carácter de comediante, en el sentido más clásico del término, de arquetipo reformándose y matizándose ante los ojos de un espectador familiarizado, sensación tetralogía Tolstói (2000-2012) de Bernard Rose, en la que era posible dar la vuelta una y otra vez sobre Danny Huston encarnando una ligera variación de su particular y soberbio arlequín. Complejo hilo de memoria apilada en la mente del auditorio, al que azota sin rémora la tragedia de las muecas en ritornelo, aplazamientos y salidas de tono que como la situación de Hungría al término de la I Guerra Mundial nos resultan ya algo más que cercanas.

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Magyarok (Zoltán Fábri, 1978)

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