UNA TUMBA PARA EL OJO

NO DESFALLECE LA FICCIÓN (16/10/2019)

7 Women (John Ford, 1966)

20:00 h, Filmoteca de Catalunya; 7 Women en 35 mm, un cuarto de sala llena (hermandad de afortunados), nervios y expectación. Por fin, la gran pantalla, y no un pocho ripeo visto tres veces que, aparte de trocar tontamente el innegociable peso del grano por unos cuantos píxeles traficantes, disolventes ─arancel indefraudable del ripeo barato─, a la postre no va y se atreve ─el alma caritativa pirata y descuidada que lo compartió─, a merendarse sin vergüenza, a cortar, unos pocos valiosos centímetros de los márgenes arriba y abajo, cercenamiento fatal… 20:04 h; las luces apagan, se aparca el recuerdo del ripeo ignominioso, es hora de tensar el arco de la atención.
          Dato de proyección: al parecer, se trata de una copia prestada de la Cinémathèque, raída (encanto), con subtítulos en francés incrustados (mal menor). Primer rifirrafe entre Agatha Andrews y la recién venida, primera manchita negra en la esquina superior derecha avisando que en nada cambia la bobina ─con ella el plano ¿preparados?─, desazón, advierto que a cada empalme se extravían unos diez segundos de la siguiente, y así por once veces (aprox. dos minutos, en total). Es tanto lo que se intuye nos perdemos que en la sufrida experiencia comprenderemos al instante lo aseverado por Pedro Costa sobre el cine de John Ford: indistintamente de la duración del plano, un gesto de tres segundos en sus filmes equivale a tres mil años.
          Caballo estadounidense indomable de pelo corto, la Dra. Cartwright, Ford, el filme, alterna el trote del círculo al rebote, de pared interior a pared interior del decorado misión-evangelizadora-cristiana. Relato, relato y más relato, podría decirse aunque aburra ya. Pequeña ciudad intramuros ─no saldremos de allí (permeará la barbarie)─, rea del dogma, cuya «unidad» según Steinbeck puede desaparecer quedamente mientras ninguno perturbe su paz, quebrante sus muros o difiera con nadie ─la bizquedad inherente a semejante unidad (los críos mandarines escuchando estrábicos la plegaria en inglés). Sucederá justo lo funesto: la llegada de la revolucionaria doctora, el cólera y la viril violencia comandada por Tunga Khan, ante la que todas ─primero la joven Emma, luego el resto de espectadoras─ deberemos tomar partido. Un cuento que no progresa, no medra, sino que a cada encontronazo se desgaja. Ni coordinándose en cien ardides los ojos lograrán estrangular el lazo corredizo arrestando un fotograma. Como las mujeres y los civiles chinos, la ley narrativa del relato es llevada al paroxismo, al Terror de la línea quebrándose que sin embargo persevera con la intachable legal crueldad de una recta, contienda fraguada en telegrama de plano general, librada en histérico plano medio; en otras palabras: son los orgullosos estertores reafirmativos de un cine donde dos más dos siempre habían venido siendo igual a cuatro. Un matiz a la resobada categoría de “relato”: «reactores de la ficción», así es como Bergala se refiere, sin asomo de ánimo valorativo, a lo que en ocasiones se apaga, suspende o interrumpe en el cine de Jean-Luc Godard; al contrario, en 7 Women no se ceja de echar carbón a la locomotora Ficción (ningún filme de Ford había llegado a correr tan raudo), efecto de esto: casi ni rastro de eso que se ha venido llamando lirismo. Los motivos son variados: para empezar, el director está en una edad que dirige, que corta al cambio de cuadro, con la facilidad con que el provecto jugador de póker, asiduo a las cantinas, adjudica cartas a sus rivales (chac, chac, chac). Reparte con la veterana sapiencia de quien asume que tras cada repartida y breve juego habrá de recomenzarse, que la partida son en realidad partidas, conformadas por muchas manos, pocos ases, y alargadas desde el atardecer hasta que anochece. Ganar entonces será atraerse, secuencia a secuencia (plano a plano), solo algunas fichas, hacer crecer lentamente el montante y volver a re-partir hasta la buena hora del retirarse. Cada encuadre de 7 Women es naturalmente extraído-de y devuelto-a su origen, la ficción. Quien despluma y aniquila rivales mano tras mano (plano tras plano) seguro oculta cartas en la manga, y el cineasta estadounidense de ascendencia irlandesa sabemos odiaba a los tramposos: hemos visto más veces al sheriff desenmascarando a un truhan profesional del póker que entregando la placa estrellada al nuevo. Por otra parte, durante el transcurso de la proyección constataremos que al menos son un par las cosas que Ford nunca perdió de vista: la ficción y que el genocidio está en todas partes, que es «common place» en nuestras vidas (entrevista para la BBC, 1968). La guerra, los fuertes, el hambre, los terratenientes, la Ley, etc. generaciones que vienen cuando otras se van (perecen), el ferrocarril y la Gran Depresión arrasan sin compasión, como el héroe. Despiadadas fuerzas y agresividades laten contenidas en la naturaleza de la comunidad organizada, la riada nómada y hasta del hombre abandonado a sí, aguardando una rencilla, la excusa de turno o el recuerdo de una ofensa inveterada para movilizarse, ratificarse demoliendo, intentando sacar provecho por cualquier medio o procurándose encontrar su sitio (un hogar). Circunstancialmente, la intención puede que sea noble ─la caravana mormona en Wagon Master (1950)─, otras, la ratificación consistirá directamente en purgar lo irreductible ─Henry Fonda en Fort Apache (1948)─, en fin, responderá Ford airado a quien le pregunte por enésima: es su (nuestra) naturaleza. Lo excepcional es que a la vez que se señala tan preclara pesimista comprensión de lo que somos, brincará de improviso desde el fondo del plano, cual casquillo y humo dispersándose, por acá un fugitivo gesto tierno, por allá una pizca de solidaridad, la ancha sonrisa de un indio, un mejicano, una mujer o un negro. Una misantropía chistosamente alegre (la pelea popular que cierra The Quiet Man, 1952). ¿Quién no prestará atención a la lección si se imparte con tal regocijo? ¿Quizá esa sea la lección, esa alegría, las canciones y bailes de júbilo al pie de la iglesia, la taberna o el cuartel ─edificios fundadores de innumerables pueblos─ que la muerte decreta enmudecer? Por último, en 7 Women se adivina la legítima hartura de Ford con todo (cf. la carta a Tag Gallagher), cansado de dramatizar y de dar explicaciones.

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El final, en este sentido, es proverbial, no se nos dejará plañir a la heroína: la Dra. Cartwright bebe el veneno que ha fulminado a Tunga Khan al ritmo de un ligero travelling de despedida raíles atrás, rapidísimamente, la escena se oscurece antes de caer el cuerpo, un “The End – Presented by Metro-Goldwyn-Mayer” sobreimpreso y veloz encadenado a créditos; hay que despertar del sueño, como se han encendido los reactores, apagarlos. De hecho, es la única muerte en el filme donde una esquirla de lirismo asoma para despeñarse contra los nombres de las actrices acreditadas y una melodía oriental. Se logra sintetizar, aunque pareciera imposible, dos destinos para la mujer (camafeos en principio incompatibles): el liriquísimo y digno fallecimiento de Mary ─en The Long Gray Line (1955)─ fundiéndose con el desangramiento de Chihuahua ─en My Darling Clementine (1946)─, que muere como mueren las hijas de Sodoma y Gomorra (expira en off), sin que ni la cámara las llore. El asesinato de Charles Pether en 7 Women, en su conversión de inútil a heroico mártir, es narrada por un civil al que tirotean momentos después de transmitir la noticia ─«las chicas gritaron pidiendo ayuda al Sr. Pether, salió del coche para ayudar a las chicas y lo acribillaron como a un perro, se rieron…»─, el metraje aniquila a hombres, mujeres y niños. Nada afecta al devenir implacable del relato en el filme, ni siquiera la violación de la protagonista. Escalofriante en verdad, pero es que una leyenda se mide por lo nada que se jacta de serlo ─el sheriff Tom Doniphon en The Man Who Shot Liberty Valance (1962). Si entiendo bien que lirismo sería algo así como que la ficción se permite darse un respiro o “coger aire”, otorgando al espectador tiempo regalado para que, hinchiendo su pecho, pueda constatar la grandeza de lo que está contemplando y ame a los personajes, digo que el penúltimo filme de Ford de esto solo jadea el final, la entrada de Agatha al cuarto de Emma y la conversación de la primera con la Dra. Cartwright al pie del árbol (permanecerá oscuro para siempre si confiesa las insuficiencias de Dios, lesbianismo reprimido o la frustración de perder el liderazgo, en cualquier caso, desmoronamiento de cualquier tipo de unidad). Del mismo modo que 7 Women, ni Stars in My Crown (1950) ni Wichita (1955) de Tourneur se sostendrían tan cortos si anduviéranse con alguna complacencia o estasis lirico. En la misma lógica, diré que un filme apisonadoramente narrativo como es Rio Bravo (Howard Hawks, 1959) no podría sobrevivirse tan largo sin que lo partiera a media hora de acabar el lirismo de Dean Martin, Ricky Nelson y Walter Brennan cantando My Rifle, My Pony and Me y Cindy mientras son observados durante cuatro minutos por un John Wayne enternecido.
          Sobre las 21:15 h, predigo las escasas restantes secuencias para que la conclusión de 7 Women golpee en celuloide ─repito que vi tres veces el ripeo horrible─, y de una inesperada, extraña forma, sutura la relación del cine con la vida: a pesar de haber ido a la Filmoteca nosecuantasveces, se me explicita virgen en ese momento que la sala es un hueco debajo del demencial bazar multicultural que es el Raval, coágulo magnífico de la Smart City punto cero. A unos metros por encima de nuestras cabezas, mujeres en país extranjero ─como las del filme (pero no en 1935)─ ofreciéndose a turistas de droga, turistas de lujo y vecinos asustados. El suicidio no-acabado-de-ver de la heroína en pantalla grande me demuele más que nunca ─por suerte voy acompañado (Anna, Fran). 21:31 h; salgo y es el genocidio, no lo conduce ningún relato, a lo lejos, las aspas de un helicóptero policial fuerzan un lirismo impostado, huele a comida china, a orín y a contenedor quemado.

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Barcelona, 18 de octubre de 2019

03/06/2020 – RODEO

Le champignon des Carpathes (Jean-Claude Biette, 1988)

Partamos de Portugal, y retomemos una comparación que se antoja bastante acertada, ¿qué pasaría si pusiéramos al lado el visionado de un filme como Heaven Can Wait (Ernst Lubitsch, 1940) con el proceso de convalecencia de un enfermo? Esa es la idea propuesta por Pedro Costa, y regresa con fuerza en el escenario posradiactivo, la tragedia del Rhône y los grupos teatrales fragmentados de Le champignon des Carpathes. Uno no se pretende demasiado feroz cuando lo que le importa es la rápida recuperación y, al mismo tiempo, la obligada parada en el camino da al individuo la oportunidad de disfrutar de una singular placidez, la misma que transforma todo paisaje en otoñal, el barullo en lentas asunciones. Solo así podríamos explicarnos el poco drama en la desaparición de Sibylle y nuestro deseo implícito de que no vuelva nunca a ver a su padre. ¿Quién es Sibylle? Se preguntará el espectador que aún no haya visto el filme en cuestión; la misma pregunta se la estará haciendo el que ya haya acudido a la cita dos veces. Jean-Claude Biette filma la Francia coetánea a las postrimerías de Chernóbil tomando la medida del tiempo sin desperdiciarlo, cadencia adecuada para condensar acciones con ruido de fondo, la duración deseada para que, en el proceso, puedan ocurrir diferentes juegos: la ligazón mental del espectador, cavilando qué une a un personaje con los pretéritamente mostrados y con los aún no puestos en escena, el discurrir sobre el posible pasado de ese comediante y, al final de la travesía mental, la feliz asunción de un espacio de reserva, donde ni podemos ni queremos entrar. Disfrutamos simplemente viendo el curso de la enfermedad disipándose, aun cobrándose algunas víctimas por el camino.
          Este es un filme al que he vuelto por segunda vez tras darme cuenta, un sábado a horas tardías, de la necesidad por mantener un espacio lo suficientemente grande, una inteligencia activa pero mucho más callada de lo que estaba en ese momento para que el microcosmos biettiano permaneciese conmigo en una misma balanza de fuerzas. Fue el domingo cuando la experiencia recomenzó y volví sobre esas primeras escenas, la chica cayendo desfallecida, el traje NBQ recorriendo la zona del desastre: la atmósfera está demasiado inmóvil, la urgencia es casi muda. En cambio, nosotros sacamos disfrute de aquello, como la señora con la que Robert habla al comienzo del filme, ataviada con cuatro suéteres y una manta escocesa (en Fort William los vientos soplan impasibles); hace frío, sí, pero tenemos las vistas, inmunes a la poetización de un ojo nostálgico. La panorámica adecuada para que la sociedad y uno mismo puedan hacer cuentas (Daney). Imposible desenvolverse en una sociedad sabiendo de antemano sus reglas y filiaciones. Figura del carterista-electricista-chico de los recados, Bob (así le gusta ser llamado), recordándonos al personaje medio que podría aparecer en cualquier película de Tourneur, estableciendo vínculos entre diversas localizaciones: su hermana, el novio de esta, la librería y el grupo teatral descoyuntado. Ni en el cine de Biette ni en el de Rivette se contraponen el teatro y la ficción como un sello toca la carta, están ahí, y su relación no podría ser más indirecta, casi brusca. Es más una cuestión de trabajo, de rutina repetida, de proceso (Kehr) atando maneras de enfrentarse a las obras representadas. Los procesos son las líneas de ficción encontradas “en el medio de”, quizá nunca finiquitadas. Ay, ¿cuál será el destino de la desgraciada Madeleine? Sin embargo, ni mil truenos ni cadáveres nos darían una visión más bella de lo que uno pierde al desligarse de la sociedad y de los juegos de la vida llana que esos últimos planos donde la chica, en quizá su última noche, ve cómo las luces aún iluminan. Volviendo a Portugal, João Bénard da Costa nos supo hacer ver de manera pertinente los oscuros no-vínculos entre ella y Ofelia, el personaje que debería haber interpretado bajo las órdenes de Jeremy Fairfax, director de la díscola compañía. La distancia entre Madeleine y el personaje de Shakespeare se salva con una mirada y varios cortes.
          El crítico portugués arremetía contra aquellos que tildaban al filme de exangue. ¿Quién sería capaz de encontrar la sangre circulando que anida por debajo de sus fotogramas? Casi veinte años después de esas palabras, y gracias a la copia distribuida gratuitamente por La Cinémathèque française en su página web, podemos sentarnos, convalecer durante un rato y darnos cuenta de que Jenny no es mademoiselle, sino madame, y que la relación con su padre, Jeremy, no la podemos reducir a dos líneas (de pequeña, llamaba a su hija milady), entender que con dos escenas un personaje (Madame Ambrogiano) puede estar cargado de historia, y que Biette, siempre generoso por defecto, quiere sorprenderse tanto como nosotros. No hace falta sucumbir a la sobredramatización de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950) para dar cuenta del paso del tiempo en una actriz (Olympia) ni dirigirnos a ningún lugar especial, tan solo dar un rodeo. Y en la curva de la glorieta, el tiempo que nos dure recorrer la rotonda, la ficción unirá lo impensable, quizá incluso responda a la pregunta inicial y la extienda: ¿quién es Sibylle para Jenny? Ofelia en Madeleine. Ambas miran más allá del encuadre hacia su propia ausencia en el firmamento.

Le champignon des Carpathes Jean-Claude Biette 2

Le champignon des Carpathes Jean-Claude Biette 2

Le champignon des Carpathes – La Cinémathèque française

15/06/2022 – DE TOTH/SUNNYDALE

N. me dijo un día, cuando Joss Whedon comenzaba a violentar su epistemología mediante los primeros episodios de Buffy the Vampire Slayer, que la serie era como una película de Jacques Tourneur. La observación tuvo algo de sagaz, pero se equivocaba, pues el nombre adecuado era André De Toth, y el blanco perspicaz sus wésterns con Randolph Scott. La grácil perspicuidad del ciclo Ranown terminó volviéndose menos agradable a mi vista que la farragosa ironía de Scott intimidando con el territorio a base de osada retranca en The Bounty Hunter. Supe ver el vínculo ─nadie lo acusará de fanfarrón: el canon solo se apea en dos paradas al tratar con el húngaro─ al presenciar el doble del actor de Virginia, pues me habían enseñado a no mirar por encima del hombro, hacía años, cuando pasaba los días alimentando mi ethos viendo Buffy, a los especialistas lanzando puñetazos demasiado cansados, durando un poco más de lo habitual, la cámara dejándolos ver en una cercanía de cortes físicos, mostradores del raccord más sudoroso, jugándose la moral entre el cartón piedra de cualquier antro. La domesticidad plana, ocre, rutinaria, sin embargo alambicada, siempre ahí, inmóvil y fácilmente transportable como una casa de muñecas, se aleja hasta tal punto del cine americano (Ford, justificadamente ganado su lirismo, dramatizó sin cesar esas cuatro paredes) que fue imperiosa la televisión estadounidense de los 90 para encontrarle pareja. De Toth formula la serie, Boetticher las variaciones sobre el estándar, pequeña diferencia entre ambas, pero un mundo aparte en el cine.
          La ausencia de luminosidad espacial equidistante convierte a De Toth en verdadero precursor de todos aquellos directores haciendo la ronda de Buffy, y esto es un gran halago, sin duda. Lo que interesa de Carson City o Thunder Over the Plains reside menos en el placer por descubrir desde la distancia cómo se transforma el arquetipo del wéstern y más en pisar el fango, un estar ahí que no deja piedad con el desinteresado, películas-cómplice no concernidas en buscar secuaces; el saloon está tan ruidosamente poblado que deberemos ajustar durante unos segundos los sentidos, veloces, para acompasar el cuerpo a la jerga, los cortes y, sí, los tortazos. Si tenemos suerte, esa suciedad o desgana las veremos transformarse en sabiduría, porque De Toth y Whedon ya hollaron ese camino. Han sido B por conceder la misma espontaneidad a la muerte y el silencio. Sus obras no se elevan por encima de la mundanal estridencia que las puebla, y precisamente ahí reside la virtud, estar siempre cerca pero no demasiado, dando de vez en cuando el aviso de que ellos, también, saben mirar con telescopio.

The Bounty Hunter 1

Buffy the Vampire Slayer 3

LA ESPADA: DISTANCIA

The Duellists (Ridley Scott, 1977)

El queso convenientemente cortado a fin de ser devorado por ratones, la copita de vino a medio llenar, primeros planos tan destinados a la expresión que flotan sobre el resto del cuerpo, paisajes fagocitados por la estampa, casi todo filmado con la mítica del bodegón; por fortuna, no todo. Será necesario al menos un esfuerzo del director, del asesor de esgrima, de los actores: dos pares de pies danzando por su propia supervivencia, en parcela terrosa, que levanten el polvo suficiente para sepultar la enojante tramoya de una ópera prima distinguida. Sin tiempo para un en-guardia que reactivaría el amaneramiento, la adaptación literaria, un marchar, un romper, un otra vez marchar y fondo con estocada. Diferimiento de la restitución durante tres lustros. El transportador de ángulos contra el cartabón, la coreografía contra el guión, la espada venciendo a la pluma. Cuando el honor se arroje como un guante sobre el tapete, el oído aborrecerá los líos de faldas cualesquiera, las intrigas del cardenal Richelieu, incluso, la imaginación de Dumas para el relato y la peripecia; son los ojos quienes reclamarán su primacía: redescubrimos el placer de la gula atiborrándonos de las rutinas corporales de un Gene Kelly transmutado de bailarín en d’Artagnan ─The Three Musketeers (George Sidney, 1948). El honor, como la pasión por ver, ese «hambre excéntrico». Deseamos al Harvey Keitel loco del inicio, no al del final, circunspecto. Nos traerá sin cuidado el raccord de una historia que vendrían a contarnos los intertítulos ─Estrasburgo, 1800… Augsburgo, 1801…─, la continuidad anhelada es la sucia del movimiento local. La distancia, la que nos impone el enemigo desde la punta de su sable hasta la cazoleta, la expandida por cautela, la acortada por ferocidad. El raccord del duelista: el tajo que cercena, la carne colgante, la herida infringida y la filigrana que esquiva bien trazadas en el visor, definitorias de un espacio que define un tempo. Un raccord, indudablemente, masculino, tan convencional como anti-reversible ─Anne of the Indies (Jacques Tourneur, 1951)─, el contrario del cual no sería exactamente la figura de la mujer sino la del eunuco chivato que, una vez apresado, persevera en su indignidad rogando entre gimoteos por su vida (cabeza de turco de todo espectador decente).
          Atrapados en postales que advierten sobre las inconveniencias de un avituallamiento deficiente (las tropas napoleónicas en el invierno ruso), se entrevé que los duelistas antepondrían su lance a la salvación del regimiento. Su honor, incomparablemente más valioso que la caza del tártaro ─ya que en estos aquel se presupone ausente─, solo puede ser cuestionado por un igual, porque más que la vida, lo que vale es su catadura. Cuando en el campo de batalla, en el pueblo a hacerse respetar, la cantidad de movimiento ─la bravura de la carga─ sea vilipendiada por una capacidad de fuego inigualable ─el revólver de tambor, el fusil de repetición, la artillería, etc.─, el pundonor caballeresco se verá relegado a la vitrina donde dormitan las costumbres arcaicas de una humanidad aún demasiado cándida para el progreso. El duelo con arma de fuego ya no le deberá nada a la capa ni a la espada: se tratará de acoplarse con mejor o peor reflejo a la cartuchera del rival que desenfunda, al reloj que toca mediodía, al parapeto y la pausa momentánea de la recarga. A punto para el último encuentro a pistolas, queriendo evitar que la frialdad del plomo decida, los duelistas pactarán perderse para encontrarse entre las ruinas. Aunque se sepa imposible superar la sobriedad de un Lang filmando un duelo en espacio techado (Moonfleet, 1955), aunque la circense gracilidad de un Burt Lancaster, dirigido por un Tourneur ─sumada a la idea de una lámpara que, desprendiéndose, oscurece el intercambio de mandobles (The Flame and the Arrow, 1950)─, permanezca imbatible, es venerable el esfuerzo de Scott, de Carradine, de Keitel, del asesor de esgrima ─merece figurar su nombre: Richard Holmes─, para patentizar que el cine es igual a honrar el espacio escénico, tempo instaurado, limpia liza supervisada por padrinos, enunciación de la distancia justa entre apostar la vida y dar muerte.

The Duellists