UNA TUMBA PARA EL OJO

EN LOS MÁRGENES DEL SENTIMIENTO

Something, Anything (Paul Harrill, 2014)

nything (Paul Harrill, 2014)

Sin siquiera pretenderlo, filmes pequeños pueden constituir verdaderas enmiendas a nuestro presente desangelado. Todo comienza con una sacudida, aunque si conseguimos hacer subsistir en nosotros una disposición serena, por frágil y minúscula que esta sea, quizá logremos alumbrar una pequeña curiosidad, en verdad, la mayor de las virtudes humanas, la única que nos salvará, disposición entretierras que mueve e inmoviliza a Margaret en Something, Anything a prestar oídos a su marido, amigos, clientes, en definitiva al resto de los demás, pero también a aquella voz desconocida que emana del mundo o quién sabe si del interior cuando un afán inteligente busca traspasar los velos, acaso la misma voz que resiguió Paul Harrill al ir concibiendo su película.
          No solo el aspect ratio 2.00 : 1 contribuye a la cualidad del filme como una fotonovela para la generación indie, junto a duraciones que se mantienen devotas al reposo apaisado de los planos, la música acompaña la búsqueda espiritual de Margaret mediante abrazos prolijos, insistentes, lastimeros sin pasarse pero queriendo pasarse un tanto, embargos sonoros densos, deseables, en los que si se presta atención puede casi escucharse dónde, en la mesa de edición, se eligió disolver el corte, notas de piano dejadas caer de forma tosca y penetrante en contraposición a la total blandura de la luz sobre el rostro solícito de bendición de la protagonista, son intensidades concomitantes, interior, exterior, pero que chocan como golpeándose el hombro, obligadas a transitar juntas, sin detenerse a comulgar; este caracter apaisado, su acumulación, acaba propiciando que los encuadres se sucedan con la pulcritud hojeante de los cambios de viñeta, se tratará, una vez más, de sublimar el folletín convencional, de afinar ciertos acordes que suelen desarmonizar en otros filme-canción, con modos insidiosamente dulces, Harrill domestica una falsa bidimensionalidad sentimental de correa, el plano enfrentando con grotesca naturalidad el exagerado pelucón parduzco de Ashley Shelton, así la mente del espectador es puesta a trabajar sobre una cohorte de personajes y escenarios tropo conscientemente manipulados, expuestos al ojo en una planicie mucho menos extática que la flatness de un Hal Hartley ─cineasta actualizando disposiciones escénicas provenientes de Mark Rappaport en los EUA, y no solo del Godard ochentero─, y es que en Something, Anything, reflexionamos, nos encontramos ante una platitud diferente, hoy bastante inusual, subsiste una especie de recato a ahondar demasiado en una composición, por la fugaz vida a la que aparecen abocadas todas, y sin embargo es limpia, clarividente y, de nuevo, obviamente manipulada, la lógica fotonovelesca dada la vuelta por su reverso no malvado, más bien de canto, haciéndose perceptible en su perfecta conjuntación translúcida.

nything (Paul Harrill, 2014)

Como apuntábamos, tenemos a Margaret por una de las grandes escuchadoras del cine de este siglo, nos interesa verla escuchar, su receptividad candorosa pero parcialmente juzgadora, cuando sonríe por una ligera seña del destino, nunca tomado como un vuelco absoluto, sino en pasajero solazarse, nos transmite a la par ganas de escucharnos también, escuchemos un instante en silencio, porque existe solapado en los EUA un cine de murmullos, allende los grandes estudios, cuando no contra ellos, en cualquier caso, son filmes que suponen diversos ajustes de cuentas, principalmente del director consigo mismo, y así es como se fragua el germen de un autor, luego un ajuste de cuentas del autor con su tiempo, y así podría nacer un cineasta, encapsulando sus impresiones concretas del continente, sensación de ruta, el síndrome de guerra mental encubierta que recorre el alma yanqui, la filmografía al completo de Noah Buschel, por fuerza, proyectos autosuficientes, o de otras latitudes que sin embargo concurren en semejante contemporaneidad y anhelos de independencia, como Trigger (2010) del canadiense Bruce McDonald o la tetralogía Tolstói (2000-2012) del inglés Bernard Rose. Siempre habrá otra América, varias, incontables. Se levantan dualidades para luego derribarlas. Estos filmes acaban siendo cuentitos apache, netamente americanos, que cuestionan incluso el cuestionamiento de lo pulp, susurrando que la contracultura también puede ser delicada. Durante décadas, nos atiborramos de discursos, cuestionamientos y propuestas materialistas, y finalmente, la realidad no fue trocada. Tanta materia solo acrecentó nuestra pesantez diaria. Bajo nuestra piel confraternizamos similares malestares, pero como observadores foráneos que somos, participaremos con cierta desubicación, por otro lado seductora, a este resurgimiento de una espiritualidad bastarda que le subyacería a los Estados Unidos de América, nutrido de certezas budistas, con sus propias tradiciones literarias y obsesiones patrias sobre cabildeos que les impedirían avanzar espiritualmente. En algo tienen razón: si no nos hemos aburrido ya, nos acabaremos aburriendo pronto de sostener con los ojos y defender con la mente un monismo materialista. Para nosotros, para nuestros hijos. Something, Anything registra el polvo como lo que es mientras Margaret escoba el suelo, pero en distinta secuencia, a la luz del sol filtrándose por la ventana, los corpúsculos de polvo flotarán por el aire brillantes, como si fueran astros relucientes, no átomos, sino motas que sugieren probabilidades sobre otras constelaciones de destino. Es desde los márgenes que la contemporaneidad concede ser filmada, un poco más acá del mundo material, así Harrill se cuenta entre los pocos cineastas capaces de significar la inmiscuida ambivalencia que en nuestra vida representan hoy los aparatos electrónicos, darse el tiempo necesario para responder una carta, empacar una mudanza, rellenar una aplicación de trabajo, peor aún, lidiar con ingentes regalos de boda, ¡a cuantos “cineastas marxistas” les hubiera gustado aproximarse así a la cuestión de la mercancía! El precio que ponemos a nuestras necesidades básicas, cuáles son esas necesidades básicas. Embarcados en estas fábulas, nos encontramos navegando un meandro donde llegan a confluir las enseñanzas del trascendentalismo norteamericano, los restos de un presente sulfúrico y buscavidas alumbrado por la generación beat y el rabioso abatimiento underground de finales de los setenta. Acogiendo, persiguiendo, oraciones inconclusas.
          Cinco años después, en Light from Light (Harrill, 2019), nos situaremos ya ante otra cosa. La espiritualidad seglar ha dado lugar a una historia de fantasmas, el aspect ratio 1.66 : 1, más cercano a la equilibrada elegancia de los cuatro tercios, propicia encuadres más cuidadosos, grávidos y respetables. Sin embargo, al menos nosotros, por nuestra parte, estamos algo aburridos también de la supuesta coherencia fílmica que aprecian los festivales, tiempos de plano meditabundos, esparcimiento moroso de las conversaciones, obcecamientos en pequeños momentos trascendentes de una cotidianidad abstracta que hacen cuña junto a una música un nivel más refinada y pseudocósmica. La sustracción de elementos residuales en Something, Anything casaba con su condición de regurgitar los tropos fotonovela, devolviendo el género a sus capacidades elaborativas de muestreo popular, mediante estas sustracciones, el filme puede permitirse hablar a mucha gente ─«I want it to reach not only the Peggys of the world ─the seekers─ but also the Hollys and Jills» [1]─, domina un despojamiento curioso donde el escoramiento de las personalidades no se pisa con la sátira, mientras que en Light from Light esa sustracción de elementos residuales, partiendo de formas tan grávidas, reconocibles y respetables, transmite la sensación de faltarle varias cosas, existe en una especie de limbo inocuo, no problematizando a los ojos ni un diez por ciento en comparación al primer largo de Harrill. Something, Anything es un filme que consigue escapar de la burbuja mumblecore donde todas las personalidades parecen hablarse dentro de una cámara acolchada en la que el aire es denso ─Quick Feet, Soft Hands (Harrill, 2008), The Phenom (Buschel, 2016)─. Su imbricación es total, y dramática, pero de manera escorada, un escoramiento sin embargo inscripto en la vida, donde recibimos el mensaje y lo ojeamos en diagonal, no atendemos demasiado a quién diantres nos llama o mensajea, un arrebato nos hace activar el GPS, donde una y otra vez volvemos a la carta y a la dirección postal, sostenida en nuestra mente, ese dato casi sin valor, como un aliento que calienta el día a día, pensando que quizá mañana vayamos hacia allá, esa ha sido en muchos momentos la única esperanza del trabajador, incluso del trabajador inmobiliario con derecho a plus, negociando en urbanizaciones impecables, nada se compara a la posibilidad de una postal a la que quizá hagamos caso, un destino confuso, no una ilusión fatua, sino labrarse en los pocos tiempos donde se puede estar a solas y pensar, mientras dejamos un libro y cogemos el siguiente, que una nueva manera de vivir quizá sea alcanzada en poco tiempo, allí donde poder matar la insuficiencia vital, quizá mañana, pasado, el mes que viene; la película es popular no por olvidarse del cine pretérito ni por comenzar la historia de cero, sino por redirigir los signos existentes a contrapelo, cargarlos en contrasentido, paradójicamente terminando con el filme probablemente más cercano a nuestra propia vida, algo fotonovelizada también, pasando por las diferentes instituciones y estaciones de paso común acaudalando, en momentos casi invisibles, una viruta incendiaria por cada día inolvidable, unas clases de inglés, el repentino trasvase del dinero privado al fondo bibliotecario, uno de los planos detalle que tendremos a partir de entonces por imborrables. No es la pretensión de naturalismo a la americana, ni el olor a madera, o la cita hindú del final de los créditos de Light from Light, lo que atañe a la verdadera mostración de rituales hechos de menos por multitud de hijos de puta que no entienden que en un cine de autopsia ─etimológicamente del griego: ver con los propios ojos─, no todo tiene que arrastrar lugubridad forzada, epifanía continua o maquinidades insoportables. Cuando llegamos al monasterio de Gethsemani, se impone un respeto solemne que hasta llega a crearnos incertidumbre espiritual, a Peggy se la observa llegar con el aparato casi a ras de suelo, la habitación ascética donde se la sugiere alojarse, la filmación del canto, la vida monástica contemporánea captada perfectamente en su piedad, un sentimiento de extranjería, de estar fuera del mundo, tan bien fijado, tan exacto, en esencia cabal, que cuesta encontrarle parangón en el cine de los últimos veinte años, no caben lamentos, permanece un ligero alegrarse, la posibilidad de figurarnos una nueva vida… para ver luego que faltaba algo en esa vieja figuración, caminamos hacia el fondo del pasillo, sentimos que en ningún otro lugar hemos estado más solos, retroceder, reconectar en un pub, intentar encontrar encarnada, vuelta del recuerdo, la imagen pospuesta de alguien que podría inspirarte. Margaret, su camino, una serie de ligazones entre todos los aspectos que conforman la vida seglar, fotonovelizados y transplantados al movimiento serio, firme, decidido, de una enfermedad emocional en vías de curación en la que el paciente coopera.

nything (Paul Harrill, 2014)

nything (Paul Harrill, 2014)

nything (Paul Harrill, 2014)

[1] “Something, Anything”: A Conversation with Paul Harrill

ENTREVISTA – NOAH BUSCHEL

ESPECIAL NOAH BUSCHEL

Glass Chin (2014)
The Man in the Woods (2020)
En el sendero, fuera de la ruta; por Gary Snyder
Interview – Noah Buschel
Entrevista – Noah Buschel

El pasado enero descubrimos los filmes de Noah Buschel. Unido al sentimiento de euforia que transmite al espectador abordar una obra que le entusiasma, se unía por aquel entonces el desconcierto ante la casi total falta de discurso crítico alrededor de los filmes del cineasta en cuestión. Más allá de aportar unos cuantos textos reflexionando sobre su obra, sentimos que debíamos contactar con Noah y darle la oportunidad de explayarse. Cuando establecimos contacto, descubrimos a una persona atenta, generosa, con disposición a resolver cualquier tipo de duda e incluso a ofrecernos atención de más. Esperamos que nuestras preguntas sirvan como pequeña recolección de la trayectoria del cineasta. Por encima de todo, nuestro entusiasmo lo depositamos en el hecho de poder compartir la respuesta de Noah, una réplica unitaria a nuestras largas cuestiones que arroja luz sobre su propia obra y el presente que vivimos, dándole un espejo en el que mirarse. Al final os encontraréis con las preguntas originales.

RESPUESTA DE NOAH BUSCHEL

Al principio lo hice porque parecía precioso, rodar en lugares desiertos. Estábamos haciendo esta película sobre un internado y el centro estaba cerrado durante el verano. Día tras día me encontré a mí mismo tímidamente apartando a los extras. Tenía que susurrarle al asistente de dirección– “perdona, ¿puedes hacer que esos chicos se vayan a casa?” Era más interesante ver a los actores caminando a través de salas vacías y gimnasios y vestuarios. En el guion, los estudiantes eran como fantasmas merodeando a través del bardo. Filmar la escuela como una ciudad fantasma tenía sentido. Así es como probablemente describiría al instituto en general– fantasmas merodeando a través del bardo, entre cuerpos, entre vidas.

No hay mucho drama en mis películas. Pero si hay drama, pienso que viene de la soledad. Y por ello me refiero– la soledad es romántica, y es bonita, y es cool, y es quizá incluso apacible y confortable. Pero es también amenazadora. Las luces de Navidad en el exterior de una casa vacía. Un tren con casi nadie dentro. Una calle desolada. Los personajes en mis películas están casi siempre al borde de ser tragados por esta soledad. El aparentemente inocente estilo americano de los 50 que establezco en todas estas películas— neones zumbando, nieve cayendo en un diner, un camión de Coca-Cola reluciente y rojo– esa es la cualidad seductora de la soledad. Parece tan romántica al principio. Cuando tienes diecisiete años y fumando un cigarrillo y caminando por Broadway a las 3 AM. Incluso la locura y el insomnio parecen glamurosos al principio. Pero pienso que mis películas son realmente antiromance. Todas tienen estos clásicos tropos americanos, pero al final, el amor que nos salva es más mundano y práctico que eso. Como en Sparrows Dance. El amor que realmente la ayuda a salir de sí misma no es sentimentaloide en absoluto. Es el tipo de amor que detiene el suicidio. Es un amor ordinario que tiene sus pies firmemente plantados en el suelo. Es un amor que despierta a uno. Así, mis películas están destinadas a sentirse como sueños atemporales, como flotar en un baño caliente. Pero al final, dicen– ey, despierta. No te ahogues en el Sueño Americano. No caigas en la trampa. No seas cool. Abre tu corazón. Es un asunto de vida y muerte. Realmente estoy tratando de despertarme a mí mismo.

Ver nuestra propia sombra es el trabajo, supongo. Hacer la oscuridad consciente. Es el trabajo de un cineasta, de un actor, de un meditador, de un ser humano. Si llegamos a vislumbrar hasta nuestra propia sombra, se hace más difícil ir por ahí echando la culpa al gobierno, o culpando a Putin, o culpando a un examante, o culpando a un antiguo amigo que sentimos nos ha traicionado, o culpando a la NRA, o culpando a Hollywood, o culpando a la Cultura de la Cancelación, o culpando a Internet… Es empoderador dejar de acusar con el dedo. Todo lo que encontramos es nuestra propia mente, así que acusar con el dedo es algo absurdo. Pero porque somos tan valiosos para nosotros mismos, nos gusta pretender que las cosas turbias no tienen nada que ver con nosotros. Y luego podemos volver a nuestra rutinas santurronas. Es como andar por ahí con una actitud—“esta persona borracha y sin techo no soy yo, esa debutante de plástico no soy yo, esa pila humeante de mierda de perro no soy yo, ese exabrupto violento de la esquina no soy yo… oh, hay una rosa esplendorosa en la ventana de la floristería— ¡eso sí soy yo! Voy a tomar una foto de la rosa y postearla en Instagram. Y verdaderamente basar mi identidad alrededor suya”. O “oh, hay una foto de Martin Luther King en la ventana de la librería— ese soy yo. Y hay una foto de Trump en la portada del periódico— ese no soy yo”. Cuando negamos nuestra propia sombra, eso nos hace muy frágiles. Como una muñeca china de porcelana, nos volvemos fácilmente rompibles. Nadie pretende rompernos, es solo lo que ocurre cuando nos apreciamos tanto a nosotros mismos.

Localizacion-Sparrows-Dance
«El apartamento donde vivía Marin Ireland, en Sparrows Dance, cuando no era un escenario, fue filmado en Clinton Street. Los planos del exterior, el ascensor, el vestíbulo, el pasillo─ todos filmados en 20 Clinton Street»

Por largo tiempo intenté separar lo bueno y lo malo, situando al santo en una esquina y al demonio en la otra. Fui por la vida intentando escoger y elegir con quien estaba conectado y con quien no lo estaba. Pero haciendo eso, solo terminé encadenándome a aquello que negaba. Dejar ir no es una negación, es una afirmación, un viraje hacia. Cuantos más enemigos bloqueemos, y cuantos más cabezas de turco sean objeto de nuestros tweets —menos sabremos quiénes somos. Me parece a mí. Terminamos viviendo nuestras vidas basándonos en el autoengaño de una proyección. Podrías llamar a esa proyección una película, imagino. En esa película, todas las partes desheredadas de nuestro ser emergen como el otro. Y llevamos por ahí esta narrativa de que estamos separados. Lo que conduce a dos maneras de reaccionar a todo. Eso está bien, lo quiero. Eso no está bien, no lo quiero. Todas las personas y todas las cosas son objetificadas, en cierta medida, si no nos damos cuenta que somos nosotros.

En el momento en el que una industria entera se concibe alrededor de la impermanencia del registro, va a haber mucha gente asustada que vaya en tropel. Gente que no quiere ver que básicamente esto es completamente impermanente y vacío. Puedes oír la desesperación en las voces de algunos preservacionistas fílmicos. Pero las películas no son para siempre. Incluso en Internet, que tampoco es para siempre. Eventualmente se desvanecerá. Quizá Scorsese será mostrado en Marte dentro de mil años a una multitud de mitad humanos/mitad robots, pero eso solo significa que su película tuvo un recorrido ligeramente más largo. Eventualmente su recorrido también habrá terminado.

Parcialmente entré en el cine por mi propio miedo a la impermanencia. No es blanco o negro– También fui inspirado por muchos cineastas y actores cuando era joven y tenía un amor genuino por las películas. Y por hacerlas. No hay nada como estar en un rodaje nocturno cuando eres libre y juegas y te olvidas de ti mismo. Luego, la grabación es simplemente una consecuencia. Pero pienso, en términos de mí mismo entrando en el mundo del cine y a menudo quejándome de él, pienso que hubo mucha proyección sucediendo allí. No quería ver mi propio miedo de… sí, mi propio miedo del gran vacío.

¿Conocéis este poema de Antonio Machado?

Nunca perseguí la gloria
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles
como pompas de jabón.
Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse.

El proyecto de Denis Johnson, Doppelgänger, Poltergeist, no lo voy a dirigir. No lo podría hacer como director incluso si quisiera. Solo puedes hacer un determinado número de filmes extraños y pretenciosos hasta que las agencias se dan cuenta, pero también, la última película que hice, The Man in the Woods— supe mientras la hacía que iba a ser mi última película como director. Mi primera película era un filme de internado, y también lo fue esta última. Nunca fui a un internado, pero es genial para escribir acerca de adolescentes, porque no tienes que tener escenas con padres. Como A Separate Piece y Catcher in the Rye— sin padres, simplificado. Pero de todas formas, concerniendo a Doppelgänger, Poltergeist, trata acerca de la reencarnación. Como también de muchas otras cosas: gemelos, Nueva York, 11 de Septiembre, enamorarte de fantasmas, cómo lidiamos con el suicidio de un ser querido, ser un artista outsider versus un artista mainstream… Simplemente es una historia increíble que me resultó muy familiar. Y la parte de la reencarnación era uno de los componentes que realmente hizo clic. Este es el día y la época de la identidad. Donde la gente se agarra a sus identidades y cosas como el género son extremadamente definitorias. Series de televisión y películas y carreras enteras están construidas alrededor del género. Pero en la historia de Denis Johnson, la identidad está más en flujo. Y leyéndola casi se sintió como medicina. Me recordó que agarrarse a la identidad es la raíz del sufrimiento. Cuando verdaderamente veo a alguien, parece estar transformándose entre la juventud y la vejez. Y son una mujer en un segundo y un hombre al siguiente. Ese, para mí, es uno de los signos de una gran interpretación. Cuando un actor se está transformando. Hay muchas interpretaciones de Gena Rowlands donde parece una mujer de mediana edad y luego un segundo después es una niña de cinco años. Y ni siquiera se ha movido. Solo está sentada en una cabina, Jill Clayburgh es así también algunas veces. Amy Wright, que ahora creo que enseña en HB Studio. Eijirō Tōno. Setsuko Hara. Richard Farnsworth. Garbo. Por supuesto, Brando. La escena del bar con Eva Marie Saint en On the Waterfront— ¿es un hombre o una mujer en esa escena? Bueno, en un tiempo de fundamentalismo y literalismo, es un hombre. Pero esa no es necesariamente la manera en que las cosas son. O cuando vemos a Dylan en Don’t Look Back en el Royal Albert Hall— cosas como la edad y el género simplemente no computan. Pero ese modo seco de ver— donde nuestra identidad superficial es tan definitoria— eso es un asunto capital. Mientras nos agarremos a nuestra identidad superficial, vamos a estar algo asustados y tensos. Y asustados y tensos es caldo de cultivo para consumidores leales, domesticados. Alguien que escribió muy elocuentemente sobre todo esto es Rita M. Gross, una genial escritora feminista. Construye un argumento bastante convincente de que el camino para terminar con la dominación patriarcal tiene que conducirnos más allá del género.

Cuando tenía ocho años fui a una clase de interpretación en HB Studio. Fue cosa de un fin de semana, la mayoría improvisación. Me encantó. Luego, alrededor de Navidad, recibí una llamada. Querían que leyese una cosa de Navidad con Herbert Berghof mismo. Solo yo y el viejo Herbert en un escenario frente a cientos de personas. Nunca volví a esa clase, nunca actué de nuevo. Solo quería hacerlo por diversión, no por la multitud. Creo que eso está bien. Hay tanto énfasis ahora en ser visto. Todo tiene que estar validado siendo visto. Está el miedo de quedar olvidado. O de desvanecerse. Pero gran parte del tiempo, cuanto más visible es algo, más realmente se desvanece. Por ejemplo, ¿cuándo fue la última vez que alguien vio verdaderamente a la Mona Lisa?

En retrospectiva, gasté un montón de tiempo intentando convertir a las estrellas de cine en monjes. A veces bastante literalmente. Escribí un guion sobre Maura O’Halloran, llamado Mu. Maura era una joven mujer irlandesa que fue a un templo en Japón y meditó noche y día. Tuvo algunas experiencias iluminadoras y justo después de eso, murió. Con veintisiete años en un accidente de autobús en Tailandia. De todos modos, durante años me toparía o hablaría por teléfono con varias actrices, jóvenes estrellas de cine, y charlaríamos a propósito de Maura O’Halloran. Había mucha confusión y miedo alrededor del proyecto. Recuerdo a una actriz diciéndome– “No lo entiendo, ¿cómo el viejo maestro japonés Zen supo que Maura sería capaz de hacer la práctica rigurosa con todos esos hombres japoneses?” Y yo decía– “es como un casting. Por ejemplo, cuando un director de casting te escoge en tu primer papel”. Recuerdo estar hablando a un agente en la CAA que intentaba que su cliente no interpretase a Maura, incluso aunque ella lo quisiese. Yo decía– “Escucha, ella va a ir a Japón, aprenderá algo de japonés, y se afeitará la cabeza– solamente afeitarse la cabeza le hará ganar premios de interpretación”. Era como un mal vendedor de coches. Y el agente de la CAA: “El único proyecto para el que va a afeitarse la cabeza es Daughter of Kojak”. La mayoría de las películas, en esencia, son hechas para reafirmar nuestro delirio de tener una identidad permanente, sólida. Hollywood está establecido para perpetuar ese mito y condicionamiento. Pero esta era una película donde el personaje principal se da cuenta de que en verdad no tiene identidad. Era algo difícil de vender. Finalmente, después de años de estar hablando con varias estrellas de cine sobre interpretar a Maura, me di cuenta de que realmente estaba intentando convencer a la estrella de cine dentro de mí para convertirse en un monje. Y por estrella de cine dentro de mí simplemente me refiero a mi ego. Fue un alivio real cuando me di cuenta de que de hecho no tenía que alistar a una actriz famosa para hacer este trabajo. No era necesario. Pero sí tuve que sentarme en un zafu y cruzar mis piernas y respirar. Eso fue necesario para mí, y sigue siéndolo.

Glass-Chin-escaparate
Glass Chin (2014)

Hay muchos guiones sentados en mi estantería, como le pasa a cualquiera que ha estado escribiendo guiones durante veinte años. Uno de ellos trata de Philip Guston, llamado Hoods. Es sobre la época en la que Guston pasó de la pintura expresionista abstracta a la pintura figurativa y cómo el mundo del arte lo condenó al ostracismo. El show de la Marlborough Gallery. Todavía tengo la crítica feroz para The New York Times de Hilton Kramer, titulada A Mandarin Pretending to Be a Stumblebum, fijada en mi escritorio. Guston estaba adelantado al Times. Pienso que Hilton Kramer probablemente se sintió amenazado y a la defensiva e incluso algo celoso. El nuevo trabajo de Guston era tan libre y encrespado y poco culto. Pero ¿qué es “poco culto”? Las tiras cómicas de Krazy Kat de George Herriman tienen más sentimiento e inteligencia que muchas de las novelas ganadoras del Premio Pulitzer. A corto plazo, la crítica de Kramer hirió la carrera de Guston. Pero a largo plazo, solo reveló a Kramer como un protector poderoso del statu quo.

Hay un guion acerca de ratas tomando Nueva York llamado Rats! Rats! Rats! Sabéis, como ratas gigantes, del tamaño de elefantes, deambulando por Macy’s. Hay un remake de la película de Rowdy Herrington, Jack’s Back. Todo tipo de guiones. Uno de mis favoritos es algo que escribí para que Andy Dick y Katt Williams lo protagonizasen. Se llama Brother from Another Mother. Su padre fallece y les deja un diner en un vecindario duro de Philly. Andy Dick y Katt Williams tienen que reunirse y proteger el diner. Es una película completamente inasegurable, pero en ocasiones simplemente tienes que escribir la cosa.

Recientemente escribí una descripción detallada/declaración de principios para un documental acerca del grande del béisbol, Eric Davis. Davis es un hombre negro de South Central. Llevé este proyecto a un director y productor afroamericano. Luego me disolví en el fondo– una persona blanca siendo la fuente creativa podría ser problemático para algunos. Demonios, The New York Times recientemente publicó un artículo diciendo que cualquier artista que se desplaza fuera de su propia cultura está cometiendo un acto de minstrelsy. Pero siento que es posible caminar en los zapatos de otros. No solo posible, sino necesario. Si no caminamos en los zapatos de otros, estamos destinados a caminar con miedo.

A veces es saludable no estar acreditado. Ser un escritor fantasma. Lo que queramos ser o lo que queramos tener, realmente no es posible porque todo está cambiando siempre. Es como agarrar el agua. Pero aun así queremos ser embaucados. Queremos ser engañados— “¡oh, ahí está mi nombre en los créditos!” O, “oh— me han publicado, eso debe significar algo”. O “oh, recibí este premio”. Genial, ¿ahora qué? Eventualmente renunciamos a obtener algo o convertirnos en algo. Nada puede ser nuestro. Ni siquiera nuestro propio nombre. Ni siquiera nuestra propia cara.

En términos del estado del cine independiente hoy, no tengo ni idea. Como cada vez se crea más y más contenido, es difícil saber siquiera de lo que estamos hablando. Uno no puede caminar por la calle sin ver cincuenta películas siendo rodadas en iPhone. Si tanta gente está rodando sus películas todo el tiempo, y editando sus películas todo el tiempo, es probablemente un buen momento para retornar a hacer cosas con nuestras manos. O para hacer teatro. Los nativos americanos eran supuestamente naif cuando pensaron que las cámaras faltaban al respeto al mundo espiritual y robaban alma. Pero quizá estaban teniendo una visión de nuestra desaparición futura. Cómo las cámaras nos consumirían. Cómo eventualmente mutilaríamos nuestros cuerpos con el fin de aparecer de una determinada manera para la cámara. En ese contexto, incluso hablar de películas ahora parece algo grotesco. Realmente nos estamos matando a nosotros mismos con cámaras en este momento. Entiendo que en algunos casos, como con las body cams de la policía, las cámaras realmente salvan vidas. Pero en su mayor parte parece que nuestra obsesión con grabarlo todo solo nos conduce más lejos de la realidad. Para mí es un buen momento para preguntar— ¿qué demonios son las películas de todos modos?

Ahora, si algún estudio se acercase a mí y me dijese “nos gustaría que dirigiese Doppelgänger, Poltergeist”, ¿me pondría tan condenadamente filosófico? Quién sabe. Creo que sí, no obstante. Genuinamente estoy quemado de dirigir. Y no soy muy bueno lidiando con la jerarquía. ¿Quién es el director, quién está arriba en la hoja de rodaje, quién tiene qué crédito de productor… a quién coño le importa? Ves las mismas cosas a veces con la religión. La gente empieza a tragarse lo de la jerarquía. Imagina lo que diría San Francisco de Asís si se fuese a reunir con el Papa Francisco en la Ciudad del Vaticano. Podría decir —“ey, Papa, tomemos un paseo en el bosque, saquémosle de todo este blanco”. Al mismo tiempo, entiendo, cuando alguien está yendo de set a set, año tras año, su posición se convierte en real para ellos. Incluso en un set pequeñito. Por eso intento tener perros en mis películas cuando es posible. Cuando hay un cachorro de labrador corriendo por el set y lamiendo a todos se hace difícil tomarse las cosas tontas seriamente.

Con The Man in The Woods, en realidad opté por no enviarla a los críticos cuando se me fue dada la opción. La pandemia justo había empezado y sentí que sería de mal gusto el simple hecho de lanzar una película, mucho menos promocionarla. El compromiso era lanzarla sin fanfarria, sin crítica, sin tráiler, sin nada… A veces amigos me pasan cosas diciendo cuán trágicamente poco vistas están mis películas, pero no es trágico para mí. Si lo fuese, habría trabajado más con las agencias de relaciones públicas. Y generalmente habría sido más aquiescente con mis agentes y mánagers. Pienso que mis películas han sido mal publicitadas por los distribuidores, pero eso también es parte del proceso. Hice estos poemas de comic book de bolsillo de 80 minutos con los actores con los que quería hacerlas y… ya sabéis, si más gente las viese, quizá habría sido más fácil hacer otras cosas, pero de nuevo, quizá no. Cuando miro a Francis Ford Coppola, Orson Welles, Val Lewton, Alejandro Jodorowsky, Sam Fuller, Hal Ashby, Nicholas Ray y todos los otros maravillosos cineastas que han luchado para conseguir que se hiciesen sus películas… Quiero decir, ¿quién soy yo para quejarme? Si quieres hacer un trabajo singular, personal, desde el corazón, no puedes esperar tener la alfombra roja desenrollada para ti. El sistema realmente está vigilando a ver si te vas a congraciar o no.

No he visto muchas películas nuevas. No sigo realmente las películas de Marvel o A24. Pero una película que vi recientemente por primera vez fue Mr. Smith Goes To Washington de Frank Capra. Cuando Claude Rains gritó “¡Expulsadme! ¡No estoy hecho para ser senador! ¡Expulsadme! ¡No soy apto para el cargo! ¡No soy apto para cualquier sitio de honor o confianza! ¡Expulsadme!”– aquello me dejó impresionado. Fue como oír una campana de expiación. En vez de la virtud señalando o escurriéndose del lado del marginado o retorciendo la historia para hacerse parecer a sí misma inocente, aquí había alguien que estaba diciendo– ¡soy yo! Soy responsable de toda esta catástrofe. Es mi codicia, y mi corrupción, y mi oscuridad. En medio de todo el ruido de fondo, sonó a verdad.
 
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NUESTRAS PREGUNTAS ORIGINALES

1. Algo que nos obsesiona de tu obra, en lo que no paramos de dar vueltas desde que la descubrimos en enero de 2022, es la presencia interna de tus ansiedades, luchas, guerras mentales. En una entrevista, dejabas entrever que el concepto de auteur, así traspasado por los jóvenes turcos de Cahiers du cinéma al mundo del cine, podía parecer hoy en día superado, aludiendo a que Sidney Lumet lo categorizaba de pretencioso. Tú argumentabas que quizá sea así, pero que no hay nada como contemplar un filme cuya visión no haya sido alterada, mancillada, intoxicada por fuerzas ajenas. Sirva esto como pequeña justificación a lo que resta de pregunta. Atendiendo a los diferentes pasos que has tomado en tu carrera, a tu evolución como cineasta, podemos ver diferentes tonalidades, etapas: el niño neoyorquino leyendo una y otra vez Fear and Loathing in Las Vegas de Hunter S. Thompson, creyendo que no tiene nada que ver con Thich Nhat Hanh y su Plum Village. Poco a poco, la necesidad de canalizar, reconciliar esa ira Manhattan con tus crecientes preocupaciones, con las prácticas Zen, y cómo la cultura beat poco a poco fue coagulando, soltando sus amarras, en tus nuevas prácticas, el poco problema que te fue suponiendo con el tiempo relacionar las vivencias de Neal Cassady, Jack Kerouac o incluso Bob Dylan con el bodhisattva. En tus filmes existen estas diatribas belicosas, a medio camino entre la promesa de un respiro que quizá emerja en un pequeño gesto postrero, y preferimos no llamarlas dualidades. Las dos fuerzas que tiran de Hopper en The Phenom (2016), su padre y el Dr. Mobley, dos maneras distintas de entender la ética darwinista del deporte en EUA, también una suerte de pedagogía encarnada en el personaje de Giamatti. Encontramos esto también con Ellen en Glass Chin (2014), representada por tu habitual compañera de trabajo Marin Ireland, intentando como quien no quiere la cosa, pero sin ninguna doblez, comunicar algo a Bud, boxeador que no tiene tiempo, o más bien paciencia, para verdaderamente aprender a generar calor en el frío ─y no, no se trataba solo de una técnica respiratoria─. Manhattan acechando a Nueva Jersey, Los Ángeles cerniéndose sobre John Rosow, el montículo que aprisiona a Hopper.
          Tras este rodeo, simplemente nos gustaría entender, en la medida de lo posible, de qué manera trabajar en el cine, establecer estos escenarios, supone también para ti un honesto ajuste de cuentas, contigo en primer lugar, con el mundo y su arrollador aceleracionismo y su inmoralidad luego. En medio de todo esto, no pueden faltar tus referentes, quizá víctimas o combatientes de luchas pasadas, como esos jugadores de béisbol que jalonan tus filmes, el recuerdo del fútbol americano en The Man in the Woods [2020] (todavía no logramos distinguir quién es el jugador que remata los créditos de dicho filme), viejos y geniales jazzmen como Fats Navarro, nombres que se sueltan y alumbran algo el tablero, como Paul Robeson. Nosotros te consideramos un cineasta cuya moral se puede ver derramada en cada plano, consciente o inconscientemente, langiano como solo un americano que ha vivido en Greenwich Village puede serlo. Nos da la sensación de que estás en el espectro contrario de la broma-codazo, de la risa cómplice, tu seriedad permea tus filmes sin por ello arrebatarles el mencionado calor. Lo dicho, y retornando a la cuestión del autor, ¿de qué manera todos estos referentes, mundología y epistemología personal se imbrican en la práctica diaria, tan coyuntural, de hacer cine?

2. Te hemos leído en varias declaraciones mostrándote muy crítico, combativo, incluso cabreado, sobre el estado del cine “independiente” estadounidense. Son unos cuantos los problemas que identificas: en primer lugar, el acomplejamiento de algunos cineastas noveles que asumen que deben realizar un filme indie para luego acabar haciendo trabajos de estudio ─como quien concibe un cortometraje como trampolín para acabar realizando un “largo”─, luego, percibes un anquilosamiento formal de los filmes entendidos como “independientes”, cierto estilo a imitar, por ejemplo el preciosismo fetichista o la frialdad de la Criterion Collection, también sueles enervarte con aquellos productos que por motivos industriales y de distribución interesa tildar de indies, cuando en realidad ocultan en su concepción procesos formulaicos, y en los peores casos, varios test screenings. En definitiva, filmes que parecen maquetados por el propio Festival de Sundance. Con estas palabras, recuperamos los diagnósticos que hacías más de diez años atrás. Así que, ¿cómo ves hoy el estado del cine independiente estadounidense? ¿Podrías hablarnos de cineastas o filmes que, en los últimos tiempos, te hayan interesado como ejemplos de cine indie, es decir, tal como este fue concebido a finales de los cincuenta, principios de los sesenta, como una forma emancipada que ataca desde el exterior para combatir a los estudios?

3. Durante el transcurso de tu filmografía has bregado por dignificar un tipo de pátina digital muy lejos de aquellos filmes que solemos ver realizados con este tipo de especificaciones técnicas. Empezaste tu carrera atreviéndote a filmar Bringing Rain (2003) en formato DV, con una Ikegami, Sparrows Dance (2012), Glass Chin y The Phenom son filmes realizados en Red Digital, mientras que para The Man in the Woods te pasaste a una ARRI. El pequeño proyecto que ideaste en 2014 junto a Liza Weil ─The Situation is Liquid─, con un presupuesto de no mucho más de 3000 $, optaste por abordarlo con una Blackmagic Pocket. Aunque cada vez más en boga en la industria cinematográfica, este es un equipo que solemos encontrar en producciones destinadas al streaming, que puede encontrarse en escuelas de cine, usualmente utilizado de forma poco consecuente, aberrante e incluso como una imagen de marca. En tu caso, admiramos la sutil posproducción que logras imprimir en tus filmes digitales. ¿Qué puedes decirnos del modo en que te sirves de estos instrumentos y cómo afectan estos procederes digitales a nivel presupuestario, de planificación, rodaje y posproducción de tus filmes?

4. Has tenido relación a lo largo de tu carrera con tres directores de fotografía diferentes. Yaron Orbach encargándose de dicha labor en Bringing Rain y Neal Cassady (2007), luego ocupando la zona troncal de tu trayectoria, hallamos a Ryan Samul, con el que compartiste trabajo en The Missing Person (2009), Sparrows Dance, Glass Chin y The Phenom, Robbie Renfrow en The Situation Is Liquid, para terminar con Nick Matthews en The Man in the Woods. Nos llama la atención el incremento de una mayor rigidez, sin estar reñida con la respiración de los planos ni la sensación de espontaneidad que tiene la recepción espectatorial ante el desarrollo dramático tan concomitante con el despliegue del découpage. A este respecto, no deja de sorprendernos cómo un filme tan preparado de antemano en su sucesión de planos como es Glass Chin se descubra tan desenvuelto, o que los planos-búnker de Sparrows Dance comiencen a liberar una suerte de energía expansiva a medida que avanza la relación entre Wes y la Mujer en el Apartamento, por muy atada que pueda estar la cámara al trípode; paradójicamente, ocurre lo contrario que en tantos filmes saneados por el Sundance de hoy ─en el que parece imposible encontrar revulsivos como High Art (Lisa Cholodenko, 1998) o What Happened Was… (Tom Noonan, 1993)─, donde esa cámara en mano termina por aprisionar cualquier atisbo de sentimiento sincero. Sin embargo, en The Phenom, encontramos una vertiente ya bastante alejada de la capacidad adaptativa del montaje de The Missing Person, sirviendo el plano como una especie de lente macroscópica que avanza con cautela, control y seguridad, permitiéndonos observar la situación con una posición que si llamamos distanciada, únicamente lo hacemos en el sentido de un Philip Marlowe inquisidor. Este control del plano, su duración alargada, y el juego con el zoom in milimétrico, llega a su tope en The Man in the Woods, donde por asfixia espacial se abren verdaderas brechas, como la irrupción del color, o ese flashback a intermitencias donde Paula revisa su trabajo sobre Red Damon.
¿Podrías desarrollar todo esto de la manera en la que te sientas más cómodo, intentando proporcionarnos una visión de conjunto sobre cómo ha evolucionado tu relación con los DPs y de qué manera estos han contribuido a moldear con cada película una relación más estable o afianzada del acto de filmar?

5. The Missing Person es tu filme con más tránsito, escenarios, movimientos locales. En los alojamientos, vehículos, en el asfalto y la tierra que pisotea Rosow resiguiendo la pista de Harold Fullmer, su deambulamiento mental encuentra una natural concomitancia. Merced sus recurrentes trayectos en taxi, por ejemplo, podremos identificar, en la sonrisa que se le dibuja a Rosow cuando por fin se suba al último ─el conductor negligente con el pitillo, la licencia desaliñada y caricaturizada, etc.─, que el protagonista guardaba en su fuero interno un acondicionamiento algo punk, y para comprenderlo, nos hicieron falta todos esos viajes donde se le quejaran de fumar los chóferes anteriores.
          Cuando se estrenó la película, referiste cierto estrés en la producción, falta de tiempo, las dificultades inherentes a condensar la energía en el set cuando las prisas por cambiar de espacio acechaban; todo ello, sin embargo, por virtud de haberte sabido rodear de un equipo que no desfallece, llegó a buen puerto, en gran medida gracias al tesón del inagotable Michael Shannon. A partir de este filme, dices haber aprendido definitivamente que el modo en que más disfrutas y te sientes más cómodo haciendo cine es abrazando una tendencia dirigida a hacer decrecer los elementos a controlar. Aun pensando que The Missing Person es uno de tus mejores filmes, llegamos a la conclusión de que a partir de este tu cine ha dado un paso adelante en cuanto a conceptualización, en el buen sentido de la palabra, y que las guerras mentales de los personajes que llevas proponiendo a lo largo de toda tu filmografía han adquirido una concreción, un nivel de condensación, muy características. También has afirmado que, al menos según tu método de trabajo, es erróneo pensar que tus filmes surgen primero como historias, que eres un cineasta, no un storyteller. ¿Puedes explayarte en cómo se conecta ese aumento de la conceptualización con tu convicción de que tus filmes surgen de cierto estado de ánimo, atmósfera, o incluso de una imagen? ¿Cómo afecta este planteamiento al modo en que has ido financiando tus proyectos?

6. En tus filmes, salta a la vista el relativo aislamiento de los personajes; suelen constituir un islote apartado respecto a las multitudes, estas últimas, rara vez representadas ─las noches deshabitadas de Glass Chin─, fantasmalmente ausentes ─el mundo exterior en Sparrows Dance─, o conformando un bloque hostil o indiferente… que se opone al individuo ─en The Phenom, la nube de periodistas que atosiga a Hopper, los clientes de la cafetería donde conversa con Dorothy, mudos, al igual que los comensales del vagón-comedor en The Missing Person─. A veces nos invade la sensación de que el pueblo estadounidense se encuentra al completo encerrado en sus casas drogándose con algún sucedáneo, agorafóbico, perdido, siguiendo por televisión cualquier deporte o espectáculo televisivo. Percibimos también una ausencia de barullo sonoro, contagio o complemento de la composición de los encuadres, un silencio esencial que rodea a los personajes y los hace confrontarse más directamente con ellos mismos, sus pronunciamientos y los de los demás. ¿Podrías hablarnos un poco de la visión del mundo que sustenta estas decisiones formales?

7. No hace falta ser un gran cinéfilo para ser un gran cineasta, sin embargo, tenemos constancia de que tu trayectoria vital está marcada por visionados, filmes, que se imbricaron en tu existencia indeleblemente. Cuando tenías seis años, durante tu convalecencia por la varicela, presenciaste On the Waterfront (Elia Kazan, 1954) por televisión una y otra vez, como un sueño hipnótico, y no has dejado de volver a ella. Más tarde, tu fiebre cinéfila coincidió con un gran momento del cine independiente estadounidense, hacia finales de los noventa, donde podemos encontrar filmes que te encandilaron como The Whole Wide World (Dan Ireland, 1996), Lawn Dogs (John Duigan, 1997) o Whatever (1998), filme de Susan Skoog el cual te hizo prendarte de la actuación sin fingimientos de Liza Weil. Por otro lado, lamentas que directores independientes que se embarcan por primera vez en dirigir acaben redirigiendo sus proyectos formales hacia cuatro estilemas mal digeridos de John Cassavetes, Woody Allen o Jean-Luc Godard, sin haberse dado el espacio suficiente para rumiar sus referencias. ¿Cómo ves actualmente la salud cinéfila de los nuevos directores? ¿Puedes hablarnos de cineastas o filmes que hayan sido importantes para ti, que como una fuerza moral te hayan acompañado, formado, instruido, a lo largo de tu vida?

8. Del mismo modo que On the Waterfront no es un filme sobre el boxeo, nos resistimos, como tú, a pensar que Glass Chin lo sea, o que The Phenom trate directamente sobre el béisbol. No obstante, percibimos una ligazón fundamental entre estos dos filmes, en tu preocupación por unos protagonistas cuyo sometimiento espiritual obedece a cierta reglamentación deportiva, una severidad institucional con raíces culturales, tentáculos económicos, aspiraciones publicitarias, jaulas mentales prescriptivas que les impiden, por ejemplo, meditar los sabios consejos de sus compañeras. A veces, tanto Bud como Hopper dan la sensación de repetir como una letanía, con dudosa convicción, una visión del mundo amañada que a las claras les jugará a la contra. Como una insistente piedra en el camino de un país que intenta borrar, encubrir, sus brutalidades y genocidios, también en The Man in the Woods encontramos ese récord deportivo perpetrado por un nativo americano que se resiste a ser soterrado en la Historia de la nación. Y ya que citábamos a los beats, recordemos al Kerouac adolescente queriendo dedicarse al periodismo deportivo, redactando privadamente sus ligas de fantasy baseball, o en tu filme Neal Cassady, cuando le reprocha a Neal estar soltando su «young, damn football talk», y Neal insinúa que quizá solo le interesa su compañía para así conseguir material para sus escritos. ¿Qué es lo que te interesa de estos caracteres ─como Ellen le reprocha a Bud─ que achacan un condicionamiento ESPN en su visión del mundo? ¿Qué conexiones tienen para ti estas rigideces mentales inculcadas con las problemáticas psíquicas, históricas, de Norteamérica?

9. Marin Ireland hablaba con motivo de Sparrows Dance de tu querencia por usar actores que tuvieran un cierto background teatral y relacionaba esto con el gusto por la toma de larga duración, bastante translúcido en el filme mencionado. Sin embargo, esto no conculca la utilización de planos que duran escasos segundos, ni es un sistema que apliques al proyecto formal del filme. A los actores con los que trabajas, y no solo por lo que leímos a Marin, sino por nuestra propia sensación, parece excitarles esta manera de trabajar. Te decimos sin pizca de hipérbole que ver Glass Chin nos redescubrió salvajemente a Corey Stoll, sus réplicas, reacciones en planos frontales, esa personalidad dicharachera que domina al principio del filme para luego ir desgarrando aquellos condicionantes que le hacen inseguro, condenado a la retaguardia, viéndose encerrado entre sus aspiraciones y su moral. Su espontaneidad nos regala la vista y los oídos. Volvemos a encontrarnos con una actuación masculina en el cine americano que nos embelesa. Viendo Lawn Dogs, anteriormente mencionada, pudimos sentir algo similar en lo desbocado y apasionado de Sam Rockwell y Mischa Barton ─qué lejos de la pose, de lo relamido, queda su baile al son de Dancing in the Dark de Bruce Springsteen, una sinceridad americana dispuesta a arramblar con todo─. En fin, nos congratula que ese sentimiento al ver a Liza Weil en el filme de Skoog ahora lo tengamos nosotros con tus filmes, con Corey Stoll paseando con Kelly Lynch en Noche Buena mientras el mundo está a punto de venírsele abajo.
          ¿Cómo es tu relación con los actores en el set en el día a día? A pesar de su fama, has logrado sacar una verdad infalible de Michael Shannon, Paul Sparks, Stoll o numerosos intérpretes que nos dejamos; muchos directores con más pedigrí de pandereta no lo consiguen. En cambio, tú pareces haber desarrollado un método maleable en el que las ocasionales tomas largas, cambiantes o estáticas, los planos de reacción, la posibilidad de dejar a una actriz mirar al que habla o enunciar ella misma separada por el encuadre sus divagaciones sentimentales, conforman un campo con posibilidades inacabables. Nos gustaría que te explayaras sobre todo esto, simplificando, el continuo aprendizaje de cómo se trabaja con actores en un set, pero también antes de llegar a este, y el grado necesario de libertad que se les debe otorgar para que no solo, como tú dirías, sepan llorar bien, o pongan acentos con precisión de superdotados, sino para que contengan una verdad irrompible.

10. Hemos mencionado a Springsteen. Nos toca preguntarte por algo que lo incumbe ─aunque nos intrigan y nos hacen muchísima gracia las referencias jocosas que introduces con respecto a su persona en The Missing Person y Glass Chin─. Hubo un tema suyo, American Skin (41 Shots), que sabemos de particular importancia en tu viaje espiritual. Dicho tema concernía al brutal asesinato de Amadou Diallo por cuatro agentes de policía. La reverenda Pat Enkyo O’Hara sacó el tema en una charla Dharma, lo cual te dejó verdaderamente sorprendido y supuso el principio de una conmensuración, que te llevó a comprender que el budismo no se trataba de renunciar o dejar de lado la cultura en la que habías crecido ni en dejar de ser americano. Esto va en consonancia con la mayor asistencia a los zendos, la transformación de una rama del Zen disciplinada en América que evoluciona desde su aparición como fuerza contracultural a motivo religioso que se extiende y atrae a cada vez más devotos, inspirados por la cada vez mayor heterogeneidad de la propuesta, un proceso donde pierden importancia las jerarquizaciones del pasado. La charla particular con el hombre del bosque que necesita Bud cuando mira en un escaparate unos ejemplares de un libro de Pat Enkyo O’Hara, la que seguramente requerirían cantidad de personajes a la deriva en tus filmes. Sin embargo, tú la has tenido, en cierto sentido, y nos gustaría comprender un poco cómo evoluciona tu trayectoria en el mundo del budismo, desde Nepal a los programas Dharma dentro de centros carcelarios, pasando por la incorporación de la mitología americana, y culminando su inclusión en tu escritura, tanto literaria como fílmica. ¿De qué modo la práctica Zen ha influenciado tu manera de enfrentarte a un filme?

11. Terminamos esta entrevista con tu último filme hasta el momento, The Man in the Woods, un guion que, si no nos equivocamos, ya tenías terminado (más allá de futuras revisiones y reescrituras) en el año 2015, y al que tú mismo te referiste aquel año como quizá el único guion que hubieses escrito que fuese completamente sólido. Por lo tanto, hablamos de un proyecto que llevaba rondando tu mente años. El cambio ya mencionado de DP nos resulta significativo y, aun así, tu proyecto formal semeja una evolución clara del The Phenom, con ese énfasis secuencial en la construcción de las escenas, la vital importancia de los diálogos expansivos de a dos, donde una sutil abstracción dispara al filme a muchísimos lugares y momentos de la historia americana, como ocurre con, precisamente, un relato que creemos te gustaría adaptar, Doppelgänger, Poltergeist de Denis Johnson. Más que una reconstrucción de época apelando a la nostalgia en un sentido unívoco, un reto para el espectador. Las referencias culturales desbordan en su especificidad, la jerga es más compleja que nunca. Y sin embargo tu discurso es ardientemente político, un rodeo nocturno por diversos traumas abiertos, culpas escoradas, curaciones de última hora, dudosas logias masónicas, la obsesión con un récord de yardas, y aquellos manchados, victimizados, marginados, enloquecidos, por ese círculo de paranoia. Nos es inevitable establecer una relación natural entre tu último filme y el mencionado relato de Johnson. Por encima de todo, el casi total silencio crítico ante The Man in the Woods, la espeluznante falta de información sobre el filme, nos fastidian de verdad. ¿Nos puedes hablar de la concepción, rodaje, montaje y todo lo que vino después, una vez completado el filme, en tu vida a nivel de recepción ante la obra? ¿De qué modo ha sido inspiracional el trabajo de Denis Johnson en tu práctica artística?

Esperamos que siga en tu mente la adaptación de ese relato, o por lo menos cualquier otro proyecto, y que tus ánimos no decaigan por la situación actual. Como pudo presenciar Robert Grainier en Train Dreams, quizá esté próximo el momento en el que todo de pronto se vuelva negro y esta época desaparezca para siempre.

Un gran abrazo, Noah. Tus filmes nos han acompañado y trabado sincera amistad con nosotros. Toda la suerte del mundo.

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The Missing Person (2009)

INTERVIEW – NOAH BUSCHEL

ESPECIAL NOAH BUSCHEL

Glass Chin (2014)
The Man in the Woods (2020)
En el sendero, fuera de la ruta; por Gary Snyder
Interview – Noah Buschel
Entrevista – Noah Buschel

Last January, we discovered the films of Noah Buschel. In addition to the feeling of euphoria that is transmitted to the spectator by an œuvre that enthuses him, at that time we were puzzled by the almost total lack of critical discourse around the films of the filmmaker in question. Beyond writing a few texts trying to reflect on his body of work, we felt that we should contact Noah and give him the opportunity to speak at length. When contact was established, we discovered an attentive, generous person, willing to solve any kind of doubt and even to offer us extra attention. We hope that our questions serve as a little recollection of the filmmaker’s journey. Above all, our enthusiasm lies in the fact of being able to share Noah’s answer, a unitary reply to our long questions that sheds light on his own œuvre and the present we live in, giving it a mirror to look into. At the end you will find our original questions.

NOAH BUSCHEL’S ANSWER

At first I did it because it seemed beautiful, shooting deserted places. We were making this boarding school movie and the school was shut down for the summer. Day after day I found myself sheepishly turning away extras. I’d have to whisper to the A.D.– ‘sorry, can you have those kids go home?’ It was more interesting to see the actors walking through empty halls and gymnasiums and locker rooms. In the screenplay, the students were kind of like phantoms wandering through the bardo. To shoot the school as a ghost town made sense. That’s probably how I would describe high school in general– phantoms wandering through the bardo, in between bodies, in between lives.

There’s not a lot of drama in my movies. But if there is drama, I think it comes from the loneliness. And by that I mean– the loneliness is romantic, and it’s pretty, and it’s cool, and it’s maybe even peaceful and comfortable. But it is also threatening. The Christmas lights outside a vacant house. A train with almost no one on it. A desolate street. The characters in my movies are always on the verge of being swallowed up by this loneliness. The seemingly innocent 1950’s American style that I establish in all these movies— neon buzzing, snow falling on a diner, a shiny red Coca-Cola truck– that is the seductive quality of loneliness. It seems so romantic at first. When you’re seventeen and smoking a cigarette and walking down Broadway at 3 AM. Even insomnia and insanity seem glamorous at the beginning. But I think my movies are really anti-romance. They have all these classic American tropes, but in the end, the love that saves us is more mundane and practical than that. Like in Sparrows Dance. The love that really supports her getting outside of herself is not starry-eyed at all. It’s the kind of love that stops suicide. It’s an ordinary love that has its feet firmly planted on the ground. It’s a love that wakes one up. So, my movies, they are meant to feel like timeless dreams, like floating in a hot bath. But in the end, they say– hey, wake up. Don’t drown in the American Dream. Don’t fall for it. Don’t be cool. Open your heart. It’s a matter of life and death. Really I’m trying to wake myself up.

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«The apartment that Marin Ireland lived in, in Sparrows Dance, when it wasn’t a stage, was shot on Clinton Street. The exterior shots, the elevator, the lobby, the hallway─ all shot on 20 Clinton Street»

Seeing our own shadow is the work, I figure. Making the darkness conscious. It’s the work of a filmmaker, of an actor, of a meditator, of a human being. If we even glimpse our own shadow, it becomes more difficult to go around blaming the government, or blaming  Putin, or blaming an ex-lover, or blaming an old friend who we feel betrayed us, or blaming the NRA, or blaming Hollywood, or blaming Cancel Culture, or blaming the Internet… It’s empowering to stop finger-pointing. Everything that we encounter is our own mind, so finger-pointing is kind of absurd. But because we are so precious to ourselves, we like to pretend that the dark stuff has nothing to do with us. And then we can return to our self-righteous routine. It’s like walking around going—’that drunken homeless person is not me, that plastic debutante is not me, that steaming pile of dog shit is not me, that violent outburst on the corner is not me… oh, there’s a splendiferous rose in the flower shop window— that’s me! I’m gonna take a picture of the rose and post it on Instagram. And really base my identity around it.’ Or ‘oh, there’s a photo of Martin Luther King in the book store window— that’s me. And there’s a photo of Trump on the cover of the newspaper— that’s not me.’  When we deny our own shadow, that makes us very fragile. Like a china doll, we become easily broken. Nobody means to break us, it’s just what happens when we cherish ourselves so much.

For a long time I tried to separate the good and the bad, placing the saint in one corner and the demon in the other. I went through life trying to pick and choose who I was connected to and who I wasn’t connected to. But in doing that, I just ended up chaining myself to that which I denied. Letting go isn’t a negation, it’s an affirmation, a turning towards. The more enemies we block, and the more scapegoats we tweet about— the less we know who we are. It seems to me.  We end up living our lives based on the delusion of a projection. You could call that projection a movie, I guess. In that movie, all of the disowned parts of our being emerge as the other. And we carry this narrative around that we are separate. Which leads to two ways of reacting to everything. That’s nice, I want it. That’s not nice, I don’t want it. Everyone and everything is objectified, to some extent, if we don’t realize they are us.

Anytime an entire industry is set up around recording impermanence, there are going to be a lot of scared people who flock. People who don’t want to see that basically this is all completely impermanent and empty. You can hear the desperation in the voices of some film preservationists. But movies aren’t forever. Even on the internet, which is also not forever. Eventually it will all vanish. Maybe Scorsese will be shown on Mars in a thousand years to a crowd of half humans/half robots, but that only means his movie had a slightly longer run. Eventually even his run will be done.

I partially went into movies because of my own fear of impermanence. It’s not black or white– I was also inspired by many filmmakers and actors when I was younger and have a genuine love of movies. And of making them. There is nothing like being on a night shoot when you’re free and playing and you forget yourself. Then the recording is just a byproduct. But I think, in terms of my going into film and often complaining about the film world, I think there was a lot of projection going on there. I didn’t want to see my own fear of… yeah, my own fear of the great emptiness.

Do you know this poem by Antonio Machado?

I have never yearned for immortality,
nor wanted to leave my poems
behind in the memory of men.
I love the subtle worlds,
delicate, almost without weight,
like soap bubbles.
I enjoy seeing them take the color
of sunlight and scarlet, float
in the blue sky, then
suddenly quiver and break.

The Denis Johnson project, Doppelgänger, Poltergeist, I’m not directing it. I couldn’t get it made as the director even if I wanted to. You can only make so many weird, arty farty films with name actors till the agencies catch on. But also, the last movie I made, The Man in the Woods— I knew while I was making it that it was my final movie as a director. My first movie was a boarding school flick, and so was this last one. I never went to boarding school, but it’s great for writing about teens, because you don’t have to have parent scenes. Like A Separate Peace and Catcher In The Rye— no parents, streamlined. But anyways, regarding Doppelgänger, Poltergeist, it’s about reincarnation. As well as many other things. Twins, New York, September 11th, falling in love with ghosts, how we deal with the suicide of a loved one, being an outsider artist versus being a mainstream artist… It’s just an amazing story that was very familiar to me. And the reincarnation part was one of the components that really clicked. This is the day and age of identity. Where people cling to their identities and things like gender are extremely defining. TV shows and movies and entire careers are built around gender. But in Denis Johnson’s story, identity is more in flux. And reading it almost felt like medicine. It reminded me that clinging to identity is the root of suffering. When I really see someone, they seem to be morphing in and out of old age and youth. And they are a woman one second and a man the next. That, to me, is one of the signs of great acting. When an actor is morphing. There are a lot of Gena Rowlands performances where she looks like a middle-aged lady and then a second later she’s a five-year-old kid. And she hasn’t even moved. She’s just sitting in a booth. Jill Clayburgh is like that too sometimes. Amy Wright, who I think now teaches at HB Studio. Eijirō Tōno. Setsuko Hara. Richard Farnsworth. Garbo. Of course Brando. The bar scene with Eva Marie Saint in On The Waterfront— is he a man or a woman in that scene? Well, in a time of fundamentalism and literalism, he’s a man. But that’s not necessarily the way things are. Or when we watch Dylan in Don’t Look Back at Royal Albert Hall— stuff like age and gender just don’t apply. But that dry way of seeing— where our surface identity is so defining— that’s big business. As long as we are clinging to our surface identity, we’re gonna be somewhat scared and uptight. And scared and uptight makes for loyal, domesticated shoppers. Someone who wrote really eloquently about all this is Rita M. Gross, a great feminist writer. She makes a pretty convincing case that the path to ending patriarchal domination has to lead us beyond gender.

When I was eight-years-old I went to an acting class at HB Studio. It was a weekend thing, mostly improv. I loved it. Then around Christmas time, I got a call. They wanted me to read some Christmas thing with Herbert Berghof himself. Just me and Ol’ Herbert on a stage in front of hundreds of people. I never went back to that class, never acted again. I just wanted to do it for fun, not for a crowd. I think that’s okay. There’s such an emphasis now on being seen. Everything has to be validated by being seen. There is the fear of being forgotten. Or of fading away. But a lot of the time, the more visible something is, the more it is actually fading away. Like, when is the last time anyone truly saw Mona Lisa?

In retrospect, I spent a lot of time trying to get movie stars to be monks. Sometimes quite literally. I wrote a screenplay about Maura O’Halloran, called Mu. Maura was a young Irish woman who went to a temple in Japan and meditated night and day. She had some enlightenment experiences and then right after that, she died. At twenty-seven years old in a bus accident in Thailand. Anyways, for years I would meet or get on the phone with various young movie star actresses and we would talk about Maura O’Halloran. There was so much confusion and fear around the project. I remember one actress saying to me– ‘I don’t understand, how did the old Japanese Zen master know Maura would be able to do the rigorous practice with all those Japanese men?” And I said– “It’s like casting. Like, when a casting director casts you in your first part.” I remember talking to an agent at CAA who was trying to get his client to not play Maura, even though she wanted to. I said– “Listen, she’s gonna go to Japan, learn some Japanese, and shave her head– shaving her head alone will win her acting awards.” I was like a bad car salesman. And the CAA agent replied: “The only project she’s gonna shave her head for is Daughter of Kojak.” Most movies, in essence, are made to reaffirm our delusion of having a permanent, solid self. Hollywood is set up to perpetuate that myth and conditioning. But this was a movie where the main character realizes that she actually has no self. It was a tough sell. Finally, after years of talking to various movie stars about playing Maura, I realized that really I was trying to convince the movie star inside of me to turn into a monk. And by movie star inside of me, I just mean my ego. It was a real relief when I realized that I didn’t actually have to enlist a famous actress to do this work. It wasn’t necessary. But I did have to sit down on a zafu and cross my legs and breathe. That was necessary for me. And remains so.

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Glass Chin (2014)

There are a lot of screenplays sitting on my shelf, like anyone who has been writing scripts for twenty years. One of them is about Philip Guston, called Hoods. It’s about the time where Guston moved from abstract expressionist painting into figurative painting and how the art world ostracized him. The Marlborough Gallery show. I still have Hilton Kramer’s New York Times hatchet job, titled A Mandarin Pretending to Be a Stumblebum, posted over my desk. Guston was so far ahead of the Times. I think Hilton Kramer probably felt threatened and defensive and maybe even a little jealous. Guston’s new work was so free and wonky and lowbrow. But what is lowbrow? George Herriman’s Krazy Kat comic strips have more feeling and intelligence than many Pulitzer Prize-winning novels. In the short term, Kramer’s review hurt Guston’s career. But in the long term, it only revealed Kramer to be a fearful protector of the status quo.

There’s a script about rats taking over New York called Rats! Rats! Rats! You know, like huge rats, the size of elephants, roaming through Macy’s. There’s a remake of the Rowdy Herrington movie, Jack’s Back. All kinds of scripts. One of my favorites is something I wrote for Andy Dick and Katt Williams to star in. It’s called Brother From Another Mother. Their father passes away and leaves them a diner in a rough neighborhood in Philly. Andy Dick and Katt Williams have to come together and protect the diner. It’s a completely uninsurable movie, but sometimes you just have to write the thing.

Recently I wrote an in-depth outline/vision statement for a documentary about the baseball great, Eric Davis. Davis is a black man from South Central. I took this project to an African-American filmmaker and producer. I then faded into the background– a white person being the creative source might be problematic for some. Heck, The New York Times recently printed an article saying that any artist who goes outside their own culture is committing an act of minstrelsy. But I feel that it is possible to walk in each other’s shoes. Not just possible, but necessary. If we don’t walk in each other’s shoes, we’re bound to walk in fear.

Sometimes it’s healthy to not be credited. To be a ghost writer. Whatever we want to be or want to have, it is actually not possible because everything is always changing. It’s like grabbing at water. But still we want to be duped. We want to be tricked— ‘oh there’s my name in the credits!’ Or ‘oh— I got published, that must mean something.’ Or, ‘oh I got this award.’ Great, now what? Eventually we give up on getting anything or becoming anything. Nothing can be ours. Not even our own name. Not even our own face.

In terms of the state of independent cinema today, I have no idea. As more and more content is created, it’s hard to know what we are even talking about. One can’t walk down the street without seeing fifty movies being shot on iPhones. If so many people are shooting their movies all the time, and editing their movies all the time, it’s probably a good moment to go back to making stuff with our hands. Or to do theater. The Native Americans were supposedly naive when they thought that cameras disrespected the spiritual world and stole soul. But maybe they were having a vision of our future demise. How cameras would consume us. How eventually we would mutilate our bodies in order to appear a certain way for the camera. In that context, even talking about movies now seems sort of grotesque. We are really killing ourselves with cameras at this point. I understand that in some instances, like with police body cams, cameras are actually saving lives. But for the most part it seems like our obsession with recording everything just leads us further away from reality. For me it’s a good time to ask— what the hell are movies anyway?

Now, if some studio came to me and said ‘we’d like you to direct Doppelgänger, Poltergeist,’ would I be so darn philosophical? Who knows. I think so though. I’m genuinely burnt out on directing. And I’m not very good at dealing with hierarchy. Who’s the director, who’s at the top of the call sheet, who’s got what producer credit…. who gives a shit? You see the same stuff sometimes with religion. People start to buy into the hierarchy. Imagine what Saint Francis of Assisi would say if he was to go meet with Pope Francis in Vatican City. He might say— ‘hey, Pope, let’s go take a walk in the woods, get you out of all this white.’ At the same time, I understand, when someone is going from set to set, year after year, their ranking becomes real to them. Even on a dinky indie set. That’s why I try to have dogs in my movies whenever possible. When there’s a Labrador puppy running around the set and licking everyone, it makes it difficult to take silly stuff seriously.

With The Man in the Woods, I actually opted to not submit it to the critics when I was given that option. The pandemic had just started and I felt that it was in poor taste to put a movie out at all, much less promote it. The compromise was to put it out with no fanfare, no reviews, no trailer, no nothing… Sometimes friends forward me stuff saying how tragically under-seen my movies are, but it’s not tragic to me. If it were, I would have worked with PR agencies more. And generally just been more acquiescent with my agents and managers. I do think that my movies have been misadvertised by distributors, but that too is par for the course. I made these pocket-sized 80 minute comic book poems with the actors that I wanted to make them with and… ya know, if more people saw them, it might have made it easier to get other stuff made, but then again, maybe not. When I look at Francis Ford Coppola, Orson Welles, Val Lewton, Alejandro Jodorowsky, Sam Fuller, Hal Ashby, Nicholas Ray and all the other wonderful filmmakers who have struggled to get their movies made… I mean who am I to complain? If you want to make unique, personal work from the heart, you can’t expect to have the red carpet rolled out for you. The system is really watching to see if you will ingratiate yourself or not.

I haven’t seen many new movies. I don’t really follow Marvel or A24 movies. But one movie I recently saw for the first time was Frank Capra’s Mr. Smith Goes To Washington. When Claude Rains yelled out “Expel me! I’m not fit to be a senator! Expel me! I’m not fit for office! I’m not fit for any place of honor or trust! Expel me!”– it blew me away. It was like hearing a bell of atonement. Instead of virtue signaling or weaseling onto the side of the underdog or twisting the story to make himself look innocent, here was someone who was saying– it’s me! I’m responsible for this whole catastrophe. It’s my greed, and my corruption, and my darkness. In the midst of all the white noise, it rang true.
 

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OUR ORIGINAL QUESTIONS

1. Something that obsesses us about your work, something we’ve been thinking about since we discovered your films in January, 2022, is the internal presence of your anxieties, struggles, mental wars. In an interview, you hinted that the concept of auteur, carried over by the Young Turks of Cahiers du cinéma into the world of motion pictures, could seem surpassed at the present time, reminding us that Sidney Lumet thought that the auteur theory was pretentious. You argued that maybe that “maybe so, but there’s nothing like watching a movie where the director’s vision isn’t tampered with or watered down”. Let this serve as a little justification to the rest of the question. As we look at the different steps you’ve taken in your trajectory, your evolution as a filmmaker, we can see different tonalities: the New York boy reading over and over again Fear and Loathing in Las Vegas by Hunter S. Thompson, believing that it has nothing to do with Thich Nhat Hanh and his Plum Village. Little by little, the necessity of canalize, reconcile that Manhattan angst with your growing concerns, Zen practices, and how Beat culture gradually was coagulating, loosening its moorings, in your new practices, how natural it became for you over time to relate the experiences of Neal Cassady, Jack Kerouac and even Bob Dylan with the bodhisattva. In your films there are these bellicose diatribes, halfway between the promise of a respite that may emerge in a tiny last gesture, and we prefer not to name them dualities. The two forces that pull from Hopper in The Phenom (2016), his father and Dr. Mobley, two different ways of understanding the Darwinist ethic of sports in the USA, also a kind of pedagogy incarnated in the character of Giamatti. We find this too with Ellen in Glass Chin (2014), played by your regular work partner Marin Ireland, trying without insisting too much, without duplicity, to communicate something to Bud, a boxer with not enough time, or rather patience, for truly learning to generate heat in the cold ─and no, it wasn’t just a breathing technique─. Manhattan looming over New Jersey, Los Angeles casting its shadow over John Rosow, the mound that imprisons Hopper.
          After this detour, we would simply like to understand, as far as possible, in which way working in cinema, establishing these scenarios, supposes for you too an honest settling of scores, with yourself in the first place, with the world and its overwhelming accelerationism and its immorality then. In the middle of this, your models cannot be missed, maybe victims or combatants of past fights, like those baseball players that spread across the landscape of your films, the remembrance of American football in The Man in the Woods [2020] (we still cannot distinguish the player that appears at the end of the credits in that movie), old and brilliant jazzmen like Fats Navarro, names dropped out, emitting a certain light in the board, like Paul Robeson. We consider you a filmmaker with a moral that can be seen spilled in each shot, consciously or unconsciously, à la Fritz Lang like only an American that has lived in Greenwich Village can be. We get the feeling that you’re on the other side of the joke-wink, accomplice laughter, your seriousness permeates your films without stripping them of their heat. Long story short, and returning to the subject of the author, how do they intertwine all these referents, worldly experience and personal epistemology in the daily practice, so conjunctural, of making movies?

2. We’ve read you in various sites (interviews, articles) being very critical, combative, even angry, about the state of “independent” American cinema. There are several problems that you identify: in the first place, the complexes of some inexperienced filmmakers that must shoot an indie film in order to end up making studio jobs  ─like someone who conceives a short film as a springboard for a feature film─, and then, you also perceive a formal stiffness in films called “independent”, certain style to imitate, for example the fetichistic preciousness or coolness of the Criterion Collection, they tend to get on your nerves those products that, due to industrial and distribution reasons, it is in the interest of everyone to label them as indies, when in fact they cover in their conception formulaic processes and, in the worst cases, various test screenings. In short, films that seem packaged by the Sundance Festival itself. With these words, we bring back diagnostics that you made more than ten years ago. So, how do you see today the state of independent American cinema? Could you talk about filmmakers or movies that have caught your attention in recent times as examples of indie cinema, that is to say, as this term was conceived at the end of the fifties, early sixties, an emancipated form attacking from the exterior to fight the studios?

3. During the course of your filmography you have struggled to dignify a type of digital patina that’s so far away from those movies we used to see realized with this kind of technical specs. You began your career by daring to film Bringing Rain (2003) in DV format, with an Ikegami, Sparrows Dance (2012), Glass Chin and The Phenom are films made with a Red Digital, whereas for The Man in the Woods you chose an ARRI. The little project that you devised in 2014 with Liza Weil  ─The Situation is Liquid─, with a budget of no more than 3000 $, you chose to shoot it with a Blackmagic Pocket. Although increasingly in vogue in the film industry, this is an equipment we use to find in productions destined for streaming, in film schools, usually handled in inconsistent ways, aberrant, even as a brand image. In your case, we admire the subtle postproduction that you manage to instill in your digital films. What can you say to us about the way you handle these instruments and how these digital procedures affect your films on a budgetary level, but also in terms of shooting and postproduction?

4. You’ve had relations along your career with three different directors of photography. Yaron Orbach took the job in Bringing Rain and Neal Cassady (2007), then in the neuralgic center of your trajectory, we find Ryan Samul, with whom you worked in The Missing Person (2009), Sparrows Dance, Glass Chin and The Phenom, Robbie Renfrow in The Situation Is Liquid, finishing with Nick Matthews in The Man in the Woods. It draws our attention the increase of a higher rigidity, without being in conflict with the breathing of the shots or the sensation of spontaneity that has the spectatorial reception of the dramatic development so concomitant with the display of the découpage. To this respect, it doesn’t cease to amaze us that a film so prepared beforehand in its succession of shots as Glass Chin discovers itself enormously freewheelin’, or that the bunker-shots of Sparrows Dance begin to liberate a sort of expansive energy as the relation between Wes and the Woman in the Apartment progresses, however tied it may be the camera to the tripod; paradoxically, it occurs the opposite in a lot of sanitized films by the Sundance of today ─in which it seems impossible to find revulsives like High Art (Lisa Cholodenko, 1998) or What Happened Was… (Tom Noonan, 1993)─, where that hand-held camera ends imprisoning any glimpse of sincere sentiment. Nevertheless, in The Phenom, we find an aspect already far away from the adaptative capacity of the montage in The Missing Person, serving the shot as a sort of macroscopic lens moving forward with caution, control and security, allowing us to observe the situation with a position that if we call distanced, we’re only doing so in the sense of an inquisitor Philip Marlowe. This control of the shot, its extended duration, and the play with the millimetric zoom in, reaches its top with The Man in the Woods, a film that opens true breaches due to spatial asphyxia, like the irruption of colour, or that intermittent flashback where Paula revises her work on Red Damon.
          Could you develop all of this in the manner you’re most comfortable with, trying to provide us with a general vision on how your relationship with your DPs has grown and in which way these persons have contributed to mold with each film a more stable or assured relation with the act of filming?

5. The Missing Person is your film with more transit, scenarios, local movements. In the lodgings, vehicles, in the asphalt and the earth that tramples Rosow following the tracks of Harold Fullmer, his mental wandering finds a natural concomitance. Thanks to his recurrent cab rides, we will be able to identify, in the smile that is drawn on Rosow when he, at last, takes the last ─the negligent driver with the cigarette, the scruffy and caricatured license, etc.─, that the leading man kept deep down inside a somewhat punk conditioning, and to comprehend this, it took us a lot of rides where the previous drivers complained to him about smoking.
          When the film was released, you referred to certain stress in the production, lack of time, the inherent difficulties in condensing the energy on the set when the hurry to change spaces lurked; however, all of that, by virtue of knowing how to surround yourself with a team that does not falter, came to fruition, largely due to the tenacity of the inexhaustible Michael Shannon. Since this film, you claim to have learned definitely that the way you most enjoy and feel comfortable with making cinema has to do with embracing a tendency aimed at decreasing the elements to be controlled. Even if we think that The Missing Person is one of your best films, we come to the conclusion that since this movie your cinema has given one step ahead in terms of conceptualization, in the good sense of the word, and that the characters’ mental wars you have been proposing in the whole of your filmography have acquired a concreteness, a level of condensation, very characteristic. You have also affirmed that, at least in your method of working, it’s a mistake to think that your films arise firstly as stories, that you’re a filmmaker, not a storyteller. Can you elaborate on how it connects that increase of conceptualization with your conviction that the films come to life from a certain mood, or atmosphere, even from an image? How does this approach affect the way you have been financing your films?

6. In your films, it is clear the relative isolation of the characters; they tend to constitute a small island remoted from the crowds, the latter, rarely represented ─the uninhabited nights of Glass Chin─, phantomly vacant ─the exterior world in Sparrows Dance─, or conforming a hostile or indifferent block… that opposes the individual ─in The Phenom, the cloud of reporters that pester Hopper, the café clients where he and Dorothy chat, as well as guests of the wagon in The Missing Person─. Sometimes we’re overcome by the sensation that the American people remains completely locked up in their houses getting high with some ersatz, agoraphobic, lost, following on TV any sport or TV spectacle. We perceive too an absence of sonorous racket, contagion or complement of the composition of the frames, an essential silence surrounding the characters, making them confront more directly their own selves, their statements and those of others. Could you tell us about the vision of the world that supports these formal decisions?

7. You don’t need to be a great film buff to be a great filmmaker, however, we’re aware that your vital trajectory is marked by viewings, films, that have imbricated in your existence indelibly. When you were six years old, during your convalescence due to chickenpox, you attended On the Waterfront (Elia Kazan, 1954) on TV over and over, like a hypnotic dream. Later, your cinephile fever coincided with a great moment of American independent cinema, towards the end of the nineties, where we can find films that dazzled you like The Whole Wide World (Dan Ireland, 1996), Lawn Dogs (John Duigan, 1997) or Whatever (1998), a film by Susan Skoog that got you hooked on the performance without pretendings of Liza Weil. On the other side, you lament that independent directors embarking themselves for the first time in the task of directing end up rerouting their formal projects towards four style elements poorly digested by John Cassavetes, Woody Allen or Jean-Luc Godard, without giving themselves enough space to ponder their references. How do you see in the present day the cinephile health of the new directors? Can you talk to us about filmmakers or films that have been important to you, those that, like a moral strength, have accompanied, formed, instructed you, in the course of your life?

8. Just as On the Waterfront is not a film about boxing, we resist, like you, to think that Glass Chin is, or that The Phenom deals directly with baseball. Nevertheless, we perceive a fundamental bond between these two films, in your concern for a set of leading characters whose spiritual subjugation obeys certain sporting regulations, an institutional severity, with cultural roots, economic tentacles, advertising aspirations, mental and prescriptive cages that prevent, for example, meditating on the wise counsels of their sentimental partners. Sometimes, both Bud and Hopper give the sensation of repeating like a litany, with dubious conviction, a vision of the world, rigged, that clearly will play against them. Like an insistent stone in the way of a country that tries to erase, cover, its brutalities and genocides, we find also in The Man in the Woods that sports record perpetrated by a Native American that resists to be buried in the History of the nation. And while we were talking about the beats, let’s remember the adolescent Kerouac wanting to dedicate himself to sports journalism, redacting privately his leagues of fantasy baseball, or in your film Neal Cassady, when he reproaches Neal for chatting about his «young, damn football talk», and Neal insinuates that maybe Kerouac is only interested in his company in order to get stuff for his writings. What interests you about these personalities ─like Ellen reproaches Bud─ that display a sort of ESPN-conditioned version of the universe? What connections do they have for you these inculcated mental rigidities with the psychic, historic, problematics of North America?

9. Marin Ireland spoke, in relation to Sparrows Dance, about your habit of using actors who had a certain theatrical background and linked this with a fondness for long takes, pretty translucent in that film. However, this does not preclude the use of shots that last a few seconds, nor is a system that you apply to the film´s formal project. This method of yours seems to excite the actors you work with, and not only because of what we’ve read about Marin, but by our own feelings. We tell you without a hint of hyperbole that watching Glass Chin rediscovered us savagely Corey Stoll, his replies, reactions in frontal shots, that talkative personality that domains at the beginning of the film, so that we can later see the tearing of those constraints that make him insecure, condemned to the rearguard, seeing himself locked up between his aspirations and his moral. His spontaneity is a present for our eyes and ears. We encounter again a male performance in American cinema that enchants us. Watching Lawn Dogs, previously mentioned, we could feel something similar in the unbridled aspects of Sam Rockwell and Mischa Barton ─how far from the pose, from the affected, is their dance to the rhythm of, precisely, Dancing in the Dark by Bruce Springsteen, an American sincerity willing to put everything on the line─. In short, it congratulates us that this sentiment seeing Liza Weil in Skoog´s film is ours now too when we watch your movies, with Corey Stoll walking with Kelly Lynch on Christmas Eve while the world is on the verge of collapsing in their faces.
          How is your relationship with actors on the set on a daily basis? In spite of their fame, you managed to bring out an infallible truth from Michael Shannon, Paul Sparks, Stoll or numerous performers that we leave behind; many directors with a more laughable pedigree don’t achieve this. By contrast, you seem to have developed a malleable method in which the occasionally long takes, shifting or static, the reaction shots, the possibility of letting an actress look to whom she’s talking to or enunciate herself separated by the frame in her sentimental wanderings, conform a field with endless possibilities. We’d like you to expand about all this, simplifying, the continuous learning about working with actors on a set, but also before arriving there, and the necessary degree of freedom that they should be granted so that they do not only, as you would have said, know how to cry well, or fake accents with extremely gifted precision, but rather to contain an unbreakable truth.

10. We’ve mentioned Springsteen. Now it’s our turn to ask you for something that concerns him ─although we are intrigued and amused by the playful references that you introduce about him in The Missing Person and Glass Chin─. There was a song of his, American Skin (42 Shots), which we know to be of particular significance on your spiritual journey. That song dealt with the brutal murder of Amadou Diallo by four police officers. Reverend Pat Enkyo O’Hara brought up the subject in a Dharma talk, which left you truly surprised. This was the beginning of a process of commensuration, which led you to comprehend that Buddishm was not about resigning or pushing away the culture that you grew up in, nor about not being American. This is in line with the increased assistance to the zendos, the transformation of a disciplined branch of Zen in America that evolves from its apparition as a countercultural force to religious motif that grows and attracts to more and more devouts, inspired by the ever-increasing heterogeneity of the proposal, a process where the hierarchical structures of the past lose importance. The particular chat with the man in the woods that Bud needs when he looks at a shop window with some copies of a book by Pat Enkyo O’Hara, the same chat that they would probably require a large quantity of characters adrift in your films. However, you had it, in a sense, and we would like to comprehend a little how your trajectory evolves in the world of Buddhism, from Nepal to the Dharma programs inside prison centres, passing through the incorporation of American culture, and culminating its inclusion in your writing, both literary and filmic. In what way has Zen practice influenced your manner of facing a film?

11. We end up this interview with your last film until now, The Man in the Woods, a script that, if we’re not mistaken, you had already finished (apart from future revisions and rewrites) in 2015, and which you called then the only script you ever wrote that you thought it could be totally solid. So we’re talking about a project haunting your mind for years. The change of DP, already mentioned, is significant to us and yet your formal project seems a clear evolution from that of The Phenom, with that sequential emphasis in the construction of the scenes, the vital importance of the expansive dialogues between two characters, where a subtle abstraction sparks the films to so many places and moments of American history, like it occurs in, precisely, a short story that we believe it is of particular interest for you to adapt, Doppelgänger, Poltergeist by Denis Johnson. More than a period reconstruction, appealing to nostalgia in a univocal sense, a challenge for the spectator. Cultural references overflow in their specificity, the slang is more complex than ever. However, your discourse is ardently political, a nocturnal roundabout around several open traumas, unbalanced guilts, last-minute healings, dubious masonic lodges, the obsession for a rushing record, and those stained, marginalized, gone mad, by that circle of paranoia. It is inevitable to us to establish a natural relation between the aforementioned short story by Johnson and your last film. Above all, the almost total critic silence about The Man in the Woods, the horrifying lack of information about the film, bother us for real. Can you talk to us about the conception, shooting, editing, and everything that came after, once the film was completed, on a level of reception for this movie? In which way has it been inspirational the work of Denis Johnson in your artistic practice?

We hope that the adaptation of that short story is still in your mind, or at least any other project, and that your spirits don’t come down by the present situation. Like Robert Grainier in Train Dreams was able to witness, maybe the moment when suddenly it all goes black is near, and this time disappears forever.

A big embrace, Noah. Your films have accompanied us and we have developed an honest friendship with them. All the luck in the world.

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The Missing Person (2009)

JEAN O’MY HEART

ESPECIAL NOAH BUSCHEL

Glass Chin (2014)
The Man in the Woods (2020)
En el sendero, fuera de la ruta; por Gary Snyder
Interview – Noah Buschel
Entrevista – Noah Buschel

The Man in the Woods (Noah Buschel, 2020)

The Man in the Woods Noah Buschel 1

On Clinton St. the bars explode
with the salt smell of us like the sea, and the tide
of rock and roll music, live
humans floating on it
out over the crimes of the night. How
unlike such outwardness the clenching back
of a man into himself is,
several of us are our own fists
There! emphasizing on the tabletop.

Winter, Denis Johnson

El doctor Fancher camina engominado por los pasillos de un hospital de Pensilvania un 4 de diciembre de 1963, a la sombra de los acontecimientos acaecidos veinticuatro horas antes de sus pendoneos, cigarrillo en la boca, sin necesidad de agarre, al aire, gesticulando. No se le saca de las cuerdas vocales Smoky Places de The Corsairs, perfecta acompañante de este pateta acostumbrado a recetar Dianabol, terapias de electroshock, Mensajero del Alba, pintea la iconografía americana con aquello que le viene dado desde hace casi tres siglos: el aura rosa-luna, fuegos escoria desprendidos de cuatro acordes que hicieron un millón de dólares, todo Paul Robeson tiene su Tom Parker. Jean Fenny ha desaparecido en el bosque. Los padres están lejos. Un internado bien les vale a tres chavalas de oficina sabuesa a lo Samuel Spade. Comienzan la investigación Suzie, Lenore y Paula. A la madrugada le salen gibas, y de ella asoman los vagabundos recelosos, de uno u otro lado del escritorio, plano-contraplano, ligeramente oblicuo, penetrando la profundidad de campo, delimitando el campo de juego… Este lienzo imaginario de dos caras engaña, confunde, ¿quiénes son los fullbacks? ¿cuáles los policías? ¿ese de allá nos apunta con el rifle con alevosía o simplemente se defiende del hombre del bosque? ¿cuántos de ellos pertenecen a la Gran Logia de Pensilvania? Te contaré todos mis secretos, pero te mentiré sobre mi pasado, así que mándame a la cama para siempre.
          Lo que propone Buschel, levanta, rastrea con ilusorio fulgor, mana de una disposición concreta del corazón, nos concierne y envuelve, ya forma parte de nuestro entendimiento. Sus personajes habitan un mundo edificado alrededor de viveros vitrificados. Orbitan en torno al gran evento-detonador de sus vidas, fuerza centrífuga diegética, del que solamente somos partícipes a través de los restos de metralla: la infección de una última llamada (The Missing Person), una puerta impenetrable (Sparrows Dance), una caída impuesta (Glass Chin) o la orfandad del nuevo vástago americano (The Phenom). John Rosow y Eddie Soler ocupan sendos espacios de la cámara Gesell: el primero, ejerciendo la mirada furtiva del investigador privado; el segundo, recibiendo la arremetida escópica de la celebridad. La bola de cristal encapsula el paisaje tripofóbico de The Man in the Woods. En ese ejercicio de revisión desmitificadora acabamos chocando con el desierto. ¿Derruimos estatuas para erigir otras nuevas o hemos de aprender a convivir con ese espacio árido, vacío? A modo de respuesta, manteniendo el equilibrio de una postura Zen, Buschel deambula por los escombros pisoteando los tebeos de Gerónimo ─el apache más temido del Far West─ que moquetan el suelo de la caravana redneck; convierte en comunes nombres propios que justificarían la tradición cinéfilo-cultural de un filme como este. But they are not real. Los cómics del Oeste, comenta Sal a Buster en su roulotte, te inoculan en la cabeza el sueño de que tú solo puedes enfrentarte al sombrío paisaje americano. Obsesión insana del espectador con los espejos, los busca, intenta hacer de ellos metáfora, imposible aquí, la persona que está enfrente nos devuelve la tez en sus órbitas, miremos a donde miremos, no hallamos otra cosa que nuestro corazón, sospechas, ilusiones, pérdidas, electricidades dispuestas a derretirse con falsísimos neones. El espejo es una guerra civil. Nos adormimos en los contrastes de la noche, ciframos la conciencia en cada personalidad, imposible escapar de ellas, de uno mismo, poner zanjas separatorias. Examen de conciencia. La hora es propicia. Eliminada la otredad, los ensalmos, permanecen a nuestro lado los cantares neurasténicos de paria, tratemos con ellos. América, mal sueño, ilusión y frontera. Buick años sesenta, listas de control, récords de yardas en carrera enterrados en la vil historia nacional ─ahora pretenden superarlos directores de escuela masónicos, aprendices escayolados con rencor hacia estudiantes demasiado aromados de marihuana, la que les hace desdeñar la competición─, fútbol americano. Jean Fenny ha desaparecido en el bosque.
          Estamos ante un filme que exige atención, que confía en la capacidad deductiva del espectador o, mejor, en la capacidad del espectador para atender mientras aguarda las revelaciones, aquellas que le concederán hilar escenas paralelas en dos días de intriga ─martes y miércoles, 3 y 4 de diciembre de 1963─, durante una noche interminable que se alarga. Alumbran las pocas luces más allá de las doce, el frío apremia, el retrato de Laurette Taylor emerge de la casa de Louise Roethke, profesora con predilección por desbaratar convicciones de inocentes chiquillos, cargada de amor por aleccionarles, mediante la poesía, sobre que 1+1 no siempre es igual a 2, que el todo es más que la suma de las partes, la futura hippie, sabe escuchar, quizá también sabe algo más que los demás: una luz entrecortada pasando por la luneta la desgaja en enigma. Pasajera consejera de las tres socias en el crimen, su extrarradio es cohabitado por otros pedazos de caracteres pensilvanos confinados medio voluntariamente a las proximidades del bosque: Sal Mancuso, Vivien Waldorf en sus cortas escapadas, Buster Heath, que por jugar con números ha quemado su expediente policial (escasas horas persisten de libertad). Marineros a la deriva en búsqueda involuntaria de curación, espíritu beat, el paquete sagrado, ritos mesoamericanos, salen a la foresta agarrados por la prisa y el temor de los rezagados, erigidos en guardianes fatuos de sus heredades. La oscuridad atávica despierta, quebrantado su silencio por las demencias de Ixachitlan, L’America, cantaba Jim Morrison, el tablero de Buschel esta vez lo componen una sucesión imparable de enroques y, claro, la barahúnda tiene pista libre. Ante el desbarajuste mental de los habitantes de Pensilvania, el cineasta, más claro que en ningún otro filme, nos ofrece los intercambios como inalterables tête à tête de monologuistas pasados de rosca, no conversan, enuncian sin ser marionetas pero tampoco entidades completas. Particular lío cerebral. Recuerden, ellos son ustedes, nosotros; no obstante, se permiten arrumacos aun en alarmante estado paranoico. Y bien, también los árboles son espacio para amantes, recordará la recién despedida maestra. Presteza, apuro, apremio, caen alusiones, hilan pistas, sospechan circunspectos, la caldera hierve por los bordes. Esto ocurre, carnestolendas anticipadas, la Nochebuena se prevé polémica, quién alzará la voz cantante, la próxima víctima de la silla eléctrica, el nuevo paciente del doctor Fancher, el destino del equipo de fútbol, el anexo récord. En paralelo, sones retumban sigilosos en las zonas rebeldes de la espesura, una llamada, un volver atrás, al silencio, a la desaparición, bajar al suelo nevado, Jean Fenny podría tener un futuro como diestra dramaturga, poca atención presta a la natividad de rigor, y nosotros continuamos desviando la mirada, a censuras pretéritas ─D.H. Lawrence y su Lady Chatterley’s Lover─, guerrillas, polémicas, no superadas ─Tropic of Cancer, Lee Harvey Oswald, comunistas, el cuerpo civil─. Las visiones de Johanna escapan y con ellas el mercurio conjurado.
          Recientemente, Noah Buschel tuvo la amabilidad de enviarnos algunos de los “storyboards” que realizó para The Man in the Woods. Nos sorprendieron. En sus dibujos y esbozos, de técnicas mixtas, puede apreciarse un proceso creativo que estaría más acá de imaginar la concepción de un filme sobre el papel como una parrilla, o un catálogo, donde prever el despliegue de un découpage. Recuerdan, en cambio, a las pinturas preparatorias que Akira Kurosawa se hacía para imaginar una escena de batalla, a los bocetos maestros a lápiz de Serguéi Eisenstein para Ivan Groznyy I (1944). A golpe de vista, podría decirse que los dibujos de Buschel recuerdan a ciertos expresionismos de Edvard Munch. En el tiempo que tarda en exponerse un daguerrotipo, la mente del artista bosquejando por medio de su mano una composición enfatizante, en ligero temblor de movimiento. Velas parpadeantes, la luz asediando en ondas. La perspectiva es dudable, todo se presenta en primer plano como formando parte de una misma convulsión. Estas composiciones sugieren un diletantismo polímata en Buschel, que se expresa de puro contento, como Alan Rudolph lo hace con la pintura, o un peldaño más arriba, por ser terreno más cultivado o cotizado, podrían ser ejemplo las obras multidisciplinares de David Lynch. Cineastas dotados de una visión que precede y rebasa el medio expresivo, hasta el punto que incluso podríamos hablar de cómo cada uno de ellos logra domesticar hacia sus pareceres, en variedad de estrategias, al aparato-cine. Deberíamos habernos imaginado un proceso mental creativo amplio, de esta índole, para lograr trasponer The Man in the Woods, un filme, por fin, del que en verdad puede hablarse de atmósfera. Y es que la atmósfera será sine exceptione un asunto mental, sea el caso de la mente impregnando el mundo exterior, sea el caso de un exterior que por su lugubridad o alegría de vivir impregne la mente.

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«I didn’t end up shooting a lot of The Man in the Woods, for budget reasons. So some of those storyboards were never shot. The original script was 120 pages. The shooting script was 85 pages. Which is fairly typical. At least for me»

Jean Fenny ha desaparecido; quizá podríamos servirnos, de nuevo, del hombre del bosque como perfecto cabeza de turco. Utilizar el «ese no somos nosotros», utilizar lo indio, lo precolombino que hay en él. De forma oficial, sin embargo, deben borrarse las huellas, favorecer escolarmente al quarterback más veloz de la clase con el objetivo de lograr batir así sus récords (con alevosía, previamente menguados); por todos los medios hacer desaparecer su nombre del registro. Formalmente, el sentido del chivo expiatorio es bidireccional: apunta hacia lo señalado como al dedo por igual.
          En nuestra constelación mental de filmes, intuimos que The Man in the Woods se nos acabará posando en la misma estantería espiritual donde, tras meses, aún se nos remueven ─como insolentes libros encantados─ dos obras de Robert Kramer, Milestones (codirigida con John Douglas, 1975) y Route One USA (1989). Películas donde política y moral avanzan de la mano, películas afligidas, anegadas de dolor por los procesos de diglosia, por las hegemonías que hostilizan nuestro modus vivendi, conciencia, la nuestra, que se siente constantemente sitiada, por el pasado, por el presente, por el futuro… ¿tomar las instituciones? no sabríamos qué hacer con ellas: queda ser testigo de reparaciones históricas a deshora, tragar la piedra de la conciencia sobre las injusticias hasta que pese el alma.
          Formato apaisado (2.35:1), retomando la elección estética de su anterior filme ─The Phenom (2014)─, pero sensitivamente mucho más instituyente, sobrecargado. Cuanto más amplia es la lente macroscópica con la que Buschel elige mirar el derredor, los detalles adquirirán en consecuencia una cualidad sucinta extrema, recuerdos dolorosos, remanentes del imaginario en detalle, objetos alumbrándose negando la oscuridad, una grabadora, también la Taylor surgida del mutismo hollywoodense yendo a habitar el talismán hogareño. Paradoja inherente que retorna desde los tiempos en que Hollywood espectoraba Cinemascope como balazos inclementes en la Ruta Ho Chi Minh, desde ese rectángulo nos era más fácil obtener una vista más distorsionada del mundo y su decorado, si uno se sentaba en las primeras filas, era probable que su mente distorsionase por completo su estado duermevelado, engañosa claridad espacial, lo puedo abarcar todo con la palma de mi mano, la condensación y densidad narrativa la perdíamos más fácilmente al extender los ojos, intentando abrir el campo visual hasta achinarnos las pupilas. Eso ocurre con The Man in the Woods, el paisaje es transparente, aun oscurísimo: tratamos de lidiar con el bendito fastidio de tener la sensación de verlo todo y no saber nada. El derroche de información nos ataca cual humo tóxico desde una casa en llamas. Intentamos recopilar las pistas con el porte de un Fuckhead en los pequeños cuentos de Jesus’ Son (1992), epifanías momentáneas surgiendo del sucio enfangado de la noche. Nos sentimos tan subyugados por los ramajes del filme de Buschel como en los de Frank Borzage’s Moonrise (1948), un territorio donde se encierra la grandeza humana con todos sus achaques y certezas, con la infinita vanidad insana de todas las antorchas de nobleza. El contorno en blanco y negro suspira por virar en azafranado, incluso grana, los guantes de Jenny tocando la nieve del belén, su insistencia empecinada arrebata nuestros candelabros y así se quedan, negros de más; si queremos ver algo, habrá que prestar especial atención, oreja, al piano que pasa de extradiegético a diegético, a las tres versiones que suenan de Smoke Gets in Your Eyes, transportándonos de la nostalgia desgarrada a la emancipación atacante de Thelonious Monk ─Philip Larkin sonríe─, mediando entre ambas el Charlie Parker Quintet. De fondo, desconcertando, un letrero luminoso de Coca-Cola, sirviendo de sintonía obtusa al bloque evasivo que reina a mediados de metraje. Esto que se nos muestra ahora, esto que se nos hace oír, ¿en qué medida y a qué nivel es relevante? But the biggest Parker legend is his place in jazz itself. To the younger generation, jazz began in the Forties with Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Thelonious Monk and the rest: before that there was nothing but a desert of sentimentality and syncopation peopled with archaic figures such as Jelly Roll Morton and Benny Goodman. La sucesión de anécdotas que conforman este segmento de bar en The Mercy Lounge pasa por una prima andrógina, redadas canceladas a últimas horas y bromas sirviéndose de filmes tan variopintos como Captain January (David Butler, 1936) o The Naked City (Jules Dassin, 1948). Las referencias en este filme no están consignadas a modo de emolumentos, de citas culturales puestas a distancia, sino que funcionan como una pequeña muestra de los atravesamientos innumerables a los que nos exponemos por el mero hecho de existir.
          Sean ustedes bienvenidos a este mashup de ocho millones de historias trasnochadoras: aquí tienen unas cuantas decenas de ellas.

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A modo de epílogo:

Sigue dando vueltas por el hospital el doctor Fancher, ha amanecido, el porvenir funesto nubla los entendimientos; vislumbramos una pequeña luz asomarse a través de las rejillas de la persiana donde Jean, la de nuestro corazón, dormita. Se aproxima el prodigio, las cortinas se mecen. Al lado de la convaleciente, Lenore, Suzie y Hobey en formación militar, protegiendo a la rescatada, a punto de abrir los ojos, rodeada de luciérnagas. No necesito vuestra organización, he lustrado vuestros zapatos, he movido vuestras montañas y marcado vuestras cartas. Pero el Edén está ardiendo, o están dispuestos a la aniquilación o sus corazones habrán de tener coraje para el cambio de guardia. Jean por fin despliega los párpados, nos mira, retorna el color que un maltrecho quarterback le había arrebatado. Corte a negro. Formen filas. Repliéguense. Es hora de replantearse los términos de la batalla.

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«Mientras estudiaba las pinturas chinas sobre pergamino del museo de Seattle, [Gary] Snyder adoptó una continuidad narrativa lineal, donde todo pasaba a la vez: el peregrino con su cayado en la montaña, el puente sobre el arroyo, el bosque y el océano. Los fragmentos de sus diarios, las personas que nombraba, las conversaciones en los cafés de carretera, en los bares y las paradas de camiones, las oraciones y los cánticos, la sabiduría chamánica de los nativos y los mitos del lugar: todo disfrutaba del mismo énfasis y estatus. Su enunciación estaba diseñada para parecerse al habla natural, pero con un toque de humor de resolución lenta. Era un poeta experto en el campo, hermosamente situado a medio camino entre el trascendentalismo de frontera y la larga mirada de Asia».

American Smoke: Journeys to the End of the Light, Iain Sinclair

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DE TRIPAS CORAZÓN

ESPECIAL NOAH BUSCHEL

Glass Chin (2014)
The Man in the Woods (2020)
En el sendero, fuera de la ruta; por Gary Snyder
Interview – Noah Buschel
Entrevista – Noah Buschel

Glass Chin (Noah Buschel, 2014)

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The great gods are blind or pretend to be

finding that I am among men I open my eyes
and they shake

Laughter, W.S. Merwin

 

1. LA REGLA DEL JUEGO

Bud Gordon mantiene la retaguardia concentrada, desde los nevados empedrados de una ciudad que lo ha visto en mejores circunstancias, en el candelero, con una mandíbula dificultosa que hasta entonces se había mantenido firme. Su mente vagaba por antojos de pérdida y ganancia, éxitos fugaces, jactancia obrera connatural a un contexto que lo aprisionaba con voces pantarujas; al parecer, poco se cuestionaban los acantilados económicos, emocionales, cuando los golpes del boxeador, uppercut, izquierda, derecha, proseguían noqueando al oponente. Pero cuidado, llega el momento decisivo, y toca abrazar el arquetipo: Bud debe retirarse en pleno combate, quinta ronda, ante un pelele cualquiera, un tal Jackson. Fin de la primera parte que no hemos visto, comienzo del filme y de la verdadera lucha. Durante el transcurso de esta refriega mental, dilema moral, viacrucis marital, estación de la cruz hecha filme, Nueva Jersey conforma el lugar de retirada. Allá donde el antiguo boxeador pasa sus días con visos a adquirir algo mejor, acompañado por su pareja Ellen, más optimista en su llaneza desligada de pretensiones fatuas. Noah Buschel, cineasta de batalla, tiene con estos peones y alfiles su guerra desplegada. Ante el visionado de la trifulca, no nos queda más remedio que reseñarla, gacetilleros remendones, cronistas de obras tan replegadas en su nada deliberado oscurantismo que debemos hacer uso de más de una docena de bengalas para avisar al frente más próximo de que las bombas han caído ya. Más nos valdría izar la bandera.
          Buschel ha sido, al menos desde el estreno de The Missing Person, en un año 2009 donde podemos empezar a trazar con los medios disponibles su trayectoria cinematográfica, uno de esos poquísimos cineastas al que la palabra independiente no se le pega como estúpido epíteto asignado para hacer honores: se lo ha ganado a fuego, lo habita como un sustantivo hecho y derecho, el término que ejemplificaría su nombre en una enciclopedia futura elaborada con un mínimo de rigor sobre el cine norteamericano. Su insatisfacción, actitud combativa, también de flemática sapienza, considerando un juego que sabe amañado desde el principio, van acompañadas de una tenacidad incorruptible, resultando tales esfuerzos en filmes que logran, a pesar de campañas publicitarias tendentes a crear una cortina de humo enmascarando el verdadero carácter de la obra, transmitir la fortaleza de un material bruñido hasta el más ínfimo detalle. Adopta el disfraz de diferentes arquetipos que han recorrido la historia del cine americano desde que la invención de la yuxtaposición convergiera en el milagro de la ficción, de ahí retrotrayéndose, a Dickens y Shakespeare, o acompañando, a Chandler y Denis Johnson, y a raíz de lo enunciado fructificasen modos de enfrentarse al marco de los tiempos, desde los que reinterpretarlos, tomando como referencia estas corrientes de palabras e imágenes mentales, pronto fotogramas derramándose sobre los ojos de Norteamérica y los demás continentes.
          En Glass Chin, la derrota premeditada, intercedida por prevaricadores, ocupa el lugar central del paradigma. Ahora bien, esta clásica historia de súbita paralización de la notoriedad, como es habitual en el cine de Buschel, adquiere rápidamente la forma de una conceptualización, ardorosa, febril, en pugna consigo misma, en fin, cuestionando sus estilemas con el aplomo de un yogui curtido en varias guerras civiles. Y de este plano más aparentemente despegado de los ganchos del cuadrilátero viajamos, por medio de su concreción sintética, a otro tipo de despliegue, el de un conjunto de encuadres cuyo viaje dispone las piezas del trayecto en un movimiento dialéctico, sin un segundo que perder, donde por demasiados instantes ─la enumeración, consecuentemente, sobra─ adquirimos algo que creíamos extinto del cine estadounidense contemporáneo: la espontaneidad más inconcebible bregando en encuadres semifijos. Corey Stoll es un torso luchando a través de diálogos con cada sentimiento que se le interpone, rémoras, arrebatos, el curso inefable de los acontecimientos cuando restaurateurs y usureros-peces gordos, o secuaces, J.J. Cook y Roberto, se cruzan en su camino para nublarle de nuevo el cráneo raso. Sopesando este escenario de disquisiciones, Buschel filma casi como un Marlowe resolviendo casos. El propio cineasta supo describir con diestra mano los procederes del personaje de Chandler:

«Como un Pacificador Zen, Marlowe no intenta tanto cambiar las cosas como dar testimonio de ellas. Su sola presencia es suficiente. No pretende saber lo que realmente está pasando, y no lo intenta. Simplemente se adentra en las sombras con un ojo sereno, resuelto, y luego se vuelve a presentar en oficinas technicolor con una voz calmada, uniforme. Los mundos se aproximan más entre sí a causa de su porte plácido. A través de sus viajes es a la vez ridiculizado por su depravación y laureado por sus percepciones. Su contestación es siempre la misma: el prendimiento de una cerilla».

Se trata de unos planos cuyo escorado hiperrealismo ─shot on RED ONE─ tantea sin pausa con el embellecimiento entrecortado de luces purpurina, artificio soñador ora plateado, hogaño neonizado, luego de una tonalidad cítrica a punto de sumergirse en las puñeteras reflexiones de la noche. Mal fario. Sustentan estos vaivenes de posproducción calibrada unos planos cuyo desarrollo recurre sin vergüenza al zoom, out o in, menos violento posible, el esparcimiento o cerrazón de un objetivo que semeja expandir los diálogos intercambiados y las posibilidades circunspectas de una escena que se traslada hacia un mundo más dilatado, empero controlado, o al cercamiento letal de un encuadre que poco a poco va drenándose de buenos augurios. El zoom redirige la mirada, la descentraliza sin reglamentarla en una operación estetizada cual manufactura solícita. Va mondando sin apremio, dentro del rectángulo de la escena, un rectángulo más pequeño: el asedio calculado se proyecta hacia un acontecimiento casi condenado que no puede escapar de allí. Cuando estos cambios de apertura tienen lugar, el drama vira con ellos. Y es también este el motivo de que los cuantiosos planos frontales, con los personajes mirando directamente al objetivo, esperando la respuesta de un contraplano que no tardará en llegar, o dilucidando el discurso del que habla al otro lado, rompan secamente el temporal estatismo, o las vistas de la ciudad a bordo de un vehículo: esta frontalidad recoge directamente la lógica del clásico campo/contracampo, y es ahí donde reinventa una gestualidad masculina abocada a cierto ridículo en su incredulidad ─las reacciones al discurso de J.J. por parte de Bud en el restaurante de alto standing The Silver Apple─ o fanfarroneo ─J.J. relatando las lindezas de su onza en el tráiler warholiano─. Al contrario que en los filmes de Jonathan Demme, este tipo de carácter frontal debe más al silogismo que al confrontamiento directo con el espectador por medio de un pronto expositivo o impulsivo.

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2. CALOR EN EL FRÍO

J.J. habla de devolver a Bud a una posición que este quizá nunca tuvo. Y es que probablemente el boxeador en la lona se conformaría con recuperar su casa más grande, un restaurante mediano que porte su nombre al estilo cinturón de ganador y una vida pequeña con Ellen, donde esparcir tranquilos el amor sin preocupación por el dinero. Ella incluso se conformaría con menos: meditar, leer, hacer la colada, máximo tener un hijo. Ápices de la santidad budista que viste Ellen han ido posándose en Bud desde que era boxeador, amansando con ternuras su persona. También él, que en el mundillo era conocido como “The Saint”, transpira haber sido educado por Lou Powell en la ciencia pugilística como un monje: cálculo reactivo del guerrero middleweight, aprender a tocar y no ser tocado, acompasar la respiración, dignificando espiritualmente un tanto el brutal deporte basado en encajar directos y crochés. Por otro lado, en sus dudas, mediocres silencios, en sus carencias volubles de resolutividad, Bud acusa haber estado rodeado demasiado tiempo por las impedimentas deportivas, calzón, cuerdas y manos encintadas, por un sobreentendido darwinismo social Everlast, el infantil condicionamiento ESPN que le achaca Ellen.
          Jamás los personajes de Buschel aparecen inmersos en multitudes. Su drama es aprender a lidiar consigo. Con el aire que los encapsula en plano. Pareciera ─si nos doblega el pesimismo─ que la muchedumbre estadounidense al completo habitara tras los cuatro o cinco televisores que aparecen en Glass Chin, siguiendo cualquier evento deportivo. Mentalmente, se desemboca en un espacio social agorafóbico, que se proyecta en acotamientos de siglas sustantivas imponentes para el solitario: HBO, J.J., MSG, iPod, iTunes, iCloud, iPhone, CK Obsession… Un estudio de caracteres netamente buscheliano, del alma estadounidense, de todo aquello que al cineasta le toca las pelotas de su país, que sin afán de sermoneo, dos años más tarde proseguirá en The Phenom (2016), filme sobre un joven lanzador de béisbol roto que repite, como rememorando un trauma, con una convicción deficiente respecto a la gravedad de lo que está expresando, la inculcada mentalidad dogmática referente a competir siempre y así no acabar siendo un don nadie en la vida. Después de su retirada, curado de humildad, nuestro boxeador no lo tiene ya tan claro, no obstante sigue dejándose adocenar por J.J. y Roberto, esperando una ganancia provisoria si concede reincidir en su pupilaje. Ninguna formulación en palabras podría dar cuenta de lo temibles que se nos presentan, a los ojos, dichos chantajistas. Detalles de terror impositivo, como J.J. conminando a Bud a sentir el peso de los cubiertos de plata, su flagrante desprecio por lo oxidable ─«I will aluminize your world»─, el exagerado maquillaje de Roberto, pendiendo sobre su impoluta sudadera fucsia ─enemiga de la deportiva pardusca del boxeador─, obligándonos a retener el pentáculo demoníaco luciendo argentino alrededor de su cuello. Amenazas patentes, percibidas a punto de salto de mata, junto a otras latentes que parecen inducirse desde un fondo acristalado, mermando por previsibilidad y acumulación paranoica la pulcra inteligibilidad compuesta del encuadre. En The Phenom, el proyecto formal no tendrá tanto peso discursivo ni tanta imbricación en lo expresado como en Glass Chin, más bien servirá como una ventana de amplitud desde donde contemplar las cosas declaradamente bien. Aquí, las limpias perspectivas condensadas refuerzan la noción de que el destino está jugando a Bud una burla perfecta.
          La Noche Buena de rigor va acercando vaho a las bocas y nieve al pavimento, pequeños terrones en cuya proximidad anidan vagabundos como Ray, poco dispuesto a mostrar el debido respeto por un hombre cuya complexión sería capaz de someterlo en pleno primer round (no tenía el pugilista la mandíbula más fuerte, el motivo de la gracia). No achacaremos a Bud bajeza moral al ser este mendigo el solitario receptor de una respuesta combativa, en defensa propia, al recibir la burla evidente; ante el resto de la jungla humana y sus continuas indirectas, el boxeador se descubre como el saco de sparring en el que descargar la mofa y recibir, como mucho, si lo pillamos de improviso, el comienzo de una maniobra protectora levantando los puños, viejo acto reflejo del que vive con el oficio dentro a pesar de que los años y los servilismos le hayan adocenado el gusto, la añoranza por el estrellato, los días de parásitos, acólitos, seguidores en múltiples redes sociales, y clic clic clic. Otra nube, más difusa que aquella digital donde J.J. presume de tener almacenada su vida entera, difumina en Bud las inmediateces y obligaciones sentimentales más urgentes. El descuido de tales afectos terminará haciendo mella en Ellen. «You haven’t always been good to me», le dice en una última cena de lujo teñida de pasas, previa al combate cuyo arreglo fatal determinará el destino de Bud: o informa a su protegido, un chaval con la travesía vital al completo por delante, de que debe caer en la primera ronda, o un lío de cintas y huellas lo incriminarán en un homicidio que no ha cometido. Se palpa la tensión de las últimas bromas, aquellas que ya empiezan a molestar, antes y durante la comida. Encarnando esa ola de budismo americano abierto al mundo, de la que Buschel es deudor y discípulo ─la reverenda Pat Enkyo O’Hara fue su instructora, Jack Kerouac, Neal Cassady y Bob Dylan sus maestros Zen inmaduros, místicos, heterodoxos, pero sin duda para él embarcados en la senda del bodhisattva─, Ellen hará las debidas sugestiones, comentarios delicados, sabios consejos, votos de feliz asunción de los pocos bienes materiales de los que se dispone. No hay necesidad de mudarse a un apartamento mayor, si el agua sale tibia, no armemos dramón, aprovechemos el calor mientras dure, introduzcamos esta calidez hasta en la Navidad más desangelada de una Nueva Jersey que compite, y el filme a su lado, poniendo de nuestra parte el ladrillo rojo, desgastado, de acervo secular, contra los rascacielos que al fondo parecen inclinarse como una Torre de Pisa para abalanzarse sobre cada pequeño sueño, inundándolo de estrellas sucedáneas, fachadas que devuelven el reflejo, luces que minan el ánimo creando en el que las presencia una irremediable sensación de espurio anhelo. Ahí posa su estela la línea del horizonte en la que Bud, quedo, sabedor de que la ruptura está a punto de consumarse, permanece absorto, como si mirase hacia un campo magnético de artificios boreales. «All those lights and all those buildings…», dice, entonces cae del cielo, atropella la mente en la tierra, y quizá, en ese instante, entienda que todas las bromas a costa de las preocupaciones Zen de Ellen, por bienintencionadas que fuesen, las postergaciones indefinidas de un bebé no deseado ─al menos, démosle un apartamento más grande─, empezasen a hacer daño…
          Un malentendido romanticismo contemporáneo donde, sin pensarlo, soltamos nuestros lastres en aquellos que no tienen ni una mísera oportunidad de ayudarnos a subir un peldaño más en el nefasto Great White Way; al resto, incluso al pérfido secuaz de opereta Roberto, fanatizado en la cultura emprendedora más bancarrota ─ahora Corazón Púrpura─, Bud les escucha con ligera curiosidad, inquietud ávida, ligero miedo cuando el curso de las rondas nocturnas vira tan derrapado como para poder poner en peligro a su entrañable perra, la inseparable Silly. ¿Habrá aprendido bien los consejos de su entrenador, Lou Powell, cuando abominaba en presencia suya de ese “luchador sentimental”, tan cursi que practicará fintas con la música de la saga Rocky de fondo? Recordamos al padre de The Phenom, emperrado también en anegar el sentimiento mientras los pies pisasen el montículo. Y es que estas enseñanzas, de severidad paterna obtusa, donde uno debería ganar hasta contra sí mismo, redirigen a dianas falaces los lícitos enternecimientos de la vida. Desdramatizando al héroe dentro del campo, les falta un circuito coherente, compasivo, donde el avenamiento deportivo no esparza luego sus restos en momentos de la subsistencia seglar tan faltos de apego e interés grato como un despertar, charlas a la salida de un cine, permanecer en el presente aun cuando las luces y los edificios nos sustraigan hacia el inoperante trance de galanteos cuales sombras chinescas. Bud pertenece a esa estirpe de somatizadores que vive su presente con el delirio semiasumido de que los días de gloria están todavía a unos pasos si mueve tres fichas. Por ese cuelgue del trance esfumado asoman sus equívocos, sin obstruir sus dolores de cabeza, aflorando para recordar que su peso no es el de antes, ahora que de casi todo hace ya veinte años: eso bien lo sabe él, y cuando cae del cielo, vuelve a ser por completo, como dirían algunos, alguien con el que se siente a gusto el mundo estando a su lado. Su ansia por volver a escalar de estatus no elimina pequeñas bondades, que se cuelan casi como remanente de una personalidad profundamente honrada, quimeras a un lado. Va siendo cara el final, al borde del despertar a la destemplada sustantividad diaria, cuando Bud susurra sin cinismo palabras tranquilas a Ellen en un crepúsculo aciago, llora en sus hombros mientras el agua de la ducha, da igual si fría o caliente, les quita el sudor.
          En esta lucha de poder, guerra mental, ejerce Buschel su mencionada dialéctica, una moral de hierro en la que es imposible tildarlo de traficante de palabras, vocero indiscriminado del panfleto autoral. Sus jaques de rayos equis se despliegan en el campo varado con tensión peligrosa, intentando encontrar un ligero espacio desde donde, a vista de tablero, podamos retirar a tiempo al peón sin que se lo coma otra pieza o, al menos, si se le derriba, ver con claridad el porqué de su caída.

3. LO QUE QUEDA DEL RUIDO

En The Missing Person (2009), el detective privado John Rosow acababa dejando escapar su recompensa dineraria tras remendar con su presa un regreso a la empatía, fraternidad en el dolor. Cinco planos detalle casi imperceptiblemente enlentecidos daban cuenta de la pacificación rugosa que pueden transmitir ciertos elementos aislados del interior de una cafetería, a un alcohólico renuente, en la ciudad más agitada del globo. «Sobriety after all this time isn’t as bitter as I thought it would be. Recently, for a second or two, I almost felt like things were OK with the world. Strange to feel that way when you know there are wars everywhere, and everything’s going to hell in a hand basket. But still I must admit, for a moment I felt some kind of peace». Introspección mesera sobre la deriva individual y las jodederas que arrastra el mundo que sin embargo no termina abocada al solipsismo límites-del-yo o taza-de-café-galaxia de 2 ou 3 choses que je sais d’elle (Godard, 1967), porque ahí está Miss Charley, compañera eventual o secretaria, lo que sea mientras permita a Rosow posar los labios sobre su mejilla, darle la mano, esté dispuesta a compartir indulgencias. En esta madrugada noctámbula del discernimiento, la sensibilidad de Rosow se aposentaba para recolectar una suerte de conciencia ostensible, duradera y grave sobre la pérdida.
          Con Glass Chin acudimos a la exhibición de una renovación de fuerzas, sedimentándose en testaferros del control, las manos invisibles de agentes que se reanudan y heredan consciente o inconscientemente diferentes paradigmas americanos, estigmas secesionistas estallando a través de los lustros, y los choques irremediables a los que aboca dicha colisión a los ciudadanos más mundanos, víctimas por consecuencia de una paranoia escenificada en innumerables instituciones, culturales, políticas, sociales, familiares… Los tres últimos filmes de Buschel, diferenciándose respecto a The Missing Person, terminan con pequeños momentos de gracia durando pocos segundos, como una implosión súbita haciendo dentellada contra la entropía que se extiende a través del fondo silenciado, en contraposición al mundo que se agita, esconde su juego de poderes, o manipula constantemente. «Right-hand lead», dice Bud salvaguardando su honor al tiempo que arroja su carrera, y con ella su libertad, por la borda. La sirena policial se aproxima desde un fondo negro como remanente seco, no más que un plano retumbando en el oído, al que sigue un encuadre cerrado donde un personaje implosiona por un instante la fábrica de sentimientos ordenados del mundo: Gordon “The Saint”, Kid Sunshine (su protegido), y una moral que se interpone, el amor propio estallándose contra el rompeolas, amenazando por un instante, falsa amenaza, utopía, pero esperanza, la de unos ojos que se enjuagan y sonríen con una melancolía que preludia el derrumbe de su entorno. Un fragmento y Buschel también ha hecho su dentellada.
          En The Phenom, el padre de Hopper, mucho más problemático que un “redneck hijo de puta”, con una relación progenitor-hijo donde median numerosos sentimientos que rebasan la obediencia sin aristas, se rompe, parece que se va a derrumbar en verdad, medio ríe antes de que se le caigan todas las malditas lágrimas. «Show me what you’re made of, why don’t you?». Su protegido: el hijo. Hay un “partido”, como en el otro filme, las cámaras aguardan, el mundo espera, en medio del globo, un hombre deja entrever en otro instante minimal una pequeña conmiseración.
          The Man in the Woods, lanzada al mundo en un mudo dos mil veinte. Un doctor camina. «Oh oh how I cried on your wedding day, like, like my heart would break, oh how you regret your wedding day, now paying for your bad mistake». Del otro lado de la puerta, las leyes de la termodinámica. «Shut the nip out, will you friends?» Dentro, el suceso microscópico que le pone el dedo en el culo a tales edictos. El despertar de Jennie es un gesto político…
          …el mismo de Bud cuando irremediablemente entiende que su moral se ha blindado a costa de su condena, o el de Hopper cuando comprende que es un desdichado perdedor al sin quererlo demostrar que aún tiene algo de conmiseración sincera por su primogénito. Mismo orden, análoga ruptura. Unos segundos precedentes al término del metraje. Luego nos queda esa sensación de que el mundo sigue pero algo ha cambiado: dos lágrimas, luciérnagas, la súbita irrupción del color, ojos que lloran, párpados abriéndose. Bajo los adoquines, la playa. En un chasquido de dedos, se subvierte todo el metraje anterior, llegamos al punto lógico del final de obra. Los tres gestos dan la vuelta por completo al statu quo de los filmes con un periquete de gracia ganada.
          Pasadas dos horas, volveremos a intentar atrapar al hombre del bosque, a joder al chaval y a romperle la cabeza con el béisbol, a negar a Kid Sunshine el futuro. Pero nosotros, espectadores, quedamos escuchando el ruido que resta cuando el barco asoma la proa al mar antes de hundirse de nuevo, previo al próximo rescate. Ese es el rumor que escuchamos al pasar los créditos en Glass Chin.

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BIBLIOGRAFÍA

Zen Master Marlowe ─ por Noah Buschel