EL SISTEMA SIN SOMBRAS; por Serge Daney
ESPECIAL RUDOLF THOME
Berlin Chamissoplatz (1980)
System ohne Schatten (1983); por Dave Kehr
System ohne Schatten (1983); por Serge Daney
Der Philosoph (1989)
Rot und Blau (2003), Frau fährt, Mann schläft (2004) y Rauchzeichen (2006)
Closed Circuit [System ohne Schatten] (Rudolf Thome, 1983)
por Serge Daney
En Libération; 7 de febrero de 1986.
EL SISTEMA SIN SOMBRAS
Tal es el verdadero título del filme que Rudolf Thome realizó en 1983: “La mano en la sombra” es la historia de un atraco informático. Esta fábula no tiene moraleja, pero es terriblemente lógica.
“Entre ellos, no hay necesidad de una mirada, de un gesto, de un contacto cualquiera”, decía Goethe de los personajes de sus propia Las afinidades electivas (1809). “Estar juntos” les bastaba.
Por lo tanto no es de extrañar que tras haber filmado (en 1983, en Berlín y en Zúrich) esta extraña Mano en la sombra, Rudolf acabe de llevar a la pantalla (bajo el título de Tarot) la obra maestra goetheana.
Hay que hacerse a la idea de que los cineastas alemanes, a menudo, suelen ser más contemporáneos que sus colegas franceses. Más románticos (los alemanes), regresan voluntariosos a estas historias de afinidades electivas, de átomos pegajosos, de la química de los sentimientos y de utopías domésticas. De ello resultan tanto Falsche Bewegung (1975) de Wim Wenders como Die flambierte Frau (1983) de Van Ackeren, muchos de los filmes de Kluge, de Fassbinder y todos aquellos ─al menos los que conocemos─ de ese cineasta realmente demasiado poco conocido (en Francia) que es Rudolf Thome.
Esto le otorga algunas ventajas. En primer lugar, la abstracción del decorado alemán y en particular de Berlín, esa isla-vitrina que apela al “in vitro” de las experiencias. “Estar juntos”, en Berlín, es a la vez un lujo y un destino, un modo de vida y un ejercicio de estilo. Esto ocurre porque el cine alemán ya no tiene que tener en cuenta un star-system a la americana o incluso un tambaleante vedettariado franco-europeo que dispone de actores tan sólidamente neutros, maléficos o benévolos como Bruno Ganz, Hanns Zischler o Rüdiger Vogler. Así es posible, a causa de ellos, contar historias un poco más complejas que aquellas de polares agitados por el enésimo grado de cine francés.
Así que, si al ver esta Mano en la sombra, usted se pregunta de dónde viene el ligero “exotismo” del filme ─su encanto─, pregúntese más bien quién, en Francia, podría interpretar a Faber (el informático que bascula) como Ganz, y Melo (el mafioso mundano manipulador) como Zischler. Parece que el cine francés no toma en cuenta a estos cuarentones: cerebritos agradables y chiflados, “naturales” y torcidos. Esto explica sin duda por qué los espectadores franceses pudieron identificarse con la pareja errante vedette de Im Lauf der Zeit (Wenders, 1976). O con Bruno Ganz.
Este preámbulo no está destinado a preparar al lector para la idea de que La mano en la sombras es un abstruso eslalon (siendo efectivamente una intriga policíaca), pero sí a afirmar que hay filmes de acción sin violencia e historias de suspense (prácticamente) sin histeria. Unas historias en las que lo esencial sucede en la cabeza de los personajes. El de La mano en la sombra, por ejemplo, el cual suelda durante un tiempo a tres de sus personajes en torno a un “golpe” tan limpio, tan irreal, que supone para ellos y para el espectador un vértigo ante “la incalculable verdad de la vida” (Goethe de nuevo).
Faber, ese es su trabajo, se ocupa de los programas informáticos de ciertas grandes empresas, especialmente de bancos. Al primer indicio de problemas, se lo llama (hay algo del “tengo una urgencia” de la cadena de tiendas Darty). Es suficiente con que Faber conozca a Juliet (de la cual rápidamente se convierte en amante no transitorio) y a Melo (ontológicamente turbio, pero con un encanto metálico) para que le persuadan de montar lo que debe llamarse un “atraco informático”.
Basta con dos cosas: neutralizar el sistema de seguridad en el interior mismo de los códigos y provocar una avería cortando la corriente que alimenta al ordenador del banco. A continuación, no hay más que esperar a que ella llame a su reparador (Faber) para que este aproveche la situación para “introducir” algunos datos ilegales que se materializarán en una transferencia clandestina de algunos millones en una cuenta en Zúrich que Faber (con unos documentos falsos suministrados por Melo) habrá previamente abierto. Todo va según lo previsto, salvo un detalle: en el momento en que provocaban la avería, los esbirros (también suministrados por Melo) mataron al guardia que los había sorprendido. Ellos se vuelven, de golpe, más codiciosos, y Faber comprende que está atrapado. No obstante, el trío se escabulle a Suiza, y mientras espera que la transferencia haya tenido lugar se esconde en una cabaña más que nevada.
Como sus personajes, Thome se apremia lentamente y finge admirar de pasada todo un paisaje de pistas medio falsas. Es entonces cuando el espectador histérico corre el riesgo de ser seriamente desconcentrado, como si demasiada limpidez no solo no presagiara nada bueno, sino nada “presagiable”. No es porque los dos hombres hayan empezado jugando al ajedrez (gana Faber) que debamos esperar una metáfora de chichinabo al estilo La diagonale du fou (Richard Dembo, 1984), y no es porque haya una mujer y dos hombres que debamos concluir hacia una psicología de impulsos regresivos y puertas cerradas tipo “juego de la verdad”. Tampoco las partes entreveradas de la “escena berlinesa” implican una mirada sociológica por parte de Thome. A los ojos de Thome, estas pistas solo tienen un interés: preparan al espectador para lo esencial.
Pero lo esencial no es el clima, ni el desenlace; lo esencial es más extraño. La euforia que el espectador experimenta a través de toda la última parte de la Mano en sombra (entrega del dinero, repartición del botín, separación de los cómplices, escena del aeropuerto, final del filme) se tiñe de inquietud, cuando no de angustia. Es la instrumentalidad del mundo (Zuhandenheit, como diría Heidegger) la que se entrega a nuestra contemplación enervada y a la cámara atenta de Martin Schäfer. Y es la instrumentalidad de los seres la que se le agrega fríamente. Como en Tati, Hawks o Rohmer, hay en Thome una fascinación ante un mundo donde todo, fatalmente, funciona. Con nosotros, contra nosotros, sin nosotros. Estamos lejos de la metafísica del grano de arena (humano) que gripa la máquina (inhumana). Estamos incluso más allá del escarnio del quien-pierde-gana: la risa final de Faber es una reanudación, aún más seca, de la de Mason al final de 5 Fingers (1952) de Mankiewicz.
La narración es un cohete portador. Cuanto más fuerte es el punto de partida (este “atraco informático” es una hermosa idea de guion), más rápido se pone el filme en órbita, luego en piñón libre, hasta llegar a la entropía del “cine puro”. Es necesario maravillar al espectador con un plan diabólico (que marcha), para acabar dándole a ver un coche que arranca (y que marcha) como un acontecimiento maravillante. Quien puede lo más puede lo menos.
¿Y qué hay de los personajes? Es aquí donde hay que volver a decir que Ganz “el bueno” y Zischler “el malo”, por su actitud irónica y diligente, por su forma de ser ─de todos modos─ inimputables losers, son los actores ideales para esta hermosa fábula. Sin moral.
P.D. Es Dominique Laffin quien interpreta el papel de Juliet y hay que decir con emoción que aquí estuvo también perfecta. El largo plano en el que ella gana en el casino es otro momento de cine puro.