141 Minutes from the Unfinished Sentence [141 perc a befejezetlen mondatból] (Zoltán Fábri, 1975)
LA CARTA
Un documento ha sido guardado celosamente por Laura el tiempo suficiente, y los hijos, en especial Désirée, empiezan a ansiar la lectura de palabras que sospechan aclararán uno o dos interrogantes, secretos a voces. A veces sentimos que unas cuantas letras nos ayudarán a volver a nacer. Llega el momento de la lectura. No abandonamos Dubrovnik, la luz que nos aleja de fatalismos húngaros enclavados en sótanos, camarillas pactando la siguiente bufonada bajo la cual comunicar al resto de Europa que la represión admite mil y dos metáforas excéntricas, una contramercancía pesada con la que el Bloque del Este ha llegado a manufacturar su propia galería de payasadas enmarañadas. Dubrovnik, la muralla, el mar, marido, padre, Parcen Nagy Károly, dieciséis años soportando un adulterio en el propio despacho donde escribe, oye pasar las horas, vemos una partitura ─Carl Czerny─, también a los hijos de Károly, a la mujer, Laura, y el objeto del adulterio, el arribista profesor Wavra, en verdad vemos una gran variedad de objetos, rostros y detalles, no me animo a decir bodegones, pronto nos damos cuenta, en todo caso, de que estamos viendo siempre lo mismo, y empieza a entrarnos una sensación rarificada en las entrañas, el despacho vacío, noche intuimos fría, pocas luces, un lugar de melancolía anulada, la cual ha llegado al final del recorrido, y ya no hace más que congelar el ánimo, empatía de montador, empatía de collage fervoroso, retornos Nicolas Roeg, retornos Muriel, reemplazando el entusiasmo izquierdista por la rescisión de esta clase demacrada en las cancelas del fin tras veinte años de aburrimiento, fingida apropiación de vínculos familiares que no son tales ─adulterio acaparador, confusión de linajes─, volvemos y nos despedimos del chófer, contemplamos el ridículo, sopesado, humillante hábito de nuestras dos décadas precedentes e intuimos, sabemos, que será así siempre. ¿Empatía? Ocho mil trabajadores en la cuerda floja, desfalcos a la luz del sol, fideicomisos como posibles solucionadores de problemas. Retratando estos pensamientos, Fábri atraviesa la refulgencia de aquellos nocturnos potentados cuya crisis transparenta tragedia, pizcas estentóreas de olor a ligeros remanentes de gomina y caspa, soledad en las alturas, se la pueden permitir los que caminan con bufanda mientras observan los hornos a distancia, y sin embargo su puesta en montaje transparenta una casuística sentimental inmovilizada, convicta. El leve retorno a esos objetos familiares que rodearon el lugar donde unos agujeros paralizaron el cuerpo del padre cambia cadencias y vuelve medio calculada, reencuadrada sin pérdidas involuntarias de raccord, la estructura enamorada de sí misma en la misma medida que las palabras de un suicida, nos suenan melosas y algo enviciadas hasta que recordamos que después de poner punto y final cogió una pistola y dijo aquí termino. Todo se siente como algo que ya ha pasado, ningún elemento original en la especie, las fugas van hacia aquello que no nos concierne más que en los leves vislumbres de mirilla, restos fastidiosos, provocadores, del juego amoroso de los amantes, una rata los mira al tiempo que su imperio alcanza su esplendor tras la Gran Guerra imitando en proporción inversa el arrasamiento de cualquier tipo de autoestima, corriendo hasta un punto intermedio donde el rencor hacia la amada, la indiferencia hacia los hijos, se transforman en una especie de honra hacia el enemigo ─Wavra─, paralelizado en afiches de cerveza, siempre resabido, formal, calculador, sonriente, por el amor de Dios, no es posible caminar un kilómetro a la redonda sin topar triplicadas, cuadruplicadas, las cosas que nos hacen querer introducir los dedos en la boca y llegar más allá de la campana para provocarnos dos o tres arcadas. Una comedia. La de los besos ajenos, los hijos de otros, esferas de reloj impertérritas que juntas con las caricias de los que ya no nos pertenecen, los objetos que ayudamos a crear, rubricar, expandir hasta traspasar el continente, todo tipo de iconos, terminan por echar abajo el sostén vital de Károly, revolviendo el rumbo de su dinero, ahora desviado al centro de propaganda antieslava, luego al Partido Comunista. Incluso marchito, el dinero seguirá siendo trastocado, por supuesto, al fascio. Colección de cigarrillos expirantes, horas muertas en las que reflexionar tribulado sobre esos disparos finales que nos rematan, un retrato fílmico, un vals, sucesión de los personales mártires, facsímiles de emoción, que conjuntan su interminable permanencia con el sincero desafecto transformado en respeto de ultratumba. Luego vendrá el mareo.
EL DESINTERESADO
Quien pasa los años conteniendo sus ademanes más violentos acaba siendo conducido al patíbulo, ejecutado tras el fin de una contienda cualquiera, barbado, una triste añadidura en el margen de la foto, alguien la recogerá en una caja de cartón décadas después, ahí desarraigada entre doscientas, fijará su mirada en ella y de cavilaciones emotivas quizá enrede la bruma mental si el día se le presenta vivaz en fulgores memorísticos, sentirá algo de pena por otro finado al que pone cara, pelos, algo que cubra su desnudez, ubicará el futuro encajonamiento del propio cuerpo y así la alteridad de los vivos para con los cadáveres retratados sufrirá un plus de lástima. Al volver a dejar la foto en la caja, quizá se ría. Parcen Nagy Lõrinc, hijo, el cadáver a tratar, desenterrado de la colección familiar, vio su paso por la tierra concluido diecisiete años antes de que su hermana, Désirée, falleciese en Dubrovnik. La fotografía se tomó tres días previos a la muerte de Lõrinc. El memento llegó a buen puerto gracias a Vidovics Miklós, insolente asesino casual, sabemos al menos que su gatillo gozó de buena facilidad al tratar de solventar una acusación de provocador, tras él mismo haber hecho poco más que provocar en un bar de entreguerras, alrededor de las diez de la noche, a los diversos proletarios necesitados de escuchar una canción en vez de las últimas noticias del canciller germano, expandiendo en un amanecer de patrulla incesante campos de concentración por la Europa del Este, Miklós no pudo resistirse, acompañado de dos asociados, a testimoniar la entrada de un cuerpo tan aventajado en modales y bravuconería como el suyo, debiéndole nada al término bolchevique, haciendo entender a las malas que el resto de comensales le debían demasiado, y que una corbata no era apropiada si se dignaban a tildarse así. Esto ocurría en Budapest, calle Csáki, minutos antes de que tuviese lugar un asesinato. Conocemos a personas con existencias tan traspasadas y aplanadas en una negativa incomprensible a hacer notar el escaso restante de resistencia que mora como aniñado niño inmaduro tales mentes, incapaz de salir debido a que se le ha rechazado una y otra vez, probablemente divisemos una tez de esta índole y nos semeje chata, subdesarrollada, sin la experiencia necesaria para encarnarse en algo más que un berrido, un pronto inconsecuente, tardío. Las costumbres tienden a apilarse de esta forma, un día estamos acostados mientras una mujer nos rodea el pecho y escucha latidos inconstantes productos de taquicardias irresolubles, demasiados electrocardiogramas hechos a deshoras, noches pasadas en inacabables listas de espera, ansiando ya que nos den el balance de calcio para volver a nuestros colchones y decir buenas noches o buenos días, al menos cerrar los ojos ante un techo que no huela a antisépticos. Sí, volvemos a la mano ansiada, que ya poco confía en la firmeza de nuestros latidos, y de repente ocurre lo inesperado. Los diez años apartados atacan sañosos, y no podemos librarnos de varias instantáneas cuando reinaban costumbres desdeñadas, dejadas de lado. No nos asola la imagen terminal de un suceso trágico, sino un deje consuetudinario que al venirnos impoluto y definido parece preguntarnos cómo es posible que pudiésemos vivir así antes, bajo ese sol, al abrigo de una luna croata, tapados bajo la carga deshonrosa de desfalcos y el peso inútil de ocho mil trabajadores a punto de comenzar algún tipo de huelga, víctimas de detectives visitando los jergones donde malamente duermen, prácticamente cada día les vigilan, y la astucia, agudeza, de los ricachos no ayuda ni compadece, es más, si compadece, termina inhabilitando primero, instigando regueros de hemoglobina luego. Teniendo esto en cuenta, el vaivén de decoraciones orgánicas y podridas no cesa de rodear al hijo, una carga extra heredada que envuelve con irreflexiva insolencia y languidez el tiempo perdido, filmar estos rincones, detalles, requiere disposición paciente, sagacidad de poeta sátiro, unas hojas escapan escalones abajo, espejo roto, estatuas acribilladas, la compañía inagotable del contable. Sin darse cuenta, empieza a versificarse el contorno que pisa, a la manera de un Manoel de Oliveira filmando la eterna reanudación de entes y vegetales que proporcionan esa radiante decadencia de sonata otoñal, las piedras que miraban a los que posaban para la fotografía, somieres vacíos, fuegos funerarios, sostén disfrazando el lento trabajo de los ciclos planetarios, sobrecarga de utensilios en los que depositar nuestra cenicienta anorexia anímica. Ahí circula aquel que no dio levantado la voz más que para delatar inútilmente en fichas fabriles a casi todo el personal, causando estupor en el superior ─la delación es nula, una broma jactanciosa previa a la dimisión voluntaria─, casi alentado en alas del estéril vaivén familiar de una comedia humana insufrible, imponiendo reinado de mujer sobreactuada, escenario ridículo donde el conocimiento de la acepción precisa del término bidé valdrá a buen recibo de instauración de reyerta secular entre abuela y madre.
LA MUECA
Escenas cubiertas por el manto de un velo rebajando grados de ocre nacional, al concernirnos la primera vez podremos pensar que duran un tiempo digamos prudente, reparando en rituales obligados, juicios, canciones infantiles, seducciones apresuradas, la segunda vuelta, constatamos que ninguna era muy extensa, y todas estaban superpuestas por la casi segura certeza de que en otro año pasado, cubierto en filtros sedosos, o futuro, enmarcado en fotografías mediante la voz de un narrador omnisciente, nos esperaba un revés de simplísimo y sucinto abigarramiento, paradoja que concede a Fábri los honores de un cronista sentimental cubierto en sátira de necesidad, no encontrado el malestar al cristalizar en turba, sino al escarbar juntando dos planos la frondosa verticalidad de un tiempo tendente a convertir biografías en dos líneas a pie de página, si vamos hacia atrás, el recuerdo se trabuca, vuelve tartamudeando, descarga neuropática trigeminizando un rostro sensible, varios cuerpos en el campo de visión listos para recibir unas cuantas balas, la memoria de homicidios ofuscados en bruma, el triste final de un obrero que supo establecer una transitoria paz en un tugurio de Budapest ─Béla Markot vuelve una y otra vez─, afiches de Törley envuelven su cuerpo desde el muro, la imagen se ha quedado inmovilizada con los disparos, pero no el punto de vista, y menos el influjo, si vamos hacia delante, nos convertimos en página de sucesos, álbum de necrófilos, tarde o temprano nos atraparán: la policía del régimen que gane la guerra, el recuerdo de una ciudad del sur en la que querremos pasar los últimos días, suerte tendremos si somos algo más que un anónimo sin nombre, suspendidos a medio camino el sueño y los blancos mentales de la cansina espera. Estrés del cohibido, avidez por volar varios cuerpos de carga redundante. Coagula esta mezcla un oriental teatro de difuntos, cremados vagan por la cabeza de Lõrinc, y Fábri no construye con ellos el armazón del filme, pero los arroja con poco permiso propagando un verso libre que no se contenta con realismo lato ni con un desabrido majareta desagradable saltando revoltoso, esperando ser censurado tres décadas, la extensividad del alcance situacional en estos ciento cuarenta y un minutos aporta un grano de arena en el panorama de unos particulares episodios nacionales, inmiscuyendo el tono de anécdotas dispares, reunificadas en el polvo de un bar en el que suena la Radio Budapest, antes o después de desenredarse uno de esos dos o tres accidentes violentos que provocan la caída, derrame de sangre o trauma para el mirador durante los años que encuadran la agresión hasta difundirse con una peculiar didáctica de odio en dirección perpendicular desde la muralla de Dubrovnik a los hornos de Budapest donde el ingeniero supervisor encargado de dar parte demostró no ser más que un compadecido miserable al encontrarse con el cadáver abrasado de un obrero entre miles de apellido Fischer.