UNA TUMBA PARA EL OJO

¿CUÁL ES TU NOMBRE HOY?

YÔICHI HIGASHI

Four Seasons: Natsuko [Shiki Natsuko] (1980)
Somebody’s Xylophone [Dareka no mokkin] (2016)

François Truffaut: Es realmente una pena que su película no recibiera ningún premio allí. Me gustó mucho.

Kirio Urayama: (Risas) Se lo agradezco. Pero si la película no recibió ningún premio, debe haber razones para que eso ocurriera.

Truffaut: La razón es porque ambos, tanto el jurado como el público, son perezosos. Todos están ocupados con los recibimientos y acaban verdaderamente agotados. Por eso las películas valientes yacen sin ser vistas, pasan desapercibidas. Tomemos por ejemplo una película como La isla desnuda [Hadaka no shima] (1960), de Kaneto Shindô. Es una película que no fue considerada como debería. Películas como Foundry Town [Kyûpora no aru machi] (Urayama, 1962), que tratan múltiples temas con talento y corrección y además lo hacen con un toque realista, no son bien valoradas por los festivales internacionales.

Conversación entre Truffaut y Urayama en la 15ª edición del Festival de Cannes (1962)
 

Somebody’s Xylophone [Dareka no mokkin] (Yôichi Higashi, 2016)

Somebody's Xylophone (Yôichi Higashi, 2016) - 1

1. ARRECIA LA TORMENTA, HORA DE ZARPAR A MAPEAR

Con su asalto maestro, pero también natural, al formato digital en 2010, Yôichi Higashi refrendaba ser el mayor superviviente del cine japonés de nuestros tiempos. Pese a haber dirigido desde 1963 unos veinticinco filmes, ninguna historia oficial y solo escasas listas a la sombra refieren su nombre en relación al pasado, al presente o al futuro del cine asiático. A las claras, cualquier espectador despierto que se digne a volcar una atención solícita a su carrera de filmes, tomando en cuenta la verticalidad de su trayectoria, podrá constatar una de las catatonias más flagrantes de la historiografía del cine moderno, no solo japonés, sino mundial, en el desconocimiento y la ignorancia de la obra de Higashi. Cuestiones como la lejanía geográfica, las dificultades de traducción bibliográfica que guarda el idioma japonés o la lógica mercantil que decide qué exhibir pueden explicar un tanto, pero no tamaño olvido. Sin embargo él, recalcitrante cineasta de hidalguía insobornable, experto pintor de interrogantes, profesional oficioso del medio moviéndose con soltura en la segmentada industria del cine nipón habiendo sabido colocarse durante décadas allí donde se le permitiera crear libre o, al menos, con personal anchura, sigue repartiendo, ajeno a los engañosos laureles de la repercusión y de la consideración allende sus fronteras natales, a cada nueva oportunidad, un inagotable maná de sapiencia fílmica. La acérrima defensa de Higashi, de un tipo particular de cine dramático que sentimos como patria interior, por el cual iríamos a la guerra hasta matar de apabullamiento argumentativo o agotamiento mental al interlocutor y que, como se percibe ante el creciente temor del lector ─no tan a salvo como a él le gustaría creer─, se nota estamos comenzando vertiginosamente a armar, sería una empresa que no osaríamos abordar tan intrépidos de no estar del todo persuadidos sobre que el último filme digital del octogenario Higashi, Somebody’s Xylophone (2016), abre una brecha. Desescombra nuevos caminos. Celebra viejas constataciones. En resumidas cuentas: revienta la piñata. ¿Quién se atrevería a proclamar, hace unos años, que el único medio de salvación del cine japonés provendría de una buena transfusión de sangre añeja? Afirmación que proferimos conscientes, aguerridos y resueltos como lo estaba Jacques Rivette cuando batallaba la ejemplaridad moral de Viaggio in Italia (Roberto Rossellini, 1954).
          A partir de ahora nos dirigiremos al lector de “usted”. Y lo haremos porque, en los últimos tiempos, notamos el aire como enrarecido. Al parecer se requiere mucha educación, y hacer gala de blanda mano izquierda, para charlando convencer a los cinéfilos ─hombres que creen saber demasiado, leídos hasta el amortajamiento─ sobre el descubrimiento de un filme, o de un cineasta, de envergadura maestra y que ellos aún no conocerían. Enseguida desconfían. A la mínima arrugan la nariz. Adoptan una pose, digámoslo así, condescendiente. Máxime si se trata de una tradición cinematográfica presuntamente tan bien documentada como la japonesa. No acaban de sentirse insultados porque no te creen. Casi que no quieren creerte, descubrir. Han olvidado abonar su conversación cinéfila con el dulce y fértil perfume de las excrecencias amicales, se refugian en parapetos de cánones legitimados por miles de firmas, décadas endureciendo su rancio anquilosamiento en mente egoísta, la del espectador menos dispuesto a echarse a la calle, hacer el trabajo, descubrir sus regocijos más allá del Mediterráneo; las brisas de la terraza bien sabido es que fortifican el temple, no lo dudamos, el caso es el siguiente: si arrecia la tormenta y no se ve usted obligado a batallar contra la tempestad, terminará olvidándose de mapear la carta náutica, y así, lo desconocido por inaccesible permanecerá en estado criogénico, en parte, por su condenada culpa. Alude a su guante blanco para lavarse las manos. No hay rencores. Le sugerimos levantar el culo de la butaca del festival local y sumar una cita en su calendario. No se preocupe por los gastos, corren a cuenta de los servidores. A continuación, nuestro devocionario para paganos, procurando abandonar afanes proselitistas en el rellano de la puerta, aun así, ansiosos, no lo negaremos, pues nos produce un placer indecible reintroducir en esta particular casa del cine al espectador desalojado por la sazón caprichosa de los años.

2. PECADOS NIPONES: ALGUNOS AÑOSOS, OTROS RECIÉN SALIDOS DEL ÚTERO

Para empezar, piense usted en la dificultad del desafío que se propone Higashi: capturar la rebeldía queda de una madre, esposa, mujer, reducida por vicisitudes en ama de casa apocada y melindrosa. En esta ocasión, el cineasta se muestra respetuoso en grado sumo, incluso recatado, sobre todo en lo concerniente a poner en escena los desvaríos reincidentes y la sexualidad perversa de la fémina (lo cual solo lograría dejarla ingratamente en evidencia). La contención con que Sayoko, nuestra ama de casa, habita el mundo, nos refiere el pasado de alguien, un animal humano reprendido por el peso de la organización de la existencia en jornadas, que ha aprendido a aplacar a la fuerza su descaro, quién sabe trocándolo en qué. Un modo de ser que quizá suponga una prolongación trastocada, el reverso, en una madurez femenina claudicante, de las dosis de insolencia juvenil que a otras mujeres representadas por Higashi les permitía cierta independencia, una promiscuidad asteroidal, aun gravitando con ofuscada fidelidad entre órbitas masculinas. Si no le ha quedado claro, piense en su mamá, cuando era vuesa merced un criajo. La recuerda entregándose a las tareas del hogar en silencio ─si era de aquellas en las que papá delegaba porque siempre trabajaba, o estaba de viaje─, y la contemplaba, querido interlocutor, con fascinación en las pupilas, pensando qué narices le pasaba por la cabeza a esa mujer, sonrisa suavecita, demonios internos, serenidad engañosa. Pero fíjese mejor: debido a erigirse ella misma en guardiana confesa de su impulsividad, la interioridad de Sayoko, por un poquito, se nos escapa, manteniéndosenos más en secreto, por ejemplo, que la de los personajes encarnados por Setsuko Karasuma en Four Seasons: Natsuko (1980) o Manon (1981). Allí, el descaro tunante de la actriz por saberse dueña sigilosa de su travesía goteaba los fotogramas y nuestro gozo. Aquí, en Somebody’s Xylophone, la cosa tiene algo de remedo inusitado: el cineasta elige vadear el flujo digital con cautela ante las profundidades serpenteantes que se insinúan. El espectador podría perder de vista el sendero y la brújula si la acuosidad del drama llegara a inundarle los párpados, acá no ha venido usted a que le hagan llorar; aléjese, flote con precaución ─parece susurrarnos el metraje─, pero no se olvide de aprovechar los remolinos, las corrientes a favor, que el río fílmico acaudala para su entera disposición, arrullando sus receptores diegéticos con cortesía. Tampoco se rinda demasiado pronto, pidiendo rescate, acabando por convertir su itinerario en inspección desde el helicóptero timorato. No, señor, ya nos sabemos de carrerilla el manual de la vida vista desde las alturas, en la lejanía fija. ¿Ha leído este adjetivo? Convirtámoslo en sustantivo: fijeza. Recuérdela bien, Higashi la mima, se aproxima a ella para escapar como de la expareja cuyas fotos acaban por enterrarse.
          Sayoko aparenta a primera vista, tal y como nos la presenta el cineasta, ser una clienta más del salón de belleza. Pero, tras su primera visita, la mujer nos sorprenderá extraviando en mirada perdida sus sentimientos por Yamada Kaito, su joven peluquero con novia al que en adelante acosará sibilinamente. Mientras que, por otro lado, entreviéndola en su casa, llegamos a creerla habitante convencida de la garita hogareña en la que atiende las necesidades de su parentela: su hija prepubescente y su marido, recién trasladado el núcleo familiar a los arrabales suburbanos. Aunque el trío de sangre comparte espacio para desarrollarse, las distintas oleadas en las que Higashi los embarca nos los adosa vagamente a los ojos, y presentimos juntos los cubículos invisibles que separan cualquier experiencia individual de la ajena: acumulación de perspicacias, intuiciones contradictorias, conmociones… Un lago de sentires donde uno se piensa sin pensarse, reflexiona a sabiendas, y remata no sabiendo qué hacer con sus emociones más que dejarse llevar por la corriente. Hay algo nuevo y algo añoso en el modo en que Higashi rehíla los hábitos de sus protagonistas.
          Respecto a lo nuevo, este digital le dará a usted la oportunidad de contemplar la vida sin miedo por el precio de la celulosa, aunque si pretende abusar de dicha tranquilidad perderá, junto al falsificante anhelo de una latitud intangible, el vaivén que nos aleja y aproxima al curso natural de los días. Céntrese, por favor, en la materialidad del presente. La solución del director pasa por indisponer la imagen digital, en igual medida, respecto del preciosismo ostentoso como de ofrecérnoslo desagradable, con modales hoscos. Ambos extremos enturbiarían de algún modo la capacidad de observación, la vividez del drama. Sin embargo, cuando la importancia de la escena recae en emociones aprehensibles o en un minuto concreto del día, entonces sí, se opta por trabajar hasta cierto punto con la luz, calibrando sin extenuarla su intensidad, plasmación y nivel de entrada. Evitando adornar o ensuciar, se siente lícito resaltar las horas azules donde los personajes creen, y nosotros con ellos, en una suerte de epifanía en miniatura, derroche de energía, un descubrimiento silencioso donde uno semeja batallar con la vida frente a frente. Instantes que discurren por el marco del encuadre tan diáfanos como la mirada entregada en pleno paseo marítimo de un amante al cual su prometida acaba de decirle por teléfono que la existencia la pasará con él. Dichos aspavientos los registra el director como conciudadano sensible a las enmiendas sentimentales de la mundanidad. Pequeños arreglos. Si uno se fija bien, comprometiéndose, podrá emocionarse, pero estos instantes carecen de aureola luminosa.
          No obstante ─y ahora preste atención, porque aquí viene lo para nosotros novedoso de verdad─, en la gran mayoría de escenas, cuando las personalidades se encuentran meramente enfundadas haciendo cosas, unas junto a otras, pareciendo ordinarias, los planos se deciden por arrasar al ojo con el espejismo de una imagen digital entregada al espectador sin revelado ni retoque aparente, dando una sensación de en bruto. El salón de belleza es fotografiado como las bombillas desnudas que, colgando del techo, lo iluminan: brutamente, sin pantallas, con aparente despreocupación estilo industrial. Y es bajo esta luz indiferente, abrupta, como conocemos el empleo de Kaito, ya en plena faena peinando con manifiesta habilidad a Sayoko, aún una desconocida para nosotros, de espaldas. El perfil de color brillante y crudo de la escena se funde con el acervo visual del espectador acostumbrado hoy, él mismo, a deglutir imágenes digitales molientes, atrayendo su percepción hacia un desangelamiento antiespectacular, cotidiano, que casi identificará con la materia prima hacia la que se acomodan los destinos de unas vidas que le podrían ser coetáneas. Lo moliente, por supuesto, es trabajado por detrás hasta el matiz más enano. Una generosa ilusión óptica de hacernos pensar que si en ese momento nos hallarámos nosotros en la peluquería escrutando la escena con una handycam podríamos haber conseguido imágenes de similar calado. El recinto derrocha la respuesta sensorial meridiana autónoma inherente a dichos salones, preocupa y amansa el espíritu esa instancia trivial. Créanos cuando le decimos que nos encantaría tenerle a usted delante ─después de que se haya dignado a ver la película, obviamente─ para preguntarle con desmesurado interés: ¿qué le provocan esos diversos saltos detalle a las manos de Kaito trabajando, al pelo de Sayoko, a las herramientas de peluquero cortando que, en general, le hacen rebasar a uno, por cercanía, la mera observación juiciosa, y consiguen inmiscuirlo fugazmente como espectador, sin acabar de sumergirlo, en un placer ubicuo? A nosotros, por un momento, nos parece que el roce de las tijeras se cohesiona realmente, como un milagro, con la charla de las demás clientas y nos embarga una noción, la de estar sobre el suelo, elevados en la silla, presintiendo en sordina las minúsculas turbaciones de la crónica del trabajador asalariado. Aunque rememorando la secuencia a la luz del final del filme, algo apesadumbrados por intuir un poco más lo que impele a la mujer a hacer lo que hace, nos sentimos reflejados también en el espejo doble cara que Kaito le ofrece a Sayoko en aras de obtener el visto bueno ante su primer corte de pelo en Mint, local al que la desdichada volverá hasta los últimos compases del desenlace, atraída por las virtudes de los trastornos circunscritos que una mamá puede tronar, sobre sus allegados, en su delimitado mundo suburbial, donde la manipulación del deseo ajeno se juega en ese tardar demasiado al ir a bajar la basura, en el paseo nocturno al que convoca una llamada interior sin intención de extraviarnos, más cerca del acondicionamiento hacia un bailoteo pícaro, malicioso lo justo, para con nuestras asunciones, las del prójimo y las reflexiones inconsecuentes en torno a ellas que rondan la mente de la ama de casa cuando vuelve al domicilio bajo la lluvia, paraguas en mano, cavilando para sí con la boca abierta.
          Respecto a lo añoso, si quiere usted tirar del hilo, comprender dónde florece el germen de este cine de la experiencia, deberá echar la vista atrás en la carrera de Higashi. Si no lo ha hecho, le conminamos, pues podemos asegurarle sin dudar que le aguardan muchas alegrías. El tercer largometraje de ficción del director, también el cuarto, iniciadores de un periodo de quehaceres con escasos parones hasta 2017, alinean parte de su espíritu con aquella segunda generación nuevaolera cuyas películas produjo y distribuyó hacia el último tercio de su vida comercial la Art Theatre Guild, estandarte del cine japonés independiente desde los sesenta. El aroma documental de Sâdo (1978) y No More Easy Life (1979), en sus filmes subsiguientes, va paulatinamente enriqueciendose con un aumento de los destellos de subjetividad, invitaciones al espectador a participar en el juego mental, en los mareos, en el fervor sexual, introducidos merced la incontinencia vital de sus personajes. Criado, cómodo, y a su vez, izando sus intereses cinematográficos en dirección a los vientos favorables de un funcionamiento industrial que privilegiaba la producción de un cine obligadamente permisivo, se le otorgó la oportunidad de filmar lo que quisiera, mientras hubiera cama, incluso flagelando hasta casi el trastorno ─Keshin (1986)─ los últimos coletazos de la explotación característica de la violencia rosa, cuya absoluta decadencia, por aquel entonces, parecía sobrevolarlo todo como un viejo manto regio apolillado. A cambio, Higashi nunca soltaría una observación sensualista de la paradoja social entre hombre y mujer: para llevar a cabo sus propuestas, durante los ochenta salteó productoras con probidad, para la Nikkatsu, redignificando en dicha década lo que habían sido los roman poruno en los 70, y también en la Toei ─asociada a otra variante pionera del filme erótico, introductora en la industria nipona de la palabra poruno─, perteneciendo a esa estirpe de cineastas que, como Toshiya Fujita en una retahíla de filmes en otoños equidistantes, o Kirio Urayama en sus dos últimos largos, retomaron el gusto por la materialidad de filmar las cosas más de cerca, tal como son, negociando esta instancia entre la fiable observabilidad de la realidad terrenal por parte del aparato y la conciencia desprotegida que tienen los personajes respecto a sus albures más inmediatos.
          Tras el rodeo, vuelva usted a cavilar en los momentos que siguen a la primera visita de Sayoko a la peluquería. El tacto en detalle de Kaito calará por entero la mañana de nuestra ama de casa, y ofrecida a ella la tarjeta para próximos contactos, su siguiente estancia será la terraza de un bar, en soledad, acompañada desde fuera de la diégesis por una pequeña pieza operística uncida a un poema de Pierre de Ronsard, Mignonne, allons voir si la rose. La partitura se introduce con la suavidad del viento agitando su cabellera, sin violentarla, orgullosa la dama de exhibirla ante el espacio abierto de su microcosmos, para ella la magnitud de un planeta. El cine de la experiencia que referimos se despliega así, como en esta escena, moviéndose entre espiarla y tentando de fundirse en ella. Se saborea el vino mientras la canción se disipa, ha prendido la chispa de la curiosidad, y el gustillo inconsciente por las tijeras cariñosas va tornándose poco a poco en ímpetu por mezclar, en alboroto de grato remilgo, las manos del esposo con las de Kaito ─fantasías voraces presentadas con dejo de amapola traviesa─; sigue un intercambio de mensajes que por parte del peluquero podría decirse que rebasan un tanto, no mucho, las estrategias típicas de fidelización de una clienta: enviará a Sayoko con el móvil una foto de su arma de samurái, las tijeras, mientras que de ella, para su perplejidad, recibirá una de su cama con la remota excusa de enseñarle su colchón nuevo. Qué cosquilleo y menudo regusto de temor se introduce en nuestro cuerpo cuando la santurrona mujercita empieza a hacerse notar, ¿verdad? Clavándose como una estatua negando la sal, encubriendo ya poco sus ansias por meter el embolao dentro de las cuatro paredes donde hace el amor, cuida a su hija, irrefrenable afán de traer a casa, con apacible rencor, la liada que menoscaba la aprendida usanza periódica, familiar. Espléndido revolcar a los demás en voz baja, cara de ángel. Las citas se amontonan, la practicalidad del peinado ya es lo de menos. Sayoko entregaría su mañana al diablo menos malvado por un pequeño retoque más, y luego negaría en canal la concesión, escudándose en su frágil figura para inquirir con ojos de bendita sabandija a la que se atreva a alterar su paz casera: la novia de Kaito, harta ya de tanto disimulado solaz.

Somebody's Xylophone (Yôichi Higashi, 2016) - 2

3. SE ESCAPAN LAS ÁNIMAS EN EL CRUCE DE CAMINOS

Una alarma bastante repajolera en su meticulosidad, recién instalada por el paterfamilias debido a sus inseguridades para con el bienestar físico de su clan femenil, desencadena un patetismo solapado. El enredo de Sayoko entre sus propios pensamientos nubla su mente hacia tales cumbres que después de volver a casa enfurruñada bajo la lluvia, y tapando su agudeza foniátrica el persistente ruido de unas hélices retumbando desde el cielo, tardará un tiempo en reparar que la alarma no ha sido aún desactivada. Le hará falta realizar una llamada de inmediato para que el cuerpo policial no se persone en su hogar. La electrónica capataz, una cortina de humo insuficiente para contener los pensamientos brotando aleatoriamente de los impulsos de psiques contrariadas, voces interiores que pueden asaltar el afuera según les rote, en registros diversos ─díscolas, deseantes, lamentosas…─, y es mediante su variedad como Higashi, de nuevo, rehúsa atenerse a cualquier tipo de firmeza, o a unos ejes cuadriculados mediante los cuales usted podría establecer la mecánica del filme pasados cinco minutos. Para su fortuna y la nuestra, eso no ocurre, queridísimo lector, las voces en off brotan con la espontaneidad de un aguacero impensado, sin atenerse como compañeras asignadas de cada personaje. Hace acto de presencia por primera vez cuando Kaito despide a Sayoko después de su primer corte de pelo, mientras le abre la puerta, en off su mente musita «aquella clienta tenía algo interesante»; reaparece con capricho, rechazando la unilateralidad, por ejemplo, cuando el propio peluquero, al encontrar unas fresas recién compradas en su rellano, nota adjunta, recuerda que la nueva clienta ha podido llegar hasta su casa porque él mismo le había sugerido pistas de la dirección. Este recuerdo, señalización pasada soltada en medio de una conversación casual, le vuelve en off, previo lamento a viva voz de lo idiota que es por hablar demasiado. Más de veinte minutos de metraje separan ambas apariciones extradiégeticas. Una prolijidad desarmante en su liberalismo, la mente vagabundea entre datos vagos, se queda en blanco, cruza el día sin articular un esbozo fuerte y reservado de anhelo específico. Ni usted ni nosotros nos relatamos como si perteneciésemos a una novela de Virginia Woolf, pero somos tan niñitos y caprichosos que no faltamos a la cita de releer en susurro cerebral los mensajes que mandamos por teléfono a alguien que tenemos lejos o al lado, y esto ocurre cuando, al borde de una reconciliación honesta de principios, o eso parece, pero incompleta y algo embustera atendiendo a los acontecimientos, entre Sayoko y su marido, ambos inician juntos en el sofá mediante los teléfonos un mensajeo recatado, para asegurarse de que todo va bien, un pienso demasiado en mi trabajo, otro perdona por los problemas que te haya causado… Solo faltaría un hazme el favor de no mirarme a la cara mientras me disculpo con gazmoñería, quizá me sonroje. Ciertamente, asistimos a la representación de una farsa. Sin embargo, comprenderemos su debilidad, también usted, nosotros, hemos pasado por momentos en que, aun queriéndolo, no supimos hacerlo mejor. Eso sí, el intercambio termina con las manos de la pareja apoyadas en la pierna del otro. Los pequeños concordatos ordinarios los conocemos bien, nos hacen sentir menos indispuestos, aunque también aumentan el malestar cuando pasan las horas. Tranquiliza posponer el grito que nos eche de casa…
          …pero somos tan lascivos y herméticos que no podemos evitar ─¿qué sería de la vida sin una pizca de inmoralidad soterrada?─ jugar un poquito después de la ordalía. Sayoko, habiendo pasado el itinerario de pacífica persecución a Kaito, de vuelta al dormitorio, dibuja sobre la espalda de su consorte líneas invisibles sobre su espalda. Ella escribe con «símbolos indescifrables, solo estos pueden transmitir sentimientos importantes». Otra vez tus enigmas, dirá el marido. La esposa, más sensual en su impenetrabilidad que en cualquier otro momento del filme, sabiendo ya el precio de traspasar la frontera de lo permisible a la hora de sentir y mostrarlo en el circuito de la vida pública, afirmará con voz cariñosa que las mujeres deben hacer uso de los enigmas a veces. Quedémonos con eso, durmamos el sueño de la tenue desazón, otro fantasma imaginario con el que establecer un límite: gracias a este perímetro, cuando nos perdemos en medio de la noche, como el padre a mitad del metraje, y nos embarga la candela de la exquisita vacilación. Esa madrugada el marido de Sayoko no hará el amor con una prostituta, la dama dichosa escapa a tal denominación. En un tiro de plano desde el borde de la cama ─que ya habíamos presenciado antes, recogiendo los pies Kaito y su novia (paralelismos que denotan una misma búsqueda candorosa, sin culpa, hacia una fuente de calor)─, el marido de Sayoko rozará los suyos por debajo de las sábanas hoteleras con los de una mujer cuyo nombre hoy es Kaoru. Mañana no sabe cuál será. Ahí lo tiene, estimado leedor, su reverso, la entrega sin coartadas a la subsistencia precaria sin pared con alarma, Kaoru hoy, pasado Dios dirá, habita Japón del otro lado del perímetro, su inclusión en el filme supone la encarnación del interrogante determinante para el varón de la familia, y algo desconcertado tras su segundo encuentro con ella, decide, por el momento, volver al nido.
          Sayoko, por su parte, hace volar la imaginación hacia una casa en la que reside un signo de vida. La cámara la registra en dos planos, uno abierto en general, retrocediendo marcha atrás, y otro mucho más cerrado, por encima del nivel del suelo, encaramándose hacia la ventana del segundo piso donde la mujer se imagina a alguien golpeteando al azar las teclas de un xilófono. Vuela la memoria de Sayoko por contados segundos, ni grado de iluminación mayor alcanzan, como tampoco el ya mencionado masaje imaginario por parte de Kaito y su marido, pero sí se acercan a una suerte de mano invisible acariciando la biografía en presente, a la vez viajando a diversos puntos del tiempo y la apetencia, de los seres humanos registrados en la ebullición ambigua de sus querencias. Recostada una noche cualquiera con su marido, que no acepta más que caricias, el recuerdo de la casa vuelve, y el registro se limita al plano cerrado, entrometiéndose con reserva hacia el cortinaje movido con levedad por la brisa, el ruido del xilófono se acrecienta sin atronar, y Sayoko reflexiona sobre la música que la instrumentista estaba buscando dentro de ella, la música en la que buscaba convertirse. No funcionó. Y la niña es ella. La niña era ella. Retornamos a Sayoko en la cama, alcoba tempestuosa, y la escena concluye con el vestido de Gothic Lolita siendo guardado en una bolsa, recién comprado por virtud antojosa a la novia de Kaito, dejado ver al marido como sin querer, pronto devuelto en el portal del joven, arrepentida del impulso. El leve onirismo de Higashi no choca con la realidad como si quisiese darle un codazo, a modo de regaño, dura poquito, silba con la liviandad requerida para que, al volver del ensueño dudoso a la tenue luz del día o la madrugada en penumbra, el traspaso, restitución en el paso natural de los segundos, terminemos embargados por una vaporosa emoción, como saliendo de una pota en cocción; poco hay que explicar aquí, regresamos después de permitirnos volar con nuestros empeños, y el reintegro jamás nos deja indiferentes. ¿Por qué Kaito no cortó por lo sano la persecución de Sayoko? ¿Acaso le recordaba a su madre? ¿Qué intentaba el joven desahogar con el deporte? ¿Y el pincho que saca de la caja, la peligrosidad que ahí nos insinúa, después de dejarlo con la novia? Tras el agolpamiento de los misterios que amenazan echar la puerta abajo, concordará usted con nosotros en que necesitamos algo que se traspase. Para nuestra tranquilidad, se nos lega el pequeño salto a la madurez de la hija del matrimonio, el personaje al que todos le niegan agencia, tener derecho a juzgar, aunque resulte ser quien más sufre las consecuencias; también una última aparición de Yui, la exnovia de Kaito, después de haber cortado con él, prolongando su coexistencia con los hombres en una pequeña escena en el bar Owl sin más importancia que la de mostrárnosla saliendo adelante. Necesitamos una sábana, que alguien nos cubra al destaparnos mientras dormitamos, pues queremos seguir soñando hasta que suene el despertador. Esto Higashi lo sabe también: Sayoko procede a echar una bien ganada siesta en los últimos segundos del metraje, y de la nada, en un plano nadir, cae del techo una sábana que comenzará a escalar por el sofá hasta arroparla. Dulces sueños, Sayoko, que la fortuna te sea grata y, al menos, halles esa música, seas esa música, mientras duermes, arrebozada por la lisonjería del trémolo. Tu rosa de ropaje púrpura no habrá trocado en ruina los pliegues de su atuendo purpurina, cuyo tinte semeja tu arrebol. La percusión alentará tus días venideros.

Somebody's Xylophone (Yôichi Higashi, 2016) - 3

 

BIBLIOGRAFÍA

Deux ou trois choses que je sais d’ATG

RONSARD, Pierre de. Mignonne, allons voir si la rose.

 

Somebody's Xylophone (Yôichi Higashi, 2016) - 4

 

PETER THOMPSON: ITINERARIO DE RUTA

ESPECIAL PETER THOMPSON

Poética de los anónimos; por Jean-Claude Biette
Two Portraits (1982)
Universal Hotel (1986), Universal Citizen (1987)
El movimiento (2003)
Lowlands (2009)
Peter Thompson: Itinerario de ruta

LOS AÑOS DE LA REVELACIÓN

Let teachers and priests and philosophers brood over questions of reality and illusion. I know this: if life is illusion, then I am no less an illusion, and being thus, the illusion is real to me. I live, I burn with life, I love, I slay, and am content….

Queen of the Black Coast, Robert E. Howard

El descubrimiento de un cineasta por el que se acaba sintiendo devoción es uno de los bienes más preciados en la cinefilia. Primavera de 2016, no tenía conocimiento de un nombre particular: Peter Thompson. Fue en un curso específico, impartido por Jonathan Rosenbaum, con la ocasión de la segunda edición del festival Filmadrid, donde lo descubrí como director, primer día de clase, 6 de junio, lunes. Ahí, una sala abarrotada pudo ver, en un DVD, Two Portraits (1982), Universal Hotel (1986) y Universal Citizen (1987). La conmoción, vasta, iba creciendo con el paso de los minutos. Al terminar el tercer filme, estaba unido, bisoño, a una persona que durante los múltiples derroteros de mi vida anterior residió en negrura. Torné al tónico hotel esa noche, encandilado por la probabilidad de volver a aquellos fotogramas, y me llevé la decepción, unida a la constatación, de advertir que un determinado trabajo no se había llevado a cabo. Thompson parecía no existir para la gran mayoría de la cinefilia. Era casi ficticio acceder a sus filmes en España, a excepción de Universal Hotel, que revisé entusiasmado. En mi cabeza resonaban las imágenes de Universal Citizen, llevadas en mí tres años desde entonces como un secreto deseoso de ser repartido con el resto. En ese intervalo de tiempo tan efímero, aquella película había suturado algunas grietas que yo veía surgir en el territorio del cine, sugerido una manera de subsistir, soñar, filmar… Celuloide de enseñanzas morales indirectas, júbilo por estar en el planeta compartiendo la intermitencia de la vida. Esos tres abriles venideros llevé conmigo, en diversos viajes, imágenes cambiantes en mi mente: ruinas guatemaltecas, un rostro de mujer congelado a través de diferentes superposiciones, el canto de una niña maya. Fue el 2 de octubre de 2019, miércoles, cuando pensé en intentar de nuevo encontrarlas, habiendo retornado los fotogramas de esos filmes a mi pensamiento. Éxito inesperado y pequeña rabia al no haber buscado con la debida atención. Todas las películas se podían adquirir en Vimeo pagando un precio renacuajo en comparación con la alegría proporcionada. Así, regresé a la obra de Thompson y pude ojear los dos filmes restantes, El movimiento (2003) y Lowlands (2009).
          Al rematar la cita, comenzó una deuda para con el cineasta, retornar algo de lo regalado, en forma de palabras, una tentativa de rememoración escrita de las emociones y sensaciones que su obra, tan confidencial, llena de sigilos, elipsis, empero generosa, cándida, me había otorgado. La bibliografía era prácticamente nula. El trabajo se tendría que empezar desde un lugar cercano al cero, y la casa debería construirse partiendo del suelo. Dado que no se había posado apenas el pensamiento escrito sobre su cine (o casi nadie había dejado constancia), uno tiene la necesidad de no excederse de la línea, cumplir con las obligaciones de un programa de desentierro, procurar describir la vibración de los metrajes, las conexiones uniendo cinco filmes, los vínculos que fusionan a Thompson con la historia del cine, furtivos. Dejar constancia, menudencias aparte, de un hecho: esas películas existen, y han hollado la mirada de una persona.
          La luz del secreto se alumbrará, evitando quebrarlo, habiendo dado unos cuantos pasos, recorrido un buen trecho. En los escritos, en el cine, a veces es conveniente no ofrecerlo todo de primeras, ceder la revelación al aire y, poco a poco, si este relato ha sido en alguna medida provechoso, irla destapando para el lector. A fin de cuentas, uno solo quiere introducir el deseo de llegar, como yo lo hice hace más de un lustro, a unas películas tapadas sin mesura merced al desconocimiento y el olvido. Con el ademán de Thompson, comenzamos caminando ciegos, pero manteniendo un poco de fe, conseguiremos abrir los párpados.

EXHUMAR LOS FOTOGRAMAS

Programa de desentierro y rastreo, el primer impulso azotando el raciocinio del crítico, el corazón del teórico, ansiosos por quitar el polvo de los viejos escritos, aliviar la agonía del celuloide para transportarlo del almacén a la Historia. Existen aberturas palpables, trechos en los que todavía es posible perderse, superficies, lesionadas o abocadas a la entropía, sobre las que vagar impávidos. Un primer paso, entonces, viene vinculado a un nombre, Peter Hunt Thompson (1944-2013), secciones en el tiempo que nunca fueron borradas de los libros, ya que rara vez se las inscribió en ellos. Programar, prevenir del desvanecimiento a un añico de mundo. Fechar la cronología, como el cineasta tuvo a buen recaudo hacer con cada trivial dato que conformó la vida de su padre, Tommy Thompson (febrero de 1896-abril de 1979), culminada en muerte premeditada. Conviene, dada la afanosa faena, ir paso a paso, filme a filme, y detenerse en los fotogramas, estancar la detención, dar cuenta de lo que los minutos registrados recuperan, ser conscientes de las ausencias que el movimiento de los planos va dejando tras de sí. Esperas entre obra y obra, elipsis dentro de la diégesis, espejamientos tratando de hermanar, sin por ello pudrir, los vínculos entre la palabra y la imagen. Un fotograma retorna para adquirir nuevos jadeos después de haberse perdido en el laberinto del tiempo fílmico y resuena en nosotros la resignificación insobornable que, palabra tras palabra, aspiramos transferir al pasaje escrito.
          Cuestión de binomios, dentro del propio corpus fílmico y refiriéndonos a este como un todo. El todo: Two Portraits, dividida en Anything Else y Shooting Scripts, Universal Hotel/Universal Citizen, El movimiento y Lowlands. El interior: deshielo emocional, de Dachau a Guatemala, incluyendo a Johannes Vermeer (1632-1675), represor, tendente a producir fueras de campo con sus dedos en esta historia, y Catharina Bolnes (1631-1687), resistente, proclive a la protección de lo que sus manos puedan hacer perdurar. Una línea que trazamos a lo largo del montaje; anonimato histórico manifestado y traído de vuelta en forma de fotografías (cineasta-hermeneuta) y dibujos (Tauber en las tintas) de la II Guerra Mundial, una niña maya adoptada (María) afincada en Guatemala encuentra la salvación de la Historia en forma de correspondencia con Vanessa, puertorriqueña domiciliada en Chicago, prohijada por Thompson y Mary Dougherty, su mujer, psicoanalista fiel a Carl Gustav Jung.
          El sueño del cineasta unido al de sus amigos, pero también el del sujeto de pruebas en Dachau y la postrera alucinación mísera de la esposa del pintor europeo, viéndose despojada poco a poco de sus pertenencias, a la deriva, la pesadilla de la desmaterialización. El cineasta vive bajo la bienaventurada ilusión de acoplar su pensamiento al del otro, convirtiendo los procesamientos de la memoria en fotogramas; las ideas cuales sellos que ponen en funcionamiento el tren, traquetean sobre los raíles, canalizan lo mental a la realidad. Todos pasan por la vigilia y nos relatan, fábula, fotograma o dibujo mediante, lo que su inconsciente ha proclamado en duermevela, de tal forma que no solo rastreamos las huellas de los zapatos o pies descalzos aplastando la tierra, sino las del encéfalo; estas últimas, indirectamente, asimismo labrarán el suelo –noción de colectividad alejada de delirios y empeñada en des-individuar a la personalidad del ego, la imagen del egocentrismo–. Urdimbres de alucinaciones se entremezclan en comunión, sin cristalizarse en motivo inmediato, pero sí ayudando a reunificar una cierta manera de estar en el mundo, amaneciendo con el tacto de la narcosis y trabajando a la candela del pensamiento: soñar mientras se trabaja y trabajar mientras se sueña. ¿La cabeza en la luna? No, la mente en la tierra.
          La herencia traspasada en la guerra franco-neerlandesa, del pintor a su esposa. Sin embargo, Don Chabo, chamán maya residente de Yucatán, lega a William F. Hanks, lingüista y antropólogo estadounidense, mucho más que bienes materiales: toma a este como aprendiz, intenta, con palabras y gestos, transmitir durante años, entre la madera y la hierba mexicana, cómo existe en las ruinas de su microcosmos y los métodos de curación espiritual que pone en práctica día tras día. La cámara participativa de Thompson recoge cada una de estas lecciones entretanto las personas se convierten en personajes, trastocando sus personalidades en roles, erigiéndose ellos mismos en codirectores. Lo que pervive en los documentos o azulejos abajo es lo que el cineasta extrae y registra vía grabación o montaje, recolección de imágenes mediante. De repente, nos convertimos en beneficiarios de la Historia, puesta en yuxtaposición gracias a ese fino hilo que recorre las décadas, obligada a chocar cuando una voz contradice la imagen; Guatemala recupera las estelas de los indios mayas, habitantes de Tayasal, el último baluarte de su imperio, y esa hebra da cuenta de la transmisión y los reflejos que se producen entre los siglos (el caballo de piedra tallado por los mayas y el anillo de plata negra que el hijo pierde en el lago Peten Itza).
          Entre-imágenes, el negro o la foto, la detención, unas veces manifestada de manera evidente en Universal Hotel y otras subrepticiamente en los lapsos de tiempo que separan un periodo histórico del otro; la imagen suele impugnar la palabra (Lowlands). ¿Qué ocurre en el interior del transcurso fílmico cuando se cambian los formatos, se introduce el congelamiento (la oposición al deshielo)? Se crean oposiciones, que no dualidades, se magnifica una cosmogonía donde el cineasta, ávido ensamblador de la materia y el inconsciente (alejados por oportunistas) se mueve y participa, dejando participar, no permitiendo el desfallecimiento de su huella.
          De entrada, rastreo. Hace falta viajar en busca del intersticio, obviar el destino fijado, y convertirse en hermeneutas, prestando especial atención, o en igual medida, a lo que nos dicen los archivos y lo expresado por los sueños. Estas palabras se entrelazan, las une y fractura una voz, la de Thompson, que musicaliza los vacíos, contrapuntea el ajetreo de los planos. Dentro de la cronología y con detenciones elocuentes en la jornada. Recapitulamos para justificar la no-sumisión de estos filmes a un único concepto, el rechazo a la analogía forzada; cuando se trata de exhumar, más nos vale escribir con una mirada cercana (Zunzunegui), combinando la visión global y el detallismo microscópico si la ocasión lo merece. He ahí el motivo de que, en primera instancia, optásemos por ir filme a filme, desgranando las diversas capas de sentido, que no significados, puestas en marcha anejas al découpage y los cortes; Straub afirmaba: los “encuadres que se vacían”, no sé lo que son. Les compete a ustedes saberlo. Puedo decir que es un elemento del ritmo. Es todo. Y estos ritmos adquieren no un “significado”, sino un “sentido”, esto está claro. Una vez hecho este trabajo de recuperación de fotogramas, atendiendo a cómo estos van recobrando las cuestiones anteriormente mencionadas de cronología, binomios, sueños, herencia y entre-imágenes, asiendo los pocos datos biográficos que puedan resultar pertinentes en el rescate de un cineasta, se ha intentado dar una visión de conjunto para, al fin, enmarcar en los libros lo que hasta ahora ni se había suprimido de ellos. El primer paso es dar a ver, y luego otros ya se lanzarán a interpretar. Las dos operaciones están más cerca de lo imaginado, de la misma forma que bajo dos azulejos a los que el cineasta solía mirar incansablemente de pequeño se escondían todas las miserias de Catharina Bolnes, las violaciones como política de guerra en los Países Bajos, Delft durante la II Guerra Mundial y un testimonio para el Tribunal Penal Internacional en La Haya, enjuiciando a un criminal serbobosnio.

ATURDIDOS AL ENCENDERSE LAS LUCES

Los filmes de Thompson me han permitido una suerte de redención y vuelta a empezar, pronosticar que el cine instaura una tabula rasa y, al mismo tiempo, me emplaza dentro de una saga que continúa aún hoy. La oscuridad en la que los ojos miran sirve de hogar a los huérfanos y niños perdidos. Acaso necesite más tiempo para desandar mis pasos y volver al punto de partida, darme cuenta de que solo empecé a patear con la esperanza de encontrar una sombra en el otro extremo de la vereda. Dos emociones: alegría por dejarme ir y tristeza por sentir que quizá nunca logre encontrarla. El cine de Thompson roba algo del espectador, le familiariza tanto con el mundo de espectros que termina cambiando. No es un trueque negativo, es bueno que un cuerpo dé algo a cambio cuando otro necesita de él. Dos cuerpos en interrelación: el mío y el de su cine, tensionados en virtud de los ojos. Mi historia con el cine de Thompson ha sido también la de una relación de pareja, aprendiendo a respetar los límites, secretos y momentos de intimidad de mi compañero. No quiero verlo todo ni deseo tenerlo todo. Que me permita ver de vez en cuando algunas cosas me basta. Observar sus filmes es tensionar la mirada, ceder, dejarse ir viendo una serie de reflejos dejándose ir. En comunión, nos deslizamos a mitad de la experiencia. Crecemos y maduramos dentro de ese baile del ojo, salimos cambiados y después nos miramos en silencio. Sabemos que algo ha trocado, la ceremonia nos ha transformado. La culpable ha sido la noche, enredadera de luces y sombras, bailongo de fotogramas y píxeles trenzándose sobre la tela, en la pantalla, encantados y hechizados por la estuosa vibración.

Lowlands Peter Thompson Itinerario de ruta

A Peter, Mary y Will

BIBLIOGRAFÍA

Los filmes de Peter Thompson, en Vimeo

Chicago Media Works

EL UNIVERSO EN SUS MANOS

ESPECIAL PETER THOMPSON

Poética de los anónimos; por Jean-Claude Biette
Two Portraits (1982)
Universal Hotel (1986), Universal Citizen (1987)
El movimiento (2003)
Lowlands (2009)
Peter Thompson: Itinerario de ruta

Two Portraits (Peter Thompson, 1982)

Anything Else (A Portrait of Tommy Thompson)

Una algoritmia mudable renueva los interludios entre ciclos temporales; nada comienza el 13 de febrero de 1896 y nada termina el 3 de abril de 1979, salvo que el cineasta, cosa dudable, juegue con los 8 mm para agotar la existencia. Peter Thompson, hijo despojado de la filiación paterna, encuentra 12 segundos de película, posteriormente tensados a casi 15 minutos. Una pequeña tregua, rivalizando con descaro el óbito, tiene lugar en el transcurso de unos pocos pasos que acercan un cuerpo, ya fallecido, en las manos del hijo, del final de un pasillo de cualquier aeropuerto al objetivo de la cámara, clausurando el plano, partido en dos, con unos ojos cerrándose, porque no necesitan más del vástago, digno heredero: pierde el anillo paterno bajo el lago Peten Itza pero se redime, antes o después de la expiración, tramando la filiación eterna. Sabe muy bien que el despliegue ocurre en las coaliciones entreveradas de una vida marcada por la aritmética: miembro de la Ciencia Cristiana durante 62 años, 39 viviendo con una condición médica a causa de motivos religiosos (calculando, el achaque comenzó en 1919 y finalizó en 1958 cuando, siguiendo el deseo de su mujer, se operó y canceló la militancia), 41 primaveras y 271 días casado (haciendo conjeturas, desde 1935), de las cuales transcurrieron 22 hasta la intervención que mató dicha dolencia. 63 años después de su expulsión de la universidad, no volvió a tocar el motivo de su destitución, la bebida, ni las drogas, hasta que retomó ambas en 1979, dos días de abril, el 1 y el 3. ¿Deceso? Nada de eso, detención unida irreversiblemente a la inscripción. En medio de la caminata, desde el plano general al primerísimo primer plano, el filmador introduce otra imagen ─minuto 10:20─ acompañada de una conversación mediada por la borrosa voz de Tommy y las insistentes dicciones de su mujer, Betty. Cuesta arriba, un día cualquiera, perseverando, sin dar cuenta del dolor a nadie, hasta que las escaleras llegan a su término ─minuto 12:51─. Al traspasar el corte, se incrusta el rostro del padre, partido por la cámara en la parte superior, sonriendo, disminuyendo con el avance la profundidad de campo.

Shooting Scripts (A Portrait of Betty Thompson)

El verde del aeropuerto es reemplazado por el de un muro. La puesta de sol va cerniendo de oscuridad a Betty, dormida en una silla, mientras en off escuchamos su diario. La veracidad de los fotogramas se inscribe en los cambios lumínicos que anochecen el cuerpo y el jardín, o crea movimientos cuyo manifiesto toma la forma de ligeros balanceos. El sonido de la naturaleza nos llegará al final de la ensoñación, la cual ha transportado el pensamiento de la mujer a través de deseos de exilio a Europa, convenientemente asistida, recapitulaciones obreras sobre los objetivos y medios necesarios para aprehenderlos, aseveraciones irónicas acerca de la incapacidad aristocrática de los EUA para transmitir orden social; la vida como un reloj de arena, sueños de felicidad ─presente─ y visiones de esperanza ─futuro─. Casi 9 minutos destensados. El tejido del tiempo se cierne sobre los desposados y la contraposición entre unos ojos que se cierran y otros recién abiertos nos asegura que nada sucumbe en la transmutación, aunque no esté exenta la posibilidad de desfallecimiento del rollo material que un descendiente recuperó, obteniendo por el camino, más que un panegírico fílmico, unos cuantos hilos más de urdimbre incalculable.

Peter Thompson Two Portraits 1

Peter Thompson Two Portraits 2

BIBLIOGRAFÍA

Los filmes de Peter Thompson, en Vimeo

Chicago Media Works

HERENCIA CHAMÁNICA

ESPECIAL PETER THOMPSON

Poética de los anónimos; por Jean-Claude Biette
Two Portraits (1982)
Universal Hotel (1986), Universal Citizen (1987)
El movimiento (2003)
Lowlands (2009)
Peter Thompson: Itinerario de ruta

El movimiento (Peter Thompson, 2003)

 

El movimiento (Peter Thompson, 2003) - 1

 

«Durante el viaje cuidaba lo mejor que podía al gigante patagón que estaba a bordo, preguntándole por medio de una especie de pantomima el nombre de varios objetos en su idioma, de manera que llegué a formar un pequeño vocabulario: a lo que estaba tan acostumbrado que apenas me veía tomar el papel y la pluma, cuando venía a decirme el nombre de los objetos que tenía delante de mí y el de las maniobras que veía hacer. Entre otras, nos enseñó la manera con que se encendía fuego en su país, esto es, frotando un pedazo de palo puntiagudo contra otro, hasta que el fuego se produzca en una especie de corteza de árbol que se coloca entre los dos pedazos de madera. Un día que le mostraba la cruz y que yo la besaba, me dio a entender por señas que Setebos me entraría al cuerpo y me haría reventar. Cuando en su última enfermedad se sintió a punto de morir, pidió la cruz y la besó, rogándonos que le bautizáramos; lo que hicimos dándole el nombre de Pablo».

Primo viaggio intorno al globo terracqueo (1524), Antonio Pigafetta

 

A lo largo del tiempo, uno espera, mientras filma, que se produzca también una alteración tangible en la contextura de su mundo. El movimiento consta como el filme más largo de Peter Thompson ─una hora, veinticuatro minutos, catorce segundos─, así como el que más plazo le llevó finalizar ─el rodaje abarca, como mínimo, siete años de registros─, pues el objeto de su atención requería de la sedimentación consentida por los procesos naturales de erosión, de la gravedad que asienta el paso de los días, semanas, meses, años, para que algo pudiese florecer en su espíritu, fructificar luego en la mesa de montaje, finalmente, tras la maduración y ordenación cinematográficas, devenir una energía apta para ser compartida con el resto. Si hay un filme del chicagüense que pone especial énfasis en lo que puede legarse a través del entendimiento recíproco, las concurrencias afortunadas, es este. Aquí, lo oscilante del movimiento concierne a un estrecho vínculo precioso entre el aparato de filmación, la indeleble huella fílmica que supone para el mundo inscripto y las relaciones familiares, confraternas o de maestro-aprendiz que, a la sazón del tiempo, se solidifican y revelan como el sincretismo que puebla el mundo, cimentadas en el traspaso ritual de experiencias vitales, lecciones cultivadas y ensueños compartidos.
          Para los involucrados en la experiencia de rodaje de Thompson ─caracterizada por métodos poco invasivos, a comentar en breve─, todo ello tiene lugar en las postrimerías del siglo XX, de 1990 a 1997. Sin embargo, estos siete años de visitas a Sudamérica serán atravesados sin cesar por el pasado acaecido y el futuro proyectado del continente, cuando, a principios del siglo XVI, en concreto, en 1511, al sureste de la península mesoamericana comenzaron a extenderse las chispas producto del choque entre civilizaciones distintas: un roce perpetuo hasta todavía hoy por siempre, el mestizaje pedagógico y social brotado de la acometida colonizadora. La voz en off dramatizada de Ernesto Escalante Ruiz tiene a buen recaudo situar el comienzo del filme justo en ese entonces, aunque la imagen nos muestre, por el contrario, a través de un trípode motorizado, la impresión de dos panorámicas que efectúan sendas vueltas completas sobre un mercado detenido de Oxkutzcab en el que el cineasta hará dos apariciones, la última de ellas, al cierre del círculo. Para no reincidir en los errores del pasado, evitaremos cualquier posible malentendido en la traducción, y remitiéndonos al carácter fundacional del texto, transcribiremos las palabras de la Crónica de Chic Xulub (1562) referidas por Thompson:

When the Spanish ship first arrived and the Spaniards set his feet and turned his eye on this land, Mayan merchants came where he had cast anchor, and they saw the white banners waving and were asked in Spanish if they were baptized.
          But the Mayan merchants did not understand Spanish and they said “Matan c’ubah than”, which means “We do not understand your language”. And the Spaniard asked: «What is this place called?» and we answered “Matan c’ubah than”. And the Spaniard said «“Yucatan”, we should call this place “Yucatan”». And the Mayan merchants said «Yes, that’s it: “Matan c’ubah than” (We do not understand your language)».
          And so this place here, our land, which we call the land of the pheasant and of the deer, the land of the ordered cycles, came to be called “Yucatan”. (1)

Transportando el foco de atención cuatro siglos avante en la historia, retornamos a la cuestión del movimiento planteada en el arranque. Los principales ejes que hilvanarán esta mecedura unen al cineasta Thompson con su amigo William F. Hanks, antropólogo y lingüista de la universidad de Berkeley, aprendiz a su vez del chamán Don Chabo, residente en Yucatán. ¿Quién es Don Chabo? William, desde hace trece años discípulo del hechicero, nos lo intenta explicar mediante diferentes testimonios a cámara condensados en unas superposiciones casi invisibles. Thompson, como su condiscípulo, se inicia en los ritos mistéricos encargándose de registrar la fundamental cuestión puesta en juego: cómo inventariar la actividad diaria de Don Chabo consistente en diversos métodos de curación espiritual, ofrendando a todo aquel que presencie este metraje, necesariamente alguien viviendo sobre la tierra tras la muerte del chamán, una serie de encuadres lo bastante circunspectos como para transmitir al espectador, cuanto menos, una ligera idea de la meticulosidad, minucias y sentimientos, fuerzas que se alzan a diario, en cada una de las sesiones o jornadas de curación espiritual. Un diverso número de pacientes, vecinos afligidos con nervios que no dan piedad, más allá de toda cura, convocan diagnósticos de enfermedades miasmáticas de intrusión, posesiones satánicas ante las que el curador siente, al intentar contactar con el aura del cuerpo físico, la descarga de una valla eléctrica, estómagos inquietos ardiendo; la fisiología inclemente arrojando vidas por la borda.
          Tomas ─cabe resaltar, supervisadas y acreditadas por el curandero, en absoluto legadas a nosotros sin su consentimiento─ que horadan las pupilas con honradez pedestre, sin que para su consecución haya sido necesaria la colocación de los distintos aparatos de filmación en un punto de la dimensión doméstica alejado en demasía de las citas diarias de Don Chabo, conformándose, por el contrario, en elementos de la compañía, rehuyendo la cautelosidad falsaria de quienes identifican el parapeto del tomavistas como un más acá del límite, cobardía insistente en asumir con pesadumbre la imposibilidad de cualquier traspaso total, estrategia en visos de facilitar la contemplación de lo ajeno con occidental desfachatez: el telescopio exótico tras el que busca atrincherarse el pusilánime temeroso de mancharse los ojos. A petición de Thompson, el cineasta John “Jno” Cook, también diseñador de cámaras, le suministró una serie de aparatos y trípodes ensamblados ad hoc para el registro del retorno e impulsión de tales energías, temporalidades cíclicas. La impresión en celuloide de las dos vueltas al mercado detenido de Oxkutzcab, antes comentadas, fueron realizadas con una cámara motorizada capaz de tomar, por medio de la técnica slit-scan, una imagen horizontal continua en celuloide de 35 mm sin líneas entre fotogramas. En la mayoría de ocasiones, Thompson se sirve de una videocámara acoplada a un trípode motorizado con capacidad de inclinarse 180º y rotar 360º, mientras que en el hogar de Don Chabo se desplegaron una serie de cámaras automáticas con temporizadores variables y lentes de campo plano. Los requerimientos artesanales de dichos aparatos de filmación, así como su necesaria adaptabilidad a las especificidades técnicas para el trabajo de campo in situ (baterías de bajo consumo, solidez de los aparatos, resistencia al calor, a la humedad, a los insectos, etc.), precipitan la calidad de imagen hacia cierta sequedad agreste, las ópticas, de poco recorrido y de una inflexibilidad férrea, tendentes a provocar aberraciones lumínicas, otorgan a las diferentes vivencias que se nos proponen un reposado deje perspectivista.
          Después de enfrentar, durante los dieciocho minutos iniciales, la percepción del espectador con un sumario de rituales pesados y secos ─a Dios gracias, eventos no dramatizados hasta la osadía, más bien optando por una vía paralela que corta, casual, a diversos detalles, no del paciente o su fisonomía, sino del escritorio de trabajo del chamán, poblado de diversas medicinas alternativas, hojas, ramas, cristales, retratos de la Sagrada Trinidad, todo un universo constelado de pequeños objetos que sobrepasan la categoría de mementos, puesto que a partir de cada uno, como el filme tiene a buen recaudo mostrar, puede el chamán pasarse horas relatando su procedencia, describiendo sus usos, transponiendo su metafísica (de una simple planta empieza hablando de la raíz y termina recalando en lo que la relaciona con Júpiter, etc.)─, William nos legará, en una conversación tranquila, la vida de Don Chabo, intensamente marcada por la cronografía de la geografía que la acogió; palabras que nos esclarecen también, tras diversas recapitulaciones, a medida que los minutos del filme transitan, qué empuja a un antropólogo de Berkeley como él a pasar tantos meses del año allí.
          Trescientos años después de la llegada de los españoles, se cuentan en el territorio dieciocho hambrunas y diez epidemias, media docena más de las que ha podido experimentar cualquier individuo en la historia en el lapso de una vida estándar. La tarea franciscana de reconversión espiritual difícilmente puede decirse que dio los frutos esperados, y el resultado fallido de este intento de cesión mística lo podemos ver en Don Chabo: una suma de diversas ramas del paganismo mezcladas con el catolicismo. El hombre nació en Mani y, en efecto, fue entrenado por los franciscanos; con veintitrés años se casa y tiene dos hijos, pero la desgracia pronto le azota en la forma de una plaga de langostas que deja a su familia en un estado ínfimo de supervivencia: solo les queda, para comer, la corteza y raíces de los árboles, símbolos del hambre en las historias de nativos del periodo colonial. Dos o tres años más tarde, sumido en la desesperación, llega desde Mani a la devastación de Oxkutzcab y termina en los bosques del sur de Quintana Roo, trabajando un campo de trigo perteneciente a algún blanco rico de Mérida, con una alimentación deficiente y ridícula a modo de compensación por el trabajo diario. Momento de la revelación: al salir del trigal y dirigirse hacia su casa, escala el árbol cercano y, sujeto por las ramas, comienza a cantar con toda la fuerza posible. ¿Por qué cantó Don Chabo? Estaba, no es poca cosa, feliz de estar vivo. Es de ahí, nos cuenta William, de esa hambruna sentida en sus huesos, estómago y ánima, que nace su vocación, el lugar al que regresa en cada una de las sesiones de curandero que efectúa en su propio hogar.
          Metamorfoseándose con el propio Thompson, este segundo autor dentro de la película opta también, en un determinado punto del relato, por inscribir dentro de la sucesión de la historia una verdadera elipsis, iluminadora de un misterio que no hace más que acrecentar la mitología que él mismo ha llegado a crear a través de los abriles mediante su práctica. Al contemplar cómo se pone en escena ese relato que Don Chabo intenta representar junto con Thompson, podremos ver las uniones que lo atan con el núcleo de Universal Hotel (1986), aquel en el que se sucedían las series de imágenes de los experimentos nazis en Dachau, por una cuestión formal, de ritmo, pausas y retornos. El chamán quiere que se filme el comienzo de su vida como hechicero, la epifanía ya mencionada, esa “felicidad de estar vivo”. Y es que, durante esa década de los noventa donde El movimiento tuvo lugar, en el segundo año de rodaje, Thompson compró papel y lápices de colores para que Don Chabo pudiese esbozar algunas de aquellas visiones contadas a los norteamericanos durante el primer año de filmación. Uno de los dibujos resultó ser especialmente bello, peculiar, y para el hombre de Mani describe la relación del Hombre con el Mundo. Resumiendo, una serie de planos filmando el hogar de Don Chabo y los bosques cercanos, en los que él desaparece, se disuelve, literalmente, a través del montaje. A partir de ahí, un juego entre la escenificación del chamán, la inclusión de sus dibujos y siete intertítulos en blanco sobre fondo negro. La historia, el corazón de la práctica, merece ser re-narrada: una mañana, como cualquier otra, el chamán camina hacia casa a través de los árboles, después de haber trabajado en el bosque todo el día. El sendero está abierto de par en par. La noche asola de repente, y el brujo se pierde. Dios le lleva a llanuras forestales que jamás había pisado. Allí, diferentes ejércitos luchan por su control, en la huida, se ve obligado a tomar una decisión, entre el Bien y el Mal. Primero ve a los cinco Espíritus hermanos del Jaguar, luego al mismo Dios Verdadero, y “lo sabe”. Lo que tiene que hacer: ceder de rodillas, suplicar, porque está hecho de lodo y requiere del cuidado y piedad divinas. No cometerá maldad alguna de aquí en adelante. Siguiendo a la gran negrura, el despertar, los brazos contra un Árbol, como Jesucristo en la Cruz, y todo era Luz. El agradecimiento a Dios por su propio despertar se efectúa. Sus propios perros aullando lo llevan de vuelta, el largo camino a casa. Al volver, Don Chabo se encuentra mareado, y la mujer enfadada. Ha estado fuera siete días. Pero dónde, el mago no lo dirá.
          A partir de aquí, comenzó un periodo en su vida donde se desvelaba de forma habitual merced al sonido de voces llamándolo desde su tejado, pidiéndole que se conectara. Es en este momento de la narración, cuando la escenificación de Don Chabo termina (él ha sido el único actor), que se recurre a cinco fotogramas, unidos mediante cuatro superposiciones mostradoras de un individuo dormido sobre una hamaca capturada en plano cenital. [Conviene rememorar los fotogramas superpuestos del final de Universal Citizen (1987), con esa Mary J. Dougherty, mujer del cineasta, aquí asesora creativa, exaltada, congelada para nuestro particular deshielo emocional]. Lo que muta en ellos: ligeras variaciones de la posición del durmiente, la introducción de un perro acurrucado a su izquierda, el cambio de posición del chucho al otro lado del soñador que, rematando, en la penúltima instantánea, permanece sentado sobre el catre con un sombrero. El último fotograma registra la yacija vacía; detención del movimiento para verificar los agujeros del hermeneuta humilde. En el reverso de estos fotogramas, existe la fabulación y el gozo de dejarse llevar con la mente hacia lo incognoscible. El encéfalo trabaja, perviviendo El movimiento en la inmanencia. Las decisiones formales se escapan de una sola mano, y la escenificación de los otros llega hasta tal punto que el propio Don Chabo ordena cortar a Thompson en una ocasión, y no es baladí que ese mandato sea incluido dentro de la diégesis del filme: es necesario que entendamos la capacidad de metteur en scène de la persona alrededor de la cual gira este movimiento.
          Bajo ninguna circunstancia puede enunciarse que el chamán encierre algún tipo de ejemplo paradigmático, al contrario, Don Chabo tratase de un caso límite, como lo era Menocchio ─de nombre oficial Domenico Scandella, de profesión molinero, procesado por la Inquisición en el siglo XVI─ para el historiador italiano Carlo Ginzburg en Il formaggio e i vermi. Para William, todo comenzó en 1977, durante una estancia de tres meses con el propósito de efectuar un trabajo de campo universitario, no conociendo aún ni el castellano ni el maya, viéndose su curiosidad atraída, aumentada, por la asistencia a una ceremonia cuya solemnidad giraba en torno a la lluvia y tenía en el centro al chamán cantando; un segundo retorno en 1979, habiéndose imbuido de los elementos comunicativos esenciales constitutivos de aquella mezcolanza entre castellano y maya, crea el vínculo duradero. Lapso temporal. Telegrama de los hijos, de Yucatán a Chicago (¿el único en la Historia?, se pregunta Hanks), pidiendo ayuda porque Don Chabo se encuentra en su lecho de muerte. El antropólogo acude sin dudarlo y, encontrándose en una de las salas pobres del hospital, intenta hacer lo posible, mediante los métodos aprendidos en los años anteriores, para sanar a Don Chabo. ¿Cuál es el ritual? Santiguar. Palabras correctas, según el moribundo chamán, pero respiración inadecuada. Hace falta cantar más. Por suerte, el chamán se recupera y, poco tiempo después, Will se convierte en padrino del nieto de Don Chabo, compadre para su hijo mayor.
          Los intereses antropológicos de William versan, efectivamente, sobre el lenguaje. En concreto, sobre los procesos de reducción fonética del léxico maya al castellano, fruto de la subyugación reorganizativa del idioma nativo acometida por la intelectualidad de la Orden mendicante con fines religiosos. En 1746, Pedro Beltrán deja constancia de ello con el Arte de el idioma maya reducido a succintas reglas, y semilexicon yucateco, pues, por la natural extensión burocrática, de aplicación del poder, de la potencia encarnatoria que ponía en marcha esta reconversión idiomática, acabó llamándose indio reducido a todo aquel nativo que, ciñendo con corrección su maya al paradigma lingüístico del español en ciertos términos, conquistara una serie de usos básicos de civilidad social y religiosa. Una conmensuración monodireccional propia del proceso de sometimiento colonial, tiránica, pero realizada con franciscano tiento:

«Los misioneros tenían claro en sus escritos que las traducciones del lenguaje sagrado debían ser bellas, resultando así memorables y más conmovedoras para los indios. El análisis minucioso de las oraciones básicas en maya reducido revela un grado apreciable de paralelismo poético, regularidad métrica y simetría de enunciado. En una oración como la de confesión, el afecto penetrante de la contrición, expresado como un corazón lloroso en maya reducido, amplía todavía más la experiencia para cualquiera que busque el sacramento de la reconciliación. Si tomamos los escritos de los misioneros al pie de la letra, la traducción doctrinal estaba trabajada estéticamente y pretendía mover las emociones. Esto sugiere que deberíamos añadir un quinto principio a la conmensuración [los cuatro anteriores eran capacidad interpretativa, economía, transparencia y base indexable]: Belleza. Una traducción bella es mejor que una no bella. Esto también se hace eco de la preocupación misionera por el orden y la belleza emotiva en los espacios sagrados de las iglesias misioneras. De este modo el lenguaje podrá llegar a confluir con el espacio, los cuerpos y los sentimientos cuidadosamente orquestados». (William F. Hanks, 2012)

La fundacional Crónica de Chic Xulub con la que se iniciaba El movimiento fue redactada por Nakuk Pech ─noble señor de tierras quien con la llegada de los españoles devino el perfecto ejemplo de indio reducido─ en su lenguaje maya nativo, fonetizado y constreñido, empero, al auspicio de los frailes a partir de aquel castellano. Ernesto Escalante Ruiz (voz en off dramatizando el texto) lee en la Crónica inicial “baptized”, mientras que el trabajo académico de William tiene a bien subrayar cómo la policía católica dobló al maya dicho ritual sacramental cristiano con la oración “oc-s-ic ha tipol”, traducción literal, “ocasionar la entrada de agua en la cabeza”, tal como aparece formulado de modo original en la crónica. El filme, cosa viva, presente en acto, no puede permitirse enredarse, como sí puede hacerlo un escrito de investigación o filosófico, en páginas y páginas de grillas contenedoras de correspondencias sistemáticas entre expresiones, pero sí licuar de dos giros certidumbres y fijezas, hacer emerger una vertiginosa sospecha mayúscula por medio de convocar el doloroso pragmatismo inherente al lenguaje; al respetuoso caso de la invasión colonial, sirven la parábola de la etimología del territorio “Yucatán” y sendas panorámicas al mercado de Oxkutzcab detenido, cortes custodios de cinco siglos.
          Hemos mencionado ya a parte de la familia del chamán. Consideremos un breve instante este árbol genealógico. Los nietos suelen visitar a su abuelo, viven en la capital y su lengua materna es el español, prefieren estar en la vivienda de su antepasado porque así se saltan la escuela. Alrededor del altar, están las casas abandonadas de los hijos de Don Chabo, ahora pertenecientes a los nuevos vecinos. En la tierra de uno de ellos, moran las medicinas necesarias. Al brujo se le permite recolectar hierbas de los mismos lugares que durante décadas ha visitado. También en las cercanías se topa una cabaña para cocinar, pero ya el hombre no adereza nada allí porque era su mujer la que solía hacerlo, y ella abandonó años atrás estos parajes que describimos. Su nuera es la que cocina ahora, Margarita, con tres hijos, dos chavales (Gordi, Manuelito) y una muchacha. Su casa en Mérida está llena de hamacas. El trabajo con los hilos es filmado con cariño por Thompson ─también el ocio (el baile de Gordi, uno de los nietos)─, y presenciando esta heredada artesanía familiar hilaremos de dónde sacó Don Chabo los argumentos con que zanjó sus desavenencias teológicas con el párroco local: un día, el cura irrumpió en su choza, y señalándole el crucifijo, le acusó de tenencia de artefactos que contrarían a Dios, de ostentar el arma donde se asesinó a su hijo, Don Chabo por su parte, mostrándosenos más sagaz de lo que nos había parecido hasta entonces, dio por terminada la discusión replicándole que la cruz fue la “hamaca” sagrada donde sufrió Cristo.
          La presencia del director es sutilmente cuestionada por el entorno de Oxkutzcab, mediante las preguntas de unas vecinas que visitan a Don Chabo, también dudando del mantenimiento de Will como aprendiz sin exigirle ningún tributo económico, o a través de algunas líneas de diálogo sueltas: Manuel Castillo Ewan, el hijo del chamán, hace notar a su padre, mientras están siendo filmados, que esa cámara lo está registrando todo. Tanto él como su mujer, Margarita Hoil Kanche, tienen su doble introducción en el filme a través de una duplicada línea de subtitulado, en su idioma nativo y en inglés, con unas breves palabras de presentación, mirando a cámara, del todo austeras y contingentes. Thompson reaparece dentro del encuadre en ocasiones dispersas, cuando el aparato está en automático (así nos lo hacen notar unas líneas de texto sobreimpresionadas en el plano) para cargar un trípode que saca de la choza de Don Chabo, o mismamente para apagar la cámara dentro de la cabaña. No obstante, hay una aparición del cineasta que resulta significativa, teniendo lugar en la casa de los hijos del chamán: uno de los nietos sostiene una cámara y apunta hacia el objetivo, con la intención de fotografiar al portador del aparato que lo filma. Lo siguiente que contemplamos es, majo inserto, la foto del cineasta filmador siendo capturado por uno de sus sujetos, mientras él mismo sigue con la cámara al hombro que le tapa la cabeza. Con este apoderarse del objeto para capturar al cazador, recordamos a Mary, haciendo aparecer el rostro de su marido en el encuadre en Universal Citizen durante un trayecto automovilístico. Acto de humildad por parte de Thompson, que no duda en darse a conocer furtivo, más que en ningún otro filme suyo. La última foto de familia también lo ve dentro del encuadre, o en una sesión de natación con Will, en un hotel de turistas, tras despertarse en camas con sábanas, que sirve, de nuevo voz en off mediante, para observar otro de los vínculos que une a los dos amigos, sincronizados en las brazadas, circulando en delicada sintonía. Ambos se conocieron por primera vez a través de vueltas de natación en Chicago.
          Traspasando estas vetas temporales, como es habitual en el cineasta chicagüense, se encuentran los sueños propios y los de los otros. Lo que caracteriza el aspecto onírico de este filme es un carácter más estanco que en Universal Hotel y Universal Citizen, reservados los ensueños para los fragmentos de la obra sucedidos en Chicago, ciudad a la que se vuelve, descontando el viaje final de regreso, para fantasear. Aun así, el sueño no es ilustrado, sino que se atiende a un ejercicio de analogía libre entre el pasar del tiempo en el parque Grant de la ciudad natal de Thompson y la descripción de lo que ha acontecido en la mente adormecida de los relatantes. Mientras los sueños se narran, experimentamos el paso del tiempo en Chicago mediante fotografías del parque Grant tomadas con una cámara fija de ángulo elevado, haciendo una exposición por día. Thompson insiste en que aquí, a diferencia de lo que sucede en sus otros filmes, la modorra es un puerto seguro para la subjetividad. El primero tiene lugar en 1990, Chicago, Illinois, EUA, y es del propio Peter; el segundo, misma zona, un año después, de Will. En ambos se intuye, valiéndose de la figuración, el miedo de lo que la herencia pone en juego, la transmisión de aprendizaje entre el chamán, hijo, cineasta y aprendiz. También Manuel, el primogénito de Don Chabo, más que soñar, sufre una pesadilla en la que él es un chamán, como su padre.
          Cerca del final del metraje, 1994, Margotte se derrumba, su hija la espera a la entrada de la clínica. Tres años después, retorno de los dos amigos americanos al hogar de Don Chabo, ya muerto; el sitio está descuidado y abandonado, la tierra y lo que la rodea ha sido vendido, pero el nuevo propietario tiene miedo de poner pie allí debido a todos los espíritus. La puerta está abierta, el altar permanece enmarañado de telas de araña, intacto desde 1995, el día en el que el chamán fue llevado al hospital. Thompson envuelve a los santos para llevarlos a Manuel, el hijo mayor del chamán, en Mérida. Pero el vástago le dice al cineasta que él, Thompson, es el heredero de papá, así que los objetos proceden a ser envueltos en tela blanca para el largo viaje a casa.
          Casi 500 anualidades de historia continuamente interrelacionadas; el relato oral persistente, como vemos, es uno de los instrumentos inefables mediante el cual la crónica circula. Flujos de tiempo puestos en forma a través del montaje y de la circulación propuesta entre la pista de sonido y el registro profílmico. Desde el año en que Yucatán comienza a ser, pisada tras pisada, colonizada, hasta la concluyente vuelta a Chicago, donde Will nos muestra, después de la defunción de su maestro, mediante los objetos legados por Don Chabo o recuperados de Oxkutzcab, aquello que, por el momento, resiste al vendaval del tiempo.

Las únicas cosas que Don Chabo llevó con él al hospital fueron su propia cruz y los cristales. Margotte, Manuel y el resto de la familia habían cuidado de él lo mejor que pudieron, pero no había cura para su cuerpo gastado. No más hombres viejos incurables vendrían a su altar, o mujeres buscando brujería, o víctimas de brujería en necesidad de exorcismo. No más bebés que calmar o gente que bendecir antes de que se dirijan al norte como trabajadores migratorios en los Estados Unidos. Sosteniendo sus cristales y su crucifijo, y todos los años de oración grabados allí, Don Chabo hizo su travesía. Antes de morir, cosió la cruz al chal y ató una nota al mismo: “Will, t’inkaatik tech le cruz yetel le sastuun. Tech t’in curazon. Ten t’a curazon”. “Will, quiero que te quedes con los cristales y la cruz. Estás en mi corazón. Estoy en tu corazón”. La mano estaba temblorosa pero las palabras eran claras. Esa era la cruz en la derecha, la que Don Chabo cortó de un árbol veinte años atrás. Margotte hizo el paño de altar para envolverla. Los cristales llegaron a Don Chabo uno a uno durante su vida. Esa fue su vocación, y la vivió en Oxkutzcab. Ahora su cruz y la mía están una al lado de la otra en Chicago, y mis manos sostienen los cristales. No sé si algún día entenderé sus signos, o si señalaban el camino que podía seguir. A lo mejor Don Chabo tenía razón cuando dijo que no tenemos un camino, simplemente unos breves claros en el bosque. El resto del tiempo estamos perdidos y buscando cosas que no pueden ser vistas. A lo mejor eso es lo que ha sido tan difícil para Peter de filmar, también, y para mí traducirlo. Tan difícil que nos llevó diez años y tensionó nuestra amistad. Pero la voluntad es fuerte. La familia sigue viviendo en Mérida. Los niños son hombres jóvenes. Su hermana es una madre. Margotte y Manuel luchan para llegar a fin de mes. Habrá viajes al norte para trabajadores migratorios y viajes al sur para reuniones. Visitaremos la tumba donde enterramos a su padre. Portaremos su canción, y la vida dentro de ella.

 

El movimiento (Peter Thompson, 2003) - 2

El movimiento (Peter Thompson, 2003) - 3

 

BIBLIOGRAFÍA

Los filmes de Peter Thompson, en Vimeo

Chicago Media Works

HANKS, F. William. BIRTH OF A LENGUAGE, The Formation and Spread of Colonial Yucatec Maya. Journal of Anthropological Research. Vol. 68, págs. 449-471.

PECH, Ah Nakuk. Historia y crónica de Chac-Xulub-Chen. Trad: Héctor Pérez Martínez. Ed: Talleres graficos de la nacion; México, 1936.

 

NOTAS

(1) CRÓNICA DE CHIC XULUB (1562) REFERIDA POR THOMPSON

Cuando el navío español llegó por primera vez y los españoles posaron sus ojos en esta tierra, los mercaderes mayas fueron a donde habían echado anclas, y vieron las banderas blancas ondeando y fueron preguntados en español si habían sido bautizados.
          Pero los mercaderes mayas no entendían el español y dijeron “Matan c’ubah than”, que significa “no entendemos vuestro idioma”. Y los españoles preguntaron: «¿cómo se llama este lugar?» y respondimos “Matan c’ubah than”. Y los españoles dijeron «“Yucatán”, deberíamos llamar a este lugar “Yucatán”». Y los comerciantes mayas dijeron «sí, eso es: “Matan c’ubah than” (no entendemos vuestro idioma)».
          Así que este lugar aquí, nuestra tierra, que llamamos la tierra del ciervo y del faisán, la tierra de los ciclos ordenados, pasó a llamarse “Yucatán”.

 

ANEXOS

 

SUEÑO DE PETER (CHICAGO, ILLINOIS, EUA, 1990)

El movimiento (Peter Thompson, 2003) - 4.1

Mis hijos preguntan por el chamán: ¿era capaz de variar la meteorología? ¿hacía cirugía sin anestésicos? No, rezaba en un altar en una habitación pequeña. A veces en el invierno tengo este sueño: alguien me llama. Voy al altar de Don Chabo y apilo sillas encima suyo. Trepo y me balanceo en lo alto, y luego, porque las voces viniendo de arriba talan un agujero a través de su tejado, un hombre deforme y diminuto baja la mirada hacia mí. Me dice: “Mira”. Miro hacia abajo y observo a cuatro personas de pie enfrente del altar. El hombre diminuto dice: “Cada uno de ellos quiere tus ojos”. Cuando despierto, creo entender quiénes son las cuatro personas. El chamán, que quiere un aprendiz para heredar su altar, el hijo del chamán, que quiere heredar la tierra familiar, el aprendiz del chamán, que no está seguro de que sea digno de heredar el altar, y el cineasta del chamán, que heredó más de lo que esperaba.

 

SUEÑO QUE WILL CUENTA A PETER EN UNA HAMACA (OXKUTZCAB, 1991)

El movimiento (Peter Thompson, 2003) - 6

Ese escorpión que mataste hace poco me recordó a un sueño que tuve la otra noche. Y era una gran, gran araña y de alguna manera la pisé. Estaba muriendo porque se había salido de su red. Y recuerdo que mi reacción fue coger una estaca y simplemente clavársela en la cabeza. En otras palabras, iba a matarla. La otra gente estaba alterada de que hubiese sido herida y los recuerdo diciéndote, Peter, que la única manera de curarla era que hicieses que durmiese al lado tuyo. Lo espeluznante, lo más espeluznante para mí, era que tenía la cara de Don Chabo.

 

SUEÑO DE WILL (CHICAGO, ILLINOIS, EUA, 1991)

El movimiento (Peter Thompson, 2003) - 5

Cuando llego a casa, tengo este sueño: al principio, estoy en lo alto de una pirámide con Don Chabo, pero no rezo en alto y me siento mal por eso. Luego abandono y desciendo hacia una multitud de mayas; algunos de ellos están peinando un camino hacia la pirámide, me invitan para que me una pero la escoba que me dan está llena de espinas y mi mano se corta. Abandono en la oscuridad caminando por una carretera que contiene algunos árboles. Hay murciélagos ahumados empalados en las ramas y apesta. Algunos tipos llaman por mí: ¡Will! Pero me alejo hacia la noche solo. Sé que estoy caminando cara el agua aunque no sepa dónde esté. Ahora me hallo en Lake Michigan y aferrándome a las rocas, el agua está subiendo y me encuentro atemorizado, una ola me traga, y me sorprendo de que pueda respirar bajo el agua. Me despierto en Chicago sintiendo la presencia de Don Chabo pero inseguro de a dónde hemos llegado.

 

EL TIEMPO SE DESBORDA

ESPECIAL PETER THOMPSON

Poética de los anónimos; por Jean-Claude Biette
Two Portraits (1982)
Universal Hotel (1986), Universal Citizen (1987)
El movimiento (2003)
Lowlands (2009)
Peter Thompson: Itinerario de ruta

Lowlands (Peter Thompson, 2009)

Europa y su civilización hipócrita y bárbara es la mentira. ¿Qué otra cosa hacéis en Europa más que mentir, mentiros a vosotros mismos y a los demás, mentir a todo lo que, en lo más hondo de tu alma, reconocéis como verdadero? Os veis obligados a fingir un respeto exterior hacia personas e instituciones que sabéis absurdas. Seguís cobardemente ligados a unas convenciones morales o sociales que despreciáis y condenáis, que sabéis totalmente faltas de cualquier fundamento. Esta permanente contradicción entre vuestras ideas, vuestros deseos, y todas las formas de vida muertas, todos los vanos simulacros de vuestra civilización… En este conflicto intolerable, perdéis toda la alegría de vivir, toda sensación de personalidad, porque a cada momento os comprimen, os impiden y detienen el libre juego de vuestras fuerzas. Ésta es la herida envenenada, mortal, del mundo civilizado.

El jardín de los suplicios, Octave Mirbeau

Lowlands Peter Thompson 1

En un solo parpadeo, mientras nuestra mirada se posa sobre los horizontes escrutables por los límites de los ojos, somos capaces de retener un número determinado de elementos, recolectar a vista de pájaro las coordenadas esenciales de una demarcación para, al volver a pestañear, recorrerla, una ojeada de paseante ocasional pertinente y utilitaria. Pero sujetando con pinzas los ojos, obligados a mantenerlos bien abiertos, podremos añadir la disyunción “o” a lo que antes no admitía variaciones. Así lo supieron ver Danièle Huillet y Jean-Marie Straub en 1970, cuando posaron su vista sobre el monte Palatino para recolectar la experiencia de Pierre Corneille, las dificultades al tropezarse con las peculiaridades de la lengua francesa de unos italianos entregados a la enunciación del texto, y su propia experiencia dentro de ese vasto territorio abarcador de todas las luchas de clase que uno va almacenando en el territorio de su vida social. Les yeux ne veulent pas en tout temps se fermer, ou Peut-être qu’un jour Rome se permettra de choisir à son tour. Ahora, después de una ligera transposición, diríamos, Lowlands o…
          Como en muchos viajes, el punto de inicio es el hogar mismo, y este en concreto tiene dos dimensiones, mental y espiritual, ya que por la designada disposición de los bloques en el montaje se podría pensar que se produce un desentierro intelectual o una mirada honda hacia la trastienda de los fantasmas de la infancia. Dos azulejos, colocados en una pared pintada con un tono rosado, y vuelven las memorias de golpe. Historias que uno se suele contar entretanto queda absorto ante una imagen enmarcada. ¿Qué es lo que se ve en estos dos azulejos? En el primero, un simple hogar con su jardín y el mar a la vera, en el segundo, a un hombre y a una mujer siendo vejados para que abandonen un jardín por lo que semeja ser un ángel negro con un látigo. Pero uno de pequeño solo puede hacer lo que se le permite, en este caso mirar, no saber, al menos nadie se lo iba a enseñar, tenía que llegar el viaje posterior, en la edad adulta, para llegar a conocer qué acontecía en esos azulejos, provenientes del siglo XVII, pintados en Delft, época de Vermeer.
          En los primeros minutos del filme tenemos una pequeña síntesis de parte de los procederes que continuarán después de su inicio: el paso de lo general a lo particular, del plano de conjunto al plano detalle y vuelta al conjunto, esta vez visto desde un ángulo diferente. Sin aparente relación, el ángel negro con su látigo exhortador nos lleva al 5 de abril de 1653, de Chicago a los Países Bajos. En ese año se inauguraría una cadena de acontecimientos que iría a desembocar en la mascarada final hallada al término del metraje. Juego de antifaces y construcción mental a la desesperada de Catharina Bolnes, a las puertas de la muerte, pero antes, 34 años concisos, hubo una boda, y el marido resta mencionarlo. Algunos de los sobrantes jugadores se establecerían en esa ceremonia, otros quedan fuera de cuadro, no obstante remarcados por la voz en off de Thompson, insistente a lo largo de todo el filme salvo durante el postrero sueño de Bolnes. Atendamos a las distintas maniobras que se realizan con el material de archivo, todas puestas en juego en este primer bloque, sirviendo como contrapunto para el relato en off del cineasta sobre la boda: ralentizado, congelación y superposición. Las dos primeras introducidas ya en el segundo plano del found footage, cuando dos críos anónimos caminan juntos cogidos del brazo, denodada formalidad, espejándose en las palabras de la voz: Vermeer y Bolnes se conocieron desde siempre. Forever, ralentizado y congelación. Dos manipulaciones de la imagen que inscriben con materia en la pantalla del filme una simple palabra, voto para la vida, sello irrompible. Superposición con el siguiente plano: un paneo vertical ascendente nos muestra lo que parece ser un edificio institucional descontextualizado, que adquiere nombre y función cuando Thompson alude al City Hall de Delft, emplazamiento habitado por los novios cuando acudieron para filmar su licencia de matrimonio en presencia de la familia. Banquete y recepción posteriores serán acogidos por un personaje clave en esta cronología, Maria Thins, la madre de Catharina, orgullosa de su nuero, al que también, de vez en cuando, da dinero. Su propio hijo, Willem, enfermo mental y con tendencia a brotes violentos, no acude a la ceremonia. Frans Boogert, un notario importante en los años venideros, sí se encuentra en el festejo. Los binomios continuarán de este modo transitando los diferentes bloques de imágenes de archivo. Juego con el espectador, pasatiempo serio con las imágenes que recorta, descontextualizadas y haciéndolas brillar con el sentido desdoblado de la tensión que proporciona cualquier choque de significantes. Por el camino, más que constatar el tópico de que la desgracia se repite siempre bajo diferentes formas, vemos cómo resulta imposible distinguir, en numerosas ocasiones, las cambiantes hechuras del utilitarismo de los espacios cotidianos. Thompson hace alusión a tareas tan ordinarias como los pagos ofrecidos al carnicero, panadero o mercader de telas, y mientras su cámara escudriña la calle donde Catharina acometía tales quehaceres, bien podría tratarse de una Catharina ubicada en cualquier momento del mundo. La imagen digital desliga de peso e identidad al presente anónimo del peregrino americano en Holanda, y si bien no desmaterializa su recorrido, marca sobre su itinerario el sonido de unos pasos sobre tierra dura, asegurándose el cineasta de trocarse en perseguidor en vez de fugitivo. La venganza silenciosa sobre la infancia y su ángel negro encuadrado en Chicago. Hoy es él quien sigue los surcos.
          Thompson comienza a pasear por las calles de Delft como un turista más, solapándose en sus grupos, yendo en sus mismas barcas, visitando, si cuadra, análogos lugares, pero en su mollera las preocupaciones son otras, y algunos emplazamientos denotan demasiada particularidad como para no seguirlo, acecharlo y sospechar que esa persona está tramando algo; las huellas, insistimos, son blandas. Redes de andarín van tejiendo el itinerario paralelo, reconstruyendo el sendero que hace más de 330 años dejaron atrás los ahora difuntos holandeses y franceses que un día batallaron, en nombre de la gloria o de la más frágil supervivencia, por las Tierras Bajas. Es aquí donde encontramos la primera de las seis madejas de este filme-arbusto, parada inicial en la constitución material de su forma, articulación que vertebra las cinco restantes: Delft, siglo XXI, cámara portátil, los pasos del cineasta viajero, solitario, dejado entrever en el reflejo de un autobús al filmar, cámara sobre trípode, la calle de enfrente. No conocemos con minuciosidad cuándo se registraron esas arterias urbanas, hora o día, en cambio se nos es dada la información necesaria para saber qué tenía en mente Thompson cuando las registraba, aceras, fachadas, diques o adoquines: su pensamiento recorría una serie de años, desde 1653 hasta 1678. Ocho temporadas después de la boda, se desconocen registros. El primero desde entonces nos habla del entierro de un hijo, otro de los embarazos anuales de Catharina, informándonos de que la pareja vive con Maria Thins (les da dinero) y de las facturas por pagar. En este intervalo de tiempo particular suceden dos hechos como primer y último acontecimiento, espaciados y separados por innumerables infortunios y júbilos: en 1653 se instaura un casamiento, el de Johannes Vermeer y Catharina Bolnes, ya señalado; en 1678, tres años después de la muerte del pintor, fallece la viuda, no sin antes haber soñado, sufrido y luchado por la tierra que Thompson patea, o pisó para nosotros, pues hoy, al teclear yo esto, y otros, con suerte, lo terminen leyendo, también el cineasta es una estría en la piedra, un vestigio que rastrear, un fuera de campo que encuadrar, misión comunitaria, sin atribución de medallas, el desentierro no necesita héroes, Catharina requiere hermeneutas. Así pues, tal como ella encontró uno en Thompson, me permito volver en duplicado sobre dos recorridos, uno dirigirá al otro, el de los pasos del director y el de los eventos que esos andares evocaron.
          10 de la mañana, lunes, Delft, 12 de octubre de 1654. Cornelis Soetens se dirige a una torre de almacenamiento. El chicagüense filma una calle a través de una panorámica horizontal, derecha a izquierda, mientras un peatón entrecano semeja dirigirse a un comercio. Transposición de tiempos. Soetens entrará a la torre para obtener una muestra de las 90000 libras de pólvora allí contenidas. La complicación estriba en el farol encendido que porta Soetens, ya que la pólvora está bajo tierra, signo del desastre venidero. Para mostrarnos la tranquilidad matutina que reina arriba, sobre el suelo, atendemos a diferentes planos de una mañana de Delft en el siglo XXI, con sonidos que acompasan los variados signos de tranquilidad que el cineasta va enumerando: el redoble de las campanas o las puertas de la iglesia abriéndose, ambas fuera de campo. Pero la destrucción llega pronto, y justo antes de que todo explote, Thompson filma la fachada de un comercio, en el que podemos divisar la fotografía de una niña pequeña; tras dos reencuadres llegamos al detalle de su rostro. Then gunpowder turns this world upside down. Se introduce aquí la segunda madeja del arbusto, imágenes de archivo de Delft durante los años de la II Guerra Mundial, excediendo el registro de escaramuzas o notificaciones marcadas en negrillas por las cronologías, bastan unos rostros de sufrimiento superpuestos, incluso un banquete de bodas, para hacer espejo con lo que la pista de audio relata. A la fotografía en color filmada de la niña en detalle colgada en una calle de Delft le sigue la instantánea en b/n de archivo de dos críos: el muchacho mirando fuera de campo y la chica al objetivo de la cámara. Rostros compungidos. Superposición con una segunda foto, las caras observan el cielo. Se repite el procedimiento, y cortes venideros nos darán a entender que esa segunda imagen encuadrada era solo el detalle de un marco más amplio; la narración del día del desastre en Delft es correspondida en el campo de las imágenes con particularidades, dibujos y planos cerradísimos, lindando con la abstracción, que retrotraen al sueño de Universal Hotel (Thompson, 1986), una introducción de formas equívocas para abocetar desde lo minúsculo la conmoción. La primera desgracia, entonces, viene de la mano de Cornelis Soetens, accidente, premeditación o sigilo, la historiografía tendrá la última palabra.

Lowlands Peter Thompson 2

Lowlands Peter Thompson 3

Tercera madeja: las pinturas. En este caso, las del artista neerlandés Egbert van der Poel (su hija murió en el estallido). Una y otra vez (again and again), aunque fuera de Delft, hasta su muerte, este hombre vivió el resto de su existencia obsesionado con las consecuencias del desastre, intentando capturar en diversas obras el instante y sus postrimerías, mientras que una y otra vez (again and again), dentro de Delft, Vermeer rehusó con reserva introducir en cualquier lienzo suyo una mera alusión al día en el que la pólvora removió los cimientos de la ciudad. Siglo XXI, podemos ver las mismas calles antaño sacudidas, hogaño reconstruidas, aparcamientos de vehículos, la vida siguiendo su rumbo.
          Cuarta madeja, en realidad variación de la tercera: Vermeer como el gran creador de fueras de campo; trae la luz a las balanzas pero no el oro, pues la mujer no tasa nada más que claridad, por mucho que, como glosa Thompson, algunos hayan atribuido a este cuadro el nombre de Woman Weighing Gold, pintado con gesto llamativo después de las primeras deposiciones donde se denunciaba la violencia ejercida sobre Maria y Catharina por parte del hermano de la segunda. ¿Dónde se encuentra la protección de Vermeer hacia su esposa? Según las elucubraciones de la voz en off, se podría pensar que en la sombra reposando sobre el rostro de Catharina, o quizá en una mano imaginaria dispuesta a prestar protección. De fondo, un cuadro nos muestra el Día del Juicio. Detalles del lienzo dirigen los ojos hacia motivos definidos y movilizan el estatismo y el respeto impuesto por la obra de arte. Movimiento y rotación de pormenores en pos de convulsionar la estasis del intérprete perezoso.
          Quinta madeja: Tribunal Penal Internacional en La Haya, juicio al criminal serbobosnio Duško Tadić, Crímenes contra la Humanidad, 324 años después de que la guerra franco-neerlandesa estuviese causando estragos por medio del fuego, las violaciones o simple y llana crueldad humana en las poblaciones de Zwammerdam, Bodegraven y Woerden (29 de diciembre de 1672), 24 años antes de la redacción de este escrito, un trazo en el tiempo registrado por cámaras de vídeo, doble pantalla, partición vertical, a la izquierda, el acusado, a la derecha, el testimonio anónimo. ¿Qué se relata? Ante el mutismo total del sádico, las preguntas desde el fuera de campo y las respuestas de la víctima, pasan por nuestros tímpanos palabras crudas, incluso extremas, de violaciones y estupro impuestos entre inocentes y, para poner el broche, una lucha exigida a dos chicas sacadas a la fuerza de la escuela: debían pelearse por la obtención de oro. Sorpresa final: el oro nunca estuvo allí, era imaginario. Resultado: paralelismo que no concreta nada más que un fuera de campo, el del oro, y dos tipos de crueldad, la de Vermeer, consciente o inconsciente, desampara los sufrimientos de Delft y Catharina, poniendo luz y dejando la materia fuera (la miseria en sustancia), y la de Tadić, pidiendo de manera directa a sus víctimas, al contrario que el artista, que imaginen algo inexistente. En algunas ocasiones, la luz es la espectadora impasible de la decadencia.

Lowlands Peter Thompson 4

La sexta y última madeja del arbusto consiste en las tres deposiciones que conciernen, de una manera u otra, a Catharina Bolnes. Mudanza en la relación de aspecto y parquedad fotográfica aliada con exiguo vestuario regionalista. La primera deposición, a petición de Maria Thins, tiene como asistentes a Tanneke Everpoel, la criada familiar, Gerrit Cornelisz y Willem de Coorder, empleado que molía los pigmentos de la pintura. En ella, se ponen en acta y denuncian los diversos actos de violencia que Willem Bolnes atenta contra su propia madre y su hermana, embarazada, a la que amenaza con un palo de punta de hierro. La criada hace lo posible para evitar estos encontronazos violentos. La segunda deposición tiene como protagonista a Vermeer, y se entrega a un montaje rápido que alterna entre el notario y la espalda del pintor, capturada a partir de su hombro derecho en un plano y su codo izquierdo en el otro, en cualquier caso, su frontalidad birlada. El motivo: la verificación de unas pinturas vendidas al Gran Elector de Brandeburgo; el veredicto de Vermeer será pleno y adverso. El último testimonio, efectuado tras la muerte del pintor y con tres hijos ya en la tumba, enterrados junto al artista, lleva a Catharina a la ruina económica, juntándosele diversos acreedores. El remedio parcial para la mujer consiste en vender pinturas, algunas de su propio marido recién fallecido. El tiempo apremia: diez hijos, uno de dos años, otros dos graves enfermos, el cuarto herido y un quinto quemado al explotar la pólvora dentro de un navío. Se suplica que se libere la herencia de Maria Thins, 2900 florines.

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En paralelo a gran parte de estos acontecimientos, y mostrada indirecta a través de la conjunción de imágenes de Delft, Zwammerdam, Bodegraven, Woerden y Maastricht, se produce la guerra franco-neerlandesa (1672-1678). El Rey Sol, Luis XIV, avanza impasible sobre Holanda, comenzando la batida con un ejército que parte desde Francia, formado por 120000 soldados, hacia las Tierras Bajas. Rape warfare. 3 siglos después, semejantes atrocidades fueron cometidas en Bosnia por los serbios. Algunas de las jornadas donde más se tensiona esta relación entre el aparente paisaje idílico del presente con los horrores narrados o las imágenes de desolación de la II Guerra Mundial provenientes del archivo conciernen al asalto a Maastricht, después de que el embarazo de una de las amantes del Rey Sol se mostrase como un problema menor, lo mesurado de nimio como para que la embestida fuese efectiva a rabiar. Las señales de las diferentes ciudades invadidas son filmadas por Thompson, animales paciendo tranquilos en contraposición a las anécdotas del zoológico itinerante de mascotas del rey francés. A veces, la cámara recorre los campos sobrevolando la vegetación, a través de sombras, citando silenciosa a los muertos sin mausoleo, el signo de la masacre se ha arrinconado, pero el montaje y el découpage de Lowlands, a medida que avanzan, traen de nuevo la angustia, la de los diques liberados por los habitantes de Delft, enfrentados con imágenes de miseria del siglo XX de campesinos emigrando cargados con sacos, mujeres haciendo la ronda del sacrificio diario, pinturas emulando algunas de las variadas masacres de Luis XIV. Mientras estos infortunios acaecían, en 1675, es enterrado el único patrón de Vermeer, Pieter van Ruijven, el cual había comprado la mitad de sus cuadros. La economía familiar se colapsa y Catharina se ve obligada por las circunstancias a prescindir de los servicios de Tanneke Everpoel. Mozas anónimas durante la II Guerra Mundial, imágenes de archivo que retornan para juntar las indigencias de los siglos XVII y XX. El celuloide hace regresar a la clase popular y el digital convoca al canon artístico; lucha de formatos, a la larga en comunión –el cine no pudo estar ahí–, pues no se trata de ennoblecer al virtuoso, sino de destronar el aislamiento de los desheredados mediante la planicie de los píxeles caseros.
          El presente filmado en Delft es el motor que alimenta al resto del engranaje de Lowlands, le proporciona energía y redirige los significantes de la película por multitud de vías indirectas. Aun si el filme estuviese constituido por meros materiales de archivo, pinturas y deposiciones dramatizadas, a lo que habría que añadir la voz en off de Thompson, nos hallaríamos ante una pieza propositiva en prominente nivel, pero es esa eterna vuelta al presente, del que partimos en primer lugar, el aspecto clave que contribuye a despertar en el espectador y su recepción la apertura de los signos y la necesidad mental de establecer conexiones continuas. Muy lejos de topografiar la contemporaneidad de forma estática, el montaje crea vínculos inesperados, iconoclastas: se nos dice que Vermeer pinta los reflejos de la luz del norte en el canal al filmarse en picado fuerte el estado actual de un acueducto bañado por la claridad, un paneo vertical en dirección hacia la fachada de la acera de enfrente nos confronta con un cartel publicitario cuya tipografía reza fake it!, y al momento de producirse el doble reencuadre (mismo gesto usado con el cartel publicitario de la cría), Thompson incide en algunos datos económicos: en 1654 Vermeer vendía dos pinturas en un año por 200 florines, el salario anual de un navegante, en oposición al pintor medio en Delft liquidando 50 cuadros.

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Todo esto para concordar diferentes formatos, establecer líneas equidistantes entre la arquitectura y formas de lo hodierno con el archivo grabado, cuestionable, del pasado, el comercio del arte y la publicidad sibilina, las miserias se repiten, la mercancía se perpetúa. Contra la sensación de firmeza de los materiales de archivo que Thompson implementa, se produce entonces una operación de descontextualización que, a la fuerza, conduce a una relectura de los elementos del encuadre, las resonancias históricas y la visión política, social y económica que desprende el registro. Sobre el cuadro más canónico de Vermeer, la filmación de una calle X en Delft en el siglo XXI, o la narración de las atrocidades de los soldados franceses en Utrecht con planos detalle de señales indicándonos los kilómetros que faltan para llegar a Y localidad. Se problematiza el presente, sin duda, se desestabiliza esa total apertura de unas imágenes que empero están marcadas, adheridas. La operación, retornando, es una de sellar la estampa en principio hueca y libre de interpretaciones: llenarla de preguntas, de ataduras, una reconquista en presente del segundo actual por medio de las trazas de lo añejo. La aceleración de estos planos rodados en la juntura histórica de la existencia de Thompson es acrecentada por la necesidad de entremezclar en nuestro entendimiento vertiginoso los vínculos que propone la voz en off y las imágenes de archivo precedentes, sumadas a las diversiones de montaje, propositivas y no cerradas a cal y canto, que el filme pone en juego. Una aceleración, en algunos aspectos, de los filmes más topográficos de Huillet-Straub, pareja no ajena a jugar con el material encontrado en oposición a la aparente trivialidad indiferente del aquí y ahora. Pero Thompson opta por cortar más rápido e incrementar el número de paneos o panorámicas, en definitiva, una amplificación de velocidad con respecto a los filmes de la pareja francesa, también raudos y pendencieros.

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A la hora de confrontar la mirada con el material de archivo, uno está sesgado, siempre, sin excepción. La manipulación, por muy mínima que sea, radicará ahí, en la mera selección y ordenación de planos, bloques de celuloide condensados, y aquí Thompson no disfraza la condición de mascarada, puesta en evidencia en los veinte minutos finales del filme. La moral de disoluciones, superposiciones o ralentizados, sin embargo, no resulta dictatorial ni impositiva, pues reina el territorio de lo transversal, y no hay mayor ejemplo de este desvío en los cotejos de la cronología que la relación ya apuntada, entre la desaparición del oro en Vermeer y la lucha por lo que no está ahí, documentada en el Tribunal de La Haya. Guerra re-filmada a través del re-montaje.
          Lo único que Thompson opta por filmar del pasado, falso pasado (presente en el lapso del registro), son las deposiciones y el sueño final de Catharina, al borde de la desmaterialización, siendo despojada por un ejército de acreedores despiadados, sin más interés que la acumulación de ganancias para su propia fortuna. Es decir, el americano se atreve a dramatizar aquello que ha quedado, en su mayor parte, fuera de campo en el registro fílmico, y lo hace acentuando la condición de mascarada que todo ello posee; el nulo realismo con el que están recogidos estos diálogos y sueños acrecienta la angustia de la desposesión, las rígidas deposiciones ante Frans Boogert contra el sueño cada vez más irreal y alucinado de Catharina Bolnes. I create “safe harbors” –recognizable, explicit spaces in which my subjective experience can be acknowledged. The most overt example of this is the musical masque with which “Lowlands” culminates. It’s a radical genre-break from the documentary, and quite over the top in its subjectivity. But each element –including the musical carnival theme within the documentary upon which the composed music in the masque are variations– is generated from objective elements within the documentary and tied to those elements by analogy, or, as you say, “rhyme”. La pantomima final, el último sueño fatal de nuestra heroína, la representa junto a su sirvienta pendiendo de un hilo, con el notario apareciendo como cruel recordatorio tuerto del estado terminal de la economía familiar. Las decenas de cartas de acreedores tiradas en el suelo, los platos, utensilios y sillas que poco a poco desaparecen del encuadre, la imaginaria huida de Delft a través del mar… Catharina morirá a los 56 años, habiendo visto el deceso de más descendientes suyos, incluido el de su propio hermano. Thompson, filmando a alguno de los últimos primogénitos, ilumina la ventana izquierda de una estancia artificial en el momento en el que anuncia la muerte de la mujer de Vermeer, ahora ya, por derecho propio, cargada de pasado, inundada de historia. My gradual awareness of her importance emerged over 182 versions of the script (that’s one of the compensations of having a day job –you can better afford to support slow realizations). By the time I was ready to shoot the masque, Catharina was solidly in the driver’s seat. ¿Qué sigue a la disyunción “o”? El pundonor.

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BIBLIOGRAFÍA

Los filmes de Peter Thompson, en Vimeo

Chicago Media Works

Un puñado de mundo: Las películas de Peter Thompson

ROSENBAUM, Jonathan. A Handful of World: The Films of Peter Thompson – An Introduction. Film Quarterly. Fall 2009. Volume 63. Number 1.

POÉTICA DE LOS ANÓNIMOS; por Jean-Claude Biette

ESPECIAL PETER THOMPSON

Poética de los anónimos; por Jean-Claude Biette
Two Portraits (1982)
Universal Hotel (1986), Universal Citizen (1987)
El movimiento (2003)
Lowlands (2009)
Peter Thompson: Itinerario de ruta

“Poétique des anonymes” (Jean-Claude Biette), en Cahiers du cinéma (julio – agosto de 1986, n° 386, págs. 6-7). Sección ─ Le journal des Cahiers du cinéma.

Podríamos acometer la tentativa de recomponer una historia del cine prodigiosa, una historia que dejaría de lado todos los grandes filmes reconocidos, que dejaría de lado también la mayoría de filmes marginales o de vanguardia que obedecen más o menos a una estética visual o sonora que afirma una búsqueda de estilo, en resumen, todos aquellos que llegan a concluirse y en cierto modo son perfectos. Esta historia estaría hecha principalmente de filmes inacabados: los que quedan de Eisenstein, de Welles, I, Claudius de Sternberg, etc.: los filmes abandonados por falta de dinero, desinterés del cineasta, decisión del productor o muerte de uno u otro. También incluiría filmes híbridos: aquellos realizados solamente en parte por un gran cineasta. El ejemplo más bello sería Mr. Roberts (1955) de John Ford, donde este, bastante harto de reñir pugilísticamente con Henry Fonda, fue reemplazado unos días por Mervyn LeRoy; así como Viva Villa (1934) de Jack Conway, filme desafiante con quienquiera que intente encontrar en él un solo plano tirado por Hawks, o The Thing from Another World (1951), de Christian Nyby (para consolarse de la sensiblería del anterior) que contiene una o dos secuencias habitadas por Hawks.
          Dentro de esta historia paralela del cine que daría cabida a lo inacabado, a lo no logrado y a los híbridos, pueden caber también los fragmentos, los ejercicios, los filmes “amateurs” de Nicholas Ray, los ejercicios en escuelas de Douglas Sirk, los restos inclasificados de tal o cual filme del que solo existe el título (habría suficiente con las películas de cineastas de todos los países y de todas las épocas para no divertirse planteando la hipótesis teórica de introducir en ella por principio todo lo que está inacabado, fragmentado o abandonado), de vez en cuando podríamos contar con contribuciones inesperadas, como las admirables tomas reportadas por George Stevens que filmaron la Liberación en color. Esta sucesión de planos rodados en 16 mm nos muestra a los vivos ─vivos intimidados por la cámara (aún no trivializados por la televisión)─ y a los muertos ─los muertos descubiertos apilados en los campos─ a pesar de un montaje aleatorio (uno podría montar estos planos en un orden completamente diferente sin disminuir lo más mínimo su fuerza documental, ficcional y poética), a pesar de adición de un ruido de proyector de película muda y de una música inútilmente dramática, constituyendo un conjunto arriesgado, no premeditado, nacido de una urgencia estrictamente personal ─perteneciente al género de filmes que muchos, tanto en Hollywood como en Europa, habrían dicho que están hechos para permanecer en los cajones─, esta sucesión de planos ─tal vez quizá porque el color despierta e ilumina una realidad demasiado familiar en blanco y negro, pero sobre todo porque el conjunto no está destinado a comercialización ninguna, ni siquiera a ninguna distribución─ del filme de George Stevens encontrada por George Stevens Jr., su hijo, después de la muerte del cineasta, quien también pudo haber obedecido al chantaje del cajón que no debía de ser abierto, ocuparía un lugar ejemplar en esta historia anexada ideal del cine. Desde dicho descubrimiento, George Stevens no sería el mismo cineasta: hizo este diario sin otra intención que la de registrar a los vivos y a los muertos (los de la calle y los de los campos de exterminio) y lo que pudo captar de los acontecimientos, y a pesar de sí mismo, lo hace cambiar, sobre las perspectivas que teníamos sobre el conjunto más bien académico que es la suma de sus filmes. No es que Stevens, hoy día, deje por ello de ser académico (estos filmes solo sufrirán repercusiones indirectas, contragolpes ligeros, por este descubrimiento), pero, si debemos atenernos a lo esencial, George Stevens es ahora, por el hecho mismo de su muerte que hizo posible la difusión de este filme, el hombre que, con su experiencia como cineasta, osó capturar esas imágenes.
          En una época en la que solo los operadores de noticias de actualidad tenían en potencia los medios virtuales para hacerlo, pero debían obedecer a un jefe que era quien seleccionaba (y sigue seleccionando) qué iba a difundirse: en este dominio, y ateniéndose a aquellos años de guerra, asumiendo que se podía encontrar, desenterrar y reunir lo que se podía mostrar con lo que se mantenía en secreto, o se proclamaba insignificante, el punto de vista de los operadores en el momento en que dirigían su cámara a tal o cual realidad no podía ser puro de ninguna ideología del destinatario o del consumidor. Estas tomas, emitidas por Cinéma Cinémas en Antenne 2, con sus colores contemporáneos a pocos meses de los de Iván el Terrible (Serguéi Eisenstein), y rodadas en 1944, aparecen, con su total ausencia de toda búsqueda de efectos, en su absoluta ignorancia de cualquier constreñimiento dramatúrgico, como una especie de borrador cándido e involuntario de Roma, città aperta (Roberto Rossellini, 1945). La realidad esperaba el despertar de Rossellini que sabrá, desde Paisà (1946), exigirle al espectador la adquisición del don de la paciencia, equivalente a la de un artista que sabe hasta qué punto es ilusoria la libertad de la que dispone para realizar su filme. También es moral reconocer la posibilidad de que el azar y la ausencia total de premeditación permitan que, un bello día, en un filme de uno de los cineastas menos apasionados brote la capacidad de sugerir cosas que le hagan parecer estar en ciertas cimas del cine.

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Esta antología histórica de las ruinas del cine, cuyo proyecto se esboza aquí por sí solo, tendría la ventaja de llamar la atención de los aficionados a los filmes sobre películas desconocidas o descuidadas, de acercar filmes aparentemente muy distantes, de hacer aparecer, gracias a una puesta a distancia de los detalles del contenido explícito de un filme como de los temas recurrentes que concluyen en verificaciones formalistas, el movimiento que da forma y vida a un filme, en resumen, para evidenciar cómo un cineasta se acerca a esta esencia impersonal ─y desgraciadamente nunca anónima─ del cine. En Mr. Roberts (1955) de John Ford y Mervyn LeRoy, uno casi puede señalar con el dedo lo que fue filmado por uno y lo que fue filmado por el otro: no es cuestión de juzgar por los detalles de la progresión dramatúrgica (ambos cineastas tuvieron que filmar el mismo guion) y es igual de peligroso confiar en los temas fordianos (los temas de LeRoy no son los más visibles). Resta una cosa: cómo uno y otro filmaron al mismo actor. Por suerte filmaron, uno tras otro, tomas de la misma secuencia. Justo en el momento en que el espectador está familiarizado con la majestuosa lentitud que solo un filme tal puede tomarse para llegar al punto donde quizá, de una sola vez, consuma todas sus fuerzas. The Night of the Hunter (1955) nos agita mucho más allá de la personalidad del actor Charles Laughton: apartándolo de los lejanos recuerdos de su vida pública para que solo tenga que pensar en la conversión de sus culpas individuales en capítulos de un cuento de hadas que remonta el curso de su origen bíblico. Laughton no tuvo la oportunidad de realizar otros filmes o de ver el nacimiento, crecimiento y tal vez muerte de un arte que le habría sido algo propio. Fue principalmente (¿cómo decirlo?) un actor o comédien. John Ford tuvo que realizar una cincuentena de filmes antes de descubrir que sus espectadores podían pasar de la estima al entusiasmo y luego del entusiasmo a la decepción. En esta antología histórica de las ruinas, su contribución no extrajo ningún provecho particular de las sublimes películas que jalonan los últimos treinta años de su existencia donde los espectadores lo van abandonando lentamente. Mr. Roberts o Young Cassidy (Jack Cardiff, John Ford, 1965) sufren tanto por la mayor o menor ausencia de Ford en su trabajo como los filmes de otros cineastas menos dotados. Los filmes deben hacerse antes que los cineastas, aunque los medios de comunicación a menudo sostengan lo contrario. La búsqueda de ese anonimato, que John Ford alcanzó de forma tan natural y formidable, no es quizá otra cosa que el deseo de escuchar al mundo y respetar el desequilibrio que nace entre él y los medios que tenemos a nuestra disposición para expresar su canto. Hoy en día, el cinismo frente al sexo y las invocaciones a Dios son signos de renuncia a la retórica del espectáculo así como a la del juicio (fueron lentos en aprender). Merced estos planos nacidos al azar de los acontecimientos y encontrándose, como ellos, de un extremo a otro, Stevens nos recuerda, irónica y póstumamente, que el cine ─como cualquier arte que busca su punto de mayor fuerza expresiva─ puede (y quizá debe) tender hacia el anonimato. Ciertamente, el autor de estos planos no obtiene dicho anonimato esencial a través del arte, sino por el efecto de un conjunto de circunstancias en las que su voluntad secreta de registrar y testimoniar actúa con la determinación moral de la tensión de un actor de John Ford, así somos impresionados por la aparición de una repentina banalidad en la performance actoral de Henry Fonda: liberado por la cámara poco cooperativa de Mervyn LeRoy, Fonda se propone expresarse, deviene feo por unos instantes, antes de ser espléndidamente repescado por John Ford.
          En esta búsqueda esencial del puente que lleva al anonimato en el arte, como lo atestiguan las películas inacabadas, no logradas o híbridas que llevan la marca de su autor así como un defecto inesperado y conmovedor de la coraza con la que casi todos hoy se protegen, debemos incluir a aquellos a los que les bastaba con insistir en que ciertos cineastas, a veces estimables, dejaran de escuchar al mundo para identificarse con aquel cine devenido en Becerro de Oro; este cine donde las imágenes del sexo y los sonidos de Dios, listos para el consumo “cultural”, son las metáforas totalitarias más aparentes que ponen, hoy en día, a los espectadores en guardia para ir al cine, no para ver el mundo, sino su procesión de comisarios políticos o estéticos, todas las confesiones admitidas. “El mundo ─dirán─, ya existe la televisión para eso”.

LA CRÍTICA, VIEJA LENGUA FRANCA

EPISTEMOLOGÍA:

I. LA VÍA TEÓRICA: LA CRÍTICA, VIEJA LENGUA FRANCA
II. LA VÍA MÍSTICA/ROMÁNTICA/NAIF: “OBRA MAESTRA”: CONCEPTO INDESEABLE Y DUDOSO

«La fama de este su Herr Profesor me llena de alegría, quiero decir que para nosotros, los que vivimos, es de gran importancia aprender a perder el antiguo miedo que nos obliga a creer que los privilegios de los otros suponen un obstáculo en nuestro propio camino, lo que no es así en modo alguno. La distinción de un conciudadano es antes un permiso que no una prohibición para que también yo consiga algo bueno. Y luego, por lo que sabemos, ni las ventajas ni las desventajas se apoyan en la continuidad, sino que, de vez en cuando, en éste o en otro lugar dejan de ejercer su influencia. A menudo lo perjudicial empieza cuando se ha agotado lo que es provechoso. Con ello quiero decir que cualquier provecho puede transformarse en perjuicio y que de cualquier perjuicio puede surgir un provecho. El privilegio de otro no va en mi detrimento, porque la excelencia no es duradera. Las cosas de importancia se suceden las unas a las otras. La gente habla un día de una cosa y al día siguiente de otra. Lo que perturba la alegría de seguir adelante es nuestra sensibilidad. En muchos aspectos nuestros sentimientos son nuestros enemigos; no así nuestros rivales. Los llamados adversarios son solo nuestros adversarios cuando recelamos de una importancia, la suya, que tiene sin embargo que renovarse siempre y ser adquirida de nuevo si no quiere extinguirse».

El bandido, Robert Walser

 

Escribiendo parte uno de muy lejos. De mar antiguo. Mediante el modo en que se estructura la frase, un razonamiento, cierto hilo conductor, se quiera o no, milenios de preguntas han sido ya dominadas, planteadas y respondidas, la mayoría por alguien anterior al escritor. Porque el tiempo apremia, ha de lucharse. Especialmente cuando se escribe sobre cine, la vocación escritural desmemoriada, urgente y bastarda por excelencia.
          Tal como nosotros la entendemos, practicar la crítica cinematográfica no sería más que una vuelta a los orígenes de la teoría. Roberto Rossellini nos recuerda, convenientemente, que la palabra “teoría” «viene del latín theoria, tomada a su vez del griego filosófico. El término griego theoria significa, en sentido lato, “acción de observar, de contemplar” (el sentido que muchos atribuyen a esta palabra, a saber, “meditación, especulación”, es incorrecto: no surgió hasta finales del siglo XVI)». Más precisamente, Theoreo (θεωρέω) provendría de la conjunción de thea (θέα), que significa “vista”, y de horao (ὁράω), cuya traducción aproximada sería “yo veo”; sin embargo, la raíz de ὁράω remite a una modalidad del espectar muy especial: la que pone atención en ello. Entonces, la pregunta: ¿qué divorcio se ha efectuado en el seno de la escritura sobre cine para que Serge Bozon llegue a afirmar tajante que «la teoría del cine no sirve para nada, la crítica de cine basta»? Según su visión ─que nos gustaría expandir, matizar y en definitiva compartir─, la cuestión de cómo la escritura se mantiene aneja, amando el objeto particular del cine ─esto es, los filmes uno a uno─ es el factor que determina; o sea, a grandes rasgos, la enseñanza general que Bozon vendría defendiendo podría formularse así: a más nominalismo, más venturosos serán los esponsales entre pensamiento, palabra y cine.
          La contracara perversa de este modo de dirigirse a los filmes, lo que Bozon llama despectivamente “teoría”, consistiría en escribir sobre cine pero traicionando incluso su propia esencia perceptiva. Aquí nos estamos refiriendo, primero, a la naturaleza del dispositivo cine como aparato y arte condenado a registrar la pulpa material del mundo, y segundo, al papel del espectador, cuyo agradecimiento por tan inestimable dádiva debería ser una apertura dispuesta, lo contrario a imponerse. Por otro lado, creemos provechoso a la cuestión evitar el camino demasiado fácil de entregar las armas, cediendo la palabra “teoría” al enemigo ─aun seguros de que desde el monte conseguiríamos un mejor ángulo de tiro─, porque uno, los malos amantes no merecen hacerle la corte, siendo como ella es de vetusta y respetable, y dos, rememorar el lapidario consejo de Freud sobre que «se empieza cediendo en las palabras y se acaba cediendo en las cosas» nos convence definitivamente para alistar, del lado de la crítica, dicho concepto.
          No creemos estar diciendo nada nuevo, ni son dudas que nos asolen únicamente a nosotros; la historia de la cinefilia, como impulsada íntimamente por un deber moral, no ha cejado nunca de plantear inquietudes similares a través de las décadas. Pensando en algunos de los mejores críticos que ha tenido este país ─Miguel Marías, José María Latorre, José Luis Guarner─ retornamos siempre a la misma cuestión, y no es otra que aquella que se pregunta dónde ha quedado el placer por la palabra a la hora de escribir sobre cine, sin por ello renunciar a las imágenes, al contrario, yendo hacia ellas, remendando los vínculos que antaño ─Serge Daney, Manny Farber─ u hoy ─Raymond Bellour─ han permitido y siguen permitiendo salvar felizmente el abismo que separa una palabra de un plano. Un corte, un cambio de párrafo. La propia escritura entrelazada con la rueda de imágenes, instrumento de evocación del filme. Todo aquello que Chris Fujiwara había resumido en réplica a un conocido teórico del cine; Criticism and Film Studies: A Response to David Bordwell. No «buscar causas», sino «exaltar la efectividad de ese efecto». El filme «no es un objeto, sino un proceso del que el crítico también forma parte. Y esto ni puede llamarse análisis textual ni tampoco evaluación». Es en este sentido que Farber hablaba de una relación push-pull entre la experiencia cinematográfica y la escritural, de la palabra precisa que permitiera al texto convocar el erotismo de Nagisa Ôshima.
          Como la amiga de la amiga de Adrien en La collectionneuse (Éric Rohmer, 1967), el cinéfilo puede consentir de buena gana que se le llame superficial, pues responderemos: «teniendo donde elegir, ¿para qué cenar con feos?». Sin embargo, al igual que ella, no aceptaremos, discutiremos hasta el final, que se nos achaque amar nada más que la belleza vaciada de todo movimiento, la mariposa en el alfiler: «Yo no me refiero a la belleza griega, la belleza absoluta no existe. Para que alguien sea bello a veces basta con una pequeñez. Podría bastar con algo entre la nariz y la boca… por ejemplo, la nariz se mueve o envejece según la forma de pensar, de hablar. Cuando hablo de belleza, no me refiero a la belleza inmóvil. Los movimientos, la expresión, cómo andas…». En realidad, cualquiera puede imaginarse a qué se refiere Bozon cuando menta la palabra “teoría”. Sabemos ─pues en ocasiones algunos filmes han tenido a bien deflagrar nuestras coordenadas─ que reside una evidente ingratitud en anteponer unas premisas de partida lanzándolas a modo de alud, o en su defecto, sirviéndose de ellas cual brida, para hacer violencia sobre los diferentes objetos considerados dignos de amar y de estudio, como si a la hora de juzgar o desgajar la belleza uno estuviese atado a patrones de análisis lineales o apriorísticos. Cabe resaltar entonces la vanidad del sentado cuando descarta el simple moverse de un cuerpo de su noción de virtuoso, grácil, delicado hacia los ojos del receptor. Al descalificar la cualidad respiratoria de los objetos se tiende a conmensurar e igualar regímenes de imágenes disímiles, opuestos, contradictorios, y no deberíamos hablar simplemente de “imagen” (la fórmula de Rohmer: «el cine no son las imágenes, son los planos»), pues si nos centramos en ella cuando está congelada, detenida, y la aislamos del conjunto de píxeles, fotogramas o bloques de negro que la escoltan, correremos el riesgo de convertirnos en coleccionistas del esplendor inmóvil, el más vano de los fetichismos, la forma más egoísta de amar algo.
          Si seguimos pensando en el cine como esa eterna noche en la que no todas las vacas son grises (Hegel, Bozon), deberemos acompañar a los animales en sus andares, siestas, despertares, abrevares, mugidos… y no centrarnos en la postal pastoral. Es preciso dejar al animal caminar, descansar, pacer, manteniendo la distancia necesaria para contemplarlo sin entorpecer su paso, y no coger el hacha, deshuesarlo y concluir, en una fraudulenta autopsia de noche americana, que así habremos “entendido” lo que animaba el ánima de la fiera. Esto denota cobardía, la misma del solitario que, por miedo a vivir, renuncia a los placeres y peligros de establecer vínculos con los demás, lealtades duraderas. Nada más avaro que negarse a acompañar al otro y, en un intento por detenerlo con una excusa indigna, olvidarnos del porqué de su marchar; sobra mencionar ─y aun así lo haremos porque es necesario recordar lo oportuno de los tópicos (Whit Stillman), repetir las cosas una y mil veces (André Gide)─ la pertinencia del seguimiento a la hora de averiguar adónde se dirige una bestia, un ser humano, sin por ello ser sus huellas acechadas traicioneramente por un perseguidor silencioso, un reclutador al estilo Tío Sam, su futuro coleccionista, ya que la revelación buscada no se producirá en aquel que escribe para iluminar en palabras parte del sentimiento que le alienta acosando los pasos de alguien o algo. Alumbrar la llama del que no se sabe fugitivo supone, a la larga, lidiar con él, mantenerlo en presente a través del lápiz o la tecla, entrenarse uno mismo como moviola, un ejercicio de velocidad y destreza adaptativa entendedor del requisito de toda galopada: las pezuñas tocarán la tierra, pero la pisada variará con el paso de los días, la nieve hará de suyo para esfumar el rastro, y deberán reajustarse las condiciones de la batida, según el filme, del vals.
          Con estas prerrogativas, quizá consigamos contradecir los agüeros de Daney: «La gente no hace nada con el cine, pero se aferra a él como a una prehistoria». Es tal prehistoria de becerros de oro, de ídolos de barro pergeñados a la fuerza, la que erige en instituciones y revistuchas unos requerimientos epistemológicos basados en sociólogos y teóricos cuestionables, algunos relacionados tangencialmente con el cine, otros ni eso, igualados a presión tras el peso de cualquier gimp coyuntural bajo la base de emplear su plano de trascendencia para acrecentar nuestra colección con cualquier cuerpo. El cenizo aguafiestas, Herr Profesor, susurrando en la oreja del joven redactor: “O la cita o la defunción académica”. Estas siete palabras, pronunciadas con infundada seguridad, son el escollo de la escritura, la mina que hace explotar las patas del caballo, la cerca que separa el filme de su comentarista. Nadie negará que categorías como género, símbolo, metáfora o arquetipo operan en el cine, pero si lo hacen es por una cuestión puramente material, de economía, muy rivettiana: en lo poco que suele durar un filme, la misión del cineasta es ganar tiempo, poner el tiempo de su parte. Los conceptos universales no explican nada, es la universalidad de los conceptos ─su hegemonía─ la que debe ser explicada, obligada a rendir cuentas.
          Lejos de ansiar un afán prescriptivo, reconocemos palmario el acto de escribir crítica como una especie de cacografía; un movimiento orgullosamente privado, por derecho de nacimiento, de adecuación o motivaciones claras. Dotado, eso sí, de una ambición que parece loca: pretende dar réplica a deseos percibidos en presente pero hogaño esparcidos por la brisa, electricidad estática, recuperar un retraso, calcando la butaca de pasiones adolescentes resistentes, amorfas y difíciles a las palabras, una vez la proyección se ha finiquitado. Casi sin aliento, y a la postre, escribir intentaría rendir tributo a un objeto móvil ─el filme─ el cual se condensa en una serie de intensidades mentales difusas que, por su particular pregnancia, traicionan en su escisión la totalidad de la que formaban cuerpo ubicuo (el del filme, el mío): «esa ligera flotación de imágenes nunca recompone una película completa ni la duración íntegra de una historia, sino que se inmoviliza definitivamente en su verdad». ¿Adivináis quién dijo eso? ¿No? ¿Sí? Es divertido escribir así, marear un poco. Al igual que existen filmes que se divierten a costa nuestra arrojándonos hacia un dédalo de signos indecisos, esquivos, quebradizos, y bien está que así sea; la ofensa prende en el interior del valiente como un desafío que desembota, demanda echar el espolón de tinta al océano incierto. ¿Qué diantres podría mover a un crítico a escribir sobre películas pacificadoras, malas, o que directamente no le gustan? ¿Es posible consensuar una nueva aproximación, una nueva koiné crítica? ¿Tal vez estuvo delante de nuestras narices siempre? ¿Qué podríamos decir que sería entonces, o dónde ha quedado, la “crítica cinematográfica” como el más esencial llamamiento a comprender? ¿Acaso un poco de torpeza, la ingenuidad, conservan todavía en la escritura la eficacia y la gratuidad de lo bello? Y lo más importante aquí: ¿desde cuándo una pizca de incertidumbre ha perdido ─en la vida, en el cine, en la indistinción entre el cine y la vida─ lo que tenía de natural refinamiento? (Walser)
          El sentido, la unidad y la expresión de un filme, o sea, la multitud de sus gestos criminales, sobrevivirán imperecederos adelantando por la derecha, incluso, a lo que un día fueron nociones audaces, como la de mise en scène, en tanto no buscan prolongar en ningún caso el «privilegio» de las «operaciones de filmación» (Santos Zunzunegui) o cualesquiera otros. El principio de conmoción de un filme puede encontrarse delante de la cámara, a los lados, detrás; dirigiendo o recibiendo el influjo del aparato; puede provenir de un actor o del paseante súbitamente filmado, indudablemente también del director, del productor, del guionista, de la sagacidad del montador o de una idea del encargado de fotografía; claro que, una vez dispuestos a franquear la transmisión de uno a otro régimen ─del cinematográfico al escritural─, dejando que la palabra por sí sola medie, habrá de referirse además el «malestar del destino del cuerpo que las encarna» (Jean-Louis Schefer), la condición espectatorial, cuyas dudas deberían versar, creemos, sobre lo expuesto anteriormente. Basta comprender cualquier secuencia de movimiento como una modalidad de algo expresándose, entendido esto en su dimensión más abierta y general, previo desembarazo de la ilusión completista donde dicha expresión se revelaría como un bofetón, bajo ropajes transparentes o polarizada sobre solamente un punto; sin cercenar tampoco la condición de todo gesto en proyección: su carácter de abierto y unitario. La necesidad malesterosa de un espectador activo sería la tarea de encontrarle un sentido sin totales garantías. Así, la hipótesis nunca más devendría la extracción de un significado, como quien extrae sangre o petróleo, menos aún basaría sus éxitos en la cincelación de un frontispicio donde las imágenes abstraídas, después de haber batallado ferozmente con los dioses, descenderían heroicas a inscribirse, ya que tal hipótesis de sentido confiaría la dignidad de su ser en la coherencia de los distintos elementos que la componen, en la armonía con que estos se desarrollan, en su contribución a las conversaciones pasadas y presentes sobre el cine, en sus capacidades explicativas, comunicativas, morales, etc., siendo su evaluación un trasunto hermenéutico con el que asaltar el presente y junto a él al resto de los tiempos.
          Entonces, más que constatar la inutilidad de un método, arribamos dichosos al desenlace, tercer acto, revelador de la condición más justa a la hora de acercarse a una secuencia, a un filme, a un cineasta: el uso de un método maleable, tendente a  metamorfosearse humildemente con las obras a tratar y buen entendedor de su carácter voluble en el momento en el que el objeto a deliberar varíe. El filo de Farber perdería su aguijón si no estuviese dispuesto a adaptar su hoja a las cadencias del momento, a las diferentes movilidades de un encanto en singular. Se trata, por lo tanto, de un cara a cara entre el texto y el filme sin coartadas; pero en este abandono, también resta la seguridad de que no habrá nadie al otro lado del teléfono a quien llamar por la noche cuando tengamos miedo de no saber aclimatar nuestro verbo al fotograma, la oración a la secuencia, espanto por perder de vista, para el futuro lector, el juego de letras que le harán delirar el filme, antes o después de verlo. Ahí y no en otro lugar se juega el pergamino del cine, y sí, hubo fechas concretas en que los axiomas se revelaron falsos, incompletos, deshonestos, pero el movimiento, a pesar de todo, consiguió deslizarse por debajo de las acaparadoras faldas del archivo, la burocracia de las imágenes, estrellándose contra las pretensiones de burbujas oficinescas, camelando al espectador más astuto, aquel que, a costa de no caer en los filmes fáciles, testarudo en su calendario cinéfilo, se ha ido construyendo, transversalmente, su propia teoría del cine, convirtiendo su olfato rastreador en la hipótesis más luminosa. Nos ata a ese receptor una deuda, más amplia e íntima que los supuestos lazos y reverencias, postraciones con el sombrero fuera de la testa, debidos al paper de la Universidad de Berkeley o a un filósofo alemán de los años veinte. Ese espectador ha hecho el trabajo, su principio de placer es el que deberemos retornar en forma de párrafos para completar y expandir sus perspicacias, atrevimientos, ocurrencias diarias carentes de marco lustroso, consiguiendo que un texto que departe sobre cine se parezca lo máximo a lo que se parece un filme: un mensaje náufrago en una botella, lanzado a ciegas hacia un mar de ojos. Llegará la aurora en que no existan puntos de vista trascendentes desde donde atalayar las imágenes, traicionando su inmanencia, y comprenderemos así que nuestro deber no era hacer el análisis, pues el filme ya lo hizo de sí después de registrarse (Jean-Louis Comolli), sino participar de la síntesis en que consiste la proyección, hacer la serenata, el cortejo, y bailar los fotogramas sucediéndose, levantarse de la silla sudorosa y ponerse a deambular el zarzoso camino que separa un encadenamiento de planos de una progresión de palabras.
          Con algo de suerte podremos decir que salvamos ese peñasco y vimos la cortina rasgada hilarse de nuevo.

 

1- Filme Demência (Carlos Reichenbach, 1986)

22- Filme Demência (Carlos Reichenbach, 1986)

3- Filme Demência (Carlos Reichenbach, 1986)
Filme Demência (Carlos Reichenbach, 1986)

 

***

 

Patricia Patterson and Manny Farber

OUR CRITICAL PRECEPTS

(1) It’s primarily about language, using the precise word for Ôshima’s eroticism, having a push-pull relationship with both film experience and writing experience.

(2) Anonymity and coolness, which includes writing film-centered rather than self-centered criticism, distancing ourselves from the material and the people involved. With few exceptions, we don’t like meeting the movie director or going to press screenings.

(3) Burrowing into the movie, which includes extending the piece, collaging a whole article with pace changes, multiple tones, getting different voices into it.

(4) Not being precious about writing. Paying strict heed to syntax and yet playing around with words and grammar to get layers and continuation.

(5) Willingness to put in a great deal of time and discomfort: long drives to see films again and again; nonstop writing sessions.

(6) Getting the edge. For instance, using the people around you, a brain like Jean-Pierre Gorin’s.

(7) Giving the audience some uplift.

 

BIBLIOGRAFÍA

Manny Farber y Patricia Patterson entrevistados por Richard Thompson en 1977.

FARBER, Manny. El Gimp. Revista Commentary; junio de 1952. Disponible en castellano en Comparative Cinema ─ nº 4.

FUJIWARA, Chris. Crítica y estudios cinematográficos. Una respuesta a David Bordwell.  En Project: New Cinephilia (EIFF & MUBI); mayo de 2011. Disponible en castellano en Détour ─ nº 5.

GANZO, Fernando. Un buen trago de bozonada. Filmar con el proyector: Una entrevista con Serge Bozon. Revista Lumière, nº 5.

GRANNY SQUARE

The Whales of August (Lindsay Anderson, 1987)

Al inicio del filme, en el trastero de los ojos, se acumula el sepia. En los muebles, polvo. Escudriñamos el recuerdo, las fotografías, y voces parecen arribar al presente como dobladas. Sin embargo, por experiencia, porque podemos contar una historia, confiamos en la certidumbre de algunos ribetes materiales en virtud de los cuales hemos sido a ráfagas dichosos, los que hacen que todo esto siga permaneciendo unido, y como cada año, que llegue puntual el agosto. Antes de poder el espectador acomodarse en una suerte de repliegue añejo o retrotraída nostálgica ─y, en un mismo movimiento, ahuyentado del encuadre la primacía escópica─, el ribete que en pocos minutos devela ─dando sensación de tiempo, como quien descorre pausado una cortina─ el idealizado sepia en suave color será sonoro: la campana de una boya en Cliff Island, rítmico tolón que acompañará tolón la vida de dos hermanas. Tan vetustas como el cine o el nacimiento de una nación, Bette Davis (Libby) y Lillian Gish (Sarah) balbucean anécdotas, se exculpan viejas instantáneas, encarnan una oración moral sobre las ventajas y las desventajas de mantener, durante la senectud, la práctica de la estereoscopía. Porque, ¿qué amarillea antes, el recuerdo o las fotografías? Libby, ciega y consciente de que pasará lo que le resta en oscuridad, cree que las segundas, mientras que Sarah ─y eventualmente Maranov─ todavía tiene aplomo para tratar de protegerse de la ictericia inherente al primero. Si Libby pudiera ver la luna llena, la puesta de sol, la belleza agreste que prolifera en la costa del Golfo de Maine… lo doloroso es que aún recuerda. Drama epocal repicando en el interior de un cuerpo (Libby basculando, perpetuum immobile, en su mecedora), martirologio de quien no puede evitar deleitarse en la trampa mnemotécnica. De fría y rebosante delicadeza, el espectador sensible comprenderá a la abuela: tampoco él podrá olvidar fácilmente la luz de Portland.
          Cuerpos ancianos, mimbrados, literalmente, sedimentos óseos donde se apila el pasado (la vista, el oído y la vitalidad desfallecen, sumergirse en la veta y reencontrar el camino de vuelta es cada día más penoso). Nunca cementerios andantes, tampoco se trata necesariamente de mecanismos desajustados, o de otra época. La palabra sería atestados, como de objetos lo está su hogar; el espíritu como estantería. En la repisa azabache de Libby, todo son mixturas: apreta la estación cálida, pero sus huesos susurran “noviembre” (el mes en que murió Matthew), y solo vicariamente puede imaginar su pelo cano (a condición de reminiscencear el de mamá). La materialidad de ciertos detalles también ejerce de traviesa para Sarah, pero ella es ordenada, hacendosa, la apreciable decadencia de su hermana la predispone contra el kipple. La segunda y última vez donde el sepia, brevemente, invade el cuadro, se da cuando esta revisa fotografías familiares, describiéndoselas a Libby. Una vez vistas en pantalla completa, completamente agotadas, de nuevo se desactiva, verbalmente, el formalismo melancólico, mesmerizante, del pasado: sin pena, Sarah dice planear venderlas en la subasta, junto al estereoscopio. No quiere dos ventanas con tabique en medio, sino una panorámica. De esto no se desprende, sin embargo, una desesperada huida hacia delante, ni orgullo, ni querer situarse fuera del alcance de la muerte, pues somos testigos de cómo ritualmente ─con un amor desmayado, pero apacible─, con una rosa blanca («for truth»), una roja («for passion») y el retrato de su amante enmarcado en plata, no ha dejado de celebrar anualmente ─lleva 46─ su aniversario con Philip (ausencia irremplazable, funesta Gran Guerra). Finalizado el homenaje, la mesa se recoge y la foto vuelve al anaquel. Al placer de rememorar se le añade la ventajosidad de ocupar cada cosa su sitio. En dos ocasiones se nos mostrará similar plano de las flores enjarronadas sobre la cajonera: la primera, después de una forzosa reconciliación de Sarah y Libby, la segunda, después del avenimiento sincero. Entre uno y otro, pocas horas en términos de tiempo interno al filme (en tiempo externo menos de diez minutos), solo ocurre la aquiescencia de Libby a la propuesta-ruego del carpintero ─«can’t imagine what I’d do if I retired…»─ sobre la ventana panorámica, precedida por un sentido apretón de huesudas manos hermanas en plano detalle. Si las rosas son las mismas, y en la segunda mostración apenas existe un sutil aumento de luminancia (concordante con la claridad del mediodía), ¿porque en el primero parecen tan irremediablemente marchitas, mientras que en el segundo florecen? ¡Ay, cómo afecta a la percepción la disposición del espíritu!

The Whales of August (Lindsay Anderson, 1987) - 1

The Whales of August (Lindsay Anderson, 1987) - 2

HAL HARTLEY, NOT SO SIMPLE

ESPECIAL HAL HARTLEY

Amateur (1994)
Ned Rifle (2014)
Hal Hartley, Not So Simple

«Los filmes de Alan Rudolph, Choose Me (1984) y The Moderns (1988) me entusiasmaron en su momento. Aún siguen encantándome. De hecho, creo que de The Moderns tomé prestadas ideas para escenas enteras. En The Unbelievable Truth (1989) hay una escena en la que Edie Falco y Robert Burke mantienen un fragmento de diálogo cíclico. Las mismas cinco o seis líneas repetidas una y otra vez. Lo saqué de una escena de The Moderns donde Kevin J. O’Connor (como Hemingway) y Keith Carradine hacen algo parecido. No lo recuerdo exactamente, tendré que comprobarlo. En los últimos años me he hecho amigo de Rudolph y a él le parece la cosa más loca que su cine me haya influenciado. En cambio, cuando conocí a Godard en 1994, fue la primera vez que hablé sobre mi trabajo con otro cineasta en activo. Y pude ver, por fin, qué era lo que había en sus filmes a lo que yo respondía tan poderosamente por aquellos años».

Declaraciones de Hal Hartley en 2013 para CineVue

Hal Hartley en su apartamento de Nueva York, en septiembre del 2013, componiendo la banda sonora de Ned Rifle (2014)

“Hal Hartley, Not So Simple”. Entrevista realizada por Robert Avila en 2007. Originalmente publicada en la revista online de la San Francisco Film Society’s; extraída y traducida del libro Contemporary Film Directors: Hal Hartley (Mark L. Berrettini). Ed: University of Illinois Press, 2011; págs. 77-94.

Robert Avila: ¿Ves muchas películas de Hollywood? Tenía curiosidad por saber qué estabas leyendo y viendo estos días.

Hal Hartley: En Berlín voy a un lugar donde alquilan filmes. Es asombroso percibir aquí cómo la gente de todo el mundo ve películas americanas, películas mainstream. Eso me da la oportunidad de ponerme al día —películas que probablemente no iría al cine a verlas. No son tan especiales para mí, no tengo tanta expectación, pero sí quiero saber qué está sucediendo.

RA: ¿Qué has visto últimamente?

HH: Vi, mmm… en Berlín la llaman High School Confidential. Es la de Evan Rachel Wood en el instituto. Mmm… Dios, ¿cómo se llama en EUA? Es una sátira, realmente oscura, donde estas chicas de instituto fingen un acoso sexual por parte de un profesor. Pretty Persuasion! (Marcos Siega, 2005) Me pareció bastante buena. La película estaba bastante bien escrita. Y esta chica, muy joven, era Rachel Wood [Kimberly Joyce], que estaba verdaderamente interesante. De hecho, veo al menos siete u ocho películas a la semana en DVD, y las apunto, pero mi libreta está en Berlín. A decir verdad, la mayoría de ellas, tal como entran, salen. Pero en los últimos dos años he visto The Thin Red Line (1998), de Terrence Malick, al menos una vez cada dos meses. Y The New World (Malick, 2005), que me parece directamente extraordinaria. Me compré el DVD hace un año. Es ya algo habitual en mí verla una vez al mes.

RA: Son grandes filmes, poéticos, pero ¿qué te atrae de ellos en particular?

HH: Claro que es el tipo de cine que yo no hago en absoluto, así que no se trata de eso. Pero aprendo de ellos. Malick es muy bueno contando grandes historias ancestrales de la realidad humana, en tamaño épico. Consigue grandes interpretaciones. Dedica mucho tiempo a buscar las características reales de la gente y a entretejerlas. Por eso son filmes muy caros; ciertamente, no son cosas vendibles a las primeras de cambio. Creo que son el mejor ejemplo de lo que puede ser el gran cine americano. Y son profundas, y son hermosas. Su amor por el lenguaje y cómo lo utiliza es realmente notable. Quiero decir que esa escena entre Elias Koteas y Nick Nolte en The Thin Red Line, cuando Koteas decide no llevar a cabo los ataques del modo en que Nolte quiere que lo haga, es simplemente un clásico.

RA: Recientemente, volví a ver Days of Heaven (Malick, 1978). Son filmes equiparables a una versión cinematográfica de las novelas.

HH: Y lo traduce en imágenes, realmente buenas. Muchas veces, cuando piensas en una película de Malick, no estás pensando a través de las palabras. No estás pensando en los diálogos, estás pensando sobre la naturaleza, sabes que hay todo esto en cada una de ellas. Ves esos cuatro filmes, solo las tomas de la luna, la hierba, la sangre humana… El Hombre en la Naturaleza. El hombre es natural, pero la Naturaleza está contra él. Tiene entre manos una cosa muy seria, en la que está trabajando filme a filme. Probablemente esté en su sangre. Y es algo que siempre olvido, lo poderosamente influenciado que estuve desde el principio por Days of Heaven y Badlands (1973) en los setenta. Vi Badlands una noche en la tele, en 1975 o 1976, y me quedé como [hace un gesto de asombro]. Creo que probablemente mi primera tirada de filmes en Super-8 en la escuela de arte y en la escuela de cine eran muy parecidos a su cine de entonces —pero sin conciencia ni comprensión alguna. [Risas.]

RA: Esos filmes en Super-8, ¿eran narrativos?

HH: Se volvieron narrativos cuando empecé a entender que existía algo parecido a la narratividad. Necesité de que algunas personas mayores, profesores, me lo indicaran.

RA: ¿Eres consciente de cómo ha evolucionado tu aproximación a la narrativa a lo largo del tiempo?

HH: Creo que sí. Es decir, guardo notas al respecto. No solo escribo sino que necesito escribir sobre lo que intento hacer. Así, en la revisión de mis propias notas, puedo comprender. Parte de ello es mudar de intereses. Pero parte de ello es, también, gozar simplemente de una comprensión más consciente de lo que albergan mis instintos. Solo en los últimos siete u ocho años puedo realmente decir que en mis filmes muevo a la gente en relación con la música del diálogo. Esto está muy claro para mí ahora. Puedo ver mis filmes, The Book of Life (1998), No Such Thing (2001); puedo verlos y, sí, me digo, esto es decirle a un actor que camine por una habitación, pausa, y di la línea, en marcha —el diálogo te está otorgando realmente el ritmo. Siempre que ignoras esto es cuando no funciona, y al contrario, de este modo pueden suceder muchas cosas interesantes. Parker Posey capta perfectamente el ritmo de cómo escribo. Creo que tiene que ver con la cantidad de trabajo que tuvo que hacer al ser entrenada como actriz, para enunciar y escuchar poesía. En su caso, probablemente, Shakespeare. Así que tiene oído para encontrarlo. Pero hay otras personas realmente interesantes que son diferentes. Leo Fitzpatrick, por ejemplo, fue estupendo para trabajar en The Girl from Monday (2007) porque no tiene nada de eso. Todo su ritmo, tanto de escuchar como de hablar, de moverse, no podría estar más lejos de cómo lo escucho yo cuando estoy escribiendo. Pero él está metido, dispuesto. Dice: “No, quiero hacer esto”. Que suceda eso es también muy divertido. Bill Sage es así —ya sabes, en The Girl from Monday, Simple Men. Él lo escucha, puede atender al diálogo. Pero su ritmo —cómo la gente habla tiene que ver, también, con los ritmos en su cuerpo. Fue algo que al principio de trabajar con Bill, a comienzos de los noventa, me interesó. Él se movía de esta manera tan extraña, como si las pausas cayeran en lugares realmente extraños, físicamente. Al ir a coger la bebida, hacía pausas y cambios de ritmo que no tenían ningún sentido para mí, básicamente. Pero mientras sepan que hay ritmo aquí… Debes someterte tú mismo a ese ritmo. Pero eso no significa que todo el mundo que interprete esa frase lo vaya a hacer del mismo modo.

RA: Los grandes actores en los que uno piensa tienen, por supuesto, formas muy distintas de moverse, diferentes ritmos distintivos.

HH: Es parte de lo que nos atrae de ellos, cuando decimos: «Oh, me encanta Humphrey Bogart», o algo parecido, tiene que ver con cómo se mueve, cómo piensa y cómo habla.

RA: Así que es una negociación con el actor.

HH: Sí, esa es una buena palabra. Sería seco y aburrido si solo fuera: «Aquí está, toma, hazlo de la forma en que yo quiero que lo hagas». Siempre los estoy observando. Hay una suerte de abreviaciones con algunos de estos actores con los que he trabajado mucho, como Parker Posey o Martin Donovan. Por ejemplo, Parker siempre va a decir —yo empiezo a decirle a la gente cómo va a pasar: «Jeff, estás aquí en la mesa, Parker, estás aquí en el fregadero, entonces vas a venir aquí». Hablaré un poco, y ella dirá: «Solo hazlo y punto». Así que le enseño, y ella mira. Y entonces ella hace lo que yo acabo de hacer. Y, por supuesto, es totalmente diferente. Es entonces cuando se da algo que yo puedo observar. Entonces, ya hay algo que puedo mirar. Una vez que hay algo que puedo mirar, puedo decir, «Oh, eso es genial, pero no hagas eso, quita esa parte». Y realmente me mantengo al margen de ellos. No puedo presumir de entender cómo hacen que estas palabras y la situación sean reales para ellos, para que sea una actuación real, completa. El interior se lo dejo a ellos. Pero mientras todos sepan que el interior y el exterior están conectados, entonces hay un método de trabajo. Yo me ocupo de lo exterior, lidio con el exterior. Y eso sí que cambia. Esto sucede a menudo, con Parker, sucede a menudo: ella intentará hacer algo, y no se siente cómodo para ella, y no está bien, por lo tanto, para nosotros, y yo puedo introducir una pausa. Ahora estoy escuchando el diálogo con mucha atención, muy cerca, y a menudo me leeré el diálogo a mí mismo, y me daré cuenta de que sí, de que ella no debería poner una pausa en medio de esa frase; simplemente debería continuar. Y tan solo observaré el ensayo mucho más de cerca, y aislaré el lugar, y diré: «No pongas esa pausa. Solo haz de carrerilla toda esa línea junta». Y puedes ver la comprensión en su cara cuando lo hace. Así que de esto trata mucho de mi trabajo cuando estoy en el set.

RA: ¿Ensayáis mucho tiempo?

HH: No. No como cuando empecé, en los inicios. Hasta quizá Amateur (1994), solía poner a todos en nómina un mes antes de empezar a rodar.

RA: Eso suena inusual.

HH: Sí, era inusual. En principio trabajaríamos dos, cuatro días a la semana, según fuera necesario. Pero como ellos estaban disponibles, podíamos hacer arreglos. Y creo que fue porque yo siempre anticipé que no tendría tiempo de descubrir cosas en el plató. Y, en cualquier caso, necesitaba entender más. La mayor parte de lo que sé sobre el trabajo con actores lo aprendí trabajando realmente con actores. Estas cosas que digo sobre que el ritmo y el movimiento están ligados directamente al ritmo del diálogo —eso es algo que los actores acabaron indicándome. Al menos lo expresaron con palabras, ya que yo estaba todavía tanteando con el objetivo de entender lo que estaba sucediendo.

RA: ¿Cómo fue la experiencia de trabajar con Jeff Goldblum?

HH: Fue fácil, porque él es una de esas personas que lo captó enseguida. No conocía mis filmes tan bien, aunque estaba al tanto de ellos. Recibió el guion, le encantó —pero también sabía que el guion era para Parker, y quería trabajar con ella. Pero luego acabó enamorándose del guion. Concretamente, dijo: «Me encantan este tipo de diálogos. Adoro este tipo de cosas». Y luego comenzó a ver mis filmes, y fue él quien enunció, cuando nos conocimos por primera vez: «Tú mueves a la gente alrededor, de aquí para allá». Y creo que puede haber sido él quien me sugirió la ligazón entre el ritmo y el diálogo. Es realmente fácil trabajar con él. Más que la facilidad de trabajar con él, subrayaría lo divertidísimo que es. Él mismo es un niño de pies a cabeza. [Risas]. Es muy considerado con todo el mundo. Se esfuerza por recordar los nombres de las personas que están en el camión descargando el equipo cada mañana, porque quiere agradar a todo el mundo, hace lo posible para quedar bien y ser considerado. Un ejemplo de energía realmente positiva. Pero es tanta la energía, y tantas las ideas, que hay imágenes en el making of que viene en el DVD —creedme, era inevitable— y hay mucho de mí como escuchándole, asintiendo con la cabeza, dejándole terminar. Pero en el buen sentido. Definitivamente queremos volver a trabajar juntos. Es realmente sorprendente, la gente ha preguntado: «¿Por qué no habéis trabajado antes juntos? Parece el tipo de actor Hal Hartley».

RA: Justo iba a decir eso. Es curioso, acabo de ver California Split (Robert Altman, 1974) de nuevo. Creo que es su primera aparición en pantalla.

HH: Sí, él sobresalía de entre los demás.

RA: Me sorprendió mucho la radiante sonrisa y el entusiasmo con los que caminaba.

HH: Alan Rudolph lo enlazó a esa banda. También está en la de las elecciones.

RA: Nashville (Altman, 1975). Montando ese enorme…

HH: Triciclo. [Risas].

RA: En realidad no dice nada en ninguna de las dos películas, pero su presencia suma.

HH: Sí, creo que dijo que Rudolph pensó que era interesante y se lo mostró a Altman y Altman dijo: «Sí, tenemos que mantener a este tipo por aquí rondando, podría utilizarlo en algún sitio».

RA: Parece, por lo que acabas de describir, que nada del entusiasmo que leíste ahí, en la pantalla de esas primeras películas, se haya atenuado para él en absoluto.

HH: No, le encanta su trabajo. Y todo lo que conlleva. Y eso significa ir por ahí y ser reconocido como una celebridad, y las chicas, y todo esto. Él no bebe, no fuma, se levanta a las cuatro de la mañana y lee los guiones, va al gimnasio y hace ejercicio, sale a correr. Te encuentras con él a las siete de la mañana y ha hecho todo eso, además, es brillante como una bombilla. «¿Qué hacemos ahora? ¿Podemos ir a trabajar ahora?». [Risas.] Él es más o menos así.

 

1-Jeff Goldblum en Nashville (Robert Altman, 1975)
Nashville (Robert Altman, 1975)

 

2-Jeff Goldblum en Between the Lines (Joan Micklin Silver, 1977)
Between the Lines (Joan Micklin Silver, 1977)

 

3-Jeff Goldblum en Remember My Name (Alan Rudolph, 1978)
Remember My Name (Alan Rudolph, 1978)

 

4-Jeff Goldblum en Fay Grim (Hal Hartley, 2006)
Fay Grim (Hal Hartley, 2006)

 

RA: ¿Son los filmes los que principalmente estructuran tu vida? ¿Trabajar para la siguiente película?

HH: Ahora menos. Sí, actualmente mucho menos.

RA: ¿Qué estructura tu vida entre filme y filme?

HH: Los negocios. Entre dos días completos y cuatro días completos a la semana, tengo que ocuparme de cosas. Pero llevo como tres años trabajando para cambiar eso. Acabo de conceder la licencia de un montón de mis primeras películas a un agente de ventas que se va a encargar de todo eso a partir de ahora. Así que, teóricamente, podría reducir mi trabajo a solo un día por semana.

RA: ¿Es eso abrumador? ¿Qué harías con los otros seis días?

HH: ¡Escribir! Debería levantarme por la mañana y sencillamente escribir.

RA: Incluso cuando los negocios no se interponen, ¿hay periodos en los que te resulta difícil escribir?

HH: A veces he sentido que tenía que parar, alejarme de algo. Pero normalmente tengo diferentes proyectos. Si siento que uno necesita ser digerido o pensado un poco más, puedo moverme a otro. Pero a veces simplemente no debes escribir. Algunos novelistas me han dicho, creo que Paul Auster me lo dijo, que a veces simplemente no puedes, tienes que salir, hacer otra cosa durante una semana. Nunca he tenido problemas para escribir. Pero es una cuestión interesante sobre la estructura. A principios de los noventa, mi vida se centraba totalmente en hacer películas. Sentía que si estaba terminando una y no tenía ya una preparada, en la cola, tenía el sentimiento de estar rehuyendo algo. Supongo que al principio de mi carrera no podía creerme que estuviera saliéndome con la mía. Alguien lo descubrirá y se acabará. [Risas.] Así que estaba todo el rato trabajando. Pero recuerdo, cuando me casé en 1996, y decidí —Había estado intentando trabajar de diferentes maneras, también. Quiero decir, hacer largometrajes es genial, y creo que soy bueno en ello, y he aprendido. El mundo entero me llega a través de ese trabajo. Pero a menudo me gustaría hacer algo más que suministrar un producto anticipado para un mercado conocido, lo cual es en lo que siempre se convierte. No importa cuánto intentes rebasar los límites, por fuerza tiene que tener una cierta duración (y así hasta el infinito). Y creo que hice un gran esfuerzo para hacer eso desde el final de Henry Fool. Cuando terminé Henry Fool, pensé que eso era todo, no sé si haré otro largometraje en mucho tiempo. Y empecé a hacer más trabajo experimental. Conseguí un estudio en Fourteenth Street, Nueva York, y monté una especie de taller. Y todos esos cortometrajes salieron de allí, y The Book of Life.  En realidad, The Book of Life, No Such Thing y The Girl from Monday provienen de esa época. Si No Such Thing se hubiera hecho en vídeo digital como las otras dos, creo que podrían considerarse más obviamente como una trilogía.

RA: ¿Piensas realizar más cortometrajes?

HH: Sí, he hecho un par. Curiosamente, vienen solos. Hice algo cuando Miho y yo fuimos a Japón para asistir a la boda de su hermana. Nos quedamos allí un tiempo; estuvimos en Japón como un mes. E hice algo a partir de eso, que trata sobre la mediana edad y el matrimonio, también sobre la cultura. En verdad fui a hacer un vídeo de su familia para enseñarselo a la mía, porque estoy seguro de que nunca van a llegar a conocerse. Su familia son agricultores, en las montañas, e ir a Tokio como dos veces en su vida es ya una empresa costosa, les supone un gran esfuerzo.

RA: ¿Así que ahí es donde estabas?

HH: Sí. No es demasiado remoto, pero es rural y ellos son agricultores, así que no puedes alejarte de la tierra. Y mi padre tiene ochenta y tres años ahora, así que no va a ir a Japón. Así que estaba registrando eso, pero se convirtió en una especie de meditación sobre nuestra vida en ese momento.

RA: ¿Es una película privada o es algo que eventualmente distribuirás?

HH: Eventualmente, lo distribuiré. Creo que cuando acumule suficientes cosas pequeñas que hablen entre sí de una manera coherente, entonces, las juntaré.

RA: Suena liberador hacer un cortometraje así, por tu cuenta, espoleado por el momento. ¿O has tenido ayuda?

HH: No, eso fue todo. Era solo yo. Tenía esta bolsa y mi VX100, un micrófono. Miho y yo nos entrevistamos mutuamente.

RA: Me recuerda a Godard y Miéville.

HH: O Soft and Hard (Jean-Luc Godard, Anne-Marie Miéville, 1985), pensé en Soft and Hard, donde él y Anne-Marie hablan entre sí de cosas.

RA: Sobre la vida juntos.

HH: Sí, hablan de un montón de cosas. Son dos personas inteligentes, es difícil seguirles el ritmo. [Risas.]

HH: ¿Era la primera vez que Miho y tú hacíais juntos algo así?

HH: Sí. En el avión a Japón, le dije: «¿Por qué no piensas en diez preguntas que quieras hacerme, y yo en diez preguntas que quiera hacerte a ti?».

RA: ¿Y fueron esas preguntas las que te hizo ante la cámara por primera vez?

HH: Simplemente le hice una toma, y ella tenía el micrófono encendido, y yo simplemente lo dejé grabando, y le hablé. Es decir, no lo utilizamos todo, pero es un principio útil para estructurar el resto de las filmaciones que hicimos.

RA: ¿Te puso especialmente nervioso?

HH: Sí, a mí, definitivamente. Estar frente a la cámara es suficiente para ponerme nervioso, pero además por estar hablando sobre temas serios, por supuesto, me pongo nervioso. Pero es lo que acabas haciendo. [Risas.] Te fuerzas a ponerte en un lugar incómodo, intimidante.

RA: Este es el tercer filme que has realizado fuera de los Estados Unidos. ¿Qué oportunidades te ofrece rodar en el extranjero?

HH: Antes había sido por razones estéticas; sin relación con el plano económico. Fay Grim (2006), sin embargo, planteaba ciertos problemas. Yo ya estaba viviendo en Berlín, y el guion, por supuesto, había sido escrito para Queens, pero también para París y Estambul. No es un filme totalmente pequeño, pero tampoco teníamos dinero para viajar a todos esos lugares y hacer todas esas cosas allí. Y tampoco podíamos basarlo en Nueva York. Se ha vuelto demasiado caro. Así que releímos el guion. Una cosa de la que me apercibí de inmediato es que el 90% de la película es en interiores, lo cual es bastante inusual. Así que empezamos a pensar en los decorados, en cómo construir decorados que coincidieran con el primer filme. Pero tuvimos suerte. Se trataba principalmente de la casa de Parker, el hogar de Fay. A última hora encontramos un barrio alemán prefabricado de la Bauhaus que tenía estas casas que podrían ser de Queens, o de Brooklyn. Tuvimos que cambiar muchos de los detalles, pero el diseño podría ser definitivamente una casa en Brooklyn. Fue mucho trabajo hacer la búsqueda de localizaciones, encontrar el interior del Ministerio francés… Ese tipo de cosas fueron más fáciles porque todas las ciudades europeas tienen en algún lugar ese edificio monumental del siglo XVIII.

RA: ¿Esto te ralentizó en algún momento?

HH: No, rodamos tan rápido como normalmente he tenido que rodar en los Estados Unidos. Son solo veintiocho días, creo —menos, como veintiséis. No, algunas cosas fueron más difíciles de encontrar, como el gran decorado del hogar de Fay. Eso nos llevó mucho tiempo. Este tipo encargado de las localizaciones, muy bueno, Roland Gerhardt, lo encontró en el último momento. Porque gran parte del número de páginas —si es un guion de ciento treinta páginas, setenta se desarrollan en la casa de Fay. Así que sabíamos que si rodábamos durante veintiséis días, estaríamos en esa localización durante seis o siete. Otras cosas fueron bastante fáciles.

RA: Dices que estabas viviendo en Berlín por aquel entonces. He leído que fuiste becado en la Academia Americana de Berlín. ¿Qué hacías allí exactamente?

HH: Bueno, es una especie de colonia, como la MacDowell Colony, así que te dan un estipendio por tres meses para que trabajes en algo que aparentemente tenga que ver con las relaciones entre Estados Unidos y Alemania, o con su historia, o simplemente con Alemania. Había estado trabajando durante mucho tiempo en un guion sobre la vida de Simone Weil, la activista social francesa, y ella había pasado algún tiempo en Berlín antes de la guerra. Eso parecía ser suficiente.

RA: ¿Sigues trabajando en ese proyecto?

HH: Sí, pero aún queda un largo camino por recorrer.

RA: Simone Weil es una figura fascinante. Una pensadora profunda, pero también una pacifista dispuesta a unirse a la resistencia francesa, etc.

HH: Es una persona mucho más representativa de la época y del lugar de lo que la gente piensa.

RA: Así que estabas allí inspirándote.

HH: Y me gustaba. Mi mujer, Miho, y yo, decidimos que había que hacer algún cambio. Se estaba haciendo difícil permanecer en Nueva York. Muchos de nuestros amigos se habían ido después del Patriot Act y otras cosas que vinieron. Realmente, ya no sentíamos que fuera el centro de nuestras vidas.

RA: ¿Así que ahí es donde estás asentado ahora?

HH: En Berlín es donde estamos instalados. Mantenemos un pequeño apartamento en Nueva York, porque ella diseña moda y ese trabajo está en Nueva York.

 

La actriz Miho Nikaido con su cónyuge, Hal Hartley, en Flirt (1995)
La actriz Miho Nikaido con su cónyuge, Hal Hartley, en Flirt (Hartley, 1995)

 

Miho Nikaido en Topâzu [Tokyo Decadence] (Ryû Murakami, 1992)
Miho Nikaido en Topâzu [Tokyo Decadence] (Ryû Murakami, 1992)

 

Miho Nikaido en Kimono (Hartley, 2001)
Miho Nikaido en Kimono (Hartley, 2001)

 

RA: Salir de Estados Unidos, creo, es una necesidad generalizada en los días que corren.

HH: Aquí, en Estados Unidos, se está incómodo. Es sutil. No te das cuenta; el diablo está en los detalles. Solo te das cuenta tras un par de años, de cómo estas leyes que parecen tan abstractas cuando las lees en el periódico, en realidad están afectando a tu vida.

RA: ¿Te sientes muy lejos en Berlín?

HH: No, en Berlín estoy muy a gusto. Incluso aunque no sepa hablar el idioma; puedes creerlo. Me siento mucho más en casa de lo que nunca me he sentido en Estados Unidos estando fuera de Nueva York. Y supongo que en Nueva York lo sentía simplemente por la densidad de familia y amigos que allí tenía.

RA: He descubierto que, viviendo fuera del país, puede ser agradable no hablar el idioma.

HH: En cierto modo es muy relajante. Me siento muy relajado caminando por Berlín. Es una especie de desconexión existencial. A veces solía hiperventilar, cuando estaba por aquí las primeras veces. ¿Qué pasa si me hago daño, tengo que ir al hospital o necesito la ayuda de mis vecinos? Ahora he acumulado un poco más de alemán. Pero existe esa paz. Cuando salgo de mi casa, del taller, y bajo a la calle, me siento realmente libre. No tengo ninguna obligación. Es realmente bastante agradable ser un expatriado. Además, las expectativas normales de lo que uno necesita para llevar a cabo su día a día son muy diferentes a las de Estados Unidos. Lo ves con los niños más obviamente, también con las familias. El estadounidense más pobre que conozco que tiene un hijo tiene que tener una habitación separada para todos los juguetes del niño. Mientras que en Alemania y Francia no es así. Tenemos una insistencia tan extraña en darles todo eso. Tienen su propia manera de negociar con los niños. [Risas.]

RA: Me pregunto si ser un artista en un entorno en el que no hablas necesariamente el idioma puede ayudarte a concentrarte.

HH: Es cierto que te otorga concentración, sí. Supongo que cierta gente en mi posición podría cogerse una casa en España, junto al mar, para alejarse de verdad de todo y trabajar en algo. Bueno, yo soy una persona de ciudad. No puedo adentrarme mucho en el país, o irme al campo. No me gusta conducir ni nada parecido. Así que Berlín es el lugar para mí. Estoy en medio de la ciudad. Pero una de las cosas que más me gustan de Berlín es que tiene todas las cosas buenas de una ciudad y, a la vez, se puede tener también la sensación de estar realmente en el campo. Hay tantos árboles; tienen una gran insistencia en una especie de calma, los fines de semana son los fines de semana. Puedo estar en mi piso de Berlín durante semanas enteras y no ver a nadie si no quiero. Así que he estado haciendo muchas cosas, preparando más trabajo.

RA: ¿Encuentras oportunidades para una “mala traducción” creativa?

HH: Mucho de lo que escribo, por supuesto, tiene que ver con esto, de un americano estando en Alemania, o en Europa en general, y con los problemas de comunicación y los descubrimientos que solo puedes hacer de esta manera.

RA: ¿Concebiste a Fay, en Fay Grim, operando de esta manera?

HH: No, no puedo decir que este tipo de cosas afectaran al proyecto porque Fay Grim se escribió antes. Fue escrito en los años en que yo trabajaba en Harvard, del 2001 al 2004.

RA: ¿Siempre supiste que querías continuar la historia de Henry Fool?

HH: Utilizar la palabra “continuar” es curioso. Sería más exacto decir que yo sabía desde hace mucho tiempo que me gustaría inventar una nueva historia en la que interviniesen estos mismos personajes. Creo que la disyuntiva entre una película y otra es lo que caracteriza a estos filmes.

RA: ¿La gente ha comentado lo diferentes que son estos filmes?

HH: La mayoría de la gente, con razón, se fija en los personajes. Se preguntan: «¿Cómo fue pensar cómo sería Fay diez años después de Henry Fool?», «¿Cómo habrá crecido desde que fuera esa niña?» Pero de hecho hay muchas pistas en ese primer filme. Ahí es donde fui cuando traté de figurarme qué iba a intentar hacer para contar una nueva historia con esta misma gente: volví al primer filme y tomé notas. Henry menciona Sudamérica; Henry menciona París. Pero para el personaje de Fay, hacia el final, puedes ver que ella no es la misma chica que al principio. Cuando saca a su hijo del bar de topless donde está bebiendo con su padre —ya se volvió un poco más responsable. O cuando mira a la chica del vecino, Pearl, cuando esta sale de casa, lo cual tiene que ver con alguna movida de mierda que está pasando con el padrastro. Empezó casi desorientada, pero está aprendiendo.

RA: Inicialmente ella es joven, irresponsable, exigente…

HH: Solo quiere que se la follen. [Risas.]

RA: Debe haber sido tentador continuar con su desarrollo.

HH: Lo fue. Nos centramos en cuáles serían los cambios más probables que se producirían en una persona si estuviera criando a un niño sola. Además, han ocurrido ciertos tipos de tristezas —su madre se suicidó en el baño, su marido se fugó a algún sitio porque mató al vecino de al lado y su hermano estuvo en la cárcel. Así que hay tristezas y dificultades que ella tiene que soportar. Para los propósitos y fines de esta película, quería que ella fuese la representante de un tipo particular de ciudadano estadounidense que espero que exista en algún lugar ahí fuera. Es perfectamente bien intencionada, pero está desinformada, lo cual creo que puede decirse de gran parte de la población de aquí. Pero también es bastante inteligente, valiente y profundamente caritativa. Esa es la tragedia de este filme. Si no hubiera perdido el tiempo intentando que Bebe les acompañara, se habría reunido con Henry. Así que tendremos que lidiar con eso en la tercera parte.

RA: Es interesante, también, los modos en que Henry se desarrolla y no se desarrolla. En el primer filme, en términos específicamente de su relación con Fay, él siempre terminaba por alejarse de ella.

HH: Él no quería estar casado. Tenía miedo de atarse. Pero se sentía terriblemente atraído por ella sexualmente.

RA: Finalmente lo lleva al altar.

HH: Sí, es solo un vago. [Risas] Es solo un niño. Pero le creo al final de Henry Fool. Dice: «Te quiero, Fay». Y ella lo besa y le dice: «Duro» [Risas.] Solo soy curioso, en mi escritura de ahora para el filme que eventualmente será la tercera parte, supongo, quiero entender más sobre la naturaleza de la atracción que se ejerce entre ellos. No veo que esta película vaya a tratar sobre este gran amor romántico, y que ella vaya a hacer todo lo posible para estar con el hombre al que ama. Creo que ella ha superado eso y se la verá intentando reunir a la familia.

RA: Me ha llamado la atención que Henry siga siendo tan incansable y pendenciero como siempre, pero que ahora esté inscripto en términos de geopolítica e intriga internacional.

HH: El primero es sobre el individuo, Simon, y sobre la naturaleza de la influencia. Pero para simplificarlo: el primer filme trata sobre el acto creativo; el efecto sobre el individuo, la familia, la comunidad y la cultura. El segundo empieza con la cultura, pero el espectador lo está viendo a través del prisma de la experiencia de una determinada familia, de una cierta mujer. Así que el tercero, creo, volverá a ser diferente. Siento que está sucediendo el ritmo de una conclusión. Creo que el tercero dialogará casi tanto con el primer filme como con el segundo.

RA: ¿Cómo fue trabajar con los mismos actores diez años después? ¿Con Liam Aiken como el ahora adolescente Ned, por ejemplo?

HH: Ese fue su primer papel, cuando tenía seis años. Fue su primera vez en el cine. Y es un buen chico. Es inteligente e implicado. Ya se lo pedí, le dije: «Mira, este proyecto se encamina hacia una tercera parte, y que definitivamente será sobre Ned». También es guitarrista, tiene una banda. Así que le pregunté: «¿Vas a seguir siendo actor? ¿Puedo contar contigo para una tercera parte?» Y dijo que sí. Pero es curioso lo de Henry. Tom Ryan y yo tuvimos una conversación sobre cómo habría cambiado. Recuerdo a Tom articulándolo muy bien, diciendo: «No, Henry no cambia. Henry es exactamente el vago, el infantil, el ensimismado pero hilarante tipo que siempre ha sido. El contexto cambia pero él es como una roca en el centro». Creo que hay algo en eso. Creo que la tercera podría ser realmente muy dura con él, sin machacarlo, pero llegando a la brutal verdad sobre un personaje así. Definitivamente puedo ver al hijo diciendo: «Ya sabes, mamá está en una prisión turca». O, piénsalo, si Fay es acusada de traición por los Estados Unidos —somos el único país del mundo que mata a la gente por eso. Ella puede ser ejecutada. Tú puedes ser ejecutado. Algo así podría ser realmente duro para su padre. Esto podría ser definitivamente algo del tipo Luke Skywalker/Darth Vader, como si él fuera a matar al viejo. Pero podría imaginarlo finalmente no haciéndolo porque entiende que este hombre es solo un niño. Un niño perpetuo. No sabe cuáles son las implicaciones de todo lo que le pasa.

RA: También hay algo mítico en él.

HH: Incluso antes de querer hacer la segunda parte, quería hacer un clásico contemporáneo americano tipo Fausto. Y él era Mefistófeles, y Simon el Fausto. Incluso cuando Goethe y Marlowe hacían sus Faustos, Fausto era ya una historia común y corriente. Creo que algo sobre la naturaleza perenne de estos personajes hace que pueda trabajar con ellos durante mucho, mucho tiempo. Habrá que ver.

RA: Siempre has sido tú quien ha puesto música a tus filmes, y la música es un elemento invariable e integral en ellas. ¿Cómo procedes para crear la música?

HH: Normalmente se hace a la antigua usanza. Corto la imagen y los diálogos y luego los meto en cintas de casete —aunque ahora debería estar haciéndolo en ordenador. De todos modos, tengo una televisión y lo reproduzco en ella. Quizá, mientras hago la película y la edito, pruebo, jugueteo, me entretengo con el piano intentando encontrar temas. En este caso, fue bastante divertido, porque esta música de Henry Fool ya existía. Me puse a escuchar mucho la música que hice en 1996 y 1997. Me llevó mucho tiempo encontrar ese acorde [tararea el tema principal], que es un clásico, carnavalesco, del gitaneo. Pero no podía recordar el acorde real. Finalmente lo encontré. Lo escribí. Creo que los acordes tocados de esa manera solo se oyen una vez —creo que está en el CD, no en la película— pero el ritmo se toca como un arpegio. Eso abrió todo un mundo. Creo que la música aquí está mucho más afectada por el estilo de la música de No Such Thing y The Girl from Monday. Es menos música máquina que The Girl from Monday. Pero en The Girl from Monday también, el tipo de estrategia que había respecto a la banda sonora era música mecánica con instrumentos acústicos. Hay muchos violonchelos y clarinetes —pero también programas electrónicos de percusión, golpeteos, guitarras eléctricas y demás. En este filme se dejaron de lado ese tipo de cosas, pero es sobre todo una instrumentación que ha ido evolucionando desde No Such Thing.

RA: ¿Tocas con otros músicos?

HH: En ese sentido, es todo mecánico, está hecho por mí al teclado.

RA: ¿Has estudiado música?

HH: No. Estudié guitarra clásica cuando era adolescente, y también algo de lectura a primera vista (repentización) por aquel entonces. En realidad, el año anterior a Henry Fool, mi compañero de música durante mucho tiempo, Jeff Taylor, se mudó aquí a la Costa Oeste para empezar otra carrera. Cuando hicimos toda esa música de Simple Men, Amateur y Flirt (1995), era yo quien siempre estaba a los instrumentos, y él pensaba en la armonía y la teoría, y sugería cosas. Me volví realmente dependiente de él. Cuando se fue, dije: «Vale, vamos a tener que ponernos serios con esto». Así que tomé un curso nocturno de trece semanas en la New School sobre lectura a primera vista, que me hizo recordar todo aquello que sabía de niño. Y me dio mucha confianza. Sin duda, la música de Henry Fool fue la música más segura que hice yo mismo. Jeff también lo pensaba. Me llamó inmediatamente cuando vio el filme y me dijo: «Muy buen trabajo». Así que desde entonces he tenido mucha más confianza.

RA: ¿Te gusta tocar música en general? ¿Es una actividad diaria?

HH: No, está muy dictado por las películas. Casi nunca —esta es una circunstancia típica: en ocho o nueve semanas, mientras hacemos el montaje de sonido de Fay Grim en una habitación, yo estoy en otra, donde paso la mayor parte del día haciendo música y grabándola. Cuando siento que tengo bastante para una parte de la película, me voy a la habitación de al lado y la meto en el ordenador. Todo ese proceso es muy emocionante. Genero una enorme cantidad de música de ese modo. Luego hacemos la mezcla de la película, y me alejo de la música durante otro mes. Luego, cuando todo se relaja, y la película está terminada, y se entrega, y mi tiempo vuelve a ser mío, suelo volver y empiezo a escuchar todas las grabaciones de nuevo, pensando en juntarlas en un CD. Así que busco lo mejor y lo más representativo. Y eso me lleva a rehacerlas —porque la música en las películas tiene que ser menos potente de lo que sería si la escucharas en una sala. Intentar rehacerla como una experiencia exclusivamente auditiva, es genial. Eso me encanta. Ese periodo es el único en el que soy un músico cada día. Entonces he terminado, y probablemente no coja la partitura del teclado electrónico hasta la próxima vez.

RA: ¿Sigues la música en Berlín?

HH: Voy a ver un montón de música clásica, jazz y cosas de orquestal contemporánea. Me gusta irme a la cama demasiado temprano como para estar al día de la escena del rock. Tengo muchos amigos roqueros a los que simplemente no puedo —Nunca los veo roquear.

RA: Tu reaproximación al proceso de realización cinematográfica, técnica y estéticamente, en The Girl from Monday, con las cámaras digitales, equipo reducido, etc. ¿Cómo se trasvasó a la producción de Fay Grim?

HH: Son películas más pequeñas, las cosas que he estado rodando con una cámara DV convencional, las que me llevaron a empezar a hacer todos esos planos aberrantes, por ejemplo, jugando con este tipo de aproximación estilística. Pero también las tres películas que la precedieron fueron concebidas más o menos a la vez. Formaban parte de un proyecto más amplio (me refiero a The Book of Life, No Such Thing y The Girl from Monday) para tratar un gran tema —la fe y el cuerpo, o nuestra vida espiritual y el cuerpo— desde distintos ángulos, todos ellos utilizando géneros. Así que estudié mucho los géneros. Con No Such Thing, viendo películas de monstruos, una gran variedad y de todo tipo. Preguntándome: ¿Qué tienen en común todas estas películas? En ellas siempre hay cosas divertidas. En muchas de las películas japonesas de Mothra, y de Godzilla, es una mujer periodista quien tiene que salir a investigar —esas cosas comunes eran las que quería incluir. Creo que estaba bastante versado en ese tipo de investigación. Así que cuando supe que Fay Grim tenía que empezar como una especie de sátira de espionaje-thriller, supe exactamente qué hacer. Conseguirme unos periódicos, sacar cosas reales de la sección internacional; y leer novelas de espías, ver películas de espías…

RA: ¿Así que te sumergiste en este tipo de fuentes?

HH: Y se tornó más nítido al decir: «Esto es algo que sucede en cada película de espías, sea en la saga James Bond o en The Spy Who Came In from the Cold (Martin Ritt, 1965), siempre contienen ese momento en el que hay un giro, cuando la persona en la que confía resulta que está mintiendo, o no es en realidad quien dice ser». Está bastante bien. A veces, hacer uso de un género puede permitirte tratar cosas muy serias de un modo ligero. Puedes ser, de hecho, más poético al respecto —en cierto modo, un poco más ridículo— y seguir manteniendo un reducto de sinceridad.

RA: Así que eso te libera.

HH: Puede hacerlo, sí. Entregarse uno mismo a una forma, o a un género, como decimos en storytelling. Se oye a los músicos hablar de esto. Ellos dicen, tengo todas estas ideas, pero no sé si debería ser una fuga o alguna otra forma. Lo sienten, lo escuchan, pero no han descubierto aún cuál es la mejor forma para ello.

RA: Previamente a esto, ¿no te habías preocupado conscientemente por el género?

HH: Solo con Amateur. Y eso fue muy pronto. No hice tanta investigación. Por aquel entonces no intentaba buscar estas cosas típicas. Solo recordaba las series de detectives de la televisión de los setenta e iba trabajando a partir de lo que recordaba.

RA: Estaba revisando la entrevista que le realizaste a Godard en 1994. Había una pregunta que le hiciste sobre las nuevas tecnologías, las posibilidades relativas a los nuevos modos y canales de distribución, etc. Él se mostró un poco desdeñoso o pesimista al respecto, pero tú parecías entusiasmado.

HH: De eso es de lo que todo el mundo hablaba en mi grupo. Él habla de forma poética, por lo cual su postura es difícil de desentrañar, pero no creo que sea tan brutalmente pesimista como suena si se lo toma literalmente. En cierto modo, solo está admitiendo que los tiempos están cambiando. Pero es como la economía política del cine, él ve que hay cosas ridículas implicadas en ella, como que claramente se está confinando hacia pantallas más pequeñas. ¿No dice algo así?

RA: Lo hace.

HH: «Los apartamentos son cada vez más pequeños, así que, ¿por qué deberían ser las pantallas más grandes?» [Cita de su entrevista con Godard]. Creo que tiene nostalgia de la antigua experiencia inmensa, comunitaria. Pero estoy seguro de que en la época en que lo decía ya no era así como Godard experimentaba los filmes. No es que hubiera abandonado las salas de cine. Tenía, por ejemplo, a Tom Luddy enviándole DVDs de todo tipo.

RA: Aunque no estaba muy errado sobre lo que ha acabado pasando, ya que todo el mundo ve películas en sus ordenadores, y mi apartamento, igualmente, sigue reduciéndose.

HH: No lo estaba, no.

RA: Más de diez años después, ¿qué ves en relación a la puesta en marcha de estos nuevos canales? El San Francisco Film Festival, por ejemplo, tiene este año un proyecto piloto para enviar filmes a través de Internet en lugar de llevar los filmes y a la gente al recinto físico del festival, según el antiguo paradigma. ¿Te ves a ti mismo en estas nuevas redes de distribución?

HH: Sí, por supuesto. Creo que en aquel momento, en 1994, probablemente creía que esas cosas serían para nosotros una elección entre otras. Ahora comprendo que no son una elección. Las películas son un arte comercial, y el comercio determinará cómo la gente las disfruta. Siempre ha sido así, desde los nickelodeons. Así que ya no me preocupa. Un filme como Fay Grim está hecho con nueva tecnología, pero en realidad está haciendo lo mismo que las películas hacían hace setenta, ochenta años. Pero, sí, la manera de hacerla llegar a la gente es diferente. Y hay gente que sabe mucho más sobre esto que yo. No voy a preocuparme mucho por ello.

RA: ¿Sigues haciendo básicamente lo que siempre has hecho?

HH: En cierto modo. Cuando estuve aquí [en San Francisco] con The Girl from Monday, fue probablemente la cosa más radical que he hecho nunca, llegar a pensar: «Vale, hemos hecho esta película de una manera tan diferente y alternativa que ¿qué pasaría si ampliáramos estos procederes un poco más y considerásemos la distribución como parte del proceso de producción?». Sabes, no me arrepiento de haberlo hecho, pero fue demasiado, demasiado trabajo.

RA: ¿Para hacerlo tú mismo?

HH: Sí, para llevar el filme por todo el país… pero algo así se consideraría ahora terriblemente pasado de moda.

 

1-Hal Hartley durmiendo

2-Hal Hartley durmiendo

3-Hal Hartley durmiendo

 

BIBLIOGRAFÍA

Hal Hartley

Interview: Hal Hartley, director of ‘Amateur’

 

«BECAUSE LIFE IS DULL, A GOOD FIGHT KEEPS IT INTERESTING»

ESPECIAL HAL HARTLEY

Amateur (1994)
Ned Rifle (2014)
Hal Hartley, Not So Simple

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014)

Se requiere una vasta independencia, búsqueda constante, desempolvar cada tanto las ganas de hacer cine, para parir una trilogía tan benditamente deslavazada como la conformada por Henry Fool (1997), Fay Grim (2006) y Ned Rifle (2014). Nueve años separan la primera de la segunda, ocho median entre la segunda y la tercera; el cómputo total arroja una empresa de diecisiete años. La primera se hizo con el premio al mejor guion en el Festival de Cannes, la tercera tuvo que financiarse por Kickstarter. Tras semejante designio solo puede estar Hal Hartley o el diablo, probablemente. Más aún cuando la continuidad entre las tres corre a cargo del mundo interior de los personajes (de las memorias que guarda el espectador) a la vez que, en cada entrega, Hartley se aviene a doblegarlos ─a los personajes (y con ellos, al espectador)─ hacia un proyecto formal distinto.
          Después de declinar, en Fay Grim, la morfología del encuadre digital hacia un sinfín de sus aberrantes posibles, Ned Rifle acaba concibiéndose a sí mismo como otro capítulo más, encomendándose del digital a su eficacia portátil. Cuestiones de economía, fílmica y extrafílmica. Con la red agujereada, trabajando a perpetuidad con presupuestos ajustados, Fay Grim debía decidir entre poner en escena tiroteos verosímiles, sirviéndose de coberturas narrativas y balas de fogueo, o confabular una producción oblicua, febril de amor, eminentemente dramática, rodando en unos Berlín, Estambul, Nueva York y París mitad reales-mitad recreados: Hartley se decantará por lo segundo. Posteriormente a Henry Fool ─con la cual Hartley alcanzaría su acmé en lo referente a prestigio crítico─, la trayectoria de largometrajes del cineasta iría espaciándose, topándose con la indiferencia, significando Fay Grim la puntilla. A partir de entonces solo cortometrajes, el cineasta oponiéndose a concebir sus obras en clave de feature films ─«I’d like to do something more than supply an anticipated product for a known market»─, aventuras todavía más independientes (La Commedia, 2014), trabajos para la televisión (My America, Red Oaks); considerado estrella fugaz de los noventa, en adelante cierto olvido. Lo más parecido a un largo sería Meanwhile (2011), donde, en menos de una hora, un neoyorkino maduro como Hartley está obligado a reinventarse. Y lo consigue.
          También Ned Rifle debió decidir: ¿proseguir las pesquisas digitales de la entrega anterior, tal vez intentar otro capítulo? De nuevo, lo segundo. El digital ecuánime, vaciado de ruido, de Meanwhile, desbrozaba el mismo viejo camino a transitar con otras herramientas, una bocanada. La tercera entrega ─autoproducida (Possible Films)─ de menos de 400.000 dólares medita sobre cómo extraer de un exiguo presupuesto no preguntas sino respuestas, una máxima claridad expositiva. ¿Acaso tendrá algo que ver que “Ned Rifle” corresponda al seudónimo utilizado por Hartley al acreditarse a sí mismo en la música de sus otros filmes? Si le preguntan sobre ello, se cuidará de replicar que no, no sea que alguien lo interprete a modo de testamento y se le dé aún más por muerto. Respuestas significa, además, no contribuir con un encuadre furioso a la confusión apocalíptica según la cual un cineasta talentoso como él no puede gozar hoy día de presupuestos medianos. Imaginemos que la base del cine independiente sería la aceptación, aun cuando pareciera imposible, de cuadrar serenamente las cuentas. Y aquí Hartley cuenta con la troupe; pues, respecto a la relación con sus actores, a efectos de comunicabilidad con ellos, advertiremos que el cineasta-productor ha hecho al menos eso siempre soberanamente bien, consiguiendo que le sigan esforzados, apegados proyecto tras proyecto, aviniéndose a cobrar el mínimo sindical si no queda más remedio (Thomas Jay Ryan, James Urbaniak, Martin Donovan, Parker Posey). Del filme, un ejemplo cristalino: relevándose con los créditos iniciales, a la vez que presenciamos cómo un funcionario saca a Fay esposada de un furgón, el sonido de presentador de telediario nos informa que la madre de Ned está siendo trasladada de una base secreta estadounidense a la penitenciaría federal, cuando la imagen, durante un par de segundos, se detiene; en el cambio de plano, entendemos que dicha detención se ha operado para que la imagen de Fay pase a formar parte de la esquina superior izquierda del noticiario, el presentador a la derecha, mostrando el programa a pantalla completa tal como si fuéramos los espectadores del directo. Dicha trasferencia ─de Fay al telediario, del telediario al cine─ sin pizca de rubor, perfectamente engrasada, desdibuja oposiciones, el intersticio se disuelve en un abrazo: a Hartley rodar en digital ya no le problematiza.
          El cineasta retorna al plano como centro neurálgico y unidad de medida. Aquellos desasosiegos locuaces que en ocasiones se traducían en encuadres digitales con pequeñas correcciones de seguimiento, tendentes a desequilibrar por no especificar desde el principio dónde acabarían los personajes, su relación con la escena y el cuadro, cuando llegara el corte, Hartley los aparca con ocasión de cerrar la trilogía. Aquí solo hay algunos movimientos cortos de la cámara sobre su eje, pequeños paneos que recogen a un personaje pasando de la calle a un interior, de una estancia a otra. También pocos deshilachados travellings de presentación, rápidamente despachados para dar a situar, en segundos, un primer plano o uno medio de los personajes. El resto es dominado por una fehaciente fijeza, una economía del encuadre modesta, pero profunda y expansiva (escuela Godard, promoción de los 80). Hartley cita consciente a Robert Bresson: «No muestres todos los lados de la cosa. Es la frescura del ángulo particular desde el que ves lo que dará vida a la cosa». Puesta en forma que, por un lado, reconecta con las preocupaciones del cineasta cuando aún se le permitía filmar en celuloide, mientras que por el otro rima con la determinación de Ned de asesinar por fin a Henry, su padre.
          Una de las misteriosas flaquezas del digital, respecto del celuloide ─cuestión digna de recibir minuciosos estudios técnicos y, en consecuencia, futuras soluciones tecnológicas─, puede tasarse en cuanto más en el primero respecto al segundo una pobreza indomada puede llegar a ofuscar la puesta en escena. Sin embargo, la concreción, el sometimiento de los personajes al encuadre firme, estrategias largamente trabajadas por Hartley y recuperadas con severidad en Ned Rifle, afianzan su valor; pertenecientes al verdadero cuerpo del cine, su vigencia se muestra a las claras en cualquier soporte. Pocos cineastas han sido tan precisos como él a la hora de poner en actor puesto en cuadro las libertades redentoras, anejas a sus correspondientes automatismos incorregibles, que concede el desclasamiento. También la palabra desclasada. Contra el automatismo discursivo primordial ─la herencia interior del presente cultural en su conjunto─, los personajes ejercen otro todavía más de superficie, una especie de contrarréplica espontánea al mundo que puede trabajarse (leyendo o escribiendo): dramatúrgicamente, ellos mismos se narran, recitan sus frases de seguidillo y muy rápido, devolviéndoselas unos a otros cual resorte, chispeadas a pedernal como de un fuero endógeno crepitante cuya mecha estuviera al alcance de la boca. Así, en un mundo tan maltrecho, la literatura se torna subversiva simplemente por oponerse al broadcasting. Palabra y movimiento tienen su momento, el pensamiento, la duda, tienen el suyo, y el cineasta se encarga constantemente de diferenciarlos en escena para capturar la resolución exacta en la que Ned, Henry, Susan, Fay y Simon viran su ser o se concretan.
          Tomando en la consideración que merecen las adaptaciones de Hartley al soporte digital, lo cierto es que de su primer filme (The Unbelievable Truth, 1989) al de momento último las formas se mantienen religiosa, tercamente constantes; otra cualidad bressoniana. En una entrevista aparecida en los Cahiers nº 178 (mayo de 1966), ejerciendo Godard de entrevistador, Bresson intentaba poner en palabras la intuitividad que domina la realización de sus filmes: idealmente, es la forma la que ocasionaría los ritmos, pero siendo los ritmos todopoderosos ─incluso en una crítica de cine, afirma─, se hace complicado dilucidar si estos no serán en realidad la materia primigenia con la que trabaja el cineasta en rodaje, teniendo la forma solo una existencia previa ─como síntesis instintiva hacia la que tender─ y posterior ─la síntesis efectiva. En el medio, la rampa hacia el espectador, que sería primero, sobre todo, un asunto de ritmo «que luego es un color, cálido o frío, y enseguida tiene un sentido, pero el sentido llega lo último» (Bresson). Por su parte, Hartley dice haber empezado a articular, después de Simple Men (1992) ─un filme con menos diálogo respecto de los anteriores─, su objetivo de fusionar el ritmo y la melodía del diálogo con el ritmo y la melodía de la actividad física, teniendo como prioridad el hacer trabajar juntas ambas instancias. Como principio rector de la puesta en escena, una disposición adicional compartida por los cineastas: al mismo tiempo que se deja lo más libre posible al espectador (dentro del laberinto), debe uno hacerse amar por él (el hilo de Ariadna). Con Amateur (1994), los dominios del proyecto formal, en el cine de Hartley, se ensanchan, concretándose la evolución en el retablo tríptico de Flirt (1995) ─para él, filme preferido de entre los suyos y el único en que aparece, junto a su mujer, como actor─, Henry Fool supondrá un recomienzo efímero, su particular Sauve qui peut (la vie).
          Si la resistencia del ambiente no fuera casi siempre tenaz, el yo no habría adquirido nunca conciencia de sí mismo. Dicha intuición, en un cineasta tan poco paisajístico como Hartley, se traduce en asimilar el ambiente sobre todo a las otras personas cerca, a los demás. De ahí procede asimismo su tono de comedia en voz baja, pues de buen grado reconoceremos que resulta más penoso engendrar el unísono con los demás que con un paisaje. Desde Trust (1990), donde por casualidad Maria era impelida por Matthew a atraerse el mundo con la ayuda de un diccionario, hasta la trilogía que cierra Ned Rifle, cuyo motor es la perversión desajustante y sus consecuencias que en cada uno de los personajes siembra Henry. A partir de este existencialismo del desfase que personajes y espectador enfrentan individualmente ─la des-memoria de Thomas en Amateur─, el par en adelante indisoluble se hará sensible de lo significativo de los objetos, de la dificultad de restañarse con el mundo, naturalizando el arrebato resuelto ─y por ello anticonvulsivo (la convulsión es lo que lo precede)─, de quien se percata y decide de forma inmediata por una realidad, entregándose a ella con la urgencia antiautoritaria de perdiendo un tren o policía en los talones.
          En la carrera, «there’s no such thing as adventure, there’s no such thing as romance. There’s only trouble and desire» (Simple Men). Paradójicamente, en el submundo puesto en marcha por Hartley son las asperezas las que acarician, encontrándose un placer disparatado en detener el in flujo de lo que lubrica lo social. Fricción del héroe, del santo y del mártir, pero también del sátiro, del malogrado y del sinvergüenza. Cada día, un puñado de oportunidades para imbuirse de fuerzas con las que combatir la futilidad del mundo (Ambition, 1991) o ayudar a alguien (Meanwhile), rebasando los barrotes. Las inconsecuencias de Susan Weber con el pintalabios ─incapaz de aplicárselo a derechas─, con Henry ─queriéndole matar con sus propias manos pero además acostarse con él, agradeciéndole el hecho de haberle descubierto a Lautréamont, Verlaine y Rimbaud cuando era menor de edad y no debía─, son las que hacen peligrosamente sexi a Aubrey Plaza. A riesgo de acabar como Simon Grim, haciendo stand-up de su propia visión y persona sin que nadie se digne a visitar su blog, Hartley seguirá haciendo «what humans do: try» (el final de The Girl from Monday, 2005). Conclusión: por su sentido extramoral y su terrorismo ilustrísimo, la trilogía que cierra Ned Rifle debería instituirse de obligatoria prescripción a toda juventud en edad de instituto.

 

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 1

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 2

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 3

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 4
«These self-satisfied pundits who themselves received master’s degrees for writing college papers on post-Marxist third generation feminist apocrypha or whatever, now have these high-paid tenured positions lock-step with college policy, pushing only commercially sustainable mass-cultural phenomena, proudly detailing the most profitably, impermanent trends as critically relevant societal indicators for the next really cool Facebook ad, et cetera. I mean, am I repeating myself?»

 

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 5
«God, I love it when you get all
fired up and indignant like this».

 

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 6
«Fuck me».

 

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 7

Ned Rifle (Hal Hartley, 2014) - 8

 

BIBLIOGRAFÍA

“In Images We Trust”: Hal Hartley Interviews Jean-Luc Godard

Cahiers du cinéma nº 178, entrevista a Robert Bresson (mayo de 1966). En castellano en La política de los autores. Ed: Paidós; Barcelona, 2003.