UNA TUMBA PARA EL OJO

ENTREVISTA – ALAN RUDOLPH

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Para esta entrevista, mandamos a Alan Rudolph una serie de largas preguntas. Teníamos una curiosidad inmensa y sentíamos que estábamos en deuda con el hombre, puesto que su trabajo significa tanto para nosotros. Cuando recibimos las respuestas, de nuevo, Mr. Rudolph lo hizo a su manera. Y fue maravilloso. Aquí queda una traducción lo más fiel posible al texto que nos envió. Las únicas modificaciones son la cursiva en el nombre de los filmes, para seguir con la tradición de nuestra revista, y en ocasiones referir el nombre del filme completo para que el lector se ubique, si Rudolph lo mencionaba abreviado. Al final os encontraréis con las preguntas originales.

RESPUESTA DE ALAN RUDOLPH

Mucho gusto.

Leí vuestro registro de mi relativamente obscura vida cinematográfica. Es curioso cómo los hechos sugieren que había un mapa implicado.

Me temo que si contestase a todas vuestras preguntas específicas tal y como están formuladas me llevaría casi tanto tiempo como vivirlas. Las respuestas son mi vida. Me limitaré a dar vueltas sobre el siguiente sumario de preguntas y luego vosotros lo disponéis a vuestra manera.

Motivaciones que te pusieron en el camino del cine. El lugar de donde proviene tu visión personal. La visión que empujó tu energía cuando empezaste, y aún estimula tu deseo de hacer filmes. Cómo has lidiado con la financiación, producción y rodaje de los filmes. Cómo has obtenido control creativo sobre ellos. De qué modo se relaciona esto con la imbricación de guiones ajenos. La conexión entre colaboradores con experiencia, o sin ella. ¿Joyce? ¿Qué has aprendido a través de las películas de Altman como espectador y para tu trabajo? ¿Cuáles son las características que te separan de Altman? ¿De qué manera, consciente o no, los años dorados de Hollywood permean tu trabajo? ¿Qué les ves de especial a los años veinte? ¿Por qué esas colaboraciones en los guiones surgieron en tus tres películas sobre los años veinte? ¿Música? ¿Cómo es trabajar con Isham? Ray Meets Helen. ¿Destilación? ¿Filme vs. digital? ¿Fue el filme una recapitulación? ¿Después de The Secret Lives of Dentists, por qué el parón? ¿Pintura? ¿Futuro?

La perspectiva fílmica es mi realidad. Soy incapaz de interpretar la vida de cualquier otra manera. Es mi lenguaje, mi proceso mental, mi empresa. No tengo elección.

Las películas han estado dentro de la burbuja de mi vida desde la infancia. En las salas, la mesa del comedor, visitando a papá en platós silenciosos y oscurecidos. Nos llevaba a ver filmes “extranjeros” y noir americano antes de que esa descripción existiese. A otros chicos no les importaba The Asphalt Jungle, los Estudios Ealing, La strada, Monsieur Hulot. Yo estaba siendo transformado para el resto de mi vida.

Encontrarse bajo el hechizo de una película es lo que me trajo aquí. Una sensación como de otro mundo. Atmósferas realzadas, lenguaje estilizado, emociones escurridizas, razonamientos extraños. Manipulación visual. Esa conexión secreta. No es real, pero se siente verdadera. Eso es lo que he estado persiguiendo. Un artificio que revele algún tipo de verdad.

Mi camino hacia la dirección de cine fue poco ortodoxo. Lo cual no quiere decir que exista un estándar. Los asistentes de dirección tienen el control de los sets de rodaje. Trabajo importante pero a nivel creativo un callejón sin salida. Aprendí el oficio de hacer películas gracias a los equipos veteranos de Hollywood. Busqué el arte del cine por mi cuenta. Exponencialmente con Altman.

La mayoría de mis filmes son fábulas absurdistas. Romances con pocas o ninguna referencia a las modas o realidades contemporáneas – excepto de forma seca. Son graciosos y serios simultáneamente, como si la broma pudiese ser válida. Apelan a sensibilidades cinematográficas, no a reglas fílmicas. En la Edad Dorada del cine americano (vuestra descripción), la gente hablaba en lenguaje estilizado, pero se comportaba de forma impredecible, con dimensión emocional. Mis filmes involucran irracionalidades sociales o personales y engaños. Abrazan el artificio, el misterio, los juegos de palabras. Se ríen de sí mismos. No siempre son lo que parecen. Una historia de amor o una farsa detectivesca pueden ser también una alegoría de la codicia política y corporativa – porque no pude obtener el proyecto sobre la codicia política y corporativa. Quizá The Moderns, ambientado con firmeza en el París de 1926, trate sobre sus propios juicios en Hollywood. Ray Meets Helen podría ser una metáfora de un cineasta persiguiendo un filme que ama solo para pagar el precio más alto al alcanzar su sueño. O no.

Esperaba comunicarme con las audiencias americanas en una frecuencia diferente a la que estaban acostumbrados. Pero sus primeras preguntas solían ser: “¿Dónde tiene lugar esto? ¿Se supone que es real? ¿Es esto serio o divertido?” Mis filmes han sido siempre como mi grupo sanguíneo – no para todos.

El control creativo es una actitud, un estado mental. Yo obtuve el “mío” al principio gracias a Altman. No es que él dijese nada acerca del corte final y todo eso. Bob simplemente suponía que al igual que él querría rodar y editar mi filme a mi manera – es decir, después de que aprendiese a usar las herramientas de montaje porque Welcome to L.A. no tuvo ningún montador a tiempo completo. Aprendí acerca de mis propios ritmos visuales, mi vocabulario. Si el control creativo significa todo eso, no voy a renunciar a él.

Los presupuestos económicos han jugado siempre un rol fundamental en mi metodología. Preferiría haber hecho un filme por muy poco que casi haber hecho uno por más. Altman produjo Welcome to L.A. y Remember My Name para expandir su compañía y dar a conocer una nueva voz. Los filmes tenían un reparto bien elegido, presupuestos pequeños, y estaban hechos sigilosamente, financiados por el estudio. Esos mismos estudios los rechazaron y me los devolvieron tras un primer visionado. Tuvimos que distribuir ambos nosotros como filmes americanos de art house, una categoría que no existía por entonces.

Hasta aproximadamente 1980, para mantenerme a flote mientras hacía mis propios filmes por poco o ningún dinero, tuve que aceptar algunos trabajos como director. Unos pocos se cruzaron en mi camino como desastres imposibles con prisa por empezar el rodaje. Mi especialidad. Sabía que si cumplía con lo acordado los estudios mantendrían una distancia hasta que termináramos. O les salvaba el culo o sería su perfecto blanco para culpar. Solo quería hacer un buen trabajo partiendo de malas circunstancias. Por lo general, creo que lo hice. Inmediatamente después de cada trabajo empezaba a elaborar mis propios guiones. Como dice Solo en Trouble in Mind: “Una cosa – lleva a la otra”.

Los equipos y actores me decían que trabajaba de manera diferente con respecto a la mayoría de directores. No tengo ni idea de lo que quiere decir eso. Más allá de que no tomo decisiones basándome en el comercio. Mis sets son amigables, organizados, controlados pero espontáneos. El descubrimiento, la epifanía y las buenas sorpresas son siempre bienvenidas. No hay lista de planos o storyboard. Los actores, el elemento más importante de cualquier filme, son protegidos y valorados, y reaccionan con su arte. Una escena escrita evoluciona durante cada toma, en ocasiones a lo loco. Normalmente soy el primero en sugerir variaciones. En Welcome to L.A., durante una escena complicada, seguí alentando cambios en los diálogos. Después de varios intentos frustrantes, volvimos al guion tal y como estaba escrito y revelamos la primera toma. No hay una fórmula. Las tomas largas suelen ser habituales conmigo, el diálogo enunciado con ritmos naturales, cámara, lentes, los actores todos moviéndose. El rostro humano, el mejor lugar para encontrar significado, se encuentra habitualmente al final de un plano.

Los puestos clave en muchas de mis películas están llenos de equipos ascendiendo a sus trabajos soñados por poco dinero. Acostumbro a ver algo en una persona que puede ser realzado. Los estándares creativos no cambian con la escala o el presupuesto. La habilidad o personalidad de un equipo decide la rutina diaria pero no el objetivo general. El entusiasmo no puede reemplazar a la experiencia, pero a veces es más útil. Sobre todo cuando intentas hacer lo que no se ha hecho. Algo que tiene que ver con eso de la ignorancia y la felicidad. Carreras profesionales de productores, directores de fotografía, montadores, editores, diseñadores de producción, incluso actores destacados, han empezado en mis sets. Hacer un trabajo de calidad es un motivador poderoso. Cuanto más sientas a alguien y ellos a ti, más te anticipas, canalizas, intuyes. Los recuerdos de cualquier experiencia podrán evaporarse, pero son infalibles en la pantalla. El filme es una poderosa entidad mágica y viviente. Lo que sucede enfrente del objetivo debe ser salvaguardado. Lo que hace falta para llegar ahí debe ser… ¿la vida? A menudo digo a los editores acerca del siguiente corte: “El futuro de la Tierra depende de ti”:

Trabajar con Joyce es un puro deleite. Ojalá hubiésemos hecho cada filme juntos pero ella siempre ha estado muy solicitada y comúnmente ocupada. No es solo el amor de mi vida y una fotógrafa verdaderamente talentosa, sino también una fuente calmante de energía feliz y amigable para el reparto y el equipo. Su pequeño cuerpo y formas suaves le permiten meterse en lugares compactos dando lugar a ángulos geniales y fotos vívidas, muchas recordando a productores del Hollywood clásico y vintage. Después de Short Cuts, Altman me dijo que ella era el más valioso miembro de su equipo. No solo por su gran trabajo, también por su espíritu en el set de rodaje.

Robert Altman fue el cineasta americano más influyente de su generación, dentro y fuera de la pantalla. Su actitud y arte, su innovación y rebelión, básicamente reensamblaron la producción y percepción cinematográfica americana. Y a las audiencias. Fui lo suficientemente afortunado como para formar parte de su mundo antes de que el Independiente Americano fuese una marca. Durante treinta años fuimos amigos y colegas. Tenía visión de futuro, comportándose, creando. Hollywood rehusó acoger oficialmente a Bob pero no le podía dejar ir. Era a nivel físico y mental un creador imponente que hacía su arte a su manera según sus reglas con su grupo de inadaptados. Las actitudes y audiencias americanas tuvieron que ajustarse a Altman, no al revés. Los cineastas actuales que quizá no hayan visto nunca su trabajo están influenciados por su impacto. Bob no enseñó oficialmente a nadie nada. Simplemente estaba ahí y todo el mundo aprendió mucho. Sé que yo lo hice.

No había visto ningún filme de Altman antes de pasar tiempo con él en persona, una experiencia indeleble por derecho propio. Mi reacción a su trabajo lo tendrá siempre personalmente unido. Lo que lo hace incluso más incomparable y gratificante. Estructuré expresamente Welcome to L.A. para reconocer la influencia de Bob sobre mí. Por entonces, sea cual fuere la parte de mí que iba a alterarse por Altman, ya había comenzado su proceso. Para los filmes y la vida. Éramos muy diferentes en la mayoría de aspectos, pero también nos solapábamos. De hecho, éramos tan poco parecidos como nuestros filmes. Y tan similares.

He hecho tres filmes ambientados completa o parcialmente en los años veinte. Ese periodo parecía un punto de inflexión en el comportamiento global y la innovación cultural para los próximos cien años – y subiendo. París era donde el arte de todo ello se juntó. Lo bueno, lo malo, lo encantador.

The Moderns fue mi primer intento de hacer un guion formal, escrito veinte años antes de que finalmente se llevase a cabo. Jon Bradshaw, célebre periodista, marido de Carolyn Pfeiffer, empezó a picarme el gusanillo para hacer una reescritura con él. Le gustaban mis personajes y el diálogo pero quería fortalecer la historia porque la mía tenía “toda esa chorrada de los sueños”. Trabajamos juntos durante muchos meses y luego pasamos los siguientes diez años intentando llevarlo a la práctica – en vano. Decidimos que lo menos que podíamos hacer para permanecer conectados con nuestra temática era darnos rienda suelta en los bares, cafés, restaurantes baratos de París, Nueva York, Los Ángeles, cada vez que nuestros caminos se cruzasen. Bradshaw era un editor contribuyente en Esquire y concibió un plan para acercarse a la revista con la prueba de que el guion era “El guion más rechazado de Hollywood” esperando que lo pusiesen en la portada y publicasen el texto. Ignoré la idea. Quería que nuestro filme se hiciese, no ser una respuesta del Trivial. Desgarradoramente, Bradshaw murió de forma inesperada antes de que lo consiguiésemos.

No considero Mrs. Parker and the Vicious Circle una película de los años veinte. Su notoriedad explotó ahí pero su vida entera fue digna de atención, aunque solo vislumbramos una pequeña porción de ella. Mi padre conoció a Robert Benchley. Cuando era un chaval, siempre estaba mirando los libros humorísticos de Benchley con dibujos de Gluyas Williams. Documentándome para el filme, su relación con Dorothy Parker desbordó mi interés por cualquier otra cosa y se convirtió en el foco de la historia a medida que avanzaba.

Investigating Sex fue una adaptación de las surrealistas Recherches sur la sexualité (1928-1932), un volumen esbelto de diálogos transcritos sin ninguna descripción más allá de los nombres de los participantes. El libro me lo dio Wallace Shawn, el cual pensó que me divertiría. Pregunté a Michael Henry Wilson, historiador fílmico francés/americano, cineasta documentalista, amigo querido, para unírseme con el fin de escribir un guion que adaptase esas discusiones. Creamos nuestros propios personajes ficticios y ambientamos los episodios en la ciudad universitaria de Nueva Inglaterra. Seguía preguntándome quién transcribió las sesiones originales. Esto se convirtió en la trama para nuestra historia. Quedé muy contento con el filme. Los financiadores no. Apenas nos desviamos del guion, que entusiastamente aprobaron. Luego se horrorizaron viendo discusiones de sexo y no representaciones del mismo, las cuales nunca estuvieron en la página. Pretendíamos acercarnos a Oscar Wilde. Ellos querían Wet ‘n Wild [salvaje y húmedo].

La música es la gran iluminadora de un filme, un puente directo a la reserva emocional de la audiencia. Si fuese un catedrático de cine (nunca sucedió), mi curso consistiría de solo una clase. Enseñaría un extracto fílmico con música. Luego lo enseñaría de nuevo sin música. Todos nos asombraríamos en cómo la intención, las interpretaciones, el ritmo, fueron alterados. Luego enseñaría el mismo extracto del filme con una música completamente diferente. Todos nos asombraríamos de nuevo en cómo todo ha cambiado. Luego me retiraría de la cátedra.

Enamorarte con una perfecta música provisional es arriesgado. Nada parece funcionar en ningún momento además. En Afterglow, durante el montaje, cometí el error de usar una pista temporal para la escena final. Sabía que era música que no nos podíamos permitir pero estaba convencido de que encontraría un reemplazo luego. Mas la versión de Tom Waits de “Somewhere” funcionaba tan transcendentalmente que teníamos que ir a por ello. Los magnates corporativos de la música no cederían el precio – maldita sea la creatividad. Lo bueno es que terminamos por debajo del presupuesto rodando, de lo contrario todavía estaríamos buscando.

Trouble in Mind es el único filme que he hecho donde la financiación, que significa certeza, estuvo garantizada desde el comienzo del proceso. Y fue dichoso. Todos los demás proyectos salieron a la niebla intentando materializarse. Siempre intenté tener preparado el siguiente filme antes de que nadie viese el anterior. O quizá no habría nunca un siguiente filme. Los productores Carolyn Pfeiffer, David Blocker y yo hicimos Choose Me juntos y el éxito de aquello creó Island Alive, una pionera compañía independiente de producción y distribución en el espíritu de Altman, Carolyn al mando. Esto fue antes de la existencia de cualquiera de las compañías que pronto le seguirían como Miramax, Fine Line, et al. Nuestro sueño fue fugaz, como es propio de ellos, pero grandiosos mientras duraron.

Mi guion para Trouble nunca aludía a la época o lugar o diseño. Era un noir directo y hard-boiled. Pero quería ensanchar eso. La música es adonde acudo para la inspiración antes de la producción o incluso de la escritura. Pero la música es invariablemente el último elemento recibido, generalmente en un punto avanzado del montaje. Para Trouble, quería cambiar el orden. Demasiada atmósfera estaba envuelta y la música alimenta la atmósfera. La trompeta debía ser la narradora, sentí. Conocí a Mark Isham, un trompetista excepcional, en su estudio del sótano. Tenía un enorme Model Synthesizer primerizo. Mark me preguntó qué tenía en mente. Se lo conté. Empezó a improvisar piezas para sintetizador y vientos hasta que reaccioné. En esas pocas horas, meses antes de filmar, Mark creó las pistas musicales que sin el mejoramiento posterior se convertirían en el 75% de la banda sonora para un filme que no se había filmado ni mucho menos montado. Desde ese día hicimos nueve filmes juntos.

Me alegro de que mencionéis Ray Meets Helen. Fue única en ciertos aspectos – excepto por la indiferencia de los críticos y la audiencia. El guion fue escrito años antes y pasó por varias ideas de reparto pero nunca encontró tracción. No estaba considerándolo activamente como un filme que hacer. Sabía que las audiencias contemporáneas y los financieros no querían tener nada que ver con un romance simple y anticuado. Lo que, por supuesto, se convirtió en la razón exacta para ir a por ello. Cuando solo una porción del dinero fue reunida habría sido fácil o quizá sabio seguir adelante. En vez de eso, reducimos el tamaño. El presupuesto de rodaje, ese asunto de nuevo, fue el más bajo de cualquier película legítima que haya dirigido e igual al de Return Engagement, el documental en 16 mm que hice en 1982. El equipo era en su mayoría aleatorio y estaba allí gente joven entusiasta que quería ser parte del negocio del cine. El montador nunca había editado una película. El director de fotografía era un joven operador. El diseñador de producción era nuevo en el oficio o cualquier otro trabajo dentro del mundo del cine y tenía veintidós años. Sería filmada bajo un contrato industrial llamado “ultrabajo presupuesto”. Lo que significa gratis. No nos podíamos permitir un guardia así que la cámara nunca estuvo autorizada en ninguna calle. Los sets principales, el restaurante donde se conocen y la casa a la que Helen se muda, eran la sala de estar del productor y el piso superior. Sabía cuáles eran nuestras limitaciones y esculpí en torno a ellas. Le dije a todo el mundo que no estábamos haciendo un filme sino un regalo para más tarde cuando no estuviese compitiendo con nada contemporáneo. Fue simplemente un puro acontecimiento cinematográfico. El principal atractivo, como siempre, eran los actores. Trabajar con Keith Carradine era razón suficiente para mí. Sería nuestro sexto filme juntos y el primero en veinticinco años. Sondra Locke era una amiga de Joyce desde hace mucho tiempo. Una actriz con talento que no había trabajado durante décadas porque la industria la puso en la lista negra a causa del decreto rencoroso de su examante/actor superestrella, entró en la conciencia de nuestro reparto en el último minuto. Esa idea me creó presión. Afortunadamente, estoy profundamente alegre con los resultados. Fue un rodaje totalmente disfrutable, uno de los mejores. Sondra estuvo más feliz que en ningún otro filme y su interpretación es divertida, evocadora e inolvidable. El filme adquirió un significado especial unos meses después de su estreno cuando Sondra falleció a causa de un cáncer, una condición que sabía que existía durante el rodaje pero que se guardó para ella misma. Será siempre para mí el filme más valioso que haya hecho.

Hicimos Ray Meets Helen en digital porque, bueno, no había más opciones. No afectó al rodaje demasiado desde mi perspectiva. Excepto por los dailies (tomas diarias). Los dailies siempre eran el momento más destacable de los rodajes para mí, la recompensa por el trabajo duro. Altman me enseñó eso. Invitaba a todos a los dailies, especialmente a los actores. Quería crear una experiencia igualitaria con gente apoyándose entre sí y no encerrada en perspectivas ególatras. Era estimulante, pionero, y divertido. En mis filmes mezclaba la música con cada toma a través de altavoces, experimentando y aprendiendo. A todo el mundo le encantaba. Para mí la lente es el narrador de un filme. Nunca miro a los monitores durante tomas en ningún filme, siempre me coloco cerca de la cámara observando a los actores, el dolly, y el zoom. En los días de 35 mm, nadie sabía lo que buscábamos aparte del equipo de cámara y yo. Pero cada noche todo aquel que quisiese ver podía venir a la fiesta y sorprenderse. Con el digital, todo el mundo tiene un monitor mientras una toma está siendo rodada, por lo tanto no hay necesidad de dailies. No me gusta eso.

Como habéis señalado, más o menos trabajé todo el tiempo hasta después de The Secret Lives of Dentists en 2002. Luego me tomé a la vez todos los intervalos normales entre filmes y no trabajé por quince años. Me enseñé a pintar, escribí parte de mi mejor material, pero no intenté lanzar nada. Todo en la industria del cine fuera de mi perspectiva creativa era siempre diferente y algo hostil. Pero jamás me molestó. Lo que quiera que estuviera haciendo el resto nunca afectó demasiado lo que hice. No se puede negar que mi contador estaba atascado en “poco comercial” y el camino por delante siempre fue escarpado. Mis trabajos más logrados e inventivos como Trixie o Breakfast of Champions siempre fueron los más rechazados. Todo hizo daño en alguna parte, estoy seguro, pero no en lo más profundo, donde importa de verdad. Como dijo el brillante novelista Tom Robbins,  it’s not a career but a careen.

A causa de que todos excepto uno de mis filmes fueron hechos antes de la era digital/Internet, apenas estrenados por compañías extintas, y actualmente sin estar en streaming en un reloj de pulsera o en un cabezal de la ducha cerca tuyo, me he preguntado qué les podrían parecer a espectadores desprevenidos que se topasen con ellos. La gente quizá no reaccionaría, pero siento que los filmes son un tanto atemporales. Nunca se parecieron a ninguna cosa, incluso cuando se hicieron.

Era obvio desde el comienzo que mi sueño sería imposible si hubiera hecho caso a las señales de alarma. Además, nada es imposible si desechas lo evidente. Qué emocionante.

Buena suerte,

Alan Rudolph

***

Días más tarde, Mr. Rudolph nos refería que había conocido a Antonio Banderas hacía años en un festival de cine. El actor español le contó al cineasta que Pedro Almódovar ponía a su troupe todo el rato Choose Me (1984), porque eso era lo que buscaba. El cineasta desea que fuese cierto, ya que considera a Almodóvar uno de los grandes artistas de la historia del cine.

Cloud Formations Alan Rudolph
Cloud Formations (Alan Rudolph)

NUESTRAS PREGUNTAS ORIGINALES

1.- Para empezar, nos gustaría que nos hablaras de cuáles fueron tus motivaciones para lanzarte a hacer cine, de dónde viene tu visión tan personal. Sabemos que tu padre, Oscar Rudolph, tuvo una larga carrera dentro de las industrias del cine y televisión, estando conectado a ellas durante toda su vida, realizando todo tipo de trabajos: desde un rol de actor en una película muda con Mary Pickford hasta extra durante la Gran Depresión, luego asistente de Cecil B. DeMille o Robert Aldrich, trabajos como director de TV… Refieres que cuando eras niño te llevó a los estudios de la Paramount y que no tardaste ni un segundo en sentirte, entre esos gigantescos decorados, como en casa. El artificio pasó de repente a significar para ti la única realidad, el cartón piedra se incrustó pronto en tu biografía. Sabemos que a mediados de los sesenta filmaste decenas y decenas de filmes cortos en Super-8, y aunque no tenemos claro si en los siguientes trabajos fuiste primer asistente de dirección, segundo asistente o trainee, tu nombre aparece acreditado en Riot (1969), The Big Bounce (1969), The Great Bank Robbery (1969), The Arrangement (1969), Marooned (1969) y The Traveling Executioner (1970), antes de lanzarte a filmar junto a unos amigos Premonition (1972), donde sí ejercías de director.
          También tenemos constancia de que después de rechazar en un primer momento ejercer de asistente de Robert Altman, tras ver McCabe and Mrs. Miller (1971) te convenciste y empezaste a asistirle en filmes como The Long Goodbye (1973), California Split (1974), Nashville (1975)… y ejerciendo de coguionista en Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History Lesson (1976).
          Tras Nightmare Circus (1974), un proyecto que te fue traspasado, escribes y diriges Welcome to L.A. (1976), el primer filme donde presenciamos algunas de las constantes que te acompañarán durante toda tu carrera. En un artículo pionero sobre tu cine de Dan Sallitt de 1985, él te imaginaba ligeramente como Carroll Barber, el personaje de Keith Carradine en Welcome to L.A. En aquella película, todos los personajes principales lanzaban unas miradas inconsecuentes a cámara, sin atreverse a sostenerlas demasiado tiempo, mostrándose algo inconscientes en medio de su confusión sentimental. Carradine, quien había practicado una sana promiscuidad durante todo el filme, acaba condescendiendo con ternura a Karen Hood (Geraldine Chaplin) y Linda Murray (Sissy Spacek), sosteniendo una mirada a cámara, terminados los créditos, que certifica que el personaje ha adquirido, en el proceso, algo de sabiduría y comprensión, que ha conseguido alejarse un poco del enjambre. La venganza dulce de Emily en Remember My Name (1978), cómo consigue librarse del anillo aunque siga un poco mentalmente entre las rejas ─al igual que su exmarido al que ha atrapado de nuevo, Neil Curry (Anthony Perkins)─, nos retrotrae a sensaciones similares, además de que en este cuarto largometraje tuyo, tercero en el que ejerces a la par labores de guion y dirección, se introducen ya el bar y el neón como paradigma del microcosmos del cóctel de sentimientos.
          ¿Qué nos puedes decir de la visión que te impulsó cuando empezaste, y que te sigue impulsando ahora a hacer cine?

2.- Agradeceríamos que nos intentaras transmitir, siendo conscientes de que levantar cada una de tus películas ha supuesto un mundo y de que tu carrera ha transitado por diferentes etapas, cómo abordas la financiación, producción y el rodaje de tus filmes. Nos parece muy sorprendente que durante treinta años ─desde Premonition hasta The Secret Lives of Dentists (2002)─ hayas podido realizar veintiún filmes sin apenas descanso entre ellos, desde 1984, e incluso haciendo de guiones ajenos filmes valientes, sorteando los innumerables cambios que ha sufrido la industria cinematográfica. Grosso modo, las cuentas arrojan un filme por cada año y medio de trabajo. En este sentido, te hemos escuchado en otro lugar afirmar que probablemente la decisión más importante que uno puede tomar en su vida es «cómo de importante es para ti el dinero, qué harías por dinero». También que tu mayor dificultad en los diferentes eslabones de la cadena que supone llevar a término una película ha atañido a la financiación.
          Todas las anécdotas y pormenores que nos puedas referir en este sentido nos serán interesantísimas, ya que estamos ávidos de curiosidad por saber en detalle cómo te las has arreglado para tener tal control en la producción, filmación y corte final en tus películas. Y cómo todo esto se relaciona con ir intercalando películas de guiones ajenos (suponemos que acabarás moldeándolos igualmente) con proyectos donde la página blanca empieza directamente enfrente tuyo.

3.- En Choose Me, elegiste a gente del equipo que nunca había trabajado en producciones al uso ─camarógrafo, editor─, práctica que has seguido llevando a cabo hasta Ray Meets Helen (2017), donde dices haber incluido en el equipo a gente realmente joven.                
          A la vez, mezclas a esta gente sin experiencia con fieles tuyos muy constantes. En la fotografía pensamos en Jan Kiesser, en Elliot Davis, en Toyomichi Kurita, en Florian Ballhaus, en David Myers… todos ellos colaboradores tuyos en más de un filme. También en Pam Dixon Mickelson, directora de casting, colaboradora desde Made in Heaven (1987) en todos tus filmes, excepto Mortal Thoughts (1991). Musicando, sobresale Mark Isham. James McLindon ejerciendo diversos trabajos como productor ejecutivo. Y, como no, pensamos en Joyce Rudolph, tu mujer, estando su trabajo de fotografía presente en Choose Me, Made in Heaven, The Moderns (1988), Mrs. Parker and the Vicious Circle (1994), Afterglow (1997), Trixie (2000), Investigating Sex (2001), The Secret Lives of Dentists, Ray Meets Helen
          ¿Puedes hablarnos de cómo es la relación de estos profesionales con más experiencia de trabajo en equipo codo con codo con talentos noveles con muchas ganas de trabajar? Sabemos que te resulta excitante trabajar con estos noveles aún no habiendo adquirido ellos “malos hábitos”. ¿De qué modo crees que la estética de tus filmes en parte es deudora de esta mezcla de experiencias?

4.- Sabemos de tu lazo de filiación y deuda por mecenazgo amistoso con Robert Altman. Pero aparte de su ayuda para levantar la financiación de algunos filmes tuyos y de tu aprendizaje siendo “assistant director” o coguionista a su mando, nos interesa particularmente qué es lo que realmente has aprendido mediante sus filmes como espectador, o como trabajador (por ejemplo, su uso del zoom in lento y de las dolly). Has mencionado que McCabe and Mrs. Miller supone un punto de inflexión para la música en el cine; también nos ha hecho reflexionar lo que una vez afirmabas sobre que Altman solía desetabilizar la escena, a sus actores principales, cuando algo no funcionaba, lanzando a un extra o a un personaje que no estuviera en el guion o la toma. Jurabas que en la mitad de sus películas la estrella vagamente estaba en el encuadre, sino en su borde mismo, y la película iba sobre todas las demás cosas. ¿De qué manera te ha influido esto a la hora de abordar tus rodajes, al igual que la herencia altmaniana de visionar los dailies con los actores y el equipo? Ese es un punto que conecta también con el  hecho de que dejes a los actores cambiar el guion si es necesario, ¿esto ocurre en los ensayos o durante la propia toma? ¿Y cómo conjugas esta tendencia de dar manga ancha con los días limitados de rodaje y presupuestos ajustados?
          Por otro lado, aunque entre tu visión y la de Altman existía sin dudarlo una sensibilidad común, percibimos una gran diferencia, como escribe Sallitt, en vuestro cine de los setenta: mientras que en Altman se daban momentos donde el punto de vista se externalizaba, sugiriendo una perspectiva pavorosa y cósmica (Dave Kehr) sobre las personas, tu cine siempre ha propuesto una fascinación empática, casi paterna, respecto a los personajes, la cual hace brotar de ellos el enigma. ¿Qué características crees que han sido, desde el principio, las que han distinguido tu visión del mundo de la de Altman?

5.- Dicho esto, tu filmografía tomada en completo, incluso viendo solo uno o dos filmes, evidencia una personalidad propia arrablante de cualquier influencia unívoca. Nosotros vemos en tus filmes muchas herencias bien asumidas del cine americano clásico, anterior a los años 60, para acotar la cronología, y en alguna ocasión lo has ratificado (melodramas de los 40, etc.). En una escena de Mortal Thoughts (1991), John Pankow referencia el look de Glenne Headly como reminiscente de Greta Garbo, actriz esta que canaliza Geraldine Chaplin en Welcome to L.A. mediante una alusión explícita constante a Camille de George Cukor (1936). Al principio de Made in Heaven, los personajes salen del cine de ver Notorious de Alfred Hitchcock (1946). Luego, Nathan Lane, en Trixie, referencia a Maurice Chevalier y Mimi, tema hecho famoso en Love Me Tonight (1932) de Rouben Mamoulian (en tu audiocomentario para el DVD referenciabas que una parte de su número, el de Kirk Stans, fue improvisado por el actor). Citamos solo algunas de las referencias evidentes, pero también conocemos ese proyecto que tenías en mente de adaptar al cine la autobiografía de Man Ray. En definitiva, ¿de qué manera, consciente o inconsciente, permean estos años dorados de Hollywood, previos a la considerada modernidad cinematográfica ─a veces asociada contigo, para nosotros y creemos para ti, coyuntural y erradamente─, tu labor como artista?

6.- Has realizado tres películas cuya historia toma lugar en los años veinte, una ambientada en Nueva York ─Mrs. Parker and the Vicious Circle ─ y dos venidas de París ─The Moderns e Investigating Sex─, aunque acabaste situando las reuniones de los surrealistas, plasmadas por José Pierre en las Recherches sur la sexualité, en un Cambridge, Massachusetts, ficticio, recién desencadenada la Gran Depresión y con una Ley seca tardía. Indudablemente, los tres filmes tienen en común el centrarse en unos personajes inmersos en unos grupúsculos cuyo vicioso funcionamiento consigue escindirlos, en grados variables, de la sociedad y sus convenciones, confiriendoles una distancia innovadora ─germen del genio─ la mayoría de veces traumática, incluso peligrosa, o directamente abocada a la perdición para los individuos que los componen. ¿Qué tienen los Roaring Twenties en EEUU, y los Années folles en Francia, que tanto te seducen? ¿Quizá las vanguardias, las tertulias donde no deja de removerse la conversación? ¿Quizá cierta locura feliz, efervescente, fugaz, ligada al expansionismo y al desarrollo económico destinados al hundimiento del 29, una época que quedaría grabada luego en las conciencias como un hito melancólico y romántico? Tienes comentado que mucha gente piensa en los años 20 como el apogeo del arte moderno, pero que eso ocurrió cuando los turistas empezaron a llegar a París y expandir la palabra. The Moderns, para ti, tenía mucho que ver con la sociedad de la falsificación y los mitos de la Ciudad de la Luz en esa década citada.
          También nos llama la atención que para estos tres filmes históricos te ayudaras de coguionistas ─de Jon Bradshaw para The Moderns, de Randy Sue Coburn para Mrs. Parker, que había novelizado tu filme Trouble in Mind (1985), y del francés Michael Henry Wilson (también colaborador durante cuarenta años de la revista Positif) para Investigating Sex─, ¿cómo se dieron estas colaboraciones? ¿Tiene algo que ver la envergadura respectiva de los proyectos y la necesidad de asesoramiento histórico?

7.- En una entrevista que concediste con motivo de la retrospectiva que te hicieron en 2018, en el New York’s Quad Cinema, dijiste que probablemente el público que apreció algunas de tus anteriores películas, y al que le parecía bien que se recuperase el cine del Alan Rudolph de los ochenta, posiblemente no llegaría a comulgar con Ray Meets Helen. Nosotros, sin embargo, coincidimos contigo en que es tu filme más destilado (distilled) y donde las características de tu cine se condensan hasta lo esencial (everything’s right down to the bare bones), sintetizando gloriosamente tus inclinaciones, amores y trayectoria.
          Aunque te hemos escuchado afirmar que, según tu experiencia, esta incursión en el formato digital no ha distado mucho a la hora de rodar de cuando has filmado en celuloide durante toda tu carrera, apreciamos en Ray Meets Helen una soltura y unas innovaciones, incluso una desvergonzada confianza en lo filmado, solo comparables a cómo entregabas enajenadamente el alma de Breakfast of Champions (1999) a unos locos insertos de efectos especiales en calidad vídeo. El modo en que se introducen los cromas y trucajes caseros en Ray Meets Helen llega a arrebatarnos el corazón: cuando ambos viajan por el mundo sin levantarse de la mesa del restaurante, embriagados por el champán, encapsulados en imágenes de archivo que parecen un souvenir; o cuando Ray lanza patéticamente pero seguro de sí una mirada de desprecio a Ginger Faxon, recortada en la parte superior de la esquina izquierda de la pantalla; las apariciones de Mary a Helen, también las de los sueños truncados del Ray joven, ecos diagonales de Nick Hart, también boxeador, en The Moderns; finalmente, el baile de los actores en los créditos que remata la fantasía y rivaliza en subversión golosa a los de David Lynch en Inland Empire (2006). También decías que una de las pocas diferencias entre el celuloide y el digital es que no existe el evento del laboratorio de revelado llamándote para recoger los dailies, o que meramente las tomas podían ser más largas; nosotros vemos las virtudes de este segundo caso, por ejemplo, en la cena donde Ray conquista a Helen, en cómo se cortan los planos en suave movimiento, propios de algún tipo de automatismo del cine digital…
          En retrospectiva, ¿qué te ha aportado rodar esta película en digital con respecto a tus experiencias anteriores en celuloide y qué ha supuesto para ti a modo de recapitulación, esperamos que con continuidad, de tantos años de trabajo dentro del cine?

8.- Después de terminar Equinox (1993), te referías a un estado mental donde creías haber llegado a una línea divisoria en tu trayectoria, y que ese filme era lo más lejos que habías podido llegar en ese grupo conformado por lo que tú llamabas “hip-pocket movies” o “urban fables”, requeridoras de la participación de la audiencia, ella misma convirtiéndolas en dichas fábulas. Vista tu obra en retrospectiva, claramente se nos antoja acaparadora de diversas estéticas unidas al drama, la narración y tu proyecto formal. Tenemos esos filmes de los años 20, tus incursiones en guiones ajenos llevándotelos a tu mundo, y luego esas “hip-pocket movies”, como Welcome to L.A., Choose Me, Trouble in Mind, Love at Large (1990) o Equinox. En estos filmes, al leer uno críticas de la época, se suele encontrar repetidas veces con la palabra pulp, aludiendo a una estética quizá deudora, apasionada, pero tratada sin ninguna condescendencia, que podemos encontrar en muchas películas B de los años dorados de Hollywood o en ciertas revistas y novelas. Nos preguntamos si has tenido alguna fuente de inspiración particular a la hora de abordar historias tan concretas como Equinox, donde por tratamiento, psicología de personajes y situaciones, uno no puede evitar pensar en una suerte de continuismo sólido con una tradición previa… ¿Dónde te sientes ligado, sentimental y emocionalmente, cuando escribes y filmas esas fábulas? Sabemos que Kurt Vonnegut, la ironía, el humor, han sido un punto de unión en la amistad que te une con Keith Carradine. ¿Podrías ahondar un poco más en estas filiaciones?

9.- No podemos olvidarnos del papel de la música en tus películas. Tenemos entendido que para pagar los derechos de los temas de Teddy Pendergrass que permean Choose Me tuviste que aceptar otro encargo, Songwriter (1984). El uso muy deliberado de la música de Richard Baskin en Welcome to L.A., Alberta Hunter en Remember My Name, Leonard Cohen en Love at Large, Tom Waits en Afterglow (de este veíamos un afiche en una escena de Made in Heaven y hemos pensado en su etapa setentera de crooner al ver merodear a Carroll Barber por las calles angelinas en una noche que parece no acabar)… Los ejemplos son numerosos y se pliegan con la atmósfera de tus filmes sin asfixiarla, un acompañante dócil. Y como pareja, parece que en Mark Isham encontraste una mina de oro, pues sus bandas sonoras han ido de la mano con muchos filmes tuyos. Cuéntanos un poco cómo se establece esta relación entre vosotros dos, de qué manera informa la música de Isham a tus filmes y en qué momento empieza él a componer, el tipo de indicaciones que le das, etc. Y cómo todo esto lo intercalas con dichas canciones, porque suponemos que crees necesario salirnos por un momento de la BSO original para tomar un préstamo que realmente aportará un matiz único a la escena.

10.- Tras The Secret Lives of Dentists ─un filme que, partiendo de un guion ajeno, demuestra una mutabilidad humilde apoyada en la escritura de otro, concuerda con tu visión del mundo y es coherente con las conclusiones que has ido desarrollando durante toda tu carrera (los vericuetos de la conyugalidad, las proyecciones excitantes que espolean fantasías fragmentarias, el consentimiento cruel y la conciencia que David Hurst adquiere al final sobre su matrimonio, etc.)─, un proyecto con una puesta en forma muy generosa para con el espectador, una de tus películas más universales que por mala fortuna pasó casi directamente al direct-to-video, y tuviste un parón de casi quince años hasta Ray Meets Helen. ¿Qué motivos hay detrás de que tu carrera como cineasta se detuviera? Suponemos que gran parte de la culpa la tendrán las dificultades para encontrar financiación. Y, ¿qué puedes decirnos sobre tu afición a la pintura, otra inclinación tuya con la que, tenemos entendido, ocupaste el tiempo?
          ¡Y eso es todo! Muchas gracias por tu tiempo, Alan. Esperamos con grandes expectativas otro filme tuyo. Tus películas formarán siempre parte de nuestras vidas.
          Nuestros mejores deseos.

INTERVIEW – ALAN RUDOLPH

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

For this interview we sent to Alan Rudolph a bunch of long questions. We were immensely curious and felt that we owed the man a debt, because his work means so much to us. When we received the answers, Mr. Rudolph, once again, did it his way. And it was wonderful. Here is an exact transcription of his reply. Our only modification was the italics to the names in the films, in order to follow the tradition of our magazine. At the end you will find our original questions.

ALAN RUDOLPH’S ANSWER

Mucho gusto.

I read your record of my relatively obscure film life. Curious how facts suggest a map was involved.

I’m afraid if I answered all your specific questions as asked it would take me almost as long as living them. The answers are my life. I’ll just riff on the following summary questions and you can sort it out.

Motivations that set you on path to cinema. The place where your personal vision comes from. The vision that drove your energy when you began, and still boosts your desire to make films. How have you dealt with financing, production, shooting films. How have you obtained creative control of them. How does it relate to intertwining with other people’s scripts. Relation between experienced and inexperienced collaborators. Joyce? what have learned through altman movies as a spectator and worker? Characteristics that separate you from altman? in which way, consciously or not, do golden years of Hollywood permeate your work? what is it about the twenties? why did script collaborations come about on three 20s movies? Music? How work with Isham? Dailies? Ray Meets Helen. Distillation? Digital vs film? Was film a recap? After Secret Lives, why the lull? Painting? Future?

Film perspective is my reality. I am incapable of interpreting life any other way. It’s my language, mental process, point of view, endeavor. I have no choice.

Movies have been inside my life’s bubble since childhood. At theatres, the dinner table, visiting Dad on dark muted sound stages. He took us to “foreign” films and American noir before that description existed. Other kids didn’t care about Asphalt Jungle, Ealing Studios, La Strada, Monsieur Hulot. I was being transformed for the rest of my life.

Being under a film’s spell is what got me. The otherworldly feel. Heightened atmospherics, stylized language, elusive emotions, strange reasoning. Visual manipulation. That secret connection. It’s not real, but feels true. That’s what I’ve been chasing. Contrivance that reveals some truth.

My path to directing was unorthodox. Not that a standard exists. Assistant directors are in control of shooting sets. Big job but dead-end creatively. I learned the craft of moviemaking from veteran Hollywood crews. I sought the art of filmmaking on my own. Exponentially with Altman.

Most of my films are absurdist fables. Romances with little or no reference to contemporary realities or trends – except dryly. They are humorous and serious simultaneously, as if the joke might be valid. They appeal to movie sensibilities, not movie rules. Golden Age (your description) types speak stylized dialogue, but behave unpredictably with emotional dimension. My films involve personal and societal irrationalities and deceptions. They embrace artifice, mystery, wordplay. They laugh at themselves. They are not always what they seem. A love story or detective farce might also be an allegory for corporate and political greed – because I couldn’t get the corporate and political greed project going. Maybe The Moderns, set firmly Paris 1926, is about its own trials in Hollywood. Ray Meets Helen could be a metaphor for a filmmaker chasing a film he loves only to pay the ultimate price upon reaching his dream. Or not.

I hoped I could communicate with American audiences on a frequency other than what they were used to. But their first questions were usually, “Where does this take place? Is it supposed to be real? Is this funny or serious?” Sometimes my work plays better on the way home after seeing it. Or twenty years later. My films have always been like my blood type – not for everyone.

Creative control is an attitude, state of mind. I got “mine” at the outset via Altman. Not that he said anything about final cut and all that. Bob simply assumed that like him I would want to shoot and edit my film my way – that is after I learned how to use editing equipment because Welcome to L.A. had no full-time editor. Discoveries were possible, answers to questions never asked. I learned about my own visual rhythms, vocabulary. If creative control means all that, I ain’t giving it up.

Economic budgets have always played a pivotal role in my methodology. I’d much rather have made a film for too little than almost have made one for more. Altman produced Welcome to L.A. and Remember My Name to expand his company and present a new voice. The films were well-cast, mini-budgeted, stealthily-made, studio-financed. Those same studios rejected and returned them upon first viewing. We had to distribute both ourselves as American art house films, a category that didn’t exist then.

Until around 1990, to stay afloat while making my own films at little or no pay, I accepted some directing gigs. A few came my way as impossible disasters in a hurry to start shooting. My specialty. I knew if I delivered the goods the studios would keep their distance until we finished. I was either saving their asses or would be the perfect target for blame. I just wanted to make good work from bad circumstances. For the most part I think I did. Immediately after each job I started work on my own scripts. As Solo says in Trouble in Mind, “One thing – leads to another.”

Actors and crews tell me I work differently than most directors. I have no idea what that means. Other than I don’t make choices based on commerce. My sets are friendly, organized, controlled but spontaneous. Discovery, epiphany, good surprises always welcome. No shot lists or story boards. Actors, the most important element in any film, are protected and valued and they respond with their art. A written scene evolves during each take, sometimes wildly so. I am usually first to suggest variations. On Welcome to L.A. during a difficult scene, I kept encouraging dialogue changes. After several frustrating attempts we reverted to the script as written and printed take one. There is no formula. Long takes are common with me, dialogue delivered in natural rhythms, camera, lens, actors all moving. The human face, the best place to find meaning, is often the ending of a shot.

Key positions on many of my movies are filled with crew moving up to their dream jobs for little pay. I usually see something in a person that can be elevated. Creative standards don’t change with budget or scale. The personality or skill of a crew decides the daily routine but not the overall goal. Enthusiasm can’t replace experience, but is sometimes more useful. Especially when trying to do what is not done. Something about ignorance and bliss. Careers of producers, cinematographers, editors, production designers, even notable actors have begun on my sets. To do quality work is a powerful motivator. The more you sense someone and they you, the more you anticipate, channel, intuit. The memories of any experience may evaporate, but they’re indelible on screen. Film is a living magical powerful entity. What goes on in front of the lens must be safeguarded. What it takes to get there must be…life? I often say to editors about the next cut, “The future of Earth depends on it.”

Working with Joyce is pure delight. I wish we could have done every film together but she was always in great demand and usually busy. She is not only the love of my life and a truly gifted still photographer, but also a calming source of friendly happy energy for cast and crew. Her small frame and quiet manner allow her to squeeze into compact places resulting in great angles and vivid photos, many recalling classic vintage Hollywood photographers. After Shortcuts, Altman told me she was his most valuable crew member. Not only because of her great work but her shooting set spirit.

Robert Altman was the most influential American filmmaker of his generation, on and off screen. His attitude and artistry, his innovation and rebellion basically reassembled American film perception and production. And audiences. I was fortunate enough to be part of his world before American Independent was a label. For over thirty years we were friends and colleagues. He was forward thinking, behaving, creating. Hollywood refused to officially embrace Bob but they couldn’t let him go. He was mentally and physically an imposing creator who made his art his way by his rules with his band of misfits. Contemporary filmmaking was never the same after him. American audiences and attitudes had to adjust to Altman, not the other way around. Current filmmakers who may never have seen his work are influenced by its impact. Bob never formally taught anyone anything. He just was and everyone learned a lot. I know I did.

I hadn’t seen an Altman film before spending time with him in person, an indelible experience on its own. My reaction to his work will forever have him personally attached. Which makes it even more rewarding and incomparable. I purposely structured Welcome to L.A. to acknowledge Bob’s influence on me. By then whatever part of me was to be altered by Altman had already begun its process. For films and life. We were very different in most ways, but overlapped too. In fact, we were as unalike as our films. And as similar.

I have made three films set completely or partly in the 1920s. That period seemed a turning point for global behavior and cultural innovation for the next hundred years – and counting. Paris was where the art of it came together. The good, the bad, the lovely.

The Moderns was my first attempt at a serious screenplay, written twenty years before it was ultimately made. Jon Bradshaw, celebrated journalist husband of Carolyn Pfeiffer, started nagging me to do a rewrite with him. He liked my characters and dialogue but wanted to strengthen the story because mine “had all that dream crap.” We worked together over many months and then spent the next 10 years trying to get it made – to no avail. We decided the least we could do to stay connected to our subject was regularly overindulge in the the bars, cafes, cheap restaurants of Paris, New York, Los Angeles whenever our paths crossed. Which was often. Bradshaw was a contributing editor for Esquire and devised a scheme to approach the magazine with proof that the screenplay was “The Most Rejected Script In Hollywood” hoping they would put it on the cover and publish the text. I ignored the idea. I wanted to get our film made, not become a trivia answer. Heartbreakingly, Bradshaw died unexpectedly before we got there.

I don’t consider Mrs Parker a Twenties movie. Her notoriety exploded then but her entire life was noteworthy, although we only glimpsed a portion of it. My father knew Robert Benchley. As a kid I was always looking through Benchley’s humorous books with drawings by Gluyas Williams. Researching for the film, his relationship with Dorothy Parker overwhelmed my interest in everything else and became the story’s focus moving forward.

Investigating Sex was adapted from Surrealist Discussions 1928-1932, a slender volume of transcribed dialogues with no descriptions other than names of participants. The book was given to me by Wallace Shawn who thought I might be amused. I asked Michael Henry Wilson, French/American film historian, documentary filmmaker, dear friend, to join me in writing a screenplay adaptation of those discussions. We created our own fictional characters and set the episodes in a New England college town. I kept wondering who transcribed the original sessions. This became the plot of our story. I was very pleased with the film. The financiers weren’t. We barely strayed from the screenplay, which they enthusiastically endorsed. Then they became horrified seeing discussions of sex and not depictions of it, which were never in the writing. We aimed for Oscar Wilde. They wanted Wet ‘n Wild.

Music is film’s great illuminator, a direct bridge to an audience’s emotional reservoir. If I were a film professor (never happen), my course would be one class only. I would show a piece of film without music. Then show it again with music. We would all marvel how the intention, performances, pace were altered. Then I would show the same piece of film with entirely different music. We would marvel once more how everything had changed. Then I would retire from the professorship.

Falling in love with perfect temporary music is risky. Nothing ever seems to work as well. On Afterglow during editing, I made the mistake of using a temp song for the final scene. I knew it was music we couldn’t afford but convinced myself I’d find a replacement later. But the Tom Waits’ version of “Somewhere” worked so transcendently that we had to go after it. The corporate music moguls wouldn’t budge on price – creativity be damned. Good thing I finished under budget during shooting otherwise we’d still be looking.

Trouble In Mind is the only film I’ve done where financing, which means certainty, was guaranteed from the beginning of the process. And it was blissful. Every other project went out in the fog hoping to materialize. I would always try to have the next film set up before anyone saw the previous one. Or there may never be a next film. Producers Carolyn Pfeiffer, David Blocker and I made Choose Me together and the success of that created Island Alive, a groundbreaking independent production and distribution company in the Altman spirit, Carolyn in charge. This was before the existence of any soon-to-follow companies like Miramax, Fine Line, et al. Our dream was fleeting, as dreams are, but grand while it lasted.

My script for Trouble never cited time or place or design. It was straight-forward hard-boiled noir. But I wanted to stretch that. Music is what I turn to for inspiration before production or even writing. But music is invariably the last element received, usually deep into editing. For Trouble I wanted to change the order. Too much mood was involved and music feeds mood. Trumpet should be the narrator I felt. I met Mark Isham, an exceptional trumpet player, in his basement studio. He had an enormous early model synthesizer. Mark asked what I had in mind. I told him. He started improvising horn and synth pieces until I responded. In those few hours, months before filming, Mark created musical tracks that without further enhancement became 75% of the soundtrack for a film not yet shot let alone edited. Since that day we’ve done nine films together.

Glad you mentioned Ray Meets Helen. It was unique in certain ways – except for audience and critic disregard. The screenplay was written years before and went through various casting ideas but never found traction. I was not actively considering it a film to make. I knew contemporary audiences and financers wanted nothing to do with such a simple old-fashioned romance. Which, of course, became the exact reason to go for it. When only a portion of the money came together it would have been easy or perhaps wise to move on. Instead, we downsized. The shooting budget, that thing again, was the lowest of any legit movie I directed and equal to Return Engagement, the 16mm documentary I made in 1982. The crew was mostly random and eager young people who wanted to be part of the film business but had never been on a film set. The editor had never edited a movie. The cinematographer was a young operator. The production designer was new to that or any movie job and 22 years old. It would be filmed under an industry contract called “ultra-low budget”. Which means for free. We couldn’t afford a policeman so the camera was never allowed on any streets. The main sets, the restaurant where they meet and the house Helen moves into, were the producer’s living room and upstairs. I knew what our limitations were and sculpted for them. I told everyone we were not making a film for the present but for later when it was not competing with anything contemporary. It was simply a pure filmmaking event. The main attraction, always, were the actors. To work with Keith Carradine was reason enough for me. It would be our sixth film together and first in twenty-five years. Sondra Locke was a longtime friend of Joyce’s. A talented actress who hadn’t worked in decades because she was industry blacklisted by her superstar actor/ex-lover’s spiteful decree, entered our casting consciousness at the last minute. That idea pushed me over. Thankfully. I am profoundly pleased with the results. It was a thoroughly enjoyable shoot, one of the best. Sondra was the happiest she’d ever been on any film and her performance is funny and haunting and great. The film took on special meaning a few months after its release when Sondra passed away from cancer, a condition she knew existed during shooting but had kept to herself. It will always be to me the most meaningful film I’ve made.

We made Ray Meets Helen in digital because, well, there weren’t any other options. It didn’t affect shooting much from my perspective. Except for dailies. Dailies were always the highlight of the shooting process for me, the reward for hard work. Altman taught me that. He invited everyone to dailies, especially actors. He wanted to make an egalitarian experience with people rooting for each other and not locked into ego perspectives. It was stimulating, pioneering, and fun. On my films I would mix music to each take through speakers, experimenting and learning. Everyone loved it. For me the lens is a film’s storyteller. I never look at monitors during takes on any film, always stationed near the camera watching actors, dolly, and the zoom. In the 35mm days, no one knew what we were aiming at besides the camera crew and me. But each night anyone who wanted to see could come to the party and be surprised. With digital everyone has a monitor while a take is being shot, hence no need for dailies. I don’t like that.

As you pointed out, I pretty much worked all the time until after Secret Lives of Dentists in 2002. Then I took all the normal intervals between films at once and didn’t work for fifteen years. I taught myself to paint, wrote some of my best stuff, but didn’t try to launch any of it. Unless you have some financing for me they will probably stay in my drawer. Everything in the movie industry outside my creative perspective was always different and somewhat hostile. But it never bothered me. Whatever anyone else was doing never much affected what I did. No denying my meter was stuck on uncommercial and the way ahead was always steep. My most inventive and accomplished work like Trixie and Breakfast Of Champions were the most rejected. It all hurt somewhere, I’m sure, but not down deep where it counts most. As brilliant novelist Tom Robbins says, it’s not a career but a careen.

Because all but one of my films were made before the digital/internet age, barely released by defunct companies, and not currently streaming on a wristwatch or showerhead near you, I’ve wondered what they might look like to unsuspecting viewers who stumble across them. People may not respond, but I feel the films are somewhat timeless. They never were like anything else, even when made.

It was obvious from the start my dream would be impossible had I heeded warning signs. Then again, nothing is impossible if you remove the obvious. What a thrill.

Good luck,

Alan Rudolph

***

A few days later, Mr. Rudolph let us know that he had met Antonio Banderas at a film festival. The Spanish Actor told him that Pedro Almodóvar had his troupe watch Choose Me (1984) all the time, because that was what he was after. The filmmaker hopes there’s some truth to it, because he considers Almodóvar one of the great film artists in history.

Hotel Alan Rudolph
Hotel (Alan Rudolph)

OUR ORIGINAL QUESTIONS

1.- Firstly, we would like to hear from you about the motivations that set you on the path to cinema, the place where your personal vision comes from. We know that your father, Oscar Rudolph, had a long career within the TV and filmmaking industries, being connected to them practically all his life, and doing all kinds of jobs: from actor in a silent film with Mary Pickford to extra during the Great Depression, then assistant for Cecil B. DeMille or Robert Aldrich, also a director for TV series… Sometimes you have remembered those days when your father took you to the Paramount soundstages. Pretty soon you realized, stuck in those immense sets, that you felt at home, “it was suddenly the only reality” for you. Artifice and cardboard sets became a part of your biography. We know that during the mid-sixties  you shot dozens and dozens of short Super-8 films, and although we’re not sure whether in the following works your job was first assistant director, second assistant director or trainee, your name appears officially in the credits of films such as Riot (1969), The Big Bounce (1969), The Great Bank Robbery (1969), The Arrangement (1969), Marooned (1969) and The Traveling Executioner (1970), before your first full-length film, made with the help of several friends, Premonition (1972), considered your directorial debut.
          We’re also aware of your refusal at first to become assistant for Robert Altman because you were done with that kind of job. But after seeing McCabe and Mrs. Miller (1971) you changed your mind due to the brilliance of the movie and that was the beginning of your long-time collaboration with the man: assistant director in The Long Goodbye (1973), California Split (1974), Nashville (1975)… You also were a co-writer in Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History Lesson (1976).
          After Nightmare Circus (1974), a project that was passed on to you, Welcome to L.A. arrives in 1976, a film written and directed by yourself, and the first where we witness with clarity some of the constants that will accompany you the rest of your career. In a pioneering article about your body of work by Dan Sallitt, written in 1985, he pictured you slightly as Carroll Barber, played by Keith Carradine. In that film, all the main characters shared with the camera fleeting glances, without daring to hold the view for a long time, showing themselves a little unconscious in the midst of the sentimental confusion. Carradine, who had practiced a healthy promiscuity during the whole movie, ends condescending with tenderness to Karen Hood (Geraldine Chaplin) and Linda Murray (Sissy Spacek), holding a glance towards the camera, after the credits, certifying that the character has obtained, during the process, some piece of wisdom and comprehension; he somehow has managed to move away a little from the swarm. The sweet vengeance of Emily in Remember My Name (1978), how she manages to get rid of the wedding ring, although she remains partially trapped, in her mind, between bars ─same case with her ex-husband, which she traps again, Neil Curry (Anthony Perkins)─, takes us back to similar feelings, in addition to the fact that in this fourth film of yours, third that you wrote and directed, are already in full view the bar and its neons as a paradigm of the microcosm of the cocktail of feelings.
          What can you tell us about the vision that drove your energy when you began and that still boosts your desire of making films?

2.- We would be grateful if you could try to tell us, being aware that each one of your movies is a world in its own right, and that your career has transited various stages, how you have dealt with the financing, production and shooting of your films. It’s deeply surprising the fact that during thirty years ─from Premonition to The Secret Lives of Dentists (2002)─, you have been able to go through twenty-one films with hardly a break between them, handling the countless changes that the movie industry has suffered. Broadly speaking, the accounts produce a movie per year and a half of work. In this sense, we have heard you in another site affirm that “probably the most important decision anyone can make in their life is how important money is to you, what would you do for money”. Also, the hard thing for you was “getting money, financing”.
          All the anecdotes and details that you can refer us to relating to this matter will be of high interest to us. We are eager to know, out of curiosity, how you have managed to obtain such control in the production, shooting and final cut of your films. And how all of that relates with the constant intertwining of films with other people’s scripts (we suppose that you ended up shaping them one way or the other) with projects where the blank page starts directly in front of you.

3.- In Choose Me, you chose people for the crew of the film who had never worked before in a production of that size ─cameraman, editor─, a practice which you kept implementing till Ray Meets Helen (2017), where you claim to have included in the crew some really young people.
          At the same time, you mix these inexperienced persons with faithful collaborators. In the field of director of photography we think about Jan Kiesser, Elliot Davis, Toyomichi Kurita, Florian Ballhaus, David Myers… all of them have worked with you in more than one film. Also Pam Dixon Mickelson, casting director since Made in Heaven (1987) in all of your movies, except Mortal Thoughts (1991). For original scores, Mark Isham. James McLindon as executive producer. And last but not least, Joyce Rudolph, your wife, her work as a still photographer being present in Choose Me, Made in Heaven, The Moderns (1988), Mrs. Parker and the Vicious Circle (1994), Afterglow (1997), Trixie (2000), Investigating Sex (2001), The Secret Lives of Dentists, Ray Meets Helen
          Can you talk to us about the relation between these professionals, with more experience in their fields of work, working shoulder to shoulder with these newcomers, imbued with fresh enthusiasm for new work? We know that it’s exciting for you to work with these inexperienced people, because they haven’t acquired “bad habits”. In which way do you believe the aesthetics of your œuvre are in debt of this merging of experiences?

4.- We know about your bond and filiation, also relation of friendly patronage, with Robert Altman. But apart from his help in raising financing for some of your films, and your learning curve being his assistant director or co-writer in charge, we’re interested particularly in what you’ve learned really through his movies, as a spectator, or as a worker (for example, his use of the slow zoom in or the dolly). You have mentioned McCabe and Mrs. Miller as “a turning point in film music”; and you’ve given us some serious thinking in the past affirming that Altman used to throw in an extra or character to destabilize the scene or his main actors when something didn’t work. You swore that in half of his movies the star was barely in the frame, but in its very edge, and the movie was all about the other stuff. How has this influenced you in your own shootings, and the altmanian heritage of watching the dailies with the cast and crew? That’s a point that connects also with the fact that you let the actors change the script if necessary. Does this occur during the rehearsals or in the take itself? And how do you combine this tendency of giving leeway to the cast with the limited days of shooting and tight budgets?
          On the other hand, although there’s a shared sensibility between your vision and Altman’s, we perceive a great difference, as Sallitt wrote, in your 70’s movies. For example: whereas in Altman there were moments where the point of view was externalized, suggesting a spooky and cosmic perspective (Dave Kehr) above the people, your cinema has always proposed an empathetic fascination, almost paternal, concerning the characters, and from which the enigma arises. From your point of view, what are the characteristics that distinguish your vision of the world from Altman’s?

5.- Having said that, your filmography taken as a whole, even watching just one or two films, makes evident a personality of its own that simply cannot just be enclosed to one influence. We see in your films many well-assumed heritages of classic American cinema, before the 60’s, to be clear in terms of chronology, and sometimes you’ve ratified it (melodramas from the 40s…). In Mortal Thoughts, John Pankow references Glenne Headly’s look as reminiscent of Greta Garbo’s, an actress channeled by Geraldine Chaplin in Welcome to L.A. through an explicit and constant allusion to Camille (George Cukor, 1936). At the beginning of Made in Heaven, the characters come out of the cinema after seeing Notorious (Alfred Hitchcock, 1946). Also, Nathan Lane in Trixie references Maurice Chevalier and Mimi, song made famous in Love Me Tonight (1932) by Rouben Mamoulian (in your commentary track for the DVD you said that a part of this character’s act in the scene, Kirk Stan’s act, was improvised by the actor). We cite some of the obvious references, but we also know that project you had in mind of adapting Man Ray’s autobiography. Long story short, in which way, consciously or not, does these golden years of Hollywood permeate your labour as an artist, prior to the considered cinematographic modernity ─sometimes associated with you in a shallow and mistaken way, or that is our point of view, and we believe yours also─?

6.- You have made three movies whose story takes place in the 20’s, one set in New York ─Mrs. Parker and the Vicious Circle─ and two coming from Paris ─The Moderns and Investigating Sex─, although you ended up placing the surrealists’s meetings, captured by José Pierre in Recherches sur la sexualité, in a fictitious Cambridge, Massachusetts, the Great Depression in its early days and in the middle of a late Prohibition. Undoubtedly, the three films have in common the focus on characters immersed in small groups whose functioning manages to split them, in variable degrees, from society and its conventions, conferring them an innovative distance ─germen of the genius─, traumatic most of the times, even dangerous, or directly doomed to perdition for the individuals that compose them.
          What is it about the Roaring Twenties in the USA and Les Années folles in France that seduces you so much? Is it the vanguards maybe? Gatherings where conversation is constantly moving… Is it a certain crazy, effervescent, fleeting insanity, tied to expansionism and economic development, destined to fall in 1929? A period that would remain engraved in consciences like a romantic and melancholic myth… You have commented that “most people think of the 20’s as the heyday of Modern art”, but that happened “when the tourists arrived in Paris and started to spread the word about it”. The Moderns, for you, was all about counterfeit society and the myths of Paris in the 20’s.
          Also noteworthy is the fact that for these three historical films you counted with three co-writers ─Jon Bradshaw for The Moderns, Randy Sue Coburn for Mrs. Parker and the Vicious Circle, who previously wrote the novelization of your film Trouble in Mind (1985), and the French Michael Henry Wilson (writer for forty years in the Positif magazine) for Investigating Sex─. How did these collaborations come about? Are they related to the scope inherent to these projects and the need for historic advice?

7.- In an interview you gave on the occasion of the retrospective of your work in 2018, at New York’s Quad Cinema, you said that probably the audience that appreciated some of your old movies, the same people who felt fine about bringing back the Alan Rudolph of the 80’s… These people would probably feel out of touch with Ray Meets Helen. On other hand, we agree with you that this is your most distilled movie, where the characteristics of your cinema condense themselves right down to the bare bones, synthesizing gloriously your preferences, loves and trajectory.
          Although we’ve heard you affirm that, based on your experience, this incursion in the digital format wasn’t so different in terms of shooting from your previous celluloid films, we sense in Ray Meets Helen an ease, lightness of touch and innovations, even a shameless trust in the filmed world, only comparable to the estranged passing of the soul of Breakfast of Champions (1999) to some mad inserts of special effects in video quality. The way chromas and homemade tricks in Ray Meets Helen are introduced touches deeply our hearts: when both characters travel around the world without even leaving the restaurant’s table, encapsulated in archive images that look like a souvenir; or when Ray glances pathetically, but sure of himself, with a look of contempt to Ginger Faxon, a second frame in the upper left side of the image; the apparitions of Helen in front of Mary, also the truncated dreams appearing in the form of a young Ray, diagonal echoes of Nick Hart, also a boxer, in The Moderns; finally, the actors dancing in the ending credits, putting and end to the fantasy, rival in attractive subversion those of Inland Empire (2006). You also said that one of the few differences between digital and celluloid is that there is no such thing as the processing laboratories calling you to pick up the dailies, or merely that the takes could be longer; we see the virtues of this second case, for example, at the dinner where Ray conquers Helen, in the way shots cut in soft movement, linked to some kind of digital automatism.
          In hindsight, what did you get out of making this film in digital compared to your previous experiences in celluloid and what did the film suppose for you as a kind of recap, hopefully with continuity, of so many years of work within cinema?

8.- After finishing Equinox (1993), you were referring to a mental state where you felt a dividing line in your trajectory, that movie was for you about as far as that road would take you, concerning that group inhabited by what you called “hip-pocket movies” or “urban fables”, requiring audience participation, the audience itself creating the fable. Looking back on your work, it clearly presents itself to us as an amalgam of diverse aesthetics side by side with drama, narration and your formal project. We have those films taking place in the 20’s, your incursions with other people’s scripts, bringing them to your world, and then there are those “hip-pocket movies”, like Welcome to L.A., Choose Me, Trouble in Mind, Love at Large (1990) or Equinox. In these films, reading the reviews of the previous decades, one encounters so many times the word “pulp”, alluding maybe to an aesthetic affiliated, passionate, but handled without any condescension. We find that in many B films of the golden years of Hollywood or in certain novels, magazines… We wonder about your sources of inspiration when it comes to approaching such specific stories, like the one in Equinox, where one looks at the treatment, character psychology and situations and can’t help to think in a sort of solid continuity from a previous tradition… Where do you feel linked, sentimental and emotionally, at the time of writing and shooting these fables? We know that Kurt Vonnegut, irony and humour were a key point of union in the friendship that you and Keith Carradine share. Could you elaborate further on these affiliations?

9.- We can’t forget the role of music in your movies. We understand that in order to pay for the rights of the Teddy Pendergrass songs that permeate Choose Me, you had to accept another work for hire, directing Songwriter (1984). The very deliberate use of Richard Baskin’s music in Welcome to L.A., Alberta Hunter in Remember My Name, Leonard Cohen in Love at Large, Tom Waits in Afterglow (in Made in Heaven we could see a kind of poster of his figure and we have thought many times in his crooner period when we see wander Carroll Barber those L.A. streets in a seemingly endless night)… Examples are numerous and blend themselves with the atmosphere of your movies without suffocating them, a gentle chaperone. As a partner, it seems that in Mark Isham you found a gold mine: his scores went hand in hand with a lot of your films. Tell us about this relation between you two, its beginning, and in which way Isham’s music informs your films, at which time he starts to compose, the type of indications that you give him… And how all of this is intertwined with these songs, because we suppose that you deem necessary to exit for a moment the original score, taking a borrowing from another song to give the scene a unique nuance.

10.- After The Secret Lives of Dentists ─a film that, beginning with another person’s script, demonstrates a humble mutability, supported in the writing of the other, matches your vision of the world and is coherent  with the conclusions that you have been developing during your whole career (the twists and turns of conjugality, the exciting projections that spur fragmentary fantasies, the cruel consent and the conscience that David Hurst acquires at the end about marriage…)─, a project with a mise en scène truly generous for the spectator, one of your most universal movies that, in a case of bad luck, went almost to the direct-to-video market, and you had a break of almost fifteen years till Ray Meets Helen. What are the reasons behind that break in your career as a filmmaker? We assume that the difficulties of dealing with financing are the ones to blame. And what can you tell us about your fondness for painting, another of your preferences, with which, we understand, you occupied that time?
          And that ‘s all! Thank you so much for your time, Alan. We hope with great expectations for another film from you. Your movies will always be a part of our lives.
          Our best wishes.

EL PRODUCTOR COMO APOSTADOR; por Alan Rudolph

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

“The Producer as Gambler” (Alan Rudolph), en Film Comment (marzo – abril de 1994, vol. 30, núm. 2; págs. 21 – 22). Publicado por Film Society of Lincoln Center.

Estoy mirando a través de la cámara para el primer plano de Mrs. Parker and the Vicious Circle, y escojo la imagen del productor de la película, Robert Altman, caminando en nuestra recreación vivaz del vestíbulo del Algonquin Hotel, circa 1920. Pronto se encuentra saludando a varios actores, todos ellos se parecen mucho a los personajes legendarios que representan: Jennifer Jason Leigh como Dorothy Parker, Campbell Scott como Robert Benchley, Matthew Broderick como Charlie MacArthur. Hace falta este vistazo en esta fecha tardía para convencerme finalmente de que vamos a hacer esta película de verdad.
          En cualquier tablero de juego de película corporativa, una pieza de época sobre una mujer ingeniosa y sus amigos habladores no se mueve hacia delante si no puede ser empaquetada y labrada para venta fácil a una supuestamente audiencia atontada. E incluso si hay movimiento, una conspiración parece lista para derrumbarte en cualquier momento. Pero sin obstáculos contra los que luchar, probablemente no valga la pena hacerlo, así que avanzas a grandes pasos sin una red y te sientes afortunado.
          Estamos en localización en Montreal para Mrs. Parker, con una insuficiente suma para extender a lo largo de treinta actores principales y las décadas de la vida de Parker cubiertas en el guion, que escribí con Randy Sue Coburn. Mientras se prepara el set, Altman me echa a un lado, lleno de orgullo y certeza de que vamos a hacer un filme extraordinario. “Vuelvo a la oficina de producción ahora”, dice, su tono cambiando. “A ver si algo de la maldita financiación ha llegado ya”.
          Robert Altman es un artista y un apostador. Perseguir una visión artística sobre el cine en América puede a veces poner en riesgo todo lo que posees. Tu mejor protección contra perder lo que importa es el control creativo. Consigue el filme en tus propios términos, incluso si es con sus precios. Pero haz tu filme. La mayoría de cineastas intercambian el control por el dinero y se convencen a sí mismos de que han ganado, pero con el control creativo probablemente nunca pierdas de verdad. Sin él, Altman ni siquiera jugará.
          Los directores quieren un productor para que sea su paraguas de acero. Quieren a alguien que diga, “Yo interferiré y haré lo que pueda para que tu filme se haga. Cuando tenga algo con lo que contribuir, te lo haré saber, pero las decisiones creativas finales serán siempre tuyas”. Altman me ha bendecido mucho en tres filmes, incluyendo mis dos primeros. Tendrá que responder él por qué, pero si esos actos no lo califican como un apostador, nada lo hará.
          Ha habido muchas palabras usadas intentando definir el elusivo gen fílmico de Altman. Siempre mencionadas son las inspiraciones de última minuto, accidentes felices, curiosidades arrojadas que capturan la esencia de la vida real. Aun así, Bob está simplemente persiguiendo lo que cree ser verdad. Hace esto con confianza, compulsión, y comando. Y hay poco que se interponga en su camino. Excepto, por supuesto, el dinero. La parte del apostador.

Mrs. Parker and the Vicious Circle Alan Rudolph 1
Mrs. Parker and the Vicious Circle (1994)

Hace algunos años, en Tennessee, me encontré en una oficina de producción de un motel detrás de una pila de papeleo y teléfonos como asistente de director en Nashville. Este fue mi tercer filme como A.D. con Altman, y de lejos el más ambicioso. Cada día surgía del día anterior. Esa noche había sido particularmente emocionante para mí porque los dailies incluían metraje que filmé ─viñetas al azar de una variedad de localizaciones con muchos actores diferentes. Lo clásico de la segunda unidad. Nada de ello era horrible y parte era bastante bueno; me complació no haber avergonzado a nadie, especialmente a mí mismo. Quería hacer mis propios filmes.
          De repente, Altman estaba allí, apoyándose en la entrada. “¿Por qué no empiezas a pensar en algo que quieras dirigir?”, dijo, “y veremos qué podemos hacer sobre ello. No me importa lo que sea, simplemente no hagas una película sobre persecuciones de coches”.
          El siguiente año escribí Buffalo Bill and the Indians para que él la dirigiera y Welcome to L.A. para mí mismo. Cuando los jefazos del estudio llegaron a Calgary para un presupuesto final antes de que el rodaje comenzase para Buffalo Bill, Altman me incluyó en la reunión. En un punto cerca de la conclusión, Bob propuso con descaro que por menos de un millón de dólares más, entregaría dos filmes ─el que estaban comprando en ese momento y otro que dirigiría yo, alardeando de “un casting tremendo”. Cuando estos mismos hombres se reunieron en Nueva York un año después, después de ver la copia final de Welcome to L.A., nos estrecharon la mano cordialmente antes de dejar al más joven de ellos para anunciar que los grandes distribuidores no sabían cómo lanzar películas como esta, y que éramos libres de buscar a otro, siempre y cuando devolviésemos el dinero original. Mi próximo aliento tardó en llegar, y no exhalé completamente hasta meses después de que el filme saliera e hiciera un beneficio respetable. La compañía de distribución, Lion’s Gate Distribution, fue expresamente creada por su director ejecutivo, Robert B. Altman, para meter a ese único filme registrado en los cines. Welcome to L.A. se convirtió en un éxito temprano en lo que es ahora el gran negocio de la distribución del cine independiente.
          Nuestro segundo filme juntos, Remember My Name, era más afilado y oscuro, con una interpretación mordaz de Geraldine Chaplin y una banda sonora original de blues de la legendaria Alberta Hunter. Supongo que ahora podría ser considerada una cosa de culto (Altman una vez describió un culto como gente insuficiente para una minoría), pero en el momento realmente creí que el mundo estaba preparado y esperando por ella. Si tan solo pudiésemos hacerla.
          Una tarde en el apartamento de Nueva York de Altman definió la vida fílmica entera de Remember My Name. Acabábamos de fichar a Tony Perkins y estábamos muy excitados, apenas unas semanas para la producción en Los Ángeles. De algún modo, varias personas interesantes estaban presentes y mucha celebración amistosa tuvo lugar. Bob estaba al teléfono en una habitación contigua. La fuente de financiación era el estudio con el que ya estaba trabajando. Estaban interesados en una negative pickup, y una vez más había un bonito reparto y un presupuesto de menos de 1 millón de $. Se imaginaron la historia de una mujer que sale de prisión como un thriller de suspense, cuando realmente era una alegoría acerca de las mujeres contemporáneas vista a través del filtro de esas chicas-duras de las películas de Ida Lupino de los años cuarenta. Pero reservé todo eso para mí, agradecido de estar haciendo otro filme.
          Tras semanas de promesas, excusas, disculpas, promesas renovadas, Altman quería que se firmase el acuerdo. En este instante, el estudio estaba armando alboroto por la película que Altman acababa de terminar (Three Women). Parecía que había salido “más extraña” de lo que habían imaginado y, consecuentemente, tenían dudas acerca de mi filme, asumiendo que cualquier amigo de Bob debía de ser otro extremista. Vagué por el perímetro de la fiesta mientras simpatizantes se acercaban con brindis de merde y otras tonterías. Sonreí, mascullando algo acerca de ser supersticioso, todo el tiempo mirando a Altman al teléfono mientras se volvía más furioso a cada palabra.
          Unos pocos minutos después, él estaba de pie en medio de las festividades, elevando los espíritus incluso más arriba. La gente rumoreaba y empezó a brindar otra vez. Me acerqué, preguntando en privado qué había ocurrido por teléfono. Los ojos de Altman se estrecharon. “Los bastardos nos cortaron los fondos. Pagarán por el guion, pero eso es todo”. Mi corazón se hundió. Empezaba a tomarme esto personalmente. “Que les jodan”, dijo Bob. “Usaremos tu dinero del guion para empezar a rodar, y después de eso siempre hay un retraso de dos semanas antes de que los cheques de nómina sean requeridos. O encontramos financiación en alguna parte o cerramos”. Conseguí expresar una sonrisa débil. “No te preocupes”, me aconsejó, “todo saldrá bien”. “Debe salir”, me encogí de hombros: “Porque nuestros corazones son puros, ¿no?”

Remember My Name Alan Rudolph 1
Remember My Name (1978)

Altman no se rezaga demasiado en la localización de Mrs. Parker; tiene que lanzar Short Cuts, procede a sopesar ─y, como me lo dice a mí, “Estoy tan necesitado aquí como tetas dibujadas. Además, me pongo envidioso permaneciendo alrededor de todo este talento sin nada que hacer”. Se queda para los dailies de unas pocas noches, lo suficiente para ser energizado con la brillantez de Jennifer y los otros actores, y dice que parará por el set mañana de camino al aeropuerto. Traigo a colación la endeble financiación, y murmulla algo sobre renegociar una línea de crédito.
          Al día siguiente, estamos filmando en la Rose Room del Algonquin, habiendo salido de la legendaria Mesa Redonda por primera vez. Dorothy Parker y George S. Kaufman (David Thornton) están discutiendo entre los otros cuando Edna Ferber (Lili Taylor) llega y suscita un nuevo torrente de bromas del Círculo Vicioso. Altman entra entre preparaciones, uniéndoseme a la cámara. “Acabo de hablar con Johnnie Planco ─nuestro agente─ y parece que Fine Line y Miramax podrían juntarse por primera vez para esta película. Planco piensa que funcionará”, dice. Pregunto a Bob qué piensa. “Pienso que si no funciona, mejor que me encierres ahora y tires la llave, porque el hombre del banco no estará muy feliz”.

The Producer as Gambler Alan Rudolph 1

The Producer as Gambler Alan Rudolph 2

LA INDECENCIA CONNIVENTE

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Ray Meets Helen (Alan Rudolph, 2017)

Ray Meets Helen Alan Rudolph 1

You know, I’m really the only true romantic left in this building

Ginger Faxon (2017)

1. ANTOJOS DEL PERENNE AMATEUR

Nos imaginamos, hace bastantes años, a Alan Rudolph abriendo el periódico. Sería una mañana o una tarde cualquiera, conocemos poco, pero a nosotros nos gusta presumirlo sonriente. Aunque la fecha permanezca imprecisa, entrevemos el probable fin de ciclo durante el cual pudo eso ocurrir. Hoy sabemos que durante 15 inviernos, desde el 2002, la actividad del cineasta nacido en Los Ángeles sufriría un parón categórico, durante el cual, en el intersticio, ocuparía su tiempo con la pintura, su otra gran afición. En consonancia con los caracteres que pueblan su filmografía, el angelino fue durante treinta años un cineasta desaforado, un buscavidas, alguien enamorado, adaptativo y afortunado, pues logró recorrer, dueño de sí, una venturosa e independiente carrera; cuando cesó de forma casi oficial para la industria, personalmente no se le conocen lamentos, al contrario, recuerda con orgullo las personas que, obra a obra, reincidiendo en sus puestos de trabajo, le permitieron levantar empresas disparatadas pero con la suficiente sobriedad económica y diligencia en los plazos como para no hacer saltar a las productoras la luz roja del “se acaba aquí” al segundo intento. Lo que nunca podremos llegar a saber es si Rudolph era consciente, o intuía, mientras repasaba los artículos de la sección de sucesos recolectando el germen de dos ideas para su próximo filme, que no alcanzaría a materializar Ray Meets Helen hasta 2017. Lo único cierto es que, por aquel entonces, no esperaría seguro firmar su regreso al cine, o su despedida ─a quién le importa mientras tengamos otro filme por fin de él─, arrogándose con nata insolencia el digital, formato del todo novedoso en su filmografía, si bien los jugueteos anárquicos con los insertos en vídeo habíanse introducido ya como granadas en Breakfast of Champions (1999), filme donde los signos visibles más evidentes de su puesta en forma se dejaban de lado para adaptarse a la esquizofrenia de los tiempos, duplicando la velocidad majareta de finales del siglo hasta llegar a medio redimirla ─agradecemos a Luc Moullet su breve pero enconada defensa de la película, justo a tiempo─. Retornamos al diario. Un camión blindado hasta arriba de billetes descarrila en la autopista y acaba volcando en un vecindario pobre, primera historia, posible filme; en la grilla adyacente a esta noticia, una mujer cerca de Seattle encuentra la cartera de otra, se apropia de ella y, de rebote, adopta su identidad: en los días subsiguientes se hará pasar por ella. Armazonado con sendas puntas de lanza de la ficción, la inicial sujeta Ray Meets Helen a una realidad social problemática que ancla los deseos voladores de sus protagonistas a la miseria y problemática del barrio, la segunda sirve para dar pie al drama que catapulta el inicio de la travesía sentimental de la intérprete femenina, una Sondra Locke recuperada tras siete años fuera del negocio, siendo este glorioso papel, por la vida miserable que escapándosenos entre los dedos nos rehúye y nos apaga, su último rol en el cine, espectro hecho materia mientras los píxeles sobrevivan.
          Financiando Ray Meets Helen con los centavos encontrados en la hucha con forma de cerdito, entre los cojines del sofá, de Keith Carradine, Rudolph se lanza a empuñar la cámara digital con una desvergüenza de veterano que haría sonrojar a toda una bandada de supuestos amateurs no merecedores de tan noble epíteto. Maya Deren ─también Jonas Mekas─ recordaba que ese término no designaba a modo de disculpa, como una denominación medio vergonzante, al principiante, sino que su etimología, proveniente del latín, se liga con amante, «alguien que hace algo por amor hacia la cosa misma en vez de por razones económicas o necesidad». Al igual que sucedía en Trixie (2000), la forma de Ray Meets Helen florece en la moción musical que arrostra a los planos respecto a su empuje y a su acaecerse constantes. Suceden aquí varios eventos lozanos, aventajados, y es que se une el descaro con la sapienza, una variedad de recursos como quemados encadenados, superposiciones de tubos fluorescentes que fluidifican los planos en carrera, conduciéndolos, haciendo eses, hacia una confusa borrachera de signos que, con dadivosa levedad, acompaña el caminar de dos amantes, streamings a pantalla completa, novio celoso e insoportable incluido acaparando el encuadre, un imbécil del tipo que sabrías señalar el momento exacto de cuándo va a soltarte un “¡bitch!”, cortes en pleno movimiento del aparato, escamoteándonos el círculo completo del trazado para colarnos un inserto de dos segundos, un jump cut que parte en dos la conversación de una pareja de ricachonas, siendo espiadas por Helen quien pesquisa modelos de comportamiento para su nuevo estatus, haciéndolas saltar picaronas en el tiempo mientras discuten sobre cómo recoger la caca del perro. Nosotros, como espectadores, observamos estos caprichos y antojos con alegría, incluso emoción desbordada por momentos, ya que nos devuelven la fe en que la imagen digital no solo sirve para encubrir los pecados de un rodaje perezoso, sino al contrario, para enmarcar, mediante un uso singular de sus recursos, unos procedimientos inmanentes al despliegue de un rodaje no-analógico, el atractivo que puede impeler al filme un travelling semi-automático cortado nada más empezar, o lo que tienen de banales, románticos, ridículos y, por supuesto, de patético humanismo enternecedor, las imaginaciones, andares y tics de los recién enamorados. Rudolph se encuentra más cerca de dignificar con suavidad olímpica el vídeo de bodas que nos pide por encargo la amiga de nuestra prima que del estreno en salas de un nuevo logro de la inmersión no visto hasta ahora en un entorno tan realista y espectacular que no creerás que es imagen digital. Que el César se empache con lo que es del César, que aquí abajo el plebeyo con sus plebeyos modos podrá jugar en su maqueta cartonera como si fuese Dios.
          El viaje ocurre entre la grisácea fotografía inicial, desagradable por los filtros descarados, sincera en su desparrame al no buscar la belleza sino el desborde, hasta la polifonía de colores donde Ray y Helen se prendan: el surgimiento consciente del arcoíris tras la lluvia es lo que interesa a Rudolph, y el estatismo nunca servirá, lo sabemos, para componer esta trayectoria parabólica del deseo. La miríada de recursos digitales nos despabila la certeza sobre que el vídeo no solo es capaz de corromper con ingratitud los sentimientos sinceros en un horrible recuerdo doméstico encapsulado, sino que también esconde, cuando sus quemados y filtros se acomodan a la travesía vital, la sincera melancolía añeja de las cosas simples, los afectos demodé, el encanto limítrofe de las edades afterglow, acariciando momentos de gloria que parecían enterrados en el tiempo.

2. ALREDEDOR DE SU CUELLO

Un monotono de alerta va renovando su uniformidad para manifestarse bajo diferentes melodías, algunas acompañan la escena de intriga, otras introducen un baile inesperado en medio de la calle; notas de sintetizador que van de la mano con la suspensión e incertidumbre del momento, en fin, maniobras de entrelazo ─Shahar Stroh, Parov Stelar y el propio Carradine aportan ritmos sonoros─. A primera vista, explicado, no semeja ningún logro, ya que lo meritorio se revela en la proyección al sentir el espectador los ritmos del propio filme respirar de acuerdo a las diferentes velocidades de la música y, al mismo tiempo, siendo independientes de ella. Un encuentro en el que la imagen, por un momento, se permite ser otra cosa y la armonía, sin complejos, resalta el maquillaje descocado que su compañera se ha atrevido a usar, la propulsa, le susurra “vente conmigo, seamos una misma entidad en este día, quedémonos hasta que la noche caiga y nos embriague”. En este ir de la mano sin apretar demasiado al adlátere se inocula un pequeño fragmento milagroso de metraje, surgido al borde de la calzada, como si de su cemento emanase una vivacidad contagiosa provocando sin remedio que los transeúntes comiencen un bailongo mientras siguen viviendo; así, fugaz, en el parpadeo o chasquido de un gesto esbelto en una mañana cualquiera, como la parcela que pisa, apéndice del apartamento de forrados donde por unos días jugará con su nombre, atiende Helen el enredo secreto de los paseantes, puestos de acuerdo para mover las caderas juntos apenas cinco segundos. El filme, durante este periquete, posee el don de la ingravidez que nos eleva a nosotros, espectadores confraternos, de la hostilidad de la vida. Un despegue del naturalismo que hemos venido a identificar como rudolphiano: las miradas a cámara de casi todos los personajes de Welcome to L.A. (1976), de rebote inconsecuente o clavándonos los ojos, la coreografía inicial que abre Choose Me (1984) y luego se esfuma (el filme no era un musical), la sensación permanente de que en cualquier momento todos pueden empezar a cabriolear por gracia de una canción, sobrevolando Made in Heaven (1987). Pequeños despegues que destensan la tirantez de la existencia sin llegar a conculcar la sentimental veracidad de la ficción que contemplamos.

Ray Meets Helen Alan Rudolph 2

Un poco en medio de dichos ademanes es como se conocen Ray O’Callahan y Helen Wilder. El hombre: trabaja en una compañía de seguros, boxeador en sus años mozos ─ecos de rol pasado, el pintor pendenciero Nick Hart en The Moderns (1988)─, también pianista, una bala que atravesó su mano izquierda malogró ambas vocaciones temprano y un reciente viaje a Perú, acompañado de una desafortunada indigestión, ha puesto su vida en serio riesgo; ahí llega el camión blindado, un caso que resolver, ¿dónde están los billetes? La mujer: un pasado triste de relaciones truncadas, casa en el campo (Killdeer County), también vive sola, y por funesta suerte, carga con deudas familiares que le son imposibles de sufragar; una escritora de novelas rosa medio tarumba de amor loco (Mary McCloud) se le aparece de casualidad, tímido encuentro en un bar a primeras horas, la reaparición de la extraña, por la tarde, será imprevista, pues volviendo a casa se la encuentra Helen suicidada de un tiro en la sien yaciendo al lado de un árbol próximo a su finca, siendo la última voluntad de la muerta sorpresiva: quiere legar su dinero, traspasar su identidad, a la primera persona que encuentre su cadáver. Ray y Helen, juntos por un par de noches gracias a los billetes caídos del cielo, pueden aparentar lo que no son o, quien sabe, lo que eran realmente, quizá empezar a ser lo que suspiraban de una maldita vez. Uno esconde cantidad de identidades imposibles en las que desearía enfrascarse para enamorar en seis horas a la mujer que de un solo vistazo enloquece la vista, al hombre que ataviado con un traje de lujo capta los sentidos.
          Éxodo donde los personajes monologan consigo mismos en una disposición sintáctica que, como la música, repite cadencias, vuelve sobre sus mimbres, para reflexionarse, la mayor parte de las veces a viva voz y no para sí. Almizcle soltando migas en su jornada, el hedor de la cavilación alelada intoxica el arrebato, nubla el maderamen casero, lo curioseamos con tamices tornasolados, similares encajes ligan este lance al de Marguerite Muir y Georges Palet en Les herbes folles (2009), de Alain Resnais. El devaneo en los dos filmes aúna el enardecimiento con el filo de espadas lacedemonias velando inquietas la marejada. Semiprudentes de las contingencias, los protagonistas la examinan. Casi a modo de pequeños aforismos con una pizca de extrañamiento, Ray intenta poner orden, ingenio, sensatez, al pasado y presente que le ha tocado vivir, la pulcritud anti-método, de diálogo construido, introspectivo, de los personajes de Hal Hartley. Previo al encuentro en una segunda cena en restaurante de lujo ─recordemos las virtudes pasajeras del dinero bien derrochado─, Ray habla para sí mismo, esta vez en off, asombrándose del pelo, piel, talle, “magnanimidad” sería la palabra, de Helen, antes de conocerla y camelarla, para, acto seguido, escucharse también en off la voz de la mujer contradiciendo con un temblor todas las observaciones que el viejo boxeador había colmado mentalmente sobre ella. La impostora cree no estar a la altura, y aunque ambos estrenan ropa nueva y elegante, la bufanda roja de Ray debe imponer demasiado. Inseguridad previa al roce feliz, entregados por una fugaz cantidad de tiempo extra al desfase con clase de la noche bebida de un solo trago por los maltratados a golpes en la vida. Ser otros aquí denota probar un sorbo del champán barato de la libertad, espejismos de quereres salvajes (aunque no tanto como para hacer el amor de pie, los años pesan). Del revés amargo de este dulce breve encuentro, el temor constante de Helen a lo quebradizo de las apariencias, menoscabado por la bonhomía pasajera de Ray, quien no deja de insistirle en que justo ahora no es tiempo de pensar en la muerte. La conversación entre amantes fugaces, bellos soñadores, simula una afinación complicada, exitosa tras unos retoques al instrumento, las preguntas empiezan chirriando, pero pronto la rima se establece. El acorde ha encontrado su canción. Ray conoce a Helen. Por fin le puede regalar el collar dorado de dos golondrinas juntando sus picos que llevaba rato imaginando alrededor de su cuello.
          ¿Qué ha ocurrido previamente? Eso ya lo habíamos visto en celuloide, pero muy pocas veces hemos presenciado a un cineasta capaz de servirse de una pantalla verde para ─en un plano con croma al que de verdad llegamos a pillar cariño─ representar los destinos vacacionales ideales de los personajes que empiezan a imaginarse su nueva vida con el amante. La pobre integración de dicho croma en la imagen real es lo de menos, aquí Rudolph quiere hacernos ver, sorprendernos, sin perder de vista la mesa del restaurante cinco tenedores de diez variedades, que la imaginación más apasionada no necesita de un equipo de 500 animadores asociados a la empresa puntera de EUA; el versado filmador-narrador, en su casa con equipo ajustado, nos cuela el croma más descarado del globo y nos dejamos embelesar por cada destino como cuando viajando despreocupados cedemos a comprar algunos souvenirs desenfadados, imanes de nevera reconocibles en su prototipicidad, que sellan nuestro relajamiento vacacional y nos permiten tener, al volver, una deferencia para con nuestros seres queridos: pagodas y kimonos en Japón, la Torre Eiffel y el Moulin Rouge en París, playas de arena blanca en Las Bahamas… Y, agradecidos, pensamos que deseamos verlos ya allí, con tanta intensidad como ansiábamos el retorno de Ninotchka a la Ciudad de la Luz en Silk Stockings (Rouben Mamoulian, 1957). El desaliño de esta combinación ─con el dinero esquivo acechando una posible caída─, bendita suerte en esta noche única, nos confronta con gestos que permanecen aquietados, suspendidos en una perpetuidad dichosa, como el resultado de desconexiones entre la pesantez de la vida y la ilusión del irrecuperable mañana.

Ray Meets Helen Alan Rudolph 3

3. UNA VIOLENCIA QUE ENDULZA

La benignidad de sustraerse a la marcha usual del mundo no burbujearía tan brillante si no se insinuaran, a la vuelta de la esquina, las espinas. Tanto Ray como Helen, cada uno a su modo, afrontan su sobrevenida condición de pudientes con cierto grado de impostura que les resulta difícil camuflar. El primero se sirve de ella, entre otras cosas, para librar en su fuero interno su particular cruzada contra la exnovia, Ginger, que aún sigue despreciándolo y ahora sufre de un escabroso affaire con su jefe de color; la segunda, se trasluce, no sabe gozarse el don presente del dinero ni del nuevo ser regalados, recomponiéndose con desagradecimiento inconsciente a cada embestida del convencido Ray. La felicidad y su prórroga, en el cine de Rudolph, suelen jugarse en la escapatoria ─necesitada de actualizarse, siempre provisoria─ del quedarse estancado: las estrategias pasan por aflojar los caracteres subjetivos, fingir con apuesta sinceridad, tentar de fundirse con el sexo opuesto, renegar de establecer un hogar no merecedor de lealtad, cruzando urbes, grato desarraigo huidizo. Peligros de inmovilización (larga condena en prisión, hospital, exclusión social, muerte), una persecución permanente (policía, gánsteres, espíritu de frustración), son entonces acechantes causas inherentes a dicho planteamiento vital. Pero matizando las intensidades agitadas de su maestro, Robert Altman, no exentas de mimo, Rudolph proyecta sobre todos sus personajes un cariño que raya lo paternal, disponiendo para ellos un tablero donde su libertad cabe, al menos, si la ejercen sinuosa, y a cada habitante de la ciudad con el corazón caliente, haga o no lo correcto, se le otorga la aptitud de provocar en los demás, en el encuadre y en el espacio sonoro, su particular aumento febril.
          A cualquier oportunidad o promesa de ser dichosos viene indisolublemente unido un augurio de su cese o de un posible incumplimiento. El enigma asentado en el hecho riesgoso de seguir viviendo, temblor que da fe de una esperanza. Un patrón electrónico brioso, de ritmo sospechoso, hace fade in tres segundos antes de disolverse la imagen de Helen y que se introduzca la de Ray, en perspectiva cerrada, pisando fuerte el barrio dispuesto a investigar. Seguidamente, recogidos en un mismo plano tras los barrotes, pero a dos tiempos, se presentan los contrincantes que pulularán en torno a nuestro hombre: en coche, las autoridades patrullando, detrás, los cuatro malosos ataviados de colores y cubriendo sus rostros con máscaras ridículas. La música se modula, varía, se insinúan ambos grupos como pendiendo sobre el sino de Ray con jazzística melancolía. Veloz, un primer plano de nuestro hombre apercibiéndose hace arrancar, tras su paso al siguiente, palmadas cadenciosas que cachetean en loop las imágenes, revistiendo el presunto inocente caminar de una vecina que empuja el carrito de la compra con la suspicacia de un detective avezado, al borde del acorralamiento. Intensidades musicales y foleys varios que se superponen a las imágenes con grados variables de rudeza épica, calor de aguardiente para los personajes a medio convencer, el chupito de remate, ocasionando la escalada de ritmo y acontecimientos en el antro donde ella confiesa a Ray no ser Mary, sino Helen Wilder, petardazo existencial confesor que desencadena las ansias de arriesgar, de escapar sin pagar, acuciados, cuando podrían hacerlo con holgura. Las prisas de la fuga se unen con las ansias por toquetearse sin recato.
          Habitando un mundo violento y podrido, donde los caraduras se enriquecen mediante la prevaricación, corrompiendo o vendiendo champán de baratillo a precio de oro, Rudolph condesciende pizcas de democracia pergeñando una realidad torpe: el débil puede rivalizar físicamente al bruto, el listo suele equivocarse, el tonto tener suerte, y la belleza y el talento no acaban determinando mucho porque en general son cualidades ecuánimemente repartidas extrínsecas a la personalidad. Cuando ocasionalmente el persecutor alcanza al perseguido, o la bala da en el blanco, son sucesos que se sienten ilegítimos, y de algún modo, hasta donde pueda permitírselo sin traicionar la narración, son hechos que intentará reparar beatíficamente Rudolph. La capitulación impermutable de la muerte, uno podrá entender tras leer estas líneas, es ajena a la cosmogonía del cineasta, un disparo en el corazón podrá acabar con el camino vital que une la carne del personaje con el suelo pisado, pero las briznas respiratorias de aire diluyéndose por entre sus labios terminan yendo a parar a otra parte, esa dimensión equidistante tan amamantada por el cinéfilo apasionado, la esperanza de una superposición o fundido cuestionando el punto y final del deceso. En ese amor por la ilusión del rebelde con causa se hallan las concomitancias de su cine con el pasado, los vínculos que tanto parecieron evadírsele a la crítica de los 80 cuando, por momentos ─Choose Me estableciéndose como pico─, se le relacionó más con iconoclastia irreverente. Nexo cuestionable siendo su cine tan continuista; no sorprende, retomar las tramas perdidas, cuando estas han desaparecido del imaginario popular, se encubre, si la mala suerte se cierne, como radicalidad banal, y sabemos que si uno es radical, algo le une por necesidad, filiación, a las raíces. Rápida muestra: recordemos dos finales de un par de filmes de Fritz Lang, Ministry of Fear (1944) y Secret Beyond the Door… (1947), metrajes con un tercer acto rematado apresuradamente, como por un fortuito golpe del destino cambiando en el parpadeo más cuadragesimal el hado fatal de dos personajes para trastocarlo, mediante fundido o superposición, en escena final resuelta en dos planos que parece venir de esa futura vida paralela, donde tras palpar la tumba, los personajes, hombre y mujer, han arribado a una suerte de limbo fuera del tiempo, en un lugar desconocido del firmamento, quizá hecho en el cielo. Así terminaban su travesía por Rain City (las zonas menos modernizadas de Seattle) Hawk y Georgia. El primero, en los minutos finales de Trouble in Mind (1985), nos parecía mortalmente herido, listo para cerrar su arco, pero un corte nos lo mostraba en coche, sano, rumbo hacia un atardecer pasteloso sin empacho, y una vez pasados unos segundos de intriga ante la probable existencia de un copiloto, veíamos que sí, Georgia estaba con él, los amantes se podían tocar, su destino incierto siendo el regocijo con el que vivir en suave duda.
          Perecimientos que se reaniman por contados segundos, rebajando de gravedad el The End, insertando, de modo paradójico, un sigilo adicional al complot mortífero, también los podemos ver en el cine de Jacques Rivette: Noroît (1976), Le Pont du Nord (1981)… El personaje muere pero tal vez al actor se le conceda levantarse cuando la cámara esté al borde de consumar su movimiento. ¿Cómo ser tan cruel como para dejarnos sin ninguna duda del óbito cuando se ha trabajado tanto con los intérpretes, moldeado la película con y para ellos? Otra filiación, pues el cineasta francés bien es sabido que admiraba tanto el cine de Rudolph como el de Altman, mecenas y consejero del angelino. Rivette observaba, con su habitual ojo afilado, la relación establecida en las películas de ambos norteamericanos con los actores, ese dejarles tiempo de más, para improvisar, para sorprender al propio cineasta, mutando el scénario de paso, algo poco ajeno al francés. Geraldine Chaplin, heroína silenciosa de Remember My Name (1978) se lo confirmaba: el material descartado de Nashville (1975) y A Wedding (1978) era cuantioso. Rudolph lo ratifica: de Altman aprendió a visionar con el reparto y equipo los dailies, lo rodado el día anterior, porque ahí se encontraba lo importante del filme, el director endeudado con complacencia, entregado a unos rostros y extremidades a los que intentará rendir justicia; el mencionado Carradine, Nick Nolte ─encadenando cuatro filmes seguidos con el filmador─, Lesley Ann Warren, Geneviève Bujold… la lista podría seguir, los actores vuelven al director, la confianza ganada es recompensada con fraternidad para el resto de días en la subsistencia venidera. Camaradería, expresado sucintamente por el propio Rudolph, es la condición más importante del cine. ¿El dinero? Nunca fue demasiado importante para el cineasta, lo cual no quita que la financiación deviniese lo más complicado en los procesos que él identifica con años de su historia. Por cada filme, una anualidad de eventos en su biografía, recordar la película para rememorar el propio pasado. Argucias de pícaro recogidas de Altman, las idóneas para financiar su trabajo durante treinta años seguidos.
          Relaciones de confianza extendidas a diferentes miembros de un equipo que, si bien comandado por una visión, articula la misma en multitud de nombres que retornan: Mark Isham musicando y dando vida, con jazz, elegancia y pedigrí, a los ires y venires por las calles imprudentes, flirteos en bares-centros neurálgicos, sin descartar el uso atrevido y hortera, no por ello imbuido con excentricidad desaborida, de canciones kitsch, descaradas e inolvidables por un demodé atemporal; Pam Dixon, directora de casting de todos sus filmes desde Made in Heaven hasta el que nos ocupa, sin contar Mortal Thoughts (1991) ─si el final se les manifiesta sagaz, denle las gracias al metteur en scène y no al estudio─; James McLindon, productor ejecutivo desde 1994 de diversas obras, rebotado de Altman pero aprovechado por Rudolph para labores de finanzas, que luego abordaría también en filmes como Dr. T & the Women (2000) del oriundo de Kansas, obra esta estrenada en el mismo año que Trixie, compartiendo con ella al citado hombre del dinero, a Pam Dixon y al director de fotografía Jan Kiesser, que el de Los Ángeles conoce desde 1975 aproximadamente, y con el que más ocasiones ha repetido, aunque es de justicia mencionar sus otros grandes socios en estas lides, Elliot Davis y Toyomichi Kurita, encargado este último de dar un plus de virtuosismo modesto a Trouble in Mind, The Moderns y Afterglow (1997). Nos dejamos para el final a su mujer, Joyce Rudolph, presente en una buena cantidad de filmes esenciales como “still photographer”, o ejerciendo labores de producción, incluyendo Ray Meets Helen, aspecto que realza el carácter doméstico de esta cinta, la maritalidad bien entendida en los procederes del cineasta. En la disposición generosa de la nevera, ustedes podrán percatarse de las pruebas del delito.

4. HACIA UNA POLÍTICA CONYUGAL

Everyone says that romance is dying. I’m romantic… Aren’t I? Well, I think I am

Karen Hood (1976)

El aliento, la energía pura que nos comunica un filme no procede, en esencia, de su puesta en forma. Proviene, en cambio, de algún secreto anterior, ulula entre bastidores, hace titiritar con romanticismo los objetos y paisajes registrados: se trata de una visión creadora original, reconocible en el alma, que sustenta una forma tan amplia que podría llegar a significarse en mundo. Un cineasta digno de considerarse tal, como Alan Rudolph, poseerá por definición una visión, una cosmogonía que le sea íntima, propia, rotulada en neones. Y dicho don sobrevivirá, enriqueciéndose o manteniéndose constante, a las sucesivas puestas en forma que actualizará el talentoso andamiador en cada película. Podremos hablar entonces de unicidad espiritual, de corpus al sol o subterráneo, de que nos encontramos ante un maldito y aguerrido genio. Echando la vista atrás, escuchando los tímidos, cautelosos, testimonios del cineasta, nos queda clara la preocupación esencial: el vaivén entre él y ella, los límites que lo cercan, el borde recorrido para mantener la reciprocidad con aliento fresco, ademanes brujos, humores cáusticos, desdicha y escalera hacia la ventura de unos días sucedidos con la intensa presteza liviana del que vive embebido del mundo y sus semejantes, aprendizaje para orates, compendiados ardides en pos de embelesar los días y noches del que nos escucha suspirar dormidos. La visión de Rudolph ha dado concierto y chifladuras a nuestras incertezas, nos ha hecho sentir más de cerca el releje insalvable, puntiagudo, del ser con uno y estar para el otro. El ímpetu de elegir denota cobardía si no es acompañado de tesón, el consejo no pronunciado que nos llevamos a la almohada, los corazones fogosos de los actores filmados birlando la escena, la mirada entre sosegada y flamenca del que rasguea las cuerdas de la guitarra como si de ellas dependiese la moral de los sentimientos.

Ray Meets Helen Alan Rudolph 4

CONTINUARÁ…

Ray Meets Helen, en Vimeo

ENAJENADA LIBERTAD MORAL Y ESTÉTICA

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Investigating Sex [Intimate Affairs] (Alan Rudolph, 2001)

Querida imaginación, lo que más quiero en ti es que no perdonas.

Primer manifiesto del surrealismo, André Breton

¿Qué nos impulsa a escribir sobre un filme, a tratar de rememorar un sueño? Entre nosotros tenemos un código, un dicho entre cinéfilos amigos, en secreto lo formulamos así: “habérsenos pasado tal por debajo de la puerta”. Implícitamente, damos la razón a Kiarostami, pues afirmaba este que uno ama lo que no llega a entender jamás del todo, aquello que, lejos de confirmar nuestros sesgos, nos problematiza con admoniciones de colapso y muerte. Como yendo ebrios, tanteando a oscuras, quizá ya metidos en la cama sumidos en alucinaciones hipnagógicas, giran a nuestro alrededor móviles de imágenes brillantes, fluctuantes, espesas, borrosas… Al día siguiente resulta difícil distinguir; criptomnesia. Lo que ayer era una quimérica vigilia bombardeándose en presente, un cuerpo del cine abrumador e inasumible, se torna hoy relente mortificante, un despojo apenas reconstruible, un cadáver exquisito tardo. ¿Fue cosa del filme en sí o de nuestra disposición espectatorial de anoche?
          Caemos en Investigating Sex de Alan Rudolph al igual que arriban Zoe y Alice a la mansión propiedad del mecenas Faldo. Dudosos, inseguros, cercando algún tipo de trabajo incógnito. Por mucho que nos consideremos, como ellas, estenógrafos versados, haríamos bien en atenernos al consejo de Edgar, director del experimento, sobre la necesidad de esforzarnos en retener cada uno de los nombres, que aquí son muchos. La polifonía, redundancia y nocturnidad de Investigating Sex no encuentra parangón en ningún otro filme de Rudolph, tampoco su coartada intelectualismo europeo afrancesado (que no francofilia). Inspirado en las Recherches sur la sexualité (1928-1932) anotadas por José Pierre que tomaron lugar realmente en París pero ambientada en Massachusetts ─históricamente, finales de 1929, recién estallado el crac y por venir la Gran Depresión─, el centro neurálgico toma habitación con un grupo de surrealistas pirados. Su misión: inquirir el discursivizar automático del sexo como si encerrara algún misterio. Mientras, ataviadas por contrato faldita y medias para enardecer pero en teoría no, Zoe y Alice toman notas. Además de Edgar, el grupo surrealista lo integran: Monty, quien parece un novelista alemán perverso; Peter, que simila ser un traumado repitiendo estar solo interesado en Chloe; Oscar, hipnótico cineasta en ciernes dispuesto a prendar a Zoe; Lorenz, afroamericano siempre de paso que se onaniza con el aroma de Alice; y Sevy, un pintor con los dedos de blanduras orgánicas petriformes quien, como Rudolph con la cámara, semeja y cree tener alas en las manos. Esta vez, el propio cineasta y su ayudante de guion Michael Henry Wilson ─durante largo tiempo crítico de la revista Positif, también asesor de The Moderns (1988)─ se coartan a sabiendas el bar, viejo conocido achacoso, haciendo imperar la época de ley seca. Lo más parecido a una cantina será la lavandería-tapadera donde a solas Alice confiesa a Zoe ser virgen, y Zoe a Alice ser impudorosa… Fuera el humo, la cacofonía de fondo, bienvenido el gobierno del diván y la confesión compartida.
          La primera tentativa al revisitar un tan fugitivo plantel de personajes pasa por hacerse un bloque de hielo frío, un esquema mental severo, como el expuesto arriba, ganándose quien lo haga ─y con inveterada razón─ el odio fatal de los surrealistas. Medito, por boca de ellos, sobre la ficción inherente a naturalizar la noche anterior al día siguiente, rememorándola rica en detalles positivistas, por lo tanto, carente de humor: un descriptivismo aplacante y de guillotina. «Dentro de los límites en que se desarrolla (o parece desarrollarse), el sueño se nos presenta como continuo y poseyendo trazas de organización. Solo la memoria se arroga el derecho de efectuar cortes, de prescindir de las transiciones, ofreciéndonos más bien una serie de sueños que el sueño», escribía Breton; y con él nos preguntamos: ¿cuándo diantres habrá críticos y cinéfilos durmientes? Raymond Bellour reflexionaba sobre la única ocasión en que Freud se valió de un divulgativo símil fotográfico para ilustrar las oscilaciones, entre regímenes polares, de la energía psíquica: la fotografía aún latente sería, en efecto, el inconsciente, y su operación de revelado la perpetuamente movediza, delicada, agotadora e incierta concreción del primero en estructuras racionales de conciencia. Pero como dice Edgar, el tema de la capacidad onírica del sexo no puede dejarse solo a Freud y sus cohortes, según el cliché, afanosos de todo en primer plano, lavada ya la cara queriendo olvidarse de bostezar nada más despertarse. A Edgar le interesa la súcubo ─a Faldo también, pero tamizada por la embriaguez del desenfreno crematístico─, una obsesión interminable que desbloquea, clausura y hace girar sin tercera posición el círculo de la polución nocturna.    

La-musa-de-la-escritura-automática
Musa de la escritura automática
(Fotografía de portada de La Révolution surréaliste, núms. 9-10, octubre de 1927)

A quien escribe, el revisionado a la segunda de Investigating Sex le pareció, prevenido entonces, de una limpidez insultante: la primera vez fue semejante a sufrir una vigilia cuarteada por somnolencias. Por un lado, demasiado despierto como para entregarme al delirio, por el otro, demasiado dormido como para tratar de inserirlo en mi vida. Lo comprendido a posteriori fue una lección surrealista: en el cine de Rudolph, como en el sexo enérgico, la expresión del lenguaje precede al pensamiento, con sinceridad exacta ─Francine mientras hace el amor con Dwayne en Breakfast of Champions (1999): «…when I go to heaven on Judgment Day and they ask me what bad things I did down here, I’m gonna have to tell them…»─, y exacerbada su maestría como cineasta aquí, afinada su visión tras veintinueve años tras el aparato, Rudolph ha ido perdiendo el pudor a prescindir de escribir protagónicamente con la cámara movimientos controlados, preclaramente expansivos, respecto a tres o cuatro principales. En casa del mecenas Faldo, donde los seis hombres y las dos mujeres se reúnen, domina la aposentada llenez cargada del enmarañado diálogo circulante, miradas que avanzan sobreentendidos, una continuidad pespunteada por la cháchara resguardados los participantes por tupideces de cuadros desconcertantes y assemblages antojadizos, taza peluda de Meret Oppenheim, pues la trascendencia artística (como Rudolph por experiencia sabe) siempre será dudosa. Pervive, sin embargo, la pulcritud del découpage que privilegia y jerarquiza el inserto elegante ─los trastabilleos de Alice respecto al placer, las pequeñas entregas de Zoe─, también su característico rasgueo de las equidistancias. Nunca se subrayará lo suficiente cómo ha venido consiguiendo Rudolph adueñarse, marcar indeleble contra la máquina, cualquier producción en la que su figura está presente, pudiendo afirmarse, hasta de un filme más abiertamente comercial como es Mortal Thoughts (1991), que también allí consiguió tallar los suficientes elementos para considerarla una genuina turbadora estancia digna de visitar en su personal casa museo.
          A propósito de Trouble in Mind (1985), con palabras llanas, Dave Kehr situaba la puesta en forma de los filmes de Rudolph en un cimbreante compromiso entre realismo y expresionismo. Creo, no obstante, haber encontrado dos epítomes, deudores ambos del vocabulario surreal, que por descomedidos y estrafalarios se adecuarían mejor: superrealismo o supernaturalismo (el primero, en su acepción castellana, el segundo, su transliteración francesa). Esto en relación a la conexión con los distinguidos arquetipos del clasicismo glorioso que Rudolph actualiza; mientras que por otra parte, su vanguardia dadá provendría de coreografiar un baile gran mezcla de tipografías. Encontramos en Trouble in Mind un tiroteo que toma carrera en un museo como toman el espacio los cuerpos, durante el atraco, en Prénom Carmen (Jean Luc-Godard, 1983), y a la vez, una planificación que sienta a debatir los destinos de hombre y mujer en contraplanos clásicos. Aunque los personajes del cineasta, a causa de su entrampado sentimental, parezcan en ocasiones presos de paisajes de colores Yves Tanguy, del gran vidrio de Duchamp, siempre comprenderemos (a menos que no soñemos) sus afecciones, siendo la más obsesa la mezcla de pasiones, la confusión sentimental.
          Bajo distintas facetas, temores y atracciones, el grupúsculo bajo las órdenes de Edgar experimenta procesos autoinducidos de angustiosa heteronomía: premeditado-automático, femenino-masculino, polvo-espíritu, bestia-hombre, libertinaje-castidad… y cómo no, el amor en pareja asimilado trópico límite. Relaciones abstractas que linean el mundo expresando una trabazón original por dualidad de posición, los cuadros de Piet Mondrian, para quien en la relación ecuánime de estos extremos opuestos se manifestaría la armonía total, pues dicha convergencia en la Nueva Imagen «contiene todas las demás relaciones». El elemento masculino expresándose en lo universal, lo interior, el femenino en lo individual, lo exterior, ligados en devolución como lo están la edad de oro y la decadencia. Dualidades que coexisten en Investigating Sex a condición de propulsarse hacia horizontes más perversos, buscando, en realidad, una especie de indulto pacificador postrero (el equilibrio). El último confín, la amalgama de la huida (huida verdadera, falsa o con probabilidad ninguna de las dos, sino aceptando que no somos tan buenos detectives como para esperar encontrar otra), suele vestir importancia en el disfraz imaginario del amor final, o sea, de la síntesis del idealismo y el romanticismo así entendidos. Mito sin un suelo mitológico soslayable, pero sí complicadísimo ─Edgar: «It isn’t easy, Alice, trying to reshape this corrupt world of ours», Alice: «I don’t know that you can reshape something thas has no shape…»─, laberíntico, copado de fundidos, fantasmagorías y afanes futuros, presentes y pasados que se materializan en fusión.
          Prolongando las inquietudes de Alice ─musa ideal de la escritura automática, prototípica femme-enfant─ viéndose ella y Zoe recompensadas con dinero al finalizar la primera sesión de transcripción, se corta casi flotando hacia la tiniebla de la proyección del filme erótico, con aroma marinero sternbergiano, realizado por Oscar, donde, tras el júbilo y la estasis, se seccionan en movimiento cruzado de salón las impedimentas sexuales que cada miembro porta: Edgar, hipnotizado de pie por the art of flesh y contra el masturbador Lorenz, se devana inquiriendo qué parte del amor pertenece a la sexualidad, mientras atalaya, con aristocrático morbo, los deseos aún imprecisos de los demás; Faldo se arroja sobre su mujer cual fauno; Chloe se resiste a los apetitos de fidelidad de Peter; Sevy se propone arrancar con malicia inocente unos recatados bisbiseos a su prometida respecto a cuánto le ha removido la pornografía sutil; Zoe espía a Oscar, taladrador de imágenes, penumbra a través ¿acaso él la mira también a ella? La segunda proyección, dotada de varios grados de onirismo creciente, impacta sobre todo en Alice, quien funge sobre la tela blanca sus propias alucinaciones respecto a la sexualidad sentenced to afterlife de Edgar. La dispersión recolocante de la escena, su dicharachería que avanza y atranca por verborrea, no competerán, quizá, al espectador poltrón, el cual no podrá llegar a identificar y encadenar de forma fehaciente, durante el visionado inaugural, los numerosos afluentes encarnados de sentimientos que hacia la consumación se desatan, pero este tampoco podrá negar, al acabar, que todos y cada uno estaban ahí presentes, espesos, profusos, transpirables en cada encuadre, removidos a cada corte.
          Sobrevivirá un halo de romanticismo, en Rudolph siempre lo hace, herencia fundada en atraerse hacia la modernidad un sexo de raigambre pre-code: arrebatado, circunspecto, pérfido… sibilino bastidor del mundo con su correspondiente conmutación marital. Ahora bien, el sexo romántico, el que toma la mente como una tendencia de ensueño ─celestial o pesadillesca─, se borra cuando entra en escena lo soez sin dique. Aunque no haría falta tanto. Bastaría incluso que entrara en escena, para hacer que todo el idealismo romantico se desvaneciese, la visión misma del acto sexual desde un punto de vista exorbitante por razones de craso realismo superficial. Un margen de representación en realidad anchísimo, flexible, pero que Rudolph no tienta ni con la punta, sino en visiones preambulares, atrayentes y fisuradas (las involuntarias fantasías de Hurst en The Secret Lives of Dentists, 2002). La última noche, como en un cuento gótico, las quimeras desbocadas coinciden con la lluvia, truenos, desaguando en la claudicación del grupo: Sevy entrega a su mujer a Monty, y siguiendo amándola, toma el sombrero para marcharse sin más pecado que el de haber ejercido, por una vez, de perverso mirón; Zoe y Oscar pasan de la mascarada hacer manitas a la fuga; Faldo y su querida, del diván a la alcoba, escaleras arriba, para practicarlo de maduros como la primera vez; finalmente, Peter y Chloe, renegando ambos por despecho de Edgar, su tutor diamantino muescado que pretende trastocar la interioridad de los demás en joyero, escogen, entre ellos, el apasionamiento tangible del rostro reconocido, antes pospuesto, ahora emergido palpable a fuerza de doler.
          ¿Existirá en realidad gente ahí fuera, como afirma Faldo, dando y recibiendo amor, sexo, ajenos al retorno de la punching ball? Por lo que se nos cuenta, no Alice ni Edgar, no tanto protagonistas como figuras patrimoniales de extremos ejemplificantes. Son sus desazones entre permanecer en vigilia o fundirse en un mismo sueño las que circuitan devaneando el filme, invocando la experimental travesía de experiencias. Ella, movida por impericia, aletargada de vigilia, agita la confusión onírica por probar, él, invidente por exceso de fantasía, necesitado de circunscripción, sostiene a duras penas la compostura cuando asimila el sentimental limitarse de los demás a una ilusión vana, cobarde en última instancia. En la vida, en el cine, las adyacencias negociadas entre amor y sexo que consiguen sustraerse en felices ratos a esta loca circularidad serán, usualmente ─por su concreción histórica, estratégica, por un amor preciso─, de menos calado general para el común de los mortales a través de los cuales avanza el tiempo. En cambio, lo que con seguridad no dejará de titilar en el fuero humano, en el espectador mundial imaginario, son cosas como la lluvia, el glorioso blanco y negro donde el gris ejerce en la memoria un papel de tímido intermediario, las estereotipias tendenciales duales que toman cuerpo en Edgar y Alice. Con denuedo retornante, provengan o no de la infancia, ellas lograrán invocar, una vez ahí fuera, en la pantalla interior, fragmentos escindidos de un aguacero primordial inconcreto. Alice, tras un dudable momento final de compromiso con Edgar, bajo el chaparrón, rememorando la unión hurtada anteriormente al espectador, se desintegra en una sonrisa desamparada, alza la barbilla, gotas por su cara. Como escribía Jean-Louis Schefer, la única climatología afectiva que permitiría a nuestra percepción retener, escasos algunos segundos, el crimen puesto en marcha por el filme una vez terminado: «Afuera, el mundo sigue su curso (el espectáculo no lo atrapa, no lo encierra ni lo refleja). Cuando salimos a la luz del día, nos sorprende infinitamente que los autobuses circulen, que los movimientos prosigan; solo la lluvia prolonga en alguna medida la película ─prolonga o perpetúa la misma especie de achurado continuo a través del cual los objetos llegan a tocarnos».

 

Investigating-Sex-(Alan-Rudolph-2001)-1

Investigating-Sex-(Alan-Rudolph-2001)-2

Investigating-Sex-(Alan-Rudolph-2001)-3

Investigating-Sex-(Alan-Rudolph-2001)-4

Investigating-Sex-(Alan-Rudolph-2001)-5

 

BIBLIOGRAFÍA

BRETON, André. Primer manifiesto del surrealismo (1924). En castellano en Manifiestos del surrealismo; Ed: Argonauta; Buenos Aires, 2001.

MONDRIAN, Piet. La nueva imagen en la pintura (1917-1918). Ed: Colección de arquitectura¸ Murcia, 1983.

SCHEFER, Jean-Louis. El hombre ordinario del cine (1980). Ed: Catálogo Libros: Mirador, Viña del Mar, 2020.

LOS PICAPORTES DEL FEUDO

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Trixie (Alan Rudolph, 2000)

Trixie Alan Rudolph 1

Era evidente que la vida nocturna de Buscott era muy limitada, y aunque la gente bebía enormes cantidades de cerveza, todo el mundo parecía haber cenado antes en su casa. Además, cada vez que él entraba en un bar, todas las conversaciones quedaban interrumpidas, y todos se mostraron desconcertantemente mudos cuando se trataba de hablar de la fábrica, de los Petrefact, o de cualquiera de los demás temas que él planteaba, en un evidente esfuerzo por tomar conciencia directa de la explotación que todos ellos padecían.

Vicios ancestrales (Ancestral Vices), Tom Sharpe

1. A ORILLAS DEL BELLE-VISTA

Los rumores los transporta la niebla matutina en Capitol City, y es sencillo escamotearlos, también lícito, posando los pies sobre la madera del motel entretanto divisamos el muelle con chimeneas, el politiqueo de peces pequeños en grandes cuencos, los animadores de madrugada, turno de ocho horas, p. m. a a. m. minuto más minuto menos, reviviendo el puñetazo de Cagney a Bogart, el público requiere cantarinas mezcolanzas de souvenirs andrajosos para seguir tirando dados, dando a la cachiporra con el aliento en las manos, la suerte quizá les acompañe pero Trixie Zurbo, agente de seguridad recién traspasada a guardiana de la casa de juegos de Crescents Cove, es capaz de otear en varios movimientos, durante el inicio de un auge sentimental chiflado, el hurto del desvergonzado con camisa hortera. La distracción era aparente, tal vez sí estuviera con la cabeza en The Furman Report o en alguna historia de Evelyn Piper tonificada en un Vancouver remodelado. No fichamos a esta obsesiva masticadora de chicles, sin embargo sí presentimos que las miradas hacia Dex Lang serán el inicio de su ascensión cara nubes más claras.
          Poco encontraremos de ambidiestro en dicho Adonis protector, tan sincero en su estupidez como cualquier matón de su alrededor, sean el guardaespaldas del senador Drummond Avery o los de su cómplice mercachifle, el ridículo y siniestro amante Walter “Red” Rafferty, vigilado por unos Laurel y Hardy con más peligro fingido que otra cosa, pues están ahí para desestabilizar el yate, en una reunión de siete; ah, faltaba una, Dawn Sloane, Dorothy si la conocemos bien, la chica de Red. En fin, el hervidero de escasa utilidad, acá tiene usted la enredadera de engaños, traiciones, cintas ─implican amenazas─, asesinatos ─Dawn paga el precio de cantar tan mal, pero nos sigue dando lástima, y pronto pensamos que tenía su aquel el timbre de la dama─. Basta, los datos desbordan, ¿no? Rudolph comienza así, una sucesión de superposiciones, créditos sobreimpresos mediante, donde la historia no puede andarse con rodeos, debe situar ya a Trixie lejos de casa, hacerla compañera difusa de Ruby Pearli para obtener consejos a tomar con discreción y amiga noble con Kirk Stans, el de las cantarinas. Hollamos este reino miniaturizado en el cual se enumeran con los dedos de las manos los lugares donde seguiremos moviéndonos entre una roca y el profundo mar azul, se establecen las reglas de la inspección, la bienaventuranza de los suertudos cuenta lo justo para Trixie, ella cree en sus ojos, y estos ven demasiado, luego, tras calar la fortaleza mejor, comprendemos que veían lo cabal a fin de construir su propio aprendizaje moral, desquitada de los suficientes parientes. Lanzada sin pistola pero con cerebro al epicentro del mapa, Rudolph la presencia desde múltiples posiciones.
          Corte, plano, reencuadre, zoom in, acercamientos o retrocesos con dolly, plano detalle (unas manos ante el senador pasan de inseguras a matasiete en cuestión de minutos). Reconocemos la herencia: Robert Altman, sapiente de la dictadura del encuadre, elegía conmoverlo, a él, no a nosotros, y en ese balanceo, tan mareante como el del Forum Club partiendo y tornando del hall a las mesas, uno alcanzaba a hacerse la vista, captar el desequilibrio gravitatorio en este suelo que llamamos tierra firme, el paralelismo natural al enloquecimiento de un Otto Preminger tardío, pero con la fragmentación querida aliada. En Rudolph obtenemos similares agasajos si nos fijamos… ¿en qué? Demonios, todavía no lo vislumbramos. Ya, ahora sí, dentro de esta división de puntos de vista, no tenemos un bosque, sino un matorral, y se mantiene con ligeros cambios de escena a escena, las maniobras del timonel conocedor de las posibles fintas en el caso de que la mar embravezca, si la ocasión ─y créanme, esta se da no pocas veces─ de la Zurbo dando propinas al botones y al jefe (legado materno) requiere que la multiplicidad de tomas se detenga y ¡zas! aparezca para nuestra atención el escarnio en el labio, la añoranza en los ojos. Ah, Rudolph no estaba siendo perezoso, su falta de estilo visual premeditado en esta película ─palabras textuales, el rostro de Emily Watson pedía poco más─ no chocaba con renunciar al catálogo de trucos de marino dotado.
          El oleaje lo encauza desamarrado de Altman, los ensambles de puesta en forma remiten a ayeres arrinconados, futuros no atisbados en el arranque de siglo. Llegando a Kurt Vonnegut, la engañosa simpleza del plantel de frases de calibre conciso, describiendo con cariz sucinto de veterano. Por debajo de esta concreción, la construcción letal, el lento desarme de los chalados, regocijo en la locura del pasado de vueltas y, aunque tarde, la conmiseración ganada a pulso. No muy lejos de esta maniobra, en los planos donde se rompe la sucesión de la escena desarrollándose (tan reducido temor al corte como en una película americana de 1931) con la liviandad aturdida del demiurgo a bordo del feudo, palpamos la medalla del capitán: un contrapicado tras un robo en una tienda de ultramarinos descoloca a Trixie, el aparato la filma en dos espejos junto a Dawn Sloane y solo en retrospectiva sentimos el afecto de la última vez. No volveremos a ver a la segunda con vida, y su defunción marca la propulsión de la investigación, el interrogante habitual sobre los probables carrosos, apuntando las papeletas, como cabría esperar, antiguos amantes a los que habrá que poner en su lugar antes de que las cintas (no las de Nixon) desaparezcan de la escena del crimen. Las marcas de estilo no son sino consecuencias inevitables de la regla no escrita del cine de Rudolph: si la vista ultradotada del marino decide llenar de afecto el escenario, concordaremos en que esto no se debe a las añoranzas de otras tierras, sino a la hermandad invisible del cineasta con los soldados de su condominio, la cámara acentúa los momentos donde lo último esperado por unos ojos rutinados era una tilde. Llega el signo de puntuación, presto, cargado de asertividad romántica. La realidad se trastoca, y el mundo de Rudolph se funde con los picaportes porque, Beatrice, cariño, ¿qué es real?

2. WAKE UP, GO TO SLEEP, GO ON STAGE, MAKE LOVE

En el contorno, el estratega menos pensado también embellece para sí su situación, véanse las diversas digresiones de Avery hacia los idilios inoportunos de pasados presidentes de los EUA, leves anotaciones acerca de Bebe Rebozo-hombre escolta en torno a delitos amorosos gubernamentales o alusiones a la secretaria de FDR restando importancia a su propio descaro; villanía menoscabada con empatía sonada. Inclusive el último momento de este politicucho cero interesado en escuchar sobre motos de nieve las anécdotas de sus comensales golpea la estructura de la película como si una llanta despegara de la ronda de planos, más aún, su encuadre terminal vuela hacia la desesperación novelera del que se intuye constructor de su propio relato. Bingo, la conciencia de uno mismo es lo que la mayoría de personajes aquí parecen poseer hasta dejarlos inestables, pero es el viaje rumbo a ese estado del ser el efectuado por Zurbo, sin intentar rebasar la línea donde analizar demasiado la propia situación devendría en fragilidad sentimental, caso de Dex Lang. Trixie cimenta alrededor de este carácter masculino una valla ante la que, por muchas paradas en el hospital inevitables dada la confusión de los arrabales, ninguna bala podrá detener las neuronas de la exvigilante de supermercado. Un traje blindado, elástico para sentir la honestidad del huésped, rudo cuando se presta el envite a la amenaza frontal, y una pistola sin balas pueden dejar en pelota picada a cuatro gamberros.
          Alto, solo hemos mencionado una vez a Ruby Pearli, injusto olvido del escritor, pues bien, ella joven promesa, personaje y actriz, conoce más de lo debido, empieza a meter sus ojos pícaros en el mundo de Trixie dándoselas de experta en el juego, manchada. Por Dios, hasta admite haber compartido intimidades con el cómico venido a menos de Stans, luego descubierto convicto de siete años (disculpas aceptadas, era en defensa propia). Zurbo no se deja engalanar por ella pero en el curso de dispares encuentros se ve que empieza a convencerse algo de la inocencia pelín fastidiada de Pearli, una chica con la ilusión sospechosa de la versada en  las minucias del juego, empero los detalles duelen, la vida deja herencia, un hijo ¿de quién? y la excitación por Ruby comienza a derrochar tragedia intrascendente, llegada la mitad del metraje, considerando el pavoneo delante del personal… el engaño deshecho al completo. No me digas que no conoces la diferencia entre un luchador y un amante. La gradación nos queda clara, la acompañamos corteses, ella dará los consejos adecuados de abrigo, prendas, incluso practicará onanismos velados al pícaro demacrado Avery, para incriminar, ayudar, dejarse ir, ocultarse del cuadro. Ruby Pearly, bésame mucho, s’il vous plait. Su sarao es el viacrucis sentimental de la pulpa del filme. Ningún cineasta ha logrado capturar esa fina línea de malicia de Brittany Murphy por la que uno sería capaz de adulterar, llorar, llegar hasta el fin de la historia para cambiar el desenlace. Rudolph, orgulloso de su compañera, sabe que tiene algo especial. En nuestra memoria quedará como testimonio de la actriz, su verdad oculta detrás del micrófono.
          Los nombres terminan apareciéndonos con el paso de los minutos: Dorothy, ya mencionado, se escondía tras Dawn, pero también Charlie tras Dex Lang, lo oímos de sus padres, riqueza americana añorada por el hijo pródigo. Trixie contempla estos tiovivos alterados intentando llegar a unos mínimos de sinceridad ante tanta alimaña procurando hacerse con una porción del consorcio. Las gotas derramadas frente al reto inesperado, los quebradizos sollozos aumentan a la par de su fortitud, uno va haciendo el camino creciendo en sabiduría discerniendo esta de las intimidades sigilosas. No es posible alcanzar erudición ni instrucción si no somos capaces de dejarnos derrumbar un poco, pues la esperanza de la investigación, la conclusión de la odisea mal deletreada, ordena inconsistencia. Si queremos ver a nuestro oponente, si lo logramos captar, finalizaremos con una pizca de pena. Y Trixie es un personaje no trágico en consecuencia de esto, simplemente es el que hacía falta. Si no somos nosotros, tiene que ser ella. La victoria de la actriz, retenimiento del cineasta, es reclamar, sin colmar la horizontalidad que rompería sus poros plisados, una suma de piedad, rabia, ternura, cóctel, este sí, impronunciable, mal ajustado, cuya exposición en público proporciona la salida de cuadro de los demás, la entrada en primer término de ella.
          La verdad, el todo y la verdad y nada más que la verdad se asienta poco a poco en aquellos inclinados a asumir la rebaja del índice de brillantez a las cantidades precisas para repartir justicia dentro de los torreones, por lo tanto el estupor adquiere tras varios conatos la forma de rebeldía enraizada en el aprendizaje más lícito, hacer el amor, declarar la guerra, batirse en dialécticas pululando a través de los bordes de la amenaza. Dispuestos a recapitular en la siguiente página del informe como descarados y picajosos, si alguien mira con miedo hacia el supuesto inocente, será sospechoso de asesinato. Feliz hallazgo cuando los malapropismos de la protagonista proporcionan una estable convivencia con el suburbio, el centro, los lados, la batalla y el dormitorio, el cool que nos importa, la modernidad rechazada por el director, ignorada por el personaje. No existe esa intencionalidad odiosa en los filos de un relato tan absurdo en los hechos, innegable en los incidentes emocionales, la moral de la ficción se arrima a la veracidad receptiva de un espectador dispuesto a desnudar su naturaleza caprichosa; se le pide ser llevado al salón principal para desgajar su careo hasta la confusión, convertido si la hazaña ha sido digna de agasajo en feliz síncope.
          En el Forum Club de Capitol Drive la duración del suceso es tensada en dos ocasiones, la primera partiendo el filme a la mitad, ocasionando un duelo verbal entre Trixie y Avery, la segunda resultando en la fraudulenta sensación de que el caso ha quedado resuelto. En ambas, Rudolph y sus personajes se descubren aunque pretendan hacerse pasar por inquisidores. Los jueces de la obra desean contactar con el fondo, descubrir el punto oculto del contraplano, el tic del oponente, cariños enjaezados de reticencias, ironías escupidas con el esmero del lince; estas intentonas derivan en caos, desatino americano, mezcla de términos espaciales, salpicadura de verbos, uno hacia el vestíbulo, otro hacia el cielo clamando por la paranoia durable. La que los toca, hunde, cierra el pestillo al final del día, mira a un punto perdido centímetros al lado del objetivo y en ese trance sagaz se manifiesta bajo la forma de un suspiro en los ojos. Tras la aventura de Crescents Cove, ahora Trixie es mujer y no muchacha. Ella se queda observando la farándula cuando el batiburrillo sin saberlo se ha puesto a sus pies.

Trixie Alan Rudolph 2

Trixie Alan Rudolph 3

(21 DE MARZO, 1986); por Dave Kehr

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

Trouble in Mind (Alan Rudolph, 1985)
por Dave Kehr

en When Movies Mattered: Reviews from a Transformative Decade. Ed: The University of Chicago Press, 2011; págs. 122-125.

Parece imposible soñar de nuevo un viejo sueño, pero eso es lo que Alan Rudolph hace, y brillantemente bien, en Trouble in Mind. Es un sueño de finales de los 40, del alto periodo romántico de cine negro más memorablemente encarnado por Charles Vidor en Gilda (1946). Su mundo es uno de noches tardías y mañanas tempranas, de cafés, habitaciones de hotel y clubs de fumadores; su drama, el de la inocencia amenazada por el mal y la redención a través del amor, parece menos una trama que un ritual, un patrón de acción que satisface precisamente por sernos familiar en demasía. Aunque Rudolph no ha intentado imitar el viejo estilo ─filmes desde Farewell, My Lovely (1975), de Dick Richards, hasta Body Heat (1981) de Lawrence Kasdan, han hecho más que evidente que la imitación directa de formas de otra era llevan únicamente al academicismo inerte. En cambio, Rudolph ha extraído la esencia del género aplicándole una estructura contemporánea; el filme se siente muy moderno y espontáneo, con sus ritmos que viran de una absurda, extravagante farsa a momentos de realismo psicológico discretamente observados, minimizados hábilmente. Rudolph no pretende que la historia del cine se haya detenido en la era que él quiere invocar. Aprovecha al máximo los descubrimientos de los últimos 40 años ─mezclas tonales, discontinuidades narrativas, colores estilizados, Dolby Stereo─ para crear un filme que pertenece tanto al ahora como a entonces. En Trouble in Mind, Rudolph no revive un género muerto tanto como establece efectivamente una ilusión de continuidad. Viéndolo, te sientes como si este fuera el punto donde debiera estar el cine negro hoy si hubiera sobrevivido a los años 60.
          Casi todo el mundo en el filme tiene un mote (incluso la ciudad de Seattle, donde se rodó la película, aparece en los créditos como “Rain City”). Hawk (Kris Kristofferson) es un expolicía que acaba de salir tras cumplir una larga pena en prisión (fue condenado por el asesinato de un sádico jefe de la mafia); su primera parada cuando regresa a la ciudad es el Wanda’s Café, un lugar limpio y bien ordenado enclavado en el linde de un desolado barrio industrial, donde la propietaria (Geneviève Bujold) es su antigua amante. La misma mañana trae a un par de recién llegados: Coop (Keith Carradine), un conductor a la deriva de vuelta a la ciudad por no encontrar trabajo en el campo, y Georgia (Lori Singer), una atractiva e infantil adolescente madre de su bebé. Wanda toma a Georgia bajo su protección, mientras que Coop cede bajo la influencia de Solo (Joe Morton), un veterano negro de la Guerra de Vietnam que compone poesía y maquina atracos. Hawk observa, enamorándose cada vez más de Georgia a medida que Coop se vuelve más peligroso y protervo (su transformación es física ─trueca sus tejanos azules por un traje iridiscente a la moda y engomina su pelo en diabólicas ondas). Cuando las actividades de Coop le ponen en conflicto con el jefe de la mafia local, Hilly Blue (Divine, en su primer papel masculino, reinventando la espeluznante suavidad de George Macready en Gilda, Hawk duda: ¿debería dejar que mataran a Coop ─lo que le permitiría reclamar a la mujer que ama─ o debería salvarlo y dejarlo volver con Georgia y el bebé?

Trouble-in-Mind-1

Muchos de estos temas nos son familiares por otros filmes de Rudolph: el encarcelamiento como metáfora de una soledad profunda y sufriente (Remember My Name, 1978); el restaurante o bar, presidido por una mujer soltera, como refugio seguro y cálido contrapuesto a un mundo hostil (Choose Me, 1984); y sobre todo, el sentido de la ciudad como una celosía de relaciones potenciales, donde la gente acude a seducir o a ser seducida y la esperanza es inseparable de la desconfianza y el miedo (Welcome to L.A., 1976). Pero la seguridad estilística de Trouble in Mind es nueva. Rudolph ha sido siempre un cineasta ambicioso formalmente, pero sus innovaciones han estado largo tiempo limitadas a nivel narrativo ─la estrafalaria trama que informa Welcome to L.A., Remember My Name y Choose Me no siempre han encontrado su equivalente a nivel visual. Sin embargo, en Choose Me, con una escena de apertura más que memorable, Rudolph ya empezó a flirtear con un sentido coreográfico del movimiento. La escena, que mostraba a varios clientes saliendo de un bar, algunos de ellos como detenidos por un instante antes de seguir adelante, coincidía con el movimiento de los actores de tal manera que parecía sugerir un número de baile a punto de acontecer; que el patrón de movimiento nunca cristalizara en nada tan definido como un baile, pero aun así permaneciese suspendido en gestos aislados, sugería mucho acerca del mundo de Rudolph. El baile que nunca acaba de materializarse deviene el correlato perfecto a las relaciones nunca establecidas, mientras los personajes se mueven a la deriva a través del corte entrecruzado de Rudolph.
          Por mucho que me guste Choose Me, me decepcionó que el filme no lograra sostener la gracia de su apertura hasta sus últimas consecuencias (aunque un poco de ella se recupere hacia el final). Trouble in Mind, sin embargo, no decepciona en absoluto: Rudolph no solo ha extendido el efecto que abre Choose Me, sino que lo ha refinado e incrementado; todo el filme parece existir como un musical en potencia, planteado en una línea microscópicamente delgada entre el realismo y la fantasía, entre el mundo como es y el cómo podría ser el mundo. En prisión, Hawk se entregaba al pasatiempo de construir detallados modelos a escala de los viejos lugares que pisoteó. Ha traído con él uno de ellos ─una reproducción perfecta del edificio que alquila encima del Wanda’s Café. Periódicamente, Rudolph deja caer tomas del modelo a escala sobre el desarrollo de la historia, y debido a su iluminación realista (y a estar ubicadas en los puntos desde donde esperaríamos un plano de situación convencional), durante una fracción de segundo las tomaremos por auténticas. Y si Rudolph a menudo trata las maquetas como si fueran reales, también trata lo real como si fuera una maqueta ─todo Seattle se convierte en un vasto plató de estudio, y sus lugares destacados ─los monorraíles, el Space Needle, incluso el museo de arte local (convertido en la mansión de Hilly Blue)─ se absorben en la narración como si fueran productos puros de la imaginación de Rudolph, construidos especialmente para el filme. Hay un trueque constante en Trouble in Mind (sugerido por el título) entre las realidades interiores y exteriores. El mundo existe tanto como una proyección de los deseos de los personajes (Georgia llega justo cuando Hawk la necesita, como si mediante su deseo la trajera a la existencia) y como el bloque material de esos deseos (Georgia llega con un amante a cuestas). La crisis de Hawk al final del filme ─¿debería salvar a Coop o dejar que lo maten?─ proviene exactamente de este conflicto: ¿se nos permite rehacer el mundo para darnos lo que queremos, o debemos abandonar el mundo a su suerte, tal como nos lo encontramos? Mientras Rudolph filma Seattle, transformándola en “Rain City”, el cineasta no ceja de encarar la misma decisión: ¿es un realista o un expresionista, inventa el mundo o lo registra? Las cuestiones morales y estéticas se fusionan, como debe suceder en los niveles de arte más excelsos.

Trouble-in-Mind-2

Trouble-in-Mind-3

Trouble-in-Mind-4

En su mayor parte, Rudolph no interfiere físicamente con el mundo que despliega ante su cámara (aunque haya agregado algunos toques, como la sutil profusión de signos persistentes ─esos círculos rojos con una línea que los atraviesa, rechazando una loca gama de objetos y actividades). En cambio, la transformación tiene lugar en la filmación, a través de los ángulos de cámara excéntricos que escoge o, más imaginativamente, a través de los patrones de movimiento que establece en el paso de un plano a otro. Un fuerte movimiento horizontal hacia la izquierda ─realizado por la cámara o los actores─ será respondido en el plano siguiente por un movimiento perfectamente enlazado hacia la derecha; un movimiento será continuado por un corte hacia una perspectiva más cercana; o un movimiento dentro del encuadre (por un actor) será respondido por un movimiento del encuadre (con un paneo del aparato). Estos patrones representan un trabajo muy cercano de Rudolph y su montadora, Sally Coryn Allen, contribuyendo en gran medida a establecer en el filme una atmósfera de ensueño: sentimos una coherencia del movimiento, similar a una danza, donde no hay danza para ser vista, y hay algo mesmerizante en este continuo ir y venir, un poco como mantener bien fijos los ojos en el reloj del hipnotizador.
          Podríamos decir que el término “posmodernismo” está hoy en boga; que su popularidad parece ser debida al hecho de que puede significar lo que quiera que signifique quien lo está usando. Pero si consideramos que el posmodernismo es una estética construida sobre la comprensión y la aceptación del principio básico del modernismo ─esto es, sobre una conciencia de la obra de arte como obra de arte, más que como un pedazo de realidad─ unida a la voluntad de sobrepasar dicho principio, entonces Trouble in Mind es uno de los pocos filmes que merecen genuinamente esta designación. Rudolph ha compuesto una estructura formal elaborada y autoconsciente que, sin embargo, está al servicio de contar una historia y, a través de ella, producir una emoción intensa. Trouble in Mind es la narratividad llevada al escalón siguiente. Reconoce el hecho de que hemos escuchado esta historia antes (e incluso sugiere que los personajes la han escuchado también ─“I never met him”, dice Coop cuando ve por primera vez a Solo, su tentador, sentado en el Café de Wanda, “but I know him”); omite los detalles naturalistas y las conexiones narrativas que el arte premoderno ponía en juego para hacer que cualquier historia pareciese “realista”, “plausible”; y aun así, a través de su colección de fragmentos, porciones recicladas y absurdos deliberados, descubre todos los placeres de la narración de historias. Trouble in Mind es, hoy por hoy, el filme más fresco de la ciudad.          

Trouble-in-Mind-5

LOS FILMES DE ALAN RUDOLPH; por Dan Sallitt

ESPECIAL ALAN RUDOLPH

Los filmes de Alan Rudolph; por Dan Sallitt
Trouble in Mind (1985); por Dave Kehr
Trixie (2000)
Investigating Sex [Intimate Affairs] (2001)
Ray Meets Helen (2017)
El productor como apostador; por Alan Rudolph
Interview – Alan Rudolph
Entrevista – Alan Rudolph

ALAN RUDOLPH, 1985

A principios de 1985, el Toronto Festival of Festivals (que luego se convirtió en el Toronto International Film Festival) encargó ensayos para un libro que esperaba publicar sobre diez importantes nuevos cineastas internacionales, titulado “10 to Watch” y planeado para acompañar una serie paralela en el festival de 1985. Gracias a la recomendación de Dave Kehr, el festival me pidió que escribiera en la sección sobre Alan Rudolph, cuyos defensores todavía escaseaban a pesar del reciente éxito crucial de Rudolph con Choose Me. Por desgracia, el proyecto de libro fue cancelado, y mi monografía de 10000 palabras nunca vio la luz del día, aunque una versión muy truncada fuese publicada en el catálogo del festival ese otoño. Me siento un poco incómodo ahora por el tono engreído de la pieza, pero tuve acceso a Rudolph y su equipo y obtuve información valiosa de fondo que es aún difícil de conseguir. Así que aquí está la monografía, sin correcciones, en su debut público.

LOS FILMES DE ALAN RUDOLPH

por Dan Sallitt

El éxito comercial y crítico de Choose Me finalmente ha empujado a Alan Rudolph al candelero, para el regocijo de sus admiradores duraderos. Según un cálculo, una cuarta parte de los principales críticos cinematográficos en los EUA y Canadá incluyeron a Choose Me en sus listas de las diez-mejores de 1984; Los Angeles Film Critics Association insultó a Rudolph con su premio “New Generation”, casi una década después de que el doblete de Welcome to L.A. (1976) y Remember My Name (1978) lo estableciera como uno de los más importantes talentos de los setenta.
          ¿Puede Rudolph sostener este impulso? Quizá, como Jim Jarmusch con Stranger Than Paradise, fuese afortunado en encontrar un acercamiento cómico que hizo que el filme se ganara la simpatía de gente que se hubiese echado las manos a la cabeza ante las mismas excentricidades en un contexto dramático. Para un filme tan querido, Choose Me generó un número inusual de reacciones ambivalentes. Muchos espectadores añadieron una calificación incómoda a su elogio (“Me gustó, y no soy un fan de Rudolph”); unas pocas dudas expresadas sobre si el humor del filme era completamente intencional.
          Hay algo de Rudolph que molesta a bastantes espectadores. Welcome to L.A., el más conocido de los filmes de Rudolph antes de Choose Me, es un tema espinoso para una conversación casual, a menudo avivando memorias amargas de precios de entrada desperdiciados por los que nosotros, defensores de Rudolph, somos de algún modo los culpables. Remember My Name, un filme algo más sencillo para que las audiencias de moda lo puedan apreciar, ha recibido distribución limitada incluso en centros urbanos; el espectador aventurado es más probable que se haya topado con Roadie (1980) o Endangered Species (1982), fallos interesantes que a menudo se juzgan con dureza. Una razón por la que Rudolph nos desconcierta es que su trabajo consigue encarnar simultáneamente elementos de romanticismo anticuado y modernidad cínica. La característica identificadora de sus filmes más personales, todos lidiando con el tema de la ilusión romántica, es una especie de expresionismo extasiado, una proyección del idealismo romántico de los personajes hacia el mundo exterior a través de iluminación no realista, el destierro del contexto, y música desplegada de un modo llamativo. Aun así, este expresionismo no concuerda con el contenido de los filmes. La compatibilidad romántica es desconocida en el universo de Rudolph: la mayoría de su gente es demasiado neurótica o loca total como para funcionar apropiadamente en cualquier situación interpersonal, y sus personajes más estables nunca dan conseguido encontrarse entre ellos. Además, la atmósfera romántica dominante está continuamente en guerra, no solo con el desalentado sentido del humor de Rudolph, sino también con la acumulación de realismo entrópico, manifestado por todos lados, desde la rareza de comportamiento de las partes más pequeñas hasta las pistas de sonido multinivel que son parte de su herencia de Robert Altman.
          El efecto es complejo. Aunque rechace con audacia las convenciones de la ficción romántica, Rudolph no rechaza su espíritu: es comprensivo con el impulso idealizante que crea el romance cinematográfico tradicional. Pero, habiéndolo identificado como un impulso, debe localizarlo dentro del universo del filme y dar igual peso a las fuerzas que se oponen a él. La guerra entre lo objetivo y lo subjetivo en los filmes de Rudolph está agradablemente exagerada para conseguir el máximo efecto: el romance es intensísimo y prácticamente palpable, pero el buen juicio lo prohíbe rotundamente. Así que Rudolph aliena dos bloques de espectadores a la vez. Aquellos en busca de historias de amor tradicionales naturalmente querrán escenarios más prometedores y simples, pero los sofisticados modernos en busca de cinismo real son disuadidos por la inmersión del director en las fantasías de sus personajes.
          Las diferencias entre los romances expresionistas de Rudolph son grandes, pero no tan grandes como el salto estilístico entre ellos y sus otros filmes. Welcome to L.A. y Remember My Name, producciones independientes hechas a partir de ideas originales de Rudolph, fueron seguidas en intervalos de dos años por Roadie y Endangered Species, proyectos de estudio hechos a partir de historias o guiones ajenos. Aunque ninguno de estos filmes es convencional o falto de imaginación, les falta la intensidad creativa concentrada de los trabajos que las precedieron; Choose Me llegó justo a tiempo para aquietar nuestros miedos de que Rudolph hubiese perdido el rumbo. Con el estreno de Songwriter (1984), otro proyecto de estudio, la forma de la carrera de Rudolph se vuelve clara: la fuerza completa de su talento ha sido ejercida solo en aquellos temas relativamente intangibles que le permitían establecer su dicotomía idiosincrática entre la inmersión emocional y el distanciamiento filosófico. Afortunadamente, juega con sus fortalezas cuando se le da libertad completa, y ahora puede esperar oportunidades creativas que parecían improbables de aparecer en su camino antes de que Choose Me fuese tan bien en la taquilla.
          Rudolph nació en Los Ángeles en 1944, hijo del director Oscar Rudolph, que trabajó tanto en televisión (“The Donna Reed Show”, “Playhouse 90”) como en películas (Don’t Knock the Twist, Rocket Man, Twist Around the Clock), antes de convertirse en director de segunda unidad para Robert Aldrich en los sesenta. Después de graduarse en la UCLA, Rudolph tomó una variedad de trabajos de estudio, incluyendo labores en la sala de correo de la Paramount; durante este periodo hizo cientos de filmes cortos en Super-8 acompañados de canciones populares, vendiéndolos a estudiantes de cine como proyectos de clase y en una ocasión ganando premios escolares para un cliente. En 1967 entró en el Directors Guild Assistant Director Training Program, que terminó en un año y medio; a la edad de veinticuatro era uno de los más jóvenes asistentes de directores en Hollywood. Unos cuantos años de trabajo estable le desencantaron con el oficio, y en 1970 había dejado la asistencia de dirección y se dedicó a escribir, guionizando varios filmes no producidos de bajo presupuesto y trabajando en sus propios proyectos.
          En 1972, Rudolph y varios amigos recaudaron 32000 $ e hicieron un filme de terror poco distribuido llamado Premonition (no debe confundirse con el filme The Premonition de 1976, dirigido por Robert Allen Schnitzer), que Rudolph escribió y dirigió. Tomando elementos de los filmes de la cultura juvenil de la época ─el filme gira en torno a una misteriosa red roja que causa premoniciones de muerte─ Premonition fue fotografiado por John Bailey (American Gigolo, Ordinary People, The Big Chill) y editado por Carol Littleton (Body Heat, E.T., The Big Chill), ambos desconocidos por aquel entonces. Un año después, Rudolph siguió este debut que pasó desapercibido con otro filme de horror, Terror Circus, del que se encargó después de que el productor-escritor Gerald Cormier hubiera rodado cuatro o cinco días. Su trama suena poco prometedora, cuando menos: un joven maníaco, interpretado por Andrew Prine, tortura a mujeres en un circo privado de su granero, mientras su padre, que ha sido transformado en un monstruo a causa de la radiación, deambula por el desierto de Nevada en busca de presas siempre que escapa de su cobertizo. Re-estrenada en 1976 bajo el asombroso título Barn of the Naked Dead, Terror Circus parece haber circulado más abiertamente que Premonition, pero ambos filmes han pasado más allá del alcance de los estudios de cine. Rudolph ha dicho que Terror Circus es el más acicalado y profesional de los dos filmes, pero que Premonition contiene más de su sensibilidad.
          A principios de 1973, Rudolph fue requerido para ser el asistente de dirección de Robert Altman en The Long Goodbye. Aunque no entusiasta a continuar trabajando como tal, aceptó el trabajo tras ver los filmes de Altman; atraído por la mayor libertad y responsabilidad que Altman le ofrecía en cada sucesivo proyecto, también firmó por California Split (1974) y Nashville (1975), dirigiendo alguna de la acción de fondo de ambos filmes. Altman luego le dio a Rudolph su primer crédito fundamental como guionista en Buffalo Bill and the Indians (1976), adaptado de (o, más bien, inspirado por ─Rudolph afirma que Altman y él mantuvieron solo una línea) la obra teatral de Arthur Kopit, Indians. Excepcionalmente burlona incluso para Altman, el filme es una extensa deflación de la leyenda de Buffalo Bill Cody, interpretado por Paul Newman como un fraude tempestuoso, ignorante, que ha olvidado que su leyenda fue manufacturada por escritores de noveluchas. La personalidad de Rudolph es difícil de reconocer debajo de la rama menos tierna de sátira de Altman; en retrospectiva, uno puede vislumbrar en la descripción del séquito de Cody el gran talento de Rudolph para la caracterización individualizada aguda, y su talento para diálogo arquetípico pero naturalista.
          Entre borradores del guion de Buffalo Bill, Rudolph escribió una adaptación de la novela de Kurt Vonnegut, Breakfast of Champions, que Altman por entonces tenía planeado dirigir. A pesar de la considerable publicidad generada, el proyecto nunca despegó, aunque el guion no producido (que Rudolph terminó en ocho días y considera su mejor escrito) llamó la atención de Carolyn Pfeiffer, que se convertiría en la productora estable de Rudolph durante los ochenta. Pfeiffer, trabajando para la nueva compañía Alive Enterprises, contrató a Rudolph para coguionizar el especial de televisión de 1975 “Welcome to My Nightmare”, incluyendo a Alice Cooper en una serie de números de producción basados en sus canciones del álbum del mismo nombre. El trabajo de Rudolph era ayudar a crear visualizaciones de las canciones y una estructura ficcional para unirlas a todas; como era de esperar, nada de su personalidad puede detectarse en el show, menos aún en los interludios campy de diálogo donde Vincent Price recicla su familiar personaje-de-terror como un demonio atormentando los sueños de Cooper. Bajo la dirección de Jorn Winther, los números de producción son algo menos espásticos y sin forma que la mayoría de los vídeos musicales de hoy, y el show recibió una nominación al Grammy en la categoría de Best Video Album cuando fue estrenado en casete en 1984.
          Buffalo Bill resultó ser un fracaso comercial, pero mientras estaba en producción, United Artists tenía muchas esperanzas en él, y el humor benevolente se trasladó a la financiación del primer filme clave de Rudolph, producido por Altman bajo los auspicios de su compañía Lion’s Gate. Welcome to L.A. tiene las asignaciones de un proyecto a todo o nada; uno siente al director principiante determinado a dejar una marca en la historia del cine tras años de aprendizaje frustrante. Es la expresión más indisimulada de la abstracción que subyace bajo su trabajo, el más abiertamente serio de sus filmes (aunque no sin humor), y uno de los filmes más controlados, precisamente organizados, que él o cualquier otro director americano de su tiempo haya hecho.
          La idea para el filme nació cuando Rudolph oyó a Richard Baskin, que hizo la música en Nashville y Buffalo Bill, interpretando una de sus canciones para su suite de blues “City of the One-Night Stands”. Rudolph le dijo a Baskin que podía hacer una película de la canción, y Welcome to L.A. se desarrolló como una fusión de la suite de la canción, que es omnipresente en la pista de sonido, y una interacción elaborada y casi sin argumento entre más o menos diez personajes tratando de calmar sus males psíquicos a través del sexo y el amor. El excedente ambiental creado por la considerable superposición entre la música y el drama es probablemente responsable del rencor que muchos abrigan para con el filme, e incluso espectadores comprensivos pueden a veces plantarse con su atmósfera sobremadurada de angustia romántica. En el futuro, la música serviría una función más de contrapunto en los filmes de Rudolph; aquí, toma toda la complejidad cumulativa e inteligencia del estilo de Rudolph para anclar la historia en una realidad emocional y prevenirla de convertirse en una ilustración de la banda sonora de Baskin. Como para enfatizar los apuntalamientos abstractos del filme, Rudolph comienza con una serie de escenas desconectadas, allanadas juntas por la música de Baskin, que introducen a los personajes periféricos. Solo después de que hayamos pasado por una aparente aleatoria colección de escenarios ─un cóctel suburbano, una oficina de negocios tranquila pero importante, un estudio de grabación─, conocemos al personaje que es el centro estructural y emocional del filme, Carroll Barber (Keith Carradine), un joven músico que, después de varios años en el extranjero, ha regresado a su hogar en Los Ángeles porque el famoso artista de grabación Eric Wood (Baskin) está haciendo un álbum de sus canciones. Suspendido en un ensueño melancólico constante, Carroll no tiene raíces en su ciudad natal: su tímido y afable comportamiento con su sonriente padre, empresario (Denver Pyle), apenas esconde su irremediable aversión por el hombre, y da un trato frío a su agente/examante Susan Moore (Viveca Lindfors), una mujer más mayor con una ancha veta de locura hollywoodense. El balance de Rudolph entre la observación social mordiente y la comprensión por las necesidades emocionales de los personajes es aparente de inmediato. Incluso el personaje menos querible ─probablemente el asociado de Carl, Ken Hood (Harvey Keitel), una imagen perfecta de calculación estreñida haciendo un esfuerzo para conseguir algo de chic urbano─ se agita con ansiedades juveniles y se suaviza en momentos extraños. Ver la magnífica escena donde Ken es sorprendido con un contrato de sociedad, su exuberancia confusa lentamente filtrándose por su aplomo de hombre de negocios, es entender la generosidad que profundiza la sátira social de Rudolph.
          Acompañado por una botella de Southern Comfort y una angustia misteriosa que raramente alcanza la superficie de una manera simple, Carroll deambula a través del puñado de sets y localizaciones que constituyen el Los Ángeles de Rudolph, perdiendo su desánimo solo en la compañía de las muchas mujeres que conoce y se lleva a la cama. Sin minimizar la ocasional dureza de Carroll hacia sus rechazadas parejas sexuales, Rudolph y Carradine expresan la actitud benevolente del hombre hacia el romance y la esperanza que deposita en él: toda su incomodidad parece disminuir mientras se aligera en conversación con una mujer. Prácticamente el reparto femenino entero del filme está a su consideración: Ann Goode (Sally Kellerman), una optimista, infelizmente casada agente inmobiliaria que expresa su desesperación y vulnerabilidad como una insignia; Jeannette Ross (Diahnne Abbott), la recepcionista peculiar de Carl; Linda Murray (Sissy Spacek), una alocada empleada doméstica y prostituta a tiempo parcial con la que Carroll forma una amistad conmovedora, completamente desprovista de condescendencia; Nona Bruce (Lauren Hutton), la enigmática, astuta, amante de Carl, que tiene una especial fijación en el dolor de Carroll; y la elección final de Carroll, la neurótica tirando a psicótica Karen Hood (Geraldine Chaplin), que da vueltas en taxi todo el día y abriga una tos seca como imitación de la Marguerite Gauthier de Greta Garbo.
          Habiendo establecido a sus personajes, Rudolph los incardina en digresiones visuales y narrativas provenientes de la pequeña historia ─a veces meros interludios imagísticos, a veces exploraciones laterales prolongadas de las aspiraciones románticas de los personajes secundarios. Esta actitud desdeñosa hacia la trama es solo un resultado de la inclinación natural de Rudolph de exponer o destacar las convenciones de la ficción. La trama en sus filmes es como mucho un contrapunto divertido a sus preocupaciones más profundas, un guiño a la audiencia; en Welcome to L.A., a la que no se acercó con una actitud guiñadora, es tan probable que prescinda de la trama por completo como de estilizarla con múltiples coincidencias y repeticiones. De hecho, la seriedad del filme parece alentar su interés en la reflexividad, como si la distancia mayor respecto al contenido que la comedia le permitió en su trabajo tardío moderase su necesidad de ofrecernos un vistazo por detrás de la cortina. El más obvio ejemplo de esta tendencia en Welcome to L.A. es la costumbre de los personajes de mirar directamente a la cámara en intervalos a través del filme, cada uno de ellos virando su mirada, él o ella, hacia nosotros durante un momento de ensueño antes de un corte que dé final a la escena. En un espíritu reflexivo similar, Rudolph continuamente revela la importantísima banda sonora como la creación de músicos en el estudio de Eric Wood. Lejos de disipar el misterio de los personajes, las ojeadas a la cámara lo intensifican: la invitación al contacto directo siempre llega cuando el personaje está en su punto, él o ella, más inescrutable. Y las imágenes graves, románticas, de los músicos de estudio trabajando silenciosamente en la oscuridad meramente añaden al filme un nuevo, enigmático microcosmos. Detrás del enigma específico, uno general: el efecto es ambicioso y filosófico.
          La esencia del arte de Rudolph, la tensión entre el distanciamiento y la inmersión, puede vislumbrarse aquí. Por un lado, cada aspecto de su trabajo revela su deseo por apartarse, tomar la perspectiva más amplia, exponer la ilusión; por el otro, es comprensivo y está fascinado por la emocionalidad intransigente, intrascendente. Uno puede notar esta dicotomía, no solo en la forma de los filmes, sino también en sus caracterizaciones. De entre sus filmes, Welcome to L.A. revela de forma más clara la autoconsciencia distanciada que permea su universo, en gran parte porque el personaje central es la cosa más cercana a un sustituto para él mismo que ha creado. Carroll Barber camina a través de los escombros emocionales del Los Ángeles de Rudolph a una serena distancia filosófica de su propio dolor, alisando los picos y valles de su psique del mismo modo que Rudolph nivela el tono del filme con su remota pero comprensiva visión de conjunto. Una pequeña mirada irónica se arrastra a través del rostro de Carroll a la más mínima observación, acerca de sí mismo o los demás; sus gestos son lentos y mesurados, a veces conscientemente demasiado acentuados, como si al observador dentro de él le divirtiera ver la esencia transformada en existencia por cualquier simple acto. En su momento más angustioso, colapsa contra un coche en un callejón oscuro y rompe en una risa sin reservas, y Rudolph desplaza hacia delante la cámara ominosamente para cristalizar la paradoja de una conciencia elevada uncida a sentimientos terrenales.
          Muchos personajes menores de Rudolph son encarnaciones destiladas de autoconsciencia: aquí, no solo Nona, la fotógrafa que vigila cada localización y nunca nos desliza ninguna expresión de su supuestamente compleja vida emocional, sino el misterioso productor de estudio (Cedric Scott) que vigila a Eric Wood desde su cabina sombría, da vueltas a una moneda de veinticinco centavos alrededor de sus nudillos, y secamente esconde su conocimiento interno del drama que se lleva a cabo ante sus ojos. Pero estos personajes no tienen un monopolio en el distanciamiento irónico: merodea cada esquina en Welcome to L.A., manifestándose a sí mismo en los lugares menos esperados, como cuando la colgada de Linda saborea el efecto mientras agarra el dinero que el timador grosero de Jack Goode (John Considine) le ofrece pero queriendo que lo rechace. El corolario inevitable de esta autoconsciencia generalizada es una sensación penetrante del misterio de la gente. Cuando la autoobservación se interpone entre las emociones de la gente y sus expresiones, el exterior humano cesa de contarnos demasiado y se convierte en un símbolo de enigma más que en un indicio de la realidad interior. Incluso cuando sus personajes andan cortos de una mirada interior introspectiva ─y a veces andan cortos de esto hilarantemente─, Rudolph está preocupado con el misterio de lo que ocurre detrás de un rostro, con la posibilidad de un esquema psicológico arcano, invisible a nosotros, que de alguna manera confiere sentido a la locura de un personaje. Cuando Welcome to L.A. salió, traté de interesar a la gente en ella contándoles que era el primer filme sternbergiano de los años setenta. Nadie se lo tragó en ningún momento, y no querría llevar la comparación demasiado lejos. Pero los dos directores tienen en común un complejo de rasgos inusuales: una fascinación con la impenetrabilidad de las superficies humanas; un expresionismo visual enérgico al que ni el director ni los personajes rinden su perspectiva; y, lo más llamativo, esa sensación de ironía cómica medio sonriente que separa a los personajes de los sucesos de sus propias vidas y vira sus sensibilidades hacia el interior en algún tipo de obscuro viaje filosófico. Después de Welcome to L.A., los personajes de Rudolph no funcionan tan fácilmente como sustitutos para su distanciamiento, y la conexión con von Sternberg viene a la mente menos rápidamente.

Welcome to L.A. Alan Rudolph 1

Welcome to L.A. Alan Rudolph 2

Aunque es el más sombrío y melancólico de los filmes de Rudolph, Welcome to L.A. se va construyendo hasta un estallido de trascendencia que de alguna forma lo hace también su filme más optimista. (Por la misma lógica contrapuntística, la despreocupada Choose Me termina con uno de los últimos planos más funestos de la comedia romántica). La gran oportunidad para ascender en la carrera de Carroll Barber resulta que ha sido aparejada por su acaudalado padre en pos de traerle de vuelta a Los Ángeles, y el romance del que depende tan desesperadamente le falla también: Karen Hood va a su cita después de dejar el número de teléfono en una nota a su marido, con el cual logra una reconciliación llorosa mientras Carroll escucha fúnebremente. Justo entonces, en el punto bajo de la fortuna de Carroll, llega el asombroso momento donde rompe en una inexplicable sonrisa serena mientras se gira hacia la cámara traqueteando por la dolly. ¿Cuál es la revelación que fascinó su mirada fija un momento antes de sonreír? Quizá el espectáculo extraño de la conducta sexual angelina le ha aliviado del peso de buscar la redención a través del sexo; quizá el romanticismo sin salida de Karen le sacudió hacia el examen de conciencia. No lo podemos saber con certeza, y el filme se niega a trabajar en ese nivel de franqueza temática. Lo que vemos es una repentina serenidad espiritual nacida de un roce con la desesperación, no un apartamiento del personaje de Carroll sino un refinamiento inesperado del mismo. Rudolph juega al anticlímax maravillosamente, ofreciendo su más pulido diálogo oblicuo mientras Carroll se despoja a sí mismo de sus posesiones. (“¿Te gustan los sombreros?” pregunta a la perpleja criada Linda, luego le da el suyo. “¿Te gustan las llaves?”) y parte cara el estudio de grabación en búsqueda de Eric Wood (“El escritor desea hablar con el artista”, entona con una autoburla benevolente, adoptando la terminología sarcástica del productor). Las noticias de que el álbum ha sido cancelado ni siquiera interrumpen el movimiento de Carroll mientras toma la consola y ajusta los niveles de sonido para una interpretación a piano, la canción final del filme. Aunque la atmósfera de Welcome to L.A. está saturada con angustia romántica y su guion trata casi exclusivamente con permutaciones y combinaciones románticas, su protagonista se marca una extraña victoria interna saltando un nivel de conciencia y terminando solo. El tirón entre el distanciamiento y la inmersión en los filmes de Rudolph nunca más ha estado expresado tan directamente.
          Welcome to L.A. suscitó reacciones encontradas y un mínimo de atención crítica, que es más de lo que cualquier otro filme de Rudolph recibió hasta Choose Me. Extrañamente, comentaristas del momento solían atribuir las cualidades al productor Altman tan a menudo como a Rudolph. El casting de Welcome to L.A. estuvo, por supuesto, sonsacado casi en su completitud de la compañía de repertorio de Altman, y la estructura episódica entre multitud de personajes les pareció a muchos estar inspirada por Nashville. Otras semejanzas entre los estilos de los dos cineastas son más profundas: el uso del zoom lento como un dispositivo dramático; el juego constante con el diálogo en off, fuera de campo; y, más obvio, la densidad aural que proviene de suministrar diferentes micrófonos en un sistema de sonido de diversas pistas. Pero estos intereses técnicos compartidos no deberían esconder la completa disimilitud entre el temperamento artístico de Altman y el de Rudolph. La sátira en los filmes de Altman es más gruesa y mucho menos respetuosa con el misterio de los personajes ─lo que quiere decir que la sátira es un fin para Altman y solo un medio para Rudolph. Cuando Altman toma un punto de vista externo sobre un personaje, tiende hacia una evocación superficial de espeluznancia; no tiene ninguna de la fascinación comprensiva con la humanidad detrás del enigma, y su tono burlón lo desconecta de la veta contemplativa que da profundidad a las superficies turbulentas de los filmes de Rudolph. Incluso los dispositivos técnicos que ambos directores usan cumplen diferentes funciones en cada uno: la densidad aural, por ejemplo, es para Rudolph un mero ancla de realismo para sujetar su expresionismo visual, mientras que Altman, cuyas maneras visuales ya de por sí realistas no necesitan de semejante contrapunto, confunde a propósito las líneas de sus narrativas con nubes de ruido ambiente que solo incidentalmente funciona como diálogo.
          Remember My Name, el siguiente filme de Rudolph, también fue producido para Lion´s Gate por Altman. Columbia financió el proyecto pero, como United Artists con Welcome to L.A., se apartó en las fases finales; a pesar de contar con críticas generalmente favorables, el filme se desvaneció rápidamente después de su estreno tardío en 1978 y fue casi imposible de ver antes de que el éxito de Choose Me lo trajese de vuelta al circuito revival. Las diferencias entre este filme y Welcome to L.A. fueron llamativas en el momento de su estreno; hoy, parece un punto de inflexión para Rudolph, un avance hacia el modo de expresión con el cual está más cómodo. Contra el intenso, quizá excesivo romanticismo y solemnidad imperante de su anterior trabajo, Remember My Name es cáustica, flotante, y extravagante, jugando contra un núcleo de sentimiento serio con humor sublimemente remoto. (La elección de canciones de blues de Alberta Hunter como banda sonora refleja la nueva falta de inclinación de Rudolph a colocar los sentimientos más profundos en la superficie del filme). Todavía desatendido en la mayoría de los sectores, le falta ser descubierto como uno de los grandes filmes de los setenta y el logro supremo de Rudolph hasta la fecha.
          Apartándose del preciosismo (artiness) franco y de la abstracción de Welcome to L.A., Remember My Name adopta juguetonamente las premisas narrativas del género de misterio-suspense. Debajo de los créditos, la Extraña Misteriosa, una mujer llamada Emily (Geraldine Chaplin), conduce hacia la ciudad (Los Ángeles, pero apenas se nota desde el puñado de localizaciones herméticamente selladas de Rudolph) con una obscura misión. Desmañada, inestable, la hombruna Emily se dispone a hacerse femenina, comprando prendas nuevas y zapatos y obteniendo un elegante peinado incluso antes de que se ponga a buscar apartamento, donde ensaya un largo discurso destinado a un antiguo amante. Los objetos de su búsqueda son un enojadizo, nervioso carpintero llamado Neil Curry (Anthony Perkins) y su lastimera mujer Barbara (Berry Berenson), que viven existencias de desesperación callada en su casa suburbana. Primero, Emily se restringe a sí misma solo espantando a Barbara con llamadas irritantes; más tarde, acecha la casa, hace pedazos las camas de flores, y tira piedras a través de sus ventanas por la noche.

Remember My Name Alan Rudolph 1

El suspense dista mucho de estar opresivamente concentrado. Como la Karen Hood de Chaplin en Welcome to L.A., Emily es una chiflada arquetípica de Rudolph, moviéndose con un retardo de tiempo como si le fueran retransmitidas instrucciones desde otro planeta. Sus ojos se desplazan sin dirección y pierden su foco mientras arroja huecas, monótonas frases que, por coincidencia, a veces toman la forma de relación social. Una de las ventajas de contar con un loco certificable como personaje reside en que el comportamiento cómico más escandaloso permanece dentro de los límites de la plausibilidad psicológica, y la persecución de Emily a los Currys está llena de dislocado, errático comportamiento que con efectividad quita el filo al mecanismo del suspense. Rudolph tiene maña en el balance de la comedia y el misterio de modo que ninguno de los dos destruya al otro: el humor screwball planea en pequeñas bolsas de espacio y tiempo que restauran los gags a un contexto psicológico. El ejemplo total de este balance es la larga, crispada escena en la cual Emily invade la casa de los Curry mientras Barbara está preparando la cena: la confrontación ingeniosamente retrasada, de repente nos sorprende a Barbara y nosotros, luego se convierte en un escaparate para la psicosis alternativamente hilarante y desestabilizadora de Emily mientras Rudolph mantiene el terror persuasivo en un foco secundario.
          Como todos los filmes más personales de Rudolph, Remember My Name se adentra en demasiados senderos narrativos entrecruzados como para generar demasiado ímpetu melodramático. Lejos de encarnar el espíritu de la obsesión firme que potencia el género, el filme convierte cada esquina de la nueva vida de Emily en un estadio separado en el que un simulacro de drama es representado, dando a Emily la oportunidad para ensayar sus ardides femeninos que empiezan a florecer en preparación para la largamente esperada confrontación con su exmarido Neil. Aprendemos que Emily es una exconvicta mientras reclama un trabajo de cajera en una droguería, prometido a ella por su compañera de celda, cuyo hijo Mr. Nudd (Jeff Goldblum) de mala gana contrata a todos los compinches de su madre. Allí, evita los movimientos del joven aspirante zalamero Harry (Jeffrey S. Perry), y hace de enemigos peligrosos a su supervisora dominante Rita (Alfre Woodard) y el arrogante novio hombracho de la supervisora, Jeff (Timothy Thomerson). En su apartamento, su típicamente inescrutable interacción con su reclusivo, de lengua mordaz, administrador del edificio, Pike (Moses Gunn), toma un giro extraño hacia el romance (¿seducción calculada de Emily? ¿una unión inestable entre dos personas solitarias?) que saca el lado suave, protector, de Pike.
          Cada uno de estos escenarios es un pequeño microcosmos (el mismo artificialmente reducido grupo de personajes aparece una y otra vez en cada escenario) dentro del más amplio microcosmos del universo del filme (el mismo reducido grupo de escenarios aparece una y otra vez, con la exclusión virtual de localizaciones nuevas no familiares). Esta práctica peculiar, abstractiva, es una especialidad de Rudolph. Un furioso crítico de Los Ángeles se quejaba de que Choose Me parecía tener lugar en una ciudad habitada por seis personas que se encuentran constantemente; Rudolph se le anticipó en Welcome to L.A. cuando Ann Goode dijo, “Lo juro, debe de haber doce personas en Los Ángeles”. Las tendencias microcósmicas de Rudolph son más interesantes porque no se propone capturar una clase aislada o subcategoría de la sociedad: sus pequeños grupos de personajes siempre despliegan toda la diversidad de la sociedad en general, y la viveza e individualidad de los roles secundarios más pequeños en sus filmes tienen el efecto de apuntarnos al exterior hacia la variedad infinita del mundo más allá del encuadre. ¿Así que por qué la mondadura estilizada del reparto y localizaciones? ─lo que, después de todo, es diferente solo en grado, no en principio, de lo que cualquier cineasta tiene que hacer en el proceso de amontonar un presupuesto y contar una historia. Pienso que Rudolph enfatiza esta mondadura precisamente porque es parte del proceso natural del cine. Como ya se ha señalado, muestra una propensidad marcada por dispositivos reflexivos que exponen los mecanismos del cine ─no porque desee socavar el proceso ficcional, sino porque su amor por la autoconsciencia y el distanciamiento filosófico lo inclinan a hacer de ese distanciamiento parte de la experiencia del espectador. Destacando sutilmente los aspectos microcósmicos de sus filmes, Rudolph está haciendo una confesión graciosa sobre los medios mínimos del cine, como si quisiese decir, “Tenemos un número limitado de actores y localizaciones importantes, y preferimos hacer este hecho explícito”. Huelga decir que esta abstracción es también un truco útil para un cineasta de bajo presupuesto intentando reducir costes. (Welcome to L.A. y Remember My Name costaron aproximadamente 1 millón de $ cada una; Choose Me costó solo 835000 $).
          Uno de los más graciosos running gags en cualquier filme de Rudolph juega directamente con la contención artificial del mundo de Remember My Name. Mientras los crispados, preocupados personajes se desploman automáticamente en frente de televisores, reporteros de noticias acometen los oídos poco receptivos con noticias de un trágico terremoto en Budapest. Al principio, el humor negro parece ir dirigido a la inanidad bien dotada de fondos del humanismo conformista, sucedáneo, de la televisión, burlonamente presentado en fragmentos absurdos (“Está Buda, y está la Peste”). Pero las noticias afloran más y más persistentemente; cuando Rudolph hace una transición de escena sobre dos personajes diferentes escuchando diferentes noticias de terremotos, nos damos cuenta de que nos está incitando hacia una conciencia cómica de la gran brecha entre este mundo microcósmico y el tipo de universo fílmico que puede absorber cualquier acontecimiento presente, mucho menos tan remoto desastre, a gran escala. Si uno desea interpretar este running gag como un comentario sobre la facilidad con la que las personas se separan ellas mismas del sufrimiento de los otros, esta interpretación no daña el contenido del filme.
          Ninguno de los personajes principales en Remember My Name es particularmente simpático, aunque ninguno es tampoco vilipendiado. Los actos hostiles inexplicados de Emily en la primera mitad del filme tienden a construir empatía por sus víctimas acosadas, pero Rudolph elige no tomar ventaja del potencial para la identificación de la audiencia. El retrato de Perkins de Neil, tan rico y detallado como la interpretación principal de Chaplin, enfatiza el potencial del hombre para la ira defensiva y su engreimiento arraigado. No está tremendamente atento por su mujer, y nublado por problemas no especificados, Neil intenta proyectar una imagen de desdeñoso, bromeante cool, que es inevitablemente expuesta en su incómoda búsqueda por la postura o frase adecuadas, un efecto expresado bellamente por el diálogo y matiz de actuación (“¡Oye! – gracias, gracias por su…” es su fallido, tartamudeante sarcasmo hacia un policía grosero que deja una puerta cerrarse sobre él). A su mujer Barbara le faltan llamativos defectos de carácter, pero su complacencia soñadora suburbana nos pone a distancia de su ansiedad creciente. Mientras aprendemos que la misión de Emily es una venganza no del todo justificada (Neil la dejó y se volvió a casar mientras servía una sentencia de doce años por el asesinato de la amante de Neil, un asesinato que pudo o no haber cometido) y que todavía está enamorada de Neil, la simpatía vira hacia ella. Pero, de nuevo, Rudolph intercepta la identificación fácil construyendo el encanto y sensibilidad de Neil en las maravillosas  y borrachas escenas de reunión de los últimos rollos, presentando el más fino humor autoconsciente, penetrante, de Rudolph, y bañado en un resplandor romántico expresionista salido de Welcome to L.A. Solo un ideólogo adusto puede aprobar el triunfo bien calculado de Emily en el momento en el que consigue su venganza modesta y deja la ciudad tan misteriosamente como llegó. La vencedora ha abandonado con serenidad el mundo sombrío de idealismo romántico que fue nuestro punto de acceso a su humanidad; el conquistado ha entrado en ese mundo y ha absorbido los sueños oscuros y vulnerabilidad de su adversario.

Remember My Name Alan Rudolph 2

La mayor imparcialidad y distancia de Rudolph con respecto a sus personajes en Remember My Name lo lleva a un estilo de cámara considerablemente diferente de las relativamente estables, centradas en los personajes, composiciones de Welcome to L.A. Remember My Name es fácilmente su filme más visualmente virtuoso: escena tras escena es ejecutada en tomas largas y elaborados travellings, a menudo extendiéndose a través de secuencias de acontecimientos y cambios en tono. La gran belleza plástica de estos planos no es su raison d’être: son el eje de los cuidadosamente modulados ritmos narrativos que caracterizan el estilo visual de Rudolph y que alcanzaron su completo desarrollo aquí. Welcome to L.A., concebido en términos de un único humor dominante, se prestaba más naturalmente a esta modulación; Remember My Name, con sus humores discordantes y modos de expresión, es un test más certero de la habilidad de Rudolph para controlar el tono, y su éxito es debido en gran parte a la visión de conjunto impuesta por los visuales ambientales, que expresan la entretenida, filosófica indiferencia del director hacia el tirón del caótico drama. La cámara móvil, más atenta a los imperativos de la unidad espacial y temporal que a la urgencia de la trama, de igual manera acalla la fuerza de los picos dramáticos y da una resonancia inesperada a los momentos quedos. (Similarmente, el uso de las canciones de blues jocosas de Hunter para gobernar transiciones de escena indica una posición ventajosa de director que resiste las vicisitudes de la historia). Si el humor es la piedra clave de Remember My Name, no es porque los momentos divertidos sean más numerosos que los serios, ni siquiera porque las bromas sean tan buenas (de hecho, la cámara remota de Rudolph a menudo sacrifica una gran risa por una callada, contextualizada), sino porque la distancia entre la implicación apasionada que la historia pide de nosotros y la perspectiva contemplativa, imparcial, que Rudolph adopta es intrínsecamente cómica.
          Que los logros de Welcome to L.A. y Remember My Name no fueran recibidos con alabanza crítica generalizada puede achacarse al gusto; que pasaran casi desapercibidos está cerca de desacreditar a la crítica cinematográfica americana en su conjunto. Rudolph siguió adelante con dos producciones de estudio que dañaron la poca reputación que los filmes de Lion’s Gate le valieron. Roadie, estrenada por la MGM a mediados de 1980, estaba basada en el trabajo de Big Boy Medlin, un escritor de Texas y Los Ángeles cuyos artículos relatan las hazañas del viejo chico/mecánico Zen/filósofo folk Travis Redfish. Rudolph y el productor ejecutivo Zalman King se hacen cargo de los créditos concernientes a la historia junto con los guionistas Medlin y Michal Ventura; a pesar de las muchas virtudes incidentales del filme, nunca se funde en algo como la visión unificada de los proyectos que Rudolph originó. La idea era mezclar humor de brocha gruesa y caricaturesco con una visión idealizada del heroísmo folk americano, impulsado por la sabiduría filosófica conquistadora de Redfish (“Todo funciona si se lo permites”) y encarnado en el mecánico/roadie/obrero, que aprovecha tanto el goce de la vida tradicional como el poder de la tecnología. De la manera en la que queda plasmado en el filme, el arquetipo no es tan grandioso como lo he pintado, pero una no por completa agradable complacencia moral merodea por debajo de su superficie informal.
          La historia estrafalaria, que se mueve a una ritmo constante, vertiginoso, está diseñada para incorporar abundante música de bandas de rock y countrywestern y artistas como Blondie, Alice Cooper, Hank Williams, Jr., Roy Orbison, y Asleep at the Wheel. El ardid comienza haciendo que Travis (interpretado por el músico Meat Loaf) caiga enamorado a primera vista de Lola Bouilliabase (Kaki Hunter), una aspirante a groupie de dieciséis años determinada a perder su virginidad con Alice Cooper. Cuando sus prodigiosas habilidades mecánicas son descubiertas ─puede arreglar una palanca de cambios o un sistema de sonido con cualesquiera sean los materiales a mano, desde horquillas hasta patatas─, Travies es enlistado como roadie por el sórdido promotor con el que Lola viaja, y se aferra al trabajo mientras mantenga la esperanza de disuadir a Lola de sus ambiciones profesionales. A pesar de algo de realismo en el retrato comprensivo de los buenos chicos rurales, el modo predominante de expresión circulando es la exageración cómica, que va desde la caricatura a lo grotesco. Parte de esta exageración es ingeniosa y exitosa ─como los planos de ángulo bajo y primeros planos que exageran el modesto (en el mejor de los casos) atractivo físico de los personajes principales. Alguna es tan bizarra que es difícil verle el sentido ─¿por qué el padre de Travis Corpus (Art Carney) tiene tantísimos televisores en su cuarto de estar, o mismamente por qué Travis cae presa de atascos cerebrales (“brainlocks”) periódicos en los que balbucea tonterías? Parte es manifiesto, irredimible, humor bajo ─la boquilla de una aspiradora atascada en la entrepierna de un hombre, una pequeña señora mayor con un gusto por la cocaína.
          Lo que fue más desconcertante de Roadie en su momento de estreno tenía menos que ver con su humor vacilante que con la aparente atrofia del estilo flexible, preciso, de Rudolph. El montaje rápido que, por la mayor parte, reemplaza los estudiados travellings y elegantes planos visuales de sus filmes anteriores, se acerca un poco a cierto lado descuidado, y la meditada organización conceptual que siempre caracteriza su proyectos independientes, autogenerados, no se encuentra por ningún lado. Muchas de las virtudes de Rudolph son de vez en cuando puestas en evidencia: la fascinación con una expresión convincentemente inescrutable, los giros inusuales que los personajes añaden a un diálogo que no parece invitarlos (como ese look a lo von Sternberg que Lola da al corpulento Travis mientras se entusiasma con Alice Cooper ─“Es tan flacucho”), los juegos verbales situados en un segundo término en los márgenes de los planos, a menudo suministrados por los compañeros roadies de Travis. Pero Rudolph nos da la impresión aquí de que es un director talentoso, no uno genial. Su siguiente filme, el pobremente promocionado Endangered Species, fue un poco más estable, pero no un retorno a la forma. Estrenado en el otoño de 1982 en Los Ángeles y el Medio Oeste (MGM/UA le dio aperturas someras más tarde en Nueva York y otras ciudades de la Costa Este), Endangered Species y los desenmascaramientos políticos que contenía eran claramente de gran importancia para Rudolph, que coescribió el guion con John Binder (antiguo supervisor de guion de Altman y director de la buena, no estrenada, UFOria) partiendo de una historia de Judson Kunger & Richard Woods. Pero su control sobre el estilo del filme es solo un poco menos incierto que en Roadie: el montaje entrecortado, desorientador, parece una ocurrencia tardía en vez de parte del plan estético, y sus muchos toques originales nunca conectan con una orientación estilística más profunda con el material. Uno puede en parte echar la culpa de estos problemas a la interferencia de MGM/UA con el proyecto, pero la cuestión real es más subterránea. Como muchos artistas fílmicos fundamentales, Rudolph parece necesitar un cierto tipo de material para liberar sus plenos poderes creativos. El atractivo de Roadie dependía de su humor tomado en sentido literal, y la importancia de Endangered Species dependía de su trama tomada en sentido literal. Rudolph lo hizo así en cada caso  ─debía hacerlo así, o del otro modo, empujar a los filmes cara el camp. Pero florece solo cuando puede rodear a sus sujetos en una distancia controlada; su arte toma forma en el espacio entre una urgencia emocional y la perspectiva elevada que hace a esa urgencia irrelevante.
          Aun así, todo el estilo del mundo no podría solucionar los problemas estructurales de Endangered Species. En un nivel ─para sus creadores, probablemente el nivel más importante─ trata acerca de una racha de mutilaciones de ganado que han tenido lugar en el Medio Oeste desde 1969, cuando el gobierno prohibió las pruebas de armas químicas y biológicas. (El compromiso político de Rudolph puede quizá inferirse de los muchos roles no estereotipados que ofrece a negros y mujeres en todos sus filmes, pero Endangered Species es el único ejemplo de la política moviéndose al primer plano en su trabajo). Trabajando desde hechos disponibles, los cineastas postulan una organización de derechas no gubernamental, determinada a preservar la capacidad de los Estados Unidos de tomar parte en la posesión de armas químicas y biológicas, que usa al ganado para pruebas y deja los restos mutilados quirúrgicamente detrás. En otro nivel, el filme es un estudio de personajes atractivo centrado en el expolicía Ruben Castle (Robert Urich), alcohólico pero desecado, que toma a su hija distanciada Mackenzie (Marin Kanter) en un viaje por todo el país. Parándose para visitar a un amigo en Barron County, Colorado, empieza un romance tambaleante con la sheriff del condado (JoBeth Williams), que está perpleja por todos estos cadáveres de ganado mutilado ensuciando su jurisdicción. Castle, en particular, es muy divertido, un extravagante reaccionario de la ley y el orden que dicta su biografía a lo Spillane a un grabador (“Textualmente, dije, ‘Tiene derecho a permanecer en silencio, amigo, si piensa que puede aguantar el dolor’”) y que cultiva su personaje con solo un toque de divertida autoconsciencia rudolphiana. Pero, no importa cuán interesantes sean los personajes, no guardan relación con la estructura del filme; existen para llenar los minutos antes de que el misterio político acumule impulso, y una vez que lo hace sus conflictos y emociones se desvanecen en una racha de acción mecánica. Rudolph intuye este problema y previene a la interacción entre personajes de asumir una prominencia inapropiada, tajando las escenas de personajes fuera con cortes prematuros y espaciándolas con interludios de avance de la trama. Del mismo modo, intenta dar un lugar al drama político desarrollándose lentamente, construyendo anticipación con un número tremendo de sobrecogedoras señales musicales y muchos planos de transición de animales muertos y vivos, luces destellando en el cielo, y actividad tecnológica misteriosa. El efecto global es curioso y lejos de ser satisfactorio. El shock del drama de los personajes cediendo a la acción y la revelación política es minimizado, y algún tipo de balance rítmico es conseguido; pero estos son pequeños triunfos. La contrapartida es que la acumulación del misterio se convierte en autoritaria en una etapa muy inicial. Es interesante que una semblanza de coherencia formal significa más para Rudolph que el atractivo de sus personajes o la eficacia de su mecanismo de suspense; con un poco más de perspectiva en su material, podría haber evitado esa dura decisión con cambios estructurales radicales.
          El género lleva a Rudolph a unas pocas convenciones infelices: una carrera de coches poco original, una escena de encubrimiento paranoico sacada de stock, incluso el temido plano de acción a cámara lenta. En general, sin embargo, es sorprendente cómo raramente se posa en un cliché; casi cada decisión que toma es imaginativa y original, incluso (quizá especialmente) en el reino desconocido de la acción pura. Desconectado de la inspiración por una pobre elección de tema a tratar, se repliega en lo ingenioso y salva más planos y escenas de las que tendría derecho.
          Carolyn Pfeiffer, productora de Roadie y Endangered Species, se convirtió en presidenta de la compañía de producción y distribución recién formada Island Alive en 1983, y uno de los primeros estrenos de la compañía fue Return Engagement, un buen documental de Rudolph sobre el debate de Los Ángeles entre Timothy Leary y G. Gordon Liddy. Terminado a comienzos de 1983 y estrenado más tarde ese año: entrevistas con Liddy y Leary conducidas por la personalidad de la radio Carole Hemingway; sorprendemente relajadas y cordiales conversaciones sociales entre los hombres y sus mujeres; Liddy montando y charlando con una banda de moteros que sirvieron tiempo con él; ambos hombres dando conferencias a una clase de estudiantes de instituto. Liddy, por lo menos, se nos aparece como una personalidad fascinante, grandilocuente, trabajada, y condescendiente como un orador público pero callada y reflexiva, incluso un poco tímida, en cualquier entorno informal. Leary, por contraste, da a sus actuaciones en el escenario veinticuatro horas al día, y la interacción del hombre se conforma con una rutina cómica confortable, con Leary el pícaro, tábano casquivano constantemente empujando al imperturbable pero entretenido Liddy. El enfoque visual suelto que tal documental requiere naturalmente milita contra la precisión y la complejidad de los filmes de ficción de Rudolph, pero el control no siempre es una virtud en este formato. Como uno podría esperar de su decisión en un tema tan dualista, Rudolph esencialmente evita las técnicas manipulativas, derivadas de la ficción, que desfiguran tantos documentales, dando una razonable cantidad de juego a las ideas y numeritos de ambos combatientes. Como un retrato, el filme está bien redondeado y a menudo es revelatorio; como un vehículo para el discurso intelectual, cubre sus defectos (la total incompatibilidad de los debatientes, la falta de claridad de Leary) simplemente creando un contexto en el que las ideas estén abiertas al desafío, un logro tristemente inusual para un documental moderno.
          Choose Me, la primera producción dentro de la empresa de Island Alive, fue estrenada en el otoño de 1984 con la alabanza inmediata de la audiencia y los críticos; uno se imagina que Rudolph apreciaría el aspecto absurdo de este desarrollo tardío. El movimiento hacia la farsa que hizo su éxito posible requería solo el mínimo giro en el enfoque de Rudolph: las permutaciones sexuales de un casting artificialmente pequeño, un tema ya planteado por Rudolph, conduce naturalmente a los malentendidos y confusión que son el stock en comercio de la farsa. En Welcome to L.A. y Remember My Name Rudolph estaba demasiado absorto en sus fines trascendentes como para molestarse con los detalles de la desintegración social; aquí, se relaja lo suficiente como para admitir el la casualidad y el accidente en su universo, aunque su actitud hacia ambos es mucho más casual que la de la mayoría de los farsantes. En su transformación selectiva del género, Rudolph hizo de Choose Me en igual dosis una antifarsa como una farsa, tales distinciones finas no perturbaron a la mayoría de audiencias.
          La escena de apertura del filme, una set piece que crea una atmósfera concreta, esencialmente un número musical, anuncia enérgicamente el retorno de Rudolph al expresionismo romántico. En una calle nocturna estrecha, íntima, bañada en luz de neón y los compases de la canción homónima de Teddy Pendergrass, un hombre emerge de un bar y comienza una danza lenta primero con una, luego con otra de las mujeres que hacen la ronda en la avenida. Del fondo emerge Eve (Lesley Ann Warren), quizá una de las chicas de la calle, quien también se mueve calle abajo en un ritmo bailón sensual. La atmósfera mágica persiste a través del filme, aunque los personajes no vibren con ella tan fácilmente de nuevo. Esta escena es la representación más pura del País de Nunca Nunca Jamás de la ilusión romántica que los atrae a tantas relaciones desesperanzadas y no ideales, y la demostración más clara de la comprensión de Rudolph por los impulsos que debe deconstruir con su distanciamiento clarividente.
          El Los Ángeles de Choose Me tiene dos focos. Uno es la cabina de radiodifusión de la Dra. Nancy Love (Geneviève Bujold), la carismática psicóloga radiofónica cuyo show, “The Love Line”, provee consejo a millones. El otro es el bar empapado de atmósfera de la primera escena, perteneciente a Eve, una exprostituta cuyo exterior estridente vagamente esconde su vulnerabilidad. Dividida entre sus impulsos promiscuos y su necesidad por amor duradero, Eve derrama su angustia en llamadas hostiles a la Dra. Love ─quien, aunque Eve no lo sepa, es su nueva compañera de piso, una dama excéntrica que mira fijamente al lado de la habitación durante las conversaciones y siente un placer inexplicable en contestar el teléfono de Eve.
          El bar de Eve normalmente contiene unos pocos de sus amantes en cualquier momento dado, incluyendo a Billy Ace (John Larroquette), que sirve en el bar con Eve y aprende más acerca de su vida privada de lo que le gustaría. Comenzamos a percibir conexiones misteriosas entre los habituales del bar: Zack (Patrick Bauchau), un elegante gánster francés que se divierte con Eve entre sus asuntos de negocios; su mujer ausente, de incógnito, Pearl (Rae Dawn Chong), que invita a sus clientes a su poesía improvisada; y Mickey (Keith Carradine), un prófugo reciente de un hospital mental, donde había sido diagnosticado como un mentiroso psicopático. Exudando misterio romántico y contando una colección salvaje de relatos fantásticos que muestran una consistencia interna sospechosa, Mickey ejerce un movimiento rápido sobre Eve, abollando su cinismo habitual.
          Antes de los títulos de crédito, los cinco personajes principales (Billy Ace, el más estable y normal del montón, juega un rol marginal) se juntan en todos los emparejamientos heterosexuales posibles. La perfección antinatural de este esquema (o casi perfección ─Zack y Nancy nunca acaban de terminar en la cama) indica el mayor carácter juguetón con el que Rudolph se acercó a Choose Me, la mayor extensión de la que hace uso con respecto a las convenciones cómicas. El mecanismo de la farsa no cobra impulso hasta la segunda mitad del filme, pero desde el principio Rudolph nos prepara para una abstracción y reflexividad de diferentes tipos comparadas con las que ha lidiado en el pasado. Demasiado metafísico como para estar interesado en la coincidencia por sí misma, concibió el filme como una exageración dulce de las fantasías placenteras que sustentan la comedia romántica. El artificio elaborado de la trama y los conceptos de personajes extravagantes funcionan aquí de la misma manera que aquellos sets melancólicamente expresionistas: como una proyección comprensiva de nuestro idealismo romántico, contrapuesto por un calculado énfasis excesivo. El diálogo ornamentado (purple dialogue) que molesta a algunos espectadores (y que, ciertamente, podría haber estado mejor contextualizado una o dos veces en las escenas tempranas) es parte de su intento general de establecer el filme como una meditación en la ficción y el impulso ficcionalizador. Pauline Kael pensó en Lola de Jacques Demy en conjunción con Choose Me, y la comparación es en algunas maneras apta, aunque redactada en los habituales términos condescendientes de Kael. Pero, a diferencia de Demy, Rudolph no se entrega del todo a la urgencia de ficcionalizar, y la fantasía benevolente de Choose Me se apoya en la fundación inestable del distanciamiento intratable de su creador.
          Las preocupaciones cómicas establecidas de Rudolph se adaptan bien a la farsa. Su marcada preferencia por locos al margen de la sociedad, que pueden soltarse sin traicionar completamente su realismo psicológico, alcanza su pico aquí: todos los personajes son profundamente neuróticos (Eve), psicóticos (Nancy), psicopáticos (Zack) o en algún lado de este continuo a tres bandas. El menos predecible de los personajes, Nancy, es también la fuente más rica de comportamiento desplazado (como por ejemplo ella compartiendo su recién descubierto éxtasis sexual con su audiencia radiofónica perpleja), repetición inapropiada (dando consejo cuando tiene la fortuna suficiente de toparse con un teléfono sonando), y todas las otras manifestaciones consagradas de la comedia de conductas. Por supuesto, Rudolph es típicamente tierno con ella incluso cuando se pone lunática. Su momento más conmovedor, su defensa emotiva a Eve de su aventura amorosa con Mickey, es también el más divertido, mientras ella asocia de forma libre con gran euforia acerca de la influencia de gran alcance que sus avances sexuales tendrán, luego se contiene con un momentáneo y tardío destello de claridad, reservándose la trama controladamente ─“No quiero entrar en ese tema”─ antes de recaer en el olvido. Lo que es inusual en el contexto de la farsa romántica no es la característica comprensión de Rudolph hacia sus creaciones desequilibradas cómicamente, sino su rechazo a suavizar sus desórdenes mentales para un confortable desenlace. La fantasía en la superficie del filme nunca se echa abajo del todo, pero viaja en un terreno rocoso, y Rudolph divide nuestra atención entre el atractivo del mecanismo ficcional y los jalones que arroja a sus trabajos.
          Las convenciones de la farsa que Rudolph subvierte revelan tanto de su personalidad como aquellas que adopta. La historia entrecruzada le presenta oportunidades de oro para complicar la trama con trucos de identidad errónea, pero Rudolph o desatiende estas oportunidades por completo o se burla de ellas con astucia (Eve nunca se entera de que Mickey es inocente de los cargos de maltratador de mujeres y perversión, pero su romance alcanza fruición igualmente). Es lo bastante perceptivo como para entender que la convención ficcional de la separación artificial está basada en un concepto dudoso, ilusorio, de que el romance florece en la ausencia de barreras externas, y que esta convención es inapropiada en su universo, donde los amantes pueden siempre encontrar más que suficientes buenas razones para separarse sin que el guionista manufacture ninguna. Si Rudolph hubiera obedecido la regla del género, Choose Me estaría en peligro de convertirse en una fantasía en vez de un filme acerca de la fantasía. Con la misma contención, Rudolph siempre sacrificará un gag o un momento feliz si amenaza la gravedad subyacente de los personajes o la ironía triste de su perspectiva. Cuando, por ejemplo, Nancy debe desconectar la llamada emocional de Eve hacia su programa para una interrupción publicitaria, al gag obvio acerca de la indiferencia institucionalizada no se le presta atención: la terminación de Nancy de la llamada es lenta, grave, y teñida de melancolía. La hilarante escena central del filme ─el descubrimiento de Nancy de la evidencia absurda pero incontrovertible de que Mickey fue en verdad un poeta, un soldado, un aviador, un fotógrafo, y un espía─ es bellamente oscurecida por cortes a primeros planos del impasible Mickey en la habitación de al lado, incluso más misterioso ahora que no tiene secretos. Y hasta el abrazo climático en la azotea que junta a Eve y Mickey es puntuado por un solo y tirado al paso plano general del melancólico Billy Ace levantando la vista, finalmente privado de la chica de sus sueños.
          Las películas fundamentales de Rudolph comparten muchas características visuales, pero ninguna de ellas duplica las estrategias de los filmes que la precedieron. La cámara en Choose Me se mueve en semejante cantidad a Remember My Name, pero el movimiento está menos conectado a la trama o acción, más juguetón y autónomo. Rudolph está todo el rato haciendo travellings o paneos a través de habitaciones o bajo calles oscurecidas; normalmente usa un plano espejo en una escena de interior solo para darle un segundo foco visual con el que panear, hacia él o desde él. La moción para él parece más importante por sí misma que antes, como es apropiado para el filme en el cual está más distanciado de la ficción. Visto en términos de tensión entre inmersión y distanciamiento en los filmes de Rudolph, Choose Me concede bastante al lado de la inmersión: los personajes con frecuencia hablan melodrama en vez de ironía autoconsciente, y la historia bien orquestada es tan ilusoria como la melancólica iluminación romántica. Así que parece necesario que la cámara tense la cuerda con su desacoplamiento extremo del drama. Por el mismo principio, Welcome to L.A., con un personaje central filosóficamente distanciado y una historia abstracta, casi inexistente, presenta el estilo de cámara más directo y estable de cualquier filme de Rudolph.

Choose Me Alan Rudolph 1

Choose Me incorpora tantos elementos aparentemente dispares y se mueve en tantas direcciones diferentes que se queda ligeramente por debajo de la cualidad de totalidad sin costuras que caracteriza Welcome to L.A. y Remember My Name (aunque el primer filme encierra problemas conceptuales de los que Choose Me escapa). Por el otro lado, la variedad de Choose Me brinda sus propias recompensas ─como las tres maravillosas escenas de lucha entre Mickey y Zack, tan seguras de sí mismas y originales como la comedia del filme y superiores con mucho a la dirección de acción respetable en Endangered Species. Uno se pregunta qué circunstancias permitirían a Rudolph hacer un filme de género entero tan potente como estos extractos de género.
          Inmediatamente después de terminar Choose Me, Rudolph fue a trabajar en Songwriter de Tri-Star, tomando los mandos en poco tiempo (“Recibí una llamada el sábado y llegué el domingo”) tras Steve Rash (The Buddy Holly Story, Under the Rainbow), que abandonó tras dos semanas de trabajo debido a “diferencias creativas”. Por su tema centrado en la música country, el filme fue inaugurado en el Sur, finalmente llegando a Los Ángeles a remate de 1984 con poca fanfarria. Basado en un guion de Bud Shrake (Kid Blue, Tom Horn), Songwriter es una evocación afectuosa de la vida en el circuito de la música country, centrándose en el legendario Doc Jenkins (Willie Nelson), y su compinche y a veces socio Blackie Buck (Kris Kristofferson). Doc ha firmado un mal contrato con el grosero gánster del norte Rodeo Rocky (Richard C. Sarafian) que en lo esencial le condena a servidumbre eterna a menos que pueda llevar a cabo una estafa implicando a una joven cantante prometedora llamada Gilda (Lesley Ann Warren, a quien le toca interpretar al loco característico de Rudolph esta vez). La trama no emerge por bastante rato, e incluso cuando lo hace nunca deja una muesca demasiado notoria en el filme, el cual está principalmente entregado a la jovialidad de carretera, payasadas de buenos muchachos, y muchas escenas de concierto imaginativamente filmadas.
          Uno se da cuenta rápido de que Songwriter no es uno de los filmes que enfocan por completo el talento de Rudolph. Aun así, se acerca más que Roadie o Endangered Species a forjar un estilo surgido del montaje entrecortado y el tempo rápido que caracterizan a sus proyectos menos personales. Rudolph socava la historia veloz desequilibrando cada escena internamente y arrojando fragmentos juntos de forma tan abrupta que incluso conexiones de historia lógicas se transforman en bruscas y desconcertantes. Mucho antes de que la trama se desarrolle, no sabemos qué esperar de ella, y nuestra atención está dirigida a las muchas observaciones graciosas e idiosincráticas que Rudolph amontona en los márgenes. Toques pequeños, poco dramáticos, ninguno de ellos demasiado llamativo en sí mismo, se mezclan amablemente: un juego sádico administrado por el empresario Dino McLeish (Rip Torn, en una actuación agradablemente desquiciada) que demuestra ser más amenazador que lo que la cámara despreocupada de Rudolph jamás insinuó; la alejada mujer de Doc, Honey Carder (Melinda Dillon), ella misma una veterana del circuito musical, casualmente invitando a un autobús entero de música a su casa; la hebilla de cinturón de rodeo real que el músico de apoyo de Gilda, Arly (Mickey Raphael), lleva puesta, señalada en un plano tirado al paso.
          Con todas sus virtudes, Songwriter prueba ser un affaire sorpresivamente irregular para Rudolph. Pequeñas aberraciones estilísticas e inconsistencias abundan: uno se puede ajustar a la comedia acelerada en un filme de Rudolph, ¿pero cómo puede uno justificar la narración de Kristofferson que se retira tras unos pocos jirones de exposición, o la manera en la que las disoluciones reemplazan a los por lo demás omnipresentes cortes abruptos durante una tardía secuencia de montaje transicional? (Algunas de estas decisiones pueden haber sido forzadas durante el periodo de posproducción inestable del filme). Un problema más central es la subtrama subdesarrollada y bastante ordinaria del anhelo de Doc por una vida casera con Honey y sus niños, resultando en escenas prolongadas que interrumpen los ritmos de prontitud del filme sin proporcionar demasiado en compensación.
          El guion de Shrake probablemente pueda ser culpado de muchas de las cualidades insatisfactorias del filme, que destacan más prominentemente cuando adopta una visión de conjunto. Songwriter no es un filme de arte con un escenario de música country; fue diseñado para el consumo de audiencias de buenos muchachos, y puede ser acusado de consentirlos un poco. El pavoneo y el donjuanismo burlón de la mayoría de los personajes es en esencia aprobado, y Doc Jenkins es glorificado con una franqueza que hace más para calentar los corazones de los admiradores de Willie Nelson que para promover un desarrollo de personaje valioso. Aunque la trama no sea asertiva, también se vuelve problemática a medida que avanza inevitablemente hacia el éxito de Doc y la estafa de Blackie, una victoria que parece más engreída porque el filme la absorbe muy casualmente. Rudolph no creó estos problemas, pero tampoco trabajó para disminuirlos; uno asume que el tono hipness chistoso del guion, mucho menos complejo que los puntos de vista de sus mejores filmes, tocó una fibra sensible en él. Es todavía poco claro si Rudolph puede trabajar en una capacidad de pico creativo dentro de estudios muy importantes.
          Felizmente, esta cuestión parece menos urgente de lo que era antes del éxito de Choose Me. Rudolph aún contempla proyectos de estudio futuros, pero su posición dentro de la industria es sin duda más fuerte que antes, y su poder para acumular los presupuestos modestos que necesita para proyectos independientes se ha incrementado substancialmente. En abril de 1985, terminó de rodar Trouble in Mind, una producción Island Alive con su propio guion, descrita como un misterio contemporáneo influenciado por los filmes de gánsters de los años cuarenta. El reparto  es una mezcla fascinante de rostros familiares de Rudolph (Kristofersson, Carradine, Bujold) y colaboradores por vez primera (Lori Singer, Joe Morton, George Kirby, Divine). Después de eso espera filmar su proyecto soñado desde hace muchos años, The Moderns, ambientado en el París de los años veinte y protagonizando Carradine como un aristócrata en quiebra y Mick Jagger como un miembro de los nuevos ricos. Ningún proyecto suena similar del todo a nada que Rudolph haya hecho antes; los resultados imprevisibles de su nuevo estatus crítico y comercial deberían proporcionar uno de los espectáculos cinematográficos más fascinantes de la segunda mitad de los años ochenta.

Choose Me Alan Rudolph 2

FILMOGRAFÍA DE ALAN RUDOLPH

Nacido en 1944 en Los Ángeles. Su padre es el director de cine y televisión Oscar Rudolph. Vivió en Nueva York durante un año a la edad de ocho, luego volvió a Los Ángeles. Graduado en Birmingham High School y UCLA con un Bachelor ‘s Degree in Business (Licenciatura en Negocios). Tomó varios trabajos en estudios de películas; entró en el Assistant Director Training Program of the Directors Guild of America en 1967, y trabajó como asistente de director en televisión y películas hasta 1970. Casado con la fotógrafa Joyce Rudolph, que ha trabajado en muchos de sus filmes.

[Los créditos como asistente de director en la filmografía están incompletos y no se distingue entre los trabajos de primer asistente de director, segundo asistente de director, y trainee (aprendiz)].

mediados de los sesenta: cientos de filmes cortos en Super-8
1969: Riot (asistente de director)
1969: The Big Bounce (asistente de director)
1969: The Great Bank Robbery (asistente de director)
1969: The Arrangement (asistente de director)
1969: Marooned (asistente de director)
1970: The Traveling Executioner (asistente de director)
1972: Premonition (director, guionista)
1973: The Long Goodbye (asistente de director)
1974: Terror Circus aka Barn of the Naked Dead (director [codirector no acreditado: Gerald Cormier])
1974: California Split (asistente de director)
1975: Nashville (asistente de director, trabajo de guion no acreditado)
1975: Welcome to My Nightmare (TV) (coguionista)
1976: Buffalo Bill and the Indians (coguionista)
1976: Welcome to L.A. (director, guionista)
1978: Remember My Name (director, guionista)
1980: Roadie (director, cohistoria)
1982: Endangered Species (director, coguionista)
1983: Return Engagement (director)
1984: Choose Me (director, guionista)
1984: Songwriter (director)
1985: Trouble in Mind (director, guionista)

FUENTE ORIGINAL

Alan Rudolph, 1985

CITA E INTERROGANTE

«Nadie guarda su propio secreto». Es el error de Narciso en el texto de Ovidio. No hay que conocerse a uno mismo. Todo lo que desposee de uno mismo es secreto. No podemos distinguir entre el secreto y el éxtasis.

El sexo y el espanto, Pascal Quignard

PRETTY WOMAN

Conformado por multitudes de pasados aprehendidos en el acto, uno se sigue paseando por las avenidas, intentando atrapar en el aire las variadas estrellas, admitiendo el posible fallo como alegre recaída en el exceso. Soy seleccionador, caprichoso, no me conformo con cualquier régimen, desde luego tampoco atisbo anhelos de falaz pureza ni descarto la corrupción de las presas futuramente mordisqueadas; esas aves son mías desde el momento en el que me atravesaron con su pico en los tempranos años de la infancia, me pertenecen. Persisto abierto a las futuras acusaciones, sigo desplazándome, no obstante, con un deseo subrepticio innegable: llegar a la fuente, descubrir de dónde surgió el primer impulso, terrorismo dulce y agradecido de la mirada. Desde ese contacto, de la mano de Vivian Ward, viví asido, acariciado por las extremidades de las dobles (fragmentación toqueteante del ansia), ensoñándome las sucesivas noches con botas de tacón y cuero negro, deseando repetir el trayecto de Hollywood Boulevard al Regent Beverly Wilshire Hotel cada crepúsculo, antes de cerrar los ojos, terminando vencido por el sueño al cruzar la puerta, pues lo de después se me escapaba, me contentaba con un masoquista in crescendo desactivado por la somnolencia y el desconocimiento.

Pretty Woman Garry Marshall

EN CUALQUIER MEDIANOCHE DEL MUNDO ─ Les paumées du petit matin (Jean Rollin, 1981)

De la ternura…

Michelle y Marie han huido y tullido el régimen diurno que las atrapaba bajo excusas de expedientes contaminados de traumas, autismos, inestabilidades. El manicomio campestre, sol abrasador calcinando la piel de las mozas, dejado atrás. Llega el peligro y la excitación contagiada entre las muchachas, de la hiperactiva a la tímida, a ambas las deseamos ver corriendo sobre el mar, cogiendo el primer barco rumbo a las Islas de Sotavento; les ponemos un nombre cuando Rollin, rollo tras rollo de celuloide, ha borrado el destino específico de nuestra lontananza romantizada en sueños infantes. Cada ser en vigilia caminando por las sempiternas variaciones de ensenadas, cementerios, psiquiátricos, subsuelos, se funde con su confraterno hermano, y se procede entonces a la jerarquización de un ejército: el que persigue, la perseguida, la cazadora, el cazado. El itinerario fluctuante entre estos arquetipos, pasar de una entidad a la siguiente. ¿A qué viene tal insistencia en volver a estas frágiles y medio derrotadas chiquillas? Comienzo a pensar, acompañado de amigos, lo pertinente de concretar hasta la más mínima arruga el rostro de una mujer, un capitán, para llegar al encuadre que, juntos, nos haga trasladarnos a cualquier medianoche del mundo. La concisión tozuda del cineasta por retornar a una puerta, tinaja de agua derramándose sobre cabellos ajados o, caso presente, plano medio de dos compañeras cuyo vínculo no hace otra cosa que crecer, mezclada con ese encuadre tan fijo y seguro cual mirada de rapaza curioseando ensimismada el tiovivo de la mano de mamá, en las circunstancias receptivas adecuadas, da lugar a eso tan confuso que conocemos como universal. Marie patina a través de una pista de hielo durante plena preparación portuaria hacia la emancipación, y el reencuadre donde, al fin, la sentimos desenganchada de las malas hierbas, podría estar siendo filmado aquí, allá, 1981, a comienzos de siglo, antes de que el lenguaje cuajara en significado alguno. La lección, por supuesto, no es pedagógica, no existen reglas para desplazarnos, ilusos, cara este y otro lugar. Con todo, uno sospecha que la ubicuidad de un gesto callejeando por la línea del tiempo requiere de noches tranquilas. Y quizá, al filmar Francia a altas horas previas a la alborada, un deslizamiento sobre la escarcha, un edificio, un acuario, fuente en Lèvres de sang (1975)… ahí recordamos Duelle (Jacques Rivette, 1976): la levedad de la noche tampoco radiografiaba una estación de enajenados y aburridos, al contrario, sumaba una multitud de puertas, posibilidades de entender mejor lo atemporal de una piedra atisbada a las tres de la madrugada. Esta película comentada no es capital, ningún filme de Rollin se gana ese injusto apelativo, importa ir sumándolos.

… al descoco

Lèvres de sang, filme con un componente romántico exacerbado, controlado sin arrebato remilgado, ya nos deja ver dispares variantes. Comenzamos casi con un tipo en una fiesta, y allí dirige su desorientación a la foto de un castillo en el que había tenido una vivencia muy intensa de niño con una vampiresa, pero está la escena, el instante, en un interrogante… una necesidad inmediata de dirigirse allí lo consume ahora. Y en esa misma fiesta o banquete o llámelo como quiera, bajo el comedor, una fotógrafa de inquietante parecido a PJ Harvey, con pintas de haber pasado por el 68 habiéndose metido la mayor variedad de drogas posible ─salida bien parada del asunto─, haciendo una sesión a una tipa rubia, pelo castaño. Mientras la fotografía, la excitación adiciona fogosidad al posado hasta el punto de querer masturbarse, tocarse de más para ojos pudorosos, pero entra el protagonista en escena. La sesión de fotos no aporta ningún detalle a la narración de la película; a este espectador no se le antoja gratuita. La chica no puede satisfacerse del todo porque la interrumpe el actor, y luego, hablando con la fotógrafa, posible informadora del castillo incógnito, ella le dice de esperar un segundo. Al volver, sus prendas han desaparecido. Lo burdo y obsceno se confina de este acto. En el universo de Rollin, los personajes pueden aparecer desnudos, vestidos, da lo mismo. Es una forma de vivir inventada, liviandad atractiva deseando verse traspasada al día a día. Que pudiese aparecer alguien desnudo porque sí y diese igual, tenía calor y hace falta quitarse la ropa de tanto en tanto.

Marie no juega

Dicho esto, la moral de Rollin es puesta a prueba, demostrada ante el jurado, cuando uno de sus personajes se niega a participar en el desfase general. Retomando Les paumées du petit matin, ese ser mostrando rechazo, asco, por la invitación a la perversión, es Marie. Acompañada de pudientes decadentes la noche antes de partir con Michelle hacia mares más calmos, permanece sola ya que su compañera medio disfruta la demostración de risible poder de un excombatiente en la Guerra de Argelia, armas colgadas en triste museo personal. Seducida a formar parte de un posible trío con dos féminas, Marie explota de rabia, esta no es su fiesta, el pasaje se le pierde con retraso baladí. La hoja cortante de una daga actuará de respuesta en la carne de las libidinosas asediándola. El arranque del río de sangre, código deontológico del cineasta: una criatura no puede ser tocada como las otras. El descaro de atemorizarla retorcerá el tercer acto en carnicería funesta.

Les paumées du petit matin Jean Rollin

ANGIE

He aquí una superposición de comillas, tras tantas imágenes retornando en trance. Dentro de esas coordenadas persevero distanciado de la evocación en pos de buscar, en cada retorno, un resquicio en el itinerario, una doblez singular en la chaqueta atada a la cadera, de lo contrario, tales maniobras de seducción no merecerían de mi parte más que simple desprecio. Y es que la edad va madurando en uno la perversión que lo habita, y esta se refina, se endurece, vive combatiendo la finura de los casticistas, enunciadores de moral desde el otro lado de la cómoda, intentando convencerme de las bondades de sus edredones, ningún interés, eliminación del juego. Por eso hago el camino de retorno e intento recorrer marcha atrás, dada la vuelta, un filme como The Rapture (Michael Tolkin, 1991). Allí Sharon peregrinaba el trecho del vacío moral hacia la duda religiosa, y honestamente creí ver un error al divisar semejante espiral de incertidumbres acumuladas. Quería llegar hasta las puertas del purgatorio postrero para decirle a la no-desvanecida protagonista del filme lo errado de su odisea, en tanto intentó aislarse de la forma del tatuaje encontrado en la espalda de Angie, poseída por la lujuria, y en vez de perderse en el interrogante de sus líneas, procuró encajarlo en una conspiración falsaria merecedora de poca atención. No, lo tensante, religioso, acechante, desazonado, era el supuesto nihilismo de Vic, verdadero conductor de pasados, encarnado en las pieles de un Patrick Bauchau experto en esos terrenos, curtido en disfraces bajo los cuales se esconden miradas que se pierden pero no miran (Éric Rohmer, Alan Rudolph), y al alejarse de él tan vilmente, dejándolo como mera nota a pie de página, la película y el personaje se condenan a la coyuntura, pero al comienzo, entre sombras, bajo la sutil inquisición de los extraños, yace un gobierno de imágenes, y en los minutos precedentes al éxtasis medio o mal filmado, se encuentran las escaladas de tensión de siempre, también renovadas, actualizadas, la patrulla de la noche, la honestidad de las ojeadas suspendidas, el punto justo de obscenidad elegante.

The Rapture Michael Tolkin

A Laura, por sonreír ante las virtudes de la desvergüenza y enfurecerse cuando esta cerca su libertad

¿CUÁL ES TU NOMBRE HOY?

YÔICHI HIGASHI

Four Seasons: Natsuko [Shiki Natsuko] (1980)
Somebody’s Xylophone [Dareka no mokkin] (2016)

François Truffaut: Es realmente una pena que su película no recibiera ningún premio allí. Me gustó mucho.

Kirio Urayama: (Risas) Se lo agradezco. Pero si la película no recibió ningún premio, debe haber razones para que eso ocurriera.

Truffaut: La razón es porque ambos, tanto el jurado como el público, son perezosos. Todos están ocupados con los recibimientos y acaban verdaderamente agotados. Por eso las películas valientes yacen sin ser vistas, pasan desapercibidas. Tomemos por ejemplo una película como La isla desnuda [Hadaka no shima] (1960), de Kaneto Shindô. Es una película que no fue considerada como debería. Películas como Foundry Town [Kyûpora no aru machi] (Urayama, 1962), que tratan múltiples temas con talento y corrección y además lo hacen con un toque realista, no son bien valoradas por los festivales internacionales.

Conversación entre Truffaut y Urayama en la 15ª edición del Festival de Cannes (1962)
 

Somebody’s Xylophone [Dareka no mokkin] (Yôichi Higashi, 2016)

Somebody's Xylophone (Yôichi Higashi, 2016) - 1

1. ARRECIA LA TORMENTA, HORA DE ZARPAR A MAPEAR

Con su asalto maestro, pero también natural, al formato digital en 2010, Yôichi Higashi refrendaba ser el mayor superviviente del cine japonés de nuestros tiempos. Pese a haber dirigido desde 1963 unos veinticinco filmes, ninguna historia oficial y solo escasas listas a la sombra refieren su nombre en relación al pasado, al presente o al futuro del cine asiático. A las claras, cualquier espectador despierto que se digne a volcar una atención solícita a su carrera de filmes, tomando en cuenta la verticalidad de su trayectoria, podrá constatar una de las catatonias más flagrantes de la historiografía del cine moderno, no solo japonés, sino mundial, en el desconocimiento y la ignorancia de la obra de Higashi. Cuestiones como la lejanía geográfica, las dificultades de traducción bibliográfica que guarda el idioma japonés o la lógica mercantil que decide qué exhibir pueden explicar un tanto, pero no tamaño olvido. Sin embargo él, recalcitrante cineasta de hidalguía insobornable, experto pintor de interrogantes, profesional oficioso del medio moviéndose con soltura en la segmentada industria del cine nipón habiendo sabido colocarse durante décadas allí donde se le permitiera crear libre o, al menos, con personal anchura, sigue repartiendo, ajeno a los engañosos laureles de la repercusión y de la consideración allende sus fronteras natales, a cada nueva oportunidad, un inagotable maná de sapiencia fílmica. La acérrima defensa de Higashi, de un tipo particular de cine dramático que sentimos como patria interior, por el cual iríamos a la guerra hasta matar de apabullamiento argumentativo o agotamiento mental al interlocutor y que, como se percibe ante el creciente temor del lector ─no tan a salvo como a él le gustaría creer─, se nota estamos comenzando vertiginosamente a armar, sería una empresa que no osaríamos abordar tan intrépidos de no estar del todo persuadidos sobre que el último filme digital del octogenario Higashi, Somebody’s Xylophone (2016), abre una brecha. Desescombra nuevos caminos. Celebra viejas constataciones. En resumidas cuentas: revienta la piñata. ¿Quién se atrevería a proclamar, hace unos años, que el único medio de salvación del cine japonés provendría de una buena transfusión de sangre añeja? Afirmación que proferimos conscientes, aguerridos y resueltos como lo estaba Jacques Rivette cuando batallaba la ejemplaridad moral de Viaggio in Italia (Roberto Rossellini, 1954).
          A partir de ahora nos dirigiremos al lector de “usted”. Y lo haremos porque, en los últimos tiempos, notamos el aire como enrarecido. Al parecer se requiere mucha educación, y hacer gala de blanda mano izquierda, para charlando convencer a los cinéfilos ─hombres que creen saber demasiado, leídos hasta el amortajamiento─ sobre el descubrimiento de un filme, o de un cineasta, de envergadura maestra y que ellos aún no conocerían. Enseguida desconfían. A la mínima arrugan la nariz. Adoptan una pose, digámoslo así, condescendiente. Máxime si se trata de una tradición cinematográfica presuntamente tan bien documentada como la japonesa. No acaban de sentirse insultados porque no te creen. Casi que no quieren creerte, descubrir. Han olvidado abonar su conversación cinéfila con el dulce y fértil perfume de las excrecencias amicales, se refugian en parapetos de cánones legitimados por miles de firmas, décadas endureciendo su rancio anquilosamiento en mente egoísta, la del espectador menos dispuesto a echarse a la calle, hacer el trabajo, descubrir sus regocijos más allá del Mediterráneo; las brisas de la terraza bien sabido es que fortifican el temple, no lo dudamos, el caso es el siguiente: si arrecia la tormenta y no se ve usted obligado a batallar contra la tempestad, terminará olvidándose de mapear la carta náutica, y así, lo desconocido por inaccesible permanecerá en estado criogénico, en parte, por su condenada culpa. Alude a su guante blanco para lavarse las manos. No hay rencores. Le sugerimos levantar el culo de la butaca del festival local y sumar una cita en su calendario. No se preocupe por los gastos, corren a cuenta de los servidores. A continuación, nuestro devocionario para paganos, procurando abandonar afanes proselitistas en el rellano de la puerta, aun así, ansiosos, no lo negaremos, pues nos produce un placer indecible reintroducir en esta particular casa del cine al espectador desalojado por la sazón caprichosa de los años.

2. PECADOS NIPONES: ALGUNOS AÑOSOS, OTROS RECIÉN SALIDOS DEL ÚTERO

Para empezar, piense usted en la dificultad del desafío que se propone Higashi: capturar la rebeldía queda de una madre, esposa, mujer, reducida por vicisitudes en ama de casa apocada y melindrosa. En esta ocasión, el cineasta se muestra respetuoso en grado sumo, incluso recatado, sobre todo en lo concerniente a poner en escena los desvaríos reincidentes y la sexualidad perversa de la fémina (lo cual solo lograría dejarla ingratamente en evidencia). La contención con que Sayoko, nuestra ama de casa, habita el mundo, nos refiere el pasado de alguien, un animal humano reprendido por el peso de la organización de la existencia en jornadas, que ha aprendido a aplacar a la fuerza su descaro, quién sabe trocándolo en qué. Un modo de ser que quizá suponga una prolongación trastocada, el reverso, en una madurez femenina claudicante, de las dosis de insolencia juvenil que a otras mujeres representadas por Higashi les permitía cierta independencia, una promiscuidad asteroidal, aun gravitando con ofuscada fidelidad entre órbitas masculinas. Si no le ha quedado claro, piense en su mamá, cuando era vuesa merced un criajo. La recuerda entregándose a las tareas del hogar en silencio ─si era de aquellas en las que papá delegaba porque siempre trabajaba, o estaba de viaje─, y la contemplaba, querido interlocutor, con fascinación en las pupilas, pensando qué narices le pasaba por la cabeza a esa mujer, sonrisa suavecita, demonios internos, serenidad engañosa. Pero fíjese mejor: debido a erigirse ella misma en guardiana confesa de su impulsividad, la interioridad de Sayoko, por un poquito, se nos escapa, manteniéndosenos más en secreto, por ejemplo, que la de los personajes encarnados por Setsuko Karasuma en Four Seasons: Natsuko (1980) o Manon (1981). Allí, el descaro tunante de la actriz por saberse dueña sigilosa de su travesía goteaba los fotogramas y nuestro gozo. Aquí, en Somebody’s Xylophone, la cosa tiene algo de remedo inusitado: el cineasta elige vadear el flujo digital con cautela ante las profundidades serpenteantes que se insinúan. El espectador podría perder de vista el sendero y la brújula si la acuosidad del drama llegara a inundarle los párpados, acá no ha venido usted a que le hagan llorar; aléjese, flote con precaución ─parece susurrarnos el metraje─, pero no se olvide de aprovechar los remolinos, las corrientes a favor, que el río fílmico acaudala para su entera disposición, arrullando sus receptores diegéticos con cortesía. Tampoco se rinda demasiado pronto, pidiendo rescate, acabando por convertir su itinerario en inspección desde el helicóptero timorato. No, señor, ya nos sabemos de carrerilla el manual de la vida vista desde las alturas, en la lejanía fija. ¿Ha leído este adjetivo? Convirtámoslo en sustantivo: fijeza. Recuérdela bien, Higashi la mima, se aproxima a ella para escapar como de la expareja cuyas fotos acaban por enterrarse.
          Sayoko aparenta a primera vista, tal y como nos la presenta el cineasta, ser una clienta más del salón de belleza. Pero, tras su primera visita, la mujer nos sorprenderá extraviando en mirada perdida sus sentimientos por Yamada Kaito, su joven peluquero con novia al que en adelante acosará sibilinamente. Mientras que, por otro lado, entreviéndola en su casa, llegamos a creerla habitante convencida de la garita hogareña en la que atiende las necesidades de su parentela: su hija prepubescente y su marido, recién trasladado el núcleo familiar a los arrabales suburbanos. Aunque el trío de sangre comparte espacio para desarrollarse, las distintas oleadas en las que Higashi los embarca nos los adosa vagamente a los ojos, y presentimos juntos los cubículos invisibles que separan cualquier experiencia individual de la ajena: acumulación de perspicacias, intuiciones contradictorias, conmociones… Un lago de sentires donde uno se piensa sin pensarse, reflexiona a sabiendas, y remata no sabiendo qué hacer con sus emociones más que dejarse llevar por la corriente. Hay algo nuevo y algo añoso en el modo en que Higashi rehíla los hábitos de sus protagonistas.
          Respecto a lo nuevo, este digital le dará a usted la oportunidad de contemplar la vida sin miedo por el precio de la celulosa, aunque si pretende abusar de dicha tranquilidad perderá, junto al falsificante anhelo de una latitud intangible, el vaivén que nos aleja y aproxima al curso natural de los días. Céntrese, por favor, en la materialidad del presente. La solución del director pasa por indisponer la imagen digital, en igual medida, respecto del preciosismo ostentoso como de ofrecérnoslo desagradable, con modales hoscos. Ambos extremos enturbiarían de algún modo la capacidad de observación, la vividez del drama. Sin embargo, cuando la importancia de la escena recae en emociones aprehensibles o en un minuto concreto del día, entonces sí, se opta por trabajar hasta cierto punto con la luz, calibrando sin extenuarla su intensidad, plasmación y nivel de entrada. Evitando adornar o ensuciar, se siente lícito resaltar las horas azules donde los personajes creen, y nosotros con ellos, en una suerte de epifanía en miniatura, derroche de energía, un descubrimiento silencioso donde uno semeja batallar con la vida frente a frente. Instantes que discurren por el marco del encuadre tan diáfanos como la mirada entregada en pleno paseo marítimo de un amante al cual su prometida acaba de decirle por teléfono que la existencia la pasará con él. Dichos aspavientos los registra el director como conciudadano sensible a las enmiendas sentimentales de la mundanidad. Pequeños arreglos. Si uno se fija bien, comprometiéndose, podrá emocionarse, pero estos instantes carecen de aureola luminosa.
          No obstante ─y ahora preste atención, porque aquí viene lo para nosotros novedoso de verdad─, en la gran mayoría de escenas, cuando las personalidades se encuentran meramente enfundadas haciendo cosas, unas junto a otras, pareciendo ordinarias, los planos se deciden por arrasar al ojo con el espejismo de una imagen digital entregada al espectador sin revelado ni retoque aparente, dando una sensación de en bruto. El salón de belleza es fotografiado como las bombillas desnudas que, colgando del techo, lo iluminan: brutamente, sin pantallas, con aparente despreocupación estilo industrial. Y es bajo esta luz indiferente, abrupta, como conocemos el empleo de Kaito, ya en plena faena peinando con manifiesta habilidad a Sayoko, aún una desconocida para nosotros, de espaldas. El perfil de color brillante y crudo de la escena se funde con el acervo visual del espectador acostumbrado hoy, él mismo, a deglutir imágenes digitales molientes, atrayendo su percepción hacia un desangelamiento antiespectacular, cotidiano, que casi identificará con la materia prima hacia la que se acomodan los destinos de unas vidas que le podrían ser coetáneas. Lo moliente, por supuesto, es trabajado por detrás hasta el matiz más enano. Una generosa ilusión óptica de hacernos pensar que si en ese momento nos hallarámos nosotros en la peluquería escrutando la escena con una handycam podríamos haber conseguido imágenes de similar calado. El recinto derrocha la respuesta sensorial meridiana autónoma inherente a dichos salones, preocupa y amansa el espíritu esa instancia trivial. Créanos cuando le decimos que nos encantaría tenerle a usted delante ─después de que se haya dignado a ver la película, obviamente─ para preguntarle con desmesurado interés: ¿qué le provocan esos diversos saltos detalle a las manos de Kaito trabajando, al pelo de Sayoko, a las herramientas de peluquero cortando que, en general, le hacen rebasar a uno, por cercanía, la mera observación juiciosa, y consiguen inmiscuirlo fugazmente como espectador, sin acabar de sumergirlo, en un placer ubicuo? A nosotros, por un momento, nos parece que el roce de las tijeras se cohesiona realmente, como un milagro, con la charla de las demás clientas y nos embarga una noción, la de estar sobre el suelo, elevados en la silla, presintiendo en sordina las minúsculas turbaciones de la crónica del trabajador asalariado. Aunque rememorando la secuencia a la luz del final del filme, algo apesadumbrados por intuir un poco más lo que impele a la mujer a hacer lo que hace, nos sentimos reflejados también en el espejo doble cara que Kaito le ofrece a Sayoko en aras de obtener el visto bueno ante su primer corte de pelo en Mint, local al que la desdichada volverá hasta los últimos compases del desenlace, atraída por las virtudes de los trastornos circunscritos que una mamá puede tronar, sobre sus allegados, en su delimitado mundo suburbial, donde la manipulación del deseo ajeno se juega en ese tardar demasiado al ir a bajar la basura, en el paseo nocturno al que convoca una llamada interior sin intención de extraviarnos, más cerca del acondicionamiento hacia un bailoteo pícaro, malicioso lo justo, para con nuestras asunciones, las del prójimo y las reflexiones inconsecuentes en torno a ellas que rondan la mente de la ama de casa cuando vuelve al domicilio bajo la lluvia, paraguas en mano, cavilando para sí con la boca abierta.
          Respecto a lo añoso, si quiere usted tirar del hilo, comprender dónde florece el germen de este cine de la experiencia, deberá echar la vista atrás en la carrera de Higashi. Si no lo ha hecho, le conminamos, pues podemos asegurarle sin dudar que le aguardan muchas alegrías. El tercer largometraje de ficción del director, también el cuarto, iniciadores de un periodo de quehaceres con escasos parones hasta 2017, alinean parte de su espíritu con aquella segunda generación nuevaolera cuyas películas produjo y distribuyó hacia el último tercio de su vida comercial la Art Theatre Guild, estandarte del cine japonés independiente desde los sesenta. El aroma documental de Sâdo (1978) y No More Easy Life (1979), en sus filmes subsiguientes, va paulatinamente enriqueciendose con un aumento de los destellos de subjetividad, invitaciones al espectador a participar en el juego mental, en los mareos, en el fervor sexual, introducidos merced la incontinencia vital de sus personajes. Criado, cómodo, y a su vez, izando sus intereses cinematográficos en dirección a los vientos favorables de un funcionamiento industrial que privilegiaba la producción de un cine obligadamente permisivo, se le otorgó la oportunidad de filmar lo que quisiera, mientras hubiera cama, incluso flagelando hasta casi el trastorno ─Keshin (1986)─ los últimos coletazos de la explotación característica de la violencia rosa, cuya absoluta decadencia, por aquel entonces, parecía sobrevolarlo todo como un viejo manto regio apolillado. A cambio, Higashi nunca soltaría una observación sensualista de la paradoja social entre hombre y mujer: para llevar a cabo sus propuestas, durante los ochenta salteó productoras con probidad, para la Nikkatsu, redignificando en dicha década lo que habían sido los roman poruno en los 70, y también en la Toei ─asociada a otra variante pionera del filme erótico, introductora en la industria nipona de la palabra poruno─, perteneciendo a esa estirpe de cineastas que, como Toshiya Fujita en una retahíla de filmes en otoños equidistantes, o Kirio Urayama en sus dos últimos largos, retomaron el gusto por la materialidad de filmar las cosas más de cerca, tal como son, negociando esta instancia entre la fiable observabilidad de la realidad terrenal por parte del aparato y la conciencia desprotegida que tienen los personajes respecto a sus albures más inmediatos.
          Tras el rodeo, vuelva usted a cavilar en los momentos que siguen a la primera visita de Sayoko a la peluquería. El tacto en detalle de Kaito calará por entero la mañana de nuestra ama de casa, y ofrecida a ella la tarjeta para próximos contactos, su siguiente estancia será la terraza de un bar, en soledad, acompañada desde fuera de la diégesis por una pequeña pieza operística uncida a un poema de Pierre de Ronsard, Mignonne, allons voir si la rose. La partitura se introduce con la suavidad del viento agitando su cabellera, sin violentarla, orgullosa la dama de exhibirla ante el espacio abierto de su microcosmos, para ella la magnitud de un planeta. El cine de la experiencia que referimos se despliega así, como en esta escena, moviéndose entre espiarla y tentando de fundirse en ella. Se saborea el vino mientras la canción se disipa, ha prendido la chispa de la curiosidad, y el gustillo inconsciente por las tijeras cariñosas va tornándose poco a poco en ímpetu por mezclar, en alboroto de grato remilgo, las manos del esposo con las de Kaito ─fantasías voraces presentadas con dejo de amapola traviesa─; sigue un intercambio de mensajes que por parte del peluquero podría decirse que rebasan un tanto, no mucho, las estrategias típicas de fidelización de una clienta: enviará a Sayoko con el móvil una foto de su arma de samurái, las tijeras, mientras que de ella, para su perplejidad, recibirá una de su cama con la remota excusa de enseñarle su colchón nuevo. Qué cosquilleo y menudo regusto de temor se introduce en nuestro cuerpo cuando la santurrona mujercita empieza a hacerse notar, ¿verdad? Clavándose como una estatua negando la sal, encubriendo ya poco sus ansias por meter el embolao dentro de las cuatro paredes donde hace el amor, cuida a su hija, irrefrenable afán de traer a casa, con apacible rencor, la liada que menoscaba la aprendida usanza periódica, familiar. Espléndido revolcar a los demás en voz baja, cara de ángel. Las citas se amontonan, la practicalidad del peinado ya es lo de menos. Sayoko entregaría su mañana al diablo menos malvado por un pequeño retoque más, y luego negaría en canal la concesión, escudándose en su frágil figura para inquirir con ojos de bendita sabandija a la que se atreva a alterar su paz casera: la novia de Kaito, harta ya de tanto disimulado solaz.

Somebody's Xylophone (Yôichi Higashi, 2016) - 2

3. SE ESCAPAN LAS ÁNIMAS EN EL CRUCE DE CAMINOS

Una alarma bastante repajolera en su meticulosidad, recién instalada por el paterfamilias debido a sus inseguridades para con el bienestar físico de su clan femenil, desencadena un patetismo solapado. El enredo de Sayoko entre sus propios pensamientos nubla su mente hacia tales cumbres que después de volver a casa enfurruñada bajo la lluvia, y tapando su agudeza foniátrica el persistente ruido de unas hélices retumbando desde el cielo, tardará un tiempo en reparar que la alarma no ha sido aún desactivada. Le hará falta realizar una llamada de inmediato para que el cuerpo policial no se persone en su hogar. La electrónica capataz, una cortina de humo insuficiente para contener los pensamientos brotando aleatoriamente de los impulsos de psiques contrariadas, voces interiores que pueden asaltar el afuera según les rote, en registros diversos ─díscolas, deseantes, lamentosas…─, y es mediante su variedad como Higashi, de nuevo, rehúsa atenerse a cualquier tipo de firmeza, o a unos ejes cuadriculados mediante los cuales usted podría establecer la mecánica del filme pasados cinco minutos. Para su fortuna y la nuestra, eso no ocurre, queridísimo lector, las voces en off brotan con la espontaneidad de un aguacero impensado, sin atenerse como compañeras asignadas de cada personaje. Hace acto de presencia por primera vez cuando Kaito despide a Sayoko después de su primer corte de pelo, mientras le abre la puerta, en off su mente musita «aquella clienta tenía algo interesante»; reaparece con capricho, rechazando la unilateralidad, por ejemplo, cuando el propio peluquero, al encontrar unas fresas recién compradas en su rellano, nota adjunta, recuerda que la nueva clienta ha podido llegar hasta su casa porque él mismo le había sugerido pistas de la dirección. Este recuerdo, señalización pasada soltada en medio de una conversación casual, le vuelve en off, previo lamento a viva voz de lo idiota que es por hablar demasiado. Más de veinte minutos de metraje separan ambas apariciones extradiégeticas. Una prolijidad desarmante en su liberalismo, la mente vagabundea entre datos vagos, se queda en blanco, cruza el día sin articular un esbozo fuerte y reservado de anhelo específico. Ni usted ni nosotros nos relatamos como si perteneciésemos a una novela de Virginia Woolf, pero somos tan niñitos y caprichosos que no faltamos a la cita de releer en susurro cerebral los mensajes que mandamos por teléfono a alguien que tenemos lejos o al lado, y esto ocurre cuando, al borde de una reconciliación honesta de principios, o eso parece, pero incompleta y algo embustera atendiendo a los acontecimientos, entre Sayoko y su marido, ambos inician juntos en el sofá mediante los teléfonos un mensajeo recatado, para asegurarse de que todo va bien, un pienso demasiado en mi trabajo, otro perdona por los problemas que te haya causado… Solo faltaría un hazme el favor de no mirarme a la cara mientras me disculpo con gazmoñería, quizá me sonroje. Ciertamente, asistimos a la representación de una farsa. Sin embargo, comprenderemos su debilidad, también usted, nosotros, hemos pasado por momentos en que, aun queriéndolo, no supimos hacerlo mejor. Eso sí, el intercambio termina con las manos de la pareja apoyadas en la pierna del otro. Los pequeños concordatos ordinarios los conocemos bien, nos hacen sentir menos indispuestos, aunque también aumentan el malestar cuando pasan las horas. Tranquiliza posponer el grito que nos eche de casa…
          …pero somos tan lascivos y herméticos que no podemos evitar ─¿qué sería de la vida sin una pizca de inmoralidad soterrada?─ jugar un poquito después de la ordalía. Sayoko, habiendo pasado el itinerario de pacífica persecución a Kaito, de vuelta al dormitorio, dibuja sobre la espalda de su consorte líneas invisibles sobre su espalda. Ella escribe con «símbolos indescifrables, solo estos pueden transmitir sentimientos importantes». Otra vez tus enigmas, dirá el marido. La esposa, más sensual en su impenetrabilidad que en cualquier otro momento del filme, sabiendo ya el precio de traspasar la frontera de lo permisible a la hora de sentir y mostrarlo en el circuito de la vida pública, afirmará con voz cariñosa que las mujeres deben hacer uso de los enigmas a veces. Quedémonos con eso, durmamos el sueño de la tenue desazón, otro fantasma imaginario con el que establecer un límite: gracias a este perímetro, cuando nos perdemos en medio de la noche, como el padre a mitad del metraje, y nos embarga la candela de la exquisita vacilación. Esa madrugada el marido de Sayoko no hará el amor con una prostituta, la dama dichosa escapa a tal denominación. En un tiro de plano desde el borde de la cama ─que ya habíamos presenciado antes, recogiendo los pies Kaito y su novia (paralelismos que denotan una misma búsqueda candorosa, sin culpa, hacia una fuente de calor)─, el marido de Sayoko rozará los suyos por debajo de las sábanas hoteleras con los de una mujer cuyo nombre hoy es Kaoru. Mañana no sabe cuál será. Ahí lo tiene, estimado leedor, su reverso, la entrega sin coartadas a la subsistencia precaria sin pared con alarma, Kaoru hoy, pasado Dios dirá, habita Japón del otro lado del perímetro, su inclusión en el filme supone la encarnación del interrogante determinante para el varón de la familia, y algo desconcertado tras su segundo encuentro con ella, decide, por el momento, volver al nido.
          Sayoko, por su parte, hace volar la imaginación hacia una casa en la que reside un signo de vida. La cámara la registra en dos planos, uno abierto en general, retrocediendo marcha atrás, y otro mucho más cerrado, por encima del nivel del suelo, encaramándose hacia la ventana del segundo piso donde la mujer se imagina a alguien golpeteando al azar las teclas de un xilófono. Vuela la memoria de Sayoko por contados segundos, ni grado de iluminación mayor alcanzan, como tampoco el ya mencionado masaje imaginario por parte de Kaito y su marido, pero sí se acercan a una suerte de mano invisible acariciando la biografía en presente, a la vez viajando a diversos puntos del tiempo y la apetencia, de los seres humanos registrados en la ebullición ambigua de sus querencias. Recostada una noche cualquiera con su marido, que no acepta más que caricias, el recuerdo de la casa vuelve, y el registro se limita al plano cerrado, entrometiéndose con reserva hacia el cortinaje movido con levedad por la brisa, el ruido del xilófono se acrecienta sin atronar, y Sayoko reflexiona sobre la música que la instrumentista estaba buscando dentro de ella, la música en la que buscaba convertirse. No funcionó. Y la niña es ella. La niña era ella. Retornamos a Sayoko en la cama, alcoba tempestuosa, y la escena concluye con el vestido de Gothic Lolita siendo guardado en una bolsa, recién comprado por virtud antojosa a la novia de Kaito, dejado ver al marido como sin querer, pronto devuelto en el portal del joven, arrepentida del impulso. El leve onirismo de Higashi no choca con la realidad como si quisiese darle un codazo, a modo de regaño, dura poquito, silba con la liviandad requerida para que, al volver del ensueño dudoso a la tenue luz del día o la madrugada en penumbra, el traspaso, restitución en el paso natural de los segundos, terminemos embargados por una vaporosa emoción, como saliendo de una pota en cocción; poco hay que explicar aquí, regresamos después de permitirnos volar con nuestros empeños, y el reintegro jamás nos deja indiferentes. ¿Por qué Kaito no cortó por lo sano la persecución de Sayoko? ¿Acaso le recordaba a su madre? ¿Qué intentaba el joven desahogar con el deporte? ¿Y el pincho que saca de la caja, la peligrosidad que ahí nos insinúa, después de dejarlo con la novia? Tras el agolpamiento de los misterios que amenazan echar la puerta abajo, concordará usted con nosotros en que necesitamos algo que se traspase. Para nuestra tranquilidad, se nos lega el pequeño salto a la madurez de la hija del matrimonio, el personaje al que todos le niegan agencia, tener derecho a juzgar, aunque resulte ser quien más sufre las consecuencias; también una última aparición de Yui, la exnovia de Kaito, después de haber cortado con él, prolongando su coexistencia con los hombres en una pequeña escena en el bar Owl sin más importancia que la de mostrárnosla saliendo adelante. Necesitamos una sábana, que alguien nos cubra al destaparnos mientras dormitamos, pues queremos seguir soñando hasta que suene el despertador. Esto Higashi lo sabe también: Sayoko procede a echar una bien ganada siesta en los últimos segundos del metraje, y de la nada, en un plano nadir, cae del techo una sábana que comenzará a escalar por el sofá hasta arroparla. Dulces sueños, Sayoko, que la fortuna te sea grata y, al menos, halles esa música, seas esa música, mientras duermes, arrebozada por la lisonjería del trémolo. Tu rosa de ropaje púrpura no habrá trocado en ruina los pliegues de su atuendo purpurina, cuyo tinte semeja tu arrebol. La percusión alentará tus días venideros.

Somebody's Xylophone (Yôichi Higashi, 2016) - 3

 

BIBLIOGRAFÍA

Deux ou trois choses que je sais d’ATG

RONSARD, Pierre de. Mignonne, allons voir si la rose.

 

Somebody's Xylophone (Yôichi Higashi, 2016) - 4