UNA TUMBA PARA EL OJO

FUEGOS EN CONTRA

The Codes [Szyfry] (Wojciech Has, 1966)

Szyfry Wojciech Has 1

Un cineasta continúa una obra de aparente ambición desmesurada con una pieza de ochenta minutos, casi un reflejo de palidez desalentadora, a la vez filmando Cracovia, su lugar de nacimiento, dejando notar que ya han pasado veintiún años desde la II Guerra Mundial, ahora el viaje no nos aleja de Polonia a Francia, como le pasaba a Felicja en Jak byc kochana (1962), esta vez el tren, anómalo, frío, no dado a las confidencias, devuelve el cuerpo desplazado a la zona este de Europa, confronta la desmesurada entropía de los archivos con dos miradas, la del protagonista, Tadeusz, que desea saber si su hijo, Jędrek, murió al terminar la contienda o si sigue vivo, en algún frente perdido, bajo tierra, empujando la lápida, y la de Wojciech Has, que ya no desea saber demasiada cosa porque intuye que la mayor parte de los catorce años que pasó en Cracovia antes de que los tanques arrasaran todo han quedado solo en su memoria, dos miradas que se superponen, dos sentimientos, estupor y melancolía, acompañados de un silencio antepuesto a cualquier mudez, pues aquí, en presente, todos hablan, pesquisan, responden, hacen ejercicios de gimnasia mental, desentierran códigos de guerra, pero no la heroica, la patriótica, sino la que se inmiscuye hasta tal punto en el día a día que llega a ocupar la cama de la habitación de enfrente, retoza en el mercadillo de la calle paralela con dos clientas, pide a gritos una resistencia encubierta, encuentros furtivos entre dos caras muy concretas que dos décadas después olvidaremos, pues podrían ser ya las de cualquiera, pidiéndonos el tique en el tren, pasando desapercibidas en la ciudad como dos paseantes más, el doctor que nos supervisa los dolores, el abogado que defiende sin furor nuestra causa perdida.
          Triste destino que tan alta sofisticación de resistencia acabe haciéndonos dudar, al desmantelarse los pelotones, de si el propio hijo desapareció a causa del bando propio. Wojciech Has comenzaba su trayectoria acompañado de otro maestro, Stanisław Różewicz, filmando la reconstrucción de Varsovia en 1947, hoy en día solo se le recuerda en esta parte del continente por dos filmes, el que precede al comentado, Rekopis znaleziony w Saragossie (1965), y la adaptación de Bruno Schulz a la que seguirían diez años de silencio fílmico, Sanatorium pod Klepsydra (1973). Ninguna de estas dos obras es representativa de la filmografía completa de Has, y mucho menos de su mal llamada primera etapa, pues tres cuartas partes de su obra se encuentran en ella, hasta Lalka (1968). Por mera comodidad, los que siquiera recuerdan a estos cineastas, se incluye toda esta gran etapa bajo la anexión cómoda a la Escuela Polaca de Cine, suponiéndole por ello una suerte de coyuntura que la alejaría de las dos obras más singulares y personales, aún proyectadas si la suerte alumbra en determinadas retrospectivas de cine polaco. Qué podemos decir, de qué vamos a sorprendernos, la voracidad cinéfila de aquellos que sí intentan desentrañar los pasos específicos, haciendo honor a la historia, a los códigos, encuentra hoy en este clima de una atmósfera empodrecida unos cuantos motivos para dar freno a su alimento constante de afectos en forma de emulsiones, de la nada pero con no poca razón les surge la pregunta ¿qué hacer con el cine? y luego continúa otra ¿qué lugar ocupa esta sucesión de emplazamientos que acaparan mi noche en relación al mundo, qué correlato obtengo de mi educación ética, humanística, al salir a la calle? Ante el freno de la vehemencia, adquirimos un semblante que intenta huir de la demagogia, los cuestionamientos majaderos que, al observar el cine como el problema contaminado menor, intentan hacer de él la parte por el todo, primero se resolverá el resto, luego, pasando a lo insignificante, llegaremos al cine, ante esto mejor callarse la boca, casi ni se puede hablar, casi ni se puede retrazar, más que no poder, dan ganas de mantener silencio, no hay interés ni del que se ha labrado una carrera de mirador profesional, tan atribulado por fuegos en contra, dejando atrás su pasado genuino donde comenzaba su mundo de cine con cimientos intransferibles pero felizmente compartidos para entregarse a la sucesión nostálgica de festivales y las malas camarillas prescriptoras. Esto es lo que queda de la rebelión, una larga sucesión de quejidos en retirada, la asunción de que comenzamos perdiendo. Un territorio de derrota humanística. Tal circunstancia debería hacer a esta cinefilia, por supuesto también a nosotros, especialmente receptiva a todos los filmes que Has filmó entre 1958 y 1966, pues pocos cineastas europeos se nos ocurren que hayan sabido registrar con mayor entropía revelada los cambios de statuo quo no necesariamente acompañados de cambios de humor, la ocupación alemana sucediendo a una elipsis fatal que nos emplaza directamente en la guerra, como okupas, en Pozegnania (1958), dentro de una casa en la que ni se puede respirar ante el agobio filmado no gratuitamente, ni con un punto intermedio donde es lícito sentir que no estamos ni demasiado cerca ni demasiado lejos, sino con una complejización en presente conculcando el humor y melancolía cracovianas por la sofisticación de un cineasta que contra más pobreza histórica confronta, menos se amilana a la hora de atacar con todos los recursos pesados que el cinematógrafo le proporciona para enlazar el pasado, realmente haciéndolo más claro, límpido, la sensación de que no hemos visto un regreso a casa con una modulación de la soledad, de las luces que alumbran una fiesta provincial, de las oportunidades que quizá nunca lleguemos a ver consumarse, como en Rozstanie (1962). Estos humores del hombre saliendo de la contienda, viéndola rematar o entre dos guerras, entre dos maneras de entender Europa, los ha filmado Has sin cesar, y esta faceta suya, la de cronista marginal del siglo XX ─pequeño por radiografiar siempre radios de acciones microscópicas en lo concerniente a las operaciones sentimentales adheridas a sucesos históricos siempre retomados en diagonal─, es la que no interesa reseñar, simplemente no hay tiempo que perder aquí, tengan en cuenta que el desencanto personal acumulado en forma de autoflagelo será incapaz de dañar en modo significativo alguno el curso de la historia del filme que ustedes olvidan. Otros se ocuparán de alumbrar las estrellas.
          Szyfry. 1966. Once fotografías de París. El tráfico incesante, los tirados en la calzada, el foco sobre el guardia con la porra, tenue sensación de calma, en contra nuestra, créditos sobreimpresionados, Penderecki musica, un patrón que no logramos captar a nivel temático aún pero sí sentir rítmicamente, la lente reencontrada, apuntando paciente, sin demora, otra arma. Hacia el final del filme volveremos a estos planos de la calle, ya en Cracovia, en movimiento, sin detenciones, y tras el transcurso de indagaciones en espiral de Tadeusz, el padre, por mucho que sonrían los pequeños seres seguramente todos muertos ya, a pesar de la aparente normalidad, nos encontramos perdidos, ubicados con el cuerpo, varados mentalmente, en un cine sin embargo atado a reglas que Europa se estaba empeñando en romper. Has, a lo largo de los cincuenta y sesenta, incluso en este, su filme más quebrado, nos propone experiencias de movimiento blindadas, refinador extremo de todos los logros del relato narrativo y dramático que se había quebrado al llegar algunos novatos al negocio, expulsados los viejos lobos de mar por puro interés crematístico, la modernidad de Has es reaccionaria a causa de sofisticar por la antigua vía, su empecinamiento extremo con las posibilidades de la profundidad de campo, su respeto ancestral por el raccord en estas obras 1.37 : 1, retorciendo habitaciones, dividiéndolas, creador de diferentes estratos de visión con el uso de dos tabiques, un espejo, dos rostros, incluso al limitarse, sujetarse a una dinámica de plano-contraplano, no desaparecen los pequeños rieles, los súbitos cambios en la apertura del encuadre, la posición del aparato, un cineasta que consigue aquí despojarse de peso muerto, pues el filme acusa sin culpa su condición de artefacto con costes mesurados, aprovecha esta mal llamada pobreza para acercarnos como jamás volvería a hacerlo a esos rostros impúdicos, enfermos, que han olvidado, o que no logran deshacerse de un recuerdo, la tos de Zbigniew Cybulski, el remilgo insoportable de Barbara Krafftówna, teces descompuestas, inmiscuidas en el flujo laboral, haciendo un parón para contarse, contar, recontar, a Tadeusz, algo más de la red de recuerdos que implican a su hijo perdido.
          Aquí los personajes reducen el supuesto psicologismo para conformarse en enunciadores de datos históricos repletos de ocultamientos, murmuraciones, desconfianza incluso de lo que uno mismo dice, inseguros del papel que les ha tocado representar al amainar el conflicto o demasiado colocados como para resultar preclaros, y aun con las mejores intenciones dos claridades suelen chocar en una colisión tan violenta que no permanece más que un lívido crepúsculo. Abundan esos momentos casi irreales donde la fuerza de los intercambios anubla el entorno y succiona la palabra en un tren de pensamiento centrípeto, y ahí podemos establecer un paralelismo con Kvarteret Korpen (Bo Widerberg, 1963), con la diferencia de que en la sueca encontrábamos incluso monólogos del proletariado pensándose a sí mismo. Szyfry no llega a ese aislamiento total salvo en la plasticidad de reconstrucción soñada, en la que se establece una pasarela entre dos tipos de fugacidades, la de los diálogos cuando pisamos la tierra y la de la niebla y los iconos al pasar en travelling por territorio sitiado, mientras oímos Anhelli, de Juliusz Słowacki, en recitación. Incluso aquí, el efecto vuelve a ser el de la desnudez, concentrando ladino los signos sustantivos con el mero pasaje tumultuoso entre objetos o fenómenos atmosféricos, figuras anónimas, que traban el primer término del encuadre, dando una ilusión de horizonte, una travesía del niño imaginado, Jędrek, en la que la huida pasa rápido a la pesadilla entrelazada de víctima y padre donde uno ya es objeto de cambio, mercancía entre bandos, sostén de una vela que no se apaga, los ojos como doncellas que cesan de trabajar por carencia de aceite en la lámpara vespertina. Esta superficie dramática convierte al filme en el más palpable de Has, incluso en su condición de duda moral mantiene abierto el ojo de la cerradura, dándonos la sensación de poder incorporarnos como uno más a la escena, lejos aún de la impenetrabilidad austera de los cuatro filmes de su última etapa, con un cálculo cuyo cerrazón y resolución nos expulsará como espectadores empáticos, aun admirando lo incorrupto del entramado. Hará falta la aparición de la metteuse en scène Hanna Mikuć en Nieciekawa historia (1983) para alumbrar la noche y embrujar la apatía tan fielmente chejoviana, dando pie al tozudo profesor, y por ende a nosotros, a desvariar el conjunto de futuros acechantes, y a Has, por supuesto, a flexibilizar sus encuadres, que por el mero influjo de la actriz terminan sacudidos, insuflados de una energía que ni tenía ni buscaba la obra en su parte diurna.
          Tropezamos con estos planos de calles cuya tranquilidad nos sorprende y no conseguimos asumir. Antes del malestar moral tipificado en gamas cromáticas de frialdad tacaña, se negociaba en Polonia, en zonas limítrofes, siluetas huyendo de Dios sabe qué ─Nikt nie woła (Kazimierz Kutz, 1960)─, el precio a pagar por ofrecer una tersura que nos invita a mirar a través de una espesa capa de eclipses, cuerpos conquistados. Poniendo en la balanza el descalabro, conseguimos vencer en exiguos fulgores una ansiedad fusiladora.

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EL BAILE EN EL CINE; por David Vaughan

“Dance in the Cinema” (David Vaughan), en Sequence (invierno de 1948/9, nº 6, págs. 6-13).

La mort du cygne Jean Benoit-Lévy Marie Epstein
La mort du cygne (Jean Benoît-Lévy, Marie Epstein, 1937)

I

Al respecto de la estética del cine, muchos escritores han tenido la tentación de establecer una analogía entre el ballet y el cine. Aquí está Roger Manvell en su libro de Pelican, Film: “El ballet con una historia insinúa su narrativa a través de la mímica y el gesto, ante los que la música actúa precisamente con la misma capacidad subsidiaria que la banda sonora del filme”. Esta analogía es lo suficientemente válida dentro de lo que cabe ─llevada más lejos, los resúmenes paralelos más ingeniosos de las dos artes, que enlazan casi demasiado claramente, pueden ser hallados en el artículo de Anthony Asquith “Ballet and the Film” en Footnotes to the Ballet (1936). Pero no deberíamos aceptar las observaciones de Roger Manvell sin una examinación bastante más cuidada de las similitudes y disimilitudes entre los dos medios.
          De hecho, el filme es un medio solo superficialmente simpático al ballet. Una sugestión más sostenible, provisional, que la de Manvell, la hace George Balanchine en sus “Notes on Choreography” publicadas en Dance Index (febrero-marzo de 1945): “El baile está en movimiento continuo y cualquier posición singular del ballet se encuentra ante el ojo de la audiencia solo por un momento fugaz. Quizá el ojo no vea el movimiento, sino solo estas posiciones estacionarias, como fotogramas únicos en un filme, pero la memoria combina cada imagen nueva con la imagen precedente, y el ballet es creado por la relación de cada una de las posiciones, o movimientos, con las que le preceden o siguen”.
          En pocas palabras, la característica saliente del ballet es que la gente baila, y la característica saliente del cine es que la película completa se mueve. Es obvio que cualquier intento de combinar las dos artes implica el problema de unir dos tipos de movimientos rítmicos diferentes. Un compromiso será necesario, y podrá suceder que el coreógrafo o el director, o ambos, tengan que renunciar a algunas de sus ideas más preciadas. La única solución satisfactoria es una colaboración cercana y completa entre los dos hombres, cada uno preparado para hacer concesiones al otro. El coreógrafo debe recordar que no solo la cámara se puede mover alrededor y con los bailarines, sino que incluso otra otra dimensión cinética entra en juego con el montaje final del filme en secuencias que sostienen una relación rítmica con la otra: el director debe recordar que la estructura coreográfica está relacionada con una estructura musical, y que sus cortes no deben violar esta relación. No hay razón para que un ballet basado en un tema apropiado no sea hecho en este sentido, con una coreografía adaptada especialmente para el cine; algunos efectos útiles e interesantes podrían ser conseguidos también por trucajes fotográficos y el montaje, usados con moderación.
          En su artículo, Asquith describe de manera interesante la filmación de las secuencias de ballet en su filme Dance, Pretty Lady, con coreografía a cargo de Frederick Ashton, que parecerían haber cumplido todos estos requisitos. Pero uno podría pensar que había olvidado su anterior filme cuando hizo Fanny by Gaslight, en el que la corta secuencia de ballet estaba tratada de un modo muy pedestre, aparte de ser totalmente anacrónica en estilo. Tampoco el reciente remake de la historia de Compton Mackenzie, Carnival, mostraba alguna de la originalidad que caracterizó la versión de Asquith. Por otro lado, Champagne Charlie (1944), de Cavalcanti, contenía los tratamientos más exitosos del ballet teatral que he visto en cualquier filme. Coreografiados por Charlotte Bidmead, estos pastiches encantadores del ballet de music-hall victoriano estaban fotografiados bellamente, con un sentimiento sensible para la atmósfera de los teatros de la época con luz de gas.
          La actitud de Hollywood hacia  el ballet, en sus peores momentos, es tipificada en Spectre of the Rose (1946), de Ben Hecht. No solo cometía las faltas comunes hechas al filmar ballet, y unas pocas más de su propia cosecha, sino que su tratamiento de la vida entre bastidores era fantástica y cruda. Su punto álgido se alcanzó en una escena donde Judith Anderson, en el rol de una bailarina inglesa retirada llamada La Sylph, era mostrada tomando una clase. Algunos de los bailarines estaban en la barre, otros practicando pirouettes en una esquina: ocasionalmente, la Srta. Anderson alzaba la mirada desde su labor de punto hacia arriba, aplaudía con irritabilidad y daba un paso ─”Petits battements, delante y detrás”, dijo una vez ─que no interpretaron.
          Por el otro lado, La mort du cygne (1937), de Jean Benoît-Lévy y Marie Epstein, triunfó en la caracterización precisa de algunos aspectos de la vida del bailarín. Podremos excusar la coreografía sin gusto de Serge Lifar como típica del estilo tradicional de la Ópera de París. Como un retrato de la vida de una joven estudiante de ballet, el reciente filme británico The Little Ballerina fue mucho menos satisfactorio, y los dos ballets incluidos estaban carentes de todo interés, coreográfico o cinético. Steps of the Ballet (Muir Mathieson, 1948) no intenta más que ser un sencillo filme instructivo, pero es demasiado corto para abarcar su sujeto con el suficiente detalle. La corta secuencia en la que Elaine Fitfield y Michael Boulton demuestran los pasos básicos es, sin embargo, excelente. El ballet de Andrée Howard, el clímax de la película, está bastante bien fotografiado pero la coreografía es demasiado inquieta y detallada de más: los mejores bailes de la película están desperdiciados detrás de los títulos de crédito.
          Este fue un caso en el que el uso de un ballet bien conocido hubiese estado justificado ─el filme podría haber mostrado un paso, como un grand jeté, en su uso en el aula y luego tal y como se usa en, por ejemplo, Les Sylphides, siéndole dada significación expresiva a través de la variedad de acento, combinación con otros pasos, y así sucesivamente.
          Aparte de propósito instructivos, o para registrar un ballet (en la ausencia de un método satisfactorio de estenocoreografía), parecería ser un principio obvio que no puedes hacer un filme exitoso de un ballet existente que haya sido creado para el teatro: pero este principio es ignorado invariablemente. Esto lo confirma el fracaso de tales filmes como los dos hechos por Jean Negulesco en 1941 de los ballets de Massine, en el repertorio de los Ballets Russes de Monte Carlo, Gaîté Parisienne y Capriccio Espagnol. En el primero la danza es visible generalmente solo por debajo de las mesas, o reflejada en un espejo convexo, y los cortes no prestan atención a la lógica de la coreografía de Massine, amañando caprichosamente con primeros planos, medios y largos, que nos muestran primero una pierna, ahora una figura, ahora una cara, ahora un grupo. Pero, como John Martin ha apuntado, la música nunca es tratada de la misma manera en filmes como estos: “Se le es permitido, curiosamente, jugar a lo largo de la frase completa y la secuencia”. (Dance Index, mayo de 1945). Y las expresiones faciales de Massine en Gaîté Parisienne, que pretenden llevarse al fondo de la galería y son por supuesto admirablemente exitosas al hacerlo, aparecen en la pantalla como muecas espantosas y sin sentido ─así como la invención del primer plano en un punto decisivo de la historia del cine convirtió en obsoleta la técnica de la mímica que había sido usada previamente en el cine mudo.
          Estos dos filmes también plantean la importante pregunta del tipo de decorado que es apropiado para el ballet en el cine. El decorado y el vestuario son considerados justamente como una parte integral de cualquier ballet, aun así en la pantalla los bailarines, por lo general, están condenados a interpretar en un escenario construido con corte realista que pone trabas al movimiento, y en la superficie (aparentemente) de negro cristal pulido. Debería ser posible diseñar decorados que permanecieran dentro de las convenciones no realistas del ballet, que les permitieran a los bailarines el suficiente espacio y una superficie apropiada para bailar, y que con todo fuera apropiada para la filmación; pero hasta ahora nadie ha triunfado en esto.
          La tan comentada secuencia de ballet en The Red Shoes, por ejemplo, está completamente dominada por los diseños de Hein Heckroth. El efecto total no es mejorado por la debilidad de la coreografía de Helpmann, tal y como es. Esto se presenta en varios estilos diferentes: préstamos de ballets del propio Helpmann y de otros coreógrafos, pasajes en un estilo expresionista de movimiento dictado por los escenarios de Heckroth, y otros basados en un repertorio estricto de pasos clásicos ─mientras Massine contribuye con los personajes bien conocidos que nos ha dado en tantos ballets, que concuerdan de mala manera con otros elementos, como la extraordinaria preocupación de Helpmann con los sacerdotes. El fallo total del filme en conseguir un balance entre la realidad y la fantasía cristaliza en la secuencia de ballet, principalmente porque Powell y Pressburger (aparte de su vulgaridad creciente) son incapaces de hacer las distinciones necesarias entre lo que es apropiado para un ballet que supuestamente iba a tener lugar sobre un escenario, y una fantasía concebida en términos de cine, en la cual los experimentos con el decorado, tanto animados como estáticos, la iluminación y el montaje, puedan ser introducidos. Los varios fragmentos de ballets bien conocidos incluidos en The Red Shoes son demasiado cortos para ser otra cosa que simples.
          Sin duda, una razón por la que los filmes de ballet son casi siempre tan malos se debe a que los productores rara vez se toman el problema de contratar a un buen coreógrafo. El único coreógrafo de alguna importancia que trabajó frecuentemente para cine es George Balanchine, que en 1929 arregló un ballet para inclusión en un filme llamado Dark Red Roses, dirigido por Sinclair Hill en Teddington Studios, en el que aparecían Lopokova y Dolin. En 1938, llevó su propia compañía, el American Ballet, a Hollywood, para aparecer con Vera Zorina en Goldwyn Follies, para la cual hizo dos ballets muy interesantes. Uno era una versión satírica de Romeo and Juliet, en la cual los Capuletos eran balletómanos y los Montescos adictos al jazz; en un contrapunto característicamente balanchiano, los Capuletos hacían piruetas delante de los Montescos, que bailaban claqué. Y había algunos momentos bellos en el Ballet Water-Lily cuando los corps de ballet eran arrastrados por un huracán (la razón dramática se me olvida). Quizá porque le fue permitida mano ancha en la producción, su trabajo subsiguiente para la gran pantalla fue menos satisfactorio. Los dos ballets en el filme de On Your Toes (1939), La Princesse Zénobia (una parodia de Scheherazade) y el famoso Slaughter on Tenth Avenue, se comparan poco favorablemente con los musicales originales: inevitablemente, sutiles efectos cómicos y dramáticos fueron ampliados. Pero el pas de deux en ambos ballets retuvo algo de su original belleza sorpresiva. Para I Was an Adventuress (1940), en el que Balanchine mismo hizo una breve aparición, arregló varios extractos de Le Lac des cygnes, adaptando un adagio clásico al estilo Petipa-Ivanoff para la cámara con resultados que habrían sido más satisfactorios si no fueran arruinados por su vulgar presentación ─involucrando un decorado con un candelabro colgando en medio del bosque, un príncipe en cota de malla, algunos cisnes verdaderos y mucha agua. El número de Black Magic en Star Spangled Rhythm (1942) ─un solo para Zorina─ fue una parodia del genio de Balanchine. También comenzó ensayos para un filme previsto de The Life and Loves of Anna Pavlova que ha sido, quizá afortunadamente, archivado. Balanchine es el coreógrafo vivo más grande, y ha dado algo de pensamiento a los problemas del filme-ballet: es una pena que nunca le haya sido permitido poner todas sus ideas en la práctica. Tal y como está, los filmes que ha coreografiado están más cerca del éxito que cualquier otro.
          Si, en el futuro, el ballet va a estar integrado con más fortuna en el cine, lo más probable es que tenga que ser utilizado como un comentario a una situación, ya que el baile de otro tipo ha sido usado con éxito por Astaire y Kelly. Solo así los coreógrafos y directores podrán librarse convincentemente de las convenciones del escenario, las cuales, ya sean obedecidas demasiado servilmente o ignoradas demasiado flagrantemente, imponen limitaciones igualmente artificiales al ballet en el cine en el momento presente.

II

Desde los días más tempranos del cine ha habido diferentes tipos de baile ─etnológico, social y teatral. George Amberg ha compilado A Catalogue of Dance Films (Dance Index, mayo de 1945), que no pretende ser completo (omite películas comerciales en las que aparezcan secuencias de baile aisladas), y aun así lista 700 ítems, algunos de ellos realizados ya en 1897.
          Otras formas de baile aparte del ballet han sido tratadas con mucho mayor éxito en el cine. Knickerbocker Holiday, un por lo demás insípido musical, de repente se aceleró hacia la pasión y el fuego en un baile magníficamente fotografiado y totalmente irrelevante por la bailarina gitana española Carmen Amaya. The Song of Ceylon, de Basil Wright, contenía algunos planos excitantes de los bailarines de Kandyan, y una escena fascinante emplazada en una escuela de danza de un pueblo. El musical negro Stormy Weather tenía, aparte del fino claqué de Bill Robinson y los Nicholas Brothers, algún trabajo interesante de Katherine Dunham y su magnífico grupo, en el que la técnica de ballet ortodoxa estaba fundida con el movimiento “moderno”, y el estilo desarrollado por el coreógrafo en base de su documentación extensa en el baile etnológico negro. Había una escena original en The Great Waltz, de Duvivier, en la que no solo los bailarines, también la cámara misma, danzaban alelados al compás de Tales from the Vienna Woods de Strauss. Fue sorpresivo encontrar en They Were Sisters una reconstrucción brillantemente precisa de un thé dansant, circa 1919, en el que Anne Crawford bailaba un experto tango. El charlestón ha sido tratado elegantemente en filmes tan diversos como Margie y This Happy Breed; y hubo por supuesto una interpretación inolvidable de Joan Crawford del mismo en Our Dancing Daughters (1928). Y desde que la mímica es una importante subdivisión del baile, uno debería también mencionar las secuencias de mímica de Jean-Louis Barrault, particularmente la primera, en Les enfants du paradis, que trajeron vida nueva a una técnica volviéndose rápidamente moribunda. Finalmente, como un ejemplo de la manera en la que el baile puede usarse no por sí mismo sino para intensificar la tensión en un clímax, uno podría citar la secuencia de la tarantela en Lumière d’été, de Jean Grémillon.

The Great Waltz Julien Duvivier 1938
The Great Waltz (Julien Duvivier, 1938)
Lumière d’été Jean Grémillon 1946
Lumière d’été (Jean Grémillon, 1946)

III

Desde el advenimiento del sonido, el musical, con sus danzas basadas por lo habitual en técnicas de la comedia musical y de salón de baile, ha sido uno de los más populares y estereotipados tipos de filmes. Todos recordamos esos musicales espectaculares tan típicos de los años 30, de los cuales 42nd Street es quizá el mejor ejemplo, con sus canciones enérgicamente optimistas (I’m Young and Healthy, With Plenty of Money and You) y sus miríadas de coristas idénticos yendo mecánicamente a través de sus bien entrenados pasos. La destreza de Busby Berkeley, director de danza de muchos de estos filmes, yace en su habilidad de maniobrar enormes coros sobre vastos decorados, en vez de en cualquier genuino poder en formas de baile ─de hecho, sus chicas del coro a veces casi ni se mueven. Como Arthur Knight ha señalado en un artículo, Dancing in Films (Dance Index, 1947), “con cuerpos humanos él produjo formas tan abstractas como nunca se encontraron en los filmes más abstractos del avant-garde”.
          En un nivel superior, está la serie maravillosa de filmes de Fred Astaire-Ginger Rogers, desde Flying Down to Rio hasta The Story of Vernon and Irene Castle, que representan el logro singular más grande del cine en el campo de la danza. Los números de baile no solo estaban coreografiados excelentemente, también estaban filmados con imaginación ─por ejemplo, el número de Bojangles en Swing Time, con su contrapunto brillante entre Astaire y sus tres sombras. Las mejores danzas en los filmes de Astaire-Rogers siempre fueron concebidas en términos de cine, no de teatro ─tampoco eran interpretadas en sets tan grandes como aeródromos. Isn’t This a Lovely Day? en Top Hat se bailó en el quiosco de un parque, el Yam de Carefree en la pista de baile de un club. Este y otros muchos de sus bailes demuestran que es posible conseguir efectos originales por medio de coreografía inventiva y una cámara expresiva. Ninguno de los socios posteriores de Fred Astaire ha sustituido satisfactoriamente a Ginger Rogers, y en general sus últimos filmes han carecido de la alegría y encanto iniciales; aunque sus propios números en solitario, como el entusiasta Puttin’ on the Ritz en Blue Skies, no han disminuido en brillantez. Comenzando como el socio convencional de un equipo de danza, Astaire más tarde amplió su rango hasta que fue capaz de expresar bailando no solo la irresponsabilidad de un número como No Strings de Top Hat, también el humor casi elegíaco de Never Gonna Dance (en Swing Time) y One for My Baby (en The Sky’s the Limit): al mismo tiempo, ha continuado desarrollando su técnica de tal manera que ha sido capaz de trabajar con éxito con Eugene Loring, uno de los pupilos con más talento de Balanchine, que coreografió Yolanda and the Thief, de Minnelli, para Astaire. Su primer filme con Judy Garland, Easter Parade, es aguardado con algo de impaciencia, y son buenas noticias que Ginger Rogers volverá a bailar con él de nuevo, por fin, en The Barkleys of Broadway.
          De vez en cuando, trabajos por buenos bailarines solistas pueden encontrarse dentro del marco de un por otro lado musical convencional. Marc Platt, que se graduó en Hollywood desde el Ballet Ruso, a través de Oklahoma!, hizo su debut fílmico de esta manera, en Tonight and Every Night. Si triunfa al encontrar un estilo individual para los filmes su salida del ballet no habrá sido enteramente desastrosa, pero hay un peligro de que su talento se vea desbordado por trampas de technicolor ─sus bailes, al menos, en Down to Earth, han sido reducidos a un rol tristemente subsidiario. Paul Draper, cuyo única aparición fílmica previa, en uno de los vehículos menos notables de Ruby Keeler, no dio indicación de su talento altamente original, ahora obtiene éxito en el filme The Time of Your Life, de Saroyan, en el rol creado para Gene Kelly.
          Kelly apareció por primera vez en la pantalla en un rol menor en el filme Du Barry Was a Lady, de Cole Porter, y, luego de una serie de roles que no tenían que ver con el baile en otros filmes, en Thousands Cheer ─ninguno demasiado notable. No fue hasta que interpretó el papel principal junto a Rita Hayworth en Cover Girl cuando se encontró a sí mismo como bailarín en el cine. Aparte del trabajo de cámara de Maté, lo que distinguía a Cover Girl de la extravagancia rutinaria del technicolor era el baile, y particularmente el famoso baile de Kelly con su alter ego, que era más que una ingeniosa pieza construida alrededor de un truco fotográfico inteligente. Ya en los filmes de Astaire-Rogers, había bailes que evolucionaban naturalmente dentro de la historia: el baile de Kelly en Cover Girl llevó esta idea a su conclusión lógica, y dejó que la danza expresara y resolviera un conflicto en la mente del personaje que estaba representando. Otro número maravilloso fue el baile de Kelly, Hayworth y Phil Silvers, en el que la calle se convertía en el decorado para la danza, representando un irrefrenable joie de vivre. La próxima aparición importante de Kelly fue en Anchors Aweigh, en el que interpretó cuatro bailes extraordinarios: duetos con Frank Sinatra (I Begged Her), con un ratón animado (una combinación mucho más exitosa de figuras vivas y animadas que cualquiera hasta el momento efectuado por Disney), y con una niña pequeña llamada Sharon McManus; y un solo español tremendamente excitante en donde combinaba el taconeo español con la técnica de claqué moderna. Esto fue estropeado solo por el uso de música banal y las desafortunadas acrobacias a lo Tarzán en el clímax. En Living in a Big Way, una comedia encantadora y sin pretensiones, Kelly interpretó un baile con una estatua, el cual es una de sus mejores creaciones, y otro basado en juegos de niños (como en In and Out the Windows), que demuestran la verdad de la observación de Arthur Knight de que Kelly siempre hace bailar a la gente, expresando “su felicidad o dolor en términos del baile”. Es aquí donde reside su grandeza. Las propias palabras de Kelly sobre este tema del baile en el cine (citadas en la revista Dance, febrero de 1947) son reveladoras: “No mires a las películas, en su estado presente, para desarrollar las artes. Pero en el lado luminoso, míralas para popularizarlas y para aumentar el nivel de aprecio… Bailar para las películas… es muy estimulante para el bailarín individual. El espectáculo siempre entretendrá y atraerá a un cierto porcentaje de la gente, pero, en mi opinión, es la forma más baja y barata de exposición. El baile grupal y el divertissement siempre tendrán su lugar, pero nunca podrán, debido a las dificultades mecánicas, tener el interés de una caracterización de baile por un individuo en la pantalla”.
          La interpretación de Kelly en The Pirate es un tour de force en el que hace funambulismo y un poco de jiu-jitsu muy bien sincronizado en su paso, además de dar algunos de sus bailes más originales hasta ahora. En su número de Niña, por ejemplo, interpreta giros españoles que no son menos brillantes que los de Luisillo, y usa muchos “pasos” modernos, probando una vez más que es un experto en estas técnicas, como claramente lo es en la técnica del ballet.
          Vincente Minnelli, director de The Pirate, es el director de musicales más original en Hollywood. Cabin in the Sky y The Ziegfeld Follies eran ambas inusuales en sus diferentes maneras; y Meet Me in St. Louis es el único filme que hasta ahora ha adaptado con éxito a las necesidades del cine la nueva concepción del teatro lírico de reciente evolución en América, del cual Oklahoma! es el mejor ejemplo. Meet Me in St. Louis tuvo un éxito notable al integrar historia y baile: el número de Skip to My Lou en la escena de fiesta fue una danza concebida coreográficamente, una versión realzada del baile americano contemporáneo de corte social, que aportaba más a la atmósfera general de excitación y alegría de lo que una reconstrucción exacta y falta de imaginación de los bailes en cuestión habría hecho. La coreografía era de Charles Walters. Otros productores han hecho intentos poco entusiastas de repetir el éxito de Meet Me in St. Louis, como el gris Centennial Summer, y han fallado en capturar la originalidad y frescura del filme de Minnelli. Pero Summer Holiday, de Rouben Mamoulian, en un género similar, tiene un estilo propio. El director de baile es de nuevo Charles Walters: las dos secuencias de baile (ambas al aire libre) son simples pero efectivas.
          La tibia acogida dada a The Pirate por los críticos es tanto más sorpresiva ya que seguía muy de cerca a The Red Shoes, con respecto a la cual es muy superior. El virtuosismo deslumbrante de las grandes secuencias de baile, la completa confianza con la que Minnelli maneja grandes multitudes, la economía de los medios técnicos, y por encima de todo el uso del color y la iluminación, son especialmente llamativos en el ballet de The Pirate.
          En los filmes de Minnelli, la distinción ─siempre arbitraria─ entre el ballet y otras formas de baile, se vuelve más difícil de definir: un signo sano, ya que la tendencia a poner diferentes tipos de baile en casillas etiquetadas como “Ballet”, “Claqué”, “Moderno”, y demás, amenaza por todos lados con aniquilar el desarrollo del baile. En The Pirate, con un bailarín como Kelly con el que trabajar, Minnelli se ha acercado mucho a alcanzar el ideal de uno de un filme de baile ─es decir, un filme que baile todo el tiempo, y no meramente en sus set pieces espectaculares. Minnelli suele hacer un uso audaz del movimiento estilizado, que hace juego perfectamente con la fantasía deliciosa del argumento y el escenario. Es de esperar que continúe trabajando en esta línea ─trabajando con Kelly de nuevo: o quizá con Balanchine, o colaborando con Katherine Dunham en una revue de baile para la gran pantalla. Entonces veremos algo magnífico.

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The Pirate (Vincente Minnelli, 1948)

KARAOKE

Some Kinda Love [Romansu] (Shunichi Nagasaki, 1996)

Some Kinda Love Romansu Shunichi Nagasaki 11

I saw you this morning.
You were moving so fast.
Can’t seem to loosen my grip
On the past.
And I miss you so much.
There’s no one in sight.
And we’re still making love
In My Secret Life.

In My Secret Life, Leonard Cohen

A determinadas horas de la noche, la ciudad adquiere un sospechoso despejado, retrocediendo la suerte, residuo del diseño, e instalándose un azar, fortuna de jugador, que verá puesta en jaque su especulación a la sombra inexistente de un paisaje horizontal, una despreocupación alcoholizada que al cine moderno le ha valido para desobstruir el tráfico incesante que se acumula hasta la mitad del día, momento de suprema actividad del avispado, luego, con la puesta de sol, se instalan los técnicos, despiertan los mullidos, vemos menos, sí, pero no podemos evitar albergar la paradoja, contradicción interior, de que es en esta lobreguez urbana, luego terreno periférico de apartamentos adosados, donde crear con nuestro querido cristalino una división, parcelación nítida, de los chantajes y magnetismos que dividen la ciudad al encenderse las farolas. Romansu aprovecha esta situación para hacer creíble, en su particular melodrama ilusorio, su concentración sintetizada de personas. Dos extraños de tenue vínculo tomando una copa, la mujer que entra por el rabillo del plano y comienza a arrojar una serie de meteoritos afectuosos, bajo forma de números de teléfono, zapatos dispersos, chaquetas carmesíes que echar de menos, en el espacio pactado que reúne a la pareja de cuerpos masculinos.
          Nos es complicado avistar esta falta de prejuicios, esta total centralización con derecho a fuga, en el cine francés moderno, también en el italiano, sin embargo hallamos ejemplos señeros en el alemán, portugués, americano, polaco y, por supuesto, japonés, inventores por derecho propio de la única soledad perdonable en el cine. Acaparando un terreno del que luego esperará sacar beneficio, el extraño A aminorará su aburrimiento contratando a prostitutas, para sí mismo, para su amigo, mientras que su anticenicienta, Kiriko, hace de la empresa que nos ocupa algo más que el relato de dos hombres, uno intentando ser más listo que el otro, y el restante viendo pasar las artimañas ajenas con un vago atisbo de curiosidad.
          Al disminuir la población y tratar con clases relativamente privilegiadas, se estratifican para el nervio óptico, aplanadas, extendidas, unas relaciones que tienden a aguardar un momento que nunca llega, en verdad la más grata satisfacción del hombre moderno, paseando en azoteas, organizando planes de retirada un fin de semana cuya ociosidad semeja holgada. De un lugar a otro, la carretera filmada en plano subjetivo, despejada, nos introduce lavándonos los ojos con la más engañosa de las drogas, en un tiempo alternativo, más y más adentro del túnel, del engaño, de esa supuesta claridad satisfecha de quien domina el singular terreno de parqué, mármol o cristal donde le ha tocado dormir, hacer el amor, escribir, dibujar, reírse de tonterías con dos casi desconocidos. En el contraplano, tres seres humanos en un coche, irrompible estampa surgida del atavismo de un cinematógrafo que parece acusar sus años con orgullo, conduce sin manos ella, con los ojos cerrados, excitación ante un ligero peligro, la posibilidad de no llegar a la cama, apagar el interruptor de la luna.
          Filmando esto con semejante perspicuidad, uno podría aducir de nuevo los dichosos acuarios, ortoedros marinos donde el remanente de humanidad entregada en barbitúrico entusiasmo a los puntos de encuentro nocturno localiza su trozo de arena, esta vez, empero, intentaremos hablar de playas casi desiertas, las que con suerte presenciaremos a solo unos pasos de casa, allí resulta sencillo divisar todo, el mar que se pierde, la línea separatoria marcando distancias con la tierra, la pareja a cielo abierto matándose a besos. Sí, debajo de una estrella de mar, hallamos un astrolabio con el cual Shunichi Nagasaki delinea un mapa fantasma, otro más de los  cineastas que no descuidan nada de la narración y el drama de los encuadres, a la vez que estos son de una asertividad significativa, sobre todo, dosificando la información de los susodichos encuadres, sobre todo, no poniendo nada sobrante. Una política del encuadre terso que nunca supera la decibilidad compositiva, donde domina, primordialmente, un pensamiento del découpage, pero decidido a que este nunca mate la materia con la que trabaja. Una teoría invisible que ha conformado, en las épocas más privilegiadas del cine moderno en celuloide, un cuerpo de cine variable, la pesantez de los medios de producción con los que se trabajaba beneficiando este anclaje del pensamiento y procederes de rodaje. El peso de los objetos abandonados, la carga de apariencia tensa, el zapato que parece encajar en el pie, ¿de qué nos sirve seguir tan bien el desarrollo mirada a mirada, corte a corte, hacernos este mapa fantasma, hacia qué punto nos dirigimos con la mente en otra noche de tragos y travesías inciertas en coches con sobrado kilometraje? Bien, aun no pudiendo enunciar una sencilla respuesta de primeras, sí damos cuenta de la chispa interna que nos asola al verse encender los arrebatos de planes a tiempo parcial, las súbitas decisiones de cambiar la cama donde despertarnos la noche siguiente, la charla que no va a ninguna parte, centrípetas palabras, energía derrochada en creencia de trío, de escuadrón, el que nunca muere, solo se evapora en un súbito estallido, la enigmática desaparición de los pudientes que nos dejan un recuerdo dudoso, un memento reluciente ─Manoel de Oliveira─, la jugada maestra desbaratada en tres movimientos letales ─David Mamet─.
          Los hombres más leales al escuadrón, sin descontar su prevaricación para con el resto de la sociedad, no querían que la cosa cambiase, deseaban que los demás permaneciesen fieles, no querían, en fin, que el amigo cambiase, ¿y qué más da si la cosa permanece igual si es tan preciosa? En vez de perseguir quimeras interminables, ellos aceptan la posibilidad de que estas ni les rocen siempre y cuando puedan divisar desde el suelo terrenal un cielo en el cual se pose, el día menos pensado, un objeto volador no identificado. Su hora favorita. Un desvanecimiento anhelado que poco tiene que ver con el suicidio melancólico en potencia, trágico desperdicio de juventud brutal, este juego en verdad es adulto hasta la médula, la diversión del funcionario, o planificador urbano, industrial, de la mujer del dentista… Un espionaje que ha admitido el cerco de los días, y que conforma su subversión con ligeros gestos de arresto y humorismo, claro, la tragedia no ha desertado esta falsa dualidad, y la felicidad inicial, en la cual creíamos poseer el secreto de las cosas al ver que el hombre nos hacía una promesa o la mujer se olvidaba el tacón, da paso a la tragedia de la mejor comedia, y es que en este trío de modelos de mudaje eterno en el cine y la ficción, hay tres caminos, tres personajes: la que decide redefinirse, más bien, reencarnarse, pues sabe que si bien es imposible cortar el tiempo, una puede seguir aspirando a acoplar la mayor cantidad de afectos posible, no dando cuentas a nadie, aspirando el mapa de otra ciudad, ascendiendo la próxima cima, este es el carácter más egoísta de los tres, también el que se salvará, luego nos topamos con el extraño B, el que ha jugado casi por arrastre, en calidad de espectador con disminuyente apatía inmiscuye su austeridad, problematiza su condición de abstemio, e indirectamente recibe los mayores cariños, al hacer en contraposición los menores esfuerzos, supuesto tímido, acaba narrando en off la historia al ver los restos del meteorito, seguirá escribiendo, también publicando, la novela, los relatos, las columnas, mecanografiados durante años, su tragedia era pequeña, un mínimo brete, por último, el indeseado corrupto, abandonando mujer, jugueteando por cada espacio público y privado de la demarcación en la que ejecuta operaciones, termina zarandeado, mirando ahora la noche como quien se tira sin trampolín en el astro más lejano a la Tierra y divisa su propia mortandad, al ser abandonado, es definitivo, no dinámico, esto lo deja sin que se lleve su cuestionable merecido, pero sí expuesto, tras toda la paranoia y obstinación en tornar las cartas a su favor, ya no queda más que un modelo perdido, el arlequín del que se ríen los necios en el karaoke, incapaz ya de buscar su propia adyacencia. Insólito y enfermo, creaba vínculos. Rotos estos, llega el final del filme. ¿En qué noche delirante, enferma, qué Goliaths me parieron tan grande y tan innecesario? La chispa se apaga y el crepúsculo pierde la magia que nos mantuvo sentados, renovando nuestra contenta cinefilia. En silencio, vamos sorteando una retirada completa hacia un aire enrarecido.

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La escarpa calcárea era perfecta para la fachada, aunque no midiese más que algunos metros cuadrados, pues no necesitaba mayor superficie; no tenía más que arrancar los bloques de eurita horadados y agrietados por las raíces. El taladro de hierro bastó al principio para este trabajo, pero al llegar a la base, Borg se vio obligado a colocar en la hendidura un cartucho de dinamita. Cuando estalló y vio volar los trozos de roca, sintió algo así como el deseo de aquel poeta que quería verter de una vez para siempre dentro de un volcán todas las municiones de los ejércitos permanentes para librar así a la humanidad de su existencia dolorosa y de su angustioso porvenir.

A orillas del mar libre, August Strindberg

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Acredito mis deudas con los técnicos de la noche aludidos en Molloy de Samuel Beckett, así como con los residuos del diseño que conforman la suerte, hechos canción por Strawberry Whiplash. Por supuesto, los Goliaths en parto pertenecen a Mayakovski

SEMPER FIDELIS

House of Games (David Mamet, 1987)

Ante la escenificación de la futura representación de una farsa, conviene predisponer de un proscenio diáfano para poder ver con minuciosidad las diferentes señales de los jugadores citados, se requiere calcular los balanceos elaborados por las extremidades, a la larga delatoras, retozando con objetos: la psicología se evalúa en el inserto, a modo de rápida tasación de conducta, el atisbo eficiente del chantajista. Pugnar, en consecuencia, se transforma en un modo de habitar el mundo, y a costa de este modus operandi metamorfosea indeseablemente lo íntimo con la defraudación. Si el espectador ha sido capaz de ver en medio del alboroto, cabría culpar gozosamente al continuo desplume de líneas sobrantes ante las cuales la dirección de los ojos terminaría enfangada, y también dar los honores al triángulo formado por tres ejes volubles, cuya enumeración no responde a la jerarquía y sí a la necesidad dramática, asociada irrevocablemente al aprendizaje corporal. Tríada de puntos desde donde observar la muerte de la pasividad, comenzando por la identificación rápida de un escenario acotado merced a una decoración espartana captada de una vez, siguiéndole los destellos de carácter ─el dedo acariciando el anillo─ y culminando con los movimientos unificando la figura, trasladándola hacia el volumen adyacente o aproximándola al objetivo. El placer reside en la capacidad de síntesis, obtenida al unirse los ejes mediante líneas, y la cámara, entonces, debe hacer el recorrido, caminar lentamente en sintonía con el ruido, a veces ínfimo, producido al superponerse el cuerpo ─en las antípodas de dispensar emoción sin filtro─ con las dispares etapas del procedimiento.
          La anécdota, el juego, lo incierto, asoman entre la superficie del tablero cuando el amateur, observando incesantemente, como nosotros, termina aseverando la lógica de la falsa tragedia y, empujado por una perversión sabia, se armoniza, en un periodo muy corto de tiempo, en tahúr a batir. El perfil de Margaret Ford, inicialmente reencuadrado sin proporcionar ni un solo rasguño al temeroso raccord, acostumbrado a las malas partidas, sufre una alteración, y en la continua interacción de los ojos y los detalles vislumbramos un cambio de moral, sin constituirse el filme en fábula. El metraje ha sido un trámite lícito, exigente, sinuosamente cristalino, a través del cual aprender un par de disciplinas: la acusación de anacrónico no ha lugar si en el transcurso de su despliegue el calumniado ha decidido meditar el tiempo de una frase, la vida de un plano, como si la eficacia de sus quehaceres pulcros estuviese a prueba; tampoco se antoja válido tildar a este ejercicio de laboriosidad presuntuosa, pues unos cómputos tan exactos provienen de la virtud del tacto, rezagada del exceso. Los tientos, sí, donde dos pieles se entrecruzan en el núcleo de una charada, y el cerco es una estratagema, la conducta una simulación, pero el marco del mirador externo respeta las reglas del pasatiempo, nuestros requisitos silenciosos en guisa de invitados empachados de riesgos pretéritos encubiertos por vértigo de postín. El arrebato no es cosa de arrojo en la sucesión de planos, sino de separaciones lo suficientemente intensas en su callada modulación como para primero entender, luego sentir, lo inminente del farol a punto de ser destapado, lo lejano del gesto prontamente hecho inerte por seis disparos vehementes. La jactancia del desenmascarado se ha ganado nuestro desprecio.

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POBREZA SEXUAL; por Nagisa Ôshima

“SEXUAL POVERTY” (Nagisa Ôshima, 1971) en Cinema, Censorship, and the State: The Writings of Nagisa Ôshima, The MIT Press, 1992; págs. 240 – 248. Editado por Annette Michelson. Traductora: Dawn Lawson. Originalmente en: Perspectives (octubre de 1971).

Tenemos todo tipo de documentación sobre las protestas estudiantiles de 1968-69, pero hasta el momento, por lo que yo he visto, al menos, no hay nada que mencione las relaciones hombre-mujer detrás de las barricadas.
          Es una lástima. Definitivamente debería haber quedado documentación concerniendo las relaciones hombre-mujer y las actividades sexuales detrás de las barricadas. Información al efecto de que estaba teniendo lugar sexo rudo detrás de las barricadas ha sido filtrada por los enemigos de los estudiantes militantes, pero mientras que aquellos involucrados permanezcan en silencio, no será posible conocer la verdad. Mirando a mi alrededor, no obstante, veo las miradas ausentes de aquellos que participaron en las protestas y que ahora llevan vidas de ciudadanos medios. También veo las siluetas de grupos de estudiantes para los cuales ningún trazo de las barricadas permanece, pero que por el contrario han sido silenciosamente succionados de vuelta a los campus con cercas nuevas, más altas y carcelarias. Es entonces cuando quiero pensar que algo tuvo lugar detrás de esas barricadas después de todo. Y hubiera estado bien que fuese sexo rudo. De hecho, tuvo que haberlo sido.
          El otro día un amigo mío apareció en una reunión estudiantil que versaba sobre el tema de la libertad e hizo sentir incómodos a los jóvenes diciendo, “Tenéis todo aquí, pero no tenéis malestar”. Aparentemente él también de hecho pensó, “Tenéis todo aquí, pero no tenéis libertad sexual”, y esa noche se deslizó en la habitación de al lado de la chica de instituto, armando un revuelo y acabando representando una comedia en la que fue forzado a tomar una postura autocrítica.
          El otro día fui un invitado en un programa de televisión que reunía a 150 jóvenes y mujeres juntos para una discusión crítica del estado de las cosas. Una persona joven sugirió, “En vez de tener este ridículo debate, desabrochémonos nuestros pantalones…”. Puso su mano enfrente de sus pantalones y ni una sola persona reaccionó. No tuvo el coraje de hacerlo solo, así que terminó marchitándose allí en el acto. Juzgando por estos incidentes, pienso que no debió haber ni una insinuación de sexo rudo incluso en una situación tan cercana a la ideal como detrás de las barricadas. El sexo rudo probablemente elige su tiempo y lugar. Ese es precisamente el por qué de si hubo sexo rudo detrás de las barricadas es una pregunta importante.
          Estoy usando las palabras “sexo rudo” aquí porque quiero arriesgarme a ser sensacionalista; de todas formas, las palabras “sexo grupal” podrían ser sustitutas. Los momentos en los que el sexo grupal puede tener lugar son buenos momentos, y los lugares en los que el sexo grupal puede tener lugar son buenos lugares. ¿No habría sido el momento cuando hubo barricadas un buen momento y el lugar un buen lugar?
          Ahora estoy pensando en la abundancia sexual, porque habitualmente pienso en la pobreza sexual. Estamos inundados con información sobre el sexo, y hay descripciones exhaustivas de imágenes de abundancia sexual aparente, representadas con la mayor variedad posible. Por supuesto, como insinué cuando dije abundancia sexual “aparente”, la mayoría de esas imágenes son falsas. Quizá podamos llamar a la corriente principal de esas imágenes falsas “PNB sexual” o “arribismo sexual”.
          La cuestión del sexo ha sido restringida exclusivamente a un asunto de los órganos sexuales y el placer sexual. La mayoría de historias en los semanarios populares y revistas de novelas para gusto medianamente culto y las supuestas “páginas de educación sexual” que llenan las revistas de mujeres, todas se concentran en cuestiones completamente fragmentadas, como el tamaño de los órganos sexuales, la intensidad del goce sexual, y la frecuencia del sexo. Se otorgan elogios a aquellos que pueden acumular el mayor número de encuentros sexuales, incrementar su sensibilidad sexual, y tener los órganos sexuales más grandes; los esfuerzos para obtener estos objetivos son aplaudidos. Este es exactamente el mismo fenómeno manifestado en el Japón de la posguerra cuando dio un viraje incuestionablemente y con determinación hacia la prosperidad económica. Procediendo a ciegas hacia una prosperidad basada exclusivamente en números.
          Este PNB sexual o arribismo sexual es la otra cara de lo que debería ser llamado el militarismo sexual de la etapa de preguerra. Pienso inmediatamente en la sórdida historia que escuché durante mi infancia acerca del General Nogi, en la que dice, “Dejadme hacerlo ─por el bien de vuestro país”, y luego viola a su mujer. Esta historia es demasiado ingeniosa para ser cierta, y luego aprendí que en su juventud Nogi frecuentaba el distrito rojo con entusiasmo. De todas formas, el pensamiento de que realmente se hubiese comportado así con su esposa ha permanecido siempre fijado en mi mente. Así es como obtuve la idea de que toda la gente involucrada en el sexo es sucia y que es solo permisible cuando es por el bien del país ─cuando es llevado a cabo para fomentar el objetivo de procrear sujetos, particularmente soldados, que sirvan al país.
          Antes del periodo Meiji [1868-1912], este tipo de militarismo sexual consistía en imponer la moral de la clase guerrera a la gente en general. Es fácil ver cómo fue usado para implementar la estrategia política de Meiji de “Una Nación Rica y Una Nación Fuerte”. Podemos concluir que solo esto ha venido a dominar el modo en el que el sexo ha sido percibido en Japón desde entonces.
          ¿Significa esto que en el Japón pre-Meiji la gente pensaba diferente acerca del sexo y tenía una cultura sexual diferente? Durante el periodo Edo [1600-1868], una cultura sexual libre centrada en los distritos del placer y el entretenimiento, que eran el mundo de los ciudadanos, y una cultura de sexo comunal, existió también en las costumbres populares de las granjas de los pueblos. No siendo un investigador, no puedo producir evidencia definitiva de ninguno de estos aspectos, pero sobre todo, lo que sé es que ambas culturas sexuales fueron aplastadas en el proceso de modernización durante el periodo Meiji y más adelante.
          A pesar de esto, una cultura sexual como la que los ciudadanos del Edo tenían en sus distritos del placer y el entretenimiento ha logrado sobrevivir en una esquina de la sociedad japonesa como una institución legada del pasado, pero su existencia ha servido solo para reforzar la fachada del militarismo sexual. Mientras tanto, la cultura del sexo comunal de las granjas de los pueblos fue conscientemente emasculada a la vez que las granjas de los pueblos se convirtieron en la base más fuerte del militarismo de Japón.
          Con la derrota de Japón en la guerra, el militarismo sexual que había negado al sexo por completo fue expulsado sin ningún esfuerzo en una especie de levantamiento inevitable, fue suplantado por el PNB sexual, o el arribismo sexual, que afirmaron al sexo completamente. Que esta transformación de valores tuviese lugar sin una sola lucha ideológica por parte de los japoneses determinó la forma del PNB sexual o del arribismo de hoy. Aunque les fuese dicho que el sexo era bueno y que lo disfrutasen al máximo, los japoneses, que habían aprendido a pensar en el sexo solo negativamente, no supieron como disfrutarlo. Aquellos que afirmaban que en el pasado las granjas de los pueblos de Japón tenían una cultura sexual comunal y que el sexo libre floreció en el mundo de los distritos del placer de Edo estaban siendo francos a pesar de la atmósfera de conservadurismo sexual.
          En el medio de la modernización de la era Meiji y más tarde, sin embargo, esas cosas o ya no existían o solo lo hacían en una forma diferente y en una escala menor. La sociedad por lo tanto viró en cambio a modelos que no tenían conexión ninguna con el pasado. La gente imitaba a los occidentales, particularmente americanos, cultura sexual extremadamente superficial. Unos jóvenes japoneses que se volvieron depresivos y cometieron suicidios después de comparar el tamaño de sus órganos sexuales con aquellos de los hombres occidentales citados en el Informe Kinsey es un ejemplo simbólico. A causa de ser del todo ignorantes de que la cultura sexual es una cultura verdadera, los japoneses imitaron teorías de comportamiento sexual con una pasión enloquecida. Los japones son probablemente los estudiantes del sexo más fanáticos del mundo, también. Su perversión se parece a la de los estudiantes que se preparan para exámenes de ingreso, asistidos por sus “education mamas” [1]. La perversión de los medios de comunicación, que es la herramienta de la educación, es precisamente aquella de la education mama. Las novelas queridas por los medios de comunicación son notables por su crudeza extrema. El aspecto de la cultura Edo relacionado con el sexo tiene una elegancia y pureza que proporciona un contraste llamativo a la crudeza y la aspereza de hoy ─aunque podemos percibirlo de esa manera solo porque ha sobrevivido más allá de su tiempo. Hoy solo puede llamarse arribismo sexual.
          Porque soy del pueblo, no quiero usar palabras como “gente del pueblo” en una manera despectiva, pero imagino que la gente del pueblo que con toda seguridad habría sido recibida fríamente en Yoshiwara son los héroes sexuales de hoy [2]. Uso las palabras “gente del pueblo” para referirme a aquellos que no tienen consideración por los demás. Esa falta de consideración por los demás guarda un parecido cercano con la postura nacional de Japón, que es que mientras tenga su propio PNB, el desastre sufrido por los ciudadanos de un país vecino no importa. Esto es lo que llamo PNB sexual. Esto también se parece a la education mama que se preocupa solo de las notas de su hijo, no importa qué más suceda. La decadencia ideológica del Japón de posguerra, que incondicionalmente acepta las ideas de “mi coche” y “mi hogar”, ha alcanzado este punto. La idea depravada que debería ser llamada  “mi-sex-ismo” (“my-sex-ism”) es parte de esto.
          Quiero reírme con sorna de la pobreza de este “mi-sex-ismo” que esconde detrás una máscara de abundancia, pero estaría riéndome con sorna de mi mismo al mismo tiempo. La transformación del militarismo sexual en arribismo sexual tuvo lugar dentro de mí también, sin ningún tipo de crisis personal. Siguiéndome un amplio residuo de militarismo sexual, me comporté en la superficie como un campeón de la nueva edad sexual, como si no tuviese cicatriz alguna. Durante el cambio de valores que acompañó la derrota de Japón, me sentí con un curioso orgullo de pertenecer a una generación que era capaz de asimilar cosas nuevas con frescura.
          Con ese orgullo, menosprecie la manera en la que la gente de mi generación previa, que estaba entonces en mi universidad, se acercó al sexo. Casi todos ellos eran productos del viejo sistema de escuela superior. Semejaban pensar acerca de las mujeres de una manera extremadamente misteriosa. Sus citas de pasajes abstrusos de ensayos sobre la mujer en literatura y trabajos filosóficos extranjeros, por ejemplo, me estremecían. Incluso cuando estaban pensando acerca de la cuestión del sexo de un modo tan abstracto, de repente todos se juntaban para ir al distrito rojo. Sus reminiscencias del distrito rojo eran contadas sin vergüenza alguna como historias sucias. Despreciaba a esos antiguos amigos míos desde las profundidades de mi alma. No estaba solo: todos mis compañeros hacían lo mismo. Huelga decir que ese fue el otro lado de un sentimiento de inferioridad.
          Mis antiguos amigos eran claramente superiores a nosotros en el sentido de que tenían completamente absorbidas las costumbres sexuales de la élite intelectual que había vivido durante los días del militarismo sexual. Como resultado, no fuimos incluidos en sus historias sucias. Contábamos historias sucias entre nosotros que creíamos más elegantes. No hacíamos nada comparable a visitar el distrito rojo en un grupo. Por supuesto, los individuos pudieron haber ido en silencio por cuenta propia. Para nosotros, no obstante, no ser capaces de conseguir una mujer a no ser que fueses al distrito rojo era una fuente de vergüenza.
          Cada uno teníamos nuestra compañera habitual. No nos contábamos el uno al otro qué nivel de intimidad sexual habíamos alcanzado con esas “compañeras habituales”. Como mínimo diríamos algo como, “Lo hacemos, por supuesto”, o asumíamos una actitud de acuerdo con las líneas de, “Si quiero, lo puedo hacer en cualquier momento”. La verdad, sin embargo, debió haber sido lastimosa. Mientras los hombres arrastraban detrás de ellos la vieja idea de que el sexo era algo de lo que avergonzarse y mantener oculto, las mujeres estaban afianzadas en las ideas heredadas del arribismo sexual salido del militarismo sexual: la premiación de la virginidad y el miedo al embarazo. Porque las ideas de cada lado prescribían reglas para y atadas al otro, los autoproclamados campeones de la nueva sexualidad de la supuestamente nueva época vivían con una realidad interior que era miserable cuando se comparaba al esplendor de su apariencia externa y perspectivas proclamadas oralmente.
          Yo y otros como yo expusieron la noción de preguerra de que el sexo era algo de lo que avergonzarse y mantener escondido para mistificar el sexo. Con la pérdida de la guerra, cuando el poder de todas las cosas misteriosas estalló de bruces contra la realidad, el sexo fue una de ellas. Se nos enseñó por supuesto que el sexo debía ser glorificado y disfrutado a la perfección como el más misterioso acto de la realidad, pero, para mí al menos, el sentimiento de que algo anteriormente misterioso había sido expuesto a la clara luz del sol y revelado como una mera cosa derrotó esa lección.
          La gente a la que vi durante y después de la guerra, la imagen de las calles tal y como se me aparecían a mí en la forma de literatura y crónicas me enseñó que los seres humanos son una cosa y, por consiguiente, el sexo, que es una parte de ellos, es también una cosa. Podrías decir que menosprecié a todos los seres humanos, incluido yo. Menosprecié al sexo, y de esta manera menosprecié el sexo de mis amigas mujeres, los objetos de mi sexualidad. Ahora soy capaz, con pena, de entender esto, pero en su momento no le di ningún pensamiento. Estaba orgulloso de mí mismo por menospreciar el sexo, y ese orgullo me hizo seguir adelante.
          Precisamente por ese orgullo pude sobrevivir entre las ruinas de la derrota de Japón en la guerra. ¿Y no fue ese el mismo caso de muchos japoneses? El desprecio de uno mismo fue la única manera en la que el orgulloso japonés pudo sobrevivir a la realidad impactante de la derrota. Como animales hambrientos, los japoneses no tuvieron elección salvo menospreciarse a sí mismos para satisfacer ese hambre. Ese fue ya el mismo camino que llevó directamente al PNB; en un contexto sexual, tuvo un vínculo directo con el arribismo sexual.
          No obstante, la sociedad japonesa no carecía de un movimiento que buscase abrir una brecha en esa tendencia. Y yo también estuve presente en una esquina de ese movimiento. Las relaciones humanas en ese contexto ─las relaciones hombre-mujer para ser precisos─ estaban muy apartadas de este tipo de menosprecio, porque tenían que ser labradas en una base de respeto humano y libertad. Como mínimo, eso era superficialmente cierto con respecto a la cultura considerada sagrada por el movimiento. La realidad era diferente, sin embargo.
          Las trabas del militarismo sexual y arribismo sexual limitaron a los activistas en el movimiento incluso más firmemente de lo que lo hicieron en la vida diaria. Vi a mujeres dispuestas a lanzarse ellas mismas a aquellos en el poder dentro del movimiento y a hombres manteniendo a mujeres bajo pretexto de que eran líderes del movimiento. Cuando vi todo esto llevado adelante bajo el pretexto de “la protesta” o “la revolución”, supe intuitivamente que no podía ser posible ni una protesta ni una revolución mientras los males de la realidad presente fueran arrastrados inalterados dentro del reino de lo sexual.
          Pienso que fui algo idealista y un poco introvertido. Pensé que necesitábamos establecer una nueva lógica ─una que estuviese separada de las reglas de la realidad─ concerniendo las protestas, la revolución, y el sexo. La manera en la que lidié con el sexo en ese contexto fue indescriptiblemente pobre. La pobreza de esa comprensión ha permanecido inalterada hasta hoy en esta época de desborde de imágenes de abundancia sexual. Al mismo tiempo, en medio de esta abundancia está definitivamente la fragancia de la falsedad.
          El otro día, en una gran reunión de miembros acérrimos de la Federación Nacional de las Asociaciones de Autogobierno Estudiantiles, escuché que las mujeres activistas acusaban furiosamente a la comisión ejecutiva o a todos los activistas masculinos de discriminación contra las mujeres dentro del movimiento y denunciaban su falta de conciencia de esto. No estoy para nada estrechamente relacionado con esta organización, así que recibo toda mi información de segunda mano, pero cuando oigo palabras duras como “Pones vallas a tus propias mujeres. ¿Qué tiene de activista eso?”, siento una combinación de desesperación ─tal y como era veinte años atrás cuando estábamos en el movimiento, incluso el centro del movimiento hoy está secundado por los muchos males de la realidad que intenta derrocar─ y una esperanza queda de que una voz se alzase atacándolo.
          Aun así, es muy interesante que las acusaciones de las mujeres acerca del sexo lleguen en un momento cuando el movimiento está en decaída, porque pienso que el movimiento en su apogeo encarnaba incluso más imágenes de abundancia sexual.
          “Cuanto mayor sea tu labor de amor, más arrollador será tu deseo para la revolución. Cuanto más te reveles, más arrollador será tu deseo de tomar parte en una labor de amor”. Este grafiti, escrito en un muro de la Sorbona durante la Revolución de Mayo en Francia, es una expresión extremadamente concreta de esto. En tales momentos, la sexualidad de una persona se vincula a toda la humanidad. Una relación sexual con otro provoca una conexión con toda la humanidad: abrazando a una persona, eres capaz de abrazar a toda la humanidad. Incluso si no obtuve un goce perfecto, incluso si mi sensación estuvo algo distorsionada, experimenté algo parecido a eso. No puedo creer que ese tipo de cosas no tuvieran lugar detrás de las barricadas en 1968 y 1969. Pregunté con descaro acerca de eso cuando usé las palabras “sexo rudo”. ¿Es el sexo realmente una cuestión individual? El acto concreto de las relaciones sexuales definitivamente tiene lugar entre dos individuos pero creo que a través de la unión con otro individuo uno está intentando una unión con toda la humanidad y toda la naturaleza. Cuando uno cae presa del delirio de la esencia de la exclusividad del sexo ─porque en el momento de su unión los individuos son exclusionistas─, uno se convierte en un eterno prisionero de la estructura social detrás de una idea errada.
          Por casi cada momento de nuestras vidas diarias, somos ese tipo de patéticos prisioneros. Instintivamente, no obstante, la gente trata de escapar de las trabas de tal delirio. Anticipándose a eso, la sociedad crea rutas de escape puramente técnicas, tales como intercambiar socios y sexo fuera del matrimonio. En la medida en que estas rutas de escape no aspiran a abrirse paso a través del mito de la exclusividad y posesividad sexual, sin embargo, no tienen poder esencial.
          Echando la vista atrás, me pregunto si los ininterrumpidos relatos de historias sucias de mi grupo, nuestro dormir juntos como un grupo, y nuestras visitas al distrito rojo no eran una expresión distorsionada del deseo de la unión a través del sexo. La costumbre del sexo grupal que casi ciertamente existió en las granjas de los pueblos de Japón previos al periodo Meiji y la costumbre okinawense de “jugar en los campos” de los hombres y mujeres jóvenes debían haber sido formas menos distorsionadas de válvulas de seguridad, ofreciendo liberación de las trabas frustrantes del concepto de la exclusividad sexual.
          Hoy, también, muchos tipos de comunidades son instintivamente creadas por gente joven que presienten la falsedad del concepto de sexo impuesto socialmente en ellos. ¿Qué tipos de relaciones sexuales serán forjadas en estas comunidades? Cuando uno se distancia a sí mismo del arribismo sexual y de la posesividad mutua, las cosas pueden empezar de nuevo.
          ¿Podría ser posible, aun así, crear una comunidad sexual donde toda la humanidad fuese una? Siempre es fácil empezar algo, pero es difícil hacer que un momento especial dure. Incluso si extiendes el tiempo por medio de las drogas, ¿quién puede garantizar que la monopolización de la mujer por el hombre o del hombre por la mujer no ocurrirá? Si es así, ¿tenemos alguna oportunidad salvo estar perpetuamente renovando nuestras comunidades sexuales? El país en el que vivimos ahora no es ni siquiera una república.

Tôkyô sensô sengo hiwa Nagisa Ôshima 1

Tôkyô sensô sengo hiwa Nagisa Ôshima 2
The Man Who Left His Will on Film [Tôkyô sensô sengo hiwa] (Nagisa Ôshima, 1970)

[1] Nombre dado a las madres japonesas que se involucraban ellas mismas en las preparaciones de los exámenes de ingreso a escuelas hasta el punto de la obsesión.

[2] Localización del más famoso de los centros de prostitución en Japón, regulados por el gobierno desde los años tempranos del periodo Edo (1600-1868) hasta la mitad del siglo XX.

LA REPÚBLICA DE LOS SUEÑOS

Schwestern oder Die Balance des Glücks (Margarethe von Trotta, 1979)

Schwestern oder Die Balance des Glücks Margarethe von Trotta 1

Estamos pasando una época de enmiendas vitales. Nuestra propia historia acorrala las decisiones que debemos tomar sin demora para ajustar, de cualquier manera, la cotidianeidad circundante a los ideales que tanto ansiamos proteger, alcanzar. Años de grandes épicas privadas, ideas batiéndose en el terreno inmenso que separa a varios amigos ─manchegos, catalanes, gallegos─, intentando atenerse, ser fieles, a una palabra que ellos creen de posibilidades metamórficas inagotables: el tiempo, más bien el verbo, emitirá el último juicio sobre las contradicciones que nos cercan. Drogadictos de un diletantismo suicida, sabedores de los límites de humanismos cada vez más idealistas, perdiendo contacto la puesta en juego de valores estéticos con la trampeada realidad inmediata, manifiestos insobornables que no logran traspasarse a la construcción escaparatista del yo, de cara a los transeúntes, tirados en la calle, caminando por la acera, una voluntad de poder que finalmente no tendría otro remedio que pregonar a la indiferente ciencia, estamparse contra el vencimiento de una sociedad cuyas depresiones ni siquiera guardan el encanto romántico del malditismo, tan rodeadas como están ahora de electrodomésticos en miniatura con los que matarse la vista mientras se cosecha un enorme desamparo.
          Anna vive así, sumida en Hamburgo, ciudad idónea para encallar, revivir eternamente el libro de cuentos de la infancia, volver una y otra vez en travelling de avance incesante hacia el espesor del bosque mientras el diafragma se cierra, vertiendo las prosecuciones del pasado en rechazos convulsivos que enclaustran la violencia mental en páginas de diario. Uno quiere estar donde las cosas pasan. Al verse acorralada entre un innombrable deseo no cumplido, un sueño innúmero de noche extranjera, se corre el riesgo de tan solo conseguir ver belleza en tiznes de aquello que no sucedió, en las fotografías que conservamos en las cuales observamos aquellos primeros meses de feliz ignorancia, mirada de miedo dulce, sin pañales, cerrando los párpados ante el agua que nos echan sobre la cabeza, temerosos, curiosos ante el giro de la historia que no conocemos. En este Hamburgo surge un paisaje eminentemente nocturno, tendente hacia las horas plenas de la madrugada, aquellas que disfruta Klausen, portero de la empresa, bajo un trozo de cielo germano que divisará desde su retaguardia, ante él pasa Anna, mas solo en contadas ocasiones, pues es su hermana, Maria, la que horada el horario de oficina, secretaria constante, espléndida con la línea jerárquica, sobrepasando sus más inmediatas obligaciones. El drama comienza al colisionar los climas consanguíneos, la que obedece de día y la que se rebela de noche, la que intenta escapar a las cinco de la mañana en un suicida noctambulismo, haciendo caso omiso de consejos resabiados, fríos, los de la hermana intachable. El sacerdocio del trabajo, las monjas del sermón laboral, conscientes de que en un mundo de hombres no todas tendrán la misma predisposición, una vez acabada la tirana educación, a salir a la sociedad haciendo valer, desde cero, sus principios. ¿Y si con ello debemos olvidarlo todo? ¿No resulta insoportable recomenzar el andamiaje de veintiún años utópicos encauzados desde la segunda edad de la vida a desbaratar lo que más en secreto velábamos?
          Después de tantos filmes polacos y húngaros vistos en invierno y primavera coetáneos al que nos concierne, esta encrucijada de carácter europeo la sentimos más que nunca desde las posibilidades mediadoras del 1.66 : 1, cuesta apartar de uno la condición de espectador, de distancia insalvable ante una frontalidad quebrada, una relación de aspecto ideal en la que el cine de Europa Occidental ha intentado saldar su cuenta con el teatro, lejana la posibilidad de extender el curso de una experiencia sin corrosión de registro, sin temor a embellecer el mundo y ser fiel a sus vaivenes mentales, también leales a esa confianza en el cuello movedizo como único posible movimiento del cuerpo humano, manifestado en panorámicas rústicas, engarzados los planos unos a otros con empalmes donde casi logramos ver las junturas. La autarquía tan cultivada en los años 70, intentando reclamar para el cine el pedazo de realidad insobornable y terca, que supuestamente sus orígenes y estatuto merecían; hoy en día esos fueros de rigor por omisión, estatuas petrificadas viendo un plano desarrollarse de silencio a espasmo espontáneo, ya no guardan relación con el mundo recobrando significantes perdidos, ni con la instauración de una contrapolítica, más bien son ejercicios de ajados cinéfilos que han olvidado, tan seguros como están en su círculo de Cineclub Europeo, que una autarquía no es para siempre, que los términos de la batalla hay que reconsiderarlos, jugar a tricotar como Duras, a corrosionar como Pasolini, a dilatar como Akerman, pasados cuarenta otoños, ya semeja una adherencia a tiempos tan precocinados como los de cualquier gran cadena televisiva, una connivencia desagradable, cines vacíos donde esperar la próxima panorámica de 360 grados que rompa el insoportable sometimiento a una duración inexplicable, de un egoísmo tal que incapaces son de establecer un mínimo juego con los tamaños del plano, aunque sea para volver a concedernos, tan derrotados que estamos, la posibilidad de ver un rostro hermoso gesticular a algo más que apatía en profundidad de campo chata. Sí, “contra la ciencia”, dirán ellos, “al suicidio”, corregiremos nosotros, al seppuku, de un lado, la imposición, del otro, la autoimposición, en el medio, Von Trotta, a dos mundos, Anna.
          Volvemos a esta relación de aspecto, 1.66 : 1, porque es sencillo observar lo que de mediatizante puede alcanzar en potencia, manteniendo un proscenio desde el que nos situamos como espectadores, por lo tanto no abandonando una frontalidad que nos hace conscientes de la imposibilidad de escabullirnos por completo dentro de la escena, las posibilidades limitadas de los cuatro lados del rectángulo, del encuadre, ventana de luz, la tensión surge al comprobar la habilidad, querencia, de Von Trotta al mover el aparato, a través del entorno, entre los cuerpos, estableciendo relaciones que rebasan el sustantivo cambio unilateral, inclinación de cuello, una máquina introduciéndose en la representación, tirando de ella, alcanzando un punto intermedio de volubilidad de formas que lleva un paso más adelante lo que luego Raymonde Carasco no consiguió apuntalar en Rupture (1989), filme de mimbres dramáticos afines, de sonambulismos agrupables, que terminaba haciéndose pequeño en sus limitaciones, un facsímil de tiempos mejores, herencias sadianas puestas en escena quejumbrosamente, opacidades a medio cocer, y bastaba con desarrollar algo más la escena, deseo sincero de Pialat, convencido de la tozudez francesa en mantener ángulo, frontalidad, sin variaciones, no tomando el riesgo de recorrer el espacio, aun con la conciencia de la hosquedad muy presente. Von Trotta y Franz Rath ─director de fotografía─ acompañan, relacionan, avanzan, retroceden, varían la relación de los personajes con el objetivo en una misma toma, y a la vez su posición con respecto al fondo desenfocado o no, toman a los cuerpos de los pies a la cabeza tanto como de la testa a la cadera, y de una posición a otra viajamos en el transcurso de una escena, no necesariamente desde fuera, pero sí con esa pequeñísima conciencia de una frontalidad no desechada, un registro que sigue a flote, tanto es así que al ausentarse del apartamento, la oficina, pub, el exterior parece provenir del sueño más vívido, los colores adquieren una vibración evidente, y el contraste beneficia, connota el acuario precedente, hermanándose con la materia negra de otros filmes bien amados: cuando irrumpe el mar, la arboleda, el mal sueño, la pesadilla, huimos del teatro problematizado, del registro contravenido, entramos ya con ambages en la mente de un cine que nos subyuga y propulsa hacia un nuevo tiempo aun por ocupar, el tiempo que en los noventa hollaron Patricia Rozema, Rebecca Miller, Elaine Proctor, un poco antes Ann Turner, la filmación de una naturaleza brava que, luego de agotar todas las relaciones posibles entre cuatro paredes, aquí alemanas, urbanas, con olor a modernidad desfalleciente, invernadero asfixiante, protesta con su mero movimiento, su necesidad de ser filmada simplemente sucediéndose. Schwestern oder Die Balance des Glücks escapa por minutos a sus jaulas de cristal y madera, y permite pasar las olas, el aire, los árboles, la hierba, todo aquello que tras las ventanas impide ser colonizado bajo una cámara fija aumentando esta insoportable orfandad.
          Las épocas cambian, personas indecisas seguirán viendo la vida a través de los ojos de otros, hijas, amigas, proyectando el pasado que no tuvieron intentando manchar las quimeras del ser próximo, criando casi sin darse cuenta un matadero de embalsamados destinos en parálisis. Procuramos olvidar, seguir adelante, aun a riesgo de deslizarnos todavía más allá de un entorno que ya no soporta ver otra cosa que su propia imagen vomitada en espejos eléctricos, ay lo que haríamos, lo que llegaríamos a hacer, lo que llegaría Anna a hacer, lo que continúa haciendo, después del fin de su existencia, todavía actriz peligrosa dentro de una escena inacabada, el sobrante de la función no rematada, es ya la pesadilla de los otros, el rostro que aparece en noches con soga recordando que la cuenta todavía no se ha saldado.

Schwestern oder Die Balance des Glücks Margarethe von Trotta 2

Schwestern oder Die Balance des Glücks Margarethe von Trotta 3

Schwestern oder Die Balance des Glücks Margarethe von Trotta 4

***

A la cabeza de mis propios actos,
corona en mano, batallón de dioses,
el signo negativo al cuello, atroces
el fósforo y la prisa, estupefactos

el alma y el valor, con dos impactos
al pie de la mirada; dando voces;
los límites, dinámicos, feroces;
tragándome los lloros inexactos,

me encenderé, se encenderá mi hormiga,
se encenderán mi llave, la querella
en que perdí la causa de mi huella.

Luego, haciendo del átomo una espiga,
encenderé mis hoces al pie de ella
y la espiga será por fin espiga.

Marcha nupcial, César Vallejo

***

A Bruno Schulz

BIBLIOGRAFÍA

Police – Dossier: The Zebra’s Stripes

AMÉRICA. EL MUNDO

Heartbreakers (Bobby Roth, 1984)

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Por mal que les pese a los yanquis, Norteamérica no es sinónimo del mundo, y sin embargo, el pequeño universo que consigue capturar Bobby Roth en Heartbreakers no nos importaría que fuera el nuestro. He aquí un filme para reconciliarse con el cine americano. Con la grandeza engañosa que puede suponer para la existencia del ser humano el simple acaparar diariamente una serie de espacios, pocos, pero suficientes para él: la cafetería predilecta donde recomenzamos el nuevo día con el resto de insatisfechos parroquianos, un apartamento en las afueras donde gozar nuestra individualidad desordenada, por fuerza un ámbito creativo, también lugar privado en el que invitar a relaciones esporádicas o en el cual sentirnos solos cuando nos haya abandonado la mujer de nuestra vida, en una calle secundaria, la galería de arte donde con algo de suerte expondremos cada cuatro años y quizá de carambola hasta vendamos algún cuadro, solo un puñado de espacios para uno, repetimos, pero que nunca nos alcanzarían a alienar. Junto a Blue, el pintor abandonado, y Eli, quien no sabe qué diantres ha hecho tanto tiempo malgastado en el negocio declinante de papá, apreciamos esta cualidad, neto patrimonio del cine americano, que nos otorga con recreación y limpiamente una colección de varios espacios medidos, en una serie de despliegues que nos hacen percibir lo que supone lidiar con los tránsitos de uno a otro con más facilidad de lo que sabemos por experiencia en realidad es. Nos encontramos a mediados de los ochenta, pervive aún la vaga sensación de un mundo hilado, ciudades en subjetiva tensión donde todavía se podía afrontar con dignidad la feliz e inconsecuente paradoja de estar vivos, cargados de deseo. Blue y Eli son dos personajes que se exponen al espectador, del mismo modo que entre ellos, sin ambages evidentes, en cambio, conforme avanza el metraje, vamos percibiendo, cuanto más tiempo pasamos en su compañía, que un velo de misterio que antes no habíamos percatado y que los envolvía va tornándose cada vez más tenue. “I’ve gotta change my life”, se repiten constantemente Blue y Eli. La cámara es arrostrada por los cuerpos; hasta que no acompañemos a nuestros protagonistas un buen rato durante sus escarceos, no sabremos hasta dónde están dispuestos a llegar en las lides del placer, la pillería y en sus divertimentos afrontados con un deje de ligero desespero.
          En Urban Cowboy (1980) o Perfect (1985) de James Bridges encarábamos con incorruptible ambivalencia y seriedad esos años ochenta donde el mundo del aeróbic, las liposucciones, los últimos días de la música disco y el embeleso country iban a cuestionarse con crueldad denostando el sostén existencial de millones de norteamericanos. Filmes misericordes en el buen sentido, radiografías equilibradas por la cruz y la cara, el soberbio e inmaculado cutis de Travolta, Bridges como el cineasta aventajado que disfruta haciendo malabares evitando que esa ambivalencia decaiga en ningún tipo de mirada que afeara su campo de estudio o hiciera tambalearse su objetivo. En Heartbreakers, por el contrario, ese disfrute neumático adquiere presencia no como prerrogativa de partida sino de modos más casuales, en el momento en que Blue y Eli intiman con Candy, le ayudan a cargar la compra, aceptan su invitación a cenar, dudamos con sinceridad sobre quién de los dos será capaz de aventurar más pujas con tal de llevarse el gato al agua. Al final, seremos los espectadores quienes nos llevemos la sorpresa: Candy ambiciona montárselo esta noche con los dos, y descubrimos que entre Blue y Eli las barreras de su masculinidad no estaban tan alzadas como creíamos, aceptan sin forzosidad el trío, intercambiando saliva con una mujer que alterna con procacidad los morreos, en un espacio más íntimo y menos aséptico que un gimnasio, tenue luz modulada, se introduce Transformation de Nona Hendryx y ahora sí nos dejamos invadir por el afecto sexual softcore de una pista electro-funk que se deja volar libre, un hombre aceptando el desnudo de otro, haciendo valer destrabado su erotismo, e inevitablemente nos surge la pregunta sobre por qué siempre ha costado tanto al cine americano y de allende poner en juego semejante situación entre dos machos y una hembra, cuando al contrario fuera muy común, habiendo existido los efervescentes años sesenta, los rabiosos años setenta, las ínfulas del amor libre, por qué se les antojó imposible, aunque fuese momentáneamente, llegar a semejante solución de conveniencia a los intelectos libertarios de Jules et Jim. Problematizando el fetiche, abundan en Heartbreakers los pechos sobredimensionados, las botas de tacón y la falsa inmovilización de la pin-up girl reseguida, perseguida, en los lienzos de Blue con cuidadosa artesanía, apetito inagotable, movimiento perpetuo y trance, como el que embarga a Eli, dos personajes a los que el filme priva durante un rato de gozo, de placer y de libertad para insinuarles que acaso la sociedad ha cubierto con falsos problemas materiales los verdaderos problemas del hombre, para evitarle que reconozca la melancolía de su destino o la desesperación de su impotencia, constante bregar la realidad que ambos afrontan con travesura, como el cineasta Bobby Roth, sin pizca de zafiedad, ni cursi, ni camp, más bien dotado de un romanticismo que tildaríamos de beso en la boca. Incluso un sentir nostalgia por un decoro que probablemente nunca existió, como el que añoraba Fred en Damsels in Distress (Whit Stillman, 2011).

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A nivel sentimental, habitamos un mundo eminentemente nocturno, en el cual las transacciones o los sucesos realmente importantes tienen lugar durante la noche. Jugando a ráquetbol tras un reenganche al salir de la discoteca, para saldar cuentas, pues las horas de la madrugada hinchen el reborde de las cosas no dichas ni expresadas, acumulándose hasta un hipotético amanecer donde la luz, siempre invasora, fuente de dolor, crea efluvios de conturbaciones finalmente manifestadas físicamente: a golpizas entre amigos, confesiones a lágrima viva. Y es que estos biorritmos con los que el mejor cine americano consigue engañarnos, impregnando de convicción-acción sintética lo que entendemos por esa esfera incólume y dorada formada por la celestial mitad de la vida en acomodo con la semicircular cáscara de la existencia (Rilke), precisan también de un ligero cuestionamiento; los cineastas que más nos interesan no rompen del todo el embrujo ─asumimos la paradoja─, terminan cediendo a su particular elementalidad vital, días marcados, engarces de contagiosa consecución. Herencia del wéstern, incuestionable sensación de la vida como campo de batalla, uno puede enamorarse, sufrir las suficientes traiciones o requiebros amicales, acumular la cantidad pertinente de alcohol en el hígado, en fin, participar de la sociedad en tanto que potenciales moldeadores concernientes del juego de sus ímpetus. En esto Norteamérica ha perdido ya al rey, la dama y las torres, malvive ahora malvendiendo idiotas sentimentales en un paisaje de batallas que quedan lejos, y el drama no se traba entre el saloon y el diner, autopista mediante; la posibilidad de una vida cerrada, autárquica, ejemplarizante incluso en cuanto acción completa, ha borrado sus huellas, dejando a su público persiguiendo espejismos, quimeras, de una ilusión de conducta que ni en sueños conseguirá aprehender. Educada la juventud de los ochenta en esta ley de la calle, los desperdicios de dicha praxis escolástica los notamos chocando contra el asfalto cada vez que entablamos conversación con alguno de estos hijos bastardos de Norteamérica, europeos desbaratados.

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NOSOTROS

ESPECIAL ALBERT BROOKS

Lost in America (1985); por Dave Kehr
Lost in America (1985)
Defending Your Life (1991)

Defending Your Life (Albert Brooks, 1991)

Si crees complicitar enteramente con una persona, date a ver en su compañía un filme de Albert Brooks: si se da el caso que lográis anticiparos mutuamente cuándo el otro va a reír, o va a dudar de si reírse, pues muchas felicidades, os es concedido a ambos el morir en paz, casi que suicidaos, ya que en adelante podréis abrigar la certeza de que al expirar abriréis de la mano unidos las puertas del cielo. En cambio y afortunadamente, planos de una hechura tan diáfana como los de Brooks siempre incitarán al espectador a tomar partido por su propia individualidad terrenal, carnalidad perceptiva. Al modo de un jurado popular, se espera que cada cual haga regir su opinión, se aferre al mimbre que crea más conveniente, lance el suyo, una vez arrojado desde las alturas hacia encuadres de ancha llanura emocional pero sin pistas de aterrizaje apreciables. Sonrisas y lágrimas saltarán a destiempo, no enlatadas, irreconciliables. Por cada gozo privado, un prurito de temor compartido. Contra menos te conozco más te quiero conocer, más te amo (la risita pilla de Meryl Streep). Cine purgante, romances sincréticamente modernos. Según Brooks, tampoco será culpa nuestra del todo no habernos llegado nunca a conocer (yo a ti, uno a uno mismo), pues aquí en la Tierra median tapias como la publicidad, la posición social, indigestiones por comer, el crudo dinero. Así, cada espectador se calzará su propio running gag, las dos condiciones son hacerlo solo (sin ayuda) y a la pata coja (imitando los humores del gag). Decía “afortunadamente” porque esta carrera de sacos desigual, consistente en gozar en presente juntos pero según el temperamento a destiempos, certifica un desajuste que nos recorre en tanto espectadores probándonos contingentes, distintos, inconmensurables, aún por conocer, en una palabra: redivivos.
          Para lograr esta espaciosa temida libertad, este acomodo embarazoso, ¿qué carencia constitutiva abraza el montaje de Brooks? Yo diría: la falta casi total de descargas. Ordenados los comediantes de más a menos electrizantes, dichas descargas se encuentran por igual repartidas en Jerry Lewis, Buster Keaton, Pierre Étaix, Charlie Chaplin… incluso, es forzoso admitirlo, en Jacques Tati ─aunque tal descarga languidezca como lento pierde el aire un cojín que se pee. Lost in America (Brooks, 1985) tienta medirse con The Long, Long Trailer (1954) de Vincente Minnelli pero a voltaje negativo, es decir, sin echar al barro a Julie Hagerty y sin la canción de la cucaracha. Como en las demás, en Defending Your Life las sorpresas que achaca Daniel nunca llegarán al desastre, pues suelen caer, en el peor de los casos, del lado de la decepción absoluta, tratándose en el mejor de una especie de alivio ansiolítico. Mientras el cuerpo intenta a duras penas recomponerse, los cortes, los travellings de seguimiento, los múltiples paralelepípedos que conforman el mundo perseveran en su geométrica solidez. Aquí, los insertos sucintos que se introducen del rostro de Brooks al acusar un chasco inopinado funcionan como verdaderos pillow shots. Su cara hace las veces de almohada hundida por un puñetazo. Muy breve, se nos da a ver esta superficie mullida y desbravada intentando rehacerse ególatra, defendiendo su vida, pretendiendo volver a su forma; pero ante el estupor, Brooks siempre corta antes.

Defending Your Life Albert Brooks 1

Defending Your Life Albert Brooks 2
Defending Your Life (Albert Brooks, 1991)

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The Long, Long Trailer (Vincente Minnelli, 1954)

EL CINE; por Virginia Woolf

“EL CINE” (Virginia Woolf, 1926) en Horas en una biblioteca, Seix Barral, 2016; págs. 323 – 330. Traductor: Miguel Martínez-Lage. Originalmente en: The Nation and Athenaeum (3 de julio de 1926).

Dice la gente que el buen salvaje ha dejado de existir en nosotros, que estamos en una fase terminal de la civilización, que ya todo está dicho, que es muy tarde para tener ambiciones. Estos filósofos seguramente se han olvidado del cine. Nunca han visto al buen salvaje del siglo XX cuando este va a ver una película. Nunca se han sentado ante la pantalla grande, ni han pensado en que por muy vestidos que vayan, por gruesa que sea la alfombra en la que han plantado los pies, ninguna distancia los separa de aquellos hombres desnudos, de ojos ardientes, que golpeaban una con otra dos barras de hierro y oían en el clangor un preanuncio de la música de Mozart.
          En este caso, cómo no, los barrotes están forjados, y tan cubiertos por un cúmulo de materia ajena que resulta sumamente difícil oír nada con una cierta claridad. Todo es barullo, ruido de fondo, caos. Nos asomamos al borde de un caldero en el que parece que bullen fragmentos de todas las formas y sabores; de vez en cuando cuaja en la superficie algo de gran vastedad, que parece a punto de rebosar del caldero. Sin embargo, a primera vista, el arte del cine parece simple, casi estúpido. El rey estrecha la mano de todo un equipo de fútbol; aparece el yate de Sir Thomas Lipton; Jack Horner se alza con el triunfo en el Grand National. El ojo todo lo absorbe simultáneamente, y el cerebro, gratamente excitado, se acomoda a contemplar cómo suceden las cosas sin tomarse la molestia de pensar en nada. El ojo normal y corriente, el ojo poco o nada estético de los ingleses, viene a ser un sencillo mecanismo que se cuida de que el cuerpo no caiga por la trampilla de una carbonera, que proporciona al cerebro juguetes y chucherías para mantenerlo tranquilo, y que es de fiar, porque habrá de comportarse igual que una doncella competente cuando el cerebro llegue a la conclusión de que ya va siendo hora de despertar. ¿Qué sentido tiene, pues, excitarse de golpe en plena somnolencia, y todo para pedir auxilio? El ojo está en aprietos. El ojo necesita socorro. El ojo dice al cerebro: «Está pasando algo que yo no entiendo ni de lejos. Se te necesita aquí». Juntos, contemplan al rey, contemplan el barco, contemplan el caballo, y el cerebro ve de inmediato que han adquirido una cualidad que no se corresponde con la fotografía del natural. Se han convertido en algo no más bello en el sentido en que lo son las imágenes, sino, digamos (nuestro vocabulario es precariamente insuficiente), más real, o real quizá, pero con una realidad distinta, ¿seguro?, de la que percibimos en la vida cotidiana. Los contemplamos como son cuando no están. Vemos la vida como si no tuviéramos ningún papel en ella. Mirando la pantalla, nos parece estar lejos de las mezquindades de la existencia real. El caballo no va a soltarnos una coz. El rey no nos dará un apretón de mano. La ola no nos mojará los pies. Desde tal punto de vista, observando las extravagancias de nuestros semejantes, tenemos tiempo de sentir a la vez la compasión y la diversión, de dotar a un solo hombre de todos los atributos de la raza. Ver cómo navega el barco y cómo rompe la ola nos permite disponer del tiempo de abrir la mente a la belleza y de registrarla por encima de la extraña sensación que supone: esa belleza seguirá intacta, florecerá siempre, tanto si se contempla como si no. Por si fuera poco, todo esto sucedió hace una decena de años, o eso se nos dice. Contemplamos un mundo que se han tragado las olas. Las recién casadas salen de la abadía, pero ahora ya son madres. Los allegados se muestran ardientes, pero hoy han callado. Las madres, llorosas; los invitados, contentos. Se ha ganado, se ha perdido, se ha terminado. La guerra abrió su abismo a los pies de toda esta inocencia, de toda esta ignorancia, pero de tal modo que bailamos, hicimos piruetas, bregamos, deseamos, de modo que brillara el sol y corriesen las nubes, y así hasta el final.
          En cambio, los cineastas parecen insatisfechos con tan obvias fuentes de interés como es el caso del paso del tiempo y la sugestión que la realidad desprende. Desprecian el vuelo de las gaviotas, los barcos en el Támesis; desprecian al príncipe de Gales, Mile End Road, Piccadilly Circus. Desean mejorar, alterar, crear un arte propio. Es natural; parece que es mucho lo que entra en su espectro. Son muchas las artes que parecen dispuestas a prestar ayuda. Diríase que todas las novelas famosas del mundo, con sus personajes y escenas de sobra conocidos, están a la espera de encontrar la película que las refleje. ¿Hay algo más fácil, más simple? El cine cae sobre su presa con rapacidad inmensa, y hasta este momento subsiste sobre todo gracias a los despojos de su infortunada víctima. Pero los resultados son desastrosos para ambos. La alianza es contra natura. Ojo y cerebro se desgarran de un modo despiadado cuando en vano tratan de funcionar en pareja. Dice el ojo: «He aquí a Ana Karenina». Aparece una voluptuosa señora con vestido de terciopelo negro y collar de perlas. El cerebro, en cambio, dice: «Esa es tan Ana Karenina como podría ser la reina Victoria». Y es que el cerebro conoce a Ana Karenina casi en la totalidad de su espíritu: su encanto, su pasión, su desespero. El énfasis que pone el cine recaerá en sus dientes, sus perlas, su terciopelo negro. Entonces, «Ana se enamora de Vronski», esto es, la dama del terciopelo negro cae en brazos de un caballero de uniforme, y se besan con suculencia enorme, con gran intención, con gesticulación infinita, en un sofá de una biblioteca extremadamente oportuna, mientras un jardinero a la sazón siega el césped de la entrada. Así vamos y venimos a tirones a lo largo de las novelas más famosas del mundo. Así las manifestamos en una sola sílaba, escrita, por qué no, con la caligrafía de un chiquilicuatre analfabeto. Un beso es el amor. Una taza rota son los celos. Una sonrisa es la felicidad. La muerte es un féretro. Ninguna de estas cosas guarda la más mínima conexión con la novela que escribió Tolstói, y solo cuando renunciamos a relacionar las imágenes del libro con las escenas accidentales que nos llegan ─por ejemplo, el jardinero que siega el césped─ colegimos de qué sería el cine capaz si se le dejase a sus anchas.
          Ya, claro, pero ¿cuáles son esos recursos que tiene? Si dejara de ser un parásito, ¿cómo caminaría erguido? En la actualidad, solo a partir de indicios puede uno formarse una conjetura. Por ejemplo: el otro día, en un pase del Doctor Caligari apareció una sombra en forma de renacuajo en una de las esquinas de la pantalla. Se fue hinchando hasta alcanzar un tamaño descomunal, retembló, se sobró, volvió al cabo a ser inexistente. Por un instante, pareció encarnar una imaginación monstruosamente enferma en el cerebro de un lunático. Por un momento pareció que pudiera ser transmitida con más eficacia por medio de la forma que por medio de las palabras. El monstruoso, temblequeante renacuajo parecía ser la encarnación misma del miedo, y no la proclama de «Tengo miedo». De hecho, la sombra era mero accidente, el efecto no era intencionado. Pero si una sombra en un momento determinado puede llegar a sugerir tanto más que los gestos y palabras reales de los hombres y mujeres que son presa del miedo, parece evidente que el cine tiene en su poder innumerables símbolos de la emoción que hasta el momento no han encontrado el cauce de expresión más idóneo. Además de sus formas habituales, el terror tiene la forma de un renacuajo: se hincha, prospera, tiembla, desaparece. La cólera deja de ser tan solo despotricar y retórica, caras coloradas, puños cerrados. Tal vez sea una línea negra que culebrea sobre una sábana blanca. Ana y Vronski ya no tienen que hacer muecas. Tienen a su entera disposición… ¿el qué? ¿Hay acaso, nos preguntamos, un lenguaje secreto que sentimos y vemos, que nunca decimos? En tal caso, ¿puede ser visible? ¿Hay alguna característica que posea el pensamiento y que pueda plasmarse visiblemente sin ayuda de las palabras? Tiene velocidad y tiene lentitud; tiene las virtudes de una flecha, a la par que una circunlocución vaporosa. Pero también tiene, especialmente en los momentos de emoción, el poder de plasmarse en imágenes, la necesidad de cargar su pesado fardo sobre otros hombros, de que una imagen corra a su lado. Por algún motivo, la semejanza del pensamiento es más bella, más comprensible, más asequible, que el pensamiento mismo. Como todo el mundo sabe, en Shakespeare las ideas más complejas forman cadenas de imágenes a lo largo de las cuales ascendemos, cambiamos, bajamos, hasta llegar a la luz del día. Pero es evidente que las imágenes de un poeta no se han de forjar en bronce, no se han de perfilar a lápiz. Son un compendio de millares de sugerencias, de las cuales la visual es solo la más obvia, o la superior. Hasta la imagen más sencilla, «Mi amor es como una rosa roja, rojísima, que ha brotado en junio», nos ofrece una sensación de humedad y de calor, y el resplandor del carmesí, y la suavidad de los pétalos, mezcladas de manera indisoluble, tendidas sobre una rima que es en sí la voz de la pasión y del titubeo del amante. Todo esto, que es asequible a las palabras, y solo a las palabras, es lo que el cine tiene que evitar.
          Con todo y con eso, si es tan grande la parte de nuestro pensamiento y sentimiento relacionada con la vista, algún residuo de emoción visual, que no le sirve de nada al pintor, ni al poeta, tal vez aún aguarde al cine. Es muy probable que tales símbolos sean asaz distintos de los objetos reales que vemos ante nuestros propios ojos. Una abstracción, algo que exige muy poca colaboración de la palabra o de la música para ser inteligible, si bien las usa de manera ancilar… de tales abstracciones con el tiempo es posible que terminen por estar hechas las películas. Claro que cuando se halle un símbolo nuevo para expresar el pensamiento, el cineasta dispondrá de una riqueza enorme. La exactitud de la realidad, su sorprendente poder de sugestión, estarán al alcance de su mano en un visto y no visto. Hay Anas Kareninas y Vronskis a porrillo. En carne y hueso. Si a esas realidades consigue insuflar emoción, y si sabe animar la forma perfecta con el pensamiento, su botín será incalculable. A medida que el humo se disipe en las laderas del Vesubio, tendríamos que poder ver el pensamiento en su estado puro, en toda su belleza, en su rareza, vertiéndose sobre los hombres que se han acodado a una mesa, sobre las mujeres con los bolsos en el suelo. Tendríamos que ver esas emociones entremezclándose, de modo que se afecten unas a las otras. Tendríamos que ver, a ser posible, violentos cambios de emoción producidos por la colisión entre todas ellas. Los contrastes más fantásticos podrían centellear ante nuestros ojos con una velocidad tras la cual el escritor solo podrá desvivirse en vano, y la arquitectura de ensueño de los soportales y los baluartes, las cascadas, los enhiestos surtidores de las fuentes, que a veces nos visitan en sueños, o se forman en las habitaciones en penumbra. Todo ello podría materializarse ante nuestros ojos desvelados. No habría una sola fantasía excesiva, ni carente de sustancia. El pasado podría desplegarse ante nuestros ojos, aniquilarse las distancias, y esos abismos que dislocan las novelas (por ejemplo, cuando Tolstói tiene que pasar de Levin a Ana, y en esa transición se le desencuaderna el relato, y desacuerda toda nuestra simpatía) bien podrían, gracias a la igualdad del telón de fondo, a la repetición de una escena, pasar inadvertidos.
          A día de hoy, nadie sabría decirnos cómo ha de intentarse todo esto, y menos aún cómo podría lograrse. Tenemos vislumbres solamente en el caos de las calles, tal vez cuando una momentánea mezcla de colores, de sonido, de movimiento, sugiere la existencia de una escena a la espera de quedar fijada. A veces también los tenemos en el cine, en medio de su inmensa destreza, de su enorme resolución técnica, en las cortinillas, cuando contemplamos, a lo lejos, cierta belleza desconocida e inesperada. Pero solo ha de durar un instante, porque ha ocurrido algo extraño: así como todas las demás artes nacieron desnudas, esta, la más joven, ha nacido vestida de cuerpo entero. Puede decirlo todo antes de tener nada que decir. Es como si la tribu del buen salvaje, en vez de hallar dos barrotes de hierro con los que tañer un clangor, hubiera encontrado a la orilla del mar los violines, las flautas, los saxofones, las trompetas, los pianos de cola que fabrican Erard y Bechstein, y como si hubiera principiado con una energía increíble, pero sin saber una sola nota, a aporrearlos todos ellos a la vez.

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The Kreutzer Sonata (Bernard Rose, 2008) [2.ª parte de la Tetralogía León Tolstói]

CARGAR LA FORTUNA

Woman from the Provinces [Kobieta z prowincji] (Andrzej Barański, 1985)

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No, no es idealización de algo distante lo que así anima un momento pasado, porque no se te oculta como sórdido aquél y su ambiente, cuando oías el son de las campanas, sin nada precioso o amado donde dicho momento se fijara, tal el insecto en un fragmento de ámbar. La nitidez de su impresión, cuando tú absorto, cerradas las compuertas de los restantes sentidos, contenías la vida enteramente en una percepción auditiva, inútil entonces e inútil ahora, opera el encanto tardío de la evocación, haciendo la imagen más bella y significante que la realidad. Y de ello supondrías cómo la importancia o fortuna de una existencia individual no resulta de las circunstancias trascendentales o felices que en ella concurran, sino, aun cuando anónima o desdichada, de la fidelidad con que haya sido vivida.

Ocnos, Luis Cernuda

Extinta la memoria dilucidadora, no queda ya otra cosa que la luz impactando sobre la ventana, cambiando con desvelo ingenuo el matiz coloreado del tomillo, la celidonia y el diente de león, no recordará ya la anciana Andzia que la combinación de esas especias y plantas proporcionaba unas cuantas monedas, ella siempre dispuesta a recubrir el recorrido hermético, opaco, solapado, de los días con combinaciones causales, conciencia de remendona, dos trozos de tela, unos lazos, los vende en el mercado mientras despreciables viejas piensan que cualquier harapo de sus hogares vale más que eso, oídos sordos, oídos sordos. Mientras la memoria permanezca, aun amenazada por desvelos sobreexpuestos de destellos germinantes que bien podrían anunciar también un final, Andzia recordará, su vanidad no es más que concordancia acorde al mísero camino de medio siglo cercado en provincia polaca. El filme de Barański camina decidido hacia atrás permitiéndose volver sobre la vejez de Andzia para que comprendamos. Entonces, poco costará, retomando el orden inverso que aguijonea la cronología en este filme, enlazar de dónde venían esas especias, para qué servían: sin papel o tela para secar las hierbas, la niña recogía bardanas y hojas de rábano picante, asegurándose en desterrar rastros de humedad, así luego extendía las hierbas para venderlas. He ahí las monedas. Aquellas no aceptadas cuando el párroco que dictaba escolarización se las ofrecía al verla con los zapatos descalzos, mala manera de ir a misa los domingos. Recordar el orden de las cosas sin gracia, revelación, pena ni condena, sino con la aclaratoria clarividencia de quien tiene el suficiente sosiego para pensar mientras hace croché durante horas, pues también ha casado su mente a diversas tareas durante los años de entreguerras, la II Guerra Mundial, o el periodo donde la República Popular de Polonia imponía represalias, fusilamientos y exilios.
          Es esta luz casera matutina, de primeras horas nubladas, la que acogemos sin tinieblas, emplazándonos en el entorno de posguerra, sesenta años después del nacimiento de Andzia, un día cualquiera de unos años más cercanos al acá de la realización del filme que al allá al que luego se remonta el metraje.
          Es esta luz casera matutina la que reconocemos, la que nos enclava, esta tenacidad de un encuadre sintético, amplio, muy angular, privilegiado a la hora de adaptarse a la disposición particular de viviendas y recodos naturales, calles en las que nunca circula demasiada gente, avezado en la captación de singularidades dramáticas, esquinas, muros de carga, depositados en la duración de instantes de un singular decoro femenino, silencios que alientan simpatía, o murmullos de fondo que preludian incomprensión, marginación, rechazo, hacia quien dice lo que piensa.
          Es esta luz casera matutina la que acompaña al bebé dando sus primeros pasos sobre la hierba, caerse y llorar, brotando a una existencia en la que desparramamos nuestra voluntad para luego reengancharla en enmiendas desafiando lo valetudinario del entorno celeste, la réplica de quedo desespero orgulloso, consejos de madre pilluela; Andzia, de Cristo coge la estampa y se agarra a ella en una prueba para puesto de trabajo en planta estatal, un gesto que se nos concita en plano detalle con incandescente cercanía hermanadora. Colocados con la mayor conciencia, una serie de acercamientos ínclitos pueblan el metraje, unas manos trabajando la tela, unos labios besando la estampa, monedas arrejuntadas, los restos del pescado que los alemanes destinan a los críos, el collar de ámbar del hijo de una señorona, dedos que trabajan la máquina de tricotar, el esfuerzo, atención, separación explícita del ambiente, adaptación de un cineasta, Barański, y de un director de fotografía, Ryszard Lenczewski, volviendo a sorprendernos en estos meses de una primavera tardía.
          Por desgracia, en otros filmes polacos pudimos ver la luz más arisca, rota, hecha descuido, fuente de malestar, los trabajos lumínicos más descompensados de una rama del cine moderno, ahora, empero, descubrimos que por los mismos años se estaban filmando las obras más refinadas, delicadas, cada trabajo remitiendo al cuidado de un Arnaut Daniel, cada noche cercenándonos recuerdos nebulosos, concepciones erradas, la luz de una Polonia a través de la cual repasamos momentos ya fijados, haciendo unidad con nuestros miles de presentimientos y necesidad de rehacer la historia del cine, de cada cine, nuestro trabajo llevará más de una vida, la ociosidad, contemplación de una luz nueva, ese es el porvenir que reclamamos. No admitimos distracciones.
          Polonia bajo la producción del estudio Kadr, recabamos ─con la exigua información de que disponemos─ que se trataba de un grupo políticamente más propenso a un ilusorio centro, lejos de fervores izquierdistas o abiertamente reaccionarios, casa bajo la cual nuestro temido Jerzy Kawalerowicz realizó buena parte de su producción. Alejado de una reivindicación honrosa que acapare a un movimiento, un grupo, una camarilla, en los cuatro filmes que hemos podido ver de Barański, adaptaciones literarias sin excepción, esta que nos ocupa coescrita con el autor original, Waldemar Siemiński, no encontramos una mundología evidente desde la que atalayar nuestros sentimientos más románticos, esas escapadas al fin de una era de generación derrotada que vislumbramos incluso en el filme polaco más turbulento ─Pasja (Stanisław Różewicz, 1978)─, con Barański, sin embargo, sentimos siempre un carácter de especificidad y adherencia insistente al grupo o personaje concreto, casi como introduciéndonos de lleno en un extracto cualquiera del extenso paisaje natal, y negándonos siempre la occidentalización o el carácter de universal inmediatez. Pervive, sin servir de precedente, un término medio, una distancia, incluso jugada en gráciles y violentos paneos o zoomsBy the River Nowhere [Nad rzeką, której nie ma] (1991)─, en la que entramos de lleno, sin pórtico aunque encuadrados con certeza, en el acaecer concreto de circunstancias biográficas que no deben nada ni a la gloria ni a una honradez nacional, biografías tomadas porque los cuerpos estaban ahí, buscando algo, perfilando el tono nada histórico de un paisaje urbano, campestre o de provincias, caso que nos ocupa, por el que unos cuantos detritus de la historia del meollo de la centuria pasada eligió emplazar sus líneas rojas y negras. Kobieta z prowincji sitúa las ramas amargas de una historia vital a la que vamos diciendo adiós con la mano mientras retrocedemos, año tras año, sin salvación, en la vida de Andzia. Las posibilidades de un registro fiel a la pulpa material de la tierra, sus vientos, ruidos, bichos, bordillos, hierbajos, que han obtenido la síntesis límpida de un objeto al cual miramos desde un ángulo, dos, tres, privilegiados, pero no aumentando demasiado el número, para luego pasar a la incierta toma donde una reacción no esperada trastoca el económico registro. Ahora sí, tan lejos y tan cerca.
          La osada inventiva y recursos técnicos que Barański reparte con suma discreción a lo ancho del metraje incluyen rápidos transfocos, insertos que calificarían como letales, súbitas aperturas y cierres del diafragma, desorbitaciones que propulsan la espacialidad diáfana de sus planos hacia reinos donde unos ojos puros, constantes, no bastarían para captar los tintes trascendentes que en ocasiones concede la realidad cotidiana. Lo esencial surgirá al yuxtaponer con sabiduría imágenes claras y oscuras, tomas largas y cortas, instantes de movimiento y quietud. En la imbricación del tejido fílmico se juega la fuerza de la película. Consolidadas por el cineasta, tratamos con incompletitudes, variaciones, como las representadas por las figuras históricas del hombre y la mujer: nos sentiremos un tanto espías observando a los varones haciendo valer las responsabilidades propias de su condición social en la hora del cortejo y la impostura, a las doncellas sublevarse en voz baja, duchas en las lides del mareo, la indecisión, el desplante, irguiéndose con disimulo en valedoras de su poder embaucador, sucedía tanto en Tabu (1988) como en A Bachelor’s Life Abroad [Kawalerskie życie na obczyźnie] (1992), y asimismo con el filme que nos ocupa, el salto al matrimonio semejará el postrero ardid inmovilizante, arbitrio mortal escogido a tientas.
          Quedarnos quietos desde un ángulo privilegiado nos fija y nos hace atender a intercambios donde nadie parece tener la voz claramente cantante, un azar que no nace del cinismo del “mírelos, deles una moneda”, más bien surge de aquel que, progresando entre los mundos muertos bajo la nieve eterna, enfría poco a poco el universo exangüe, jamás conculcado por ciertos seres humanos que bien podrían encarnar a la esposa de Lot, los mercachifles del gobierno que toque, incapaces de encajar un piropo a tiempo, el marido con sueños de koljós y guarderías, en un mundo que pronto iba a manosear el término camarada hasta hacerlo vomitar, luego, pasados los años, pegado frente a la maldita televisión viendo deportes, la sensibilidad acallada, estos hombres y mujeres crepitan la buena voluntad de quien se satisface con poco pero necesita ese poco para al menos no sentir que sus pasos los dirige un cruel sotavento, proa, popa, extremo de una casa más larga que ancha, entreguerras, tres habitaciones, cuarto de baño, cocina, vestíbulo, posguerra, era el sueño de la hija, ¿de qué ha servido cuando sonríe más la madre que la primogénita? Engañosa falta de ambición que, fíjense, acaba terminando por transmigrar en esencia de la tierra baldía. Los damos por sentado, y los planos no hacen nada porque no los demos por sentado, por eso el filme requiere de una particular predisposición, aquella que escarbando bajo la ruta cuesta atrás de genealogía de anciana serena encuentre sus piedras de toque en triunfos y derrotas, intentos de salvaguardar la pequeña cosa que era algo más que nada, los paneos encuentran su concurrencia deseada al volver a la infancia, el sol cálido, la desgracia económica, el apretujamiento en vagones-hogar en los que el plano detalle vuelve en una de sus últimas manifestaciones, dulces traídos por papá, sazonados, sobre las hijas durmiendo, todo el futuro por delante, lejos de rayos de poliédrico abucheo, el sino de los tiempos, reposando por un instante mientras cae el azúcar.

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El andamiaje de cineasta a la intemperie osada de la templanza, un retome de la rima asonante, de darnos el lujo de esperar por el relieve, las curvas, contornos, auras, de las cosas vivas y muertas: un tomate, un medallón que ayuda a abrochar Andzia antes de perderse ahogado el marido en un río, la salvación de la historia no vendrá con la épica aquí, reclamaremos la cadencia, la repetición, panorámicas tres veces de derecha a izquierda, filmados los recién casados, sin amor correspondido, a la ventana, la noche y las flores, rezumando un olor que solo percibimos como ansiando un fulgor arcano, el aproximarse de la Décima Esfera. Deriva esta disposición de notas retornadas en movimientos recapturados, evidenciando no el caos ni la indiferencia, mas esas pequeñas separaciones en cuadro ─la confianza para tomar la escena, los cuerpos, de una toma, ningún miedo a paralizarlos, y ellos continúan su devenir─, de un lado de la casa, el enamorado, Tadek, una tarde hermosa, crepúsculo cerniéndose sobre el banquete de bodas, dejado atrás al amado, seguimos en travelling esquinado a la novia, uniéndose al banquete, sabemos que la satisfacción de Andzia comienza a disminuir, sin tocar los bajos fondos, la conocemos lo suficiente a estas alturas, los comensales la esperan, un beso que no dará, los que bailan a la derecha y al fondo, casi siluetas animando la tarde derrotada, luego, tras el incorporarse, acercándonos a la mesa desde un ligero plano picado sin solución de continuidad, estamos ya rodeados por la desgracia silenciosa de la elección rota, un futuro que se pierde, pasa la novia a beber de la copa, mirando al cielo con el trago ella, nos aproximamos a los labios desde la media distancia, luz sobreexpuesta, a punto de cubrir de blanco el campo visual. Otra concesión silenciosa, rodeada de sonrisas, complicidades, los campos que escucharon emerger pies de niña curiosa, cediendo en la puesta de sol otra varilla más del abanico con el que despertó, dispuesta a caminar hacia una inexistente frontera, con la esperanza de encontrar un trozo de orbe en el que posar su pequeño mercadillo.

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Woman from the Provinces [Kobieta z prowincji] (Andrzej Barański, 1985), disponible online