UNA TUMBA PARA EL OJO

NICOLAS ROEG; por Manny Farber y Patricia Patterson

NICOLAS ROEG
por Manny Farber y Patricia Patterson

en Farber on Film: The Complete Film Writings of Manny Farber. Ed: A Library of America Special Publication, 2009; págs. 731-738.

“Es algo que me obsesiona: la idea de dónde, cómo nos acercamos, y dónde alcanzamos finalmente nuestras propias escenas de muerte. Hoy en día, cuando la gente habla del cine gótico, está hablando realmente del camp. Es muy triste, porque el gótico es una influencia cultural tremenda, no es para nada una cosa divertida”.

Nicolas Roeg

 

Don’t Look Now (1973)

 

Camarógrafo por mucho tiempo (desde 1947) en algunos proyectos únicos, Petulia para Dick Lester y The Masque of the Red Death para Roger Corman, Nicolas Roeg es un elegante, si acaso arty, director con un historial imponente: un filme de acción rápido, brutal, drogado, sobre la sexualidad pervertida como la clave para la violencia (Performance, una colaboración con Donald Cammell: “Es imposible averiguar quién hizo qué”); una perspicaz lectura del comportamiento infantil hecha con el ojo de un documentalista, demostrando la idea, vertebradora de su carrera, de que el mundo, cualesquiera que sean sus faltas, es visualmente imponente (Walkabout); y su filme más complejo hasta la fecha, un laberinto a lo Henry James construido alrededor de la brillante interpretación sombría de Donald Sutherland de un hombre cauteloso, práctico, en una ciudad incontrolable (“No espere demasiado, Señor Baxter”, le dice el inspector de policía del antiguo laberinto de Venecia, que finalmente destruye a Sutherland y su obstinación en Don’t Look Now).
          Siempre envuelto en esto-contra-aquello, la coexistencia de contradicciones, los filmes muy atléticos de Roeg están llenos de estrategias barrocas ─montaje sincopado y nervioso, una escala patas arribas, un espacio con forma de acuario en el que el silencio es un efecto fundamental junto con la sensación de gente flotando, como si estuviera soñando, hacia el frente de una estirada, siniestra inmensidad ─y la impresión de que la gente no ama la vida lo suficiente; o son demasiado rígidos o testarudos para obtener tanto de la vida como podrían.
          Su filme extremadamente facetado es muy obsequioso, pero el encanto ─los lindos planos de animales, cosmopolitas impecablemente arreglados y bonitas puestas de sol─ cuenta mucho menos que el uso astuto del medio. Cada película empieza con una mínima idea para la trama ─tres niños a la deriva en el outback australiano; un gánster escondiéndose del sindicato en una bruma de drogas de un manipulador erótico, transexualidad y referencias literarias; un restaurador de iglesias recibiendo un mensaje desde la tumba de que su hija está en peligro (“Mi hija no manda mensajes, Laura… ¡está muerta, muerta, muerta!”)─ y luego se construye hacia un intrincado, semi-impecable, absorbente mezcla de lo ominoso y lo líricamente sensual.
          Mientras que los alemanes radicales estaban recogiendo la pancarta de la actitud ocurrente de Warhol, parecería que los tres grandes de Inglaterra ─Losey, Boorman y Roeg─ tenían fijación con Muriel, su destreza principesca y fervor izquierdista. Hablando del modo en el que los franceses se manejaron en Algeria y la II Guerra Mundial, la película de Resnais acerca de Boulogne, una ciudad dividida por su bombardeado pasado y su reconstruido presente de posguerra, muestra las marcas dejadas en sus ciudadanos por las partes sórdidas o desencantadas que jugaron en las dos guerras.
          Las estrategias contra-narrativas de Muriel aparecen repetidamente en el filme barroco inglés, particularmente los cortes rápidos que producen un efecto de onda de planos para cada evento, la banda sonora disyuntiva situada en ángulos extraños a la presencia de personas, y la sensación de gente civilizada, de clase media, atrapada en medio de la corrupción que se instaló sin que se diesen cuenta. Sobre todo, responde a una síntesis de paisaje-persona, el efecto de la gente momentáneamente atada en un entorno subversivo. El terreno, potentemente presente, se convierte en el evento principal, y la cámara se transforma en el cerebro de la operación, el arma principal para exponer la corrosión social en la pesadilla de L.A. estéril, plástica, de edificios de oficinas brillantes, tiendas de coches usados y carteleras descomunales (Point Blank de Boorman), o la corrosión siendo revocada en los tres filmes de Roeg, donde el terreno exótico señala las deficiencias en una señorita ordenada, un gánster muy masculino, y un arquitecto demasiado sensato.
          En la extrañeza surrealista de Roeg, hay siempre un sobrecogedor mensaje de que Londres, dentro y fuera (Performance), el desolado desierto australiano (Walkabout) y los corredores góticos y vías fluviales de Venecia (Don’t Look Now) existieron antes de que su gente hubiese nacido y seguirán allí después de que mueran, lo cual ocurre a menudo en tres filmes encorchetados por muertes, de proa a popa. Este último filme, que empieza con la hija de un restaurador de iglesias persiguiendo una pelota de goma hacia un lago y ahogándose, y termina con su padre asesinado por un enano con cara de garfio vistiendo el reluciente impermeable rojo de su hija (bastante extraño), crea un auténtico terror adulto. Mientras la pareja Baxter (Sutherland y Julie Christie) se ve entrelazada con una psíquica inglesa y su hermana, que están haciendo turismo por Venecia, la escritura enajenada de Daphne Du Maurier se endurece con un interesante retrato de Venecia en el invierno, poniendo al espectador en contacto con las superficies de la ciudad, alturas, humedad, ratas, vestíbulos, canales.
          “Oh, no esté triste. He visto a su hija sentada entre usted y su marido… y se está riendo, es muy feliz, sabe”. El restaurador de iglesias de Sutherland, clarividente él mismo pero lo resiste, no presta atención a los mensajes de Hilary Mason provenientes de su hija Christine. Pero el uso de Roeg de esta inglesa solterona trasnochada, ciega, muestra la habilidad de Hitchcock para exprimir terror de personajes secundarios enigmáticos, sumada a ella su propia astucia geográfica por enredar los posibles rasgos siniestros de un personaje en un profundo y amenazador espacio. Roeg es muy inventivo y agradablemente artificial (en el estilo de Hitchcock de falsa pista) usando a su inquietante cara de luna y extenso cuerpo de paso corto para animar el terreno poco favorable, impredecible, de su ciudad. Luciéndola con picardía en los fondos, coreografiándola en la más incómoda relación con camas, sillas de coro, mementos de repisa, sacando su benevolencia fanática, de tía solterona, con una cámara funcionando a la manera de una liebre americana. La película gótica de Roeg tiene una riqueza escena-por-escena única en los filmes.
          Más que un director mono, absorto con su cámara, cogiendo temas pintorescos (drogas, transexualidad, la voluntad y lo sobrenatural), Roeg es un animista de los teatros de estreno. Insinúa que una estatua medieval, una bandada de patos aleteando en un canal embarrado, los diminutos azulejos de mosaico pisoteados por el zapato de un obispo, están tan vivos con posibilidades siniestras como la ciudad intimidante y la gente motivada cuestionablemente.
          Cortando bruscamente en personas a la mitad de una acción, cubriendo cada evento con un enfoque de cámara tras otro, desde el extremo espacio profundo hasta el primer plano, Don’t Look Now es un filme muy activo empleando los efectos de estiramiento, iluminación operística y gente elegante del arte manierista. En cada plano, la psíquica ciega es presentada diferentemente: variadamente vista desde abajo, como un plano detalle de sus ojos azules y sin iris, o como una inquietante figura minúscula pasando sus manos a través de las barandas de una silla de coro. El aspecto del cine de Roeg está desposado con cambios extremos en la escala y punto de vista. Enhebra todas las partes del medio para cada situación, usando dispositivos tan sospechosos como la cámara lenta, zooms y fotogramas congelados para crear la densidad de un acuario.
          Si no la mejor escena, la más vistosa set piece de Don’t Look Now es un acto sexual de Sutherland-Christie, todo superficie sin interiores, que apenas esquiva el esnobismo de una revista de moda, pero ilustra cuán lejos Roeg se puede desviar del contenido central de una escena para expandir sus ideas y dar una sensación de problema acechante. La escena no es la más adorable: el sexo podría ser interpretado solamente por los más esbeltos, ágiles y ricachos… a los actores se les concede el tratamiento del glamur completo: sombras, efectos elegantes de serpentina con sus torsos. Es interesante que el material extrapolado de Roeg invariablemente endurezca el evento, sugiriendo amenaza de los bajos fondos, ya sea espiritualmente como psicológicamente. En este caso, una secuencia punto-raya de planos, en la cual el movimiento serpentino del coito es alternado con planos verticales en la mitad del torso de una u otra persona vistiéndose, (1) se convierte en algo más elegantemente visible; (2) sitúa a la gente más firmemente en un estrato social selecto, afectado, y (3) subraya la conexión rumiante, preocupada, incluso frágil, con el paisaje inasible de Venecia.
          A Roeg le atraen las tácticas de tanques, como focos con lente de pez, reflejos convexos y movimiento nervioso. La mitad de las veces, sus gente están en un espacio medio o profundo, pero hay un acercamiento y retroceso impredecibles hacia la cámara, a la manera en la que un pez se mueve cara el cristal de un acuario. Cuando Jagger, un cantante en quiebra de Performance pasando su tiempo en exótica decadencia, canta su “Memo from Turner”, retando la idea de masculinidad del sindicato, sus mofas empujan su cara cerca de una lente convexa, lo que extiende y demoniza sus rasgos. Esta misma maniobra de lente en la siesta del niño en Walkabout se supone que sugiere calor pulverizador del desierto.
          La cantidad de detalle y demoras complicadas que son tejidas en una única línea fluida de acción es asombrosa, probablemente única en la historia de los filmes de acción. El montaje elíptico de Resnais se convierte en mucho más agresivo y pirotécnico mediante una vuelta hacia atrás, actitud de reevaluación y un deseo hitchcockiano de expulsarte de la trama principal en movimiento. Una simple acción, Sutherland posicionando una estatua, tres personas encontrándose en un muelle, se mueve hacia adelante por un infinito número de digresiones (no estás seguro de lo que estas significan, pero sientes que es algo). Una simple situación se fragmenta en aspectos subterráneos: ¿por qué el primer plano de un obispo elegante tipo Rex Harrison abriendo su abrigo para coger un pañuelo tiene un impacto tan desestabilizador? Cortando a través de la circulación normal de un encuentro mundano con un gesto enigmático que llena la pantalla entera, añade a la creciente malevolencia que rodea a Sutherland. Siguiendo el gesto del abrigo, las palabras murmuradas del obispo discreto, “teniendo en cuenta que es la casa de Dios, no se ocupa de ella… a lo mejor tiene otras prioridades”, suscitan la misma respuesta de ¿he-visto-bien?, ¿he-oído-bien?

Don't Look Now (Nicolas Roeg, 1973)

Tres eventos ─la caída desde el andamiaje, el posicionamiento de la estatua en el muro exterior de la iglesia, la entrevista de Sutherland con el ambivalente, sospechoso, inspector de policía (una insolente, extraña, muy efectiva interpretación)─ se encuentran en el corazón de este estilo cubista en espiral, en donde hay siempre la sensación de un evento siendo excavado para cualesquiera potenciales intrigas. Sutherland está en un andamiaje construido de manera poco profesional, chirriante, tres pisos arriba, comprobando algunos nuevos mosaicos en comparación con los originales en una pintura de la pared. Una tabla se suelta por encima de él, se estrella, rompiendo el andamiaje. Sutherland y los mosaicos diminutos son enviados al vuelo. La suavidad de este accidente es constantemente rebanada, así que el evento es mostrado de forma cubista desde varios lados. Junto con la cualidad ligera, conmovedora, de un momento-en-el-tiempo, se encuentra la sensación de una película haciendo espiral sobre sí misma, revelando mucho sin parecer artificial. La escena termina finalmente en un canal muy lejos de la iglesia: la policía draga una víctima de asesinato del canal, alzando por grúa su humillada forma del agua contaminada. El desalentador cuadro, visto desde la distancia, sugiere una vergonzosa crucifixión invertida; Sutherland, apenas recuperado de su caída, difícilmente puede asimilar esta nueva evidencia del horror y desperdicio merodeando la ciudad.

El complejo estilo gótico de Roeg también involucra:

(1) poner a sus personajes bien parecidos en un trampolín desorientador: la sensación del trampolín es una de dislocación, de estar en una suspensión de alzamiento-caída sin una noción segura de suelo. El andamiaje chirría lentamente de acá para allá: cada movimiento hacia la derecha revela un enorme ojo bizantino permaneciendo entre los tobillos de Sutherland; mucho más abajo, el funesto obispo observa una situación tensa a punto de explotar.

(2) fastidiar la escala del universo: cuando los dos niños de Walkabout, la señorita limpia y el señor explorador, comienzan su prueba en el outback, sus zapatos de tacón bajo de colegiala pasan flotando tras un reptil de ocho pulgadas; la cámara hace zoom in para revelar una criatura silbante, con lengua de víbora salida de El Bosco con una melena como un dinosaurio.

(3) sugiriendo la cualidad del silencio: el estilo enfatiza constantemente los intervalos entre la gente, partes de sonidos y eventos. El silencio tiene lugar en la tierra de nadie cuando la persona y/o el espectador intentan digerir experiencias diferentes. Dos críos duermen tranquilamente al lado de un charco. Mientras duermen y la noche pasa a través de cinco estados lumínicos, una serpiente enorme se desliza alrededor de una rama cercana a sus cuerpos, un wómbat se contonea husmeándolos, sin asustar ni despertar a ninguno, particularmente el rubio hecho polvo y sonriendo en medio de esta encrucijada de animales.

(4)  usando un distintivo ritmo de cortes para cada sección: la apertura intrigante de Don’t Look Now comienza con lluvia en el lago y termina con el grito abrupto de Christie, a la visión del cadáver de su hija en los brazos de su marido; es un entrecruzado de planos, cada uno ligeramente hacia la izquierda o derecha del precedente. Cuando el muchacho aborigen aparece por primera vez en Walkabout, una silueta diminuta en el horizonte, avanzando en un zigzag serpenteante colina abajo hacia la hermana y hermano exhaustos, esta estrategia izquierda-derecha sigue una ruta expresionista más lenta (primer plano de un lagarto corpulento tragándose uno más pequeño, planos congelados del cazador triunfante, el parpadeo de Lucien John se asombra con el acercamiento giratorio del negro) hacia una opulencia de marca personal.

En Muriel, la cualidad primordial era el frío éxtasis de la fisicidad con la vieja-nueva ciudad y la triste transitoriedad de la gente, sus delirios y obsesiones. Walkabout está llena de tristeza, en este caso el divorcio de la gente de clase media de Sydney con la Naturaleza. Su quebradizo aislamiento es hábilmente condensado en una set piece siniestra de planos como cartas. Esta extraña síntesis tiene la precisión aristocrática de Resnais y su frialdad: una chica entusiasta-por-conformarse practicando ejercicios respiratorios en una clase de voz, un niño permaneciendo entre peatones en una esquina muy transitada con encantadora confianza en sí mismo, un plano de una pared de ladrillo que panea hacia la derecha para exponer el outback desolado, una imagen tipo Hockney del padre, con cocktail en la mano, mirando dispépticamente a sus dos críos jugueteando en una espléndida piscina frente al mar. Esta sección en staccato se parece tanto a un cuchillo afilado… como si los edificios estuviesen succionando la vida de la gente.
          Walkabout, que comienza con un tipo de suicidio, el loco padre de los niños intentando dispararles (“¡venga ya!… se está haciendo tarde, tenemos que irnos ahora, no podemos perder tiempo”) y derribando solo a los soldados de hojalata del niño de un canto rodado antes de matarse a sí mismo, y termina con la muerte ritualizada y voluntariosa de un joven aborigen, te hace pensar en la fórmula básica de la tejedora: una puntada de crueldad, una puntada de encanto. La historia: una adolescente antiséptica (Jenny Agutter) y su hermano acumulador de juguetes (Lucien John) son dejados a la deriva en el borde de un desierto inmenso debido al suicidio de su padre. Un aborigen alegremente estoico (David Gulpilil), un cazador serpenteante de animales en un viaje solitario para probar su hombría, los descubre al límite del agotamiento, y los guía de vuelta a la civilización, donde la chica se retira de nuevo a su personaje valeroso como Áyax, y el negro, leyendo su miedo sexual como una señal de muerte, se cuelga a sí mismo.
          La película muestra a su director como un psiquiatra sentimental a lo R.D. Laing creando un reino maravillosamente encantado de serpientes, arañas, wómbats… con un giro anti-capitalista y una solución sentimental de vuelta-a-la-Naturaleza con respecto a los problemas de la civilización. Una especie de cuento de hadas a lo Hansel y Gretel: expulsados en el bosque por los padres, llegando a la arpía en la casa de pan de jengibre, tirando a la bruja en el caldero hirviendo, etc. La película góticamente subrayada, algo ostentosa, no solo responde a la idea de Laing de que esa sociedad-perversión de la familia nuclear es el camino más seguro hacia la miseria, sino que posee el regocijo auténtico de una novela de aventuras. Es mitad magia desgarradora, como un Jr. Moby Dick, y mitad empalagoso Kodak.
          Dentro de su tempo golpeado por el sol, imágenes de paisaje exuberante y montaje asociativo, Walkabout es una impresión pesimista de dos niños de Sydney civilizados hasta la muerte por una ciudad alienante, la enseñanza y la familia, casi zumbando a la libertad a través de su odisea pero sin conseguirlo. Una de las últimas palabras que el padre de cara apretada dice a su hijo, masticando un dulce de azúcar terciado con mantequilla en el asiento trasero del VW: “No comas con la boca llena, hijo”. Más tarde, durante su expedición por el desierto, su tensa hermana le reprende: “Cuida de tus prendas, la gente pensará que somos vagabundos”. El chico, animado y preparado para creer, echa una mirada alrededor de la desolación australiana: “¿Qué gente?” Mientras que en la familia son todo reglas, el aborigen responde directamente a la necesidad del momento. La película trata toda sobre regalos: el regalo del muchacho negro es enseñar al niño de Sydney los conocimientos para la supervivencia, sentido práctico, en oposición al acatamiento de leyes.

Walkabout (1971)
Walkabout (1971)

Uno de los regalos de la película hacia una audiencia es una exhibición del Cuatro de julio de trucos de cámara, perspicacias de infancia, un amontonamiento estrafalario de detalles en un encuadre apiñado. El muchacho joven viendo al aborigen en la distancia parpadea, sus ojos no paran de saltar durante los tres minutos siguientes. El aborigen está cazando un gigante lagarto del desierto: mientras se arremolina más cerca, te das cuenta de su cintura, rodeada por un anillo de lagartos muertos, plagada de 50 moscas y su zumbido en la banda sonora: bzzz… bzzz… bzzz. La banda sonora de la película está llena de muchos sonidos no-humanos similares mezclados con el silencio, música voluptuosa y a veces una voz humana. El niño pequeño a menudo imita motores de coches, aviones: “bam… bam…”, apuntando una verde pistola de agua de plástico a un avión imaginario, después de lo cual su harto padre, en el VW, para de leer su informe geológico, desembarca del coche, y usa su rifle de caza sobre el chico. De nuevo, Roeg nos da una puntada de crueldad, una puntada de encanto.
          Una escena promedia es una experiencia maravillosa de profundidad de foco que avanza hacia adelante como un entrecruzado meticuloso de asociaciones libres. Encontrándose con algunos camellos (o cámaras –la película tiene una docena operando en cada evento) en la distancia, el chico responsable, de puntillas, se imagina una caravana de buscadores del 1900 cabalgando los camellos. La escena alterna entre su ensueño y la fantasía de su hermana que está remachada en las nalgas apretadas y musculosas de su salvador aborigen. La escena ondulante, azotada por el sol, está llena hasta rebosar: planos de panorama de los camellos que circulan alrededor de los tres jóvenes, primeros planos de los pies de los chicos mostrando la dificultad de caminar a través de la arena y calor, el niño portando una galantería imaginaria con sus compañeros viajeros fantaseados, quitándose su gorra escolar cada vez que la escena de la caravana lo alcanza.
          Una cosa que la película siempre está diciendo es “sé abierto, sé abierto”. Es rigidez lo que mantiene a Jenny, abreviatura de higiénica (“tienes que hacer que tus prendas duren”), atrapada en el mundo de su madre de trabajos, tiempo y utensilios de cocina. El director está siempre disponible para la posibilidad del mal. La autoridad adolescente y frialdad de Jenny es monstruosa desde el principio hasta el final. No es que la chica sea cruel sino que es insensible a cualquier cosa salvo al mundo mientras lo definen anuncios de radio. Es la quintaesencia de la salud y la hermosura, abundancia de calcio y fruta buena, pero, a pesar de su belleza exuberante, es algo malhumorada, indiferente y fanáticamente convencional. Se sienta embelesada con una lección de la radio en cómo usar un cuchillo de pescado. Roeg, que cree que el mundo se ha vuelto loco por la salud, que la idea de la salud perfecta ha reemplazado la religión, la familia, consecuencias, ama paradójicamente los cuerpos hermosos, los animales, el follaje. Sus películas son dulces de más por su lujo: piel bella, flores, nalgas casi desnudas.
          Su grandilocuente e intimidante trabajo descansa algo precariamente en el filo agridulce de una espada: por un lado, una predilección por tratar únicamente con la gente guapa y fotografía National Geographic (ahora mismo, está trabajando con David Bowie en Nuevo México) al lado de un talento para expresar las profundidades primordiales estallando en el mundo moderno. Su filme es el de un sensualista saboreador, pensativo, idealizador, que puede degenerar una película con insinuaciones sexuales disparatadas y puestas de sol floridas que te desesperan. A la vez, como Resnais, no es coercitivo: no insiste en que veas las cosas, gente o eventos a través de sus ojos. Su película laberíntica, que te mantiene enredado a cada uno de sus instantes, es una protesta contra la existencia suave, armoniosa, lo gris de los filmes vecinos. Desde la agresiva, propagandística Performance (haz el amor y no la guerra) hasta el intento serio de hacer de Don’t Look Now una película gótica moderna, el mensaje de Roeg ha sido: la vida más plena es aquella que se aventaja a sí misma de todos los signos-regalos que la vida arroja en el camino del individuo. Hay más riqueza periférica en la secuencia del andamiaje que en toda Night Moves, con su anticuado pregón de las caras de los actores, o The Passenger, donde los paisajes revelan su identidad espléndida en un instante.

con Patricia Patterson; 9 de septiembre, 1975

 

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

Walkabout (1971)

TERMITA DE FORMOSA

Happy Here and Now (Michael Almereyda, 2002)

Happy Here and Now Michael Almereyda 1

Nueva Orleans, a diferencia de muchos lugares a los que regresas para descubrir que su magia se ha esfumado, todavía conserva la suya. La noche puede engullirte, pero nada de eso te afecta. A la vuelta de cualquier esquina está la promesa de algo osado e ideal, y las cosas siguen su curso. Detrás de cada puerta se intuye cierta obscenidad festiva, o bien hay alguien llorando con la cabeza sobre el regazo. Un ritmo cansino palpita bajo el ambiente onírico, y la atmósfera está cargada de duelos pasados, amoríos de otra época, llamadas de auxilio de unos camaradas a otros. No lo ves, pero sabes que está allí. Siempre hay alguien que se hunde. Allí, parece que quien no desciende de alguna antigua familia sureña, es un extraño. No cambiaría nada de eso por nada.

Chronicles: Volume One, Bob Dylan

Las calles de Nueva Orleans surgen de las profundidades del Misisipi, por debajo del nivel del mar, y las acompañan residuos de ficción a punto de encontrarse con su compañera la ignición, caracteres sumergidos en los píxeles de una época incipiente que se aleja cada vez más de Francia, el Siglo de las Luces, historias que contar sirviendo de chófer para alguien que jamás ha estado en la ciudad, Amelia, chica canadiense, hacía tres años que Allan Moyle filmaba a la actriz, Liane Balaban, en New Waterford, y si en el filme del 99 Mooney Pottie realizaba un viaje desde su revoltosa promiscuidad intelectual rozando cada esperanza de escapar, aquí, en el metraje de Almereyda, la recién llegada a Big Easy comienza sin saberlo a elaborar el periplo inverso, busca algo, alguien, que ha desaparecido, su hermana, Muriel, cuyo último contacto conocido fue Eddie Mars, identidad de la naciente revolución digital, monstruo metamorfo de webcam, avatar tras el cual se esconde un tipo peculiar. Eddie, a secas. Poco más que un aspirante a fumigador honorable cuyo sueño pasa por filmar un filme pornográfico softcore sobre las correrías eróticas de un Nikola Tesla que sobrevivió en secreto a la II Guerra Mundial y buscó alianzas con la clonación en aras de prolongar su existencia. The Big Sleep, Alain Resnais, NOLA, corriente alterna, Manny Farber. El universo de Michael Almereyda se concreta en la conjunción borrosa de un enclave cultural, imaginario sensual, más apasionado que enjuto. Aquí los personajes nadan, buzos en la riqueza cultural lindando las calles entoldadas de la urbe. En cualquier rincón un DJ estará rememorando la formación de ensueño, rhythm and blues, su compañera de madrugadas radiofónicas intentará dar salida a ansias trastas participando en el filme de Eddie, con al menos sus ropas parcialmente despojadas. Por supuesto, en el nickelodeon novecento de Almereyda caben también las maravillosas aberraciones de Luisiana. Hannah, recién enviudada y con ojo cubierto de feo parche ─el láser se cobraba demasiadas víctimas─, ahora busca refugio en la profesión de su difunto, bombero, y para ser atraída después de las doce no aceptará bebidas de otro oficio. Hay que apagar fuegos si queremos seducir a Hannah. Baja por el tubo de descenso como la próxima heroína local. Para esta jauría second line parade, parece cristalino, un bacio è troppo poco.

Happy Here and Now Michael Almereyda 2

Napoleon House, construida para el homónimo conquistador en un siglo donde se tenía esperanzas de liberarlo de la Isla Santa Elena, reemplazar al farsante americano y traer al francés a América. No hubo suerte. Les quedan las cadenas de fast food, les queda Bud’s Broiler, una estatua del confederado Robert E. Lee que observa medio asombrado Tom, minutos antes de que el próximo incendio necesitado de aplaque amenace con fachadas cayéndole encima del casco. La gran explosión no se llevará su vida, sino la de Ritchie: he ahí la mujer de luto. En un trance al que parecen encaminarse los fotogramas, insaciables de mutar en otro material que sustituya al nitrato de celulosa, transitan estos sonámbulos, cuyos negocios son asunto del corazón descarriado, desorientado por cables, módems interconectados, Internet más próxima del circo sentimental cinco de la mañana al otro lado de la línea en esta conversación privada podré encontrar a mi salvador espiritual, lejos de cualquier secta fatigosa, concierne esto al filo del peligro que nos azotaba la espina dorsal cuando del siguiente mensaje dependía nuestro destino y, por ende, el sueño posterior a la sesión virtual. Envenenados de fugas, desvergonzados porque el siglo no ha inundado todo de filtraciones, aún confían sin coartadas en ese dejarse llevar que nos puede convertir en apariciones fantasmales, héroes en rescate de los desaparecidos, secundarios en una nueva obra de Jean Cocteau, les falta algo, un hueco apura la investigación, el hallazgo supremo de Happy Here and Now, sustituir ese algo por otra cosa que no podremos llamar alienación ni pesimismo digital; al subir las escaleras mecánicas y dar el paso al suelo, del otro lado nos puede estar esperando la presencia que nos tienda la mano para saltar y encontrar, quizá, aquello que como lectores diletantes de Pascal admitíamos a regañadientes que necesitábamos. Almereyda nos lo va entregando a nosotros en pequeñas dosis de barricadas contraculturales a malas horas, transmisiones piratas, y los personajes van cayendo en sus ficciones como víctimas e investigadores de Fantômas. Existe un legítimo placer en unir este embeleso medio peligroso de los ceros y unos emergiendo con los omnipresentes cementerios neoorleaneses. Se conjuntan y gustan en la danza, mezcolanza cultural; a la fiesta John Sinclair, también Ally Sheedy, rescatada del arte colocado/elevado de Lisa Cholodenko, establecida en lugareña cuyos lazos familiares no hacen sino concederle mayor carga de discreción gentil, veinte marchas por delante de cualquier tipo de indie, este no es el lugar que habitamos sintiéndonos otros, la geografía del filme viene hacia nosotros para cedernos la intuición de que pervive una manera no atalayada de hacer balance vital, reflexionar sobre el entorno, recapturar las desapariciones insistiendo en los nombres propios de la ciudad. Psicogeografía y, por tanto, algo de alquimia imbuida de optimismo puebla cada filme del oriundo de Kansas.

Louis Armstrong ilustra:

«Once the band starts, everybody starts swaying from one side of the street to the other, especially those who drop in and follow the ones who have been to the funeral. These people are known as ‘the second line’, and they may be anyone passing along the street who wants to hear the music. The spirit hits them and they follow along to see what’s happening».

Happy Here and Now Michael Almereyda 3

Los referentes escogidos funcionan a modo de pistas con las que recorrer el camino que nos aleja de Muriel, ensamblando el innegable ojo de documentalista, con afición al collage metropolitano, y los pequeños episodios fabulados, aquí pasados por la cualidad difusora de las cámaras Pixelvision: hombres enmascarados, rebeldes lanchas motoras, el tizne entrecortado de la vida disuelta en melodiosa penalidad, la juntura de dos lunas, el espectro europeo y los cowboys de ciudad. Queda despejado del anfiteatro teórico el término “espeluznante”. No podremos echar mano del adjetivo si prestamos la debida atención a la vivacidad filibustera de las bandas de metales, armónicas, armonías, el más rabioso panorama sonoro acechando las incertezas suaves de Amelia y el círculo que orbita a través de ella, conviviendo con los sonidos arcanos de ultratumba, los mismos que, si nos descuidamos, podrán sustraernos demasiado de la mezcla requerida para estar y vivir en este momento. Celadas cenizas echadas a volar bajo torres de alta tensión. Abierto así el horizonte de contingencias, el delta del río libera a los esclavos en un sueño postergado, en comunión oran con los bluesmen de las aceras, discutidos, radiados, bailados, emulados por la Generación X y los que crecieron durante la Gran Depresión, la Dustbowl expandiéndose ante sus ojos arenosos. Agrupados, consiguen emular una idea desemejante sobre el entorno que los vio rebelarse.

Happy Here and Now Michael Almereyda 4

«Cuando pienso en la breve duración de mi vida, absorbida en la eternidad anterior y siguiente, el pequeño espacio que lleno e incluso que puedo ver, abismado en la infinidad inmensa de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me sorprendo de verme aquí en vez de allá, porque no hay ninguna razón de que esté aquí en vez de estar allá o ahora en vez de en cualquier otro momento».

Pensées, Blaise Pascal

Ha acompañado la creación de este texto la voz de Mina Mazzini

“OBRA MAESTRA”: CONCEPTO INDESEABLE Y DUDOSO

EPISTEMOLOGÍA:

I. LA VÍA TEÓRICA: LA CRÍTICA, VIEJA LENGUA FRANCA
II. LA VÍA MÍSTICA/ROMÁNTICA/NAIF: “OBRA MAESTRA”: CONCEPTO INDESEABLE Y DUDOSO

LANZAMIENTO DE LA PROPOSICIÓN “CIMA”

“Cima”. Esa es la palabra. De primeras, sonará ridícula. Muéranse con la carcajada, les damos permiso; incluso les dejaremos creer que parten con ventaja. Ya lo hemos vivido. La risa condescendiente de algunos amigos cercanos y otros indeseables seres con variados grados de resentimiento ejerce un soniquete tan, tan repetitivo que ha terminado convenciéndonos, urgencia, cita obligatoria, a aclarar el significado, más bien alcance pragmático, de la hermosa palabra a través de la cual canalizan su malbaratado sentido del humor. Los seguimos amando intensamente, incluso a enemigos claros, y nos proporciona más placer enunciarles como distinguidos diletantes por qué dicho término, su influencia en medianoches imparables, nos concierne, lo creemos digna causa, untuosa insolencia de dos personas, las aquí presentes, haciendo malabarismos al encarar los bostezos sedentarios de una horda de inapetentes. Intentaremos expandir su deseo, excitarles la sesión de titulares y exabruptos matutinos con los que ocupan su despreciado tiempo. La palabra en cuestión sale de nuestras bocas en un momento bien concreto: sucede que, habiendo acabado de presenciar un filme que nos ha entusiasmado, proferimos extasiados que acabamos de ver una “cima”. La tuerca no admite vuelta por ahora, el contrapelo tardío lo reclamaremos nosotros mismos cuando creamos conveniente ponernos contra las cuerdas, acto que planearemos con fruición y disfrute, prestos a saltar de nuevo al cuadrilátero con renovadas fuerzas para volver a enfrentar el propio reflejo.
          A continuación, aclararemos para propios y extraños lo que queremos invocar al colocar en nuestros labios el vocablo maldito.
          Alcance pragmático del sentido de la palabra “cima”: sería un filme en alguna medida necesario para reinterpretar la historia del cine, abordar la escritura de un canon paralelo o problematizar el existente. Hablamos de filmes que pueden ejemplificar, expandir, una tendencia o intuición, pero siempre enriqueciéndolas por algún flanco inesperado, nunca confirmándolas de plano (sesgos). Un filme obtendría este estatuto si logra problematizarnos como espectadores, en ocasiones demandando más de un visionado para augurar su calado, si respecto a nuestra percepción el filme nos ha pasado por encima o se nos ha escurrido por debajo. Un “filme-cima” es aquel que nos obliga a reajustar nuestras conexiones de percepción (todos los buenos filmes lo hacen). No nos referimos a una complicación superficial, sino a un efecto de efervescencia y guerra receptiva. Obra yendo más-allá de sucedáneos que recorren la vida de arriba abajo, con principio y fin, agotables, llenos de cualidades perfectamente adjetivables por cualquier bienintencionado espectador cuya capacidad de ver sigue aún esclavizada a la maldición de inmovilizar los acontecimientos de frontera, detener los fotogramas que perciben, y esto lo hacen en sus pensamientos, escritos, buscan una finalidad a las imágenes que acaban de espectar. La “cima” se lo impide, ante ella se sienten incómodos, la belleza de una cima ─quitamos ya las comillas, la representación del texto ha pasado al campo de la veracidad terrenal─ no es fácilmente captable si se busca superficial complejidad.
          La inmutabilidad de ciertas instancias debe combatirse hasta la misma muerte, no solo centrándonos en la recepción del filme en presente por parte del espectador, sino en los filmes que elegimos, cine de experiencia en el que se enmarcan muchas cimas, donde el devenir, que combate sin tregua la monocausalidad y el aplastamiento de lo nuevo por lo viejo, tiene un papel fundamental en el índice de la historia expandiéndose sin cesar en una escritura de perfusión hacia el pasado y futuro de la vida hallada en cualquier mirada. Sabemos quiénes sois.
          Nos atrevemos a afirmar que hay cientos y cientos de cimas, pues son cientos los filmes que se les escapan a la(s) historia(s) del cine y deberían estar ahí. No todos los filmes buenos, ni dignísimos, ni necesarios, acreditan la condición de cimas; por ejemplo, creemos que todos los largometrajes de Rohmer a partir de Ma nuit chez Maud (1969) lo son (aunque también “obras maestras”), y quizá Hal Hartley o Benoît Jacquot (entre 1990 y 2010) representan buenos ejemplos de cineastas contemporáneos sin ninguna película-cima transparente, pero aun así, su exquisita filmografía amerita serlo en su conjunto. A contrapelo de esto, escapando a su propia manera del vetusto polvo del archivo, nos encontramos con los huecos vacíos de la historiografía crítica, que ya no sabe ni quiere enfrentarse a filmes que no le conciernen, como todos aquellos realizados por James Bridges en los años 80.
          “Obra maestra” nos parece una fórmula terrible, draconiana, porque soterradamente semeja presuponer cosas como que hay pocas y que un creador suele, con suerte, hacer solo una en su vida. En lo atañente al despliegue del concepto de cima y subrayando lo caduco de la “obra maestra”, no pretenderemos nunca ordenar ni enumerar las cimas obligatorias del séptimo arte, sino tratar de clarificar un itinerario personal, el nuestro ─e invitamos a que cada uno se construya el suyo, es gratis─, que desemboque en una existencia cinéfila alternativa y más feliz. Pensamos que quien encuentra, por fin, la “obra maestra”, sufrirá a su vez una parálisis balsámica: ensimismado como se halla con ese filme, podría darse el lujo de no ver cine por semanas, o lo mismo da, ver cine mediocre ─si puede ser actual─, a sabiendas, ya que desde entonces a esta parte goza de un tiempo regalado por la “obra maestra”, la sensación de haberlo visto ya todo, al menos hasta que la gran “obra maestra” haya sido efectivamente digerida. Más que pereza, de algún modo se tiene miedo de sentir demasiado con cada nuevo filme que se ve, miedo de labrarse uno mismo su propio camino de sentimientos. Así, para algunos, resultará tentador apartar la vista de la frontera y desembarazarse de la cima, ya que no colmó ni llenó las páginas de los conceptos que tenían apuntados en la libreta de la mesita de estar, ahí había poco que decir, escasa materia que apuntalar, decían. No son las cosas del filme considerado cima las que necesitan denominación, sino el propio movimiento intempestivo en el que aboca su transitar y, por ende, el nuestro, a un remolino que nos hunde en una espera de sentimientos aplacados, los allí filmados: estos irán resurgiendo y conversando cara a cara con aquel que quiera escuchar. Quizá se dé cuenta al prestar atención de la frágil impermanencia, peligro fatídico, inherente a la constitución de aquellos fotogramas; no deberá rendirlos al terrible rumbo del olvido, si pace las imágenes y las aloja en un acaecer que sobrepase la contingencia de ideas fijas, quizá salga rehabilitado. Palpamos al pasar las semanas la existencia de la cima en pasados que vagamente recordamos, su reformulación incesante en un futuro que deberemos conquistar o dejarlo invisible para el resto de la humanidad. Somos generosos, pretendemos instalar al mundo en un no-perentorio estado de disoluta inmortalidad, siendo las cimas aquellas instancias que le impedirán dividir en dos, multiplicar productivamente argumentos, hacer carrera, alejarse de las miles de intuiciones que rechazan convertirse en epígrafe de página con sangría.

La-fille-seule-(Benoît-Jacquot,-1995)
La fille seule (Benoît Jacquot, 1995)
Bright Lights, Big City James Bridges 1988
Bright Lights, Big City (James Bridges, 1988)

Una cima provoca la sensación perceptiva de que, efectivamente, en ese filme está produciéndose algo que lo desliga de la coyuntura, una especie de fricción, similar a estar sucediéndose un movimiento tectónico en la base misma del cine. Quizá esto tenga que ver con estar abierto hacia un asombro primigenio, a poder uno llegar a creer en la sensación de estar viendo una y otra vez a True Heart Susie reencarnarse en cientos de películas. Divisar que la historia del cine, como la vida, no está hecha del todo para ser escrita, ni para teorizar sobre ella, siendo más bien un asunto de navegar y dejar que las olas del mar nos lleguen a la cara. Lo sabemos, la percepción actual, presente, y la memoria sobre el pasado son dos cosas bien distintas. Tanto lo son que mientras vemos un filme malo nos aburrimos, el tiempo pasa más lento, pero luego, en la memoria, aparte de un vago recuerdo fatigoso, pronto enterrado, será casi como si nada hubiera sucedido. Un mal filme es aquel que pasa por nuestras retinas sin hacernos un solo rasguño, como el sol cuando atraviesa el cristal. Igual de “fácil” que entró, el filme poco interesante es desalojado, imposible encontrarle anclaje en nuestra existencia terrena. Si durante una hora de nuestra vida nada nos ha conmovido, problematizado o absorbido, de esa hora en el futuro, simplemente, no recordaremos nada. Lo reflexionaba así John Steinbeck en East of Eden (1952), “de nada a nada no existe ningún tiempo”. En cambio, estos filmes que se atrincheran, que defienden una posición en nuestra mente, se conforman como apuntalamientos de la memoria, garitas abiertas con telescopio apuntando a la inmensidad del cosmos invitando a compartir la felicidad. Puestos de avanzada en medio de nuestras cronologías, acontecimientos en los que durante una hora y media o dos nuestras emociones se vieron trasquiladas, calentadas, heladas, intranquilizadas… Un lapso de tiempo donde supimos que intuíamos todo sobre ese filme y que nadie más podría presentir más clarividencias que nosotros mientras estábamos enfrente de la pantalla, en todo caso igualarlas. No se trataba de retórica, sino de una isla, como decíamos, avistada en el mar de la nada, que alumbró nuestra travesía lúgubre por un océano de rutina plana, la vimos y nos consumió la necesidad de decir a nuestros amigos, hermanos, amores, a todos aquellos con ganas de seguir dando brazadas hacia adelante, que tenían ahí un tesoro, un trozo de experiencia para ser habitada, un capítulo más en el curso de una vida que ambiciona apercibirse con plenitud.
          Creemos haber exagerado pocas veces, ya sea con filmes como Falsa loura (Carlos Reichenbach, 2007), el cual estamos dispuestos a pelear tan convencidamente como si hablásemos de la obra más inspirada de William A. Wellman, o con otros como Somebody’s Xylophone (Yôichi Higashi, 2016), una película que mira a la cara de la gran tradición del mejor cine japonés, instituyéndose más vital en nuestra epistemología que cualquier otra de Hong Sang-soo, una zona esta última que con el tiempo nos proporciona demasiadas confirmaciones que deseamos ver ampliadas. Las formas evolucionan de forma extraña en la mente del espectador receptivo y reabsorben lo precedente sin jerarquizarlo, en pos de orillas nuevas. Por último, Dunia (Jocelyn Saab, 2005), otros filmes de Higashi, los de Hitoshi Yazaki, Peter Thompson, Rudolf Thome, Adoor Gopalakrishnan, y un buen número de obras de Alan Rudolph, Noah Buschel, Joan Micklin Silver, John Duigan, Victor Nunez, Jonathan Demme, Strangers in Good Company (1990) de Cynthia Scott, por decir algunas, son para nosotros de una grandeza tal que negarles la posibilidad de ser cimas indiscutibles del cine, a la altura del mejor filme de John Ford, indicaría un dogmatismo irremediable. Un acomodamiento en un Shangri-La cinéfilo demasiado contento de conocerse a sí mismo y sin disposición por cuestionarse más que dentro de sus estrechos márgenes. Traición descarada a Manny Farber, primero escribiendo en solitario y luego con Patricia Patterson, del cual sonsacamos un espíritu inconformista y problematizador tras leer sus obras completas, y no solo Negative Space, adquiriendo así las armas pertinentes para poner en tela de juicio filmes supuestamente intocables.
          Trabajar y escribir de cara a estos incidentes de secuelas oceánicas en nuestros espíritus conlleva un método, una falta de método, muy diferente a cuando uno se enfrenta con aquello denominado “obra maestra”. Michael Almereyda hablaba de Happy Here and Now (2002) como un filme argumentando “en contra de cualquier idea de desolación absoluta”. Sostenemos que dicho filme también hace de las suyas para oponerse a cualquier idea de lucidez absoluta. Este oficio requiere no tener miedo hacia las revoluciones internas que uno pueda experimentar durante el trazado de su biografía, libro intransferible solapándose con las páginas derramadas de convulsiones de tantas otras personas que pudieron, en una etapa de su periplo, caminar, hacer el amor, respirar, perder alma y corazón por un filme. Solicita mantener las defensas bajas ante el derribo de evidencias, admitir que se ama la existencia y que se desean buscar cortocircuitos día tras día, huyendo de falsas intensidades, de adonismos… esta invitación náutica constituye un sellado a la carta que unifica estos guardacantones: el cine es, debería ser, el reino de la libertad (Francisco Umbral), el único donde podemos existir y derribar edictos, cuestionarlo todo, es solo un juego, decía Rivette, pero un juego donde apostamos lo que ni siquiera tenemos, un cara a cara nefasto en el que sonreímos ante la pseudorretórica de escritos que no entienden esta cosa como un ente vivo, perteneciente su cuerpo al que lo visiona, su transposición en palabras, una retribución tardía, un “he estado aquí, esta tierra les será grata”. En esa tierra, la totalidad del mundo está ocurriendo y a la vez nada es capturado. Una vez azotados por sus raíces, queremos seguir navegando hasta la siguiente parada, ansiosos por continuar apuntalando el año, densificándolo, llenándolo de visajes, balizas, colores que acompañen nuestra pesantez cotidiana haciéndola grandiosa. Nuestras cimas particulares llenan las páginas en blanco de un diario fatal, destrozan los espejos en los que los obramaestrados se miran, no dejan de mirarse, destruyendo con esas ojeadas cualquier atisbo de albedrío, empalando sus confirmaciones sobre ideas escupidas a los filmes, no afectándoles estas más que una ráfaga de viento a la Gran Pirámide de Guiza.
          Nuestra memoria pesa a costa de haber construido, a la manera de falaces conquistadores poscolombinos, un mundo de instancias temporales donde supimos, y no olvidamos, que en un día cualquiera de un mes al azar, fuimos cambiados. Cima, sensación incesantemente perseguida, su crítica, una mera tentativa de sacar, despertar, las revoluciones que se nos pasaron por el estómago, haciéndolo arder, tras haber respondido a la llamada de lo salvaje.

Dunia-Jocelyne-Saab-2005
Dunia (Jocelyn Saab, 2005)

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«El recuerdo de una cima alcanzada en el pasado ─el prado de margaritas, que era toda la naturaleza para tu infancia─ te conmueve hoy tan a fondo porque resulta símbolo de una gran experiencia, de toda aquella infinita suma de posibles experiencias que se anunciaba en la cima de entonces. Tú disfrutas ahora, al recordarlo, de un símbolo de todas las posibles experiencias, respiras la atmósfera de cima, y lo haces fácilmente, dada la comprensibilidad y la disponibilidad de este pequeño recuerdo. Símbolo significa esto. Objetivarse ante uno mismo, como en un anteojo invertido un vasto paisaje; disponer de él como de algo enteramente poseído e implícitamente alusivo a infinitas posibilidades.
          Esto es válido para las creaciones fantásticas arcaicas, que son sencillas, humildes, infinitamente menos complejas que la vida que hoy vivimos y, sin embargo, arrebatan como genuina experiencia de cima».

Il mestiere di vivere, Cesare Pavese

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«Bueno, es que yo parto de que la literatura es el reino de la libertad. Y veo que hoy reproduce mi frase un joven escritor de no sé qué periódico, y a mí me gusta mucho ver que los jóvenes me leen y me reproducen, lo cual sí ocurre con mucha frecuencia… Y, entonces, la literatura es el reino de la libertad y no es una religión. Y es que hay gente que se aterroriza si uno dice que no le gusta Azorín o que no le gusta Baroja o que no le gusta Galdós, como si fueran santos. Es decir, que cada uno tiene su urna ya para siempre… los del 98 para atrás, incluso del 27 para atrás y ya son intocables. ¡No! Esto es la literatura, el único reino en el que podemos ser libres. Mucho más incluso que en la democracia, en estas democracias que estamos conociendo, ¿no? En toda Europa, en Estados Unidos con eso que han tenido ahora […]. La novela es un compromiso burgués que viene del XIX. Un compromiso con el lector para que compre y le guste y se divierta, un compromiso con el editor para que se haga rico, un compromiso con los grandes públicos, un compromiso con la sociedad del momento, con la situación (para expresarla a favor o en contra)… La novela es un compromiso burgués y eso hay que romperlo en la novela, que era uno de los objetivos de Mortal y rosa, para decirlo todo. Y creo que en Mortal y rosa se dice todo. En Las ninfas, que usted ha citado ─se lo agradezco mucho─ como libro que le gusta, todavía los personajes están muy comprometidos con la sociedad, con la pequeña sociedad burguesa de la pequeña ciudad. En Mortal y rosa ya no hay compromiso. Hay una ruptura absoluta con todo, con el cielo y con la tierra. Ahí debe llegar la novela y llegan algunas novelas como todos recordamos y como todos sabemos, desde Dostoyevski hasta Henry Miller».

Entrevista a Francisco Umbral (10 de enero de 2001)

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Dunia-Jocelyne-Saab-2005

LA CRÍTICA, VIEJA LENGUA FRANCA

EPISTEMOLOGÍA:

I. LA VÍA TEÓRICA: LA CRÍTICA, VIEJA LENGUA FRANCA
II. LA VÍA MÍSTICA/ROMÁNTICA/NAIF: “OBRA MAESTRA”: CONCEPTO INDESEABLE Y DUDOSO

«La fama de este su Herr Profesor me llena de alegría, quiero decir que para nosotros, los que vivimos, es de gran importancia aprender a perder el antiguo miedo que nos obliga a creer que los privilegios de los otros suponen un obstáculo en nuestro propio camino, lo que no es así en modo alguno. La distinción de un conciudadano es antes un permiso que no una prohibición para que también yo consiga algo bueno. Y luego, por lo que sabemos, ni las ventajas ni las desventajas se apoyan en la continuidad, sino que, de vez en cuando, en éste o en otro lugar dejan de ejercer su influencia. A menudo lo perjudicial empieza cuando se ha agotado lo que es provechoso. Con ello quiero decir que cualquier provecho puede transformarse en perjuicio y que de cualquier perjuicio puede surgir un provecho. El privilegio de otro no va en mi detrimento, porque la excelencia no es duradera. Las cosas de importancia se suceden las unas a las otras. La gente habla un día de una cosa y al día siguiente de otra. Lo que perturba la alegría de seguir adelante es nuestra sensibilidad. En muchos aspectos nuestros sentimientos son nuestros enemigos; no así nuestros rivales. Los llamados adversarios son solo nuestros adversarios cuando recelamos de una importancia, la suya, que tiene sin embargo que renovarse siempre y ser adquirida de nuevo si no quiere extinguirse».

El bandido, Robert Walser

 

Escribiendo parte uno de muy lejos. De mar antiguo. Mediante el modo en que se estructura la frase, un razonamiento, cierto hilo conductor, se quiera o no, milenios de preguntas han sido ya dominadas, planteadas y respondidas, la mayoría por alguien anterior al escritor. Porque el tiempo apremia, ha de lucharse. Especialmente cuando se escribe sobre cine, la vocación escritural desmemoriada, urgente y bastarda por excelencia.
          Tal como nosotros la entendemos, practicar la crítica cinematográfica no sería más que una vuelta a los orígenes de la teoría. Roberto Rossellini nos recuerda, convenientemente, que la palabra “teoría” «viene del latín theoria, tomada a su vez del griego filosófico. El término griego theoria significa, en sentido lato, “acción de observar, de contemplar” (el sentido que muchos atribuyen a esta palabra, a saber, “meditación, especulación”, es incorrecto: no surgió hasta finales del siglo XVI)». Más precisamente, Theoreo (θεωρέω) provendría de la conjunción de thea (θέα), que significa “vista”, y de horao (ὁράω), cuya traducción aproximada sería “yo veo”; sin embargo, la raíz de ὁράω remite a una modalidad del espectar muy especial: la que pone atención en ello. Entonces, la pregunta: ¿qué divorcio se ha efectuado en el seno de la escritura sobre cine para que Serge Bozon llegue a afirmar tajante que «la teoría del cine no sirve para nada, la crítica de cine basta»? Según su visión ─que nos gustaría expandir, matizar y en definitiva compartir─, la cuestión de cómo la escritura se mantiene aneja, amando el objeto particular del cine ─esto es, los filmes uno a uno─ es el factor que determina; o sea, a grandes rasgos, la enseñanza general que Bozon vendría defendiendo podría formularse así: a más nominalismo, más venturosos serán los esponsales entre pensamiento, palabra y cine.
          La contracara perversa de este modo de dirigirse a los filmes, lo que Bozon llama despectivamente “teoría”, consistiría en escribir sobre cine pero traicionando incluso su propia esencia perceptiva. Aquí nos estamos refiriendo, primero, a la naturaleza del dispositivo cine como aparato y arte condenado a registrar la pulpa material del mundo, y segundo, al papel del espectador, cuyo agradecimiento por tan inestimable dádiva debería ser una apertura dispuesta, lo contrario a imponerse. Por otro lado, creemos provechoso a la cuestión evitar el camino demasiado fácil de entregar las armas, cediendo la palabra “teoría” al enemigo ─aun seguros de que desde el monte conseguiríamos un mejor ángulo de tiro─, porque uno, los malos amantes no merecen hacerle la corte, siendo como ella es de vetusta y respetable, y dos, rememorar el lapidario consejo de Freud sobre que «se empieza cediendo en las palabras y se acaba cediendo en las cosas» nos convence definitivamente para alistar, del lado de la crítica, dicho concepto.
          No creemos estar diciendo nada nuevo, ni son dudas que nos asolen únicamente a nosotros; la historia de la cinefilia, como impulsada íntimamente por un deber moral, no ha cejado nunca de plantear inquietudes similares a través de las décadas. Pensando en algunos de los mejores críticos que ha tenido este país ─Miguel Marías, José María Latorre, José Luis Guarner─ retornamos siempre a la misma cuestión, y no es otra que aquella que se pregunta dónde ha quedado el placer por la palabra a la hora de escribir sobre cine, sin por ello renunciar a las imágenes, al contrario, yendo hacia ellas, remendando los vínculos que antaño ─Serge Daney, Manny Farber─ u hoy ─Raymond Bellour─ han permitido y siguen permitiendo salvar felizmente el abismo que separa una palabra de un plano. Un corte, un cambio de párrafo. La propia escritura entrelazada con la rueda de imágenes, instrumento de evocación del filme. Todo aquello que Chris Fujiwara había resumido en réplica a un conocido teórico del cine; Criticism and Film Studies: A Response to David Bordwell. No «buscar causas», sino «exaltar la efectividad de ese efecto». El filme «no es un objeto, sino un proceso del que el crítico también forma parte. Y esto ni puede llamarse análisis textual ni tampoco evaluación». Es en este sentido que Farber hablaba de una relación push-pull entre la experiencia cinematográfica y la escritural, de la palabra precisa que permitiera al texto convocar el erotismo de Nagisa Ôshima.
          Como la amiga de la amiga de Adrien en La collectionneuse (Éric Rohmer, 1967), el cinéfilo puede consentir de buena gana que se le llame superficial, pues responderemos: «teniendo donde elegir, ¿para qué cenar con feos?». Sin embargo, al igual que ella, no aceptaremos, discutiremos hasta el final, que se nos achaque amar nada más que la belleza vaciada de todo movimiento, la mariposa en el alfiler: «Yo no me refiero a la belleza griega, la belleza absoluta no existe. Para que alguien sea bello a veces basta con una pequeñez. Podría bastar con algo entre la nariz y la boca… por ejemplo, la nariz se mueve o envejece según la forma de pensar, de hablar. Cuando hablo de belleza, no me refiero a la belleza inmóvil. Los movimientos, la expresión, cómo andas…». En realidad, cualquiera puede imaginarse a qué se refiere Bozon cuando menta la palabra “teoría”. Sabemos ─pues en ocasiones algunos filmes han tenido a bien deflagrar nuestras coordenadas─ que reside una evidente ingratitud en anteponer unas premisas de partida lanzándolas a modo de alud, o en su defecto, sirviéndose de ellas cual brida, para hacer violencia sobre los diferentes objetos considerados dignos de amar y de estudio, como si a la hora de juzgar o desgajar la belleza uno estuviese atado a patrones de análisis lineales o apriorísticos. Cabe resaltar entonces la vanidad del sentado cuando descarta el simple moverse de un cuerpo de su noción de virtuoso, grácil, delicado hacia los ojos del receptor. Al descalificar la cualidad respiratoria de los objetos se tiende a conmensurar e igualar regímenes de imágenes disímiles, opuestos, contradictorios, y no deberíamos hablar simplemente de “imagen” (la fórmula de Rohmer: «el cine no son las imágenes, son los planos»), pues si nos centramos en ella cuando está congelada, detenida, y la aislamos del conjunto de píxeles, fotogramas o bloques de negro que la escoltan, correremos el riesgo de convertirnos en coleccionistas del esplendor inmóvil, el más vano de los fetichismos, la forma más egoísta de amar algo.
          Si seguimos pensando en el cine como esa eterna noche en la que no todas las vacas son grises (Hegel, Bozon), deberemos acompañar a los animales en sus andares, siestas, despertares, abrevares, mugidos… y no centrarnos en la postal pastoral. Es preciso dejar al animal caminar, descansar, pacer, manteniendo la distancia necesaria para contemplarlo sin entorpecer su paso, y no coger el hacha, deshuesarlo y concluir, en una fraudulenta autopsia de noche americana, que así habremos “entendido” lo que animaba el ánima de la fiera. Esto denota cobardía, la misma del solitario que, por miedo a vivir, renuncia a los placeres y peligros de establecer vínculos con los demás, lealtades duraderas. Nada más avaro que negarse a acompañar al otro y, en un intento por detenerlo con una excusa indigna, olvidarnos del porqué de su marchar; sobra mencionar ─y aun así lo haremos porque es necesario recordar lo oportuno de los tópicos (Whit Stillman), repetir las cosas una y mil veces (André Gide)─ la pertinencia del seguimiento a la hora de averiguar adónde se dirige una bestia, un ser humano, sin por ello ser sus huellas acechadas traicioneramente por un perseguidor silencioso, un reclutador al estilo Tío Sam, su futuro coleccionista, ya que la revelación buscada no se producirá en aquel que escribe para iluminar en palabras parte del sentimiento que le alienta acosando los pasos de alguien o algo. Alumbrar la llama del que no se sabe fugitivo supone, a la larga, lidiar con él, mantenerlo en presente a través del lápiz o la tecla, entrenarse uno mismo como moviola, un ejercicio de velocidad y destreza adaptativa entendedor del requisito de toda galopada: las pezuñas tocarán la tierra, pero la pisada variará con el paso de los días, la nieve hará de suyo para esfumar el rastro, y deberán reajustarse las condiciones de la batida, según el filme, del vals.
          Con estas prerrogativas, quizá consigamos contradecir los agüeros de Daney: «La gente no hace nada con el cine, pero se aferra a él como a una prehistoria». Es tal prehistoria de becerros de oro, de ídolos de barro pergeñados a la fuerza, la que erige en instituciones y revistuchas unos requerimientos epistemológicos basados en sociólogos y teóricos cuestionables, algunos relacionados tangencialmente con el cine, otros ni eso, igualados a presión tras el peso de cualquier gimp coyuntural bajo la base de emplear su plano de trascendencia para acrecentar nuestra colección con cualquier cuerpo. El cenizo aguafiestas, Herr Profesor, susurrando en la oreja del joven redactor: “O la cita o la defunción académica”. Estas siete palabras, pronunciadas con infundada seguridad, son el escollo de la escritura, la mina que hace explotar las patas del caballo, la cerca que separa el filme de su comentarista. Nadie negará que categorías como género, símbolo, metáfora o arquetipo operan en el cine, pero si lo hacen es por una cuestión puramente material, de economía, muy rivettiana: en lo poco que suele durar un filme, la misión del cineasta es ganar tiempo, poner el tiempo de su parte. Los conceptos universales no explican nada, es la universalidad de los conceptos ─su hegemonía─ la que debe ser explicada, obligada a rendir cuentas.
          Lejos de ansiar un afán prescriptivo, reconocemos palmario el acto de escribir crítica como una especie de cacografía; un movimiento orgullosamente privado, por derecho de nacimiento, de adecuación o motivaciones claras. Dotado, eso sí, de una ambición que parece loca: pretende dar réplica a deseos percibidos en presente pero hogaño esparcidos por la brisa, electricidad estática, recuperar un retraso, calcando la butaca de pasiones adolescentes resistentes, amorfas y difíciles a las palabras, una vez la proyección se ha finiquitado. Casi sin aliento, y a la postre, escribir intentaría rendir tributo a un objeto móvil ─el filme─ el cual se condensa en una serie de intensidades mentales difusas que, por su particular pregnancia, traicionan en su escisión la totalidad de la que formaban cuerpo ubicuo (el del filme, el mío): «esa ligera flotación de imágenes nunca recompone una película completa ni la duración íntegra de una historia, sino que se inmoviliza definitivamente en su verdad». ¿Adivináis quién dijo eso? ¿No? ¿Sí? Es divertido escribir así, marear un poco. Al igual que existen filmes que se divierten a costa nuestra arrojándonos hacia un dédalo de signos indecisos, esquivos, quebradizos, y bien está que así sea; la ofensa prende en el interior del valiente como un desafío que desembota, demanda echar el espolón de tinta al océano incierto. ¿Qué diantres podría mover a un crítico a escribir sobre películas pacificadoras, malas, o que directamente no le gustan? ¿Es posible consensuar una nueva aproximación, una nueva koiné crítica? ¿Tal vez estuvo delante de nuestras narices siempre? ¿Qué podríamos decir que sería entonces, o dónde ha quedado, la “crítica cinematográfica” como el más esencial llamamiento a comprender? ¿Acaso un poco de torpeza, la ingenuidad, conservan todavía en la escritura la eficacia y la gratuidad de lo bello? Y lo más importante aquí: ¿desde cuándo una pizca de incertidumbre ha perdido ─en la vida, en el cine, en la indistinción entre el cine y la vida─ lo que tenía de natural refinamiento? (Walser)
          El sentido, la unidad y la expresión de un filme, o sea, la multitud de sus gestos criminales, sobrevivirán imperecederos adelantando por la derecha, incluso, a lo que un día fueron nociones audaces, como la de mise en scène, en tanto no buscan prolongar en ningún caso el «privilegio» de las «operaciones de filmación» (Santos Zunzunegui) o cualesquiera otros. El principio de conmoción de un filme puede encontrarse delante de la cámara, a los lados, detrás; dirigiendo o recibiendo el influjo del aparato; puede provenir de un actor o del paseante súbitamente filmado, indudablemente también del director, del productor, del guionista, de la sagacidad del montador o de una idea del encargado de fotografía; claro que, una vez dispuestos a franquear la transmisión de uno a otro régimen ─del cinematográfico al escritural─, dejando que la palabra por sí sola medie, habrá de referirse además el «malestar del destino del cuerpo que las encarna» (Jean-Louis Schefer), la condición espectatorial, cuyas dudas deberían versar, creemos, sobre lo expuesto anteriormente. Basta comprender cualquier secuencia de movimiento como una modalidad de algo expresándose, entendido esto en su dimensión más abierta y general, previo desembarazo de la ilusión completista donde dicha expresión se revelaría como un bofetón, bajo ropajes transparentes o polarizada sobre solamente un punto; sin cercenar tampoco la condición de todo gesto en proyección: su carácter de abierto y unitario. La necesidad malesterosa de un espectador activo sería la tarea de encontrarle un sentido sin totales garantías. Así, la hipótesis nunca más devendría la extracción de un significado, como quien extrae sangre o petróleo, menos aún basaría sus éxitos en la cincelación de un frontispicio donde las imágenes abstraídas, después de haber batallado ferozmente con los dioses, descenderían heroicas a inscribirse, ya que tal hipótesis de sentido confiaría la dignidad de su ser en la coherencia de los distintos elementos que la componen, en la armonía con que estos se desarrollan, en su contribución a las conversaciones pasadas y presentes sobre el cine, en sus capacidades explicativas, comunicativas, morales, etc., siendo su evaluación un trasunto hermenéutico con el que asaltar el presente y junto a él al resto de los tiempos.
          Entonces, más que constatar la inutilidad de un método, arribamos dichosos al desenlace, tercer acto, revelador de la condición más justa a la hora de acercarse a una secuencia, a un filme, a un cineasta: el uso de un método maleable, tendente a  metamorfosearse humildemente con las obras a tratar y buen entendedor de su carácter voluble en el momento en el que el objeto a deliberar varíe. El filo de Farber perdería su aguijón si no estuviese dispuesto a adaptar su hoja a las cadencias del momento, a las diferentes movilidades de un encanto en singular. Se trata, por lo tanto, de un cara a cara entre el texto y el filme sin coartadas; pero en este abandono, también resta la seguridad de que no habrá nadie al otro lado del teléfono a quien llamar por la noche cuando tengamos miedo de no saber aclimatar nuestro verbo al fotograma, la oración a la secuencia, espanto por perder de vista, para el futuro lector, el juego de letras que le harán delirar el filme, antes o después de verlo. Ahí y no en otro lugar se juega el pergamino del cine, y sí, hubo fechas concretas en que los axiomas se revelaron falsos, incompletos, deshonestos, pero el movimiento, a pesar de todo, consiguió deslizarse por debajo de las acaparadoras faldas del archivo, la burocracia de las imágenes, estrellándose contra las pretensiones de burbujas oficinescas, camelando al espectador más astuto, aquel que, a costa de no caer en los filmes fáciles, testarudo en su calendario cinéfilo, se ha ido construyendo, transversalmente, su propia teoría del cine, convirtiendo su olfato rastreador en la hipótesis más luminosa. Nos ata a ese receptor una deuda, más amplia e íntima que los supuestos lazos y reverencias, postraciones con el sombrero fuera de la testa, debidos al paper de la Universidad de Berkeley o a un filósofo alemán de los años veinte. Ese espectador ha hecho el trabajo, su principio de placer es el que deberemos retornar en forma de párrafos para completar y expandir sus perspicacias, atrevimientos, ocurrencias diarias carentes de marco lustroso, consiguiendo que un texto que departe sobre cine se parezca lo máximo a lo que se parece un filme: un mensaje náufrago en una botella, lanzado a ciegas hacia un mar de ojos. Llegará la aurora en que no existan puntos de vista trascendentes desde donde atalayar las imágenes, traicionando su inmanencia, y comprenderemos así que nuestro deber no era hacer el análisis, pues el filme ya lo hizo de sí después de registrarse (Jean-Louis Comolli), sino participar de la síntesis en que consiste la proyección, hacer la serenata, el cortejo, y bailar los fotogramas sucediéndose, levantarse de la silla sudorosa y ponerse a deambular el zarzoso camino que separa un encadenamiento de planos de una progresión de palabras.
          Con algo de suerte podremos decir que salvamos ese peñasco y vimos la cortina rasgada hilarse de nuevo.

 

1- Filme Demência (Carlos Reichenbach, 1986)

22- Filme Demência (Carlos Reichenbach, 1986)

3- Filme Demência (Carlos Reichenbach, 1986)
Filme Demência (Carlos Reichenbach, 1986)

 

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Patricia Patterson and Manny Farber

OUR CRITICAL PRECEPTS

(1) It’s primarily about language, using the precise word for Ôshima’s eroticism, having a push-pull relationship with both film experience and writing experience.

(2) Anonymity and coolness, which includes writing film-centered rather than self-centered criticism, distancing ourselves from the material and the people involved. With few exceptions, we don’t like meeting the movie director or going to press screenings.

(3) Burrowing into the movie, which includes extending the piece, collaging a whole article with pace changes, multiple tones, getting different voices into it.

(4) Not being precious about writing. Paying strict heed to syntax and yet playing around with words and grammar to get layers and continuation.

(5) Willingness to put in a great deal of time and discomfort: long drives to see films again and again; nonstop writing sessions.

(6) Getting the edge. For instance, using the people around you, a brain like Jean-Pierre Gorin’s.

(7) Giving the audience some uplift.

 

BIBLIOGRAFÍA

Manny Farber y Patricia Patterson entrevistados por Richard Thompson en 1977.

FARBER, Manny. El Gimp. Revista Commentary; junio de 1952. Disponible en castellano en Comparative Cinema ─ nº 4.

FUJIWARA, Chris. Crítica y estudios cinematográficos. Una respuesta a David Bordwell.  En Project: New Cinephilia (EIFF & MUBI); mayo de 2011. Disponible en castellano en Détour ─ nº 5.

GANZO, Fernando. Un buen trago de bozonada. Filmar con el proyector: Una entrevista con Serge Bozon. Revista Lumière, nº 5.

LOS SUBVERSORES; por Manny Farber

The Subverters
por Manny Farber

en Farber on Film: The Complete Film Writings of Manny Farber. Ed: A Library of America Special Publication, 2009; págs. 573-576.

LOS SUBVERSORES

Un día alguien va a hacer un filme que sea el equivalente a una pintura de Pollock, una película que pueda ser verdaderamente encasillada por su efecto, certificada como la operación de una sola persona. Hasta que este milagro ocurra, la enorme tentativa de la crítica de los 60 para traer algo de orden y estructura a la historia del cine ─creando un Louvre de grandes filmes y detallando al único genio responsable por cada filme─ está condenada al fracaso a causa de la propia naturaleza subversiva del medio: la vitalidad de bomba aturdidora que una escena, un actor o un técnico inyecta a través del grano del filme.
          Lo Último en Filmes de Directores, Strangers on a Train (Alfred Hitchcock, 1951), ahora parece en parte debido al talento de Raymond Chandler para crear eróticos excéntricos como la bomba sexual pendenciera que trabaja en una tienda de discos. Nada en el expediente hitchcockiano de retratos femeninos tiene el mordisco realista del rol de esta Laura Elliott, ni ningún otro filme de Hitchcock muestra tal ojo sombrío para el transporte y los suburbios de Los Ángeles.
          Inside Daisy Clover (Robert Mulligan, 1965), una autosátira exhaustivamente blanda de Hollywood, tiene una escena que es dinamita como crítica anti-Hollywood en la cual Natalie Wood, chasqueando sus dedos para sincronizarse con una imagen de ella misma, se mete dentro del papel de Daisy con el nervioso, corruptible, adolescente talento que descubriera años atrás Nick Ray.
          El más grosero de los filmes, The Oscar (Russell Rouse, 1966), alberga una breve intervención de Broderick Crawford, en la que este encapsula efectos de degeneración, vileza. La cursi y arrellanada actuación de Crawford como sheriff rural sugiere una carrera de profesionalismo ganado a pulso, el tipo de técnica cinematográfica interna a lo Sammy Glick que supuestamente esta película debe exudar pero nunca alcanza.
          King and Country (Joseph Losey, 1964) es generalmente acreditado como un filme de Joe Losey, uno que está manchado con su aversión y que arroja al espectador al centro de un horror fangoso infestado de ratas denominado como guerra de trincheras. Puede ser una “muy buena película”, pero, dentro de sus imágenes didácticas y carentes de humor que parecen surgir de una oscuridad rembrandtiana, no hay casi nada fresco en el trabajo de Losey, los actores o Larry Adler, quien compuso la música lacrimógena. Desde el solo de armónica que abre el filme, puramente convencional y sensiblero para ilustrar pequeños personajes aplastados por sus superiores, hasta el freudianismo final de cuando se introduce una pistola en la boca del desertor para concluir lo que el pelotón de ejecución empezó, nos encontramos ante una pieza teatral fotografiada constituida por acotaciones sobreentrenadas, en particular del catálogo loseyano de símbolos masculino-femenino.
          Del mismo modo que Paths of Glory (Stanley Kubrick, 1957) es deudora del sabelotodismo actoral de Tim Carey y del talento de Calder Willingham por las palabras cortantes, el diálogo que bordea la obscenidad, los nuevos filmes de Losey adquieren un notable impulso merced Dirk Bogarde y la tibia intelectualidad que impone al arrastrar sus frases, al enmudecer antes de espaciar sus palabras, sugiriendo así que cierto miedo o sensibilidad las empuja de su garganta. Bogarde es rígidamente interesante, y en menor medida, también lo es Tom Courtenay repitiendo su especialidad, un rostro que tiene la fealdad tiesa y convicta de un criminal en el tablero de anuncios de una oficina de correos, además de un masticado, engullido dialecto en el que a cada cuatro palabras transporta al espectador al hogar.
          Sin embargo, aparte de la interpretación, subyace una pequeña recompensa en la capacidad de Losey por sacar a relucir una intimidad sofocante, evidente hace mucho tiempo en los filmes que Losey rodó en Hollywood sobre un merodeador, un espalda mojada y un niño de pelos verdes. Nadie siente semejante espíritu de vacilación, pero dicha desconcertante frialdad de Losey hace parecer que este no toca material predestinado sino que únicamente se dedica a pulir su superficie.
          The Flight of the Phoenix (Robert Aldrich, 1965) propone como imagen dominante a un grupo de actores de carácter incansable atados como caballos a un pequeño avión o a piezas de uno más grande. Este plano repetido junto a otro también preciso de la misma línea de esforzados actores descansando contra el fuselaje de un aeroplano, cada uno de ellos sofocado por trucos realistas y fervor, sugieren que casi cualquier filme de Robert Aldrich se basa en gran parte en la vida salvaje y desmarañada que un actor de equipo como Dan Duryea puede aportar ejerciendo alrededor del borde, tratando de hacer ceder un guion enorme y fofo.
          Un filme de Aldrich no solo está construido bajo la idea de una interpretación subversiva, esto es únicamente puro entretenimiento que equilibra las carencias del director como un técnico hondamente personal con un instinto infalible para el tipo de electricidad afiligranada que es la base de cualquier filme pero que jamás se discute en las entrevistas de los Cahiers con grandes directores. El tema principal ─que relata llanamente la construcción de un pequeño avión a partir de pedazos de otro mayor─ se encuentra arruinado por coloreados deficientes, tomas del desierto a lo Lawrence of Arabia (David Lean, 1962), algunos errores de casting con dos actores franceses carentes de ese enfoque duro y anti-cinematográfico del típico Homo Aldrichitens, y por el curioso hecho de que Aldrich, capaz de tamizar el paisaje a través del rostro y las emociones de sus actores, se ahoga en cualquier cosa estrictamente relacionada con la configuración del espacio escénico.
          La emoción de la película proviene de un enrejado barroco, fragmentos de acción que parecen escurrirse de entre las grietas de grandes escenas: el monstruoso modo en que el parloteo germánico de Hardy Kruger se despliega sobre un labio inferior agrietado por el sol; la sensación casi laboral de observar los procedimientos de trabajo desde la perspectiva de un envidioso, competitivo colega; Ian Bannen haciendo cabriolas simiescas y bromeando en torno al alemán; una perfecta dosis de odio contra la autoridad por parte de un Ronald Fraser haciendo de sargento mantecoso; el extraño efecto de Jimmy Stewart virando hacia atrás y adelante entre las lentas afectaciones a lo Charles Ray que lo convirtieron en una estrella insoportablemente predecible y un nuevo Stewart con el aspecto de un perro de mediana edad abriéndose paso a lo largo de un momento complicado de una manera engañosa y sin relación con el guion o la interpretación convencionales.
          Viendo a Duryea solventar su endeble papel sin la habitual agresión dureyeana consistente en un cursi efecto de trompeta con su paladar inferior, disfrutando de los extraños saltos pogo-stick de Fraser cuando un motor averiado lentamente vuelve a la vida, un crítico puede albergar la esperanza de que se instituya un nuevo premio al acabar el año: al Actor Más Subversivo. Posiblemente el único medio de hacer justicia a la auténtica vitalidad en el cine.
          Así, en lugar de hegemonizar a gente con proyectos defectuosos ─los Lumet, Steiger, Claire Bloom─, el cinéfilo orientará su atención hacia los fantásticos pormenores de Ian Bannen como un adulador oficial liberal en The Hill (Sidney Lumet, 1965); hacia la vigorosa amalgama de Michael Kane entre el silencio ladino y la astucia taimada de un suboficial como el “Ejecutivo”, en The Bedford Incident (James B. Harris, 1965); hacia el vapuleo actoral de Eleanor Bron, apenas fingiendo interpretar y bordando la ternura enfermiza como una falsa muchacha hindú, en Help! (Richard Lester, 1965).
          Uno de los placeres cinéfilos consiste en preguntarse sobre qué de lo atribuido a Hawks en realidad puede ser debido a Jules Furthman, que detrás de un filme de Godard se cierne el acechante perfil de Raoul Coutard, y que, cuando la gente habla sobre el cinismo sofisticado de Bogart y su estigma como “peculiarmente americano”, realmente está hablando de lo que Ida Lupino, Ward Bond, o incluso Stepin Fetchit proporcionaron en inconfundibles momentos en que robaron la escena.

Julio, 1966

 

Routine Pleasures Jean-Pierre Gorin
Routine Pleasures (Jean-Pierre Gorin, 1986)