Una tumba para el ojo

ISTVÁN GAÁL Y THE FALCONS [Magasiskola] (1970); por Graham Petrie

“István Gaál and ‘The Falcons’” (Graham Petrie) en Film Quarterly (primavera de 1974, vol. 27, nº 3, págs. 20-26).

The Falcons [Magasiskola] 1

The Falcons [Magasiskola] 2

Los últimos diez años han presenciado un florecimiento asombroso de talento en el cine húngaro que lo eleva a la posición del país con la cinematografía más consistentemente interesante de Europa del Este. Para las audiencias norteamericanas este desarrollo es casi sinónimo con el nombre de Miklós Jancsó, pero sus filmes, por muy exóticos que puedan parecer a las audiencias occidentales casi totalmente ajenas a la tradición cinematográfica húngara, se vuelven mucho más comprensibles cuando son vistos en el contexto que se remonta en algunos aspectos al periodo inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial hasta un puñado de filmes extraordinariamente buenos de los cuarenta y cincuenta ─People of the Mountains [Emberek a havason] (István Szőts, 1942), It Happened in Europe [Valahol Európában] (Géza von Radványi, 1947), The Soil Under Your Feet [Talpalatnyi föld] (Frigyes Bán, 1948), For Whom the Larks Sing [Akiket a pacsirta elkísér] (László Ranódy, 1959). En todos estos una orientación explícitamente política es combinada con el tipo de localización y paisaje (especialmente las casas encaladas y las inmensas llanuras estériles) e incluso las ropas y fisonomía que las audiencias han venido asociando solo con Jancsó.
          Del mismo modo, Jancsó, aun con toda su originalidad y la brillantez de su trabajo, no es tanto un genio aislado como el más conocido de al menos media docena de otras figuras de talento comparable. Algunas de estas, como Imre Gyöngyössy, Zsolt Kézdi-Kovács y Ferenc Kósa han estado influenciadas claramente por el estilo visual de Jancsó (aunque Gyöngyössy, en su magnífica The Legend About the Death and Resurrection of Two Young Men [Meztelen vagy] (1972), ha desarrollado una técnica y método que son deslumbradoramente suyas), mientras otros, más notablemente István Szabó e István Gaál han manifestado desde sus primeros filmes en adelante un estilo y temperamento que son extraordinariamente individuales.
          Gaál tiene cuarenta años y ha hecho hasta ahora cinco largometrajes; llegó a la madurez durante el periodo Rákosi de los tempranos cincuenta cuando el país se encontraba paralizado por un sistema de terror estalinista: el miedo y el interés propio combinados para provocar la denuncia y traición de amigos y vecinos, mientras el arresto arbitrario y el encarcelamiento injusto eran lugar común. La atmósfera mental de este periodo es brillantemente evocada en dos de sus filmes, Green Years [Zöldár] (1965) y Baptism [Keresztelő] (1967), y parece, vista desde una perspectiva diferente, que también es el fundamento bajo el cual Lilik organiza su campo de entrenamiento en The Falcons [Magasiskola] (1970). Cuando Gaál y los cineastas de su generación comenzaron a trabajar en los tempranos sesenta estaban determinados en que sus filmes deberían formar parte de una examinación rigurosa de ese periodo terrible y las razones que lo habían hecho surgir; al mismo tiempo estaban preocupados en ayudar a establecer una sociedad socialista humana y justa. Desde esta perspectiva, el otro tema principal que emerge en el trabajo de Gaál ─forma la base de Current [Sodrásban] (1964) y Dead Landscape [Holt vidék] (1972)─ es el problema del ajuste a una sociedad que cambia rápido mientras los aldeanos se alejan en cada vez mayor número del establo y del patrón tradicional de la vida rural bajo el que han estado arraigados durante generaciones, y se encuentran con que no pueden ajustarse psicológicamente a su nueva existencia o que enfrentándose a ella arrojan barreras invisibles entre ellos y las familias que han dejado atrás.
          Gaál, que viene de un ambiente campesino, ha vivido este problema también, y las preocupaciones políticas y sociales de su trabajo están por lo tanto lejos de ser las abstracciones, deseos insatisfechos, o juegos de moda en que terminan convirtiéndose puestas en las manos de tantos directores occidentales. Aunque sus filmes son comprometidos, están lejos de ser dogmáticos o mera propaganda para un particular conjunto de creencias políticas: resiente fuertemente, de hecho, los intentos de leer significados políticos específicos en su trabajo y, en una visita reciente a Canadá con Magasiskola, se volvió cada vez más impaciente con aquellos que, ignorando la estructura visual y aural del filme, intentaban imponer en el mismo una denuncia simplista de la “tiranía” del comunismo (o fascismo) que venían esperando al filme para revelar. La preocupación principal de Gaál reside en la defensa de la integridad individual y la dignidad humana contra la represión y el autoritarismo de todos los tipos, y un tema importante de sus filmes es el intento de preservar valores morales básicos de humanidad y justicia en circunstancias diseñadas para suprimir o intimidar estos.
          Aunque sus filmes han sido a menudo llamados “austeros” y “severos”, Gaál mismo es un hombre de personalidad cálida y extrovertida y hay una vena de humor astuto corriendo por entre incluso el más sombrío de sus trabajos. Cuando habla de sus filmes prefiere, como la mayoría de los directores, tratar cuestiones de técnica y estilo, la enorme dificultad de registrar estas imágenes en filme, en vez de cuestiones de intención o significado. Es él mismo un camarógrafo plenamente competente y fotografió el famoso cortometraje Gypsies [Cigányok] de Sándor Sára (1962), también manejó una segunda cámara en algunas de las escenas más complejas de Magasiskola, mucho de su propio material aparece en el filme completado. Aparte de escribir o colaborar en todos sus guiones, insiste en llevar a cabo el montaje él mismo, manejando físicamente y cortando el filme en vez de meramente supervisar esto, como hacen la mayoría de directores. Su actitud hacia el cine es inmediata, sensual y táctil: dice que ama el olor del material de celuloide en bruto. Supervisa cada detalle de la dirección de arte de sus filmes, y siempre ha trabajado con el mismo compositor, András Szőllősy, una de las principales figuras de la música húngara contemporánea.
          Todos estos factores deberían hacer algo para matizar la impresión de un cineasta asceta y altamente intelectual que emerge de la mayoría de consideraciones de su trabajo. Gaál es básicamente un poeta visual y el sentido de sus filmes emerge de la naturaleza y yuxtaposición de sus imágenes, y de la relación entre estas y la música, sonidos naturales, o el silencio que los acompaña, en vez de diálogos explícitos o debates. En particular, tiene un apego muy grande por la interacción entre el personaje y el paisaje y una habilidad para crear escenas que emergen como metáforas visuales, cristalizando sutilmente la esencia del filme de manera mucho más efectiva que las palabras. Aunque todos sus filmes, especialmente Holt vidék y el injustamente olvidado Keresztelő, muestran estas cualidades en mayor o menor medida, se reúnen quizá de manera más completa en Magasiskola.
          Este fue el primer largometraje de Gaál en color y, con su típica meticulosidad, aseguró que el color se convirtiese, como el paisaje, en un elemento expresivo dentro del filme, y no solo mera decoración. La localización del filme ─llanuras desnudas, planas, interrumpidas solo por grupos de árboles─ ha sido inevitablemente comparada con la del trabajo de Jancsó: ciertamente Gaál, como Jancsó, hace uso del paisaje como metáfora para la desapacibilidad y frialdad del comportamiento moral de sus personajes; pero Gaál mantiene constantemente una interacción entre las pertenencias humanas y su localización, el tono del paisaje va cambiando a medida que ellas cambian, mientras Jancsó, habiendo establecido un tipo de relación, procede a explotar las posibilidades formales de esta, jugando con los movimientos verticales y diagonales de su gente contra el horizonte vasto e inalterable.
          Magasiskola es un filme que demanda ser interpretado en más de un nivel a lo largo de su metraje, con la acción de la superficie apuntando constantemente a otra dimensión metafórica más allá de ella. Aunque se hable de él por lo general como una alegoría, esto es de algún modo engañoso, porque sugiere que, como en la mayoría de las alegorías, la historia básica es artificial, vaga o irreal, y tiene significancia solo como pasadera para el significado “superior” o “verdadero” que reside al otro lado. De hecho, Gaál se toma grandes cuidados para dar a la acción central del filme una autenticidad detallista casi documental, para que pueda adquirir una legítima fascinación propia; su método es aquel que él mismo ha llamado “abstracción realista” ─manteniendo una base firme en la realidad física, pero asumiendo, a través de las imágenes o el montaje, una dimensión más.
          Un joven llega a un campamento en el que halcones están siendo entrenados para mantener la población de pájaros local bajo control. El jefe de la estación, Lilik, ve su tarea en términos místicos, casi religiosos, y ha impuesto un sistema de autoritarismo rígido para asegurar que es llevada a cabo con la máxima eficiencia: divide sus pájaros en categorías “superiores” e “inferiores” e impone un vasto abismo entre ellos y las criaturas que están entrenados para cazar; ensalza constante las virtudes de la obediencia, orden, control, el mantenimiento  de una jerarquía estrictamente establecida en la que todos conocen su lugar y sus deberes. Al joven le fascina al principio la habilidad de tanto los entrenadores como la de los halcones, la belleza fría, severa, que resulta de la disciplina impuesta sobre ellos; se queda estupefacto, no obstante, luego disgustado y repelido por la crueldad metódica y el sufrimiento que se da por sentado como parte del patrón total, y estos le conducen finalmente a abandonar la estación.
          Es obvio que incluso un resumen del filme que intente ser tan neutral como sea posible debe sugerir que se trata tanto de la mentalidad del totalitarismo como del entrenamiento de halcones. Lo que le da su cualidad ambigua y única, sin embargo, es que no hay ningún punto en el que un elemento expulse o descompense con peso descarado al otro: el estudio del autoritarismo es llevado a cabo por medio de un análisis de la técnica del entrenamiento de halcones, y el filme permanece inmediato, físico y concreto desde su primer fotograma hasta el último. El crecimiento del joven hacia la consciencia moral paraleliza el de los héroes de los tres largometrajes previos de Gaál y, como en ellos, es presentado a través de una acumulación de incidentes específicos, a través de lo que le ocurre, en vez de servirse de la discusión o del análisis explícito.
          El movimiento del filme es constante y controlado de cabo a rabo e incluso las escenas climáticas son examinadas con gravedad y moderación, son discretas en vez de enfatizadas. Los personajes son definidos constantemente, y modestamente, por las localizaciones en las que están emplazados o que ellos mismos crean: Lilik, por ejemplo, ha construido una estación de entrenamiento de modo que los edificios adopten la disposición de un campamento o una fortaleza, con sus propios cuarteles situados aparte en una posición desde la que pueda supervisar a los otros. El esquema de color dominante del filme es uno de azules y amarillos apagados y fríos, con el verde desvaneciente del paisaje como una alternativa diurna a la oscuridad y la parpadeante luz de la lumbre del campamento por la noche. A través del filme los personajes se visten de amarillo, azul o blanco: la única excepción la encarnan los forasteros ─un grupo de granjeros en vaqueros rojos─ y Teréz, la mujer de Likik, que comparte generosamente con sus compañeros en las noches que no tiene necesidad de ella. Ella es el personaje arquetípico de Gaál, consciente de que está cooperando con algo malvado, con todo creyendo que realmente no es asunto suyo y que puede permanecer distanciada de todo ello; aunque permanezca en el campo luego de que el joven se marche, ha sido afectada por su ejemplo y, la última vez que la vemos, viste una blusa de un rosa apagado en vez de su blanco familiar.
          La música es usada para acrecentar nuestra percepción de la dimensión moral que reside detrás de la acción física: un tema suave y evocador acompaña la mayoría de apariciones de Teréz; mientras tiene lugar la primera escena del entrenamiento de los halcones, el comienzo de la escena en donde son puestos a trabajar para echar a unas urracas de su escondite en un pajar, y la escena bizarra en la que Lilik dispone un nocturno funeral militar cuando su halcón favorito muere, a todas estas escenas les es concedido un ritmo bélico, de marcha, basado en toques de tambor. El tema asociado con el joven mezcla instrumentos de viento-madera y batería, sugiriendo la tensión dentro de él entre la humanidad potencial que alberga la mujer y la inhumanidad de Lilik. La mayor parte del filme, no obstante, despacha la música para crear una inquietante atmósfera aural de las campanas tintineantes de los halcones, los gritos ásperos de las órdenes, el zumbido de las alas, el balido de las ovejas, el ronroneo misterioso de los cables telefónicos que abre y cierra el filme. El silencio también es usado para un efecto emocional poderoso, especialmente en la escena en que Teréz llega por primera vez a la habitación del joven para ofrecérsele: la quietud de sus relaciones sexuales acentúa su extrañeza y lo remoto entre ellos.
          Como es habitual, Gaál obtiene algunos de sus efectos más llamativos a través del montaje, pero también mueve la cámara más libremente que en otros filmes, y un patrón distintivo de amplios movimientos circulares emerge mientras el filme avanza. La cámara merodea dentro del círculo de los entrenadores mientras se preparan para la primera demostración de su habilidad; explora los contenidos de la habitación de Lilik con el joven; circunda los pajares dentro de los cuales se han escondido las urracas atemorizadas; se abalanza sobre el joven y Lilik mientras el primero sostiene una garza real tullida sobre la que un halcón debe ser perfeccionado en el arte de matar; sigue al joven mientras mientras camina alrededor del fuego en el que los entrenadores se reúnen por la tarde; un paneo de 360 grados inspecciona el campo yermo en el que Lilik y el joven se han escondido en un intento por atraer de vuelta a un halcón fugado; mientras Lilik se apura frenético para salvar a sus preciosos pájaros durante una tormenta, la cámara circunda el patio con él; y le sigue mientras, como un antiguo guerrero germánico, insta a su caballo a dar vueltas sobre un halcón muerto mientras yace en estado.
          Además de esto, Gaál hace hincapié en cortar de modo enfático en movimiento tanto como sea posible a través del filme, creando un ritmo de avance que es tanto fluido como implacable. Los objetivos largos son usados con frecuencia, tanto para distanciarnos de los personajes como para asimilarlos a su fondo: Lilik y el joven galopando silenciosamente a través de la llanura para salvar a un halcón que está siendo golpeado a muerte por granjeros indignados (había entrado en su territorio y estaba torturando a la presa); y a través de la escena final en la que el joven abandona el campo. Solo una escena, sin embargo, emplea una distorsión visual obvia: la pesadilla del joven, donde un objetivo gran angular extremo exagera monstruosamente la forma y el movimiento de Lilik mientras avanza hacia él, los pájaros posados en sus brazos y hombros.
          Un análisis breve de un par de escenas clave en el filme debería servir para ilustrar cómo Gaál combina el movimiento de cámara, el montaje, la música y el color para crear un efecto que es simultáneamente concreto y metafórico. Poco después de su llegada el joven observa mientras tres jinetes, dispuestos en círculo, perfeccionan su total control y dominación sobre sus halcones. Los pájaros son arrojados de la muñeca de uno de los hombres a la de su compañero y nos les es dada una oportunidad para detenerse o descansar antes de ser arrojados al próximo hombre: les es enseñada la virtud de la sumisión y que no tienen voluntad más allá de la de su maestro; el paralelismo con los métodos por los cuales los estados policiales derriban la resistencia de sus oponentes está ahí para aquellos que deseen percibirlo, pero nadie en el filme lo traza y permanece implícito en la construcción física y movimiento de la secuencia. Es construida a partir de decenas de cortes rápidos: los pájaros en vuelo, el momento del lanzamiento, el momento de la receptación, repetidos una y otra vez. Al principio los planos son bastante largos y siguen un segmento de la acción en su completitud; gradualmente se vuelven más y más cortos hasta que el efecto es la de una continua moción de azote en el que no se permite ningún respiro en absoluto a los pájaros: una persecución física incesante e interminable (Gaál dice que se imaginó esta escena en la forma de una espiral, con amplios movimientos circulares para comenzar, estrechándose mientras alcanza la cima). Los únicos sonidos son las pisadas de los caballos, las campanas tintineantes y el batir de alas de los pájaros. Cortes ocasionales a la cara admirativa del joven muestran que, por ahora, solo percibe la dimensión estética de lo que está sucediendo y que sus implicaciones morales se le escapan.
          La educación moral del joven es llevada un paso adelante en la caza de las urracas donde el entrenamiento de los halcones es puesto a prueba por primera vez. Una vez más el efecto proviene en la mayor parte del montaje mientras un par de urracas aterrorizadas son incesantemente acosadas en su escondite; se refugian entre un rebaño de ovejas y brincan con perplejidad entre los pies de los animales; finalmente, después de un gasto desproporcionado de energía, una de ellas es asesinada. Luego al joven le es dada la tarea de sostener una garza real encapuchada contra el suelo mientras Lilik dispone de un halcón para atacarla una y otra vez; la música disonante espeja la confusión moral, las campanas del halcón, el aleteo de las alas de la víctima mantienen una presión constante sobre él; finalmente le dice a Lilik que el pájaro ha sufrido suficiente y que ya no puede más. “Es necesario”, responde Lilik gravemente, y la cámara se acerca lentamente al rostro ansioso del joven.
          La escena que proporciona al chico una consciencia completa de su complicidad con algo brutal es aquella en la que él y Lilik se proponen recapturar a Diana, un halcón fugado que ha adquirido una significación mítica en la mente de Lilik y se ha convertido en un símbolo para él de algo fiero e independiente que debe ser admirado y aun así domado. Cada hombre se oculta dentro de una fosa poco profunda, agarrando en su mano una paloma cuyas alas batientes deberían atraer a Diana lo suficientemente cerca como para ser capturada. El joven espera y espera, el pájaro se remueve sin fuerzas en sus manos, él busca el intenso cielo azul por una señal de vida, la cámara hace zoom in sobre él a través del campo yermo, y al final Diana aparece: la cámara hace zoom cara abajo en la paloma revoloteando, aterrorizada, en una serie de violentos cortes de impacto, y el joven libera al pájaro. Sale tambaleándose de su escondite, desgarrando las vendas protectoras de sus manos, se agarra su estómago como si estuviese a punto de vomitar, su respiración pesada, el único sonido. La cámara hace zoom out, lejos de él, haciendo hincapié en su aislamiento en el vasto paisaje, y el ruido de un tren corta bruscamente al silencio.
          Su partida del campo es retrasada un rato más, aunque este incidente lo hace consciente de que puede preservar su cordura moral, su autoestima, solo si abandona (nada de esto es declarado en palabras y de nuevo es la progresión visual del filme la que nos cuenta lo que le está ocurriendo). A primera hora de la mañana se va, los pájaros susurran y gorjean en los árboles. La cámara se aleja de él a un ritmo constante mediante zoom mientras se adentra en un bosque, creando un efecto casi de blanco-y-negro mientras lo esboza contra los árboles. Hay un corte al campamento donde Teréz, en su blusa rosa, comienza la tarea de alimentar a los halcones, abriendo otro día en la fría rutina de la estación: “carne y dos palomas”. La cámara retorna a la niebla, al joven, luego se aleja de él mientras comienza a correr; queda el zumbido de los cables telefónicos, la canción de los pájaros; otro zoom out y abandona el encuadre; luego un zoom in, lentamente, hacia los cables telefónicos hasta que llenan la pantalla; su zumbido se hace más fuerte, hay un ritmo constante de tambores. Es un final misterioso y ambiguo y, como ocurre a menudo en los filmes de Gaál, el paisaje sobrevive a los personajes. Es mejor, creo, por no ser explícito, por mantener la sutileza del resto del filme, y si se argumenta que la fuga es una solución demasiado pasiva, por lo menos es mejor que la colaboración consciente o inconsciente, y más útil que una resistencia valiente pero fútil contra obstáculos arrolladores. Los personajes y filmes de Gaál trabajan constantemente de cara al conocimiento de sí mismos y un entendimiento del trabajo preliminar para la acción, en vez de complacerse en gestos románticos o rebeldía.
          No todo el filme procede solo mediante la sugestión visual y aural que hace a estas escenas particulares tan memorables. Lilik es muy elocuente acerca de su filosofía de vida, a veces más bien demasiado, como cuando, al haberse estrangulado a sí mismos varios de los halcones en sus correas intentando escapar de la inundación de sus cajas en la tormenta, advierte que esto es lo que resulta de demasiada libertad de movimiento y que por lo tanto tendrá que mantenerlos en una correa más apretada. Pero generalmente el filme se mueve por medio de la implicación en vez de la declaración directa, creando la necesidad obsesiva de orden, dominación, unanimidad ritual y planificación rígida (Lilik necesita conseguir un cierto cupo de pájaros asesinados para justificar su trabajo, y conserva las patas de sus víctimas para proporcionar estadísticas exactas) que caracterizan la mentalidad autoritaria en todas sus manifestaciones. Es una mentalidad basada en el miedo, y Lilik traiciona esto en su insistencia de que la gente del campo colindante está conspirando contra él; el peligro externo, por supuesto, justifica un control incluso más estricto dentro del campamento. La gente es tratada como no más que objetos. Teréz satisface la necesidad de Lilik de poder y le permite hacer gestos benevolentes hacia sus subordinados; el sexo es un medio de control, no de comunicación. La crueldad y la tortura son inevitables e incluso bienvenidas como medios esenciales de cara a la consecución del gran diseño. Esto, y mucho más, emerge, sin presión o énfasis excesivo, de un filme que es también, a todos los efectos y propósitos, un documental sobre la crianza de halcones, y una meditación lírica y poética de figuras en un paisaje.
          Repetidas veces, Gaál retorna en voz baja en todos sus filmes a una insistencia de que los seres humanos deben asumir responsabilidad por sus acciones, que incluso las circunstancias más restrictivas o deprimentes no ofrecen excusa para la inercia moral. Su filme más reciente, Holt vidék, aunque quizá no el mejor, es en el que trata de presentar a sus personajes y sus dilemas de forma más oblicua, confiando en la melancolía del pueblo moribundo y el paisaje otoñal para que tomen el lugar del diálogo y el análisis verbal. Dice que ve a este filme como un punto de inflexión en su carrera, la conclusión lógica a los temas y el desarrollo estilístico llevados a cabo hasta la fecha. Sus planes inmediatos, al menos en lo que concierne a un largometraje, son inciertos: ha sido invitado para hacer un filme para la RAI y ha preparado un guion basado en la historia corta Saul de Miklós Mészöly (el autor de la historia original de Magasiskola). La cancelación súbita del imaginativo programa de producción fílmica de la RAI, no obstante, ha hecho esto imposible, y la insistencia de Gaál de que las localizaciones y los rostros del filme posean un auténtico carácter mediterráneo, junto con el relativo alto coste del proyecto, hacen improbable que el filme se pueda realizar en Hungría.
          La situación de Gaál refleja en miniatura los problemas del cine húngaro en general así como los de muchos otros países pequeños con producciones fílmicas: a pesar de la calidad de sus filmes y del hecho de que se haya escrito y hablado sobre ellos extensamente, por ahora aún siguen siendo demasiado poco vistos. La reticencia de distribuidores y audiencias de filmes extranjeros para arriesgarse con algo que no provenga de Francia, Italia o Suecia, junto con la incapacidad de la mayoría de los países pequeños para montar campañas de publicidad extensas para sus filmes, deja a varios de los directores más talentosos del mundo en una especie de limbo, con la única oportunidad de llegar a una audiencia internacional viniendo de coproducciones que demasiado a menudo suavizan o destruyen las características individuales y nacionales que hicieron a los filmes interesantes en primer lugar. Gaál mismo tiene demasiada integridad para comprometerse a sí mismo a algo en lo que no crea de todo corazón, y preferiría permanecer un cineasta pequeño, desconocido, en un país pequeño, desconocido, que alcanzar un reconocimiento más amplio haciendo concesiones que podrían llegar a ser destructivas: sería una pena, sin embargo, si estas permanecieran como las únicas alternativas que tiene.

The Falcons [Magasiskola] 3

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CON EL DEBIDO RESPETO

Bálint Fábián Meets God [Fábián Bálint találkozása Istennel] (Zoltán Fábri, 1980)

Balin-Fábian-Meets-God-Fabian-Balint-talalkoza-a-Istennelem-(Zoltán-Fábri,-1980)-1

Cada noche, entregarnos al visionado de un filme, esa es la ley que nos gustaría sostener de por vida.
          Tenemos el filme preparado. Se acerca la hora. Temblamos. El deseo se lubrica y aguza. De nuevo, asoma la luna, llega el momento en que volvemos a querer trascender las particulares condiciones del paisaje socioeconómico que nos han cercado durante el día. Aquellos condicionantes que alientan la desaparición de lo que el paisaje, previamente amañado, tildaría como películas de fondo de catálogo, proporcionando así olvido, nulos puntos de referencia al observador habitual gustoso de merodear la urbe con la casi inconsciente perspectiva de hallar en su deriva un signo que le sitúe, a unos centímetros más acá de su entendimiento, el particular trazo que abarca la completa dimensión física y espiritual que el propio paseante arrastra consigo a cuestas. Tristemente, no nos extrañamos al cotejar que en el cine de hoy la consecución estética del logo ha ganado la batalla a la responsabilidad de conquistar la crónica, estamos ya muy lejos de los eslóganes rusos de 1918, año en el que da comienzo Fábián Bálint találkozása Istennel; otra noche juiciosa, merced un filme de Zoltán Fábri, objetivamos las oportunidades de toparnos con algo más que ejemplares destinados a un corto tiempo de supervivencia en el mercado de la “cultura”. Sobreviene entonces una sensación de malestar didáctico si uno quiere ir al encuentro del mentado cronista ─apenas existe algún estudio crítico sobre su obra, una puesta en contexto de sus filmes (la información resulta escasa)─, ahondar en la historia aneja que terminará concerniendo al futuro espectador y rebajará su implícito chovinismo que no alcanza siquiera a rebasar una penosa invasión exacerbada del mal gusto yanqui o nipón inundando las cuatro paredes del espacio doméstico, cada vez más lleno de aparatos, sucedáneos, juguetitos con los que matar un aburrimiento que quizá en otra época te habría conducido a preguntarte qué narices estaba sucediendo en Hungría al término de la I Guerra Mundial. Tal y como están las cosas, si uno quiere ir al encuentro, no le quedará más remedio que escarbar. Con este ejemplar de Fábri, nosotros lo hemos hecho, así que tal vez podamos sugerir algunas indicaciones precarias al astuto espectador que se interese por su filmografía, tan excelsa como poco estudiada:

Un soldado magiar terminaba su paso por la Gran Guerra a orillas del Isonzo, asesinando a un italiano, valiéndose del cuchillo de caza prestado por su amigo József, sargento fiel, hombre mesurado y cabal. En un pantano verdoso, húmedo, durante una emboscada que llega hasta la refriega con bayoneta, tiene lugar el asesinato, que retornará cada vez más demacrado y enlentecido durante las cuatro estaciones de 1919 en las que Bálint Fábián, el soldado, verá derrumbarse su entorno y su entera concepción del mundo. Reconocemos al actor que lo encarna, Gábor Koncz, debido a que lo habíamos visto ya con similares composturas en Magyarok (Zoltán Fábri, 1978). Ambos filmes adaptan obras literarias de József Balázs. Sin embargo, la intención de Fábri siempre fue comenzar desde el principio, y no con la narración de Magyarok, donde un grupo de húngaros durante la II Guerra Mundial son trasladados al norte de Alemania para ejercer diferentes trabajos cultivando la tierra mientras el conflicto mundial les pasa primero por al lado para luego sucederse enfrente de sus propias faces. Los estudios creyeron que la historia de este filme poseía connotaciones más universales, una avería en los circuitos de la comunicación y el pensamiento paradójico se toma por enseñanza, ya que en Magyarok choca, sorprende, cabrea, el que no se llegue a producir una verdadera sedición entre los campesinos en ningún momento, lo que quizá nos conduzca a la asunción de un entendimiento sobre la gravedad de una situación que no podría parecer más ambigua. Al cineasta no podía bastarle con esto. Con el éxito del filme, Fábri pudo retroceder en la historia y ascender en el linaje de la familia, pasando del hijo András que centralizaba Magyarok al padre Bálint, convirtiéndose Fábián Bálint találkozása Istennel, estrenado dos años después, en una verdadera precuela. El eslabón adicional en la crónica genealógica, pero también en la obra de un cineasta que no ha cesado de matizar, remachar, señalizar, trifurcar, la mayor parte de conflictos individuales y colectivos que asolaron la historia de su propio país desde comienzos del siglo XX hasta la implantación del comunismo goulash. Aun considerándose persona tendente a la seriedad y el drama, Fábri no descarta la inclusión de otros humores en su obra, y ciertamente observamos una tendencia, llegada la mitad de los años 60, a un deje satírico que alcanza en ocasiones un refinamiento de noble crueldad asociada al deshonroso decoro de noblezas, raleas, o incluso sin excluir las demás, el fascismo de salón. Construido su particular paisaje mitológico enraizado en un clima autóctono que conoce de sobra por biografía y experiencias, instala sus primeros filmes en diferentes periodos históricos donde algo está a punto de mutar o ha cambiado el pelaje ─1 de agosto de 1919 anunciando el final de la República Soviética Húngara al mismísimo inicio de Édes Anna (1958), situación enfermiza de contrarrevolución que comienza a excitar la sangre de los acaudalados cabrones que volverán loca a la criada protagonista homónima en los minutos sucesivos; la aviación rusa sobrevolando un campo de trabajos forzados en Ucrania, por ejemplo, al final de Két félidő a pokolban (1961), obligando a parar un partido de fútbol organizado por los germanos, escondiendo la esvástica y agachando cada cuerpo en estupor ante el ruido de los motores en el aire. Un intento de conseguir vislumbrar los vaporosos mecanismos que subyacen en el interior de una persona en esos instantes donde algo cambia, pero cambia madurando, golpes de estado que poco a poco dan la vuelta a las manecillas de la moral individual y confunden sentimientos, afectos y ética. El cine de su compatriota István Szabó también es uno de conciencia, pero en Szabó, al contrario, la conciencia se despierta usualmente de forma explosiva y catastrófica, perplejizante, suele devenir como la conciencia vertiginosa sobre nuestro relevo colaboracionista en la opresión. Los filmes de Fábri en cambio son más encubiertos, ninguno escapa a esta tenue, ligera, subrepticia, pérdida de valores calamitosa enfrentada al devenir histórico inaprehensible de un tiempo que acaba ejecutando sin demorarse derrotas lentas, implacables, silenciosas. Del otro platillo de la balanza, acompañaremos con la mirada una ligera felicidad de pintor impresionista, la otra gran pasión de Fábri, que terminaría declinando una vez asentado firmemente su rumbo alrededor del cinematógrafo, una felicidad que permea no pocas secuencias de sus primeros trece años de filmografía. La acotación espacial precisa, otorgando a la mirada un prendimiento fuerte de gentes y ambientes, deuda reconocida de Marcel Carné, al que Fábri contrarresta con fervor subversivo, incluso alegría e ilusión por el desarrollo del régimen que le era coyuntural, aun comentándolo bajo varias capas de subtexto problematizante excusado por las condiciones pretéritas de un periodo semiolvidado, al menos inofensivo.
          Desde 1965, e incrementándose su predilección hacia 1971, Fábri empieza a tocar cada uno de los palos de eso tan difuso que denominamos modernidad, estableciendo una doble distancia con respecto a los temas y tersura del mundo, las velocidades, detenciones, que la máquina-cine puede imprimir sobre la realidad, acompañadas de adquisiciones que llevará adjuntadas ya hasta el final de su obra, emparentando filmes como 141 perc a befejezetlen mondatból (1975) o Requiem (1982) con la vanguardia más puntera, no solo cinematográfica sino también literaria, permitiéndose aparte una melancolía satírica de cronista ganada a pulso tras insistir e insistir sobre periodos de entreguerras o contiendas finalizadas agridulcemente. Adaptando a Tibor Déry en el susodicho filme de 1975, el vínculo se hace claro, notorio. De ahí, retrazar la cronología nos llevaría a meter demasiados nombres dentro del saco, y uno podrá sentir concomitancias, afiliaciones, con apellidos tan dispares como Joyce, Cela, o el grupo OuLiPo, sin perder nunca de vista un cierto costumbrismo mitológico de crianza propia, volviendo a autores de notoria importancia nacional, como Ferenc Sánta o el que nos ocupa para el filme presente, József Balázs.
          Tras un punto de no retorno adaptando La frase inacabada de Tibor Déry hacía cinco años, habiendo probado y llevado más lejos las posibilidades del cine moderno y la capacidad dialéctica de este para representar la inacabable lucha de clases y adormecimiento de ricos, vesania singular y violenta de proletarios, Fábri retorna casi sin saltos en la cronología a un paisaje que ya se alejaba bastante de influencias francesas poético-realistas en Dúvad (1961) ─un importante filme bisagra de distancias límpidas y patetismo húngaro, en este caso manifestado bajo las figuras de una cooperativa relativamente amable en contraste con el irredimible enseñoreamiento de Ulveczki Sándor, otrora granjero independiente─. Allí Fábri aunque no renunciaba a la fragmentación, estilizaba su visión en una secuencia más continuada de acontecimientos, menoscabando algo la enorme especificidad de sus primeros filmes, la cual les daba un humor particularismo, en aras de una visión más contundente de las tierras labradas y gentes pateándolas sin demasiada escapatoria. El cineasta había pasado de los cuentos a la crónica, del retrato peculiar de una circunstancia melodramática o pseudocómica completa al consabido episodio nacional. Es esta particular inclinación la que retoma y anexa todos los descubrimientos expandidos en sus filmes anteriores durante el metraje de Fábián Bálint találkozása Istennel.

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Vuelta a casa, el soldado Bálint Fábián ha matado en la guerra, a sangre fría, a un italiano que murió mirándole fijamente a los ojos mientras se descomponía en las aguas del pantano, lo último que pasó por sus pupilas, ni su familia, ni su mujer, ni una flor demacrada, sino el rostro del embrutecido soldado Bálint Fábián, su asesino. Qué ridículo de refriega, preparación solemne, en el presente se nos escamotea con el terror de un enlentecimiento precedente a la carga del contingente enemigo, luego volveremos a ella a modo de diafonía, el recurso predilecto, bien mimado por Fábri, llevado a sus máximas consecuencias de disrupción narrativa en 141 perc, aquí delimitado sobriamente llegando a violentar casi con pobreza estilística, inútil condecorar con boato una acometida tan idiota, dos pobres hombres jugando a la muerte, victoria de absolutamente nadie. En este pueblo al que el soldado Bálint Fábián retorna se huelen las tumbas en el ambiente, balas en el esófago, cementerio de magiares, les robaron a todos los corazones, sobreimpresionando el camposanto unos versos de Attila József, de la misma manera que hacían acto de presencia en Magyarok o mientras un travelling acompañaba a los prisioneros dormidos bajo la supervisión nazi en Két félidő a pokolban. Pueblo fantasma donde Fábri reencuentra el amor por la estabilidad del aparato y las posibilidades de la panorámica o el zoom no necesariamente apresurado, pero sí demarcando la fuerza de un objeto o enfilando para el visionador poco a poco una conversación que va centrándose en plano medio. La crónica necesita en este particular episodio una sosegada calma, la sensación de que a la vuelta nos encontraremos con algunos seres humanos que poco a poco consumen la escasa vitalidad que les queda, caso de Anna, mujer del soldado Bálint Fábián, a quien sus dos hijos han tenido a buen favor no pedido por nadie asesinar al párroco con el que había mantenido relaciones tres años. Lo ahogaron en el río. Poco más que un cerdo insolente sin amor sincero, una afrenta al padre, cuando este vuelva la esposa no dejará de borrar las huellas sobre la tierra del rellano, huellas de sus propios pies, del soldado y cónyuge Bálint Fábián, huellas de cualquiera, borrar huellas compulsivamente, oír las campanas pensando que tocan por el amante. Pero no tañen bajo este pretexto, sino por la muerte de la madre del barón Ughy. Un breve periodo de tiempo alienta a los pueblerinos a llevar flores en la solapa, repartirlas incluso, algo se respira en el aire aparte de la putridez de los cuerpos bajo tierra, un cambio, otro de esos intervalos de ridícula duración donde otra idea de lo común comenzará a dominar los campos de cultivo, quizá de esta algunos aprovechen y saqueen harina, vino, vinaza, de la reserva privada del noble. El soldado Bálint Fábián ahora ha pasado a ser cochero del barón, y la revuelta de la brevísima República Soviética Húngara le aventaja por los ojos y el resto del cuerpo sin saber muy bien qué hacer con ella, con el debido respeto, no parará de proclamar en voz demasiado alta. ¿Ser sumiso? Parece un adecuado precio a pagar con el pretexto de que no se apilen más cadáveres. Sabemos lo último que vieron los ojos del soldado italiano asesinado: el rostro de Bálint Fábián. ¿Pero qué vió exactamente Bálint Fábián en el expirante rostro del soldado italiano? Una visión torturante que en última instancia le proporcionará algunas preguntas que según afirma solo puede responderle Dios. Fábri construye así un carácter fluctuante, apesadumbrado, y retoma desde la modernidad una estética consumida a mano de peores cineastas por la sobrecarga de ambientación de época, el peso muerto del diseño de producción, o la tacañería desagradecida que deja todo el trabajo a la imaginación del espectador. Los remanentes estéticos de un difunto imperio austrohúngaro y la mezcolanza de ideologías en conflicto permanente dan lugar al diseño exacto del ethos y el pathos húngaro en el que no podemos evitar ser seducidos por la variedad de banderas, eslóganes, de un pueblo excitado, paralizado o borracho por infringir alevosamente la propiedad de los toneles del terrateniente recientemente fermentados. Vuelta al barón y a su hermana menor, cuya condescendencia de compadecida una vez que irrumpa el Terror Blanco para cobrarse la venganza sobre el pueblo recuerda a los dejes de idiosincrática exageración y noble afectación burguesa de 141 perc. Terminada la época del realismo más lato, Fábri proporciona un triple fondo a los elementos del mundo, insertando una capa opaca de hermetismo no cambiarás este trozo de historia en cada habitáculo y tierra yerma o fértil, la crónica requiere un paisaje ligeramente imperturbable a revisionismos históricos. El estatuto de los cuerpos y objetos nos recordará al mejor cine de Manoel de Oliveira. Ya sabemos, el espacio reclama su independencia, impone su propia narración, y una ligera estilización puntuada, en verdad pura sensualidad sentimental, como luego comprobaríamos en Requiem, Fábri remata embrujando desde el presente unas tierras que no habíamos tenido ocasión de vislumbrar, rodeados de tantos eslóganes y tapaderas-subterfugio del poder renovando representantes. Estallan en llamas estos contrastes que han venido a definir la primera mitad de siglo en Hungría, y bajo una síntesis de elementos encomiable, llegamos a un refinamiento de un purismo nada dogmático, sintiendo más fuerte incluso la distancia insalvable del teatro que en los filmes históricos de Bresson que tanto amamos, donde llegamos a escuchar al autor más que la Historia, el peso cargante del estilo sobre la pura y simple crónica ─Lancelot du Lac (1974)─.
          No conviene infravalorar el peso de las cosas retornando. Magyarok (historia del hijo) y Fábián Bálint találkozása Istennel (historia del padre) son dos historias de retornos, ambos filmes, letanías circulares. El aparato completando el recorrido de una siniestra panorámica. Retorno al memento, a la fotografía funeral, el tren vuelve a cargarse con otra generación hacia la guerra. Del formato 1.85 : 1 se regresa al 1.37 : 1 tras trece años, con la excepción de Plusz-mínusz egy nap (1973) y Az ötödik pecsét (1976). Los húngaros como pueblo semivivo, son retornados a su condición de perdedores. Desde su formación como país, la historia se repite. Un campesino magiar, cuando escuchó que Hungría había entrado en la guerra del lado del Reich, aseguró saber inmediatamente que los alemanes iban a sucumbir ante los Aliados. Quien ose acompañar a Hungría en su historia, también él perderá. Finalmente, un actor retornando sobre su rol, rebajando su importancia en ligazón a ese idealizado modelo, el rostro y cuerpo de Gábor Koncz, prolijo bigote siendo empapado de vinaza, la relación ambigua pero en última instancia de entendimiento amargo que mantiene con aquellos que lo gobiernan y sustentan subyugado… Un cuerpo que retorna al pasado tras Magyarok y adquiere de repente un carácter de comediante, en el sentido más clásico del término, de arquetipo reformándose y matizándose ante los ojos de un espectador familiarizado, sensación tetralogía Tolstói (2000-2012) de Bernard Rose, en la que era posible dar la vuelta una y otra vez sobre Danny Huston encarnando una ligera variación de su particular y soberbio arlequín. Complejo hilo de memoria apilada en la mente del auditorio, al que azota sin rémora la tragedia de las muecas en ritornelo, aplazamientos y salidas de tono que como la situación de Hungría al término de la I Guerra Mundial nos resultan ya algo más que cercanas.

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Magyarok (Zoltán Fábri, 1978)

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ESCUELA DE ODIO

141 Minutes from the Unfinished Sentence [141 perc a befejezetlen mondatból] (Zoltán Fábri, 1975)

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LA CARTA

Un documento ha sido guardado celosamente por Laura el tiempo suficiente, y los hijos, en especial Désirée, empiezan a ansiar la lectura de palabras que sospechan aclararán uno o dos interrogantes, secretos a voces. A veces sentimos que unas cuantas letras nos ayudarán a volver a nacer. Llega el momento de la lectura. No abandonamos Dubrovnik, la luz que nos aleja de fatalismos húngaros enclavados en sótanos, camarillas pactando la siguiente bufonada bajo la cual comunicar al resto de Europa que la represión admite mil y dos metáforas excéntricas, una contramercancía pesada con la que el Bloque del Este ha llegado a manufacturar su propia galería de payasadas enmarañadas. Dubrovnik, la muralla, el mar, marido, padre, Parcen Nagy Károly, dieciséis años soportando un adulterio en el propio despacho donde escribe, oye pasar las horas, vemos una partitura ─Carl Czerny─, también a los hijos de Károly, a la mujer, Laura, y el objeto del adulterio, el arribista profesor Wavra, en verdad vemos una gran variedad de objetos, rostros y detalles, no me animo a decir bodegones, pronto nos damos cuenta, en todo caso, de que estamos viendo siempre lo mismo, y empieza a entrarnos una sensación rarificada en las entrañas, el despacho vacío, noche intuimos fría, pocas luces, un lugar de melancolía anulada, la cual ha llegado al final del recorrido, y ya no hace más que congelar el ánimo, empatía de montador, empatía de collage fervoroso, retornos Nicolas Roeg, retornos Muriel, reemplazando el entusiasmo izquierdista por la rescisión de esta clase demacrada en las cancelas del fin tras veinte años de aburrimiento, fingida apropiación de vínculos familiares que no son tales ─adulterio acaparador, confusión de linajes─, volvemos y nos despedimos del chófer, contemplamos el ridículo, sopesado, humillante hábito de nuestras dos décadas precedentes e intuimos, sabemos, que será así siempre. ¿Empatía? Ocho mil trabajadores en la cuerda floja, desfalcos a la luz del sol, fideicomisos como posibles solucionadores de problemas. Retratando estos pensamientos, Fábri atraviesa la refulgencia de aquellos nocturnos potentados cuya crisis transparenta tragedia, pizcas estentóreas de olor a ligeros remanentes de gomina y caspa, soledad en las alturas, se la pueden permitir los que caminan con bufanda mientras observan los hornos a distancia, y sin embargo su puesta en montaje transparenta una casuística sentimental inmovilizada, convicta. El leve retorno a esos objetos familiares que rodearon el lugar donde unos agujeros paralizaron el cuerpo del padre cambia cadencias y vuelve medio calculada, reencuadrada sin pérdidas involuntarias de raccord, la estructura enamorada de sí misma en la misma medida que las palabras de un suicida, nos suenan melosas y algo enviciadas hasta que recordamos que después de poner punto y final cogió una pistola y dijo aquí termino. Todo se siente como algo que ya ha pasado, ningún elemento original en la especie, las fugas van hacia aquello que no nos concierne más que en los leves vislumbres de mirilla, restos fastidiosos, provocadores, del juego amoroso de los amantes, una rata los mira al tiempo que su imperio alcanza su esplendor tras la Gran Guerra imitando en proporción inversa el arrasamiento de cualquier tipo de autoestima, corriendo hasta un punto intermedio donde el rencor hacia la amada, la indiferencia hacia los hijos, se transforman en una especie de honra hacia el enemigo ─Wavra─, paralelizado en afiches de cerveza, siempre resabido, formal, calculador, sonriente, por el amor de Dios, no es posible caminar un kilómetro a la redonda sin topar triplicadas, cuadruplicadas, las cosas que nos hacen querer introducir los dedos en la boca y llegar más allá de la campana para provocarnos dos o tres arcadas. Una comedia. La de los besos ajenos, los hijos de otros, esferas de reloj impertérritas que juntas con las caricias de los que ya no nos pertenecen, los objetos que ayudamos a crear, rubricar, expandir hasta traspasar el continente, todo tipo de iconos, terminan por echar abajo el sostén vital de Károly, revolviendo el rumbo de su dinero, ahora desviado al centro de propaganda antieslava, luego al Partido Comunista. Incluso marchito, el dinero seguirá siendo trastocado, por supuesto, al fascio. Colección de cigarrillos expirantes, horas muertas en las que reflexionar tribulado sobre esos disparos finales que nos rematan, un retrato fílmico, un vals, sucesión de los personales mártires, facsímiles de emoción, que conjuntan su interminable permanencia con el sincero desafecto transformado en respeto de ultratumba. Luego vendrá el mareo.

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EL DESINTERESADO

Quien pasa los años conteniendo sus ademanes más violentos acaba siendo conducido al patíbulo, ejecutado tras el fin de una contienda cualquiera, barbado, una triste añadidura en el margen de la foto, alguien la recogerá en una caja de cartón décadas después, ahí desarraigada entre doscientas, fijará su mirada en ella y de cavilaciones emotivas quizá enrede la bruma mental si el día se le presenta vivaz en fulgores memorísticos, sentirá algo de pena por otro finado al que pone cara, pelos, algo que cubra su desnudez, ubicará el futuro encajonamiento del propio cuerpo y así la alteridad de los vivos para con los cadáveres retratados sufrirá un plus de lástima. Al volver a dejar la foto en la caja, quizá se ría. Parcen Nagy Lõrinc, hijo, el cadáver a tratar, desenterrado de la colección familiar, vio su paso por la tierra concluido diecisiete años antes de que su hermana, Désirée, falleciese en Dubrovnik. La fotografía se tomó tres días previos a la muerte de Lõrinc. El memento llegó a buen puerto gracias a Vidovics Miklós, insolente asesino casual, sabemos al menos que su gatillo gozó de buena facilidad al tratar de solventar una acusación de provocador, tras él mismo haber hecho poco más que provocar en un bar de entreguerras, alrededor de las diez de la noche, a los diversos proletarios necesitados de escuchar una canción en vez de las últimas noticias del canciller germano, expandiendo en un amanecer de patrulla incesante campos de concentración por la Europa del Este, Miklós no pudo resistirse, acompañado de dos asociados, a testimoniar la entrada de un cuerpo tan aventajado en modales y bravuconería como el suyo, debiéndole nada al término bolchevique, haciendo entender a las malas que el resto de comensales le debían demasiado, y que una corbata no era apropiada si se dignaban a tildarse así. Esto ocurría en Budapest, calle Csáki, minutos antes de que tuviese lugar un asesinato. Conocemos a personas con existencias tan traspasadas y aplanadas en una negativa incomprensible a hacer notar el escaso restante de resistencia que mora como aniñado niño inmaduro tales mentes, incapaz de salir debido a que se le ha rechazado una y otra vez, probablemente divisemos una tez de esta índole y nos semeje chata, subdesarrollada, sin la experiencia necesaria para encarnarse en algo más que un berrido, un pronto inconsecuente, tardío. Las costumbres tienden a apilarse de esta forma, un día estamos acostados mientras una mujer nos rodea el pecho y escucha latidos inconstantes productos de taquicardias irresolubles, demasiados electrocardiogramas hechos a deshoras, noches pasadas en inacabables listas de espera, ansiando ya que nos den el balance de calcio para volver a nuestros colchones y decir buenas noches o buenos días, al menos cerrar los ojos ante un techo que no huela a antisépticos. Sí, volvemos a la mano ansiada, que ya poco confía en la firmeza de nuestros latidos, y de repente ocurre lo inesperado. Los diez años apartados atacan sañosos, y no podemos librarnos de varias instantáneas cuando reinaban costumbres desdeñadas, dejadas de lado. No nos asola la imagen terminal de un suceso trágico, sino un deje consuetudinario que al venirnos impoluto y definido parece preguntarnos cómo es posible que pudiésemos vivir así antes, bajo ese sol, al abrigo de una luna croata, tapados bajo la carga deshonrosa de desfalcos y el peso inútil de ocho mil trabajadores a punto de comenzar algún tipo de huelga, víctimas de detectives visitando los jergones donde malamente duermen, prácticamente cada día les vigilan, y la astucia, agudeza, de los ricachos no ayuda ni compadece, es más, si compadece, termina inhabilitando primero, instigando regueros de hemoglobina luego. Teniendo esto en cuenta, el vaivén de decoraciones orgánicas y podridas no cesa de rodear al hijo, una carga extra heredada que envuelve con irreflexiva insolencia y languidez el tiempo perdido, filmar estos rincones, detalles, requiere disposición paciente, sagacidad de poeta sátiro, unas hojas escapan escalones abajo, espejo roto, estatuas acribilladas, la compañía inagotable del contable. Sin darse cuenta, empieza a versificarse el contorno que pisa, a la manera de un Manoel de Oliveira filmando la eterna reanudación de entes y vegetales que proporcionan esa radiante decadencia de sonata otoñal, las piedras que miraban a los que posaban para la fotografía, somieres vacíos, fuegos funerarios, sostén disfrazando el lento trabajo de los ciclos planetarios, sobrecarga de utensilios en los que depositar nuestra cenicienta anorexia anímica. Ahí circula aquel que no dio levantado la voz más que para delatar inútilmente en fichas fabriles a casi todo el personal, causando estupor en el superior ─la delación es nula, una broma jactanciosa previa a la dimisión voluntaria─, casi alentado en alas del estéril vaivén familiar de una comedia humana insufrible, imponiendo reinado de mujer sobreactuada, escenario ridículo donde el conocimiento de la acepción precisa del término bidé valdrá a buen recibo de instauración de reyerta secular entre abuela y madre.

LA MUECA

Escenas cubiertas por el manto de un velo rebajando grados de ocre nacional, al concernirnos la primera vez podremos pensar que duran un tiempo digamos prudente, reparando en rituales obligados, juicios, canciones infantiles, seducciones apresuradas, la segunda vuelta, constatamos que ninguna era muy extensa, y todas estaban superpuestas por la casi segura certeza de que en otro año pasado, cubierto en filtros sedosos, o futuro, enmarcado en fotografías mediante la voz de un narrador omnisciente, nos esperaba un revés de simplísimo y sucinto abigarramiento, paradoja que concede a Fábri los honores de un cronista sentimental cubierto en sátira de necesidad, no encontrado el malestar al cristalizar en turba, sino al escarbar juntando dos planos la frondosa verticalidad de un tiempo tendente a convertir biografías en dos líneas a pie de página, si vamos hacia atrás, el recuerdo se trabuca, vuelve tartamudeando, descarga neuropática trigeminizando un rostro sensible, varios cuerpos en el campo de visión listos para recibir unas cuantas balas, la memoria de homicidios ofuscados en bruma, el triste final de un obrero que supo establecer una transitoria paz en un tugurio de Budapest ─Béla Markot vuelve una y otra vez─, afiches de Törley envuelven su cuerpo desde el muro, la imagen se ha quedado inmovilizada con los disparos, pero no el punto de vista, y menos el influjo, si vamos hacia delante, nos convertimos en página de sucesos, álbum de necrófilos, tarde o temprano nos atraparán: la policía del régimen que gane la guerra, el recuerdo de una ciudad del sur en la que querremos pasar los últimos días, suerte tendremos si somos algo más que un anónimo sin nombre, suspendidos a medio camino el sueño y los blancos mentales de la cansina espera. Estrés del cohibido, avidez por volar varios cuerpos de carga redundante. Coagula esta mezcla un oriental teatro de difuntos, cremados vagan por la cabeza de Lõrinc, y Fábri no construye con ellos el armazón del filme, pero los arroja con poco permiso propagando un verso libre que no se contenta con realismo lato ni con un desabrido majareta desagradable saltando revoltoso, esperando ser censurado tres décadas, la extensividad del alcance situacional en estos ciento cuarenta y un minutos aporta un grano de arena en el panorama de unos particulares episodios nacionales, inmiscuyendo el tono de anécdotas dispares, reunificadas en el polvo de un bar en el que suena la Radio Budapest, antes o después de desenredarse uno de esos dos o tres accidentes violentos que provocan la caída, derrame de sangre o trauma para el mirador durante los años que encuadran la agresión hasta difundirse con una peculiar didáctica de odio en dirección perpendicular desde la muralla de Dubrovnik a los hornos de Budapest donde el ingeniero supervisor encargado de dar parte demostró no ser más que un compadecido miserable al encontrarse con el cadáver abrasado de un obrero entre miles de apellido Fischer.

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OLA DE ENCANTO

School of Senses [Érzékek iskolája] (András Sólyom, 1996)

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Follow the Romany patteran
          Sheer to the Austral Light,
Where the besom of God is the wild South wind,
          Sweeping the sea-floors white.

The Gipsy Trail, Rudyard Kipling

Csokonai Lili cuenta diez y siete cisnes en un lago, pronto aprende a denominar la susodicha cantidad “número primo”. Tras débiles meditaciones, llega a la conclusión de que el cinco también entraría dentro de esta clasificación. Kéri Márton, el profesor transmisor de tal enseñanza, viaja por el mundo en calidad de agente comercial al servicio de la informática pujante, placas madre, la World Wide Web extendiéndose cual tela de araña sobre el orbe que las gitanas como Lili circundan. El hombre ama inconstante a diversas mujeres, a falta de un verbo mejor, unidimensional, furioso, tierno, creador de confusiones, centro de unos recuerdos invocados por la zíngara en una convalecencia frustrada desde la que el filme se proyecta. Despojados del nervio matriz o las extremidades primarias que nos posibilitaban poner patas arriba la tierra, ¿qué más podemos hacer sino escribir nuestras memorias en un húngaro a la moda/anticuado, más preciso, a nuestra medida? Eso hace Lili, y barrenando sus remembranzas asistimos una noche de noviembre al filme de Sólyom, canalizando una novela hasta ahora no traducida del aristócrata Péter Esterházy, conde juguetón, ascendencias crispadas. Tras un primer visionado y la certeza de haber alucinado estos años noventeros ya añorados con la imprecisión del heroinómano que no es capaz de elegir la zona donde la punta de la aguja deberá clavar su acribillada piel, hacemos pausa. Algunas reflexiones, un regreso fugaz a frases del diario de Lili. No basta. Debemos reintegrarnos al filme en esta primera persona imaginativa de un plural inexistente, pues soy yo el que lo ha visto, y no nosotros, disculpen si la noche me llena de comunidades invisibles. Así se mantiene mi horario últimamente, de 23:00 a 8:00, horas sagradas donde culminar las imposibilidades del día en lo más cercano que puedo llegar a cierto plano astral, mi donación al cosmos, pensamientos generosos, toca socializar. Lo dicho, segundo visionado.
          Deben de ser cerca de las 04:00. Madrugada. Perplejidad. Las imágenes, lentes entintadas de un celuloide hechizado por disoluciones violentas, suaves, veleidosas, de este a oeste, casi de alma corsaria, chalés al lado del mar, en playas donde un estancamiento vacacional aparenta abrir un horizonte de perspectivas, relanzan el pasado, hermanándose con esa visión fraternal de un Carlos Reichenbach fin de siècle, suspiran los días pendientes bailando lejos de rascacielos y hormigón, paréntesis, curva de aprendizaje, bajo la lluvia, al lado de los cisnes, la única cosa que importa son los pensamientos que uno tiene los cinco minutos antes de quedarse dormido. Conforman detenciones impúdicas, dudosas, en ellas los elementos y pasiones exaltan y dan más miedo de lo corriente, en su dudosa dualidad marcarán nuestra memoria y volveremos a ellas dándoles la vuelta si así el humor lo pretende, recordaremos cuando hicimos el amor y nos dio miedo llegar hasta el final. Ni Reichenbach ni Sólyom juegan con elementos de derribo, hacen alianza con la energía de las personas trocada por el punto más vital de revelaciones, una entrega primitiva a afectos que a ojos ajenos podrían parecer grimosos, exagerados, corazoneros, cuché, olvidando que la desvergüenza del iluminado bajo la luz de varias lunas, fugitivo, entre clases, encrucijado, en la expresión más sublime, adquiere un tinte aristocrático, lejos de lo que menos nos interesa del cine: la solemnidad monocromática del templado respetable. Queremos desborde lumpen, voluntad férrea de próceres valerosos obsequiando la tierra al conjunto de heredades. Añade este filme húngaro la experiencia de desmayos superpuestos destensando la intermitencia del fluir del día y lo noctívago encontrada en Falsa loura (2007), incorporando aquí, es conveniente añadir, una vista de becada, surcando el cielo en un viaje diarístico febril por pasados que comienzan en las tierras bajas de Csepel, un diecisiete de septiembre, deslealmente fiel, orfandad temprana, encuentro de su propia sexualidad, tras sobradas inundaciones, en la edad culminante de la pubertad. Ahí llega Kéri Márton. Las imágenes pasan ante mí en esta ocasión con una extraña calma que no había presentido la primera vez, señorío reposado de quien ya conoce el final de la historia, algo más también, la construcción de una lírica romaní, cuyos gestos de mujer exaltada van desde la revelación de Hanan Turk en la imperecedera Dunia (Jocelyn Saab, 2005) hasta la fatal mezcolanza del calor brasileño, comparable a unas entrañas expuestas en matanza de cerdo, causantes de envenenar la voluntad hasta el punto de hacerla blindarse a la luz del sol.
          El resto fue descontrol, éxtasis mundano. La noche podía terminar en termómetro de afectos rebasando la exosfera. Amanecía y ni siquiera resultaban quebrados los anhelos, el traspaso al desayuno conservaba una continuidad amazónica bestial, de tierra quemada, destello cegador antagonizando la caída hacia las formas demasiado concretas del día, entonadoras de su enfermizo marchar. Encaminar la ruta hacia el centro de la urbanización donde habito estas datas de transición, en búsqueda de un futuro cercano a un conato de mística por ahora informe, me hizo contactar travestido de hermano con el filme, las palabras rezumaban inquietas en mi cabeza, separaba su plasmación al papel una pequeña siesta, baño rigurosamente sentado, sin derroche, y la predisposición mental adecuada del día que ya no era siguiente ─la noche en vela confunde cualquier calendario─. Me aguardaba un ansioso sueño.

School of Senses András Sólyom 2

School of Senses András Sólyom 3

AIRADA GUERRA DE DESTRUCCIÓN TOTAL

Perdonen la apresuración. El ardor del instante ha dado paso a algo cercano a la calma inquieta. Centrémonos en la alquimia obtenida del filme comentado, un sincretismo de montaje mantiene las constantes, afiliaciones, filias, de los años que lo vieron nacer, no hay aparente mesura en lentes entintadas de carmesí, blanco y negro, azul verdoso, un destello color sangre coagulada interrumpe un fotograma estableciendo un resquebrajamiento de retentiva bohemia cuya misión en esos días futuros pasa por recordar en forma de ola encantada los devaneos, prontos, culminaciones, prolapsos, que agrupados ahora acomodan un abanico de pigmentos proveídos por la sombra y llama de esta mente femenina hiladora, nobiliaria. La voz en off sobrepuesta a la moza, proporcionada por Kati Lázár, clara disarmonía en relación al cuerpo, cercana a los cincuenta años, timbre relatando los gozos y umbrías de una joven en la que se encarna, establece así una distancia amable, rarificadora, que ayuda a recibir la experiencia de Lili desde una engañosa serenidad, y a nosotros asumir su travesía como si estuviese narrada en un periodo remoto, a título de balada, cuyo solapamiento con la actualidad resuena y cruje los tintes y cortes del metraje. Mientras otros filmes de latitudes semejantes tienden a dejar escapar su desmesura en grandes angulares, folclore soez y suciedad indecorosa, esta Escuela de los Sentidos opta por limpiar, a la manera de Lili, el polvo, los despojos, con severidad romaní, una guerra contra el desorden (el feo maltrato a ojos ajenos), en tanto resida la esperanza de que la retirada de la porquería ayude al Reino de Dios a establecer asidero en este mundo. Nos llegan estas memorias de cisne imantado al lago, nostálgico por el calor del sur, surcadas de, repetimos, encanto, sugestión: una lectura de cartas, el reconocimiento recíproco de belleza en las manos de otra, un tercer personaje, apodado chica guapa, rubio, de cabello virando entre Monroe y la androginia, aficionada ella a grabar las circunstancias que la rodean, tres hijos violinistas, marido ocupado en asuntos de esquí durante pleno mayo, mes del amor, brindemos por él. Cuando la vida se disuelve entre las luces de una piscina y la primavera anuncia su fin, quizá tan solo unos espíritus ansiosos de plenitud consigan escurrirse y fundirse entretanto Lili y su amante hacen el amor ante este panorama, observados por la chica guapa; encontramos livianos estos primeros momentos de felicidad, mestizos, tan deudores de la atracción por las posibilidades estéticas de su año como de la fabulación entrecortada de una balada atávica. Aquí atesoran el cancionero de los errantes, pronto será atacado por las lentes deformantes de Samael. El momento llegará cuando un cuerpo solo no baste.
          El cine ha atravesado una violencia dúplice, ruborizada de sí misma, timorata y más segura que un trípode incapaz de desenroscar tuercas. Si había querencia por desatar anclajes y volverse luminosa la secuencia, desenfrenada, lo ha hecho cambiando de ropajes, canjea el estatismo dogmático del asceta por la exuberancia farisaica, también estática, del cineasta chic que firma sus iniciales con purpurina y colonia francesa. Reclamamos desde aquí, tras haber visto el filme de Sólyom y drogarnos con él, la verdadera desanudadura de cualquier miramiento, si queremos alumbrar con neones, hagámoslo lanzando la cámara al vuelo, adoptemos los ojos del halcón, tiñamos de negro nuestra voluptuosidad, no la disfracemos con vistas a exhibirla en folleto informativo asignado a fiestas del cine decadentes, ofrezcámosla como Lili, expuesta, paradójicamente cerrada al exterior y con un pequeño agujero desde el cual el resto de mirones pueden colarse y alzar el vuelo en colisión directa con la particular línea de tiempo que nos engarza y maldice. Si queremos usar luminiscencias, mandemos al traste la geometría y confundamos los elementos rítmicos, tornemos a Nuestra Señora de París, seamos patizambos y aturdamos las vidrieras casándolas. Se trata de introducir en la savia corrompida las pulsiones de asesinato que no nos abandonan, pues demasiado queremos ver morir, arder, quebrarse, fundirse con un último fuego en una suerte de fogata sincrética de recuerdos inmolados. Fruto de este proceso emerge el devenir último de la gitana.
          La envidia se cuela en las escenas retrospectivas impulsadas desde la convalecencia infructuosa, celos por la esposa rubia, la que siempre ha estado ahí porque quién no tiene esposa. Lili estaba dispuesta a permitirlo todo salvo su exclusión, la mera repetición de un gesto de cariño ─deslizamiento del dedo índice por la frente a modo de comienzo de genuflexión─ en dicha dama marcará el comienzo de su trayecto en el vagón de la bruja. El parte meteorológico anuncia vuelcos. No se trata de una peonza lo que supervisa la existencia de Lili, sino de una trompa, y se le están escapando sus vueltas, intenta remendar los desvaríos viajando por primera vez en un tren nocturno con literas, siendo masajeada tímidamente, una mano separa el dobladillo de sus bragas dejando ver la carne, permaneciendo solo un rato la extremidad ahí dentro, como si estuviera revisando. Al día siguiente, entre los dos pasajeros sospechosos, semejan tan formales que cuesta imaginarlos impúdicos. De ahí, la violencia no amenaza el poema, pero lo disloca, comienza a horadar la vegetación, a confundir el cielo con el subsuelo, la cruz, el solaz es negro, un desconcierto espacial cercano a la sobreabundancia de eternidad en el instante, cuyo bulbo nada debe a monigoterías del este europeo convertidas en mediocre, inofensivo aparataje simbólico-cinematográfico, aquí se retorna a la vanguardia, a otro tipo de experiencia de raíz, dado el giro al orden natural, construido tecnológicamente un nuevo estatuto de la naturaleza, su vértigo y el delirio resultante. John Cage enuncia: No la percepción de las proporciones de las cosas que están fuera de nosotros sino la experiencia de la identificación con lo que está fuera de nosotros (esto es obviamente una imposibilidad física; por eso es una responsabilidad mental). La cuestión es ir acercándose cada vez más a un televisor que videográficamente captura el momento del accidente en bucle, un coche desviándose de la calzada y dando vueltas por el cielo, con cada repetición, el accidente suma un milisegundo más, en la primera ronda solo lo vemos desviarse, en la última, con la cámara casi tocando el cristal, la explosión se ha completado. En la memoria el incendio debe encontrar su propio ritmo para manifestarse y tomar cuerpo. Constituye este momento el fallecimiento del encanto primigenio, ahora la silla de ruedas moviéndose maniacamente, siendo propulsada por Lili, deserta de su proxeneta griego, intenta dirigirse al punto donde encontrar el socorro celestial, los fotogramas destellantes atan flecos restantes de memoria en un agraciado patrón cadencioso que nos asoma a una oriental demencia lúcida, carente de piedad, apegada a terminar la composición métrica más que a redondear el amor o ceder un perdón a destiempo. Es aquí cuando vuelven los cisnes, diez y siete. Volver a pasar por el círculo, asunto de temerarios.

School of Senses András Sólyom 5

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Terminado el escrito, retorna la luna. Al estar en el confín del hacerse viejo, siento ya unos pequeños signos de “la fiesta ha terminado”, desatento a ellos sobrevivo el resto del día, recibiendo señales indistintas, confundo saludos, tomándolos por advertencias de estocada. Llego otra vez al dormitorio, la pequeña siesta casi parece dispuesta a irrigarme de flores singulares, una sintonía de serafines inclinados a calmar el cansancio acumulado. Poco dura, la necesidad rápida se colma, displicente al letargo. Me despierto antes de que el portero se quite los ajuares. Continúo solo, y después de una rápida ducha, tomada a regañadientes con el cuerpo en pie, apago las bombillas, tumbado ya en el colchón, tapado hasta el último centímetro del cuello. Así vino a mi mente el norte.

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‘¿Cómo has de andar bien? Esto debe comprenderse de dos maneras según la palabra del profeta que dice: «[Al llegar] la plenitud del tiempo, el Hijo fue enviado» (Gálatas 4, 4). [La] «plenitud del tiempo» existe en dos aspectos. Una cosa está «plena» cuando se halla en su punto final, así como el día está «pleno» cuando anochece. Del mismo modo, cuando todo el tiempo se desprende de ti, el tiempo está «pleno». El otro [aspecto] se da cuando el tiempo llega a su fin, es decir, la eternidad; porque entonces todo el tiempo termina, pues allí no hay ni antes ni después. Allí todo cuanto existe, se halla presente y es nuevo, y allí abarcas, en una contemplación presente, aquello que sucedió, y que habrá de suceder, en cualquier momento. Allí no existe ni antes ni después, allí todo está presente; y en esa contemplación presente estoy poseyendo todas las cosas. Esta es «plenitud del tiempo», y así ando bien encaminado y soy verdaderamente el hijo único y Cristo.

Que Dios nos ayude para que lleguemos a esa «plenitud del tiempo». Amén’.

Sermón XXIV, Maestro Eckhart

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